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VIAJE A IXTLÁN





Carlos Castaneda

 

 

 

 

 


ÍNDICE

 

 

 

INTRODUCCIÓN............................................................................................................ 2

 

PRIMERA PARTE: "PARAR EL MUNDO"

 

I. LAS REAFIRMACIONES DEL MUNDO QUE NOS RODEA............................................ 5

II. BORRAR LA HISTORIA PERSONAL............................................................................ 8

III. PERDER LA IMPORTANCIA..................................................................................... 11

IV. LA MUERTE COMO UNA CONSEJERA................................................................... 14

V. HACERSE RESPONSABLE..................................................................................... 18

VI. VOLVERSE CAZADOR........................................................................................... 22

VII. SER INACCESIBLE................................................................................................ 26

VIII. ROMPER LAS RUTINAS DE LA VIDA.................................................................... 30

IX. LA ÚLTIMA BATALLA SOBRE LA TIERRA................................................................ 33

X. HACERSE ACCESIBLE AL PODER.......................................................................... 37

XI. EL ÁNIMO DE UN GUERRERO............................................................................... 43

XII. UNA BATALLA DE PODER.................................................................................... 49

XIII. LA ÚLTIMA PARADA DE UN GUERRERO.............................................................. 55

XIV. LA MARCHA DE PODER...................................................................................... 61

XV. NO-HACER........................................................................................................... 70

XVI. EL ANILLO DE PODER......................................................................................... 77

XVII. UN ADVERSARIO QUE VALE LA PENA............................................................... 82

 

SEGUNDA PARTE: EL VIAJE A IXTLÁN

 

XVIII. EL ANILLO DE PODER DEL BRUJO.................................................................... 88

XIX. PARAR EL MUNDO.............................................................................................. 93

XX. EL VIAJE A IXTLÁN............................................................................................... 96

 

INTRODUCCIÓN

 

El sábado 22 de mayo de 1971 fui a Sonora, México, para ver a don Juan Matus, un brujo yaqui con quien tenía contacto desde 1961. Pensé que mi visita de ese día no iba a ser en nada distinta de las veintenas de veces que había ido a verlo en los diez años que llevaba como aprendiz suyo. Sin embargo, los hechos que tuvieron lugar ese día y el siguiente fueron decisivos para mí. En dicha ocasión mi aprendizaje llegó a su etapa final.

Ya he presentado el caso de mi aprendizaje en dos obras anteriores: Las enseñanzas de don Juan y Una realidad aparte.

Mi suposición básica en ambos libros ha sido que los puntos de coyuntura en aprender brujería eran los estados de realidad no ordinaria producidos por la ingestión de plantas psicotrópicas.

En este aspecto, don Juan era experto en el uso de tres plantas: Datura inoxia, comúnmente conocida como toloache; Lophophora williamsii, conocida como peyote, y un hongo alucinógeno del género Psilocybe.

Mi percepción del mundo a través de los efectos de estos psicotrópicos había sido tan extraña e impresionante que me vi forzado a asumir que tales estados eran la única vía para comunicar y aprender lo que don Juan trataba de enseñarme.

Tal suposición era errónea.

 Con el propósito de evitar cualquier mala interpretación relativa a mi trabajo con don Juan, me gustaría clarificar en este punto los aspectos siguientes.

Hasta ahora, no he hecho el menor intento de colocar a don Juan en un determinado medio cultural. El hecho de que él se considere indio yaqui no significa que su conocimiento de la brujería se conozca o se practique entre los yaquis en general.

Todas las conversaciones que don Juan y yo tuvimos a lo largo del aprendizaje fueron en español, y sólo gracias a su dominio completo de dicho idioma pude obtener explicaciones complejas de su sistema de creencias.

He observado la práctica de llamar brujería a ese sistema, y también la de referirme a don Juan como brujo, porque éstas son las categorías empleadas por él mismo.

Como pude escribir la mayoría de lo que se dijo al principiar el aprendizaje, y todo lo que se dijo en fases posteriores, reuní voluminosas notas de campo. Para hacerlas legibles, conservando a la vez la unidad dramática de las enseñanzas de don Juan, he tenido que reducirlas, pero lo que he eliminado es, creo, marginal a los puntos que deseo plantear.

En el caso de mi trabajo con don Juan, he limitado mis esfuerzos exclusivamente a verlo como brujo y a adquirir membrecía en su conocimiento.

Con el fin de presentar mi argumento, debo antes explicar la premisa básica de la brujería según don Juan me la presentó. Dijo que, para un brujo, el mundo de la vida cotidiana no es real ni está allí, como nosotros creemos. Para un brujo, la realidad, o el mundo que todos conocemos, es solamente una descripción.

Para validar esta premisa, don Juan hizo todo lo posible por llevarme a una convicción genuina de que, lo que mi mente consideraba el mundo inmediato era sólo una descripción del mundo: una descripción que se me había inculcado desde el momento en que nací.

Me señaló que todo el que entra en contacto con un niño es un maestro que le describe incesantemente el mundo, hasta el momento en que el niño es capaz de percibir el mundo según se lo describen. De acuerdo con don Juan, no guardamos recuerdo de aquel momento portentoso, simplemente porque ninguno de nosotros podía haber tenido ningún punto de referencia para compararlo con cualquier otra cosa. Sin embargo, desde ese momento el niño es un miembro. Conoce la descripción del mundo, y su membrecía supongo, se hace definitiva cuando él mismo es capaz de llevar a cabo todas las interpretaciones perceptuales adecuadas, que validan dicha descripción ajustándose a ella.

Para don Juan, pues, la realidad de nuestra vida diaria consiste en un fluir interminable de interpretaciones perceptuales que nosotros, como individuos que comparten una membrecía específica, hemos aprendido a realizar en común.

La idea de que las interpretaciones perceptuales que configuran el mundo tienen un fluir es congruente con el hecho de que corren sin interrupción y rara vez, o nunca, se ponen en tela de juicio. De hecho, la realidad del mundo que conocemos se da a tal grado por sentada que la premisa básica de la brujería, la de que nuestra realidad es apenas una de muchas descripciones, difícilmente podría tomarse como una proposición seria.

Afortunadamente, en el caso de mi aprendizaje, a don Juan no le preocupaba en absoluto el que yo pudiese, o no, tomar en serio su proposición, y pro­cedió a dilucidar sus planteamientos pese a mi opo­sición, mi incredulidad y mi incapacidad de com­prender lo que decía. Así, como maestro de brujería, don Juan trató de describirme el mundo desde la primera vez que hablamos. Mi dificultad para asir sus conceptos y sus métodos derivaba del hecho de que las unidades de su descripción eran ajenas e incompatibles con las de la mía propia.

Su argumento era que me estaba enseñando a "ver", cosa distinta de solamente "mirar", y que "parar el mundo" era el primer paso para "ver".

Durante años, la idea de "parar el mundo" fue para mí una metáfora críptica que en realidad nada significaba. Sólo durante una conversación informal, ocurrida hacia el final de mi aprendizaje, llegué a advertir por entero su amplitud e importancia como una de las proposiciones principales en el conoci­miento de don Juan.

Él y yo habíamos estado hablando de, diversas cosas en forma reposada, sin estructura. Le conté el dilema de un amigo mío con su hijo de nueve años. El niño, que había estado viviendo con la madre durante los cuatro años anteriores, vivía entonces con mi amigo, y el problema era qué hacer con él. Según mi amigo, el niño era un inadaptado en la escuela, sin concentra­ción y no se interesaba en nada. Era dado a berrin­ches, a conducta destructiva y a escaparse de la casa.

 -Menudo problema se carga tu amigo -dijo don Juan, riendo.

Quise seguirle contando todas las cosas "terribles" que el niño hacia, pero me interrumpió.

-No hay necesidad de decir más sobre ese pobre niñito -dijo-. No hay necesidad de que tú o yo pensemos de sus acciones de un modo o del otro.

Su actitud fue abrupta y su tono firme, pero luego sonrió.

-¿Qué puede hacer mi amigo? -pregunté.

-Lo peor que puede hacer es forzar al niño a estar de acuerdo con él -dijo don Juan.

-¿Qué quiere usted decir?

-Quiero decir que el padre no debe pegarle ni asustarlo cuando no se porta como él quiere.

-¿Cómo va a enseñarle algo si no es firme con él?

-Tu amigo debería dejar que otra gente le pe­gara al niño.

-¡No puede dejar que una persona ajena toque a su niño! -dije, sorprendido de la sugerencia.

Don Juan pareció disfrutar mi reacción y soltó una risita.

-Tu amigo no es guerrero -dijo-. Si lo fuera, sabría que no puede hacerse nada peor que enfrentar sin más ni más a los seres humanos.

-¿Qué hace un guerrero, don Juan?

-Un guerrero procede con estrategia.

-Sigo sin entender qué quiere usted decir.

-Quiero decir que si tu amigo fuera guerrero ayu­daría a su niño a parar el mundo.

-¿Cómo puede hacerlo?

-Necesitaría poder personal. Necesitaría ser brujo.

-Pero no lo es.

 -En tal caso debe usar medios comunes y corrien­tes para ayudar a su hijo a cambiar su idea del mun­do. No es parar el mundo, pero de todos modos da resultado.

Le pedí explicar sus aseveraciones.

-Yo, en el lugar de tu amigo -dijo don Juan-, empezaría por pagarle a alguien para que le diera sus nalgadas al muchacho. Iría a los arrabales y me arre­glaría con el hombre más feo que pudiera hallar.

-¿Para asustar a un niñito?

-No nada más para asustar a un niñito, idiota. Hay que parar a ese escuincle, y los golpes que le dé su padre no servirán de nada.

"Si queremos parar a nuestros semejantes, siempre hay que estar fuera del círculo que los oprime. En esa forma se puede dirigir la presión."

La idea era absurda, pero de algún modo me atraía.

Don Juan descansaba la barbilla en la palma de la mano izquierda. Tenía el brazo izquierdo contra el pecho, apoyado en un cajón de madera que servía como una mesa baja. Sus ojos estaban cerrados, pero se movían. Sentí que me miraba a través de los pár­pados. La idea me espantó.

-Dígame qué más debería hacer mi amigo con su niño -dije.

-Dile que vaya a los arrabales y escoja con mucho cuidado al tipo más feo que pueda -prosiguió él-. Dile que consiga uno joven. Uno al que todavía le quede algo de fuerza.

Don Juan delineó entonces una extraña estrategia. Yo debía instruir a mi amigo para que hiciera que el hombre lo siguiese o lo esperara en un sitio a donde fuera a ir con su hijo. El hombre, en respuesta a una seña convenida, dada después de cualquier comportamiento objetable por parte del pequeño, de­bía saltar de algún escondite, agarrar al niño y darle una soberana tunda.

-Después de que el hombre lo asuste, tu amigo debe ayudar al niño a recobrar la confianza, en cual­quier forma que pueda. Si sigue este procedimiento tres o cuatro veces, te aseguro que el niño cambiará su sentir con respecto a todo. Cambiará su idea del mundo.

-¿Y si el susto le hace daño?

-El susto nunca daña a nadie. Lo que daña el espíritu es tener siempre encima alguien que te pe­gue y te diga qué hacer y qué no hacer.

"Cuando el niño esté más contenido, debes decir a tu amigo que haga una última cosa por él. Debe hallar el modo de dar con un niño muerto, quizá en un hospital o en el consultorio de un doctor. Debe llevar allí a su hijo y enseñarle el niño muerto. Debe ha­cerlo tocar el cadáver una vez, con la mano izquierda, en cualquier lugar menos en la barriga. Cuando el niño haga eso, quedará renovado. El mundo nunca será ya el mismo para él."

Me di cuenta entonces de que, a través de los años de nuestra relación, don Juan había estado usando conmigo, aunque en una escala diferente, la misma táctica que sugería para el hijo de mi amigo. Le pre­gunté al respecto. Dijo que todo el tiempo había estado tratando de enseñarme a "parar el mundo".

-Todavía no lo paras -dijo, sonriendo-. Parece que nada da resultado, porque eres muy terco. Pero si fueras menos terco, probablemente ya habrías parado el mundo con cualquiera de las técnicas que te he enseñado.

-¿Qué técnicas, don Juan?

-Todo lo que te he dicho era una técnica para parar el mundo.

Pocos meses después de aquella conversación, don Juan logró lo que se había propuesto: enseñarme a "parar el mundo".

Ese monumental hecho de mi vida me obligó a re­examinar en detalle mi trabajo de diez años. Se me hizo evidente que mi suposición original con respecto al papel de las plantas psicotrópicas era erróneo. Tales plantas no eran la faceta esencial en la descripción del mundo usada por el brujo, sino únicamente una ayuda para aglutinar, por así decirlo, partes de la descripción que yo había sido incapaz de percibir de otra manera. Mi insistencia en adherirme a mi ver­sión normal de la realidad me hacía casi sordo y ciego a los objetivos de don Juan. Por tanto, fue sólo mi carencia de sensibilidad lo que propició el uso de los alucinógenos.

Al revisar la totalidad de mis notas de campo, ad­vertí que don Juan me había dado la parte principal de la nueva descripción al principio mismo de nues­tras relaciones, en lo que llamaba "técnicas de parar el mundo". En mis obras anteriores, descarté esas partes de mis notas porque no se referían al uso de plantas psicotrópicas. Ahora las he reinstaurado en el panorama total de las enseñanzas de don Juan, y abarcan los primeros diecisiete capítulos de esta obra. Los últimos tres capítulos son las notas de campo relativas a los eventos que culminaron cuando logré "parar el mundo".

Resumiendo, puedo decir que, cuando inicié el aprendizaje, había otra realidad, es decir, había una descripción del mundo, correspondiente a la brujería, que yo no conocía.

Don Juan, como brujo y maestro, me enseñó esa descripción. El aprendizaje que atravesé a lo largo de diez años consistía, por tanto, en instaurar esa realidad desconocida por medio del desarrollo de su descripción, añadiendo partes cada vez más complejas conforme yo progresaba.

La conclusión del aprendizaje significó que yo había aprendido, en forma convincente y auténtica, una nueva descripción del mundo, y así había obtenido la capacidad de deducir una nueva percepción de las cosas que encajaba con su nueva descripción. En otras palabras, había obtenido membrecía.

Don Juan declaraba que para llegar a "ver" primero era necesario "parar el mundo". La frase "parar el mundo" era en realidad una buena expresión de ciertos estados de conciencia en los cuales la realidad de la vida cotidiana se altera porque el fluir de la interpretación, que por lo común corre ininterrumpido, ha sido detenido por un conjunto de circunstancias ajenas a dicho fluir. En mi caso, el conjunto de circunstancias ajeno a mi fluir normal de interpretaciones fue la descripción que la brujería hace del mundo. El requisito previo que don Juan ponía para "parar el mundo" era que uno debía estar convencido; en otras palabras, había que aprender la nueva descripción en un sentido total, con el propósito de enfrentarla con la vieja y en tal forma romper la certeza dogmática, compartida por todos nosotros, de que la validez de nuestras percepciones, o nuestra realidad del mundo, se encuentra más allá de toda duda.

Después de "parar el mundo", el siguiente paso fue "ver". Con eso, don Juan se refería a lo que me gustaría categorizar como "responder a los estímulos perceptuales de un mundo fuera de la descripción que hemos aprendido a llamar realidad".

Mi argumento es que todos estos pasos sólo pueden comprenderse en términos de la descripción a la cual pertenecen; y como es una descripción que don Juan luchó por darme desde el principio, debo dejar que sus enseñanzas sean la única fuente de acceso a ella. Así pues, he dejado que las palabras de don Juan hablen por sí mismas.

 

PRIMERA PARTE: "PARAR EL MUNDO"

 

I. LAS REAFIRMACIONES DEL MUNDO QUE NOS RODEA

 

-ENTIENDO que usted conoce mucho de plantas, se­ñor -dije al anciano indígena frente a mí.

Un amigo mío acababa de ponernos en contacto para luego salir de la habitación, y nos habíamos presentado el uno al otro. El viejo me había dicho que se llamaba Juan Matus.

-¿Te dijo eso tu amigo? -preguntó casualmente.

-Sí, en efecto.

-Corto plantas, o mejor dicho ellas me dejan que las corte -dijo con suavidad.

Estábamos en la sala de espera de una terminal de autobuses en Arizona. Le pregunté con mucha for­malidad:

-¿Me permitiría el caballero hacerle algunas pre­guntas?

Me miró inquisitivamente.

-Soy un caballero sin caballo -dijo con una gran sonrisa, y luego añadió-: Ya te dije que mi nombre es Juan Matus.

Me gustó su sonrisa. Pensé que, obviamente, era un hombre capaz de apreciar la franqueza, y decidí lan­zarle con audacia una petición.

Le dije que me interesaba reunir y estudiar plan­tas medicinales. Dije que mi interés especial eran los usos del cacto alucinógeno llamado peyote, que yo había estudiado con detalle en la Universidad en Los Ángeles.

Mi presentación me pareció muy seria. La hice con gran sobriedad y me sonó perfectamente verosímil.

El anciano meneó despacio la cabeza y yo, animado por su silencio, añadí que sin duda ambos sacaría­mos provecho de juntarnos a hablar del peyote.

En ese momento alzó la cabeza y me miró de lleno a los ojos. Fue una mirada formidable. Pero no era amenazante ni aterradora en modo alguno. Fue una mirada que me atravesó. Inmediatamente se me trabó la lengua y no pude proseguir mis peroratas. Ése fue el final de nuestro encuentro. Pero al irse dejó un rastro de esperanza. Dijo que tal vez pudiera yo visi­tarlo algún día en su casa.

Resulta difícil valorar el efecto de la mirada de don Juan si mi inventario de experiencias personales no se relaciona de alguna manera con la peculiaridad de aquel evento. Cuando empecé a estudiar antropo­logía era ya un experto en "hallar el modo". Años antes había dejado mi hogar y eso significaba, según mi evaluación, que era capaz de cuidarme solo. Cada vez que sufría un desaire podía, por lo general, ga­narme a la gente con halagos, hacer concesiones, ar­gumentar, enojarme, o si nada resultaba me ponía chillón y quejumbroso; en otras palabras, siempre había algo que yo me sabía capaz de hacer bajo las circunstancias dadas, y jamás en mi vida había halla­do un ser humano que detuviera mi impulso tan veloz y definitivamente como don Juan aquella tarde. Pero no era sólo cuestión de quedarme sin palabras; en otras ocasiones me había sido imposible decir nada a mi oponente a causa de algún respeto inherente que yo le tenía, pero mi ira o frustración se manifes­taban en mis pensamientos. La mirada de don Juan, en cambio, me atontó hasta el punto de impedirme pensar con coherencia.

Aquella mirada estupenda me llenó de curiosidad, y decidí buscarlo.

Me preparé durante seis meses, tras ese primer en­cuentro, leyendo sobre los usos del peyote entre los indios americanos, y especialmente sobre el culto del peyote entre los indios de la planicie. Me familiaricé con todas las obras a mi disposición y cuando me sentí preparado regresé a Arizona.

 

Sábado, diciembre 17, 1960

 

Hallé su casa tras largas y cansadas inquisiciones entre los indios locales. Empezaba la tarde cuando llegué y me estacioné enfrente. Lo vi sentado en un cajón de leche. Pareció reconocerme y me saludó cuando bajé del coche.

Intercambiamos cortesías sociales durante un rato y luego, en términos llanos, confesé haber sido muy engañoso con él la primera vez que nos vimos. Había alardeado de mis grandes conocimientos sobre el pe­yote, cuando en realidad no sabía nada al respecto. Se me quedó mirando. Sus ojos eran muy amables.

Le dije que durante seis meses había estado leyendo con el fin de prepararme para nuestro encuentro, y que ahora sí sabía mucho más.

Rió. Obviamente, había algo en mis palabras que le parecía chistoso. Se reía de mí, y yo me sentí algo confuso y ofendido.

Pareció notar mi desazón y me aseguró que, pese a mis buenas intenciones, no había en realidad ningún modo de prepararme para nuestro encuentro.

Me pregunté si sería conveniente preguntarle si esa frase tenía algún sentido oculto, pero no lo hice; sin embargo, él parecía estar a tono con mi sentir y procedió a explicar a qué se refería. Dijo que mis esfuerzos le recordaban un cuento sobre cierta gente que, en otro tiempo, un rey había perseguido y ma­tado. Dijo que en el cuento los perseguidos sólo se distinguían de los perseguidores en que los primeros insistían en pronunciar ciertas palabras de un modo peculiar, propio solamente de ellos; esa falla, por supuesto, los delataba. El rey cerró los caminos en puntos críticos, donde un oficial pedía a todos los que pasaban pronunciar una palabra clave. Quienes la pronunciaban igual que el rey conservaban la vida, pero quienes no podían eran muertos en el acto. El meollo del cuento es que cierto día un joven decidió prepararse para pasar la barrera aprendiendo a pro­nunciar la palabra de prueba en la forma en que al rey le gustaba.

Don Juan dijo, con ancha sonrisa, que de hecho el joven tardó "seis meses" en aprenderse la pro­nunciación. Y luego vino el día de la gran prueba; el joven, con mucha confianza, se acercó a la barrera y esperó que el oficial le pidiese pronunciar la pa­labra.

En ese punto, don Juan interrumpió muy dramá­ticamente su relato y me miró. Su pausa era muy estudiada y me pareció algo cursi, pero seguí el juego. Yo había oído antes la trama del cuento. Tenía que ver con los judíos en Alemania y con la forma en que podía saberse quién era judío por la pronuncia­ción de ciertas palabras. También conocía el remate del chiste: el joven era atrapado porque el oficial olvidaba la palabra clave y le pedía pronunciar otra, muy similar, pero que el joven no había aprendido a decir correctamente.

Don Juan parecía esperar que yo preguntara qué había sucedido, de modo que lo hice.

-¿Qué le pasó? -pregunté, tratando de sonar in­genuo e interesado en la historia.

-El joven, que era todo un zorro -dijo él-, se dio cuenta de que el oficial había olvidado la palabra clave, y antes de que le pidieran decir cualquier otra, confesó que se había preparado durante seis meses.

Hizo otra pausa y me miró con un brillo malicioso en los ojos. Esta vez me había cambiado la partida. La confesión del joven era un nuevo elemento, y yo ya no sabía cómo acabaría el relato.

-Bueno, ¿qué pasó entonces? -pregunté con ver­dadero interés.

-Lo mataron en el acto, por supuesto -dijo él y estalló en una risotada.

Me gustó mucho la forma en que había atrapado mi interés; sobre todo, me agradó cómo había ligado el cuento con mi propio caso. De hecho, parecía ha­berlo construido a mi medida. Se burlaba de mí con mucho arte y sutileza. Reí junto con él.

Después le dije que, por más estupideces que yo dijera, me interesaba realmente aprender algo sobre las plantas.

-A mí me gusta caminar mucho -dijo.

Pensé que cambiaba deliberadamente el tema de la conversación para evitar responderme. No quise antagonizarlo con mi insistencia.

Me preguntó si me gustaría acompañarlo a una corta caminata por el desierto. Le dije con entusiasmo que me encantaría caminar en el desierto.

-Esto no es un paseo de campo -dijo en tono de advertencia.

Contesté que tenía deseos muy serios de trabajar con él. Dije que necesitaba información, cualquier tipo de información, sobre los usos de las hierbas medicinales, y que estaba dispuesto a pagarle su tiempo y su esfuerzo.

-Estaría usted trabajando para mí -dije-. Y le pagaré un sueldo.

-¿Qué tanto me pagarías? -preguntó.

Detecté en su voz un matiz de codicia.

-Lo que a usted le parezca apropiado -dije.

-Págame mi tiempo... con tu tiempo -dijo él.

Pensé que era un tipo de lo más peculiar. Declaré no entender a qué se refería. Repuso que no había nada qué decir acerca de las plantas, de modo que no podía ni pensar en aceptar mi dinero.

Me miró penetrantemente.

-¿Qué haces en tu bolsillo? -preguntó, frunciendo el entrecejo-. ¿Estás jugando con tu pito?

Se refería a que yo tomaba notas en un cuaderno diminuto, dentro de los enormes bolsillos de mi rompevientos.

Cuando le dije lo que hacía, rió de buena gana.

Expliqué que no deseaba molestarlo escribiendo frente a él.

-Si quieres escribir, escribe -dijo-. No me molestas.

 Caminamos por el desierto en torno hasta que casi era de noche. No me mostró ninguna planta ni habló de ellas para nada. Nos detuvimos un momento a descansar junto a unos arbustos grandes.

-Las plantas son cosas muy peculiares -dijo sin mirarme-. Están vivas y sienten.

En el momento mismo en que hizo tal afirmación, una fuerte racha de viento sacudió el chaparral de­sértico en nuestro derredor. Los arbustos produjeron un ruido crujiente.

-¿Oyes? -me preguntó, poniéndose la mano iz­quierda junto a la oreja como para escuchar mejor-. Las hojas y el viento están de acuerdo conmigo.

Reí. El amigo que nos puso en contacto ya me había advertido que tuviera cuidado porque el viejo era muy excéntrico. Pensé que el "acuerdo con las hojas" era una de sus excentricidades.

Caminamos un rato más, pero siguió sin mostrarme plantas, y tampoco cortó ninguna. Simplemente ca­minaba con vivacidad entre los arbustos, tocándolos suavemente. Luego se detuvo para sentarse en una roca y me dijo que descansara y mirase alrededor.

Insistí en hablar. Una vez más le hice saber que tenía muchos deseos de aprender cosas de las plantas, especialmente del peyote. Le supliqué que se convir­tiera en informante mío a cambio de alguna recom­pensa monetaria.

-No tienes que pagarme -dijo-. Puedes pregun­tarme lo que quieras. Te diré lo que sé y luego te diré qué se puede hacer con eso.

Me preguntó si estaba de acuerdo con el arreglo. Yo me hallaba deleitado. Luego añadió una frase críptica:

 -A lo mejor no hay nada que aprender de las plantas, porque no hay nada que decir de ellas.

No comprendí lo que había dicho ni a qué se re­fería.

-¿Cómo dice usted? -pregunté.

Repitió su afirmación tres veces, y luego toda la zona se estremeció con el rugido de un aeroplano de la Fuerza Aérea que pasó volando bajo.

-¡Ya ves! El mundo está de acuerdo conmigo -dijo, llevándose la mano izquierda al oído.

Me resultaba muy divertido. Su risa era contagiosa.

-¿Es usted de Arizona, don Juan? -pregunté, en un esfuerzo por mantener la conversación centrada en la posibilidad de que fuera mi informante.

Me miró y asintió con la cabeza. Sus ojos parecían fatigados. Se veía el blanco debajo de las pupilas.

-¿Nació usted en esta localidad?

Asintió de nuevo sin responderme. Parecía un gesto afirmativo, pero también el asentimiento nervioso de alguien que está pensando.

-¿Y tú de dónde eres? -preguntó.

-Vengo de Sudamérica -dije.

-Es grande ese sitio. ¿Vienes de todo él?

Sus ojos me miraban, penetrantes de nuevo.

Empecé a explicar las circunstancias de mi naci­miento, pero me interrumpió.

-En esto nos parecemos -dijo-. Yo ahora vivo aquí, pero en realidad soy un yaqui de Sonora.

-¡No me diga! Yo soy de . . .

No me dejó terminar.

-Ya sé, ya sé -dijo-. Tú eres quien eres, de donde eres, igual que yo soy un yaqui de Sonora.

Sus ojos relucían y su risa era extremadamente inquietante. Me hizo sentir como si me hubiera atra­pado en una mentira. Experimenté una peculiar sen­sación de culpa. Tuve el sentimiento de que él co­nocía algo que yo no sabía o no quería decir.

Mi extraña incomodidad creció. Debe haberla ad­vertido, porque se puso en pie y me preguntó si quería ir a comer en una fonda del pueblo.

Caminar de regreso a su casa, y luego el viaje en coche al pueblo, me hizo sentirme mejor, pero no me hallaba completamente relajado. De algún modo me sentía amenazado, aunque no podía precisar el motivo.

En la fonda, quise invitarle a una cerveza. Dijo que nunca bebía, ni siquiera cerveza. Reí para mis aden­tros. No le creía; el amigo que nos puso en contacto me había dicho qué "el viejo andaba perdido de borracho casi todo el tiempo". En realidad no me importaba que me mintiera diciendo que no bebía. Me agradaba; había algo muy tranquilizante en su persona.

Debí haber tenido una expresión de duda en el rostro, pues él pasó a explicar que de joven le daba por la bebida, pero que un buen día la había dejado.

-La gente casi nunca se da cuenta de que podemos cortar cualquier cosa de nuestras vidas en cualquier momento, así nomás -chasqueó los dedos.

-¿Piensa usted que uno puede dejar de fumar o de beber así de fácil? -pregunté.

-¡Seguro! -dijo con gran convicción-. El cigarro y la bebida no son nada. Nada en absoluto si quere­mos dejarlos.

En ese mismo instante, el agua que hervía en la cafetera hizo un ruido fuerte y vivaz.

 -¡Oye! -exclamó don Juan, con un brillo en los ojos-. El agua hirviendo está de acuerdo conmigo.

Luego añadió, tras una pausa:

-Uno puede recibir acuerdos de todo lo que lo rodea.

En ese momento crucial, la cafetera produjo un gorgoteo verdaderamente obsceno.

Don Juan miró la cafetera y dijo suavemente: "Gracias"; asintió con la cabeza y luego estalló en carcajadas.

Me desconcerté. Su risa era un poco demasiado fuerte, pero yo me divertía genuinamente con todo aquello.

Mi primera sesión propiamente dicha con mi "in­formante" llegó entonces a su fin. Se despidió en la puerta de la fonda. Le dije que tenía que visitar a unos amigos, y que me gustaría verlo de nuevo a fi­nes de la semana siguiente.

-¿Cuándo estará usted en su casa? -pregunté.

Me escudriñó.

-Cuando vengas -repuso.

-No sé exactamente cuándo pueda venir.

-Pues ven y no te preocupes.

-¿Y si usted no está?

-Allí estaré -dijo, sonriendo, y se alejó.

Corrí tras él y le pregunté si podría llevar conmigo una cámara para tomar fotos suyas y de su casa.

-Eso está fuera de cuestión -dijo con el entre­cejo fruncido.

-¿Y una grabadora? ¿Le molestaría?

-Me temo que tampoco de eso hay posibilidad.

Me molesté y empecé a agitarme. Dije que no veía ningún motivo lógico para su rechazo.

 Don Juan movió la cabeza en sentido negativo.

Olvídalo -dijo con fuerza-. Y si todavía quie­res verme, no vuelvas a mencionarlo.

Presenté una débil queja final. Dije que las fotos y las grabaciones eran indispensables para mi trabajo. Él respondió que sólo una cosa era indispensable para todo lo que hacíamos. La llamó "el espíritu".

-No se puede prescindir del espíritu -dijo-. Y tú no lo tienes. Preocúpate de eso y no de tus fotos.

-¿A qué se... ?

Me interrumpió con un ademán y retrocedió algu­nos pasos.

-No te olvides de volver -dijo con suavidad, y agitó la mano en despedida.

 

II. BORRAR LA HISTORIA PERSONAL

 

Jueves, diciembre 22, 1960

 

DON JUAN estaba sentado en el suelo, junto a la puer­ta de su casa, con la espalda contra la pared. Volteó un cajón de madera para leche y me pidió tomar asiento y ponerme cómodo. Le ofrecí unos cigarrillos. Había llevado un paquete. Dijo que no fumaba, pero aceptó el regalo. Hablamos sobre el frío de las no­ches del desierto y otros temas ordinarios de conver­sación.

Le pregunté si no interfería yo con su rutina nor­mal. Me miró como frunciendo el entrecejo y re­puso que no tenía rutinas, y que yo podía estarme con él toda la tarde si así lo deseaba.

Yo había preparado algunas cartas de genealogía y parentesco que deseaba llenar con ayuda suya. Tam­bién había compilado, a través de la literatura etno­gráfica, una larga serie de rasgos culturales pertene­cientes, se decía, a los indígenas de la zona. Quería revisar con él la lista y marcar todos los elementos que le fuesen familiares.

Empecé con las cartas de parentesco.

-¿Cómo llamaba usted a su padre? -pregunté.

-Lo llamaba papá -dijo él con rostro muy serio.

Me sentí algo molesto, pero procedí sobre la supo­sición de que no había comprendido.

Le mostré la carta y expliqué: un espacio era para el padre y otro para la madre. Di como ejemplo las distintas palabras usadas para padre y madre en in­glés y en español.

Pensé que tal vez habría debido empezar por la madre.

-¿Cómo llamaba usted a su madre? -pregunté.

-La llamaba mamá -repuso con tono ingenuo.

-Quiero decir, ¿qué otras palabras usaba usted para llamar a su padre y a su madre? ¿Cómo los lla­maba usted? -dije, tratando de ser paciente y cortés.

Se rascó la cabeza y me miró con una expresión estúpida.

-¡Caray! -dijo-. Me la pusiste difícil. Déjame pensar.

Tras un momento de titubeo, pareció recordar algo, y yo me dispuse a escribir.

-Bueno -dijo, como inmerso en serios pensa­mientos-, ¿de qué otra forma los llamaba? ¡oye, oye, papá! ¡Oye, oye, mamá!

Reí contra mi voluntad. Su expresión era verdade­ramente cómica y en ese momento no supe si era un viejo absurdo que me jugaba bromas, o si en verdad era un simplón. Usando cuanta paciencia había en mi, le expliqué que éstas eran preguntas muy serias, y que para mi trabajo tenía gran importancia llenar los formularios. Traté de hacerle comprender la idea de una genealogía e historia personal.

-¿Cuáles eran los nombres de su padre y su ma­dre? -pregunté.

Él me miró con ojos claros y amables.

-No pierdas tu tiempo con esa mierda -dijo sua­vemente, pero con fuerza insospechada.

 No supe qué decir; parecía que alguien más hu­biese pronunciado esas palabras. Un momento antes, don Juan había sido un indio estúpido y destanteado rascándose la cabeza, y de buenas a primeras había cambiado los papeles. Yo era el estúpido, y él me contemplaba con una mirada indescriptible que no era de arrogancia, ni de desafío, ni de odio, ni de desprecio. Sus ojos eran claros y bondadosos y pe­netrantes.

-No tengo ninguna historia personal -dijo tras una larga pausa-. Un día descubrí que la historia personal ya no me era necesaria y la dejé, igual que la bebida.

Yo no acababa de entender el sentido de sus pala­bras. Le recordé que él mismo me había asegurado que estaba bien hacerle preguntas. Reiteró que eso no lo molestaba en absoluto.

-Ya no tengo historia personal -dijo, y me miró con agudeza-. La dejé un día, cuando sentí que ya no era necesaria.

Me le quedé viendo, tratando de detectar los sig­nificados ocultos de sus palabras.

-¿Cómo puede uno dejar su historia personal? -pregunté en tono de discusión.

-Primero hay que tener el deseo de dejarla -di­jo-. Y luego tiene uno que cortársela armoniosa­mente, poco a poco.

-¿Por qué iba uno a tener tal deseo? -exclamé.

Yo tenía un apego terriblemente fuerte a mi his­toria personal. Mis raíces familiares eran hondas. Sentía, con toda honradez, que sin ellas mi vida no tendría continuidad ni propósito.

 -Quizá debería usted decirme a qué se refiere con lo de dejar la historia personal -dije.

-A acabar con ella, a eso me refiero -respondió cortante.

Insistí en que sin duda yo no entendía el plan­teamiento.

-Usted, por ejemplo -dije-. Usted es un yaqui. No puede cambiar eso.

-¿Lo soy? -preguntó sonriendo-. ¿Cómo lo sabes?

-¡Cierto! -dije-. No puedo saberlo con certeza, en este punto, pero usted lo sabe y eso es lo que cuenta. Eso es lo que hace que sea historia personal.

Sentí haber remachado un clavo bien puesto.

-El hecho de que yo sepa si soy yaqui o no, no hace que eso sea historia personal -replicó él-. Sólo se vuelve historia personal cuando alguien más lo sabe. Y te aseguro que nadie lo sabrá nunca de cierto.

Yo había anotado torpemente sus palabras. Dejé de escribir y lo miré. No podía hallarle el modo. Repasé mentalmente las impresiones que de él tenía: la for­ma misteriosa e insólita en que me miró durante nuestro primer encuentro, el encanto con que había afirmado recibir corroboraciones de todo cuanto lo rodeaba, su molesto humorismo y su viveza, su ex­presión de auténtica estupidez cuando le pregunté por su padre y su madre, y luego la insospechada fuerza de sus aseveraciones, que me había partido en dos.

-No sabes quién soy, ¿verdad? -dijo como si le­yera mis pensamientos-. jamás sabrás quién soy ni qué soy, porque no tengo historia personal.

Me preguntó si tenía padre. Le dije que sí. Afirmó que mi padre era un ejemplo de lo que él tenía en mente. Me instó a recordar lo que mi padre pensaba de mí.

-Tu padre conoce todo lo tuyo -dijo-. Así pues, te tiene resuelto por completo. Sabe quién eres y qué haces, y no hay poder sobre la tierra que lo haga cambiar de parecer acerca de ti.

Don Juan dijo que todos cuantos me conocían te­nían una idea sobre mí, y que yo alimentaba esa idea con todo cuanto hacía.

-¿No ves? -preguntó con dramatismo-. Debes renovar tu historia personal contando a tus padres, o a tus parientes y tus amigos todo cuanto haces. En cambio, si no tienes historia personal, no se necesi­tan explicaciones; nadie se enoja ni se desilusiona con tus actos. Y sobre todo, nadie te amarra con sus pensamientos.

De pronto, la idea se aclaró en mi mente. Yo casi la había sabido, pero nunca la examiné. El carecer de historia personal era en verdad un concepto atra­yente, al menos en el nivel intelectual; sin embargo, me daba un sentimiento de soledad ominoso y des­agradable. Quise discutir con él mis sentimientos, pero me frené; algo había de tremenda incongruen­cia en la situación inmediata. Me sentí ridículo por intentar meterme en una discusión filosófica con un indio viejo que obviamente no tenía el "refinamien­to" de un estudiante universitario. De algún modo, don Juan me había apartado de mi intención origi­nal de interrogarlo sobre su genealogía.

-No sé cómo terminamos hablando de esto cuando yo nada más quería unos nombres para mis cartas -dije, tratando de reencauzar la conversación hacia el tema que yo deseaba.

-Es muy sencillo -dijo él-. Terminamos ha­blando de ello porque yo dije que hacer preguntas sobre el pasado de uno es un montón de mierda.

Su tono era firme. Sentí que no había forma de moverlo, así que cambié mis tácticas.

-Esta idea de no tener historia personal ¿es algo que hacen los yaquis? -pregunté.

-Es algo que hago yo.

-¿Dónde lo aprendió usted?

-Lo aprendí en el curso de mi vida.

-¿Se lo enseñó su padre?

-No. Digamos que lo aprendí solo, y ahora voy a darte el secreto, para que no te vayas hoy con las manos vacías.

Bajó la voz hasta un susurro dramático. Reí de su histrionismo. Había que admitir su excelencia en ese renglón. Por mi mente cruzó la idea de que me hallaba ante un actor nato.

-Escríbelo -dijo con arrogante condescenden­cia-. ¿Por qué no? Parece que así estás más a gusto.

Lo miré, y mis ojos deben haber delatado mi con­fusión. Él se dio palmadas en los muslos y rió con gran deleite.

-Vale más borrar toda historia personal -dijo despacio, como dando tiempo a mi torpeza de anotar sus palabras- porque eso nos libera de la carga de los pensamientos ajenos.

No pude creer que en verdad estuviera diciendo eso. Tuve un momento de gran confusión. Él, sin duda, leyó en mi rostro mi agitación interna, y la utilizó de inmediato.

 -Aquí estás tú, por ejemplo -prosiguió-. En estos momentos no sabes si vas o vienes. Y eso es por­que yo he borrado mi historia personal. Poco a poco, he creado una niebla alrededor de mí y de mi vida. Y ahora, nadie sabe de cierto quién soy ni qué hago.

-Pero usted mismo sabe quién es, ¿no? -inter­calé.

-Por supuesto que... no -exclamó y rodó por el suelo, riendo de mi expresión sorprendida.

Había hecho una pausa lo bastante larga para ha­cerme creer que iba a decir que sí sabía, como yo anticipaba. El subterfugio me resultó muy amena­zante. En verdad me dio miedo.

-Ése es el secretito que voy a darte hoy -dijo en voz baja-. Nadie conoce mi historia personal. Nadie sabe quién soy ni qué hago. Ni siquiera yo.

Achicó los ojos. No miraba en mi dirección sino más allá, por encima de mi hombro derecho. Estaba sentado con las piernas cruzadas, tenía la espalda derecha y sin embargo parecía de lo más relajado. En aquel instante era la imagen misma de la fiereza. Lo imaginé fantasiosamente como un jefe indio, un "guerrero de piel roja" en las románticas sagas fron­terizas de mi niñez. Mi romanticismo me arrastró, y un sentimiento de ambivalencia sumamente insidio­so tejió su red en torno mío. Podía decir sincera­mente que don Juan me simpatizaba mucho, y añadir, en el mismo aliento, que le tenía un miedo mortal.

Sostuvo esa extraña mirada durante un momento largo.

-¿Cómo puedo saber quién soy, cuando soy todo esto? -dijo, barriendo el entorno con un gesto de su cabeza.

 Luego posó en mí los ojos y sonrió.

-Poco a poco tienes que crear una niebla en tu alrededor; debes borrar todo cuanto te rodea hasta que nada pueda darse por hecho, hasta que nada sea ya cierto. Tu problema es que eres demasiado cierto. Tus empresas son demasiado ciertas; tus humores son demasiado ciertos. No tomes las cosas por hechas. Debes empezar a borrarte.

-¿Para qué? -pregunté, belicoso.

Se me aclaró que don Juan me estaba dando reglas de conducta. A lo largo de toda mi vida, yo había llegado al punto de ruptura cuando alguien trataba de decirme qué hacer; la sola idea de que me dijeran qué hacer me ponía de inmediato a la defensiva.

-Dijiste que querías aprender los asuntos de las plantas -dijo él calmadamente-. ¿Quieres recibir algo a cambio de nada? ¿Qué te crees que es esto? Quedamos en que tú me harías preguntas y yo te diría lo que sé. Si no te gusta, no tenemos nada más qué decirnos.

Su terrible franqueza me despertó resentimiento, y a regañadientes concedí que él tenía la razón.

-Entonces mírala por este lado -prosiguió-. Si quieres aprender los asuntos de las plantas, como en realidad no hay nada que decir de ellas, debes, entre otras cosas, borrar tu historia personal.

-¿Cómo? -pregunté.

-Empieza por lo fácil, como no revelar lo que verdaderamente haces. Luego debes dejar a todos los que te conozcan bien. Así construirás una niebla en tu alrededor.

-Pero eso es absurdo -protesté-. ¿Por qué no va a conocerme la gente? ¿Qué hay de malo en ello?

 -Lo malo es que, una vez que te conocen, te dan por hecho, y desde ese momento no puedes ya romper el lazo de sus pensamientos. A mí en lo personal me gusta la libertad ilimitada de ser desconocido. Nadie me conoce con certeza constante, como te conocen a ti, por ejemplo.

-Pero eso sería mentir.

-No me importan las mentiras ni las verdades -dijo con severidad-. Las mentiras son mentiras solamente cuando tienes historia personal.

Argumenté qué no me gustaba engañar delibera­damente a la gente ni despistarla. Su respuesta fue que de cualquier manera yo despistaba a todo el mundo.

El viejo había tocado una llaga abierta en mi vida. No me detuve a preguntarle qué quería decir con eso ni cómo sabía que yo engañaba a la gente todo el tiempo. Simplemente reaccioné a su afirmación, defendiéndome a través de explicaciones. Dije tener la dolorosa conciencia de que mi familia y mis ami­gos me consideraban indigno de confianza, cuando en realidad jamás había dicho una mentira en toda mi vida.

-Siempre supiste mentir -dijo él-. Lo único que faltaba era que sabías por qué hacerlo. Ahora lo sabes.

Protesté.

-¿No ve usted que estoy harto de que la gente me considere indigno de confianza? -dije.

-Pero sí eres indigno de confianza -repuso con convicción.

-¡Que no, hombre, me llevan los demonios! -ex­clamé.

 Mi actitud, en vez de forzarlo a la seriedad, lo hizo reír histéricamente. Sentí un enorme desprecio hacia el anciano por su engreimiento. Desdichada­mente, estaba en lo cierto con respecto a mí.

Tras un rato me calmé y él siguió hablando.

-Cuando uno no tiene historia personal -expli­có-, nada de lo que dice puede tomarse como una mentira. Tu problema es que tienes que explicarle todo a todos, por obligación, y al mismo tiempo quie­res conservar la frescura, la novedad de lo que haces. Bueno, pues como no puedes sentirte estimulado después de explicar todo lo que has hecho, dices men­tiras para seguir en marcha.

-Me hallaba en verdad perplejo por la gama de nuestra conversación. Escribía lo mejor posible todos los detalles del diálogo, concentrándome en lo que don Juan decía en lugar de detenerme a deliberar en mis prejuicios o en el sentido de sus palabras.

-De ahora en adelante -dijo él-, debes simple­mente enseñarle a la gente lo que quieras enseñarle, pero sin decirle nunca con exactitud cómo lo has hecho.

-¡Yo no puedo guardar secretos! -exclamé-. Lo que usted dice es inútil para mí.

- ¡Pues cambia! -dijo en tono cortante y con un brillo feroz en la mirada.

Parecía un extraño animal salvaje. Y sin embargo era tan coherente en sus ideas, y tan verbal. Mi mo­lestia cedió el paso a un estado de confusión irri­tante.

-Verás -prosiguió-: sólo tenemos una alterna­tiva: o tomamos todo por cierto, o no. Si hacemos lo primero, terminamos muertos de aburrimiento con nosotros mismos y con el mundo. Si hacemos lo se­gundo y borramos la historia personal, creamos una niebla a nuestro alrededor, un estado muy emocio­nante y misterioso en el que nadie sabe por dónde va a saltar la liebre, ni siquiera nosotros mismos.

Repuse que borrar la historia personal sólo acre­centaría nuestra sensación de inseguridad.

-Cuando nada es cierto nos mantenemos alertas, de puntillas todo el tiempo -dijo él-. Es más emo­cionante no saber detrás de cuál matorral se esconde la liebre, que portarnos como si conociéramos todo.

No dijo una palabra más durante un rato muy lar­go; acaso una hora transcurrió en completo silencio. Yo no sabía qué preguntar. Finalmente, se puso de pie y me pidió llevarlo al pueblo cercano.

Yo ignoraba el motivo, pero nuestra conversación me había agotado. Tenía ganas de dormir. Él me pi­dió parar en el camino y me dijo que, si deseaba descansar, debía trepar a la cima plana de una loma al lado de la carretera y acostarme bocabajo con la cabeza hacia el este.

Parecía tener un sentimiento de urgencia. Yo no quise discutir, o acaso me encontraba demasiado can­sado hasta para hablar. Subí al cerro e hice lo que él me había indicado.

Dormí sólo dos o tres minutos, pero fueron sufi­cientes para que mi energía se renovara.

Llegamos al centro del pueblo, donde quiso que lo dejase.

-Vuelve -dijo al bajar del coche-. Acuérdate de volver.

 

III. PERDER LA IMPORTANCIA

 

Tuve oportunidad de discutir mis dos visitas previas a don Juan con el amigo que nos puso en contacto. Su opinión fue que yo estaba perdiendo el tiempo. Le relaté, con todo detalle, la gama de nuestras con­versaciones. Él pensó que yo exageraba y romantiza­ba a un viejo chiflado y tonto.

No había en mí mucha visión romántica que apli­car a tan absurdo anciano. Sentía sinceramente que sus críticas sobre mi personalidad habían socavado en forma grave mi simpatía hacia él. Pero tenía que admitirlo; siempre habían sido oportunas, ciertas y agudamente precisas.

En ese punto, el centro de mi dilema era que re­husaba a aceptar que don Juan era muy capaz de desbaratar todas mis ideas preconcebidas acerca del mundo y a concordar con mi amigo en la creencia de que "el viejo indio estaba simplemente loco".

Me sentí compelido a hacerle otra visita antes de resolver el problema.

 

Miércoles, diciembre 28, 1960

 

Inmediatamente después de que llegué a su casa, me llevó a caminar por el chaparral del desierto. Ni si­quiera miró la bolsa de comestibles que yo le llevé. Parecía haberme estado esperando.

Caminamos durante horas. Él no cortó plantas ni me las mostró. En cambio, me enseñó una "forma correcta de andar". Dijo que yo debía curvar suave­mente los dedos mientras caminaba, para conservar la atención en el camino y los alrededores. Aseveró que mi forma ordinaria de andar debilitaba, y que nunca había que llevar nada en las manos. De ser necesario transportar cosas, debía usarse una mochila o cualquier clase de red portadora o bolsa para los hombros. Su idea era que, obligando a las manos a adoptar una posición específica, uno era capaz de mayor energía y mayor lucidez."

No vi caso en discutir; curvé los dedos como él indicaba y seguí caminando. Mi lucidez no varió en modo alguno, ni tampoco mi vigor.

Iniciamos nuestra excursión en la mañana y nos detuvimos a descansar a eso del mediodía. Yo sudaba y quise beber de mi cantimplora, pero él me detuvo diciendo que era mejor tomar sólo un sorbo de agua. De un pequeño arbusto amarillento, cortó algunas hojas y las mascó. Me dio unas y señaló que eran excelentes; si las mascaba despacio, mi sed desapare­cería. No fue así, pero tampoco sentí malestar.

Pareció haber leído mis pensamientos, y explicó que yo no advertía los beneficios de la "forma correc­ta de andar", ni los de masticar las hojas, porque era joven y fuerte y mi cuerpo no percibía nada por ser un poco estúpido.

Rió. Yo no estaba de humor para risas y eso pa­reció divertirle más aún. Corrigió su frase anterior, diciendo que mi cuerpo no era realmente estúpido, sino que estaba adormilado.

En ese instante un cuervo enorme voló por encima de nuestras cabezas, graznando. Sobresaltado, eché a reír. Me pareció que la ocasión pedía risa, pero para mi absoluto asombro él sacudió con fuerza mi brazo y me calló. Su expresión era sumamente seria.

-Eso no fue chiste -dijo con severidad, como si yo supiera a qué se refería.

Pedí una explicación. Era incongruente, le dije, que se enojara porque yo reía del cuervo, cuando nos habíamos reído de la cafetera.

-¡Lo que viste no era sólo un cuervo! -exclamó.

-Pero yo lo vi y era un cuervo -insistí.

-No viste nada, idiota -dijo, hosco.

Su brusquedad era injustificada. Le dije que no me gustaba hacer enojar a la gente y que tal vez sería mejor irme, pues él no parecía estar de humor para tolerar compañía.

Él río a carcajadas, como si yo fuese un payaso que actuaba para él. Mi molestia e irritación crecieron proporcionalmente.

-Eres muy violento -comentó despreocupado-. Te tomas demasiado en serio.

-¿Pero no estaba usted haciendo lo mismo? -in­terpuse-. ¿Tomándose en serio cuando se enojó con­migo?

Dijo que enojarse conmigo era lo que más lejos estaba de su pensamiento. Me miró con ojos pe­netrantes.

-Lo que viste no era un acuerdo del mundo -di­jo-. Los cuervos que vuelan o graznan no son nunca un acuerdo. ¡Eso fue una señal!

-¿Una señal de qué?

-Una indicación muy importante acerca de ti -re­puso crípticamente.

 En ese mismo instante, el viento arrastró hasta nuestros pies la rama seca de un arbusto.

-¡Eso fue un acuerdo! -exclamó él, y mirándome con ojos relucientes estalló en una carcajada.

Tuve la sensación de que, por molestarme, inven­taba sobre la marcha las reglas de su extraño juego; así, él podía reír, pero yo no. Mi irritación volvió a expandirse y le dije lo que pensaba de él.

No se disgustó ni se ofendió para nada. Rió, y su risa acrecentó más aún mi angustia y mi frustración. Pensé que deliberadamente me humillaba. Decidí allí mismo que ya estaba harto del "trabajo de campo".

Me puse en pie y le dije que deseaba emprender el regreso a su casa, porque tenía que salir rumbo a Los Ángeles.

-¡Siéntate! -dijo, imperioso-. Te pones de ma­las como señora vieja. No puedes irte ahora, porque todavía no terminamos.

Lo odié. Pensé que era un hombre despectivo.

Empezó a cantar una idiota canción ranchera. Ob­viamente, estaba imitando a algún cantante popular. Alargaba ciertas sílabas y contraía otras, convirtiendo la canción en todo un objeto de farsa. Era tan có­mico que acabé por reír.

-Ya ves, te ríes de la canción estúpida -dijo-. Pero el que canta así, y los que pagan por oírlo, no se ríen; piensan que es seria.

-¿Qué quiere usted decir? -pregunté.

Pensé que había urdido el ejemplo para decirme que yo reí del cuervo por no haberlo tomado en se­rio, igual que no había tomado en serio la canción. Pero me desconcertó de nuevo. Dijo. que yo era como el cantante y la gente a quien le gustaban sus canciones: lleno de arrogancia y seriedad con respecto a una idiotez que a nadie en su sano juicio debía importarle un pepino.

Luego recapituló, como para refrescar mi memoria, todo cuanto había dicho antes sobre el tema de "aprender los asuntos de las plantas". Recalcó enfá­ticamente que, si yo en verdad quería aprender, debía remodelar la mayor parte de mi conducta.

Mi molestia creció, hasta que incluso el tomar no­tas me costaba un esfuerzo supremo.

-Te tomas demasiado en serio -dijo, despacio-. Te das demasiada importancia. ¡Eso hay que cam­biarlo!. Te sientes de lo más importante, y eso te da pretexto para molestarte con todo. Eres tan impor­tante que puedes marcharte así nomás si las cosas no salen a tu modo. Sin duda piensas que con eso demuestras tener carácter. ¡Eres débil y arrogante!

Traté de formular una protesta, pero él no quitó el dedo del renglón. Señaló que, en el curso de mi vida, yo jamás había podido terminar nada, a causa de ese sentido de importancia desmedida que yo mismo me atribuía.

La certeza con que hizo sus aseveraciones me des­concertó por completo. Eran verdad, desde luego, y eso me hacía sentirme no sólo enojado, sino también bajo amenaza.

-La arrogancia es otra cosa que hay que dejar, lo mismo que la historia personal -dijo en tono dra­mático.

Yo no quería en modo alguno discutir con él. Re­sultaba obvia mi tremenda desventaja; él no iba a regresar a su casa hasta que se le antojase, y yo no conocía el camino. Tenía que quedarme con él.

 Hizo un movimiento extraño y súbito: pareció hus­mear el aire en torno suyo, su cabeza se sacudió leve y rítmicamente. Se le veía en un estado de alerta fuera de lo común. Se volvió y fijó en mí los ojos, con una expresión de extrañeza y curiosidad. Me miró de pies a cabeza como buscando algo específico; luego se levantó abruptamente y empezó a caminar con rapidez. Casi corría. Lo seguí. Mantuvo un paso muy acelerado durante poco menos de una hora.

Finalmente se detuvo junto a una colina rocosa y nos sentamos a la sombra de un arbusto. El trote me había agotado por completo, aunque me hallaba de mejor humor. Era extraña la forma en que había cambiado. Me sentía casi alborozado, pero cuando habíamos empezado a trotar, después de nuestra dis­cusión, me hallaba furioso con él.

-Es muy extraño -dije-, pero me siento de veras, bien.

Oí a la distancia el graznar de un cuervo. Él se llevó el dedo a la oreja derecha y sonrió.

-Eso fue una señal -dijo.

Una piedra cayó rebotando cuestabajo y aterrizó con estruendo en el chaparral.

Él río con fuerza y señaló con el dedo en dirección del sonido.

-Y eso fue un acuerdo -dijo.

Luego preguntó si me encontraba dispuesto a ha­blar de mi arrogancia. Reí; mi sentimiento de ira parecía tan lejano que ni siquiera podía yo concebir cómo me había disgustado con don Juan.

-No entiendo qué me está pasando -dije-. Me enojé y ahora no sé por qué ya no estoy enojado.

-El mundo que nos rodea es muy misterioso -dijo él-. No entrega fácilmente sus secretos.

Me gustaban sus frases crípticas. Eran un reto y un misterio. No podía yo determinar si estaban lle­nas de significados ocultos o si eran sólo puros sinsentidos.

-Si alguna vez regresas aquí al desierto -dijo-, no te acerques a ese cerrito pedregoso donde nos de­tuvimos hoy. Húyele como a la plaga.

-¿Por qué? ¿Qué ocurre?

-Éste no es el momento de explicarlo -dijo-. Ahora nos importa perder la arrogancia. Mientras te sientas lo más importante del mundo, no puedes apreciar en verdad el mundo que te rodea. Eres como un caballo con anteojeras: nada más te ves tú mismo, ajeno a todo lo demás.

Me examinó un momento.

-Voy a hablar aquí con mi amiguita -dijo, se­ñalando una planta pequeña.

Se arrodilló frente a ella y empezó a acariciarla y a hablarle. Al principio no entendí lo que decía, pero luego cambió de idioma y le habló a la planta en español. Parloteó sandeces durante un rato. Luego se incorporó.

-No importa lo que le digas a una planta -di­jo-. Lo mismo da que inventes las palabras; lo importante es sentir que te cae bien y tratarla como tu igual.

Explicó que alguien que corta plantas debe discul­parse cada vez por hacerlo, y asegurarles que algún día su propio cuerpo les servirá de alimento.

-Conque, a fin de cuentas, las plantas y nosotros estamos parejos -dijo-. Ni ellas ni nosotros tene­mos más ni menos importancia.

"Anda, háblale a la plantita -me instó-. Dile que ya no te sientes importante."

Llegué incluso a arrodillarme frente a la planta, pero no pude decidirme a hablarle. Me sentí ridículo y reí. Sin embargo, no estaba enojado.

Don Juan me dio palmadas en la espalda y dijo que estaba bien, que al menos había dominado mi temperamento.

-De ahora en adelante, habla con las plantitas -dijo-. Habla hasta que pierdas todo sentido de importancia. Háblales hasta que puedas hacerlo en­frente de los demás.

"Ve a esos cerros de ahí y practica solo."

Le pregunté si bastaba con hablar a las plantas en silencio, mentalmente.

Rió y me golpeó la cabeza con un dedo.

-¡No! -dijo-. Debes hablarles en voz clara y fuerte si quieres que te respondan.

Caminé hasta el área en cuestión, riendo para mí de sus excentricidades. Incluso traté de hablar a las plantas, pero mi sentimiento de hacer el ridículo era avasallador.

Tras lo que consideré una espera apropiada, volví a donde estaba don Juan. Tuve la certeza de que él sabía que yo no había hablado a las plantas.

No me miró. Me hizo seña de tomar asiento junto a él.

-Obsérvame con cuidado -dijo-. Voy a plati­car con mi amiguita.

Se arrodilló frente a una planta pequeña y durante unos minutos movió y contorsionó el cuerpo, ha­blando y riendo.

Pensé que se había salido de sus cabales.

-Esta plantita me dijo que te dijera que es buena para comer -dijo al ponerse en pie-. Me dijo que un manojo de estas plantitas mantiene sano a un hombre. También dijo que hay un buen montón cre­ciendo por allá.

Don Juan señaló un área sobre una ladera, a unos doscientos metros de distancia.

-Vamos a ver -dijo.

Reí de su actuación. Estaba seguro de que halla­ríamos las plantas, pues él era un experto en el te­rreno y sabía dónde hallar las plantas comestibles y medicinales.

Mientras íbamos hacia la zona en cuestión, me dijo como al acaso que debía fijarme en la planta, por que era alimento y también medicina.

Le pregunté, medio en broma, si la planta acababa de decirle eso. Se detuvo y me examinó con aire in­crédulo. Meneó la cabeza de lado a lado.

-¡Ah! -exclamó, riendo-. Te pasas de listo y resultas más tonto de lo que yo creía. ¿Cómo puede la plantita decirme ahora lo que he sabido toda mi vida?

Procedió a explicar que conocía desde antes las diversas propiedades de esa planta específica, y que la planta sólo le había dicho que un buen montón de ellas crecía en el área recién indicada por él, y que a ella no le molestaba que don Juan me lo dijera.

Al llegar a la ladera encontré todo un racimo de las mismas plantas. Quise reír, pero don Juan no me dio tiempo. Quería que yo diese las gracias al montón de plantas. Sentí una timidez torturante y no pude decidirme a hacerlo.

Él sonrió con benevolencia e hizo otra de sus aseveraciones crípticas. La repitió tres o cuatro veces, como para darme tiempo de descifrar su sentido.

-El mundo que nos rodea es un misterio -dijo-. Y los hombres no son mejores que ninguna otra cosa. Si una plantita es generosa con nosotros, debemos darle las gracias, o quizá no nos deje ir.

La forma en que me miró al decir eso me produjo un escalofrío. Apresuradamente me incliné sobre las plantas y dije: "Gracias" en voz alta.

Él empezó a reír en estallidos calmados, bajo control.

Caminamos otra hora y luego iniciamos el camino de vuelta a su casa. En cierto momento me quedé atrás y él tuvo que esperarme. Revisó mis dedos para ver si los había curvado. No era así. Me dijo, imperioso, que cuando yo anduviera con él tenía que observar y copiar todas sus maneras, o de lo contrario mejor haría no yendo.

-No puedo estarte esperando como si fueras un niño -dijo en tono de regaño.

Esa frase me hundió en las profundidades de la vergüenza y el desconcierto: ¿Cómo era posible que un hombre tan anciano caminase mucho mejor que yo? Me creía de constitución atlética y fuerte, y sin embargo él había tenido que esperar a que yo me le emparejara.

Curvé los dedos y, extrañamente, pude mantener­me a su paso sin ningún esfuerzo. De hecho, en ocasiones sentía que las manos me jalaban hacia adelante.

 Me sentí exaltado. Era por completo feliz caminando tontamente con ese extraño viejo indio. Em­pecé a hablar y le pregunté repetidas veces si podría mostrarme algunas plantas de peyote. Él me miró, pero no dijo una sola palabra.

 

IV. LA MUERTE COMO UNA CONSEJERA

 

Miércoles, enero 25, 1961

 

-¿Me enseñará usted algún día lo que sabe del peyote? -pregunté.

Él no respondió y, como había hecho antes, se limitó a mirarme como si yo estuviera loco.

Le había mencionado el tema, en conversación ca­sual, varias veces anteriores, y en cada ocasión arrugó el ceño y meneó la cabeza. No era un gesto afirma­tivo ni negativo; más bien expresaba desesperanza e incredulidad.

Se puso en pie abruptamente. Habíamos estado sentados en el piso frente a su casa. Una sacudida casi imperceptible de cabeza fue la invitación a se­guirlo.

Entramos en el chaparral, caminando más o me­nos hacia el sur. Durante la marcha, don Juan men­cionó repetidamente que yo debía darme cuenta de lo inútiles que eran mi arrogancia y mi historia per­sonal.

-Tus amigos -dijo volviéndose de pronto hacia mí-. Esos que te han conocido durante mucho tiem­po: debes ya dejar de verlos.

Pensé que estaba loco y que su insistencia era idio­ta, pero no dije nada. Él me escudriñó y echó a reír.

Tras una larga caminata nos detuvimos. Estaba a punto de sentarme a descansar, pero él me dijo que fuera a unos veinte metros de distancia y hablara, en voz alta y clara, a un grupo de plantas. Me sentí in­cómodo y aprensivo. Sus extrañas exigencias eran más de lo que yo podía soportar, y le dije nueva­mente que no me era posible hablar a las plantas, porque me sentía ridículo. Su único comentario fue que me daba yo una importancia inmensa. Pareció hacer una decisión súbita, y dijo que yo no debía tratar de hablar a las plantas hasta que me sintiera cómodo y natural al respecto.

-Quieres aprender todo lo de las plantas, pero no quieres trabajar para nada -dijo, acusador-. ¿Qué te propones?

Mi explicación fue que yo deseaba información fidedigna sobre los usos de las plantas; por eso le había pedido ser mi informante. Incluso había ofre­cido pagarle por su tiempo y por la molestia.

-Debería usted aceptar el dinero -dije-. En esta forma los dos nos sentiríamos mejor. Yo, enton­ces, podría preguntarle lo que quisiera, porque usted trabajaría para mí y yo le pagaría. ¿Qué le parece?

Me miró con desprecio y produjo con la boca un ruido majadero, exhalando con gran fuerza para ha­cer vibrar su labio inferior y su lengua.

-Eso es lo que me parece -dijo, y rió histérica­mente de la expresión de sorpresa absoluta que debo haber tenido en el rostro.

Obviamente, no era un hombre con el que yo pu­diera vérmelas fácilmente. Pese a su edad, estaba lleno de entusiasmo y de una fuerza increíble. Yo había tenido la idea de que, por ser tan viejo, resultaría un "informante" perfecto. La gente vieja, se me había hecho creer, era la mejor informante porque se hallaba demasiado débil para hacer otra cosa que no fuese hablar. Don Juan, en cambio, era un pésimo sujeto. Yo lo sentía incontrolable y peligroso. El amigo que nos presentó tenía razón. Era un indio viejo y excéntrico, y aunque no se halla perdido de borracho la mayor parte del tiempo, como mi amigo había dicho, la cosa era peor aún: estaba loco. Sentí renacer las tremendas dudas y temores que había ex­perimentado antes. Creía haber superado eso. De hecho, no tuve ninguna dificultad para convencerme de que deseaba visitarlo nuevamente. Sin embargo, la idea de que acaso yo mismo estaba algo loco se coló en mi mente cuando advertí que me gustaba estar con él. Su idea de que mi sentimiento de im­portancia era un obstáculo, me había producido un verdadero impacto. Pero todo eso era al parecer un mero ejercicio intelectual por parte mía; apenas me hallaba cara a cara con su extraña conducta, empe­zaba a experimentar aprensión y deseaba irme.

Dije que éramos tan distintos que, pensaba, no ha­bía posibilidad de llevarnos bien.

-Uno de nosotros tiene que cambiar -dijo él, mirando el suelo-. Y tú sabes quién.

Empezó a tararear una canción ranchera y, de re­pente, alzó la cabeza para mirarme, Sus ojos eran fieros y ardientes. Quise apartar los míos o cerrarlos, pero para mi completo asombro no pude zafarme de su mirada.

Me pidió decirle lo que había visto en sus ojos. Dije que no vi nada, pero él insistió en que yo debía dar voz a aquello de lo que sus ojos me habían hecho darme cuenta. Pugné por hacerle entender que sus ojos no me daban conciencia más que de mi desazón, y que la forma en que me miraba era muy incómoda.

No me soltó. Mantuvo la mirada fija. No era de­claradamente maligna ni amenazante; era más bien un mirar misterioso pero desagradable.

Me preguntó si no me recordaba un pájaro.

-¿Un pájaro? -exclamé.

Soltó una risita de niño y apartó sus ojos de mí.

-Sí -dijo con suavidad-. ¡Un pájaro, un pájaro muy raro!

Volvió a atrapar mis ojos con los suyos y me ordenó recordar. Dijo con extraordinaria convicción que él "sabía" que yo había visto antes esa mirada.

Mi sentir de aquellos momentos era que el ancia­no me encolerizaba, pese a mi buena voluntad, cada vez que abría la boca. Me le quedé viendo con obvio desafío. En vez de enojarse echó a reír. Se golpeó el muslo y gritó como si cabalgara un potro salvaje. Luego se puso serio y me indicó la importancia su­prema de que yo dejara de pelear con él y recordar­se aquel pájaro raro del cual hablaba.

-Mírame a los ojos -dijo.

Sus ojos eran extraordinariamente fieros. Tenían un aura que en verdad me recordaba algo, pero yo no estaba seguro de qué cosa era. Me esforcé un mo­mento y entonces, de pronto, me di cuenta: no la forma de los ojos ni de la cabeza, sino cierta fría fie­reza en la mirada, me recordaba los ojos de un halcón. En el mismo instante en que lo advertí, don Juan me miraba de lado, y por un segundo mi mente experi­mentó un caos total. Creí haber visto las facciones de un halcón en vez de los de don Juan. La imagen fue demasiado fugaz y yo me hallaba demasiado so­bresaltado para haberle prestado más atención.

En tono de gran excitación, le dije que podría ju­rar haber visto las facciones de un halcón en su ros­tro. Él tuvo otro ataque de risa.

He visto cómo miran los halcones. Solía cazarlos cuando era niño, y en la opinión de mi abuelo me desempeñaba bien. El abuelo tenía una granja de gallinas Leghorn y los halcones eran una amenaza para su negocio. Dispararles no era sólo funcional, sino también "justo". Yo había olvidado, hasta ese momento, que la fiera mirada de las aves me obsesionó durante años; se hallaba en un pasado tan remoto que creía haber perdido memoria de ella.

-Yo cazaba halcones -dije.

-Lo sé -repuso don Juan como si tal cosa.

Su tono contenía tal certeza que empecé a reír. Pensé que era un tipo absurdo. Tenía el descaro de hablar como si en verdad supiese que yo cazaba hal­cones. Lo desprecié enormemente.

-¿Por qué te enojas tanto? -preguntó en un tono de genuina preocupación.

Yo ignoraba por qué. Él se puso a sondearme de un modo muy insólito. Me pidió mirarlo de nuevo y hablarle del "pájaro muy raro" que me recordaba. Luché contra él y, por despecho, dije que no había nada de qué hablar. Luego me sentí forzado a pre­guntarle por qué había dicho saber que yo solía cazar halcones. En lugar de responderme, volvió a comen­tar mi conducta. Dijo que yo era un tipo violento, capaz de "echar espuma por la boca" al menor pre­texto. Protesté, negando que eso fuera cierto; siem­pre había tenido la idea de ser bastante simpático y calmado. Dije que era culpa suya por sacarme de mis casillas con sus palabras y acciones inesperadas.

-¿por qué la ira? -preguntó.

Hice un avalúo de mis sentimientos y reacciones. Realmente no tenía necesidad de airarme con él.

Insistió nuevamente en que mirara sus ojos y le hablara del "extraño halcón". Había cambiado su fraseo; el "pájaro muy raro" de que hablaba antes se había vuelto el "extraño halcón". El cambio de pa­labras resumió un cambio en mi propio estado de ánimo. De repente me había puesto triste.

Achicó los ojos hasta convertirlos en ranuras, y dijo en tono sobreactuado que estaba "viendo" un halcón muy extraño. Repitió su afirmación tres veces, como si en verdad estuviera viéndolo allí frente a él.

-¿No lo recuerdas? -preguntó.

Yo no recordaba nada por el estilo.

-¿Qué de extraño tiene el halcón? -pregunté.

-Eso me lo debes decir tú -repuso.

Insistí en que no tenía forma de saber a qué se refería; por tanto, no podía decirle nada.

-¡No luches conmigo! -dijo-. Lucha contra tu pereza y recuerda.

Durante un momento me esforcé seriamente por desentrañar su intención. No se me ocurrió que igual podría haber tratado de acordarme.

-En un tiempo viste muchos pájaros -dijo como apuntándome.

Le dije que de niño viví en una granja y cacé cien­tos de aves.

Respondió que, en tal caso, no me costaría trabajo recordar a todas las aves raras que había cazado.

Me miró con una pregunta en los ojos, como si acabara de darme la última pista.

-He cazado tantos pájaros -dije- que no recuer­do nada de ellos.

Este pájaro es especial -repuso casi en un susu­rro-. Este pájaro es un halcón.

Nuevamente me puse a pensar a dónde querría llevarme. ¿Se burlaba? ¿Hablaba en serio? Tras un largo intervalo, me instó otra vez a recordar. Sentí que era inútil tratar de acabar con su juego; sólo me quedaba jugar con él.

-¿Habla usted de un halcón que yo he cazado? -pregunté.

-Sí -murmuró con los ojos cerrados.

-De modo que, ¿esto pasó cuando yo era niño?

-Sí.

-Pero usted dijo que está viendo ahora un halcón frente a usted.

-Lo veo.

-¿Qué trata usted de hacerme?

-Trato de hacerte recordar.

-¿Qué cosa? ¡Por amor de Dios!

-Un halcón rápido como la luz -dijo mirándome a los ojos.

Sentí que mi corazón se detenía.

-Ahora mírame -dijo.

Pero no lo hice. Percibía su voz como un sonido leve. Cierto recuerdo colosal se había posesionado de mí. ¡El halcón blanco!

Todo empezó con el estallido de ira que tuvo mi abuelo al contar sus pollos Leghorn. Habían estado desapareciendo en forma continua y desconcertante. Él organizó y ejecutó personalmente una meticulosa vigilia, y tras días de observación constante vimos finalmente una gran ave blanca que se alejaba volan­do con un pollo en las garras. El ave era rauda y al parecer conocía su ruta. Descendió desde el cobijo de unos árboles, aferró el pollo y voló por una aber­tura entre dos ramas. Ocurrió tan rápido que mi abuelo casi ni vio al ave, pero yo sí, y supe que era en verdad un halcón. Mi abuelo dijo que, en ese caso, debía ser un albino.

Iniciamos una campaña contra el halcón albino y dos veces creí tenerlo cazado. Incluso dejó caer la presa, pero escapó. Era demasiado veloz para mí. También era muy inteligente; nunca regresó a aso­lar la granja de mi abuelo.

Yo habría olvidado el asunto si el abuelo no me hubiese aguijoneado a cazar el ave. Durante dos meses perseguí al halcón albino por todo el valle donde vivíamos. Aprendí sus hábitos y casi me era posible intuir su ruta de vuelo, pero su velocidad y lo brusco de sus apariciones siempre me desconcertaban. Po­día yo alardear de haberle impedido cobrar su presa, quizá todas las veces que nos encontramos, pero nun­ca logré echarlo en mi morral.

En los dos meses en que libré la extraña guerra contra el halcón albino, sólo una vez estuve cerca de él. Había estado cazándolo todo el día y me hallaba cansado. Me senté a reposar y me quedé dormido bajo un eucalipto. El grito súbito de un halcón me despertó. Abrí los ojos sin hacer ningún otro movi­miento, y vi un ave blancuzca encaramada en las ra­mas más altas del eucalipto. Era el halcón albino. La caza había terminado. Iba a ser un tiro difícil; yo estaba acostado y el ave me daba la espalda. Hubo una repentina racha de viento y la aproveché para ahogar el sonido de alzar mi rifle 22 largo para apun­tar. Quería esperar que el halcón se volviera o em­pezara a volar, para no fallarle. Pero el ave perma­neció inmóvil. Para mejor dispararle, habría tenido que moverme, y era demasiado rápida para ello. Pen­sé que mi mejor alternativa era aguardar. Y eso hice durante un tiempo largo, interminable. Acaso me afectó la prolongada espera, o quizá fue la soledad del sitio donde el halcón y yo nos hallábamos; de pronto sentí un escalofrío ascender por mi espina y, en una acción sin precedente, me puse en pie y me fui. Ni siquiera vi si el halcón había volado.

Jamás atribuí ningún significado a mi acto final con el halcón albino. Pero fue muy raro que no le disparara. Yo había matado antes docenas de halco­nes. En la granja donde crecí, matar aves o cazar cualquier tipo de animal era cosa común y corriente.

Don Juan escuchó atentamente mientras yo narra­ba la historia del halcón albino.

-¿Cómo supo usted del halcón blanco? -pregun­té al terminar.

-Lo vi -repuso.

-¿Dónde?

Aquí mismo, frente a ti.

Ya no me quedaban ánimos para discutir.

-¿Qué significa todo esto? -pregunté.

Él dijo que un ave blanca como ésa era un augu­rio, y que no dispararle era lo único correcto que podía hacerse.

-Tu muerte te dio una pequeña advertencia -dijo con tono misterioso-. Siempre llega como es­calofrío.

-¿De qué habla usted? -dije con nerviosismo.

En verdad me había puesto nervioso con sus pala­bras fantasmagóricas.

-Conoces mucho de aves -dijo-. Has matado demasiadas. Sabes esperar. Has esperado paciente­mente horas enteras. Lo sé. Lo estoy viendo.

Sus palabras me produjeron gran turbación. Pensé que lo más molesto en él era su certeza. No sopor­taba yo su seguridad dogmática con respecto a elementos de mi vida de los que ni yo mismo estaba seguro. Inmerso en mis sentimientos de depresión, no lo vi inclinarse sobre mí hasta que me susurró algo al oído. No entendí al principio, y él lo repitió. Me dijo que volviera la cabeza como al descuido y mi­rara un peñasco a mi izquierda. Dijo que mi muerte estaba allí, mirándome, y que si me volvía cuando él me hiciera una seña, tal vez fuese capaz de verla.

Me hizo una seña con los ojos. Volví la cara y me pareció ver un movimiento parpadeante sobre el pe­ñasco. Un escalofrío recorrió mi cuerpo, los múscu­los de mi abdomen se contrajeron involuntariamente y experimenté una sacudida, un espasmo. Tras un momento recobré la compostura y expliqué la som­bra fugaz que había visto como una ilusión óptica causada por volver la cabeza tan repentinamente.

-La muerte es nuestra eterna compañera -dijo don Juan con un aire sumamente serio-. Siempre está a nuestra izquierda, a la distancia de un brazo. Te vigilaba cuando tú vigilabas al halcón blanco; te susurró en la oreja y sentiste su frío, como lo sentiste hoy. Siempre te ha estado vigilando. Siempre lo es­tará hasta el día en que te toque.

Extendió el brazo y me tocó levemente en el hombro, y al mismo tiempo produjo con la lengua un so­nido profundo, chasqueante. El efecto fue devasta­dor; casi volví el estómago.

-Tú eres el muchacho que acechaba su caza y es­peraba pacientemente, como la muerte espera; sabes muy bien que la muerte está a nuestra izquierda, igual que tú estabas a la izquierda del halcón blanco.

Sus palabras tuvieron la extraña facultad de pro­vocarme un terror injustificado; la única defensa era mi compulsión de poner por escrito todo cuanto él decía.

¿Cómo puede uno darse tanta importancia sa­biendo que la muerte nos está acechando? -preguntó.

Sentí que mi respuesta no era en realidad necesa­ria. De cualquier modo, no habría podido decir na­da. Un nuevo estado de ánimo se había posesionado de mí.

-Cuando estés impaciente -prosiguió-, lo que debes hacer es voltear a la izquierda y pedir consejo a tu muerte. Una inmensa cantidad de mezquindad se pierde con sólo que tu muerte te haga un gesto, o alcances a echarle un vistazo, o nada más con que tengas la sensación de que tu compañera está allí vi­gilándote.

Volvió a inclinarse y me susurró al oído que, si volteaba de golpe hacia la izquierda, al ver su señal, podría ver nuevamente a mi muerte en el peñasco.

Sus ojos me hicieron una seña casi imperceptible, pero no me atreví a mirar.

Le dije que le creía y que no era necesario llevar más lejos el asunto, porque me hallaba aterrado. Él soltó una de sus rugientes carcajadas.

Respondió que el asunto de nuestra muerte nunca se llevaba lo bastante lejos. Y yo argumenté que para mí no tendría sentido seguir pensando en mi muerte, ya que eso sólo produciría desazón y miedo.

-¡Eso es pura idiotez! -exclamó-. La muerte es la única consejera sabia que tenemos. Cada vez que sientas, como siempre lo haces, que todo te está sa­liendo mal y que estás a punto de ser aniquilado, vuélvete hacia tu muerte y pregúntale si es cierto. Tu muerte te dirá que te equivocas; que nada im­porta en realidad más que su toque. Tu muerte te dirá: “Todavía no te he tocado.”

-Meneó la cabeza y pareció aguardar mi respuesta. Yo no tenía ninguna. Mis pensamientos corrían de­senfrenados. Don Juan había asestado un tremendo golpe a mi egoísmo. La mezquindad de molestarme con él era monstruosa a la luz de mi muerte.

Tuve el sentimiento de que se hallaba plenamente consciente de mi cambio de humor. Había vuelto las tablas a su favor. Sonrió y empezó a tararear una canción ranchera.

-Sí -dijo con suavidad, tras una larga pausa-. Uno de los dos aquí tiene que cambiar, y aprisa. Uno de nosotros tiene que aprender de nuevo que la muerte es el cazador, y que siempre está a la izquierda. Uno de nosotros tiene que pedir consejo a la muerte y dejar la pinche mezquindad de los hombres que viven sus vidas como si la muerte nunca los fuera a tocar.

Permanecimos en silencio más de una hora; luego echamos a andar nuevamente. Caminamos sin rum­bo, durante horas, por el chaparral. No le pregunté si eso tenía algún propósito; no importaba. De algu­na manera, me había hecho recobrar un viejo sentimiento, olvidado por completo: el puro gozo de mo­verse, simplemente, sin añadir a eso ningún propósi­to intelectual.

Quise que me permitiera echar otro vistazo a lo que yo había percibido sobre la roca.

-Déjeme ver esa sombra otra vez -dije.

-Te refieres a tu muerte, ¿no? -replicó con un toque de ironía en la voz.

Durante un momento sentí renuencia de decirlo.

-Sí -dije por fin-. Déjeme ver otra vez a mi muerte.

-Ahora no -respondió-. Eres demasiado sólido.

-¿Perdón?

Echó a reír, y por alguna razón desconocida su risa ya no era ofensiva e insidiosa, como anteriormente. No pensé que fuera distinta, desde el punto de vista de su timbre, su volumen, o el espíritu que la anima­ba; el nuevo elemento era mi propio humor. En vis­ta de mi muerte inminente, los miedos y la irritación eran tonterías.

-Entonces déjame hablar con las plantas -dije.

Rió a más no poder.

-Ahora eres demasiado bueno -dijo, aún entre risas-. Te vas de un extremo al otro. Apacíguate. No hay necesidad de hablar con las plantas a menos que quieras conocer sus secretos, y para eso necesitas el más recio de los empeños. Conque guárdate tus buenos deseos. Tampoco hay necesidad de ver a tu muerte. Basta con que sientas su presencia cerca de ti.

 

V. HACERSE RESPONSABLE

 

Martes, abril 11, 1961

 

Llegué a casa de don Juan temprano en la mañana del domingo 9 de abril.

-Buenos días, don Juan -dije-. ¡Qué gusto me da verlo!

ÉL me miró y echó a reír suavemente. Se había acercado a mi coche cuando yo lo estacionaba, y man­tuvo la puerta abierta mientras yo reunía unos paquetes de comida que le llevaba.

Caminamos hasta la casa y nos sentamos junto a la puerta.

Ésta era la primera vez que yo tenía verdadera conciencia de lo que hacía allí. Durante tres meses había aguardado con impaciencia el retorno al "cam­po". Fue como si una bomba de tiempo puesta den­tro de mí hubiera estallado, y de pronto recordé algo que me era trascendente. Recordé que una vez en mi vida había sido muy paciente y eficaz.

Antes de que don Juan pudiese decir algo, le hice la pregunta que pesaba sobre mi mente. Llevaba tres meses obsesionado por la imagen del halcón albino. ¿Cómo supo él de eso, cuando yo mismo lo había olvidado?

Rió sin responder. imploré que me contestara.

-No fue nada -dijo con su convicción de costumbre-. Cualquiera puede darse cuenta de que eres extraño. Estás adormilado, eso es todo.

Sentí que nuevamente estaba minando mis defensas y empujándome a un rincón donde yo no tenía de­seos de hallarme.

-¿Es posible ver nuestra muerte? -pregunté, en un intento por seguir dentro del tema.

-Claro -dijo riendo-. Está aquí con nosotros.

-¿Cómo lo sabe usted?

-Soy viejo; con la edad uno aprende toda clase de cosas.

-Yo conozco mucha gente vieja, pero jamás ha aprendido esto. ¿Por qué usted sí?

-Bueno, digamos que conozco toda clase de cosas porque no tengo historia personal, y porque no me siento más importante que ninguna otra cosa, y por­que mi muerte está sentada aquí conmigo.

Extendió el brazo izquierdo y movió los dedos como si en verdad acariciara algo.

Reí. Supe a dónde me llevaba. El viejo endemo­niado iba a apalearme de nuevo, probablemente con lo de mi importancia, pero esta vez no me molestaba. El recuerdo de haber tenido otrora una paciencia magnifica me llenaba de una extraña euforia tranqui­la que disipaba casi por entero mi nerviosismo y mi intolerancia hacia don Juan; lo que sentía en vez de eso era una cierta maravilla por sus actos.

-¿Quién es usted en realidad? -pregunté.

Pareció sorprenderse. Abrió desmesuradamente los ojos y parpadeó como un ave, bajando los párpa­dos como un obturador. Bajaron y subieron de nue­vo y los ojos conservaron su enfoque. La maniobra me sobresaltó; me eché hacia atrás, y él rió con abandono infantil.

-Para ti soy Juan Matus, y estoy a tus órdenes -dijo con exagerada cortesía.

Formulé entonces mi otra pregunta candente:

-¿Qué me hizo usted el primer día que nos vimos?

Me refería a la forma en que me miró.

-¿Yo? Nada -repuso en tono de inocencia.

Le describí cómo me había sentido cuando él me miró, y lo incongruente que para mí resultó el que eso me dejara mudo.

Rió hasta que las lágrimas rodaron por sus meji­llas. Volví a sentir un brote de animosidad hacia él. Pensé que, mientras yo era tan serio y considera­do, él se porta muy “indio” con sus modales bastos.

Pareció darse cuenta de mi estado de ánimo y dejó de reír de un momento a otro.

Tras un largo titubeo le dije que su risa me había molestado porque yo trataba seriamente de entender qué cosa me ocurrió.

-No hay nada que entender -repuso, impasible.

Le repasé la secuencia de hechos insólitos que ha­bían tenido lugar desde que lo conocí, empezando con la mirada misteriosa que me había dirigido, has­ta el recuerdo del halcón albino y el percibir en el peñasco la sombra que según él era mi muerte.

-¿Por qué me hace usted todo esto? -pregunté.

No había beligerancia en mi interrogación. Sólo tenía curiosidad de saber por qué me lo hacía a mí en particular.

-Tú me pediste que te enseñara lo que sé de las plantas -dijo.

Noté en su voz un matiz de sarcasmo. Sonaba como si estuviera siguiéndome la corriente.

-Pero lo que me ha dicho hasta ahora no tiene nada que ver con plantas -protesté.

Su respuesta fue que aprender sobre ellas tomaba tiempo.

Sentí que era inútil discutir con él. Tomé con­ciencia entonces de la idiotez total de los propósitos fáciles y absurdos que me había hecho. En mi casa. me prometí nunca más perder los estribos ni irri­tarme con don Juan. Pero ya en la situación real, ape­nas me sentí desairado tuve otro ataque de malhu­mor. Sentía que no había manera de interactuar con él y eso me llenaba de risa.

-Piensa ahora en tu muerte -dijo don Juan de pronto-. Está al alcance de tu brazo. Puede tocar­te en cualquier momento, así que de veras no tienes tiempo para pensamientos y humores de cagada. Nin­guno de nosotros tiene tiempo para eso.

"¿Quieres saber qué te hice el día que nos conoci­mos? Te vi, y vi que tú creías que estabas mintien­do. Pero no lo estabas, en realidad."

Le dije que esta explicación me confundía más aún. Repuso que ése era el motivo de que no quisiera explicar sus actos, y que las explicaciones no eran necesarias. Dijo que lo único que contaba era la acción, actuar en vez de hablar.

Sacó un petate y se acostó, apoyando la cabeza en un bulto. Se puso cómodo y luego me dijo que ha­bía otra cosa que yo debía realizar si verdaderamente quería aprender de plantas.

-Lo que andaba mal contigo cuando te vi, y lo que anda mal contigo ahora, es que no te gusta aceptar la responsabilidad de lo que haces -dijo despa­cio, como para darme tiempo de entender sus pala­bras-. Cuando me estabas diciendo todas esas cosas en la terminal, sabías muy bien que eran mentiras. ¿Por qué mentías?

Expliqué que mi objetivo había sido hallar un "informante clave" para mi trabajo.

Don Juan sonrió y empezó a tararear una tonada.

-Cuando un hombre decide hacer algo, debe ir hasta él fin -dijo-, pero debe aceptar responsabilidad por lo que hace. Haga lo que haga, primero debe saber por qué lo hace, y luego seguir adelante con sus acciones sin tener dudas ni remordimientos acerca de ellas.

Me examinó. No supe qué decir. Finalmente aven­turé una opinión, casi una protesta.

-¡Eso es una imposibilidad! -dije.

Me preguntó por qué y dije que acaso, idealmente, eso era lo que todos pensaban que debían hacer. En la práctica, sin embargo, no había manera de evitar la duda y el remordimiento.

Claro que hay manera -repuso con convicción.

-Mírame a mí -dijo-. Yo no tengo duda ni re­mordimiento. Todo cuanto hago es mi decisión y mi responsabilidad. La cosa. más simple que haga, llevarte a caminar en el desierto, por ejemplo, puede muy bien significar mi muerte. La muerte me acecha. Por eso, no tengo lugar para dudas ni remordimien­tos. Si tengo que morir como resultado de sacarte a caminar, entonces debo morir.

"Tú, en cambio, te sientes inmortal, y las decisio­nes de un inmortal pueden cancelarse o lamentarse o dudarse. En un mundo donde la muerte es el cazador, no hay tiempo para lamentos ni dudas, amigo mío. Sólo hay tiempo para decisiones."

-Argumenté, de buena fe, que en mi opinión ése era un mundo irreal, pues se construía arbitraria­mente, tomando una forma idealizada de conducta y diciendo que ésa era la manera de proceder.

Le narré la historia de mi padre, que solía lanzarme interminables sermones sobre las maravillas de mente sana en cuerpo sano, y cómo los jóvenes de­bían templar sus cuerpos con penalidades y con ha­zañas de competencia atlética. Era un hombre joven: cuando yo tenía ocho años él andaba apenas en los veintisiete. Por regla general, durante el verano, lle­gaba de la ciudad, donde daba clases en una escuela, a pasar por lo menos un mes conmigo en la granja de mis abuelos, donde yo vivía. Era para mí un mes infernal. Conté a don Juan un ejemplo de la con­ducta de mi padre, el cual me pareció aplicable a la situación inmediata.

Casi inmediatamente después de llegar a la granja, mi padre insistía en dar un largo paseo conmigo, para que pudiéramos hablar, y mientras hablábamos hacía planes para que fuésemos a nadar todos los días a las seis de la mañana. En la noche, ponía el despertador a las cinco y medía para tener tiempo suficiente, pues a las seis en punto debíamos estar en el agua. Y cuando el reloj sonaba en la mañana, él saltaba del lecho, se ponía los anteojos, iba a la ventana y se asomaba.

Yo incluso había memorizado el monólogo subsi­guiente.

-Hum... Un poco nublado hoy. Mira, voy a acostarme otros cinco minutos, ¿eh? ¡No más de cinco! Sólo voy a estirar los músculos y a despertar del todo.

Invariablemente se quedaba dormido hasta las diez, a veces hasta mediodía.

Dije a don Juan que lo que me molestaba era su ne­gación a abandonar sus resoluciones obviamente falsas. Repetía este ritual cada mañana, hasta que yo final­mente hería sus sentimientos rehusándome a poner el despertador.

-No eran resoluciones falsas -dijo don Juan, evi­dentemente tomando partido por mi padre-. Nada más no sabía cómo levantarse de la cama, eso era todo.

-En cualquier caso -dije-, siempre recelo de las resoluciones irreales.

-¿Cuál sería entonces una resolución real? -pre­guntó don Juan con leve sonrisa.

-Si mi padre se hubiera dicho que no podía ir a nadar a las seis de la mañana, sino tal vez a las tres de la tarde.

-Tus resoluciones dañan el espíritu -dijo don Juan con aire de gran seriedad.

Me pareció incluso percibir, en su tono, una nota de tristeza. Estuvimos callados largo tiempo. Mi in­quina se había desvanecido. Pensé en mi padre.

-No quería nadar a las tres de la tarde. ¿No ves? -dijo don Juan.

Sus palabras me hicieron saltar.

Le dije que mi padre era débil, y lo mismo su mun­do de actos ideales jamás ejecutados. Hablé casi a gritos.

Don Juan no dijo una sola palabra. Sacudió la ca­beza lentamente, en forma rítmica. Me sentí terriblemente triste. El pensar en mi padre siempre me afligía.

-Piensas que tú eras más fuerte, ¿verdad? -pre­guntó él en tono casual.

Le dije que sí, y empecé a narrarle toda la turbu­lencia emotiva que mi padre me hizo atravesar, pero él me interrumpió.

¿Era malo contigo? -preguntó.

-No.

-¿Era mezquino -contigo?

-No.

-¿Hacía por ti todo lo que podía?

-Si.

-¿Entonces qué tenía de malo?

De nuevo empecé a gritar que era débil, pero me contuve y bajé la voz. Me sentía un poco ridículo ante el interrogatorio de don Juan.

-¿Para qué hace usted todo esto? -dije-. Se su­pone que deberíamos estar hablando de plantas.

Me sentía más molesto y deprimido que nunca. Le dije que él no tenía motivo alguno, ni la más mínima capacidad, para juzgar mi conducta, y estalló en una carcajada.

-Cuando te enojas siempre te crees en lo justo, ¿verdad? -dijo, y parpadeó como ave.

Estaba en lo cierto. Yo tenía la tendencia a sen­tirme justificado por mi enojo.

-No hablemos de mi padre -dije-, fingiendo buen humor-. Hablemos de plantas.

-No, hablemos de tu padre -insistió él-. Ése es el sitio donde hay que comenzar hoy. Si piensas que eras mucho más fuerte que él, ¿por qué no ibas a nadar a las seis de la mañana en lugar suyo?

 Le dije que no podía creer que me estuviera preguntando eso en serio. Siempre había pensado que nadar a las seis de la mañana era asunto de mi padre, no mío.

-También era asunto tuyo desde el momento en que aceptaste su idea -dijo don Juan con brusquedad.

Repuse que nunca la había aceptado, que siempre había sabido que mi padre no era veraz consigo mismo. Don Juan me preguntó, como si tal cosa, por qué no había yo expresado entonces mis opiniones.

-Uno no le dice esas cosas a su padre -dije, en débil explicación.

-¿Por qué no?

-Eso no se hacía en mi casa, es todo.

-Tú has hecho cosas peores en tu casa -declaró como un juez desde el tribunal-. Lo único que nun­ca hiciste fue lustrar tu espíritu.

Sus palabras, llenas de fuerza devastadora, resonaron en mi mente. Derribó todas mis defensas. No podía yo discutir con él. Tomé refugio en la escritura de mis notas.

Intenté una última explicación desvaída y dije que toda mi vida había encontrado gente como mi padre, que al igual que él me habían metido de algún modo en sus maquinaciones, y por lo general me dejaron colgado.

-Lamentos -dijo él con suavidad-. Te has lamentado toda tu vida porque nunca te haces responsable de tus decisiones, si te hubieras hecho responsable de la idea que tu padre tenía que nadar a las seis de la mañana, habrías nadado tú solo en caso necesario, o lo hubieras mandado a callar la primera vez que abrió la boca cuando ya conocías sus mañas. Pero no dijiste nada. Por tanto, eras tan débil como tu padre.

"Hacernos responsables de nuestras decisiones sig­nifica estar dispuestos a morir por ellas."

-¡Espere, espere -dije-. Está usted enredando todo.

No me dejó terminar. Yo iba a decirle que sólo había usado a mi padre como ejemplo de una forma irreal de actuar, y que nadie en su sano juicio esta­ría dispuesto a morir por una cosa tan idiota.

-No importa cuál sea la decisión -dijo él-. Na­da podría ser más ni menos serio que ninguna otra cosa. ¿No ves? En un mundo donde la muerte es el cazador no hay decisiones grandes ni pequeñas. Sólo hay decisiones que hacemos a la vista de nuestra muerte inevitable.

No pude decir nada. Transcurrió quizás una hora. Don Juan se hallaba perfectamente inmóvil sobre su petate, aunque no dormía.

-¿Por qué me dice usted todo esto, don Juan? -pregunté-. ¿Por qué me hace esto?

-Tú viniste conmigo -dijo él-. No, no fue ése el caso: te trajeron conmigo. Y yo tengo un gesto contigo.

-¿Cómo dice usted?

-Tú habrías podido tener un gesto con tu padre nadando en su lugar, pero no lo hiciste, a lo mejor porque eras demasiado joven. Yo he vivido más que tú. No tengo nada pendiente. No hay ninguna pri­sa en mi vida, por eso puedo tener contigo un gesto como es debido.

 En la tarde salimos de excursión. Mantuve con faci­lidad su paso y me maravillé nuevamente de su estu­penda condición física. Caminaba con tanta agilidad, y con pisada tan firme, que junto a él yo era como un niño. Fuimos más o menos hacia el este. Noté que no le gustaba hablar mientras caminábamos. Si yo le decía algo, se detenía para responderme

Tras un par de horas llegamos a un monte; tomó asiento y me hizo seña de sentarme a su lado. En tono de dramatismo paródico, anunció que iba a contarme un cuento.

Dijo que había una vez un joven, un indio deshe­redado que vivía entre los blancos, en una ciudad. No tenía casa, ni parientes, ni amigos. Había llega­do a la ciudad en busca de fortuna y sólo encontró miseria y dolor. De vez en cuando ganaba algunos centavos trabajando como mula: apenas lo bastante para un bocado; de lo contrario tenía que mendigar o robar comida.

Don Juan dijo que cierto día el joven fue al mer­cado. Caminó ofuscado de un lado a otro de la calle, con los ojos locos de ver todas las cosas buenas allí reunidas. Sufría tal frenesí que no veía por dónde caminaba, y terminó tropezando con unas canastas y cayendo encima de un anciano.

El viejo llevaba cuatro enormes guajes y acababa de sentarse a comer y descansar. Don Juan sonrió con aire sapiente y dijo que al anciano le pareció muy raro que el joven hubiese tropezado con él. No se enojó por la molestia; lo asombraba el porqué es­te joven en particular le había caído encima. El jo­ven, en cambio, estaba enojado y le dijo que se qui­tara del paso. Para nada le preocupaba la razón recóndita del encuentro. No había advertido que los caminos de arribos se habían cruzado.

Don Juan imitó los movimientos de quien persi­gue un objeto que rueda. Dijo que los guajes del anciano cayeron y rodaban calle abajo. Al verlos, el joven pensó haber hallado su comida para ese día.

Ayudó al viejo a levantarse e insistió en ayudarlo a cargar los pesados guajes. El viejo le dijo que iba camino a su casa en las montañas, y el joven insistió en acompañarlo, por lo menos parte del camino.

El viejo tomó el camino a las montañas, y mien­tras caminaban dio al joven parte de la comida que había comprado en el mercado. El joven comió hasta llenarse y, ya satisfecho, empezó a notar cuánto pe­saban los guajes y los aferró con fuerza.

Don Juan abrió los ojos y sonrió diabólicamente al decir que el joven preguntó: "¿Qué lleva usted en estos guajes?" El anciano, en vez de responder, le dijo que iba a mostrarle un compañero que podía aliviar sus penas y darle consejo y sabiduría en los caminos del mundo.

Don Juan hizo un gesto majestuoso con ambas ma­nos y dijo que el anciano hizo venir al venado más hermoso que el joven había visto en su vida. El ve­nado era tan manso que se acercó a él y caminó en torno suyo. Resplandecía y brillaba. El joven, cauti­vado, supo en el acto que se trataba de un "espíritu venado". El viejo le dijo que, si deseaba tener ese amigo y su sabiduría, lo único que debía hacer era soltar los guajes.

La sonrisa de don Juan expresó ambición; dijo que los deseos mezquinos del joven se avivaron al oír tal petición. Los ojos de don Juan se hicieron pequeños y diabólicos cuando prestó voz a la pre­gunta del joven: "¿Qué lleva usted en estos cuatro guajes enormes?"

El anciano, dijo don Juan, repuso serenamente que llevaba comida: pinole y agua. Don Juan dejó de narrar la historia y caminó en circulo un par de veces. Yo no supe qué estaba haciendo. Pero apa­rentemente era parte de la historia. El círculo pare­cía representar las deliberaciones del joven.

Don Juan dijo que, por supuesto, el joven no creyó una sola palabra. Calculó que si el viejo, quien obviamente era un brujo, se hallaba dispuesto a dar un "espíritu venado" a cambio de sus guajes, éstos debían estar llenos de un poder más allá de lo ima­ginable.

Don Juan contrajo nuevamente su rostro en una .sonrisa demoniaca y dijo que el joven declaró que deseaba quedarse con los guajes. Hubo una larga pausa que al parecer marcaba el final del cuento. Don Juan permaneció callado, pero me sentí seguro de que deseaba una pregunta mía, y la hice.

-¿Qué pasó con el joven?

-Se llevó los guajes -repuso él con una sonrisa de satisfacción.

Hubo otra larga pausa. Reí. Pensé que éste había sido un verdadero "cuento de indios".

Los ojos de don Juan brillaban; me sonreía. La circundaba un aire de inocencia. Empezó a reír en suaves estallidos y me preguntó:

-¿No quieres saber de los guajes?

-Claro que quiero saber. Creí que allí acababa el cuento.

-Oh no -dijo con una luz maliciosa en los ojos-. El joven tomó sus guajes y corrió a un sitio aparta­do y los abrió.

-¿Qué halló? -pregunté.

Don Juan me observó y tuve el sentimiento de que se hallaba al tanto de mi gimnasia mental. Me­neó la cabeza, riendo por lo bajo.

-Bueno -lo insté-. ¿Estaban vacíos los guajes?

-Sólo había pinole y agua adentro de los guajes -dijo él-. Y el joven, en un arranque de furia, los rompió contra las piedras.

Dije que su reacción era natural: cualquiera en su lugar habría hecho lo mismo.

La respuesta de don Juan fue que el joven era un tonto que no sabía lo que andaba buscando. Igno­raba lo que era el "poder", de modo que no podía decir si lo había encontrado o no. No se hizo res­ponsable de su decisión, por ello lo enfureció su error. Esperaba ganar algo y en vez de ello no obtu­vo nada. Don Juan especuló que, si yo hubiera sido el joven y hubiese seguido mis inclinaciones, me ha­bría entregado a la furia y al remordimiento para, sin duda, pasar el resto de mi vida compadeciéndome por lo que había perdido.

Luego explicó la conducta del viejo. Astutamente, alimentó al joven para darle el "valor de un estóma­go lleno", de modo que el joven, al hallar sólo co­mida en los guajes, los rompió en un arrebato de ira.

-Si hubiera estado consciente de su decisión y se hubiera hecho responsable de ella -dijo don Juan-, se habría dado por bien satisfecho con la comida. Y a lo mejor hasta se hubiera dado cuenta de que esa comida también era poder.


VI. VOLVERSE CAZADOR

 

Viernes, junio 23, 1961

 

APENAS tomé asiento empecé a bombardear a don Juan con preguntas. Él no respondió y, con un ade­mán impaciente, me indicó guardar silencio. Parecía estar de humor grave.

-Estaba pensando que no has cambiado nada en el tiempo que llevas tratando de aprender los asun­tos de las plantas -dijo en tono acusador.

Empezó a pasar revista, en alta voz, a todos los cambios de personalidad que me había recomendado emprender. Dije que había considerado muy seria­mente el asunto, y hallado que no me era posible cumplirlos porque cada uno era contrario a mi esen­cia. Replicó que considerar el asunto no era suficien­te, y que lo que me había dicho no era ningún chiste. Insistí en que, pese a lo poco que había he­cho. en lo referente a ajustar mi vida personal a sus ideas, yo quería realmente aprender los usos de las plantas.

Tras un silencio largo e incómodo, le pregunté con audacia:

-¿Me va usted a enseñar cómo usar el peyote, don Juan?

Dijo que mis intenciones por sí solas no eran sufi­cientes, y que conocer los asuntos del peyote -lo llamó "Mescalito" por vez primera- era cosa seria. Al parecer, no había nada más que decir.

pero, al anochecer, me puso una prueba; planteó un problema sin darme ninguna pista para su reso­lución: hallar un sitio benéfico en el área frente a su puerta, donde siempre nos sentábamos a hablar; un sitio donde supuestamente pudiera sentirme per­fectamente feliz y vigorizado. Durante el curso de la noche, mientras rodaba en el suelo tratando de ha­llar el "sitio", noté dos veces un cambio de colora­ción en el piso de tierra, uniformemente oscuro, del área designada.

El problema me agotó y me quedé dormido en uno de los lugares donde percibí el cambio de color. En la mañana, don Juan me despertó para anunciar que mi experiencia había tenido gran éxito. No sólo había hallado el sitio benéfico que buscaba, sino también su opuesto, un sitio enemigo o negativo, y los colores asociados con ambos.

 

Sábado, junio 24, 1961

 

Temprano en la mañana salimos al chaparral. Mien­tras caminábamos, don Juan me explicó que hallar un sitio "benéfico" o "enemigo" era una importante necesidad para un hombre en el desierto. Quise llevar la conversación hacia el tema del peyote, pero él rehusó, de plano, hablar de eso. Me advirtió que no debía haber mención del asunto, a menos que él mismo lo planteara.

Nos sentamos a descansar a la sombra de unos arbustos altos, en una zona de vegetación densa. El chaparral en torno no estaba aún enteramente seco: el día era caluroso y las moscas me acosaban de con­tinuo, pero no parecían molestar a don Juan. Me pregunté si él simplemente las ignoraba, pero luego advertí que no se posaban jamás en su rostro.

-A veces es necesario hallar aprisa un sitio bené­fico, a campo abierto -prosiguió don Juan-. O a lo mejor es necesario determinar aprisa si el sitio en que uno va a descansar es o no un mal sitio. Una vez, nos sentamos a descansar junto a un cerro y tú te pusiste muy enojado y molesto. Ese sitio era ene­migo tuyo. Un cuervito te lo advirtió, ¿recuerdas?

Recordé que él me había dicho, con énfasis, que evitase en lo futuro aquella zona. También recordé haberme enojado porque don Juan no me dejó reír.

-Creí que el cuervo que pasó volando en esa oca­sión era una señal para mí solo -dijo-. Nunca se me hubiera ocurrido pensar que los cuervos fuesen también amigos tuyos.

-¿De qué habla usted?

-El cuervo era un augurio -prosiguió-. Si su­pieras cómo son los cuervos, le habrías huido a ese sitio como a la peste. Pero no siempre hay cuervos que den la advertencia, y tú debes aprender a ha­llar, por ti mismo, un sitio apropiado para acampar o descansar.

Tras una larga pausa, don Juan se volvió, de repente hacia mí y dijo que, para hallar el sitio apro­piado donde descansar, sólo tenía uno que cruzar los ojos. Me dirigió una mirada sapiente y, en tono confidencial, dijo que yo había hecho precisamente eso cuando rodaba en el pórtico de su casa, y que así pude hallar dos sitios y sus colores. Me hizo saber que mi hazaña lo impresionaba.

 -No sé en verdad qué cosa hice -dije.

-Cruzaste los ojos -repitió con énfasis-. Ésa es la técnica; eso debes haber hecho, aunque no te acuerdes.

Don Juan me describió la técnica, cuyo perfeccio­namiento llevaba años; consistía en forzar gradual­mente a los ojos a ver por separado la misma imagen. La carencia de conversión en la imagen involucraba una percepción doble del mundo; esta doble percep­ción, según don Juan, daba a uno oportunidad de evaluar cambios en el entorno, que los ojos eran por lo común incapaces de percibir.

Don Juan me animó a hacer la prueba. Me ase­guró que no dañaba la vista. Dijo que yo debía em­pezar lanzando miradas cortas, casi con el rabo del ojo. Señaló un gran arbusto y me puso el ejemplo. Tuve un sentimiento extraño al verlo dirigir mira­das increíblemente rápidas al arbusto. Sus ojos me recordaban los de un animal mañoso que no puede mirar de frente.

Caminamos cosa de una hora mientras yo trataba de no enfocar mi vista en nada. Luego don Juan me pidió empezar a separar las imágenes percibidas por cada uno de mis ojos. Después de otra hora, o algo así, me dio una jaqueca terrible y tuve que pa­rarme.

-¿Crees que podrías hallar, tú solo, un sitio apro­piado para que descansemos? -preguntó.

Yo no tenía idea de cuál era el criterio acerca de un "sitio apropiado". Me explicó pacientemente que mirar en vistazos cortos permitía a los ojos apresar visiones insólitas.

-¿Como qué? -pregunté.

 -No son visiones propiamente dichas -dijo él-. Son más bien sensaciones. Si miras un arbusto o un árbol o una piedra donde tal vez te gustaría descan­sar, tus ojos pueden darte a sentir si ése es o no el mejor sitio de reposo.

De nuevo lo insté a describir qué eran aquellas sensaciones, pero él no podía describirlas o bien, sen­cillamente, no quería. Dijo que yo debía practicar eligiendo un sitio, y él entonces me diría si mis ojos estaban trabajando o no.

En cierto momento percibí lo que me pareció un guijarro que reflejaba luz. No podía verlo si enfo­caba en él mis ojos, pero recorriendo el área con vistazos rápidos percibía una especie de resplandor leve. Señalé a don Juan el sitio. Se hallaba en me­dio de una zona llana, sin sombra, privada de ar­bustos densos. Don Juan rió a carcajadas y luego me preguntó por qué había elegido ese lugar específi­co. Expliqué que estaba viendo un resplandor.

-No me importa lo que veas -dijo-. Daría igual que estuvieras viendo un elefante. Lo impor­tante es qué cosa sientes.

Yo no sentía nada en absoluto. Él me lanzó una mirada misteriosa y dijo que habría querido ser cor­tés y sentarse a descansar allí conmigo, pero que iba a sentarse en otro sitio mientras yo probaba mi elec­ción.

Tomé asiento; él me observaba con curiosidad a diez o doce metros de distancia. Tras unos minutos empezó a reír fuerte. Por algún motivo su risa me ponía nervioso. Me irritaba sobremanera. Sentí que se burlaba de mí y eso me enojó. Empecé a poner en duda los motivos que me empujaban para estar allí. Había algo definitivamente erróneo en la ma­nera como toda mi empresa con don Juan iba des­arrollándose. Sentí ser un simple peón en sus garras.

De pronto don Juan me embistió, a toda velocidad, y tomándome del brazo me arrastró en peso tres o cua­tro metros. Me ayudó a incorporarme y se enjugó el sudor de la frente. Noté entonces que se había esforzado hasta el límite. Me palmeó la espalda y dijo que yo había elegido el sitio equivocado y que él tuvo que rescatarme a toda prisa, porque vio que el sitio estaba a punto de apoderarse de todos mis sentimientos. Reí. La imagen de don Juan embistiéndome era muy graciosa. Había corrido ver­daderamente como un joven. Sus pies se movían como si aferrara la suave tierra roja del desierto para cata­pultarse sobre mí. Yo lo había visto reír y luego, en cosa de segundos, me estaba jalando del brazo.

Tras un rato me instó a seguir buscando un sitio adecuado para descansar. Reanudamos el camino, pero no noté ni "sentí" nada. Quizá, de haberme hallado menos tenso, otro hubiera sido el caso. Pero había cesado mi enojo contra don Juan. Por fin, él señaló unas rocas y nos detuvimos.

-No te descorazones -dijo-. Lleva mucho tiem­po educar a los ojos como se debe.

No dije nada: No iba a descorazonarme por algo que no entendía en modo alguno. Sin embargo, debía admitir que ya en tres ocasiones, desde que comen­zaron mis visitas a don Juan, me había enojado mu­cho, y me había agitado casi hasta el punto de enfer­marme, hallándome sentado en sitios que él llamaba malos.

-El truco es sentir con los ojos -dijo-. Tu problema es el no saber qué sentir. Pero ya te vendrá, con la práctica.

-Quizá usted debería decirme, don Juan, qué es lo que debo sentir.

-Eso es imposible.

-¿Por qué?

-Nadie puede decirte lo que debes sentir. No es calor, ni luz, ni brillo, ni color. Es otra cosa.

-¿No puede usted describirla?

-No. Sólo puedo darte la técnica. Una vez que aprendas a separar las imágenes y veas dos de cada cosa, debes poner atención en el espacio entre las dos imágenes. Cualquier cambio digno de notarse ocurrirá allí, en ese espacio.

-¿Qué clase de cambios son?

-Eso no importa. El sentimiento que recibes es lo que cuenta. Cada hombre es distinto. Tú viste hoy un resplandor, pero eso no quería decir nada porque faltaba el sentimiento. No te puedo decir cómo sen­tirte. Eso debes aprenderlo tú solo.

Descansamos un rato en silencio. Don Juan se cu­brió la cara con el sombrero y permaneció inmóvil, como dormido. Yo me absorbí en escribir mis notas, hasta que un súbito movimiento suyo me sobresaltó. Se enderezó abruptamente y me encaró, ceñudo.

-Tienes facilidad para la cacería -dijo-. Y eso es lo que debes aprender: a cazar. Ya no vamos a hablar de plantas.

Infló las quijadas un instante; luego añadió con candidez:

-De todos modos creo que nunca habla­mos, ¿verdad?- y rió.

Pasamos el resto del día caminando en todas direc­ciones, mientras él me daba una explicación increíblemente detallada acerca de las serpientes de casca­bel. La forma en que anidan, la forma en que se desplazan, sus hábitos de temporada, sus caprichos de conducta. Luego procedió a corroborar cada uno de los puntos señalados y finalmente atrapó y mató una serpiente grande; le cortó la cabeza, la destripó, la despellejó y asó la carne. Sus movimientos tenían tal gracia y habilidad que ya el estar cerca de él era un placer. Yo lo había escuchado y observado, in­merso. Mi concentración era tan completa que el resto del mundo había desaparecido prácticamente para mí.

Comer la serpiente fue un duro retorno al mundo de los asuntos ordinarios. Sentí náusea al empezar a mascar un bocado de carne. El asco no tenía funda­mento, pues la carne era deliciosa, pero mi estómago parecía ser una unidad independiente. Apenas me fue posible pasarlo. Pensé que don Juan sufriría un ata­que cardiaco de tanto reírse.

Después nos sentamos a reposar a nuestras anchas a la sombra de unas rocas. Empecé a trabajar en mis notas, y lo copiosas que eran me hizo darme cuenta de que don Juan me había dado una cantidad asom­brosa de información sobre las serpientes de cascabel.

-Tu espíritu de cazador ha vuelto a ti -dijo él de pronto, con rostro grave-. Ahora estás engan­chado.

-¿Cómo dijo?

Quise que detallara su afirmación de que me halla­ba enganchado, pero él sólo rió y la repitió.

-¿Cómo estoy enganchado? -insistí.

-Los cazadores siempre cazan -dijo-. Yo tam­bién soy cazador.

 -¿Quiere usted decir que caza para vivir?

-Cazo para poder vivir. Puedo vivir de la tierra, en cualquier parte.

Indicó con un ademán todo el derredor.

-Ser cazador significa, que uno conoce mucho -prosiguió-. Significa que uno puede ver el mundo en formas distintas. Para ser cazador, hay que estar en perfecto equilibrio con todo lo demás; de lo con­trario la caza sería una faena sin sentido. Por ejem­plo, hoy agarramos una culebrita. Tuve que pedirle disculpas por quitarle la vida tan de repente y tan definitivamente; hice lo que hice sabiendo que mi propia vida se cortará algún día en una forma muy semejante: repentina y definitiva. Así que, a fin de cuentas, nosotros y las culebras estamos parejos. Una de ellas nos alimentó hoy.

-Jamás concebí un equilibrio de ese tipo cuando cazaba -dije.

-Eso no es cierto. Tú no matabas animales por las puras. Tú y tu familia se comían la caza.

Sus afirmaciones tenían la convicción de alguien que hubiera estado allí presente. Por supuesto, tenía razón. Hubo épocas en las que yo proveía la carne de caza que completaba ocasionalmente la dieta fa­miliar.

-¿Cómo lo supo usted? -pregunté tras un mo­mento de titubeo.

-Hay ciertas cosas que sé, así nomás -dijo-. No puedo decirte cómo.

Le conté que mis parientes, con mucha seriedad, llamaban "perdices" a todas las aves que yo cobraba.

Don Juan dijo que podía imaginárselos llamando "una perdiz chiquita" a un gorrión, y añadió una versión cómica de la manera como lo masticarían. Los extraordinarios movimientos de su quijada me hicieron sentir que en efecto estaba masticando un pájaro entero, con huesos y todo.

-De verdad creo que tienes buena mano para cazar -dijo, mirándome con fijeza-. Y nos estábamos yendo por donde no era. A lo mejor estarás dispuesto a cambiar tu forma de vida para volverte cazador.

Me recordó que, con sólo un poco de esfuerzo por mi parte, yo había descubierto que en el mundo ha­bía sitios buenos y malos para mí; añadió que también había hallado los colores específicos asociados con ellos.

-Eso significa que tienes facilidad para la caza -declaró-. No cualquiera hallaría sus sitios y sus colores al mismo tiempo.

Ser cazador sonaba bonito y romántico, pero me resultaba un absurdo porque a mí no me interesaba especialmente cazar.

-No tiene que interesarte ni que gustarte -repuso él a mi queja-. Tienes una inclinación natural. Creo que a los mejores cazadores nunca les gusta cazar; lo hacen bien, eso es todo.

Tuve el sentimiento de que don Juan, con su don de palabra, podía salir de cualquier atolladero; sin embargo, él afirmó que no le gustaba hablar.

-Es como lo que te dije de los cazadores. No es necesario que me guste hablar. Nada más tengo faci­lidad para ello y lo hago bien, eso es todo.

Su agilidad mental me hizo verdadera gracia.

-Los cazadores tienen que ser individuos excep­cionalmente agudos -prosiguió-. Un cazador deja muy pocas cosas al azar. He estado tratando mil maneras de convencerte de que debes aprender a vivir en forma distinta. Hasta ahora no he podido. No había nada de lo que pudieras agarrarte. Ahora es diferente. He hecho volver tu viejo espíritu de caza­dor; a lo mejor cambias a través de él.

Protesté: no quería hacerme cazador. Le recordé que al principio sólo había querido que me hablara de plantas medicinales, pero él me había hecho apar­tarme a tal grado de mi propósito original, que ya no me era posible recordar claramente si en verdad había querido aprender de plantas.

-Eso está bueno -dijo él-. Realmente muy bue­no. Si no tienes una imagen tan clara de lo que quie­res, tal vez te hagas más humilde.

"Vamos a ponerlo de otro modo. Para tus fines, no importa en realidad que aprendas de plantas o de cacería. Tú mismo me lo has dicho. Te interesa todo lo que cualquiera pueda decirte. ¿No es cierto?"

Yo le había dicho eso tratando de definir el terre­no de la antropología, y con el fin de reclutarlo como informante.

-Soy un cazador -dijo como si leyera mis pensa­mientos-. Dejo muy pocas cosas al azar. Quizá deba explicarte que aprendí a ser cazador. No siempre he vivido como vivo ahora. En cierto punto de mi vida tuve que cambiar. Ahora te estoy señalando el cami­no. Te estoy guiando. Sé lo que digo; alguien me en­señó todo esto. No lo inventé, ni lo aprendí por mí mismo.

-¿Quiere decir, don Juan, que tuvo un maestro?

-Digamos que alguien me enseñó a cazar como yo quiero enseñarte ahora -dijo rápidamente, y cambió el tema.

 -Creo que en otro tiempo la caza era una de las mayores acciones que un hombre podía ejecutar -di­jo-. Todos los cazadores eran hombres poderosos. De hecho, un cazador tenía que ser poderoso por prin­cipio de cuentas, para soportar los rigores de esa vida.

De pronto se me despertó la curiosidad. ¿Se refe­ría acaso a una época anterior a la Conquista? Empecé a interrogarlo.

-¿Cuándo fue la época de que usted habla?

-En otro tiempo.

-¿Cuándo? ¿Qué significa "en otro tiempo"?

-Significa en otro tiempo, o a lo mejor significa ahora, hoy. No tiene importancia. En un tiempo todo el mundo sabía que un cazador era el mejor de los hombres. Ahora no todos lo saben, pero sí un nú­mero suficiente de personas. Yo lo sé, algún día tú lo sabrás. ¿Ves lo que quiero decir?

-¿Tienen los indios yaquis las mismas ideas acerca de los cazadores? Eso es lo que quiero saber.

-No necesariamente.

-¿Y los indios pimas?

-No todos. Pero algunos.

Nombré varios grupos indígenas vecinos. Quería comprometerlo a la declaración de que la caza era una creencia y práctica compartida por algún pueblo determinado. Pero como evitó responderme directa­mente, cambié el tema.

-¿Por qué hace usted todo esto por mí, don Juan? -pregunté.

Se quitó el sombrero y se rasgó las sienes en fin­gido desconcierto.

-Tengo un gesto contigo -dijo suavemente-. Otras personas han tenido contigo un gesto similar; algún día tú mismo tendrás el mismo gesto con otros: Digamos que esta vez me toca a mí. Un día descubrí que, si quería ser un cazador digno de respetarme a mí mismo, tenía que cambiar mi forma de vivir. Me gustaba lamentarme y llorar mucho. Tenía buenas razones para sentirme víctima. Soy indio y a los in­dios los tratan como a perros. Nada podía yo hacer para remediarlo, de modo que sólo me quedaba mi dolor. Pero entonces mi buena suerte me salvó y al­guien me enseñó a cazar. Y me di cuenta de que la forma como vivía no valía la pena de vivirse... así que la cambié.

-Pero yo estoy contento con mi vida, don Juan. ¿Por qué tendría que cambiarla?

Empezó a cantar una canción ranchera, muy suave­mente, y luego tarareó la tonada. Su cabeza oscilaba hacia arriba y hacia abajo, siguiendo el ritmo.

-¿Crees que tú y yo somos iguales? -preguntó con voz nítida.

La pregunta me agarró desprevenido. Experimenté en los oídos un zumbido peculiar, como si don Juan hubiera gritado, cosa que no hizo; sin embargo, su voz tenía un sonido metálico que reverberó en mis oídos.

Me rasqué, con el meñique izquierdo, el interior de la oreja del mismo lado. Desde hacía algún tiem­po tenía comezón en las orejas, y había desarrollado una forma rítmica y nerviosa de frotarlas por dentro con el meñique de cualquier mano. El movimiento era, más exactamente, una sacudida de todo el brazo.

Don Juan observó mis movimientos con fascina­ción aparente.

 -Bueno... ¿somos iguales? -preguntó.

-Por supuesto que somos iguales -dije.

Naturalmente, condescendía. Le tenía mucho afec­to al anciano, aunque a veces no supiera qué hacer con él; sin embargo conservaba aún en el trasfondo de mi mente -sin que jamás fuera a darle voz- la creencia de que, siendo un estudiante universitario, un hombre del refinado mundo occidental, yo era su­perior a un indio.

-No -dijo él calmadamente-, no lo somos.

-Por supuesto que lo somos -protesté.

-No -dijo él con voz suave. No somos iguales. Yo soy un cazador y un guerrero, y tú eres un cabrón.

Quedé boquiabierto. No podía creer que don Juan hubiera dicho eso. Dejé caer mi cuaderno y lo miré atónito y luego, por supuesto, me enfurecí.

Él me miró con ojos serenos y apacibles. Esquivé su mirada. Y entonces empezó a hablar. Pronunciaba claramente las palabras. Fluían sin interrupción ni misericordia. Dijo que yo alcahueteaba para otros. Que no planeaba mis propias batallas, sino las ba­tallas de unos desconocidos. Que no me interesaba aprender de plantas ni de cacería ni de nada. Y que su mundo de actos, sentimientos, y decisiones precisas era infinitamente más efectivo que la torpe idiotez que yo llamaba "mi vida".

Cuando terminó, quedé mudo. Había hablado sin agresividad ni presunción, pero con tal fuerza, y a la vez tal sosiego, que yo ni siquiera estaba ya enojado.

Permanecimos en silencio. Me sentía apenado y no se me ocurría nada apropiado que decir. Esperé que él tomara la palabra. Transcurrieron las horas. Don Juan se inmovilizó gradualmente hasta que su cuerpo adquirió una rigidez extraña, casi atemorizante; su silueta se hizo difícil de discernir conforme la luz menguaba y finalmente, cuando todo estuvo negro a nuestro alrededor, pareció haberse disuelto en la ne­grura de las piedras. Su estado de inmovilidad era tan total que él parecía ya no existir.

Era medianoche cuando al fin me di cuenta de que don Juan podía quedarse inmóvil tal vez para siempre en ese desierto, en esas rocas, y que lo haría en caso necesario. Su mundo de actos, decisiones y sentimientos precisos era en verdad superior.

Toqué calladamente su brazo, y el llanto me inundó.

 

VII. SER INACCESIBLE

 

Jueves, junio 29, 1961

 

NUEVAMENTE don Juan, como había hecho a diario durante casi una semana, me tuvo cautivado con su conocimiento de detalles específicos sobre el compor­tamiento de la caza. Explicó, y luego corroboró, va­rias tácticas de cacería basadas en lo que llamaba "los caprichos de las perdices". A tal grado me abstraje en sus explicaciones que todo un día transcurrió sin que yo notara el paso del tiempo. Incluso se me ol­vidó almorzar. Don Juan hizo notar, bromeando, que perder una comida era en mí algo insólito.

Al finalizar el día habíamos capturado cinco per­dices en una trampa muy ingeniosa que él me enseñó a armar e instalar.

-Con dos nos alcanza -dijo, y soltó tres.

Luego me enseñó a asar perdices. Yo habría que­rido cortar unos arbustos y hacer una fosa para bar­bacoa como mi abuelo solía hacerla, forrada de ramas verdes y sellada con tierra, pero don Juan dijo que no había necesidad de dañar los arbustos, pues ya habíamos dañado a las perdices.

Cuando terminamos de comer, caminamos sin prisa alguna hacia un área rocosa. Tomamos asiento en una ladera de piedra arenisca y dije, en tono de chiste, que si él hubiera dejado el asunto en mis manos, yo habría cocinado a las cinco perdices, y que mi bar­bacoa hubiera sabido mucho mejor que su asado.

-Sin duda -dijo-. Pero si haces todo eso, tal vez nunca saldríamos enteros de este sitio.

-¿Qué quiere usted decir? -pregunté-. ¿Qué nos lo impediría?

-Los matorrales, las perdices, todo lo de aquí se juntaría.

-Nunca sé cuándo habla usted en serio -dije.

Hizo un gesto de impaciencia fingida y chasqueó los labios.

-Tienes una idea rara de lo que significa hablar en serio -dijo-. Yo río mucho porque me gusta reír, pero todo lo que digo es totalmente en serio, aunque no lo entiendas. ¿Por qué debería ser el mun­do sólo como tú crees que es? ¿Quién te dio la auto­ridad para decir eso?

-No hay prueba de que el mundo sea de otro modo -dije.

Oscurecía. Me pregunté si no sería hora de regresar a casa de don Juan, pero él no parecía tener prisa y yo me divertía.

El viento era frío. De súbito, don Juan se puso en pie y me dijo que debíamos trepar a la cima del cerro y pararnos en un espacio libre de arbustos.

-No tengas miedo -dijo-. Soy tu amigo y veré que nada malo te ocurra.

-¿A qué se refiere usted? -pregunté con alarma.

Don Juan tenía una insidiosa facilidad para ha­cerme pasar del contento puro al susto sin fin.

-El mundo es muy extraño a esta hora del día -dijo-. A eso me refiero. Veas lo que veas, no ten­gas miedo.

 -¿Qué cosa voy a ver?

-No sé todavía -dijo escudriñando la distancia hacia el sur.

No parecía preocupado. Yo también fijé la mirada en la misma dirección.

De pronto se irguió y, con la mano izquierda, se­ñaló una zona oscura en el matorral del desierto.

-Allí está -dijo, como si hubiera estado esperan­do algo que de repente había aparecido.

-¿Qué es? -pregunté.

-Allí está -repitió-. ¡Mira! ¡Mira!

Yo no veía nada, sólo los arbustos.

-Ahora está aquí -dijo con gran urgencia en la voz-. Está aquí.

Una repentina racha de viento me golpeó en ese instante e hizo arder mis ojos. Miré hacia la zona en cuestión. No había absolutamente nada fuera de lo común.

-No veo nada -dije.

-Acabas de sentirlo -repuso. Ahora mismo. Se te metió en los ojos y te impidió ver.

-¿De qué habla usted?

-A propósito te traje a la punta de un cerro -di­jo-. Aquí nos notamos mucho y algo se nos viene encima.

-¿Qué cosa? ¿El viento?

-No sólo el viento -dijo con severidad-. A ti te parece viento porque el viento es todo lo que conoces.

Esforcé los ojos mirando los arbustos. Don Juan estuvo un momento en silencio junto a mí y luego se adentró en el chaparral cercano y empezó a arran­car ramas grandes de los matorrales en torno; reunió ocho y formó un bulto. Me ordenó hacer lo mismo y pedir disculpas en voz alta a las plantas, por muti­larlas.

Cuando tuvimos dos bultos me hizo correr con ellos a la cima del cerro y acostarme bocabajo entre dos grandes rocas. Con tremenda rapidez acomodó las ra­mas de mi bulto para que me cubrieran todo el cuer­po; luego se cubrió en la misma forma y susurró, por entre las hojas, que observara yo cómo el supuesto viento dejaba de soplar una vez que nos volvíamos inconspicuos.

En cierto instante, para mi asombro total, el viento dejó realmente de soplar como don Juan había pre­dicho. Ocurrió de modo tan gradual que yo no hu­biera notado el cambio de no estar deliberadamente esperándolo. Durante un rato el viento silbó atrave­sando las hojas sobre mi cara y luego, poco a poco, todo quedó quieto en torno nuestro.

Susurré a don Juan que el viento había cesado y él respondió, también en un susurro, que no debía yo hacer ningún ruido o movimiento notorio, pues lo que llamaba el viento no era viento en absoluto, sino algo que tenía voluntad propia y era capaz de reconocernos.

Reí de nerviosismo.

En voz apagada, don Juan me llamó la atención con respecto a la quietud que nos rodeaba, y susurró que iba a ponerse en pie y yo debía seguirlo, apar­tando suavemente las ramas con la mano izquierda.

Nos incorporamos al mismo tiempo. Don Juan miró un momento la distancia hacia el sur y luego se volvió abruptamente para encarar el oeste.

-Traicionero. Muy traicionero -murmuró, seña­lando un área hacia el suroeste.

¡Mira! ¡Mira! -me instó.

Miré con toda la intensidad de que era capaz. Quería ver aquello a lo que él se refería, fuera lo que fuera, pero no advertí nada que no hubiera visto an­tes; había únicamente arbustos que parecían agitados por un viento suave: ondulaban.

-Aquí está -dijo don Juan.

En ese momento sentí una bocanada de aire en la cara. Al parecer, el viento había en verdad empezado a soplar después de que nos levantamos. Yo no po­día creerlo; tenía que haber una explicación lógica.

Don Juan soltó una risita suave y me dijo que no forzara mi cerebro buscando las razones.

-Vamos a juntar otra vez los arbustos -dijo-. No me gusta hacerles esto a las plantitas, pero hay que pararte.

Recogió las ramas que habíamos usado para cubrir­nos y apiló piedras y tierra sobre ellas. Luego, repi­tiendo los movimientos que hicimos antes, cada uno de nosotros juntó otras ocho ramas. Mientras tanto, el viento soplaba sin cesar. Yo lo sentía encrespar el cabello en torno a mis oídos. Don Juan susurró que, una vez que me cubriese, yo no debía hacer el más leve sonido o movimiento. Con mucha rapidez puso las ramas sobre mi cuerpo, y luego se tendió y se cubrió a su vez.

Permanecimos en esa posición unos veinte minutos, y durante ese tiempo ocurrió un fenómeno extraordi­nario: el viento volvió a cambiar, de una racha dura y continua, a una vibración apacible.

Contuve el aliento, esperando la señal de don Juan. En un momento dado, apartó suavemente las ramas. Hice lo mismo y nos incorporamos. La cima del cerro estaba muy quieta. Sólo había una leve y suave vi­bración de hojas en el chaparral en torno.

Los ojos de don Juan se hallaban fijos en una zona de los matorrales al sur de nosotros.

-¡Allí está otra vez! -exclamó en voz recia.

Salté involuntariamente, casi perdiendo el equili­brio, y él me ordenó mirar, en tono fuerte e impe­rioso.

-¿Qué se supone que vea? -pregunté, desesperado.

Dijo que aquello, el viento o lo que fuese, era como una nube o un remolino que, bastante por encima del matorral, avanzaba dando vueltas hacia el cerro donde estábamos.

Vi un ondular formarse en los arbustos, a distancia.

-Ahí viene -me dijo don Juan al oído-. Mira cómo nos anda buscando.

En ese momento una racha de viento fuerte y cons­tante golpeó mi rostro, como anteriormente. Pero esta vez mi reacción fue distinta. Me aterré. No había visto lo descrito por don Juan, pero sí un extraño escarceo agitando los arbustos. No deseando sucum­bir al miedo, busqué deliberadamente cualquier tipo de explicación adecuada. Me dije que en la zona debía haber continuas corrientes de aire y don Juan, conocedor de toda la región, no sólo tenía conciencia de eso sino era capaz de calcular mentalmente su re­currencia. No tenía más que acostarse, contar y es­perar que el viento amainara; y una vez de pie sólo le era necesario esperar que empezase de nuevo.

La voz de don Juan me arrancó de mis delibera­ciones. Me decía que era hora de irse. Hice tiempo; quería quedarme para comprobar que el viento amai­naría.

 -Yo no vi nada, don Juan -dije.

-Pero notaste algo fuera de lo común.

-Quizá debería usted volver a decirme qué se su­ponía que viera.

-Ya te lo dije -repuso-. Algo que se esconde en el viento y parece un remolino, una nube, una niebla, una cara que da vueltas.

Don Juan hizo un gesto con las manos para des­cribir un movimiento horizontal y uno vertical.

-Se mueve en una dirección específica -prosi­guió-. Da tumbos o da vueltas. Un cazador debe conocer todo eso para moverse en forma correcta.

Quise decir algo para seguirle la corriente, pero se veía tan concentrado en dejar claro el tema, que no me atreví. Me miró un momento y aparté los ojos.

-Creer que el mundo sólo es como tú piensas, es una estupidez -dijo-. El mundo es un sitio miste­rioso. Sobre todo en el crepúsculo.

Señaló hacia el viento con un movimiento de bar­billa.

-Esto puede seguirnos -dijo-. Puede fatigarnos, o hasta matarnos.

-¿Ese viento?

-A esta hora del día, en el crepúsculo, no hay viento. A esta hora sólo hay poder.

Estuvimos sentados en el cerro durante una hora. El viento sopló fuerte y constante todo ese tiempo.

 

Viernes, junio 30, 1961

 

AL declinar la tarde, después de comer, don Juan y yo nos instalamos en el espacio frente a su puerta. Tomé asiento en mi "sitio" y me puse a trabajar en mis notas. Él se acostó de espaldas, con las manos unidas sobre el estómago. Todo el día habíamos per­manecido cerca de la casa por razón del "viento". Don Juan explicó que habíamos molestado adrede al vien­to, y que lo mejor era no buscarle tres pies al gato. Incluso debería dormir cubierto de ramas.

Una racha repentina hizo a don Juan incorporarse en un salto increíblemente ágil.

-Me lleva la chingada -dijo-. El viento te anda buscando.

-No puedo aceptar eso, don Juan -dije, rien­do-. De veras no puedo.

No estaba terqueando; simplemente me resultaba imposible secundar la idea de que el viento tenía voluntad propia y andaba en mi busca, o de que realmente nos había localizado en la cima del cerro y se había lanzado contra nosotros. Dije que la idea de un "viento voluntarioso" era una visión del mundo bastante simplista.

-¿Entonces qué es el viento? -preguntó en tono de reto.

Con toda paciencia le expliqué que las masas de aire caliente y frío producen distintas presiones y que la presión hace a las masas de aire moverse en sentido vertical y horizontal. Me tomó un buen rato explicar todos los detalles de la meteorología básica.

-¿Quieres decir que el viento no es otra cosa que aire caliente y frío? -preguntó en tono desconcer­tado.

-Me temo que así es -dije, y en silencio gocé mi triunfo.

Don Juan parecía hallarse pasmado. Pero entonces me miró y soltó la risa.

 -Tus opiniones son definitivas -dijo con un ma­tiz de sarcasmo-. Son la última palabra, ¿no? Pues para un cazador, tus opiniones son pura mierda. No importa para nada que la presión sea uno o dos o diez; si vivieras aquí en el desierto sabrías que du­rante el crepúsculo el viento se transforma en poder. Un cazador digno de serlo, sabe eso y actúa de acuerdo.

-¿Cómo actúa?

-Usa el crepúsculo y ese poder oculto en el viento.

-¿Cómo?

-Si le conviene, el cazador se esconde del poder cubriéndose y quedándose quieto hasta que el cre­púsculo pasa y el poder lo tiene envuelto en su pro­tección.

Don Juan hizo gesto de envolver algo con las manos.

-Su protección es como un .....

Se detuvo en busca de una palabra, y sugerí "ca­pullo".

-Eso es -dijo-. La protección del poder te en­cierra como un capullo. Un cazador puede quedarse a campo raso sin que ningún puma o coyote o bicho pegajoso lo moleste. Un león de montaña puede acer­carse a la nariz del cazador y olfatearlo, y si el caza­dor no se mueve, el león se va. Te lo garantizo.

"En cambio, si el cazador quiere darse a notar, todo lo que tiene que hacer es pararse en la punta de un cerro a la hora del crepúsculo, y el poder lo acosará y lo buscará toda la noche. Por eso, si un cazador quiere viajar de noche, o quiere que lo tengan des­pierto, debe ponerse al alcance del viento.

"En eso consiste el secreto de los grandes cazadores. En ponerse al alcance, y fuera del alcance, en la vuelta justa del camino."

Me sentí algo confuso y le pedí recapitular. Con mucha paciencia, don Juan explicó que había utilizado el crepúsculo y el viento para indicar la crucial importancia de la interacción entre esconderse y mos­trarse.

-Debes aprender a ponerte adrede al alcance y fuera del alcance -dijo-. Como anda tu vida ahora, estás todo el tiempo al alcance sin saberlo.

Protesté. Sentía que mi vida se hacía cada vez más y más secreta. Él dijo que yo no lo había compren­dido, y que ponerse fuera del alcance no signifi­caba ocultarse ni guardar secretos, sino ser inacce­sible.

-Deja que te lo diga de otro modo -prosiguió, pa­cientemente-. No tiene caso esconderte si todo el mun­do sabe que estás escondido.

"Tus problemas de ahora surgen de allí. Cuando estás escondido, todo el mundo sabe que estás escondido, y cuando no, te pones enmedio del camino para que cualquiera te dé un golpe."

Empezaba a sentirme amenazado, y apresurada­mente intenté defenderme.

-No des explicaciones -dijo don Juan con seque­dad-. No hay necesidad. Todos somos tontos, todi­tos, y tú no puedes ser diferente. En un tiempo de mi vida yo, igual que tú, me ponía enmedio del ca­mino una y otra vez, hasta que no quedaba nada de mí para ninguna cosa, excepto si acaso para llorar. Y eso hacía, igual que tú.

Don Juan me miró de pies a cabeza y suspiró fuerte.

 -Sólo que yo era más joven que tú -prosiguió-, pero un buen día me cansé y cambié. Digamos que un día, cuando me estaba haciendo cazador, aprendí el secreto de estar al alcance y fuera del alcance.

Le dije que no veía el objeto de sus palabras. Ver­daderamente no podía entender a qué se refería con lo de "ponerse al alcance" y "ponerse enmedio del camino".

-Debes ponerte fuera del alcance -explicó-. De­bes rescatarte de en medio del camino. Todo tu ser está allí, de modo que no tiene caso esconderte; sólo te figuras que estás escondido. Estar enmedio del ca­mino significa que todo el que pasa mira tus ires y venires.

Su metáfora era interesante, pero al mismo tiempo oscura.

-Habla usted en enigmas -dije.

Me miró con fijeza un largo momento y luego em­pezó a tararear una tonada. Enderecé la espalda y me puse alerta. Sabía que, cuando don Juan tarareaba una canción, estaba a punto de soltarme un golpe.

-Oye -dijo, sonriendo, y me escudriñó-. ¿Qué pasó con tu amiga la güera? Esa muchacha que tanto querías.

Debo haberlo mirado con cara de idiota. Rió con enorme deleite. Yo no sabía qué decir.

-Tú me contaste de ella -afirmó, tranquilizante.

Pero yo no recordaba haberle contado de nadie, mucho menos de una muchacha rubia.

-Nunca le he mencionado nada por el estilo -dije.

-Por supuesto que sí -dijo como dando por ter­minada la discusión.

Quise protestar, pero me detuvo diciendo que no importaba cómo supiera él de la chica: lo importante era que yo la había querido.

Sentí gestarse en mi interior una oleada de animo­sidad en contra de él.

-No te andes por las ramas -dijo don Juan se­camente-. Ésta es la ocasión en que debes olvidar tu idea de ser muy importante.

"Una vez tuviste una mujer, una mujer muy que­rida, y luego, un día, la perdiste."

Empecé a preguntarme si alguna vez le había ha­blado de ella. Concluí que nunca había habido oca­sión. Pero era posible. Cada vez que viajábamos en coche hablábamos sin cesar de todos los temas. Yo no recordaba cuanto habíamos dicho porque no podía tomar notas mientras manejaba. Me sentí algo tran­quilizado por mis conclusiones. Le dije que tenía ra­zón. Había habido una muchacha rubia muy impor­tante en mi vida.

-¿Por qué no está contigo? -preguntó.

-Se fue.

-¿Por qué?

-Hubo muchas razones.

-No tantas. Hubo sólo una. Te pusiste demasiado al alcance.

Anhelosamente, le pedí explicar sus palabras. De nuevo me había tocado en lo hondo. Consciente, al parecer, del efecto de su toque, frunció los labios para

ocultar una sonrisa maliciosa.

-Todo el mundo sabía lo de ustedes dos -dijo con firme convicción.

-¿Estaba mal eso?

-Totalmente mal. Ella era una magnífica persona.

Expresé el sincero sentimiento de que su pesquisa a oscuras me resultaba odiosa, y sobre todo el hecho de que siempre afirmaba las cosas con la seguridad de alguien que hubiera estado en la escena y lo hubiese visto todo.

-Pero es cierto -dijo con candor inatacable-. Lo he visto todo. Era una magnífica persona.

Supe que no tenía caso discutir, pero me hallaba enojado con él por tocar esa llaga abierta y dije que la muchacha en cuestión no era después de todo tan magnífica persona, que en mi opinión era bastante débil.

-Igual que tú -dijo calmadamente-. Pero eso no importa. Lo que cuenta es que la has buscado en todas partes; eso la hace una persona especial en tu mundo, y para una persona especial no hay que tener más que buenas palabras.

Me sentí avergonzado; una gran tristeza se cirnió sobre mí.

-¿Qué me está usted haciendo, don Juan? -pre­gunté-. Usted siempre logra entristecerme. ¿Por qué?

-Ahora te entregas al sentimentalismo -dijo, acu­sador.

-¿Qué objeto tiene todo esto, don Juan?

-El objeto es ser inaccesible -declaró-. Te traje el recuerdo de esta persona sólo como un medio de enseñarte directamente lo que no pude enseñarte con el viento.

“La perdiste porque eras accesible; siempre estabas a su alcance y tu vida era de rutina.”

-¡No! -dije-. Se equivoca usted. Mi vida jamás fue una rutina.

-Fue y es una rutina -dijo en tono dogmático-. Es una rutina fuera de lo común y eso te da la impresión de que no es una rutina, pero yo te aseguro que lo es.

Quise deprimirme y perderme en la hosquedad, pero de algún modo sus ojos me inquietaban; pare­cían empujarme sin tregua hacia adelante.

-El arte de un cazador es volverse inaccesible -dijo-. En el caso de esa güera, quería decir que tenías que volverte cazador y verla lo menos posible. No como hiciste. Te quedaste con ella día tras día, hasta no dejar otro sentimiento que el fastidio. ¿Verdad?

No respondí. Sentí que no era necesario. Don Juan tenía razón.

Ser inaccesible significa tocar lo menos posible el mundo que te rodea. No comes cinco perdices; comes una. No dañas las plantas sólo por hacer una fosa para barbacoa. No te expones al poder del viento a menos que sea obligatorio. No usas ni exprimes a la gente hasta dejarla en nada, y menos a la gente que

amas.

Jamás he usado a nadie -dije sinceramente.

Pero don Juan mantuvo que sí, y quizá por eso pude declarar sin tapujos que la gente me cansaba y me aburría.

-Ponerse fuera del alcance significa que evitas, a propósito, agotarte a ti mismo y a los otros. -prosiguió él-. Significa que no estás hambriento y desesperado, como el pobre hijo de puta que siente que no volverá a comer y devora toda la comida que puede, ¡todas las cinco perdices!

Definitivamente, don Juan golpeaba debajo del cinturón. Reí y eso pareció complacerlo. Tocó leve­mente mi espalda.

 -Un cazador sabe que atraerá caza a sus trampas una y otra vez, así que no se preocupa. Preocuparse es ponerse al alcance, sin quererlo. Y una vez que te preocupas, te agarras a cualquier cosa por desespe­ración; y una vez que te aferras, forzosamente te ago­tas o agotas a la cosa o la persona de la que estás agarrado.

Le dije que en mi vida cotidiana la inaccesibili­dad era inconcebible. Me refería a que, para funcio­nar, yo tenía que estar al alcance de todo el que tuviera algo que ver conmigo.

-Ya te dije que ser inaccesible no significa escon­derse ni andar con secretos -dijo él calmadamente-. Tampoco significa que no puedas tratar con la gente.

Un cazador usa su mundo lo menos posible y con ternura, sin importar que el mundo sean cosas o plantas, o animales, o personas o poder. Un cazador tiene trato íntimo con su mundo, y sin embargo es inaccesible para ese mismo mundo.

-Eso es una contradicción -dije-. No puede ser inaccesible si está allí en su mundo, hora tras hora, día tras día.

-No entendiste -dijo don Juan con paciencia-. Es inaccesible porque no exprime ni deforma su mun­do. Lo toca levemente, se queda cuanto necesita que­darse, y luego se aleja raudo, casi sin dejar señal alguna.

 

VIII. ROMPER LAS RUTINAS DE LA VIDA

 

Domingo, julio 16, 1961

 

PASAMOS toda la mañana observando unos roedores que parecían ardillas gordas; don Juan las llamaba ratas de agua. Señaló que eran muy veloces para huir del peligro, pero después de haber dejado atrás a cual­quier atacante tenían el pésimo hábito de detenerse, o incluso trepar a una roca, para, erguidas sobre sus patas traseras, mirar en torno y acicalarse.

-Tienen muy buenos ojos -dijo don Juan-. Sólo debes moverte cuando vayan corriendo; por eso, debes aprender a predecir cuándo y dónde van a pararse, para que tú también te pares al mismo tiempo.

Me concentré en vigilarlas, y tuve lo que habría sido un día provechoso para cazadores, pues localicé muchas. Y finalmente, podía predecir sus movimien­tos casi sin fallar.

Luego, don Juan me mostró cómo hacer trampas para capturarlas. Explicó que un cazador debía to­marse tiempo para observar los sitios donde comían o anidaban, con el fin de determinar la colocación de las trampas; luego las instalaba durante la noche, y al día siguiente todo lo que tenía que hacer era asustar a los roedores para que éstos se dispersaran y cayesen en los artefactos.

 Reunimos algunas varas y nos pusimos a construir las trampas. Yo tenía la mía casi terminada y me preguntaba con excitación si funcionaría o no, cuan­do de pronto don Juan se detuvo y miró su muñeca izquierda, como consultando un reloj qué nunca ha­bía tenido, y dijo que era la hora del almuerzo. Yo tenía en las manos una vara larga y trataba de do­blarla en círculo para convertirla en aro. Automáti­camente la puse a un lado con el resto de mis arreos de caza.

Don Juan me miró con expresión de curiosidad. Luego hizo el sonido ululante de una sirena de fábri­ca a la hora del almuerzo. Reí. Su sonido de sirena era perfecto. Caminé hacia él y noté que me miraba con fijeza. Meneó la cabeza de lado a lado.

-Con una chingada -dijo.

-¿Qué pasa? -pregunté.

Volvió a hacer el ulular de un silbato de fábrica.

-Se acabó el almuerzo -dijo-. Regresa a tra­bajar.

Por un instante me sentí confundido, pero luego pensé que don Juan estaba bromeando, acaso porque en realidad no había nada con que preparar el al­muerzo. Me había concentrado en los roedores al grado de olvidar que no teníamos provisiones. Re­cogí nuevamente la vara y traté de doblarla. Tras un momento, don Juan hizo sonar otra vez su "si­rena".

-Hora de irse a la casa -dijo.

Examinó su reloj imaginario y luego me miró y guiñó el ojo.

-Son las cinco en punto -dijo con el aire de quien revela un secreto.

Pensé que de repente se había hartado de cazar y estaba desistiendo del asunto. Simplemente dejé todo y empecé a prepararme para irnos. No lo miré. Supuse que también preparaba sus cosas. Al acabar, alcé la cara y lo vi sentado a unos metros, con las piernas cruzadas.

-Ya acabé -dije-. Podemos irnos cuando sea.

Se levantó para trepar a una roca. Parado allí, a más de metro y medio sobre el suelo, me miró. Puso las manos a ambos lados de la boca y emitió un so­nido muy prolongado y penetrante. Era como una sirena de fábrica, amplificada. Girando, describió un círculo completo mientras producía el ulular.

-¿Qué hace usted, don Juan? -pregunté.

Dijo que estaba dando la señal para que todo el mundo se fuera a su casa. Yo me hallaba completa­mente desconcertado. No podía saber si don Juan bromeaba o si sencillamente había perdido la razón. Lo observé con atención y traté de relacionar lo que hacía con algo que hubiera dicho antes. Apenas si habíamos hablado en toda la mañana, y no pude re­cordar nada de importancia.

Don Juan seguía parado encima de la roca. Me miró, sonrió y guiñó de nuevo él ojo. De pronto me alarmé. Don Juan puso las manos a los lados de la boca y dejó oír otro largo sonido de silbato.

Dijo que eran las ocho de la mañana y que volvie­ra a disponer mis arreos, porque teníamos un día en­tero por delante.

Para entonces, me encontraba hundido en la con­fusión. En cuestión de minutos, mi temor se convir­tió en un deseo irresistible de salir corriendo. Pensé que don Juan estaba loco. Me disponía a huir cuan­do él se deslizó al suelo y vino a mí, sonriente.

 -Crees que estoy loco, ¿no? -preguntó.

Le dije que su inesperado comportamiento me es­taba sacando de mis casillas.

Respondió que estábamos a mano. No comprendí a qué se refería. Me preocupaba hondamente la idea de que sus acciones parecían totalmente insanas. Ex­plicó que con la pesadez de su conducta inesperada había tratado a propósito de sacarme de mis casillas, porque yo mismo lo estaba desquiciando con la pesa­dez de mi conducta esperada. Añadió que mis rutinas eran igual de locas como su ulular de silbato.

Sobresaltado, afirmé que en realidad no tenía nin­guna rutina. De hecho, dije, creía que mi vida era un lío a causa de mi carencia de rutinas saludables.

Don Juan rió y me hizo seña de sentarme junto a él. Toda la situación había vuelto a cambiar miste­riosamente. Mi miedo se desvaneció al empezar don Juan a hablar.

-¿Cuáles son mis rutinas? -pregunté.

-Todo cuanto haces es una rutina.

-¿No somos todos así?

-No todos. Yo no hago cosas por rutina.

-¿A qué viene todo esto, don Juan? ¿Qué cosa hice o dije para que usted actuara como actuó?

-Te estabas preocupando por el almuerzo.

-Yo no le dije nada; ¿cómo supo usted que me preocupaba por el almuerzo?

-Te preocupas por comer todos los días a eso de las doce, y a eso de las seis de la tarde, y a eso de las ocho de la mañana -dijo con una sonrisa maliciosa-. A esas horas te preocupas por comer, aunque no tengas hambre.

"Para mostrar tu espíritu de rutina, me bastó con tocar mi silbato. Tu espíritu está entrenado para tra­bajar con una señal."

Se me quedó viendo con una pregunta en los ojos. No pude defenderme.

-Ahora te dispones a convertir la caza en una ru­tina -prosiguió-. Ya has marcado tu paso en la cacería; hablas a cierta hora, comes a cierta hora, y te quedas dormido a cierta hora.

Yo no tenía nada que decir. La forma en que don Juan había descrito mis hábitos alimenticios era la norma que yo usaba para todo lo de mi vida. Sin embargo, sentía vigorosamente que mi vida era me­nos rutinaria que las de casi todos mis amigos y co­nocidos.

-Ya conoces mucho de caza -continuó don Juan-. Te será fácil darte cuenta de que un buen cazador conoce sobretodo una cosa: conoce las ruti­nas de su presa. Eso es lo que lo hace buen cazador.

"Si recuerdas el modo como te he ido enseñando a cazar, tal vez entiendas lo que digo. Primero te en­señé a hacer y a instalar tus trampas, luego te enseñé las rutinas de los animales que perseguías, y luego probamos las trampas contra sus rutinas. Esas partes son las formas externas de la caza.

"Ahora tengo que enseñarte la parte final, y defi­nitivamente la más difícil. Tal vez pasarán años antes de que puedas decir que la entiendes y que eres un cazador."

Don Juan hizo una pausa como para darme tiem­po. Se quitó el sombrero e imitó los movimientos de aseo de los roedores que habíamos estado obser­vando. Me resultó muy gracioso. Su cabeza redonda lo hacía parecer uno de tales roedores.

-Ser cazador es mucho más que sólo atrapar ani­males -prosiguió-. Un cazador digno de serlo no captura animales porque pone trampas, ni porque conoce las rutinas de su presa, sino porque él mismo no tiene rutinas. Esa es su ventaja. No es de ningún modo cómo los animales que persigue, fijos en ruti­nas pesadas y en caprichos previsibles; es libre, flui­do, imprevisible

Lo que don Juan decía me sonaba a idealización arbitraria e irracional. No podía yo concebir una vida sin rutinas. Quería ser muy honesto con él, y no sólo estar de acuerdo o en desacuerdo con sus pareceres. Sentía que la idea que él tenía en mente no era realizable ni por mí ni por nadie más.

-No me importa lo que sientas -dijo-. Para ser cazador debes romper las rutinas de tu vida. Has progresado en la caza. Has aprendido rápido y aho­ra puedes ver que eres como tu presa, fácil de pre­decir.

Le pedí especificar y darme ejemplos concretos.

-Estoy hablando de la caza -dijo calmadamen­te-. Por tanto, me interesan las cosas que los ani­males hacen; los sitios donde comen; el sitio, el modo, la hora en que duermen; dónde anidan; cómo andan. Éstas son las rutinas que te estoy señalando para que tú puedas darte cuenta de ellas en tu pro­pio ser.

"Has observado las costumbres de los animales en el desierto. Comen o beben en ciertos lugares, ani­dan en determinados sitios, dejan sus huellas en de­terminada forma; de hecho, un buen cazador puede prever o reconstruir todo cuanto hacen.

"Como ya te dije, tú en mi parecer te portas como tu presa. Una vez en mi vida alguien me señaló a mí lo mismo, de modo que no eres el único. Todos nosotros nos portamos como la presa que persegui­mos. Eso, por supuesto, nos hace ser la presa de al­gún otro. Ahora bien, el propósito de un cazador, que conoce todo esto, es dejar de ser él mismo una presa. ¿Ves lo que quiero decir?"

Expresé de nuevo el parecer de que su meta era inalcanzable.

-Toma tiempo -dijo don Juan-. Podrías em­pezar no almorzando todos los días a las doce en punto.

Me miró con una sonrisa benévola. Su expresión era muy chistosa y me hizo reír.

-Pero hay ciertos animales que son imposibles de rastrear -prosiguió-. Hay ciertas clases de venado, por ejemplo, que un cazador con mucha suerte pue­de encontrarse, a lo mejor, una vez en su vida. ,

Don Juan hizo una pausa dramática y me miró con ojos penetrantes. Parecía esperar una pregunta, pero yo no tenía ninguna.

-¿Qué crees que los hace tan difíciles de hallar, y tan únicos? -preguntó.

Alcé los hombros porque no sabía qué decir.

-No tienen rutinas -dijo él en tono de revela­ción-. Eso es lo que los hace mágicos

-Un venado tiene que dormir de noche -dije-. ¿No es eso una rutina?

-Seguro; si el venado duerme todas las noches a tal hora y en tal sitio. Pero esos seres mágicos no se portan así. Tal vez algún día puedas verificarlo por ti mismo. Acaso sea tu destino perseguir a uno de ellos el resto de tu vida.

-¿Qué quiere usted decir?

-A ti te gusta cazar; tal vez algún día, en algún, lugar del mundo, tu camino se cruce con el camino de un ser mágico y vayas en pos de él.

"Un ser mágico es cosa de verse. Yo tuve la for­tuna de cruzarme con uno. Nuestro encuentro tuvo lugar cuando yo ya había aprendido y practicado mu­cha cacería. Una vez estaba en un bosque de árboles densos, en las montañas de Oaxaca, cuando de re­pente oí un silbido muy dulce. Era desconocido para mí; nunca, en todos mis años de andar por las sole­dades, había escuchado un sonido así. No podía si­tuarlo en el terreno; parecía venir de distintos sitios. Pensé que a los mejor estaba rodeado por un hatajo de animales desconocidos.

"Volví a oír el encantador silbido; parecía venir de todas partes. Entonces me di cuenta de mi buena suerte. Supe que era un ser mágico, un venado. Sa­bía también que un venado mágico conoce las ruti­nas de los hombres comunes y las rutinas de los ca­zadores.

"Es muy sencillo figurarse qué haría un hombre cualquiera en una situación así. Primero que nada, su miedo lo convertiría inmediatamente en una presa. Una vez que se convierte en presa, le quedan dos cursos de acción. O corre o se planta. Si no está armado, por lo común huye a campo abierto y corre para salvar la vida. Si está armado, prepara su arma y se planta, congelándose en su sitio o tirándose al suelo.

"Un cazador, en cambio, cuando se adentra en el monte, nunca se mete a ninguna parte sin fijar sus puntos de protección; por tanto, se pone de inmediato a cubierto. Deja caer su poncho al suelo, o lo cuel­ga de una rama, como señuelo, y luego se esconde y espera a ver qué hace la pieza.

"Así pues, en presencia del venado mágico no me porté como ninguno de los dos. Rápidamente me paré de cabeza y me puse a llorar bajito; derramé lágrimas de verdad, y sollocé tanto tiempo que esta­ba a punto de desmayarme. De pronto sentí un aire­cito suave; algo me estaba husmeando el cabello atrás de la oreja derecha. Traté de voltear la cabeza para ver qué era, y me caí al suelo y me senté a tiempo de ver una criatura radiante que me miraba. El ve­nado me veía y yo le dije que no le haría daño. Y el venado me habló."

Don Juan se detuvo y me miró. Sonreí involunta­riamente. La idea de un venado parlante era entera­mente increíble, por decir lo menos.

-Me habló -dijo don Juan sonriendo.

-¿El venado habló?

-Eso mismo.

Don Juan se puso en pie y recogió el bulto de sus arreos de caza.

-¿De veras habló? -pregunté en tono de perple­jidad.

Don Juan echó a reír.

-¿Qué dijo? -pregunté, medio en guasa.

Pensé que me estaba embromando. Don Juan que­dó callado un momento, como si intentara recordar; luego, con ojos brillantes, me dijo las palabras del venado.

-El venado mágico dijo: "¿Qué tal, amigo? -pro­siguió don Juan-. Y yo respondí: "Qué tal". En­tonces me preguntó: "¿Por qué lloras?" y yo le dije: "Porque estoy triste". Entonces, la criatura mágica se acercó a mi oído y dijo, tan clarito como estoy hablando ahora: "No estés triste".

Don Juan me miró a los ojos. Tenía un resplan­dor de malicia pura. Empezó a reír a carcajadas.

Dije que su diálogo con el venado había sido algo tonto.

¿Qué esperabas? -preguntó, riendo aún-. Soy indio.

Su sentido del humor era tan extraño que no pude hacer más que reír con él.

-No crees que un venado mágico hable, ¿verdad?

-Lo siento mucho, pero no puedo creer que ocu­rran cosas así -dije.

-No te culpo -repuso, confortante-. De veras que está del carajo.

 

IX. LA ÚLTIMA BATALLA SOBRE LA TIERRA

 

Lunes, julio 24, 1961

 

A MEDIA tarde, tras horas de recorrer el desierto, don Juan eligió un sitio para descansar, en un espacio sombreado. Apenas tomamos asiento empezó a ha­blar. Dijo que yo había aprendido mucho de cace­ría, pero no había cambiado tanto como él quisiera.

-No basta con saber hacer y colocar trampas -dijo-. Un cazador debe vivir como cazador para sacar lo máximo de su vida. Por desdicha, los cam­bios son difíciles y ocurren muy despacio; a veces un hombre tarda años en convencerse de la necesidad de cambiar. Yo tardé años, pero a lo mejor no tenía facilidad para la caza. Creo que para mí lo más di­fícil fue querer realmente cambiar.

Le aseguré que comprendía la cuestión. De hecho, desde que había empezado a enseñarme a cazar, yo mismo empecé a revaluar mis acciones. Acaso el des­cubrimiento más dramático fue que me agradaban los modos de don Juan. Me simpatizaba como perso­na. Había cierta solidez en su comportamiento; su forma de conducirse no dejaba duda alguna acerca de su dominio, y sin embargo jamás había ejercido su ventaja para exigirme nada. Su interés en cam­biar mi forma de vivir era, sentía yo, semejante a una sugerencia impersonal, o quizá a un comentario autoritario sobre mis fracasos. Me había hecho co­brar aguda conciencia de mis fallas, pero yo no veía en qué forma su línea de conducta podría remediar nada en mí. Creía sinceramente que, a la luz de lo que yo deseaba hacer en la vida, sus modos sólo me habrían producido sufrimiento y penalidades, de aquí el callejón sin salida. Sin embargo, había aprendido a respetar su dominio, que siempre se expresaba en términos de belleza y precisión.

-He decidido cambiar mis tácticas -dijo.

Le pedí explicar; su frase era vaga y yo no estaba seguro de si se refería a mí.

-Un buen cazador cambia de proceder tan a me­nudo como lo necesita -respondió-. Tú lo sabes.

-¿Qué tiene usted en mente, don Juan?

-Un cazador no sólo debe conocer los hábitos de su presa; también debe saber que en esta tierra hay poderes que guían a los hombres y los animales y todo lo que vive.

Dejó de hablar. Esperé, pero parecía haber llega­do al final de lo que quería decir.

-¿De qué clase de poderes habla usted? -pregun­té tras una larga pausa.

-De poderes que guían nuestra vida y nuestra muerte.

Don Juan calló; al parecer tenía tremendas difi­cultades para decidir qué cosa decir. Se frotó las manos y sacudió la cabeza, hinchando las quijadas. Dos veces me hizo seña de guardar silencio cuando yo empezaba a pedirle explicar sus crípticas declara­ciones.

-No vas a poder frenarte fácilmente -dijo por fin-. Sé que eres terco, pero eso no importa. Mien­tras más terco seas, mejor será cuando al fin logres cambiarte.

-Estoy haciendo lo posible -dije.

-No. No estoy de acuerdo. No estás haciendo lo posible. Nada más dices eso porque te suena bien; de hecho, has estado diciendo lo mismo acerca de todo cuanto haces. Llevas años haciendo lo posible, sin que sirva de nada. Algo hay que hacer para re­mediar eso.

Como de costumbre, me sentí impulsado a defen­derme. Don Juan parecía atacar, por sistema, mis puntos más débiles. Recordé entonces que cada in­tento por defenderme de sus críticas había desem­bocado en el ridículo, y me detuve a la mitad de un largo discurso explicativo.

Don Juan me examinó con curiosidad y rió. Dijo, en tono muy bondadoso, que ya me había dicho que todos somos unos tontos. Yo no era la excepción.

-Siempre te sientes obligado a explicar tus actos, como si fueras el único hombre que se equivoca en la tierra -dijo-. Es tu viejo sentimiento de impor­tancia. Tienes demasiada; también tienes demasiada historia personal. Por otra parte, no te haces respon­sable de tus actos; no usas tu muerte como consejera y, sobre todo, eres demasiado accesible. En otras pa­labras, tu vida sigue siendo el desmadre que era cuan­do te conocí.

De nuevo tuve un genuino empellón de orgullo y quise rebatir sus palabras. Él me hizo seña de callar.

-Hay que hacerse responsable de estar en un mundo extraño -dijo-. Estamos en un mundo ex­traño, has de saber.

Moví la cabeza en sentido afirmativo.

-No estamos hablando de lo mismo -dijo él-. Para ti el mundo es extraño porque cuando no te aburre estás enemistado con él. Para mí el mundo es extraño porque es estupendo, pavoroso, misterio­so, impenetrable; mi interés ha sido convencerte de que debes hacerte responsable por estar aquí, en este maravilloso mundo, en este maravilloso desierto, en este maravilloso tiempo. Quise convencerte de que debes aprender a hacer que cada acto cuente, pues vas a estar aquí sólo un rato corto, de hecho, muy cor­to para presenciar todas las maravillas que existen.

Insistí que aburrirse con el mundo o enemistarse con él era la condición humana.

-Pues cámbiala -repuso con sequedad-. Si no respondes al reto, igual te valdría estar muerto.

Me instó a nombrar un asunto, un elemento de mi vida que hubiera ocupado todos mis pensamien­tos. Dije que el arte. Siempre quise ser artista y du­rante años me dediqué a ello. Todavía conservaba el doloroso recuerdo de mi fracaso.

-Nunca has aceptado la responsabilidad de estar en este mundo impenetrable -dijo en tono acusa­dor-. Por eso nunca fuiste artista, y quizá nunca seas cazador.

-Hago lo mejor que puedo, don Juan.

-No. No sabes lo que puedes.

-Hago cuanto puedo.

-Te equivocas otra vez. Puedes hacer más. Hay una cosa sencilla que anda mal contigo: crees tener mucho tiempo.

 Hizo una pausa y me miró como aguardando mi reacción.

-Crees tener mucho tiempo -repitió.

-¿Mucho tiempo para qué, don Juan?

-Crees que tu vida va a durar para siempre.

-No. No lo creo.

-Entonces, si no crees que tu vida va a durar para siempre, ¿qué cosa esperas? ¿Por qué titubeas en cambiar?

-¿Se le ha ocurrido alguna vez, don Juan, que a lo mejor no quiero cambiar?

-Sí, se me ha ocurrido. Yo tampoco quería cam­biar, igual que tú. Sin embargo, no me gustaba mi vida; estaba cansado de ella, igual que tú. Ahora no me alcanza la que tengo.

Afirmé con vehemencia que su insistente deseo de cambiar mi forma de vida era atemorizante y arbitra­rio. Dije que en cierto nivel estaba de acuerdo, pero el mero hecho de que él fuera siempre el amo que decidía las cosas me hacía la situación insostenible.

-No tienes tiempo para esta explosión, idiota -dijo con tono severo-. Esto, lo que estás haciendo ahora, puede ser tu último acto sobre la tierra. Pue­de muy bien ser tu última batalla. No hay poder capaz de garantizar que vayas a vivir un minuto más.

-Ya lo sé -dije con ira contenida.

-No. No lo sabes. Si lo supieras, serías un ca­zador.

Repuse que tenía conciencia de mi muerte inmi­nente, pero que era inútil hablar o pensar acerca de ella, pues nada podía yo hacer para evitarla. Don Juan río y me comparó con un cómico que atraviesa mecánicamente su número rutinario.

 -Si ésta fuera tu última batalla sobre la tierra, yo diría que eres un idiota -dijo calmadamente-. Es­tas desperdiciando en una tontería tu acto sobre la tierra.

Estuvimos callados un momento. Mis pensamien­tos se desbordaban. Don Juan tenía razón, desde luego.

-No tienes tiempo, amigo mío, no tienes tiempo. Ninguno de nosotros tiene tiempo -dijo.

-Estoy de acuerdo, don Juan, pero...

-No me des la razón por las puras -tronó-. En vez de estar de acuerdo tan fácilmente, debes actuar. Acepta el reto. Cambia.

-¿Así no más? .

-Como lo oyes. El cambio del que hablo nunca sucede por grados; ocurre de golpe. Y tú no te estás preparando para ese acto repentino que producirá un cambio total.

Me pareció que expresaba una contradicción. Le expliqué que, si me estaba preparando para el cam­bio, sin duda estaba cambiando en forma gradual.

-No has cambiado en nada -repuso-. Por eso crees estar cambiando poco a poco. Pero a lo mejor un día de éstos te sorprendes cambiando de repente y sin una sola advertencia. Yo sé que así es la cosa, y por eso no pierdo de vista mi interés en convencerte.

No pude persistir en mi argumentación. No estaba seguro de qué deseaba decir realmente. Tras una corta pausa, don Juan reanudó sus explicaciones.

-Quizás haya que decirlo de otra manera -dijo-. Lo que te recomiendo que hagas es notar que no te­nemos ninguna seguridad de que nuestras vidas van a seguir indefinidamente. Acabo de decir que el cambio llega de pronto, sin anunciar, y lo mismo la muerte. ¿Qué crees que podamos hacer?

Pensé que la pregunta era retórica, pero él hizo un gesto con las cejas instándome a responder.

-Vivir lo más felices que podamos -dije.

-¡Correcto! ¿Pero conoces a alguien que viva feliz?

Mi primer impulso fue decir que sí; pensé que po­día usar como ejemplos a varias personas que cono­cía. Pero al pensarlo mejor supe que mi esfuerzo sería sólo un hueco intento de exculparme.

-No -dije-. En verdad no.

-Yo sí -dijo don Juan-. Hay algunas personas que tienen mucho cuidado con la naturaleza de sus actos. Su felicidad es actuar con el conocimiento pleno de que no tienen tiempo; así, sus actos tienen un poder peculiar; sus actos tienen un sentido de...

Parecían faltarle las palabras. Se rascó las sienes y sonrió. Luego, de pronto, se puso de pie como si nuestra conversación hubiera concluido. Le supliqué terminar lo que me estaba diciendo. Volvió a sentarse y frunció los labios.

Los actos tienen poder -dijo-. Sobre todo cuan­do la persona que actúa sabe que esos actos son su última batalla. Hay una extraña felicidad ardiente en actuar con el pleno conocimiento de que lo que uno está haciendo puede muy bien ser su último acto sobre la tierra. Te recomiendo meditar en tu vida y contemplar tus actos bajo esa luz.

-Yo no estaba de acuerdo. Para mí, la felicidad consistía en suponer que había una continuidad in­herente a mis actos y que yo podría seguir haciendo, a voluntad, cualquier cosa que estuviera haciendo en ese momento, especialmente si la disfrutaba. Le dije que mi desacuerdo, lejos de ser banal, brotaba de la convicción de que el mundo y yo mismo poseíamos una continuidad determinable.

Don Juan pareció divertirse con mis esfuerzos por lograr coherencia. Rió, meneó la cabeza, se rascó el cabello, y finalmente, cuando hablé de una "conti­nuidad determinable", tiró su sombrero al suelo y lo pisoteó.

Terminé riendo de sus payasadas.

-No tienes tiempo, amigo mío -dijo él-. Ésa es la desgracia de los seres humanos. Ninguno de nos­otros tiene tiempo suficiente, y tu continuidad no tiene sentido en este mundo de pavor y misterio.

"Tu continuidad sólo te hace tímido. Tus actos no pueden de ninguna manera tener el gusto, el po­der, la fuerza irresistible de los actos realizados por un hombre que sabe que está librando su última ba­talla sobre la tierra. En otras palabras, tu continui­dad no te hace feliz ni poderoso."

Admití mi temor de pensar en que iba a morir, y lo acusé de provocarme una gran aprensión con sus constantes referencias a la muerte.

-Pero todos vamos a morir -dijo.

Señaló unos cerros en la distancia.

-Hay algo allí que me está esperando, de seguro; y voy a reunirme con ello, también de seguro. Pero a lo mejor tú eres distinto y la muerte no te está es­perando en ningún lado.

Rió de gesto de desesperanza.

-No quiero pensar en eso, don Juan.

-¿Por qué no?

-No tiene caso. Si está allí esperándome, ¿para qué preocuparme por ella?

-Yo no dije que te preocuparas por ella.

-¿Entonces qué hago?

Usarla. Pon tu atención en el lazo que te une con tu muerte, sin remordimiento ni tristeza ni pre­ocupación. Pon tu atención en el hecho de que no tienes tiempo, y deja que tus actos fluyan de acuerdo con eso. Que cada uno de tus actos sea tu última batalla sobre la tierra. Sólo bajo tales condiciones tendrán tus actos el poder que les corresponde. De otro modo serán, mientras vivas, los actos de un hom­bre tímido.

-¿Es tan terrible ser tímido?

-No. No lo es si vas a ser inmortal, pero si vas a morir no hay tiempo para la timidez, sencillamente porque la timidez te hace agarrarte de algo que sólo existe en tus pensamientos. Te apacigua mientras todo está en calma, pero luego el mundo de pavor y misterio abre la boca para ti, como la abrirá para cada uno de nosotros, y entonces te das cuenta de que tus caminos seguros nada tenían de seguro. La timidez nos impide examinar y aprovechar nuestra suerte como hombres.

-No es natural vivir con la idea constante de nuestra muerte, don Juan.

-Nuestra muerte espera, y este mismo acto que estamos realizando ahora puede muy bien ser nuestra última batalla sobre la tierra -respondió en tono solemne-. La llamo batalla porque es una lucha. La mayoría de la gente pasa de acto a acto sin luchar ni pensar. Un cazador, al contrario, evalúa cada acto; y como tiene un conocimiento íntimo de su muerte, procede con juicio, como si cada acto fuera su última batalla. Sólo un imbécil dejaría de notar la ventaja que un cazador tiene sobre sus semejantes. Un cazador da a su última batalla el respeto que me­rece. Es natural que su último acto sobre la tierra sea lo mejor de sí mismo. Así es placentero. Le quita el filo al temor.

-Tiene usted razón -concedí-. Sólo que es difí­cil de aceptar.

-Tardarás años en convencerte, y luego tardarás años en actuar como corresponde. Ojalá te quede tiempo.

-Me asusta que diga usted eso -dije.

Don Juan me examinó con una expresión grave en el rostro.

-Ya te dije: éste es un mundo extraño -dijo-. Las fuerzas que guían a los hombres son imprevisi­bles, pavorosas, pero su esplendor es digno de verse.

Dejó de hablar y me miró de nuevo. Parecía estar a punto de revelarme algo, pero se contuvo y sonrió.

-¿Hay algo que nos guía? -pregunté.

-Seguro. Hay poderes que nos guían.

-¿Puede usted describirlos?

-En realidad no; sólo llamarlos fuerzas, espíritus, aires, vientos o cualquier cosa por el estilo.

Quise seguir interrogándolo, pero antes de que pu­diera formular otra pregunta él se puso en pie. Me le quedé viendo, atónito. Se había levantado en un solo movimiento; su cuerpo, simplemente, se estiró hacia arriba y quedó de pie.

Me hallaba meditando todavía en la insólita peri­cia necesaria para moverse con tal rapidez, cuando él me dijo, en seca voz de mando, que rastreara un co­nejo, lo atrapara, lo matara, lo desollase, y asara la carne antes del crepúsculo.

Miró el cielo y dijo que tal vez me alcanzara el tiempo.

Puse automáticamente manos a la obra, siguiendo el procedimiento usado veintenas de veces. Don Juan caminaba a mi lado y seguía mis movimientos con una mirada escudriñadora. Yo estaba muy calmado y me movía cuidadosamente, y no tuve ninguna difi­cultad en atrapar un conejo macho.

-Ahora mátalo -dijo don Juan secamente.

Metí la mano en la trampa para agarrar al conejo. Lo tenía asido de las orejas y lo estaba sacando cuan­do me invadió una súbita sensación de terror. Por primera vez desde que don Juan había iniciado sus lecciones de caza, se me ocurrió que nunca me había enseñado a matar animales. En las numerosas oca­siones que habíamos recorrido el desierto, él mismo sólo había matado un conejo, dos perdices y una víbora de cascabel.

Solté el conejo y miré a don Juan.

-No puedo matarlo -dije.

-¿Por qué no?

-Nunca lo he hecho.

-Pero has matado cientos de aves y otros ani­males.

-Con un rifle, no a mano limpia.

-¿Qué importancia tiene? El tiempo de este conejo se acabó.

El tono de don Juan me produjo un sobresalto; era tan autoritario, tan seguro, que no dejó en mi mente la menor duda: él sabía que el tiempo del conejo había terminado.

-¡Mátalo! -ordenó con ferocidad en la mirada.

-No puedo.

Me gritó que el conejo tenía que morir. Dijo que sus correrías por aquel hermoso desierto habían lle­gado a su fin. No tenía caso perder tiempo, porque el poder o espíritu que guía a los conejos había lle­vado a ése a mi trampa, justo al filo del crepúsculo.

Una serie de ideas y sentimientos confusos se apo­deró de mí, como si los sentimientos hubieran estado allí esperándome. Sentí con torturante claridad la tragedia del conejo: haber caído en mi trampa. En cuestión de segundos mi mente recorrió los momen­tos decisivos de mi propia vida, las muchas veces que yo mismo había sido el conejo.

Lo miré y el conejo me miró. Se había arrincona­do contra un lado de la jaula; estaba casi enroscado, muy callado e inmóvil. Cambiamos una mirada sombría, y esta mirada, que supuse de silenciosa des­esperanza, selló una identificación competa por par­te mía.

-Al carajo -dije en voz alta-. No voy a matar nada. Ese conejo queda libre.

Una profunda emoción me estremecía. Mis brazos temblaban al tratar de asir al conejo por las orejas; se movió aprisa y fallé. Hice un nuevo intento y volví a errar. Me desesperé. Al borde de la náusea, patee rápidamente la trampa para romperla y liberar al conejo. La jaula resultó insospechadamente fuerte y no se quebró como yo esperaba. Mi desesperación creció convirtiéndose en una angustia insoportable. Usando toda mi fuerza, pisotee la esquina de la jaula con el pie derecho. Las varas crujieron con estruen­do. Saqué el conejo. Tuve un alivio momentáneo, hecho trizas al instante siguiente. El conejo colgaba inerte de mi mano. Estaba muerto.

No supe qué hacer. Quise descubrir el motivo de su muerte. Me volví hacia don Juan. Él me miraba. Un sentimiento de terror atravesó mi cuerpo en es­calofrío.

Me senté junto a unas rocas. Tenía una jaqueca terrible. Don Juan me puso la mano en la cabeza y me susurró al oído que debía desollar y asar al conejo antes de terminado el crepúsculo.

Sentía náuseas. Él me habló con mucha paciencia, como dirigiéndose a un niño. Dijo que los poderes que guían a los hombres y a los animales habían lle­vado hacia mí ese conejo, en la misma forma, en que me llevarán a mi propia muerte. Dijo que la muerte del conejo era un regalo para mí, exactamente como mi propia muerte será un regalo para algo o alguien más.

Me hallaba mareado. Los sencillos eventos de ese día me habían quebrantado. Intenté pensar que no era sino un conejo; sin embargo, no podía sacudir­me la misteriosa identificación que había tenido con él.

Don Juan dijo que yo necesitaba comer de su car­ne, aunque fuera sólo un bocado, para validar mi ha­llazgo.

-No puedo hacerlo -protesté débilmente.

-Somos basuras en manos de esas fuerzas -me dijo, brusco-. Conque deja de darte importancia y usa este regalo como se debe.

Recogí el conejo; estaba caliente.

Don Juan se inclinó para susurrarme al oído:

-Tu trampa fue su última batalla sobre la tierra. Te lo dije: ya no tenía más tiempo para corretear por este maravilloso desierto.


X. HACERSE ACCESIBLE AL PODER

 

Jueves, agosto 17, 1961

 

APENAS bajé del coche, me quejé con don Juan de no sentirme bien.

-Siéntate, siéntate -dijo suavemente, y casi me llevó de la mano a su pórtico. Sonrió y me palmeó la espalda.

Dos semanas antes, el 4 de agosto, don Juan, como había dicho, cambió de táctica conmigo y me permi­tió ingerir unos botones de peyote. Durante la parte álgida de mi experiencia alucinatoria, jugué con un perro que vivía en la casa donde la sesión tuvo lu­gar. Don Juan interpretó mi interacción con el perro como un evento muy especial. Aseveró que en mo­mentos de poder como el que yo viví entonces, el mundo de los asuntos ordinarios no existía y nada podía darse por hecho; que el perro no era en reali­dad un perro sino la encarnación de Mescalito, el poder o deidad contenido en el peyote.

Los efectos posteriores de aquella experiencia fue­ron un sentido general de fatiga y melancolía, así como la incidencia de sueños y pesadillas excepcional­mente vívidos.

-¿Dónde está tu equipo de escribir? -preguntó don Juan cuando tomé asiento en el pórtico.

Yo había dejado mis cuadernos en el coche. Don Juan fue y sacó con cuidado mi portafolio y lo trajo a mi lado.

Preguntó si al caminar solía llevar mi portafolio. Dije que sí.

-Eso es una locura -repuso-. Te he dicho que cuando camines no lleves nada en las manos. Con­sigue una mochila.

Reí. La idea de llevar mis notas en una mochila era absurda. Le dije que por lo común usaba traje, y que una mochila sobre un traje de tres piezas ofre­cería un espectáculo risible.

-Ponte el saco encima de la mochila -dijo él-. Mejor que la gente te crea jorobado, y no que te arruines el cuerpo cargando todo esto.

Me instó a sacar mi libreta y escribir. Parecía es­forzarse deliberadamente por ponerme a mis anchas.

Volví a quejarme de la sensación de incomodidad física y el extraño sentimiento de desdicha que expe­rimentaba. Don Juan río y dijo:

-Estás empezando a aprender.

Tuvimos entonces una larga conversación. Dijo que Mescalito, al permitirme jugar con él, me había señalado como un "escogido" y que don Juan, aun­que el oráculo lo desconcertaba porque yo no era in­dio, iba a pasarme ciertos conocimientos secretos. Dijo que él mismo había tenido un "benefactor" que le enseñó a convertirse en "hombre de conocimiento".

Sentí que algo terrible estaba a punto de ocurrir. La revelación de que yo era su escogido, junto con la indudable rareza de sus modos y el efecto devastador que el peyote había tenido sobre mí, creaban un es­tado de aprensión e indecisión insoportables. Pero don Juan desechó mis sentimientos, recomendándome pensar únicamente en la maravilla de Mescalito ju­gando conmigo.

-No pienses en nada más -dijo-. El resto te lle­gará solo.

Se puso en pie y me dio palmaditas en la cabeza y dijo con voz muy suave:

-Te voy a enseñar a hacerte guerrero del mismo modo que te he enseñado a cazar. Pero te hago la ad­vertencia de que aprender a cazar no te ha hecho ca­zador, ni el aprender a ser guerrero te hará guerrero.

Experimenté un sentimiento de frustración, una desazón física que bordeaba en la angustia. Me quejé de los vívidos sueños y pesadillas que tenía. Don Juan pareció deliberar un momento y volvió asentarse.

-Son sueños raros -dije.

-Siempre has tenido sueños raros -replicó.

-Le digo, esta vez son de veras más raros que cua­lesquiera que haya tenido.

-No te preocupes. Sólo son sueños. Como los sue­ños de cualquier soñador común y corriente, no tie­nen poder. Conque ¿de qué sirve preocuparse por ellos o hablar de ellos?

-Me molestan, don Juan. ¿No hay algo que pue­da yo hacer para detenerlos?

-Nada. Déjalos pasar -dijo-. Ya es tiempo de que te hagas accesible al poder, y vas a comenzar abordando el soñar.

El tono con que dijo "soñar" me hizo pensar que usaba la palabra en un sentido muy particular. Me­ditaba una pregunta pertinente cuando él habló de nuevo.

-Nunca te he dicho del soñar, porque hasta aho­ra sólo me proponía enseñarte a ser cazador -dijo-. Un cazador no se ocupa de manipular poder; por eso sus sueños son sólo sueños. Pueden calarle hondo, pero no son soñar.

"Un guerrero, en cambio, busca poder, y una de las avenidas al poder es el soñar. Puedes decir que la di­ferencia entre un cazador y un guerrero es que el gue­rrero va camino al poder, mientras el cazador no sabe nada de él, o muy poco."

"La decisión de quién puede ser guerrero y quién puede ser sólo cazador, no depende de nosotros. Esa decisión está en el reino de los poderes que guían a los hombres. Por eso tu juego con Mescalito fue una señal tan importante. Esas fuerzas te guiaron a mí; te llevaron a aquella terminal de autobuses, ¿recuer­das? Un payaso te llevó a donde yo estaba. Un au­gurio perfecto: un payaso dándome la señal. Así, te enseñé a ser cazador, y luego la otra señal perfecta: Mescalito en persona jugando contigo. ¿Ves a qué me refiero?"

Su extraña lógica me avasallaba. Sus palabras crea­ban visiones en las que yo sucumbía a algo tremendo y desconocido, algo que yo no buscaba y cuya existen­cia no había concebido ni en mis fantasías más des­bordantes.

-¿Qué propone usted que haga? -pregunté.

-Hacerte accesible al poder; abordar tus sueños -repuso-. Los llamas sueños porque no tienes po­der. Un guerrero, siendo un hombre que busca poder, no los llama sueños, los llama realidades.

-¿Quiere usted decir que el guerrero toma sus sue­ños como si fueran realidad?

-No toma nada como si fuera ninguna otra cosa. Lo que tú llamas sueños son realidades para un guerrero. Debes entender que un guerrero no es ningún tonto. Un guerrero es un cazador inmaculado que anda a caza de poder; no está borracho, ni loco, y no tiene tiempo ni humor para fanfarronear, ni para mentirse a sí mismo, ni para equivocarse en la jugada. La apuesta es demasiado alta. Lo que pone en la mesa es su vida dura y ordenada, que tanto tiempo le llevó perfeccionar. No va a desperdiciar todo eso por un estúpido error de cálculo, o por tomar una cosa por lo que no es.

"El soñar es real para un guerrero porque allí puede actuar con deliberación, puede escoger y rechazar; puede elegir, entre una variedad de cosas, aquellas que llevan al poder, y luego puede manejarlas y usarlas, mientras que en un sueño común y corriente no puede actuar con deliberación."

-¿Quiere usted decir entonces, don Juan, que el soñar es real?

-Claro que es real.

-¿Tan real como lo que estamos haciendo ahora?

-Si se trata de hacer comparaciones, yo diría que a lo mejor es más real. En el soñar tienes poder; puedes cambiar las cosas; puedes descubrir incontables hechos ocultos; puedes controlar lo que quieras.

Las premisas de don Juan siempre me resultaban atractivas a cierto nivel. Yo comprendía fácilmente su gusto por la idea de que uno podía hacer cualquier cosa en los sueños, pero no me era posible tomarlo en serio. El salto era demasiado grande.

Nos miramos un momento. Sus aseveraciones eran locas, y sin embargo, hasta donde yo sabía, él era uno de los hombres más cuerdos que yo había conocido.

Le dije que no podía creerlo capaz de tomar sus sueños por realidades. Él río chasqueando la lengua, como si conociese la magnitud de mi posición insos­tenible; luego se levantó sin decir palabra y entró en la casa.

Quedé sentado largo rato, en un estado de estupor, hasta que don Juan me llamó a la parte trasera de su casa. Había preparado atole de maíz, y me dio un cuenco.

Le pregunté por las horas de vigilia. Quería saber si daba a ese tiempo un nombre en particular. Pero él no comprendió o no quiso responder.

-¿Cómo llama usted a lo que estamos haciendo ahora? -pregunté, queriendo decir que lo que está­bamos haciendo era realidad, en contraposición con los sueños.

-Yo lo llamo comer -dijo, conteniendo la risa.

-Yo lo llamo realidad -dije-. Porque nuestro comer está verdaderamente teniendo lugar.

-El soñar también tiene lugar -repuso con una risita-. Y lo mismo el cazar, el caminar, el reír.

No insistí en la discusión, a pesar de que ni estirán­dome más allá de mis limites me era posible aceptar su planteamiento. Él parecía deleitarse con mi desesperación.

Apenas terminamos de comer, dijo como al acaso que íbamos a salir de excursión, pero no recorrería­mos el desierto como habíamos hecho antes.

-Esta vez será distinto -dijo-. De ahora en ade­lante vamos a ir a sitios de poder; vas a aprender a ponerte al alcance del poder.

Expresé nuevamente mi conflicto. Dije no estar ca­lificado para tal empresa.

-Vamos, te estás entregando a miedos tontos -dijo él en voz baja, dándome palmadas en la espalda y sonriendo con benevolencia-. He estado alimen­tando tu espíritu de cazador. Te gusta dar vueltas conmigo por este hermoso desierto. Es demasiado tarde para volverte atrás.

Echó a andar para adentrarse en el chaparral. Con la cabeza me hizo gesto de seguirlo. Yo habría podi­do ir a mi coche y marcharme, pero me gustaba an­dar con él por ese hermoso desierto. Me gustaba la sensación, experimentada sólo en su compañía, de que éste era en verdad un mundo tremendo y misterioso, pero bello. Como él decía, me hallaba enganchado.

Don Juan me condujo a los cerros hacia el este. Fue una larga caminata. El día era cálido; sin em­bargo, el calor, que de ordinario me habría parecido insoportable, pasaba desapercibido de alguna manera.

Nos adentramos bastante en una cañada, hasta que don Juan hizo un alto y tomó asiento a la sombra de unos peñascos. Yo saqué de mi mochila unas ga­lletas, pero me dijo que no perdiera mi tiempo en eso.

Dijo que debía sentarme en un sitio prominente. Señaló un peñasco aislado, casi redondo, a tres o cua­tro metros de distancia, y me ayudó a trepar a la cima. Pensé que. también él se sentaría allí, pero es­caló sólo parte del camino para darme unos trozos de carne seca. Me dijo, con una expresión mortal­mente seria, que era carne de poder y debía mascarse muy despacio y no había que mezclarla con otra co­mida. Luego regresó a la zona sombreada y tomó asiento con la espalda contra una roca. Parecía rela­jado, casi soñoliento. Permaneció en la misma postura hasta que hube acabado de comer. Entonces en­derezó la espalda e inclinó la cabeza a la derecha.

 Parecía escuchar con atención. Me miró dos o tres veces, se puso en pie abruptamente y empezó a reco­rrer el entorno con los ojos, como haría un cazador. Automáticamente me congelé en mi sitio; sólo movía los ojos para seguir sus movimientos. Con mucho cuidado se metió detrás de unas rocas, como si espe­rara que llegasen presas al área donde nos hallába­mos. Advertí entonces que estábamos en un recodo redondo, a manera de ensenada en la cañada seca, ro­deado por peñascos de piedra arenisca.

Repentinamente, don Juan dejó la protección de las rocas y me sonrió. Estiró los brazos, bostezó y fue hacia el peñasco donde me encontraba. Relajé mi tensa posición y torné asiento.

-¿Qué pasó? -pregunté en un susurro.

Él me respondió, gritando, que no había por allí nada de qué preocuparse.

Sentí de inmediato una sacudida en el estómago. La respuesta estaba fuera de lugar, y me resultaba inconcebible que hablase a gritos sin tener una razón específica para ello.

Empecé a deslizarme hacia tierra, pero él gritó que debía quedarme allí un rato más.

-¿Qué hace usted? -pregunté.

Sentándose, se ocultó entre dos rocas al pie del pe­ñasco donde yo estaba, y luego dijo, en voz muy alta, que sólo había estado cerciorándose porque le pareció haber oído un ruido.

Pregunté si había oído a algún animal grande. Se llevó la mano a la oreja y gritó que no me oía y que yo debía gritar. a mi vez. Me sentía incómodo voci­ferando, pero él me instó, en voz alta, a hablar fuerte. Grité que quería saber qué ocurría, y él respondió de igual manera que de verdad no había nada por allí. Preguntó si veía yo algo fuera de lo común desde la cima del peñasco. Dije que no, y me pidió descri­birle el terreno hacia el sur.

Conversamos a gritos durante un rato, y luego me hizo seña de bajar. Cuando estuve a su lado, me su­surró al oído que los gritos eran necesarios para dar a conocer nuestra presencia, pues yo tenía que hacer­me accesible al poder de ese ojo de agua específico.

Miré en torno, pero no vi el ojo de agua. Don Juan indicó que estábamos parados sobre él.

-Aquí hay agua -dijo en un susurro- y también poder. Aquí hay un espíritu y tenemos que sonsacar­lo; a lo mejor viene tras de ti.

Quise más información acerca del supuesto espíritu, pero don Juan insistió en el silencio total. Me acon­sejó permanecer absolutamente quieto, sin dejar es­capar un susurro ni hacer el menor movimiento que traicionara nuestra presencia.

Al parecer, le era fácil pasar horas enteras en com­pleta inmovilidad; para mí, sin embargo, resultaba una tortura. Se me durmieron las piernas, la espalda me dolía, y la tensión aumentaba en torno a mi cue­llo y mis hombros. Tenía todo el cuerpo frío e in­sensible. Me hallaba en gran incomodidad cuando don Juan finalmente se puso de pie. Simplemente se incorporó de un salto y me tendió la mano para ayudarme a levantarme.

Al tratar de estirar las piernas, tomé conciencia de la facilidad inconcebible con que don Juan se puso en pie tras horas de inmovilidad. Mis músculos tardaron un buen rato en recobrar la elasticidad necesaria para caminar.

 Don Juan emprendió el regreso a la casa. Cami­naba con extrema lentitud. Marcó un largo de tres pasos como la distancia a la cual yo debía seguirlo. Dio rodeos en torno a la ruta de costumbre y la cruzó cuatro o cinco veces en distintas direcciones; cuando por fin llegamos a su casa, la tarde declinaba.

Traté de interrogarlo sobre los eventos del día. Explicó que hablar era innecesario. Por el momento, debía abstenerse de hacer preguntas hasta que estu­viésemos en un sitio de poder.

Me moría por saber a qué se refería e intenté su­surrar una pregunta, pero él me recordó, con una mirada fría y severa, que hablaba en serio.

Estuvimos horas sentados en su pórtico. Yo traba­jaba en mis notas. De tiempo en tiempo, él me daba un trozo de carne seca; finalmente, la penumbra se adensó demasiado para escribir. Traté de pensar en los acontecimientos del día, pero alguna parte de mí mismo rehusó hacerlo y me quedé dormido.

 

Sábado, agosto 19, 1961

 

Ayer en la mañana, don Juan y yo fuimos al pueblo y desayunamos en una fonda. Él me aconsejó no cam­biar demasiado drásticamente mis hábitos alimen­ticios.

-Tu cuerpo no está acostumbrado a la carne de poder -dijo-. Te enfermarías si no comieras tu comida.

Él mismo comió con gran apetito. Cuando hice una broma al respecto, se limitó a decir:

-A mi cuerpo le gusta todo.

A eso del mediodía regresamos a la cañada. Procedimos a darnos a notar al espíritu por medio de "conversación a viva voz" y de un silencio forzado que duró horas.

Cuando dejamos el lugar, en vez de dirigirse a la casa, don Juan echó a andar en dirección de las mon­tañas. Llegamos primero a unas cuestas suaves, y lue­go trepamos a la cima de unos cerros altos. Allí, eligió un sitio para descansar en el área abierta, sin sombra. Me dijo que debíamos esperar hasta el crepúsculo y que me condujera en la forma más natural posible, lo cual incluía preguntar cuanto quisiera.

-Sé que el espíritu anda por ahí, al acecho -dijo en voz muy baja.

-¿Dónde?

-Ahí, en los matorrales.

-¿Qué clase de espíritu es?

Me miró con expresión intrigada y repuso:

-¿Cuántas clases hay?

Ambos reímos. Yo hacía preguntas por puro ner­viosismo.

-Saldrá a la puesta del sol -dijo-. Nomás te­nemos que esperar.

Permanecí en silencio. Me había quedado sin pre­guntas.

-Ahora es cuando hay que seguir hablando -di­jo-. La voz humana atrae a los espíritus. Hay uno ahí acechando en estos momentos. Nos estamos po­niendo a su alcance, así que sigue hablando.

Experimenté un sentido idiota de vacuidad. No se me ocurría nada que decir. Don Juan rió y me palmeó la espalda.

-Eres todo un caso -dijo-. Cuando tienes que hablar, pierdes la lengua. Anda, dale a las encías.

 Hizo un gesto hilarante de entrechocar las encías, abriendo y cerrando la boca a gran velocidad.

-Hay ciertas cosas de las que sólo hablaremos, de hoy en adelante, en sitios de poder -prosiguió-. Te he traído aquí porque ésta es tu primera prueba. Éste es un sitio de poder, y aquí sólo podemos hablar de poder.

-Yo en realidad no sé lo que es el poder -dije.

-El poder es algo con lo cual un guerrero se las ve -repuso-. Al principio es un asunto increíble, traído a la mala; hasta pensar en el poder es difícil. Eso es lo que te está pasando ahora. Luego, el poder se convierte en cosa seria; uno capaz ni lo tenga, o ni siquiera se dé cuenta cabal de que existe, pero uno sabe que hay algo allí, algo que no se notaba antes. Es en ese entonces que el poder se manifiesta como algo incontrolable que le viene a uno. No me es posible decir cómo viene ni qué es en realidad. No es nada, y sin embargo hace aparecer maravillas de­lante de tus propios ojos. Y finalmente, el poder es algo dentro de uno mismo, algo que controla nuestros actos y a la vez obedece nuestro mandato.

Hubo una corta pausa. Don Juan me preguntó si había entendido. Me sentí ridículo al responder que sí. Él pareció advertir mi desaliento, y chasqueó la lengua.

-Voy a enseñarte aquí mismo el primer paso hacia el poder -dijo como si me estuviera dictando una carta-. Voy a enseñarte cómo arreglar los sueños.

Volvió a mirarme y me preguntó si entendía lo que él quería decir. No lo había comprendido. Me sonaba casi incoherente. Explicó que "arreglar los sueños" significaba tener un dominio conciso y pragmático de la situación general de un sueño, comparable al dominio que uno tiene en el desierto sobre cualquier decisión que uno haga, como la de trepar a un cerro o quedarse en la sombra de una cañada.

-Tienes que empezar haciendo algo muy sencillo -dijo-. Esta noche, en tus sueños, debes mirarte las manos.

Solté la risa. Su tono era tan objetivo que parecía estarme indicando algo común y corriente.

-¿De qué te ríes? -preguntó, sorprendido.

-¿Cómo puedo mirarme las manos en sueños?

-Muy sencillo, enfoca en ellas tus ojos, así.

Inclinó la cabeza hacia adelante y se quedó viendo sus manos, con la boca abierta. El gesto era tan cómi­co que no pude menos que reír.

-En serio, ¿cómo espera usted que haga eso? -pre­gunté.

-Como te dije -respondió, seco-. Claro, puedes mirarte lo que te dé tu chingada gana: los pies, o la panza, o el pito, si quieres. Te dije las manos porque fueron lo que a mí se me hizo más fácil mirar. No pienses que es un chiste. Soñar es igual de serio que ver o morir o cualquier otra cosa en este temible y misterioso mundo, .

"Tómalo como una cosa divertida. Imagina todas las cosas inconcebibles que podrías lograr. Un hom­bre que caza poder no tiene casi ningún límite en su soñar."

Le pedí darme algunas indicaciones o señales más precisas.

-No hay ninguna indicación -dijo. Sólo que te mires las manos.

 -Tiene que haber algo más que usted puede de­cirme -insistí.

Sacudió la cabeza y achicó los ojos, lanzándome vistazos breves.

-Cada uno de nosotros es distinto -dijo por fin-. Lo que tú llamas señales precisas no sería sino lo que yo mismo hice cuando estaba aprendiendo. No somos iguales; ni siquiera nos parecemos un poco.

-Quizá me ayude cualquier cosa que usted diga.

-Sería más sencillo que empezaras a mirarte las manos, y ya.

Parecía estar organizando sus ideas; su cabeza osci­ló de arriba a abajo.

-Cada vez que miras una cosa en tus sueños, esa cosa cambia de forma -dijo tras un largo silencio-. La movida de arreglar los sueños, está claro, no es sólo mirar las cosas, sino mantenerlas a la vista. El soñar es real cuando uno ha logrado poner todo en foco. Entonces no hay diferencia entre lo que haces cuando duermes y lo que haces cuando no estás dor­mido. ¿Ves a qué me refiero?

Confesé que, si bien comprendía lo que me había dicho, era incapaz de aceptar su planteamiento. Hice la observación de que, en un mundo civilizado, nu­merosas personas sufrían ilusiones y no podían dis­tinguir entre los hechos del mundo real y lo que tenía lugar en sus fantasías. Tales personas, dije, eran sin duda enfermos mentales, y mi inquietud crecía siem­pre que don Juan me recomendaba actuar como un loco.

Después de mi larga explicación, don Juan hizo un cómico gesto de desesperanza llevándose las manos a las mejillas y suspirando hondamente.

 -Deja en paz tu mundo civilizado -dijo-. !Dé­jalo! Nadie te pide que te portes como un loco. Ya te lo he dicho: un guerrero necesita ser perfecto para manejar los poderes que caza; ¿cómo puedes concebir que un guerrero no sea capaz de diferenciar las cosas?

"En cambio, tú, amigo mío, que conoces lo que es el mundo real, te perderías y morirías en un instante si tuvieras que depender de tu capacidad para distin­guir qué cosa es real y cuál no."

Evidentemente, yo no había expresado lo que en verdad tenía en mente. Cada vez que protestaba, no hacía más que dar voz a la insoportable frustración de hallarme en una posición insostenible.

-No trato de convertirte en un hombre enfermo y loco -prosiguió don Juan-. Eso puedes hacerlo tú mismo sin ayuda mía. Pero las fuerzas que nos guían te trajeron a mí, y yo me he esforzado por enseñarte a cambiar tus costumbres idiotas y vivir la vida fuerte y clara de un cazador. Luego las fuerzas volvieron a guiarte y me dijeron que debes aprender a vivir la vida impecable de un guerrero. Al parecer no puedes. Pero ¿quién sabe? Somos tan misteriosos y tan temibles como este mundo impenetrable, con­que ¿quién sabe de lo que seas capaz?

Un tono de tristeza se entramaba en la voz de don Juan. Quise disculparme, pero él empezó a ha­blar de nuevo.

-No tienes que mirarte las manos -dijo-. Como ya te dije, escoge cualquier cosa. Pero escógela por anticipado y encuéntrala en tus sueños. Te dije que tus manos porque tus manos siempre estarán allí.

"Cuando empiecen a cambiar de forma, debes apar­tar la vista de ellas y elegir alguna otra cosa, y cuando esa otra cosa empiece a cambiar de forma debes mirarte otra vez las manos. Lleva mucho tiempo per­feccionar esta técnica."

Me había concentrado tanto en escribir que no ha­bía notado que estaba oscureciendo. El sol ya había desaparecido en el horizonte. El cielo estaba nublado y el crepúsculo era inminente. Don Juan se puso en pie y miró de soslayo hacia el sur.

-Vámonos -dijo-. Tenemos que caminar al sur hasta que el espíritu del ojo de agua se manifieste.

Caminamos una media hora. El terreno cambió abruptamente y llegamos a una zona sin arbustos. Había un cerro grande y redondo donde había ardi­do la maleza. Parecía una cabeza calva. Caminamos hacia él. Pensé que don Juan iba a subir la suave la­dera, pero en vez de ello se detuvo y adoptó una postura muy atenta. Su cuerpo pareció haberse con­traído como una sola unidad, y se estremeció por un instante. Luego se relajó de nuevo y quedó en pie, flácido. No pude explicarme cómo se mantenía erecto con los músculos relajados a tal punto.

En ese momento, una racha muy fuerte de viento me sacudió. El cuerpo de don Juan giró en la direc­ción del viento, hacia el oeste. No usó los músculos para dar la vuelta, o al menos no los usó como yo los usaría al girar. Más bien, pareció que lo jalaban des­de afuera. Era como si otra persona le hubiese aco­modado el cuerpo para que pudiera mirar en otra di­rección.

Yo tenía la vista fija en él. Don Juan me miraba con el rabo del ojo. En su rostro había una expresión decidida, resuelta. Todo su ser se hallaba alerta, y yo lo contemplaba maravillado. Jamás me había visto en una situación que requiriese una concentración tan extraña.

De pronto, su cuerpo se estremeció como rociado por un súbito chubasco de agua fría. Experimentó otra sacudida y luego echó a andar como si nada hubiera pasado.

Lo seguí. Flanqueamos el cerro pelado, por el cos­tado oriental, hasta hallarnos en su parte media; allí se detuvo, volviéndose a encarar el oeste.

Desde donde estábamos, la cima del cerro no era tan redonda y lisa como había parecido a distancia. Había una cueva, o un hoyo, cerca de la cumbre. Fijé allí la vista porque don Juan hacía lo mismo. Otra fuerte racha de viento hizo trepar un escalofrío por mi espina dorsal. Don Juan volteó hacia el sur y escudriñó el área con los ojos.

-¡Allí! -dijo en un susurro y señaló un objeto en el suelo.

Esforcé los ojos por ver. Había algo en el suelo, a unos seis metros de distancia. Era café claro y se estremeció mientras lo miraba. Enfoqué allí toda mi atención. El objeto era casi redondo y parecía acurru­cado; de hecho, se veía como un perro hecho bola.

-¿Qué es? susurré a don Juan.

-No sé -respondió, también susurrando, mientras observaba el objeto-. ¿Qué te parece a ti?

Le dije que parecía ser un perro.

-Demasiado grande para perro -aseveró él.

Di unos pasos hacia el objeto, pero don Juan me detuvo con gentileza. Lo examiné de nuevo. Era de­finitivamente algún animal dormido o muerto. Casi podía verle la cabeza; sus orejas sobresalían como las de un lobo. Para entonces, me hallaba seguro de que era un animal acurrucado. Pensé que podía ser un ternero café. Se lo dije a don Juan, en susurro. Él respondió que era demasiado compacto para ternero, y además tenía las orejas picudas.

El animal volvió a estremecerse y entonces noté que estaba vivo. Pude ver que respiraba; sin embargo, no parecía respirar rítmicamente. Los alientos que tornaba eran más bien como temblores irregulares. En ese momento me di cuenta de algo.

-Es un animal que se está muriendo -susurré a don Juan.

-Tienes razón -respondió susurrando-. ¿Pero qué clase de animal?

Yo no podía distinguir sus rasgos específicos. Don ,Juan dio dos pasos cautos en su dirección. Lo seguí. Ya estaba entonces muy oscuro, y tuvimos que dar otros dos pasos para mantener el animal a la vista.

-Cuidado -me susurró don Juan al oído-. Si es un animal moribundo, puede saltarnos encima con sus últimas fuerzas.

El animal, fuera lo que fuese, parecía estar al borde de la muerte; su respiración era irregular, su cuerpo se estremecía espasmódicamente, pero no cambiaba de postura. En determinado momento, sin embargo, un espasmo tremendo lo elevó por encima del suelo. Oí un chillido inhumano y el animal estiró las patas: sus garras eran más que aterradoras, eran repugnan­tes. El animal cayó de lado después de estirar las patas y luego rodó sobre el lomo.

Oí un gruñido formidable y la voz de don Juan que gritaba:

-¡Corre! ¡Corre!

Y eso fue exactamente lo que hice. Corrí hacia la cúspide del cerro con increíble rapidez y agilidad. A medio camino me volví y vi a don Juan parado en el mismo sitio. Me hizo seña de bajar. Descendí co­rriendo la ladera.

-¿Qué pasó? -pregunté, sin aliento.

-Creo que el animal está muerto -dijo.

Avanzamos cautelosamente hacia el animal. Estaba tendido de espaldas. Al acercarme, casi grité de susto. Me di cuenta de que todavía no se hallaba muerto por completo. Su cuerpo temblaba aún. Las patas, estiradas hacia arriba, se sacudían frenéticamente. El animal estaba sin duda en sus últimas boqueadas.

Caminé delante de don Juan. Una nueva sacudida movió el cuerpo del animal y pude ver su cabeza. Me volví hacia don Juan, horrorizado. A juzgar por su cuerpo, el animal era a las claras un mamífero; sin embargo, tenía pico de ave.

Lo miré fijamente, presa de un horror total y absoluto. Mi mente rehusaba creerlo. Me hallaba atontado. Ni siquiera podía articular una palabra. Nunca en toda mi existencia había visto nada de tal naturaleza. Algo inconcebible se hallaba ahí frente a mis propios ojos. Quería que don Juan me expli­cara ese animal increíble, pero sólo pude mascullar incoherencias. Don Juan me miraba. Yo lo miré y miré al animal, y entonces algo dentro de mí arregló el mundo y supe de inmediato qué cosa era el ani­mal. Fui hasta él y lo recogí. Era una rama grande de arbusto. Se había quemado, y posiblemente el viento arrastró basura chamuscada que se atoró en la rama seca dándole la apariencia redonda y abultada de un animal grande. La basura quemada la hacía ver­se café claro en contraste con la vegetación verde.

 Reí de mi estupidez y, excitado, expliqué a don Juan que el viento, al soplar a través de la rama, la había hecho parecer un animal vivo. Pensé que le complacería la forma en que resolví el misterio, pero él dio la media vuelta y empezó a subir al cerró. Lo seguí. Agachándose, entró en la depresión que pare­cía cueva. No era un hoyo, sino una muesca poco profunda en la piedra arenosa.

Don Juan tomó algunas varitas y las usó para ba­rrer la tierra acumulada en el fondo de la depresión.

-Hay que quitar las garrapatas -dijo.

Me hizo seña de tomar asiento y dijo que me pu­siera cómodo porque íbamos a pasar allí la noche.

Empecé a hablar de la rama, pero él me hizo callar.

-Lo que has hecho no es ningún triunfo -dijo-. Desperdiciaste un poder hermoso, un poder que in­fundió vida en aquella rama seca.

Dijo que el triunfo verdadero habría sido dejarme ir en pos del poder hasta que el mundo hubiera ce­sado de existir. No parecía disgustado conmigo ni desilusionado con mi desempeño. Declaró repetidas veces que éste era sólo el principio, que manejar po­der llevaba tiempo. Palmeándome el hombro, dijo en son de broma que ese mismo día, unas horas antes, yo era la persona que conocía qué era real y qué no.

Me sentí apenado. Empecé a pedir disculpas por mi tendencia a estar siempre tan seguro de mis supuestos.

-No importa -dijo él-. Esa rama era un animal verdadero y estaba viva en el momento en que el po­der la tocó. Siendo el poder lo que le daba vida, la movida era, como en el soñar, prolongar su visión. ¿Ves a qué me refiero?

 Quise preguntar otra cosa, pero me calló y dijo que yo debía permanecer en completo silencio, pero despierto, toda la noche, y que él iba a hablar un rato.

Dijo que, como el espíritu conocía su voz, podía aplacarse al oírla y dejarnos en paz. Explicó que la idea de hacerse accesible al poder tenía graves impli­caciones. El poder era una fuerza devastadora que fá­cilmente podía conducir a la muerte, y había que tratarlo con enorme cuidado. Había que ponerse sis­temáticamente al alcance del poder, pero siempre con gran cautela.

Se procedía poniendo en evidencia la presencia propia a través de un despliegue contenido de pala­bras en voz alta o cualquier otro tipo de actividad ruidosa, y luego era obligatorio observar un silencio prolongado y total. Un estallido controlado y una quietud controlada eran la marca de un guerrero. Dijo que, propiamente, yo debía haber sostenido un rato más la visión del monstruo vivo. En forma do­minada, sin perder la razón ni trastornarme de exci­tación o miedo, debí haber pugnado por "parar el mundo". Don Juan señaló que, después de mi carrera cerro arriba, me hallaba en un estado perfecto para "parar el mundo". En tal estado se combinaban el temor, la impotencia, el poder y la muerte; dijo que sería bastante difícil repetir un estado así.

-¿Qué quiere usted decir con "parar el mundo"? -le susurré al oído.

Me lanzó una mirada feroz antes de responder que era una técnica practicada por quienes cazaban poder, una técnica por virtud de la cual el mundo, tal como lo conocemos, se derrumbaba.


XI. EL ÁNIMO DE UN GUERRERO

 

LLEGUÉ a la casa de don Juan el jueves 31 de agosto de 1961 y él, sin darme siquiera tiempo de saludar, metió la cabeza por la ventanilla de mi coche, me son­rió y dijo:

Tienes que manejar un trecho muy largo, a un sitio de poder, y ya casi es mediodía.

Abrió la puerta del coche, se sentó junto a mí en el asiento delantero y me indicó marchar hacia el sur durante unos ciento veinte kilómetros; luego to­mamos hacia el este por un camino de tierra y lo seguimos hasta llegar a las faldas de las montañas. Estacioné el coche a un lado del camino, en una hon­donada que don Juan eligió porque era lo bastante profunda para ocultar el vehículo a la vista. Desde allí fuimos directamente a la cima de los cerros bajos, cruzando un llano vasto y desolado.

Cuando se hizo de noche, don Juan escogió un si­tio para dormir. Exigió silencio completo.

 

A la mañana siguiente comimos frugalmente y con­tinuamos nuestro viaje más o menos hacia el este. La vegetación ya no constaba de matorrales desérticos, sino de densos arbustos y árboles verdes, de montaña.

Al mediar la tarde trepamos a la cima de un gi­gantesco risco de roca conglomerada, como un muro. Don Juan tomó asiento y me hizo seña de imitarlo.

 -Éste es un sitio de poder -dijo tras una pausa momentánea-. Éste es el sitio donde los guerreros se enterraban hace mucho tiempo.

En aquel instante un cuervo voló sobre nuestras cabezas, graznando. Don Juan siguió su vuelo con una mirada fija.

Examiné la roca, y me preguntaba cómo y dónde habrían enterrado a los guerreros cuando don Juan me tocó el hombro.

-Aquí no, idiota -dijo sonriendo-. Allá abajo.

Señaló el campo a nuestros pies, al fondo del risco, hacia el este; explicó que dicho campo estaba rodeado por un corral natural de peñascos. Desde donde me hallaba, vi un área que tendría como cien metros de diámetro y parecía un circulo perfecto. Arbustos es­pesos cubrían su superficie, camuflando los peñascos. Yo no habría notado su redondez perfecta si don Juan no me la hubiera señalado.

Dijo que había montones de sitios así esparcidos en el viejo mundo de los indios. No eran exactamente sitios de poder, como ciertos cerros o formaciones de tierra que eran morada de espíritus, sino más bien sitios de instrucción donde uno podía recibir leccio­nes, resolver dilemas.

Todo lo que tienes que hacer es venir aquí -di­jo-. O pasar la noche en esta roca para poner en orden tus sentimientos.

-¿Vamos a pasar la noche aquí?

-Eso pensaba yo, pero un cuervito acaba de decir­me que no lo hagamos.

Traté de averiguar más sobre el cuervo, pero él me silenció con un ademán impaciente.

-Mira ese círculo de peñascos -dijo-. Grábatelo en la memoria y luego, algún día, un cuervo te lle­vará a otro de estos sitios. Mientras más perfecta sea su redondez, mayor es su poder.

-¿Todavía están sepultados aquí los huesos de los guerreros?

Don Juan hizo un cómico gesto de desconcierto y luego sonrió ampliamente.

-Éste no es un cementerio -dijo-. Nadie está sepultado aquí. Dije que en otro tiempo los guerreros se enterraban aquí. Quise decir que venían a ente­rrarse una noche, o dos días, o el tiempo que nece­sitaran. No decía que aquí estuvieran enterrados hue­sos de muertos. No me interesan los cementerios. No hay poder en ellos. En los huesos de un guerrero sí hay poder, pero nunca están en cementerios. Y en los huesos de un hombre de conocimiento todavía hay más poder, pero sería prácticamente imposible en­contrarlos.

-¿Quién es un hombre de conocimiento, don Juan?

-Cualquier guerrero podría llegar a ser hombre de conocimiento. Como ya te dije, un guerrero es un cazador impecable que caza poder. Si logra cazar, puede ser un hombre de conocimiento.

-¿Qué es lo que usted...?

Detuvo mi pregunta con un ademán. Se puso en pie, me hizo seña de seguirlo y empezó a descender por la empinada ladera oriental del risco. Había una vereda definida en la superficie casi perpendicular, y llevaba al área redonda.

Descendimos lentamente por el peligroso sendero, y al llegar a tierra don Juan, sin detenerse para nada, me guió por el denso chaparral hasta el centro del círculo. Allí utilizó unas gruesas ramas secas para barrer un sitio donde sentarnos. El sitio era también perfectamente redondo.

-Tenía la intención de enterrarte aquí toda la noche -dijo-. Pero ahora sé que todavía no te da. No tienes poder. Nada más voy a enterrarte un ratito.

Me puse muy nervioso con la idea de verme sepul­tado y le pregunté cómo planeaba enterrarme. Rió como un niño travieso y empezó a juntar ramas secas. No me dejó ayudarlo; dijo que me sentara y aguar­dase.

Echó las ramas que juntaba dentro del círculo des­pejado. Luego me hizo acostarme con la cabeza hacia el este, puso mi saco bajo mi cabeza e hizo una jaula en torno a mi cuerpo. La construyó clavando en la tierra suave trozos de ramas, de unos 75 centí­metros de largo; las ramas, terminadas en horquetas, sirvieron de soportes para unos palos largos que die­ron a la jaula un marco y la apariencia de un ataúd abierto. Cerró esa especie de caja colocando ramas pequeñas y hojas sobre las varas largas, encajonán­dome de los hombros para abajo. Dejó mi cabeza fuera, con el saco como almohada.

Luego tomó un trozo grueso de madera seca y, usándolo como coa, aflojó la tierra en torno de mí y cubrió con ella la jaula.

El marco era tan sólido y las hojas estaban tan bien puestas que no entró tierra. Yo podía mover libremente las piernas y, de hecho, entrar y salir, des­lizándome.

Don Juan dijo que por lo común el guerrero cons­truía la jaula y luego se metía en ella y la sellaba desde adentro.

-¿Y los animales? -pregunté-. ¿Pueden rascar la tierra de encima y colarse en la jaula y hacer daño al hombre?

-No, ésa no es preocupación para un guerrero. Es preocupación para ti porque tú no tienes poder. Un guerrero, en cambio, está guiado por su empeño in­flexible y puede alejar cualquier cosa. Ninguna rata, ni serpiente, ni puma podría molestarlo.

-¿Para qué se entierran, don Juan?

-Para recibir instrucción y para ganar poder.

Experimenté un sentimiento extremadamente agra­dable de paz y satisfacción; el mundo en aquel mo­mento parecía en calma. La quietud era exquisita y al mismo tiempo enervante. No me hallaba acostum­brado a ese tipo de silencio. Traté de hablar, pero don Juan me calló. Tras un rato, la tranquilidad del sitio afectó mi estado de ánimo. Me puse a pensar en mi vida y en mi historia personal y experimenté una familiar sensación de tristeza y remordimiento. Dije a don Juan que yo no merecía estar allí, que su mun­do era fuerte y bello y yo era débil, y que mi espíritu había sido deformado por las circunstancias de mi vida.

Él rió y amenazó con cubrirme la cabeza con tierra si seguía hablando en esa vena. Dijo que yo era un hombre. Y como cualquier hombre, merecía todo lo que era la suerte de los hombres: alegría, dolor, tristeza y lucha, y la naturaleza de nuestros actos carecía de importancia siempre y cuando actuáramos como guerreros.

Bajando la voz casi hasta un susurro, dijo que, si en verdad sentía yo que mi espíritu estaba deformado, simplemente debía componerlo -purificarlo, hacer­lo perfecto- porque en toda nuestra vida no había otra tarea más digna de emprenderse. No arreglar el espíritu era buscar la muerte, y eso era igual que no buscar nada, pues la muerte nos iba a alcanzar de cualquier manera.

Hizo una larga pausa y luego dijo, con un tono de profunda convicción:

-Buscar la perfección del espíritu del guerrero es la única tarea digna de nuestra hombría.

Sus palabras actuaron como un catalizador. Sentí el peso de mis acciones pasadas como una carga inso­portable y estorbosa. Admití que no había esperanza para mí. Empecé a llorar, hablando de mi vida. Dije que llevaba tanto tiempo de andar errante que me había encallecido al dolor y a la tristeza, excepto en ciertas ocasiones en las que me daba cuenta de mi soledad y de mi impotencia.

Don Juan no dijo nada. Me tomó por los sobacos y me sacó a rastras de la jaula. Me senté al verme libre. Él también tomó asiento. Un silencio incómodo se ahondó entre nosotros. Pensé que me estaba dan­do tiempo de recobrar la compostura. Tomé mi cua­derno y, por nerviosismo, me puse a garabatear.

-Te sientes como una hoja a merced del viento, ¿no? -dijo al fin, mirándome.

Así me sentía exactamente. Don Juan parecía com­penetrado de mis sentimientos. Dijo que mi estado de ánimo le recordaba una canción y empezó a can­tarla en tono bajo; su voz cantante era muy agrada­ble y la letra me arrebató: "Qué lejos estoy del suelo donde he nacido. Inmensa nostalgia invade mi pensamiento. Al verme tan solo y triste cual hoja al viento, quisiera llorar, quisiera morir de sen­timiento."

 Callamos largo rato. Finalmente, él rompió el si­lencio.

-Desde el día en que naciste, de una forma u otra, alguien te ha estado haciendo algo -dijo.

-Eso es correcto -dije.

-Y te han estado haciendo algo en contra de tu voluntad.

-Cierto.

-Y ahora estás desamparado, cual hoja al viento.

-Correcto. Así es.

Dije que las circunstancias de mi vida habían sido, a veces, devastadoras. Él escuchó con atención, pero no pude saber si sólo lo hacía por amabilidad, o si estaba genuinamente preocupado, hasta que lo sor­prendí tratando de esconder una sonrisa.

-Por mucho que te guste compadecerte a ti mis­mo, tienes que cambiar eso -dijo con voz suave-. No encaja con la vida de un guerrero.

Rió y cantó nuevamente la canción, pero contor­sionando la entonación de ciertas palabras; el resul­tado fue un lamento risible. Señaló que el motivo de que me gustara la canción era que en mi propia vida yo no había hecho sino lamentarme y hallar defectos en todo. No pude discutir con él. Estaba en lo cierto. Sin embargo, yo creía tener motivos suficientes para justificar mi sentimiento de ser como una hoja al viento.

-Lo más difícil en este mundo es adoptar el áni­mo de un guerrero -dijo él-. De nada sirve estar triste y quejarse y sentirse justificado de hacerlo, cre­yendo que alguien nos está siempre haciendo algo. Nadie le está haciendo nada a nadie, mucho menos a un guerrero.

 "Tú estás aquí, conmigo, porque quieres estar aquí. Ya deberías haber asumido la responsabilidad com­pleta, y la idea de que estás a merced del viento de­bería ser inadmisible."

Se puso de pie y empezó a desarmar la jaula. Volvió a poner la tierra en donde la había tomado, y cui­dadosamente esparció las ramas en el chaparral. Luego cubrió con desechos el círculo limpio, dejando el área como si nada la hubiese tocado jamás.

Comenté su eficacia. Dijo que un buen cazador sa­bría que habíamos estado allí por más cuidado que él tuviese, porque las huellas de los hombres no pue­den borrarse por entero.

Tomó asiento con las piernas cruzadas y me indicó sentarme lo más cómodo posible, dando la cara al sitio donde me había enterrado, y quedarme quieto hasta que mi ánimo de tristeza se hubiera disipado.

-Un guerrero se entierra para hallar poder, no para llorar de pena -dijo.

Intenté explicar, pero él me detuvo con un mo­vimiento impaciente de cabeza. Dijo que había tenido que sacarme aprisa de la jaula porque mi ánimo era intolerable y él temió que el sitio resintiese mi debi­lidad y me hiciera daño.

La pena no encaja con el poder -dijo-. El áni­mo de un guerrero implica que el guerrero se con­trola y al mismo tiempo se abandona.

-¿Cómo puede ser? -pregunté-. ¿Cómo se pue­de dominar y abandonar al mismo tiempo?

-Es una técnica difícil -dijo.

Pareció cavilar si debería seguir hablando o no. Dos veces estuvo a punto de decir algo, pero se con­tuvo y sonrió.

 -Todavía no te sobrepones a tu tristeza -dijo-. Todavía te sientes débil y no tiene caso hablar ahora del ánimo de un guerrero.

Casi una hora transcurrió en completo silencio. Luego, don Juan me preguntó de buenas a primeras si había yo logrado aprender las técnicas de "soñar" que él me enseñó. Yo había practicado asiduamente y, tras un esfuerzo monumental, pude obtener cierto grado de control sobre mis sueños. Don Juan tenía mucha razón al decir que los ejercicios podían tomar­se como diversión. Por primera vez en mi vida, espe­raba yo con ansia la hora de dormir.

Le di un detallado reporte de mi progreso.

Aprender a sostener la imagen de mis manos había sido relativamente fácil una vez que aprendía darme la orden de mirarlas. Mis visiones, aunque no siem­pre eran de mis propias manos, duraban un tiempo aparentemente largo, hasta que terminaba por perder el control y sumergirme en sueños comunes, imprevi­sibles. Yo carecía de toda volición con respecto al momento en que me daba la orden de mirar mis manos, o de mirar otros elementos del sueño. Sim­plemente sucedía. En determinado instante recorda­ba que debía mirarme las manos y después ver el entorno. Sin embargo, había noches en las que no tenía memoria de haberlo hecho.

Don Juan pareció satisfecho y quiso saber cuáles eran los elementos habituales que yo había estado hallando en mis visiones. No se me ocurrió alguno en particular, y empecé a elaborar sobre un sueño pesadillesco que había tenido la noche anterior.

-Uy, ya te estás haciendo el loco -dijo con se­quedad.

 Le dije que estaba anotando todos los detalles de mis sueños. Desde que había empezado la práctica de mirarme las manos, mis sueños habían adquirido mucha intensidad y mi capacidad de evocarlos había aumentado hasta el punto de que me era posible recordar detalles minúsculos. Él dijo que fijarse en eso era una pérdida de tiempo, porque los detalles y la vividez no tenían ninguna importancia.

-Los sueños comunes se vuelven muy vívidos ape­nas empiezas a arreglar los sueños -dijo-. Esa vivi­dez y claridad es una barrera formidable, y tú estás peor que cualquiera que yo haya conocido en mi vida. Tienes la peor manía. Escribes todo lo que puedes.

Con toda justeza, yo creía estar haciendo lo ade­cuado. Llevar un recuento meticuloso de mis sueños me daba cierto grado de claridad con respecto a la naturaleza de las visiones que tenía estando dormido.

-¡Déjalo! -dijo él, imperioso-. No sirve de nada. Lo único que estás haciendo es distraerte del propó­sito del soñar, que es el control y el poder.

Se acostó y se cubrió los ojos con el sombrero y habló sin mirarme.

-Voy a recordarte todas las técnicas que debes practicar -dijo-. Primero enfocas la mirada en tus manos, como punto de partida. Luego pasas la mirada a otras cosas y les echas vistazos cortos. Enfoca la mi­rada en tantas cosas como puedas. Recuerda que si sólo miras un momento las imágenes no cambian. Luego regresa a tus manos.

"Cada vez que te miras las manos renuevas el po­der necesario para soñar, conque al principio no mi­res demasiadas cosas. Cuatro cada vez serán suficien­tes. Más adelante, podrás irlas aumentando hasta que cubras todas las que quieras, pero apenas las imáge­nes empiecen a cambiar y sientas que estás perdiendo el dominio, regresa a tus manos.

"Cuando te sientas capaz de mirar las cosas inde­finidamente, estarás listo para una nueva técnica. Te la voy a enseñar ahora, pero no espero que la utilices sino hasta que estés listo."

Estuvo callado unos quince minutos. Por fin se sentó y me miró.

-El siguiente paso para arreglar los sueños es aprender a viajar -dijo-. De la misma forma en que has aprendido a mirarte las manos, puedes mo­verte con la voluntad, ir a cualquier sitio. Primero tienes que determinar a dónde quieres ir. Escoge un lugar bien conocido -puede ser tu escuela, o un par­que, o la casa de un amigo- y luego pon tu voluntad en ir allí.

"Esta técnica es muy difícil. Debes realizar dos ta­reas: debes trasladarte con la voluntad al sitio espe­cífico, y luego, cuando hayas dominado esa técnica, tienes que aprender a controlar el tiempo exacto de tu viaje."

Mientras anotaba sus palabras, sentía hallarme real­mente chiflado. Estaba de hecho anotando aberracio­nes sin sentido, esforzándome al máximo por seguir­las. Experimenté una oleada de remordimiento y ver­güenza.

-¿Qué me está usted haciendo, don Juan? -pre­gunté, sin querer decirlo realmente.

Pareció sorprendido. Me miró un instante y luego sonrió.

-Ya me has preguntado mil veces lo mismo. Yo no te estoy haciendo nada. Tú te estás poniendo al alcance del poder; lo estás cazando y yo nada más te guío.

Inclinó la cabeza hacia un lado y me examinó. Me tomó por la barbilla con una mano y por la nuca con la otra y luego movió mi cabeza hacia adelante y ha­cia atrás. Los músculos de mi cuello estaban muy tensos, y el movimiento redujo la tensión.

Don Juan alzó los ojos al cielo por un momento y pareció observar algo.

-Es hora de irse - dijo secamente y se puso en pie.

Caminamos más o menos hacia el oriente hasta llegar a un bosquecillo de árboles pequeños, en un valle entre dos enormes colinas. Eran casi las cinco de la tarde. Don Juan dijo, en tono casual, que tal vez tuviéramos que pasar la noche en ese lugar. Se­ñaló los árboles y dijo que por ahí había agua.

Tensó el cuerpo y empezó a olfatear el aire como un animal. Pude ver los músculos de su estómago contraerse en espasmos cortos, muy rápidos, mientras él exhalaba e inhalaba por la nariz en veloz sucesión. Me instó a imitarlo y a descubrir por mí mismo dón­de estaba el agua. Hice la prueba, con renuencia. Tras cinco o seis minutos de respirar aprisa me hallaba mareado, pero mi nariz se había despejado en forma extraordinaria y me era posible detectar el olor de sauces de río. Sin embargo, no podía decir dónde estaban.

Don Juan me indicó descansar unos minutos y lue­go me puso a olfatear de nuevo. La segunda ronda fue más intensa. Pude distinguir una bocanada de olor a sauce que llegaba de mi derecha. Nos encami­namos en esa dirección y hallamos, a cosa de medio kilómetro, un sitio pantanoso con agua estancada.

 Rodeándolo, subimos a una meseta plana ligeramente más alta. Encima y en torno de la meseta el chaparral era muy denso.

-Este lugar está lleno de pumas y otros gatos de monte más chicos -dijo don Juan como si tal cosa.

Corrí a su lado y él soltó la risa.

-De plano, yo no vendría por aquí para nada. -dijo-. Pero el cuervo señaló en esta dirección. Debe haber algo especial en este sitio.

-¿Tenemos realmente que estar aquí, don Juan?

-Sí. De lo contrario, evitaría yo este sitio.

Yo me había puesto extremadamente nervioso. Don Juan me dijo que escuchara sus palabras con toda atención.

-Lo único que puede hacerse en este sitio es cazar pumas -prosiguió-. Así que voy a enseñarte eso.

"Hay un modo especial de construir una trampa para las ratas de agua que viven cerca de los ojos de agua. Sirven de cebo. Los lados de la jaula están hechos de modo que se caen, y al caer dejan al des­cubierto púas muy filosas. Las púas no se ven cuando la trampa está puesta, y no afectan nada a menos que algo caiga sobre la jaula; en ese caso los lados se caen y las púas atraviesan lo que haya pegado en la trampa."

Yo no entendía, pero él trazó un diagrama en el suelo y me mostró que, si los soportes verticales de la jaula se colocaban en hoyos cóncavos hechos en el marco a guisa de pivotes, la jaula se desplomaría para un lado o el otro cuando algo empujara su parte superior.

Las púas eran aguzadas astillas puntiagudas de madera dura, que se colocaban en todo el contorno del marco y se aseguraban a él.

Don Juan dijo que, por lo común, se ponía una pesada carga de piedras sobre una red de varas conec­tada a la jaula y colgada encima de ella, a buena altura. Cuando el gato montés llegaba a la trampa cebada con las ratas de agua, generalmente intentaba romperla de un fuerte zarpazo; entonces las púas le atravesaban las patas y el animal, frenético, daba el salto, echándose encima una avalancha de piedras.

-A lo mejor algún día necesitas atrapar un gato montés -dijo don Juan-. Tienen poderes especiales. Son tremendos y muy listos, y la única manera de atraparlos es engañándolos con el dolor y con el aro­ma de los sauces de río.

Con rapidez asombrosa armó una trampa, y tras larga espera capturó tres roedores rechonchos, con aspecto de ardillas.

Me indicó cortar un puñado de mimbres de la orilla del pantano y frotar con ellos mi ropa. Él hizo lo mismo. Luego, con rapidez y habilidad, tejió con juncos dos sencillas redes portadoras, recogió del pan­tano un gran montón de lodo y plantas verdes, y lo llevó a la meseta, donde se ocultó.

Mientras tanto, los roedores habían empezado a chillar a todo volumen.

Don Juan habló desde su escondite para indicarme que usara la otra red, juntara una buena cantidad de plantas y lodo, y trepase a las ramas bajas de un árbol cercano a la jaula donde estaban los roedores.

Don Juan dijo que no quería hacer ningún daño al puma ni a las ratas de agua, de modo que iba a arrojarle lodo al león si éste se acercaba a la trampa.

 Me dijo que estuviese alerta y golpeara al puma con mi bulto de lodo después de que él lo hubiera hecho, para asustarlo. Me recomendó mucho cuidado para no caer del árbol. Sus instrucciones finales fueron permanecer tan quieto que me confundiera con las ramas.

Yo no podía ver dónde estaba don Juan. El chillar de los roedores se hizo extremadamente fuerte. Llegó a estar tan oscuro que apenas me era posible distin­guir la configuración general del terreno. Percibí el súbito sonido cercano de pasos suaves y una exhala­ción felina amortiguada, luego un gruñido muy suave y las ratas de agua cesaron de chillar. En ese mismo instante vi la masa oscura de un animal justamente debajo del árbol donde me encontraba. Incluso antes de que yo pudiera estar seguro de que era un puma, se lanzó contra la trampa, pero no llegó a alcanzarla porque algo lo golpeó y lo hizo recular. Arrojé mi bulto, como don Juan me había dicho. No dio en el blanco, pero hizo mucho ruido. En ese instante don Juan soltó una serie de gritos penetrantes que me produjeron escalofríos, y el puma, con extraordinaria agilidad, saltó a la meseta y desapareció.

Don Juan siguió haciendo un rato los ruidos pe­netrantes y luego me dijo que bajara del árbol, reco­giera la jaula con las ratas de agua, corriera a la meseta y llegara lo más rápido posible a donde él se hallaba.

En un tiempo increíblemente corto me encontré parado junto a don Juan. Me dijo que imitara sus gritos lo mejor posible para tener al gato a distancia mientras él desarmaba la jaula y liberaba a los roe­dores.

 Empecé a gritar, pero no podía producir el mismo efecto. Mi voz estaba ronca a causa de la excitación.

Él dijo que me dejara ir y gritara con verdadero sentimiento, porque el león todavía andaba por ahí. De pronto cobré plena conciencia de la situación. El león era real. Prorrumpí en una magnifica serie de gritos penetrantes.

Don Juan rió a carcajadas.

Me dejó gritar un momento y luego dijo que de­bíamos dejar ese sitio lo antes posible, pues, el puma no era ningún tonto y probablemente estaba en ese momento desandando sus pasos dirigiéndose a donde nos hallábamos.

-De seguro nos va a seguir -dijo-. Por mucho cuidado que tengamos, dejaremos un rastro del ancho de la carretera panamericana.

Caminé muy cerca de don Juan. De vez en cuando él se detenía un instante a escuchar. En determinado momento echó a correr en la oscuridad, y yo lo seguí con las manos extendidas frente a los ojos para pro­tegerme de las ramas.

Por fin llegamos al pie del risco donde estuvimos antes. Don Juan dijo que si lográbamos trepar a la cima sin que el león nos atacara, estaríamos a salvo. Tomó la delantera para mostrarme el camino. Empe­zamos a trepar en la oscuridad. No supe cómo, pero lo seguí con paso firme y certero. Cuando estábamos cerca de la cima oí un peculiar clamor animal. Era casi como el mugido de una vaca, pero un poco más largo y más áspero.

-¡Arriba! ¡Arriba! gritó don Juan.

Trepé velozmente en la oscuridad total, adelantándome a don Juan. Cuando él llegó al remate plano del risco yo ya estaba sentado recuperando el aliento.

Rodó por el suelo. Por un segundo pensé que el esfuerzo había sido demasiado para él, pero en rea­lidad estaba riendo de mi raudo ascenso.

Estuvimos sentados un par de horas en completo silencio y luego emprendimos la marcha hacia el coche.

 

 

Domingo, septiembre 3, 1961

 

Don Juan no estaba en la casa cuando desperté. Tra­bajé en mis notas y tuve tiempo de juntar leña en el chaparral circundante antes de que él regresara. Me hallaba comiendo cuando entró en la casa. Em­pezó a reír de lo que llamaba mi rutina de comer al mediodía, pero tomó de mis emparedados.

Le dije que lo ocurrido con el puma era desconcer­tante para mí. En retrospectiva, parecía enteramente irreal. Era como si todo se hubiera escenificado para mi beneficio. La sucesión de eventos fue tan rápida que no tuve en realidad tiempo de asustarme. Tuve tiempo para actuar, pero no para deliberar sobre mis circunstancias. Al escribir mis notas se planteó la interrogante de si había visto realmente al puma. La alucinación de la rama seca estaba todavía fresca en mi memoria.

-Era un puma -dijo don Juan en tono imperioso.

-¿Era un verdadero animal de carne y hueso?

-Seguro.

Le dije que mis sospechas habían despertado a cau­sa del fácil desarrollo de todo el evento. Era como si el gato hubiera estado allí aguardando y hubiera sido entrenado para hacer exactamente lo que don Juan planeara.

Mi alud de observaciones escépticas no le hizo la menor mella. Se rió de mí.

-Eres un tipo chistoso -dijo-. Tú viste y oíste al gato. Estaba abajito del árbol donde tú estabas. Si no te olfateó y te saltó fue por los mimbres. Matan cualquier otro olor, hasta para los gatos. Tú tenías en los brazos una carga de lodo.

Dije que no era que dudara de él, sino que todo lo ocurrido aquella noche era extremadamente ajeno a los sucesos de mi vida cotidiana. Durante un rato, al escribir mis notas, tuve incluso el sentimiento de que don Juan podía haber hecho el papel de león. Sin embargo, hube de descartar la idea porque yo había visto realmente la silueta oscura de un animal de cuatro patas lanzándose hacia la jaula y luego sal­tando a la meseta.

-¿Por qué te haces tanto lío? -dijo él-. No era más que un gato grande. Ha de haber miles de gatos en esos montes. Gran cosa. Como de costumbre, diri­ges la atención a donde no debes. No importa para nada que fuera un puma o mis calzones. Lo que sen­tías en ese instante era lo que contaba.

En toda mi vida, yo nunca había visto ni oído la ronda de un gran felino salvaje. Al pensar en ello, no podía reponerme del hecho de haber estado a tan poca distancia de uno.

Don Juan escuchó pacientemente mientras yo re­pasaba toda la experiencia.

-¿Por qué tanta reverencia con el gatote? -pre­guntó con expresión inquisitiva-. Has estado cerca de casi todos los animales que viven por aquí y jamás te han impresionado tanto. ¿Te gustan los gatos?

-No.

-Bueno, entonces olvídalo. De cualquier modo, la lección no tenía nada que ver con cazar leones.

-¿Y con qué tenía que ver?

-El cuervito me señaló ese sitio específico, y en ese sitio vi la oportunidad de hacerte entender cómo actúa uno cuando tiene ánimo de guerrero.

"Todo lo que hiciste anoche lo hiciste con un ánimo correcto. Tenías control y a la vez estabas abandonado cuando saltaste del árbol para recoger la jaula y llevármela corriendo. No te paralizó el miedo. Y luego, casi en lo alto del risco, cuando el león soltó un grito, te moviste muy bien. Estoy seguro de que no creerías lo que hiciste si vieras el risco de día. Tenías cierto grado de abandono, y al mismo tiempo cierto grado de control sobre ti mismo. No te soltaste al gra­do de orinarte en los calzones, pero te soltaste y trepaste ese muro en completa oscuridad. Podrías haber dado un paso en falso y matarte. Trepar ese muro en la oscuridad requería que te contuvieras y te soltaras al mismo tiempo. Eso es lo que yo llamo el ánimo de un guerrero."

Dije que cuanto hubiese hecho aquella noche fue el producto de mi miedo, y no el resultado de ningún estado de dominio y abandono.

-Lo sé -dijo, sonriendo-. Y quise enseñarte que te puedes espolear más allá de tus límites si estás en el ánimo correcto. Un guerrero crea su propio ánimo. Tú no lo sabías. El miedo te metió en el ánimo de un guerrero, pero ahora que lo conoces, cualquier cosa puede servir para que te metas en él.

 Quise discutir, pero mis razones no eran claras. Ex­perimentaba una molestia inexplicable.

-Es conveniente actuar siempre con ese ánimo -prosiguió-. Acaba con la idiotez y lo deja a uno purificado. Te sentiste muy bien cuando llegaste a la cima del risco. ¿O no?

Le dije que comprendía lo que me estaba diciendo, pero sentía que sería idiota tratar de aplicar sus ense­ñanzas a mi vicia cotidiana.

-Uno necesita el ánimo de un guerrero para cada uno de sus actos -dijo-. De otro modo uno se en­chueca y se afea. No hay poder en una vida que ca­rece de este ánimo. Mírate tú mismo. Todo te ofende y te inquieta. Chillas y te quejas y sientes que todo el mundo te hace bailar a su son. Eres una hoja a merced del viento. No hay poder en tu vida. ¡Qué feo debe de sentirse eso!

"Un guerrero, en cambio, es un cazador. Todo lo calcula. Eso es control. Pero una vez terminados sus cálculos, actúa. Se deja ir. Eso es abandono. Un gue­rrero no es una hoja a merced del viento. Nadie lo empuja; nadie lo obliga a hacer cosas en contra de sí mismo o de lo que juzga correcto. Un guerrero está entonado para sobrevivir, y sobrevive del mejor modo posible."

Me gustó su posición, aunque la consideré falta de realismo. Parecía demasiado simplista para el com­plejo mundo donde yo vivía.

Río de mis argumentos y yo insistí en que el ánimo de un guerrero no podía en modo alguno ayudarme a superar el sentimiento de ofensa, o el daño concreto, nacidos de las acciones de mis semejantes, como en el caso hipotético de ser vejado físicamente por una persona cruel y maliciosa colocada en una posición de autoridad.

Se carcajeó y admitió que el ejemplo venía al caso.

-Un guerrero podría sufrir daño, pero no ofensa -dijo-. Para un guerrero no hay nada ofensivo en los actos de sus semejantes mientras él mismo esté actuando dentro del ánimo correcto.

"La otra noche, no te ofendiste con el gato. El hecho de que nos persiguió no te hizo enojar. No te oí maldecirlo, ni te oí decir que no tuviera derecho a seguirnos. Fácilmente podría haber sido un gato cruel y malicioso. Pero eso no te preocupaba mien­tras tratabas de huirle. Lo único que venía al caso era sobrevivir. Y eso lo hiciste muy bien.

"Si hubieras estado solo y el puma te hubiera al­canzado y hecho garras, jamás habrías pensado siquie­ra en quejarte o en sentirte ofendido por sus actos."

"El, ánimo de un guerrero no es tan descabellado para tu mundo ni para el de nadie. Lo necesitas para salirte de todas las idioteces."

Expliqué mi forma de razonar. El puma y mis se­mejantes no estaban en el mismo nivel, porque yo conocía los recovecos humanos pero no sabía nada del puma. Lo que me ofendía de mis semejantes era que actuaban con malicia y a sabiendas.

-Ya sé, ya sé -dijo don Juan con paciencia-. Lograr el ánimo de un guerrero no es cosa sencilla. Es una revolución. Considerar iguales al puma y a las ratas de agua y a nuestros semejantes es un acto mag­nífico del espíritu del guerrero. Se necesita poder para llevarlo a cabo.


XII. UNA BATALLA DE PODER

 

Jueves, diciembre 28, 1961

 

INICIAMOS un viaje a primera hora de la mañana. Fuimos hacia el sur y luego hacia el este, a las mon­tañas. Don Juan llevó guajes con comida y agua. Comimos en mi coche antes de empezar a caminar.

-No te me despegues -dijo-. Ésta es una región que no conoces y no hay necesidad de arriesgarse. Vas en busca de poder y todo cuanto haces cuenta. Vigila el viento, sobre todo al fin del día. Observa cuando cambie de dirección, y cambia tu posición para que yo te resguarde siempre de él.

-¿Qué vamos a hacer en estas montañas, don Juan?

-Estás cazando poder.

-Digo, ¿qué vamos a hacer en particular?

-No hay plan cuando se trata de cazar poder. Cazar poder o cazar animales es lo mismo. Un cazador caza lo que se le presente. Así que debe estar siem­pre preparado.

"Ya sabes del viento, y puedes cazar por ti mismo el poder del viento. Pero hay otras cosas que no conoces y que son, como el viento, centro de poder a ciertas horas y en ciertos lugares.

"El Poder es un asunto muy peculiar. No puedo decir con exactitud lo que realmente es. Es un sentimiento que uno tiene sobre ciertas cosas. El poder es personal. Pertenece a uno nada más. Mi benefactor, por ejemplo, podía enfermar de muerte a una per­sona con sólo mirarla. Las mujeres se consumían des­pués de que él les ponía los ojos encima. Pero no enfermaba a la gente todo el tiempo; nada más cuan­do intervenía su poder personal."

-¿Cómo elegía a quién enfermar?

-Eso no lo sé. Ni él mismo lo sabía. Así es el po­der. Te manda, y sin embargo te obedece.

"Un cazador de poder lo atrapa y luego lo guarda como su hallazgo personal. Así, el poder personal cre­ce, y puede darse el caso de un guerrero que, de tanto poder personal que tiene, se hace hombre de cono­cimiento."

-¿Cómo guarda uno el poder, don Juan?

-Eso también es un sentimiento. Depende de la clase de persona que sea el guerrero. Mi benefactor era un hombre de naturaleza violenta. Guardaba po­der a través de ese sentimiento. Todo cuanto hacía era fuerte y directo. Dejaba la impresión de algo que pasaba aplastando las cosas. Y todo cuanto le ocurrió tuvo lugar de ese modo.

Me declaré incapaz de comprender cómo se alma­cenaba el poder a través de un sentimiento.

-No hay forma de explicarlo -dijo tras una larga pausa-. Tienes que hacerlo tú mismo.

Recogió los guajes de comida y los ató a su espalda. Me entregó un cordel con ocho trozos de carne seca colgados de él, e hizo que me lo pusiera al cuello.

-Esta es comida de poder -dijo.

-¿Qué es lo que la hace comida de poder, don Juan?

 -Es la carne de un animal que tenía poder. Un venado, un venado único. Mi poder personal me lo trajo. Esta carne nos mantendrá durante semanas en­teras, durante meses si es necesario. Vela mascando por pedacitos, y máscala muy bien. Que el poder se hunda despacio en tu cuerpo.

Echamos a andar. Eran casi las once de la mañana. Don Juan me recordó una vez más el procedimiento a seguir.

-Vigila el viento -dijo-. No dejes que te haga perder el paso. Y no dejes que te fatigue. Masca tu comida de poder y escóndete del viento detrás de mi cuerpo. El viento no me hará daño a mí; nos cono­cemos muy bien.

Me guió a una vereda que iba recta hacia las altas montañas. El día era nublado y estaba a punto de llover. Pude ver cómo, de lo alto de las montañas, nubes bajas y niebla descendían a la zona donde estábamos.

Caminamos en completo silencio hasta eso de las tres de la tarde. Masticar la carne seca era en verdad vigorizante. Y observar los cambios repentinos en la dirección del viento se convirtió en un asunto misterioso, hasta el punto de que todo mi cuerpo parecía sentir los cambios antes de que ocurrieran. Tenía la impresión de poder sentir las oleadas de aire como una especie de presión en la parte superior de mi pecho, en los bronquios. Cada vez que me hallaba a punto de sentir una racha de viento, experimentaba una comezón en el pecho y la garganta

Don Juan se detuvo un momento y miró en torno. Pareció orientarse y dio vuelta a la derecha. Noté que también mascaba carne seca. Yo me sentía muy fresco y no tenía nada de cansancio. La tarea de atender a los cambios en el viento había sido tan absorbente que no tuve conciencia del tiempo.

Nos adentramos en una profunda cañada y luego subimos uno de sus lados hasta una pequeña meseta en la empinada ladera de una montaña enorme. Es­tábamos bastante alto, casi en la cima.

Don Juan trepó a una gran roca en el extremo de la meseta y me ayudó a hacer lo mismo. La roca estaba colocada en tal forma que parecía una cúpula sobre muros escarpados. Le dimos la vuelta, cami­nando despacio. Finalmente, tuve que sentarme para seguir el recorrido, asiéndome a la superficie con los talones y las manos. Estaba empapado de sudor y tenía que secarme las manos repetidas veces.

Desde el otro lado, pude ver una cueva muy gran­de, de escasa hondura, cerca de la cima de la mon­taña. Parecía un recinto esculpido en la roca. La erosión había formado, en la piedra arenisca, una especie de balcón con dos columnas.

Don Juan dijo que íbamos a acampar allí, que ése era un sitio muy seguro por ser demasiado poco pro­fundo para cubil de leones o de cualquier otra fiera, demasiado abierto para nido de ratas, y demasiado ventoso para los insectos. Rió y dijo que era un sitio ideal para el hombre, porque ninguna otra criatura viviente podía soportarlo.

Trepó hacia allá como una cabra montés. Me ma­ravilló su estupenda agilidad.

Lentamente me arrastré, sentado, roca abajo, y luego traté de subir corriendo la ladera de la mon­taña con el fin de alcanzar la saliente. Los últimos metros me agotaron por completo. En son de broma, pregunté a don Juan cuántos años tenía en realidad. Opiné que, para llegar al lugar como él lo había hecho, era necesario ser muy joven y estar en perfec­tas condiciones.

-Soy tan joven como quiero. -dijo él-. Esto tam­bién es cosa de poder personal. Si vas juntando poder, tu cuerpo puede realizar hazañas increíbles. En cam­bio, si disipas el poder, te pones viejo y gordo de la noche a la mañana.

El largo de la saliente estaba orientado en una línea este-oeste. El lado abierto de la configuración que semejaba un balcón que daba hacia el sur. Ca­miné hasta el extremo oeste. La vista era estupenda. La lluvia nos había sacado la vuelta. Se veía como una lámina de material transparente colgada sobre la tierra baja.

Don Juan dijo que teníamos suficiente tiempo para construir un albergue. Me dijo que apilara todas las rocas que pudiese llevar al reborde mientras él jun­taba ramas para hacer un techo.

En una hora, había construido un muro de 30 cen­tímetros de espesor en el extremo oriental de la sa­liente. Tendría más de medio metro de largo y casi un metro de alto. Tejiendo y atando unos bultos de ramas que había reunido, don Juan hizo un te­cho; lo aseguró a dos palos largos terminados en hor­queta. Otro lado del mismo largo, sujeto al techo en sí, lo sostenía del otro lado del muro. La estructura parecía una mesa alta con tres patas.

Don Juan tomó asiento bajo ella, cruzando las piernas, en la orilla misma del reborde. Me indicó sentarme junto a él, a su derecha. Permanecimos callados un rato.

Don Juan rompió el silencio. Dijo en un susurro que yo debía actuar como si no hubiera nada fuera de lo común. Pregunté si habría de hacer algo en par­ticular. Respondió que me pusiera a escribir, como si estuviera ante mi escritorio sin ninguna otra preocu­pación en el mundo. En determinado momento él me daría un codazo y entonces yo debía mirar hacia donde sus ojos señalaran. Me advirtió que, viera lo que viese, no pronunciara una sola palabra. Sólo él podía hablar con impunidad, porque era conocido de todos los poderes en esas montañas.

Seguí sus instrucciones y escribí durante más de una hora. Me embebí en la tarea. De pronto sentí un leve toque en el brazo y vi que los ojos y la cabeza de don Juan se movían para señalar un banco de niebla que se hallaba a unos doscientos metros de dis­tancia y descendía de la cima de la montaña. Don Juan me susurró al oído, en un tono apenas audible incluso a tan corta distancia.

-Mueve los ojos de un lado a otro a lo largo del banco de niebla -dijo-. Pero no lo mires de lleno. Abre y cierra los ojos y no los enfoques en la niebla. Cuando veas un sitio verde en el banco de niebla, señálamelo con los ojos.

Moví los ojos de izquierda a derecha a lo largo del banco de niebla que lentamente caía sobre nosotros. Pasó tal vez media hora. Estaba oscureciendo. La nie­bla se movía con extrema lentitud. En cierto momen­to, tuve la sensación súbita de haber vislumbrado un leve resplandor a mi derecha. En un principio creí haber visto un sector de matorral verde a través de la niebla. Al mirarlo directamente no notaba nada, pero mirando sin enfocar podía percibir una vaga zona verdosa.

La señalé a don Juan. Él achicó los ojos y la ob­servó.

-Enfoca los ojos en ese lugar -me susurró al oído-. Mira sin parpadear hasta que veas.

Quise preguntar qué se suponía que yo viera, pero él me miró con fiereza como para recordarme que no debía hablar.

Observé de nuevo. El trozo de niebla que había descendido colgaba como un pedazo de materia sólida. Se alineaba en el sitio justo donde advertí el tinte verde. Conforme mis ojos se fatigaban de nuevo, y bizqueaban, vi primero el trozo de niebla superpues­to al banco de niebla, y luego vi entre ambos una delgada tira de niebla que parecía una escueta es­tructura sin soportes, un puente que unía la mon­taña por encima de mí y el banco de niebla frente a mí. Por un momento creí ver cómo la niebla trans­parente, empujada montaña abajo por el viento, pa­saba por el puente sin alterarlo. Era como si el puente fuese en verdad sólido. En cierto instante el espejismo se hizo tan completo que yo podía discernir la oscu­ridad de la parte bajo el puente propiamente dicho, en contraste con el claro color arenoso de su costado.

Atónito, contemplé el puente. Y entonces me alcé a su nivel, o bien el puente bajó al mío. De pronto me hallaba mirando una viga recta frente a mí. Era una viga sólida inmensamente larga, angosta y sin barandales, pero lo bastante amplia para caminar so­bre ella.

Don Juan me sacudió vigorosamente por el brazo. Sentí mi cabeza oscilar de arriba a abajo y luego noté que los ojos me ardían terriblemente. Me los froté en forma por entero inconsciente. Don Juan siguió sacudiéndome hasta que volví a abrirlos. Virtió agua del guaje en el cuenco de su mano y me roció la cara. La sensación fue muy desagradable. Tan fría estaba el agua que sentí las gotas como llagas en la piel. Advertí entonces que tenía el cuerpo muy caliente. Estaba febril.

Apresuradamente, don Juan me dio de beber y luego salpicó agua en mis oídos y mi cuello.

Oí, muy fuerte, un grito de ave, extraño y prolon­gado. Don Juan escuchó con atención un instante y luego empujó con el pie las rocas del muro, derri­bando el techo. Lo arrojó en los matorrales y, una por una, tiró las piedras por el borde.

-Bebe un poco de agua y masca tu carne seca -susurró en mi oído-. No podemos quedarnos aquí. Ese grito no fue de pájaro.

Descendimos del reborde y empezamos a caminar aproximadamente hacia el este. De un momento a otro oscureció tanto que era como si hubiese una cortina frente a mis ojos. La niebla se antojaba una ba­rrera impenetrable. Nunca me había dado cuenta de lo paralizante que era la niebla de noche. No po­día concebir cómo caminaba don Juan. Yo me asía a su brazo como un ciego.

De algún modo, tenía la sensación de caminar al borde de un precipicio. Mis piernas rehusaron seguir adelante. Mi razón confiaba en don Juan y se hallaba dispuesta a proseguir, pero no así mi cuerpo, y don Juan tuvo que arrastrarme en la oscuridad total.

Debe haber conocido el terreno hasta el último detalle. En cierto punto se detuvo y me hizo tomar asiento. Yo no me atrevía a soltar su brazo. Mi cuerpo sentía, sin el menor lugar a dudas, que me hallaba sentado en un monte pelado con forma de cúpula, y que si me movía una pulgada a la derecha caería, sobrepasado el punto de tolerancia, en un abismo. Estaba yo absolutamente seguro de encontrarme en una ladera curva, porque mi cuerpo se movía incons­cientemente a la derecha. Pensé que lo hacía para conservar la verticalidad, de modo que intenté com­pensar inclinándome a la izquierda, contra don Juan, lo más posible.

De repente, don Juan se apartó de mí, y sin el apoyo de su cuerpo caí al suelo. Al tocar tierra reco­bré mi sentido del equilibrio. Yacía en un área llana. Empecé a explorar a tientas mi entorno inmediato. Reconocí hojas y ramas secas.

Hubo un súbito relámpago que iluminó toda la zona, y un trueno tremendo. Vi a don Juan de pie a mi izquierda. Vi árboles enormes y una cueva pocos metros detrás de él.

Don Juan me dijo que me metiera en el hoyo. En­tré por él, reptando, y me senté de espaldas contra la roca.

Sentí a don Juan inclinarse sobre mí para susurrar que yo debía guardar silencio completo.

Hubo tres relámpagos, uno tras otro. De un vis­tazo percibí a don Juan sentado a mi izquierda con las piernas cruzadas. La cueva era una configuración cóncava lo bastante grande para que dos o tres personas se sentaran dentro. El hoyo parecía haber sido labrado en la parte inferior de un peñasco. Sentí que en verdad había sido perspicaz el entrar arrastrándome, porque de haberlo hecho erguido me habría golpeado la cabeza contra la roca.

El brillo de los relámpagos me daba una idea de la densidad del banco de niebla. Noté los troncos de árboles gigantescos como siluetas oscuras contra la opaca masa gris claro de la niebla.

Don Juan susurró que la niebla y el rayo estaban confabulados y que yo debía realizar una vigilia ago­tadora porque estaba metido en una batalla de poder. En ese momento, un espléndido destello hizo fantas­magórica toda la escena. La niebla era como un filtro blanco que escarchaba la luz de la descarga eléctrica y la difundía uniformemente; la niebla era como una densa sustancia blanquecina colgada entre los altos árboles, pero justo frente a mí, al nivel del suelo, la niebla estaba disipándose. Discerní con claridad las características del terreno. Estábamos en un bosque de pinos. Árboles de gran altura nos rodeaban. Eran tan extremadamente grandes que, de no haber sabido previamente nuestro paradero, yo podría haber ju­rado que nos hallábamos entre los gigantescos pinos rojos de California.

Hubo un bombardeo de rayos que duró varios mi­nutos. Cada destello hacía más discernibles los deta­lles que yo había observado. Al frente de mí vi un sendero definido. No tenía vegetación. Parecía ter­minar en un espacio despejado de árboles.

Los relámpagos eran tan frecuentes que no me era posible saber de dónde venía cada uno. Sin embargo, el contorno se iluminaba tan profusamente que me sentía mucho más tranquilo. Mis temores e incerti­dumbres habían desaparecido apenas hubo luz sufi­ciente para alzar la pesada cortina de la oscuridad.

 Así, cuando se produjo una larga pausa entre los des­tellos, la negrura en torno ya no me desorientó.

Don Juan susurró que probablemente ya había yo vigilado bastante, y que debía enfocar mi atención en el sonido del trueno. Para mi asombro, advertí que no había hecho ningún caso del trueno, pese al hecho de que en verdad era tremendo. Don Juan añadió que siguiera yo el sonido y mirara en la di­rección de la cual pareciera venir.

Ya no había estallidos continuos de rayos y truenos, sino sólo destellos esporádicos de luz y sonido inten­sos. El trueno parecía venir siempre de mi derecha. La niebla se alzaba y, ya acostumbrado a las tinie­blas, yo podía discernir masas de vegetación. El rayo y el trueno continuaban, y de pronto se abrió todo el lado derecho y pude ver el cielo.

La tormenta eléctrica parecía desplazarse hacia mi derecha. Hubo otro relámpago y vi una montaña distante a mi extrema derecha. La luz iluminó el trasfondo, dejando en silueta la voluminosa masa de la montaña. Vi árboles en su cima; parecían pulcros recortes negros superpuestos al cielo blanco brillante. Vi incluso nubes tipo cúmulo sobre las montañas.

La niebla se había disipado por entero en torno nuestro. Soplaba un viento continuo y yo oía crujir las ramas de los grandes árboles a mi izquierda. La tormenta eléctrica estaba demasiado lejos para ilumi­nar los árboles, pero sus masas oscuras permanecían discernibles. La luz de la tormenta me permitió esta­blecer, sin embargo, que había a mi derecha una cor­dillera distante y que el bosque se hallaba limitado hacia el lado izquierdo. Al parecer miraba yo un valle oscuro, que no podía ver en absoluto. La cordillera sobre la cual tenía lugar la tormenta eléctrica estaba en el otro lado del valle.

Entonces comenzó a llover. Pegué la espalda a la roca lo más que pude. Mi sombrero servía como una buena protección. Me hallaba sentado con las rodillas contra el pecho, y sólo se mojaron mis pantorrillas y mis zapatos.

Llovió largo rato. La lluvia era tibia. La sentía contra los pies. Y luego me dormí.

Me despertó el ruido de los pájaros. Miré alrededor buscando a don Juan. No estaba allí; de ordinario me hubiera preguntado si no me habría dejado solo en ese sitio, pero el sobresalto de ver en torno casi me paralizó.

Me puse en pie. Mis piernas estaban empapadas, el ala de mi sombrero se había reblandecido y tenía aún un poco de agua, que me cayó encima. No es­taba en ninguna cueva, sino bajo unos arbustos es­pesos. Experimenté un momento de confusión sin pa­ralelo. Me hallaba parado en un pedazo de tierra llana entre dos cerritos cubiertos de matas. No había árboles a mi izquierda ni valle a mi derecha. Justo frente a mí, donde vi el camino en el bosque, había un arbusto gigantesco.

Rehusé creer lo que presenciaba. La incongruencia de mis dos versiones de realidad me hizo tentalear en busca de cualquier explicación. Se me ocurrió que era perfectamente posible que don Juan, aprovechan­do mi profundo sueño, me hubiera llevado a cuestas hasta otro sitio sin despertarme.

Examiné el lugar donde había estado dormido. La tierra estaba seca, y lo mismo en el sitio de junto, el que ocupó don Juan.

Lo llamé un par de veces y luego tuve un ataque de angustia y bramé su nombre lo más fuerte que pude. Salió detrás de unas matas. Inmediatamente me di cuenta de que él sabía lo que pasaba. Su sonrisa tenía tanta malicia que acabé por sonreír a mi vez.

No quería perder tiempo jugando con él. Dije sin más ni más lo que me ocurría. Expliqué con todo el cuidado posible cada detalle de mi prolongada alu­cinación nocturna. Escuchó sin interrumpir. No podía, sin embargo, conservar la seriedad, y dos veces le ganó la risa, pero recobró en el acto la compos­tura.

En tres o cuatro ocasiones pedí sus comentarios; se limitó a menear la cabeza como si todo el asunto fue­ra también incomprensible para él.

Cuando terminé mi recuento, me miró y dijo:

-Te ves de la chingada. A lo mejor necesitas ir al matorral.

Soltó una breve risa, como un cacareo, y añadió que me quitara las ropas y las exprimiera para que se secaran.

La luz del sol era radiante. Había muy pocas nu­bes. Era un fresco día de viento.

Don Juan se alejó, diciéndome que iba a buscar unas plantas y que yo debía ponerme en orden y comer algo y no llamarlo hasta hallarme calmado y fuerte.

Mi ropa estaba en verdad mojada. Me senté en el sol a secarme. Sentí que la única manera de relajarme era sacar mi libreta y escribir. Comí mientras traba­jaba en mis notas.

 Después de un par de horas me hallaba más tran­quilo, y llamé a don Juan. Respondió desde un sitio cercano a la cumbre de la colina. Me dijo que reco­giera los guajes y subiese a donde se encontraba. Cuando llegué al sitio, lo encontré sentado en una roca lisa. Abrió los guajes y se sirvió comida. Me dio dos grandes trozos de carne.

Yo no sabía por dónde empezar. Había muchas cosas que deseaba preguntarle. Él parecía consciente de mi estado de ánimo y río con gran deleite.

-¿Cómo te sientes? -preguntó parodiando ama­bilidad.

No quise decir nada. Seguía trastornado.

Don Juan me instó a tomar asiento en la laja. Dijo que esa piedra era un objeto de poder y que yo me renovaría después de estar allí un rato.

-Siéntate -me ordenó con sequedad.

No sonreía. Su mirada era penetrante. Obedecí automáticamente.

Dijo que, al actuar de mala gana, estaba yo tra­tando con descuido el poder, y que, si no ponía un alto, el poder se volvería contra nosotros y jamás saldríamos con vida de aquellos montes desolados.

Tras una pausa momentánea, preguntó en tono casual:

-¿Cómo va tu soñar?

Le expliqué cuán difícil se había vuelto el darme la orden de mirar mis manos. Al principio había sido relativamente fácil, quizá por la novedad del con­cepto. No tenía yo el menor problema para recor­darme que debía mirarme las manos. Pero la exci­tación se había gastado, y algunas noches no podía hacerlo en absoluto.

 -Debes ponerte una banda en la cabeza cuando te vayas a dormir -dijo él-. Conseguir una banda tiene sus dificultades. No puedo dártela, porque tú mismo debes hacerla desde el principio. Pero no pue­des hacerla hasta que no tengas una visión de ella al soñar. ¿Ves lo que te decía? La banda tiene que ha­cerse de acuerdo a la visión particular. Y debe tener una tira a lo largo que ajuste bien en la cabeza. O muy bien puede ser una gorra apretada. Soñar es más fácil cuando se tiene un objeto de poder en­cima de la cabeza. Podrías usar tu sombrero o ponerte capucha, como un fraile, y luego dormirte, pero esas cosas sólo causarían sueños intensos, no soñar.

Quedó en silencio un momento y luego procedió a decirme, en rápida andanada verbal, que la visión de la banda no tenía que ocurrir exclusivamente al "soñar", sino que podía presentarse en estados de vigilia y como resultado de cualquier evento ajeno y sin relación alguna, como el observar el vuelo de las aves, el movimiento del agua, las nubes, y así por el estilo.

-Un cazador de poder vigila todo -prosiguió-. Y cada cosa le dice algún secreto.

-¿Pero cómo puede uno estar seguro de que las cosas dicen secretos? -pregunté.

Pensé que tal vez tenía una fórmula específica que le permitía hacer interpretaciones "correctas".

-La única forma de estar seguro es seguir todas las instrucciones que te he estado dando desde el primer día que viniste a verme -dijo-. Para tener poder, hay que vivir con poder.

Sonrió, benévolo. Parecía haber perdido su fiereza; incluso me dio un leve codazo en el brazo.

 -Come tu comida de poder -me instó.

Empecé a mascar un poco de carne seca, y en ese momento tuve la súbita ocurrencia de que tal vez la carne contenía una sustancia psicotrópica, de allí las alucinaciones. Por un momento casi sentí alivio. Si don Juan había puesto algo en la carne, mis espe­jismos eran perfectamente comprensibles. Le pedí de­cirme si había cualquier cosa en la "carne de poder".

Rió, pero sin dar una respuesta directa. Insistí, ase­gurándole que no estaba enojado, ni siquiera molesto, pero tenía que saber para poder explicar a mi propia satisfacción los eventos de la noche pasada. Lo insté a decirme la verdad, traté de sacársela con halagos, y finalmente le supliqué.

-Estás más loco que una cabra -dijo él, menean­do la cabeza en un gesto de incredulidad-. Tienes una tendencia insidiosa. Insistes en tratar de expli­carlo todo a tu satisfacción. No hay nada en la carne más que poder. El poder no lo puse yo, ni ninguna otra persona, sino el poder mismo. Es la carne seca de un venado y ese venado fue un regalo para mí en la misma forma en que cierto conejo fue regalo para ti no hace mucho. Ni tú ni yo pusimos nada en el conejo. No te pedí secar la carne del conejo, por­que ese acto requería más poder del que tenías. Sin embargo, te dije que comieras la carne. No comiste casi nada, a causa de tu propia. estupidez.

"Lo que te sucedió anoche no fue un chiste ni una maldad. Tuviste un encuentro con el poder. La nie­bla, la oscuridad, el trueno y la lluvia tomaban parte en una gran batalla de poder. Tuviste la suerte de un tonto. Un guerrero daría cualquier cosa por una ba­talla así."

 Mi argumento fue que el evento no podía ser una batalla de poder porque no había sido real.

-¿Y qué cosa es real? -me preguntó don Juan con mucha calma.

-Esto, lo que estamos viendo es real -dije, seña­lando en derredor.

-Pero también lo era el puente que viste anoche, y también el bosque y todo lo demás.

-Pero si eran reales. ¿dónde están ahora?

-Están aquí. Si tuvieras suficiente poder, podrías hacer que volvieran. En este momento no puedes porque te parece muy útil seguir dudando y discu­tiendo. No lo es, amigo mío. No lo es. Hay mundos sobre mundos, aquí mismo frente a nosotros. Y no son cosa de risa. Anoche si no te hubiera agarrado el brazo, habrías caminado por ése puente, quisieras o no. Y un poco más temprano tuve que protegerte del viento que te andaba buscando.

-¿Qué habría sucedido si usted no me hubiera protegido?

Como no tienes poder suficiente, el viento te ha­bría hecho perder el camino y a lo mejor hasta te mataba empujándote a un barranco. Pero la niebla fue, anoche, lo último. Dos cosas pudieron pasarte en la niebla. Pudiste cruzar el puente hasta el otro lado, o pudiste caerte y matarte. Cualquiera de las dos habría dependido del poder. Pero una cosa es cierta. Si no te hubiera protegido, habrías tenido que caminar por ese puente fuera como fuera. Ésa es la naturaleza del poder. Como ya te dije, te manda y sin embargo está a tus órdenes. Anoche, por ejemplo, el poder te habría forzado a cruzar el puente y habría estado a tu disposición para sostenerte mientras cruzabas. Te detuve porque sé que no tienes medios de usar el poder, y sin poder, el puente se hubiera caído.

-¿Vio usted el puente, don Juan?

-No. Nada más vi poder. Podría haber sido cual­quier cosa. El poder para ti, esta vez, fue un puente. No sé por qué un puente. Somos criaturas misteriosas.

-¿Ha visto usted alguna vez un puente en la nie­bla, don Juan?

-Nunca. Pero eso es porque no soy como tú. Vi otras cosas. Mis batallas de poder son muy distintas de las tuyas.

-¿Qué vio usted, don Juan? ¿Me lo puede decir?

-Vi a mis enemigos durante mi primera batalla de poder en la niebla. Tú no tienes enemigos. No odias a la gente. Yo sí, en aquel entonces, mi pasión era odiar gente. Ya no lo hago. He vencido mi odio, pero aquella vez mi odio estuvo a punto de destru­irme.

"Tu batalla de poder, en cambio, fue nítida. No te consumió. Tú solo te estás consumiendo ahora, con tus ideas y tus dudas estúpidas. Ésa es tu manera de entregarte y sucumbir.

"La niebla fue impecable contigo. Tienes afinidad con ella. Te dio un puente estupendo, y ese puente estará allí en la niebla de ahora en adelante. Se te revelará una y otra vez, hasta que un día tendrás que cruzarlo.

"Te recomiendo mucho que, a partir de este día, no te metas solo en sitios con niebla hasta que sepas lo que haces.

"El poder es un asunto muy extraño. Para tenerlo y disponer de él, hay que tener poder por principio de cuentas. Es posible, sin embargo, irlo juntando poco a poco, hasta tener lo suficiente para sostenerse en una batalla de poder."

-¿Qué es una batalla de poder?

-Lo que te ocurrió anoche fue el principio de una batalla de poder. Las escenas que contemplaste eran el asiento del poder. Algún día tendrán sentido para ti; esas escenas tienen mucho sentido.

-¿No puede usted decirme qué sentido tienen, don Juan?

-No. Esas escenas son tu propia conquista perso­nal, que no puedes compartir con nadie. Pero lo ocurrido anoche fue sólo el principio, una escaramu­za. La verdadera batalla tendrá lugar cuando cruces ese puente. ¿Qué hay del otro lado? Sólo tú lo sabrás. Y sólo tú sabrás qué hay al final de aquella vereda en el bosque. Pero todo eso es algo que puede o no puede pasarte. Viajar por esas veredas y puentes des­conocidos depende de tener suficiente poder propio.

-¿Qué pasa si uno no tiene poder suficiente?

-La muerte siempre está esperando, y cuando el poder del guerrero mengua, la muerte simplemente lo toca. Por eso, aventurarse a lo desconocido sin ningún poder es estúpido. Sólo se encuentra la muerte.

Yo no escuchaba en verdad. Seguía jugando con la idea de que la carne seca podía haber sido el agente que produjo las alucinaciones. Entregarme a ese pen­samiento me aplacaba.

-No te esfuerces queriendo resolverlo -dijo como si leyera mi mente-. El mundo es un misterio. Esto, lo que estás mirando, no es todo lo que hay. El mun­do tiene muchas más cosas, tantas que es inacabable. Cuando estás buscando la respuesta, lo único que haces en realidad es tratar de volver familiar el mundo. Tú y yo estamos aquí mismo, en el mundo que llamas real, simplemente porque los dos lo cono­cemos. Tú no conoces el mundo del poder, por eso no puedes convertirlo en una escena familiar.

-Usted sabe que en realidad no le puedo discutir ese punto -dije-. Pero mi mente tampoco puede aceptarlo.

Rió y me tocó levemente el brazo.

-De veras estás loco -dijo-. Pero no importa. Yo sé lo difícil que es vivir como un guerrero. Si hubie­ras seguido mis instrucciones y ejecutado todos los actos que te enseñé, ya habrías tenido poder sufi­ciente para cruzar el puente aquel. Poder suficiente para ver y para parar el mundo.

-Pero ¿por qué tengo yo que querer poder, don Juan?

-Ahora no se te ocurre una razón. Pero si guardas suficiente poder, el mismo poder te hallará una bue­na razón. Suena a locura, ¿verdad?

-¿Para qué quería usted poder, don Juan?

-Soy como tú. No quería. No hallaba razón para tenerlo. Tuve todas las dudas que tú tienes y nunca seguí las instrucciones que me daban, o nunca creí seguirlas; sin embargo, pese a mi estupidez, junté su­ficiente poder, y un día mi poder personal hizo des­plomarse el mundo.

-¿Pero para qué querría alguien parar el mundo?

-Nadie quiere, ésa es la cosa. Nada más ocurre. Y una vez que sabes cómo es parar el mundo, te das cuenta de que hay razón para ello. Verás, una de las artes del guerrero es derribar el mundo por una ra­zón específica y luego restaurarlo para seguir viviendo.

Le dije que tal vez la forma más segura de ayudarme sería dándome un ejemplo de razón específica para derribar el mundo.

Permaneció callado un tiempo. Parecía estar pen­sando qué decir.

-No puedo decirte eso -dijo-. Se necesita dema­siado poder para saberlo. Algún día vivirás como guerrero, pese a ti mismo; para tal entonces habrás quizá guardado suficiente poder personal para respon­der tú mismo esa pregunta.

"Te he enseñado casi todo lo que un guerrero ne­cesita conocer para lanzarse al mundo a juntar poder por sí solo. Pero sé que no puedes hacerlo y debo ser paciente contigo. Sé de plano que se necesita luchar toda una vida para estar a solas en el mundo del poder." ,

Don Juan miró el cielo y las montañas. El sol ya descendía hacia el oeste y en las montañas se for­maban rápidamente nubes de lluvia. Yo no sabía la hora; había olvidado dar cuerda a mi reloj. Le pre­gunté si podía decirme qué hora era, y tuvo tal ataque de risa que rodó de la laja y fue a parar en el ma­torral.

Se puso de pie y estiró los brazos, bostezando.

-Es temprano -dijo-. Debemos esperar hasta que se junte niebla en la cima de la montaña, y luego debes pararte tú solo en esta laja y agradecer a la niebla sus favores. Deja que llegue y te envuelva. Yo estaré cerca para prestar ayuda, si es necesario.

Por algún motivo, la perspectiva de quedarme a solas en la niebla me aterraba. Me sentí idiota por reaccionar de ese modo irracional.

-No puedes dejar estos montes desolados sin dar las gracias -dijo él con tono firme-. Un guerrero jamás vuelve la espalda al poder sin pagar los favores recibidos.

Se acostó bocarriba con las manos detrás de la ca­beza y se cubrió el rostro con el sombrero.

-¿Cómo he de esperar la niebla? -pregunté-. ¿Qué hago?

-¡Escribe, -dijo a través del sombrero-. Pero no cierres los ojos ni le des la espalda.

Traté de escribir, pero no podía concentrarme. Me puse en pie y fui de un lado a otro, inquieto. Don Juan alzó su sombrero y me miró con aire de mo­lestia.

-¡Siéntate! -me ordenó.

Dijo que la batalla de poder todavía no terminaba, y que yo debía enseñar a mi espíritu a ser impasible. Nada de lo que hiciera debería revelar lo que en rea­lidad sentía, a menos que deseara quedarme atrapado en esos montes.

Se sentó y movió las manos en un ademán de ur­gencia. Dijo que yo debía actuar como si no hubiese nada fuera de lo común, porque los sitios de poder, como ése en el que estábamos, tenían la propiedad de absorber a quien se hallaba inquieto. Y en tal forma uno podía desarrollar lazos extraños y dañinos con un lugar.

-Esos lazos lo anclan a uno a un sitio de poder, a veces por toda la vida -dijo-. Y éste no es el sitio para ti. No lo hallaste por ti mismo. Conque fájate y no pierdas los calzones.

Sus advertencias me hicieron efecto de fórmula má­gica. Escribí durante horas sin interrupción.

Don Juan volvió a dormirse y no despertó hasta que la niebla estaba a unos cien metros de distancia, descendiendo de la cumbre del monte. Se puso en pie y examinó el derredor. Lo miré en torno sin volver la espalda. La niebla ya había invadido, las tierras bajas, descendiendo de las montañas a mi derecha. A mi izquierda el paisaje estaba despejado; el viento, sin embargo, parecía venir de la derecha, y empujaba la niebla a las tierras bajas como para rodearnos.

Don Juan me susurró que permaneciera impasible, parado donde me hallaba, sin cerrar los ojos, y que no debía moverme a ningún lado mientras la nie­bla no me rodeara por entero; sólo entonces sería posible iniciar nuestro descenso.

Se refugió al pie de unas rocas, algunos metros atrás de mí.

El silencio en aquellas montañas era algo magnífico y al mismo tiempo imponente. El suave viento que transportaba la niebla me daba la sensación de que ésta silbaba en mis oídos. Grandes trozos de nie­bla venían cuestabajo como conglomerados sólidos de materia blancuzca que rodaran hacia mí. Olí la niebla. Era una mezcla peculiar de olor acerbo y fragante. Y entonces me vi envuelto en ella.

Tuve la impresión de que la niebla operaba sobre mis párpados. Se sentían pesados y quise cerrar los ojos. Tenía frío. La garganta me daba comezón y quería toser, pero no me atrevía. Alcé la barbilla y es­tiré el cuello para disipar la tos, y al alzar la vista tuve la sensación de que podía ver concretamente el espesor del banco de niebla. Era como si mis ojos pudieran tasar el espesor atravesándolo. Los ojos em­pezaron a cerrárseme y no me era posible luchar con­tra el deseo de dormir. Sentí que en cualquier mo­mento iba a derrumbarme por tierra. En ese instante don Juan dio un salto y me aferró por los brazos y me sacudió. El sobresalto bastó para restaurar mi lucidez.

Me susurró al oído que corriera cuestabajo lo más rápido posible. Él iría detrás porque no quería que lo aplastaran las rocas que yo echara a rodar en mi camino. Dijo que yo era el guía, pues se trataba de mi batalla de poder, y que necesitaba claridad y aban­dono para sacarnos de allí sanos y salvos.

-Dale -dijo en voz alta-. Si no tienes el ánimo de un guerrero, nunca saldremos de la niebla.

Titubee un momento. No estaba seguro de poder hallar el camino para bajar de esos montes.

-¡Corre, conejo! -gritó don Juan empujándome con suavidad ladera abajo.

 

XIII. LA ÚLTIMA PARADA DE UN GUERRERO

 

Domingo, enero 28, 1962

 

A eso de las diez de la mañana don Juan entró en su casa. Había salido al romper el alba. Lo saludé. Chasqueó la lengua y, en son de guasa, me dio la mano y me saludó ceremoniosamente.

-Vamos a ir a un viajecito -dijo-. Vas a lle­varnos a un sitio muy especial en busca de poder.

Desplegó dos redes portadoras y puso en cada una dos guajes llenos de comida, las ató con un mecate y me entregó una de ellas.

Viajamos sin prisa hacia el norte y, al cabo de unos seiscientos kilómetros dejamos la carretera panamericana y tomamos un camino de grava hacia el oeste. Mi coche parecía haber sido el único ve­hículo en la carretera durante varias horas. Mientras seguíamos adelante advertí que no podía ver por el parabrisas. Me esforcé desesperadamente por mirar los alrededores, pero estaba demasiado oscuro y el parabrisas se hallaba cubierto de polvo y de insectos aplastados.

Dije a don Juan que debía detenerme para limpiar mi parabrisas. Me ordenó seguir adelante aunque tuviera que ir a dos kilómetros por hora, sacando la cabeza por la ventanilla para ver adelante. Dijo que no podíamos detenernos hasta alcanzar nuestro des­tino.

En cierto sitio me indicó doblar a la derecha. Es­taba tan oscuro y había tanto polvo que ni los faros eran mucha ayuda. Me salí del camino con gran nerviosismo. Tenía miedo de atascarme, pero la tie­rra estaba apretada.

Manejé unos cien metros a la menor velocidad po­sible, sosteniendo la puerta abierta para mirar hacia afuera. Por fin, don Juan me dijo que parara. Aña­dió que me había estacionado justamente detrás de una roca enorme que ocultaría mi coche a la vista.

Bajé del auto y me puse a caminar, guiado por los faros. Quería examinar el entorno porque no tenía idea de dónde estaba. Pero don Juan apagó las lu­ces. Dijo muy alto que no había tiempo que perder, que cerrara mi coche para que nos pusiéramos en marcha.

Me entregó mi red con guajes. Estaba tan oscuro que tropecé y estuve a punto de dejarlas caer. En tono firme y suave, don Juan me ordenó tomar asien­to hasta que mis ojos se acostumbraran a la oscuri­dad. Pero mis ojos no eran el problema. Ya fuera del coche, podía ver bastante bien. Lo malo era un nerviosismo peculiar que me hacía actuar como si estuviese distraído. Veía todo nada más por encima.

-¿A dónde vamos? -pregunté.

-Vamos a caminar en completa oscuridad a un sitio especial -dijo.

-¿Para qué?

-Para saber de cierto si eres o no capaz de seguir cazando poder.

Le pregunté si lo que proponía era una prueba y si, en caso de que no la pasara, seguiría hablándome y diciéndome de su conocimiento.

Escuchó sin interrumpir. Dijo que lo que hacía­mos no era una prueba, que estábamos esperando una señal, y si la señal no llegaba, la conclusión sería que yo no había tenido éxito en mi cacería de poder, en cuyo caso me vería libre de cualquier imposición fu­tura y podría ser todo lo estúpido que me viniese en gana. Dijo que, sin importar lo que pasara, él era mi amigo y siempre me hablaría.

De algún modo, yo sabía que iba a fallar.

-La señal no vendrá -dije en broma-. Lo sé. Tengo un poquito de poder.

Río y me dio palmaditas en la espalda.

-No te apures -repuso-. La señal vendrá. Yo lo sé. Tengo más poder que tú.

Su propia respuesta le pareció hilarante. Se golpeó los muslos y dio palmadas, carcajeándose.

Don Juan me ató a la espalda mi red portadora y dijo que yo debía caminar un paso atrás de él y hollar sus pisadas tanto como pudiera.

En un tono muy dramático, susurró:

-Ésta es una caminata de poder, así que todo cuenta.

Dijo que, si yo caminaba sobre sus huellas, el po­der que él disipaba al andar se me trasmitiría.

Miré mi reloj; eran las once de la noche.

Me hizo pararme como un soldado en posición de firmes. Luego empujó hacia adelante mi pierna iz­quierda y me hizo quedarme como si acabara de dar un paso al frente. Se alineó delante de mí en la mis­ma postura y luego echó a andar, tras repetir las ins­trucciones de que yo debía tratar de seguir sus pisadas a la perfección. Dijo en un claro susurro que yo no debía preocuparme por nada más que por pisar sus huellas; no debía mirar al frente ni a los lados, sino el piso donde él caminaba.

Se puso en marcha a un paso muy descansado. No tuve ningún problema para seguirlo; el terreno era relativamente duro. Durante unos treinta metros mantuve su paso y seguí perfectamente sus pisadas; luego volví la cara un instante y cuando me di cuenta ya había chocado con él.

Soltó una risita y me aseguró que yo no le había lastimado el tobillo al pisárselo con mis zapatones, pero que si me proponía seguir tonteando uno de nosotros se quedaría lisiado antes del amanecer. Dijo, riendo, en una voz muy baja pero firme, que no te­nía intención de lastimarse a causa de mi estupidez y falta de concentración, y que si lo pisaba de nuevo yo tendría que caminar descalzo.

-No puedo caminar sin zapatos -dije en voz alta y rasposa.

Don Juan se dobló de risa y tuvimos que esperar hasta que le pasó el acceso.

Me aseguró nuevamente que hablaba en serio. Iba­mos en un viaje para calar poder, y las cosas tenían que ser perfectas.

La idea de caminar descalzo en el desierto me asus­taba más allá de lo verosímil. Don Juan hizo el chis­te de que mi familia era sin duda de aquellos gran­jeros que no se quitan los zapatos ni para dormir. Tenía razón, desde luego. Yo nunca había andado descalzo, y caminar sin zapatos en el desierto habría sido suicida para mí.

 -Este desierto rezuma poder -me susurró don Juan al oído-. No hay tiempo para cortedades.

Echamos a andar de nuevo. Don Juan mantuvo un paso calmado. Tras un rato advertí que había­mos dejado el terreno duro y caminábamos sobre are­na suave. Los pies de don Juan se hundían en ella y dejaban huellas profundas.

Caminamos durante horas antes de que don Juan se detuviera. No lo hizo repentinamente; primero me advirtió que iba a pararse, para que no chocara yo con él. El terreno era duro de nuevo, y al parecer subíamos una pendiente.

Don Juan dijo que, si yo necesitaba ir al matorral, lo hiciese, porque de allí en adelante nos quedaba un buen trecho sin una sola pausa. Miré mi reloj; era la una.

Tras un descanso de diez o quince minutos, don Juan me hizo alinearme tras él y nos pusimos otra vez en marcha. Tenía razón: fue un trecho enorme. Jamás había hecho yo algo que requiriera tal con­centración. El paso de don Juan era tan rápido, y la tensión de vigilar cada pisada alcanzó tales alturas, que en determinado momento ya no me era posible sentir que caminaba. No sentía las piernas ni los pies. Era como si anduviese sobre el aire y alguna fuerza me transportara sin cesar. Mi concentración era ya tan total que no advertí el cambio gradual de luz. De pronto me di cuenta de que podía ver a don Juan frente a mí. Veía sus pies y sus huellas, en vez de medio adivinarlas como había hecho la mayor par­te de la noche.

En cierto momento, don Juan saltó inesperada­mente hacia un lado, y mi inercia me hizo avanzar todavía unos veinte metros. Cuando disminuí la ve­locidad, mis piernas se debilitaron y empezaron a temblar, hasta que finalmente caí por tierra.

Alcé la vista para mirar a don Juan, que me exa­minaba con toda calma. No parecía fatigado. Yo jadeaba, falto de aire, y estaba empapado de sudor frío.

Jalándome del brazo, don Juan me dio la vuelta en mi posición yacente. Dijo que, si quería recupe­rar fuerzas, me quedara acostado con la cabeza hacia el este. Poco a poco mi cuerpo dolorido se relajó y descansó. Por fin cobré energía suficiente para le­vantarme. Quise ver mi reloj, pero él me lo impidió poniéndome la mano en la muñeca. Con mucha gen­tileza me hizo girar para que mirara al este y dijo que no había necesidad de mi condenado reloj, que estábamos en una hora mágica y que íbamos a saber con seguridad si era yo capaz o no de perseguir el poder.

Miré en torno. Estábamos en la cima de un cerro alto, muy grande. Quise caminar en dirección de algo que parecía un reborde o una grieta en la roca, pero don Juan dio un salto y me contuvo.

Me ordenó imperiosamente permanecer en el sitio donde había caído hasta que el sol saliera detrás de unos negros picos de montaña a corta distancia.

Señaló el este y llamó mi atención hacia un pesado banco de nubes sobre el horizonte. Dijo que sería buena señal si el viento se llevaba las nubes a tiempo para que los primeros rayos del sol dieran en mi cuer­po, allí en lo alto del cerro.

Me indicó quedarme quieto, de pie, con la pierna derecha al frente, como si estuviera caminando, y no mirar directamente el horizonte, sino mirarlo sin en­focar.

Las piernas se me pusieron muy tiesas y las panto­rrillas me dolían. Era una postura torturante y los músculos de mis piernas estaban demasiado adolori­dos para sostenerme. Soporté lo más que pude. Me hallaba a punto de caer. Las piernas me temblaban fuera de control cuando don Juan puso fin al asunto. Me ayudó a sentarme.

El banco de nubes no se había movido y no había­mos visto el sol despuntar en el horizonte.

El único comentario de don Juan fue:

-Ni modo.

No quise preguntar de inmediato cuáles eran las verdaderas implicaciones de mi fracaso, pero cono­ciendo a don Juan sabía con certeza que él debía se­guir el dictado de sus señales. Y esa mañana no ha­bía habido señal. Se disipó el dolor de mis pantorri­llas y sentí una oleada de bienestar. Me puse a tro­tar para soltar mis músculos. En voz muy suave, don Juan me dijo que corriera a un cerro adyacente y cor­tara algunas hojas de un arbusto específico para fro­tarme las piernas y aliviar el dolor muscular.

Desde donde me hallaba, pude ver claramente un gran arbusto, verde vivo. Las hojas parecían muy húmedas. Las había usado antes. Nunca sentí que me hubiesen ayudado, pero don Juan siempre afirma­ba que el efecto de las plantas verdaderamente amis­tosas era tan sutil que casi no se notaba, pero que siempre producían los resultados debidos.

Corriendo, bajé el cerro y subí el otro. Al llegar a la cima me di cuenta de que el esfuerzo casi había sido demasiado para mí. Tuve dificultades para recuperar el aliento, y mi estómago se revolvía. Me acuclillé y luego me agazapé un momento hasta sen­tirme relajado. Luego me incorporé y estiré la mano para cortar las hojas indicadas. Pero no hallé el ar­busto. Miré en torno. Estaba seguro de hallarme en el sitio correcto, pero en esa zona del cerro no había nada que se pareciera ni remotamente a esa planta particular. Sin embargo, ése tenía que ser el sitio donde la vi. Cualquier otro quedaría fuera del cam­po de quienquiera que mirase desde el lugar donde don Juan estaba parado.

Abandoné la búsqueda y volví al otro cerro. Don Juan sonrió con benevolencia cuando expliqué mi equivocación.

-¿Por qué dices que fue una equivocación? -pre­guntó.

-Por lo visto el arbusto no está allí -dije.

-Pero tú lo viste, ¿o no?

-Creí verlo.

-¿Qué ves ahora en su lugar?

-Nada.

No había absolutamente ninguna vegetación en el lugar donde antes me pareció ver la planta. Intenté atribuir lo que había visto a una distorsión visual, una especie de espejismo. Yo me hallaba realmente exhausto, y a causa de ello pude fácilmente creer que veía algo que esperaba ver allí, pero que no estaba.

Don Juan chasqueó suavemente la lengua y se me quedó viendo un breve instante.

-Yo no veo ninguna equivocación -dijo-. La planta está allí arriba de ese cerro.

Fue mi turno de reír. Escudriñé cuidadosamente toda el área. No había plantas de ésas a la vista y lo que yo había experimentado era, hasta donde mi co­nocimiento llegaba, una alucinación.

Con mucha calma, don Juan empezó a bajar la ladera y me hizo seña de seguirlo. Subimos juntos al otro cerro y nos paramos en el mero sitio donde creí ver el arbusto.

Chasquee la lengua con la absoluta certeza de estar en lo cierto. Don Juan me imitó.

-Ve al otro lado del cerro -dijo-. Allí encon­trarás la planta.

Hice notar que el otro lado del cerro había estado fuera de mi campo de visión; tal vez hubiera allí una planta, pero eso no significaba nada.

Don Juan hizo un movimiento de cabeza para in­dicar que lo siguiera. Rodeó la cumbre del cerro en vez de atravesarla directamente, y con dramatismo se detuvo junto a un arbusto verde, sin mirarlo.

Se volvió y me miró. Fue una mirada peculiarmen­te penetrante.

-Ha de haber cientos de esas plantas por aquí -dije.

Don Juan, con mucha paciencia, descendió la otra ladera del cerro, conmigo en pos suyo. Buscamos en todas partes un arbusto similar. Pero no había nin­guno a la vista. Cubrimos cosa de medio kilómetro antes de encontrar otra planta.

Sin decir palabra, don Juan me guió de regreso al primer cerro. Estuvimos en él un momento y luego me llevó a otra excursión, pero en dirección opuesta. Recorrimos con minuciosidad el área y hallamos otros dos arbustos, como a kilómetro y medio de distancia. Habían crecido juntos y resaltaban como un parche de verde vívido e intenso, más lozano que todos los otros arbustos en torno.

Don Juan me miró con expresión de seriedad. Yo no sabía qué pensar del asunto.

-Ésta es una señal muy extraña -dijo.

Regresamos a la cima del primer cerro, dando un amplio rodeo para llegar desde una nueva dirección. Don Juan parecía estar haciendo lo posible por de­mostrarme que había muy pocas plantas de ésas en los alrededores. No encontramos ninguna otra en nuestro camino. Después de subir al cerro, nos senta­mos en silencio total. Don Juan desató sus guajes.

-Te sentirás mejor después de comer -dijo.

No podía ocultar su regocijo. Lucía una sonrisa de oreja a oreja al darme palmaditas en la cabeza. Yo me sentía desorientado. Los nuevos acontecimientos eran inquietantes, pero me hallaba demasiado ham­briento y cansado para meditar realmente en ellos.

Después de comer tuve mucho sueño. Don Juan me instó a usar la técnica de mirar sin enfocar para descubrir un sitio apropiado para dormir en el cerro donde vi el arbusto.

Elegí uno. Don Juan recogió las hojas secas del sitio e hizo con ellas un círculo del tamaño de mi cuerpo. Con mucha gentileza, jaló unas ramas tiernas de los arbustos y barrió el área dentro del circulo. Sólo hizo la mímica de barrer; no tocó el suelo con las ra­mas. Luego juntó todas las piedras que había dentro del círculo y las puso en el centro, después de divi­dirlas meticulosamente, por tamaño, en dos montones de igual cantidad.

-¿Qué va a hacer usted con esas piedras? -pre­gunté.

-No son piedras -dijo-. Son cuerdas. Van a mantener suspendido tu sitio.

Tomó las rocas más pequeñas y marcó. con ellas la circunferencia del círculo. Igualó las distancias entre ellas y con ayuda de una vara aseguró firmemente cada piedra en el suelo, como haría un albañil.

No me dejó entrar en el circulo; me dijo que cami­nara en torno y viera lo que él estaba haciendo. Con­tó dieciocho rocas, siguiendo una dirección contraria a las manecillas del reloj.

-Ahora corre al pie del cerro y espera -dijo-. Y yo me asomaré desde la orilla para ver si estás pa­rado donde debes.

-¿Qué va usted a hacer?

-Te voy a tirar estas cuerdas una por una -dijo señalando el montón de piedras más grandes-. Y tú tienes que ponerlas en el suelo, en el sitio que te in­dique, del mismo modo que yo he puesto las otras.

"Tienes que tener una cautela infinita. Cuando uno maneja poder, hay que ser perfecto. Los errores son mortales aquí. Cada una de éstas es una cuerda, una cuerda que podría matarnos si la dejamos suelta por ahí, conque simple y sencillamente no puedes cometer errores. Debes clavar la vista en el sitio don­de yo tire la cuerda. Si te distraes con cualquier cosa, la cuerda se convertirá en una piedra común y co­rriente y no podrás distinguirla de las otras piedras ahí tiradas."

Sugerí que sería más fácil que yo bajara las "cuer­das" una por una.

Don Juan rió y meneó la cabeza en sentido nega­tivo.

 -Éstas son cuerdas -insistió-. Y yo tengo que tirarlas y tú tienes que recogerlas.

Llevó horas cumplir la tarea. El grado de concen­tración necesario era sumamente arduo. En cada oca­sión, don Juan me recordaba que estuviera atento y enfocase la mirada. Tenía razón en hacerlo. Discer­nir una piedra específica que se precipitaba cuesta­bajo, empujando otras piedras en su camino, era en verdad cosa de locos.

Guando hube cerrado completamente el círculo y subido a la cima, me sentía a punto de caer muerto. Don Juan había acolchonado el círculo con ramas pe­queñas. Me dio unas hojas y me dijo que las pusiera dentro de mis pantalones, contra la piel de la región umbilical. Dijo que me darían calor y que no necesi­taría cobija para dormir. Me desplomé dentro del círculo. Las ramas formaban un lecho bastante blan­do, y me dormí en el acto.

Atardecía cuando desperté. Estaba nublado y hacia viento. Las nubes sobre mi cabeza eran cúmulos com­pactos, pero hacia el oeste había cirros delgados y el sol bañaba la tierra de tiempo en tiempo.

El sueño me había renovado. Me sentía vigoroso y feliz. El viento no me molestaba. No tenía frío. Alcé la cabeza apoyándola en los brazos y miré alre­dedor. No me había dado cuenta, pero el cerro era bastante alto. El paisaje hacia el oeste era impresio­nante. Veía yo una vasta área de montes bajos y luego el desierto. Había una cordillera de picos café oscuro hacia el norte y el este, y en dirección sur una extensión interminable de tierra y cerros y distantes montañas azules.

 Tomé asiento. Don Juan no estaba a la vista. Tuve un repentino ataque de miedo. Pensé que tal vez me había dejado allí solo, y yo no sabía cómo volver a mi coche. Volví a acostarme en el colchón de ramas y, curiosamente, se disipó mi aprensión. Nuevamente experimenté un sentimiento de quietud, un exquisito bienestar. Era una sensación extremadamente nueva para mí; mis pensamientos parecían haber sido des­conectados. Era feliz. Me sentía sano. Una eferves­cencia muy tranquila me llenaba. Un viento suave soplaba del oeste y barría todo mi cuerpo sin darme frío. Lo sentía en la cara y en torno a los oídos, como una suave ola de agua tibia que me bañaba y luego retrocedía y volvía a bañarme. Era un extraño estado de ser, sin paralelo en mi agitada y dislocada vida. Empecé a llorar, no por tristeza ni autocom­pasión sino a causa de una alegría inefable, inexplica­ble.

Quería quedarme para siempre en ese sitio y tal vez allí seguiría si don Juan no hubiera llegado a sacarme de un tirón.

-Ya descansaste bastante -dijo al jalarme para que me incorporara.

Me llevó muy calmadamente a caminar por la pe­riferia de la cima. Caminamos despacio y en silencio completo. Él parecía interesado en hacerme observar el paisaje en torno. Señalaba nubes o montañas con un movimiento de los ojos o de la barbilla.

El paisaje de atardecer era espléndido. Evocaba en mí sensaciones de reverencia y desesperanza. Me re­cordaba escenas vistas en la niñez.

Trepamos a la parte más alta del cerro, una punta de roca ígnea, y nos sentamos cómodamente de espaldas contra la roca, mirando al sur. La extensión in­terminable de tierra que se veía en esa dirección era en verdad majestuosa.

-Graba todo esto en tu memoria -me susurró don ,Juan al oído-. Este sitio es tuyo. Esta mañana viste, y ésa fue la señal. Encontraste este sitio viendo. La señal fue inesperada, pero se presentó. Vas a cazar poder, te guste o no. No es una decisión humana, no es tuya ni mía.

"Ahora, hablando con propiedad, este cerro es tu lugar, tu querencia; todo lo que te rodea está bajo tu cuidado. Debes cuidar todo lo de aquí y todo, a su vez, te cuidará."

En son de broma le pregunté si todo era mío. Dijo sí en un tono muy serio. Riendo, le dije que lo que hacíamos me recordaba la historia de cómo los espa­ñoles que conquistaron el Nuevo Mundo dividieron la tierra en nombre de su rey. Solían trepar a la cima de una montaña y reclamar toda la tierra que podían ver en cualquier dirección específica.

-Ésa es una buena idea -dijo-. Voy a darte toda la tierra que puedes ver, no en una dirección sino en todo tu alrededor.

Se puso en pie y señaló con la mano extendida, gi­rando el cuerpo para cubrir un círculo completo.

-Toda esta tierra es tuya -dijo.

-Reí con fuerza. Él soltó una risita y preguntó:

-¿Por qué no? ¿Por qué no puedo darte esta tierra?

-No es usted el dueño -dije.

-¿Y qué? Tampoco los españoles eran los dueños, pero de todos modos la dividían y la regalaban. Con­que ¿por qué no puedes tomar posesión de ella en la misma vena?

 Lo escudriñé para ver si podía detectar el verda­dero estado de ánimo del rostro risueño. Tuvo una explosión de risa y casi se cae de la roca.

-Toda esta tierra, hasta donde puedes ver, es tuya -prosiguió, aún sonriente-. No para usarla sino para recordarla. Pero este cerro es tuyo para que lo uses el resto de tu vida. Te lo doy porque tú mismo lo hallaste. Es tuyo. Acéptalo.

Reí, pero don Juan parecía hablar muy en serio. A excepción de su sonrisa chistosa, tenía toda la cara de creer que podía darme aquel cerro.

-¿Por qué no? -preguntó como leyendo mis pen­samientos.

-Lo acepto -dije medio en broma.

Su sonrisa desapareció. Achicó los ojos para mi­rarme.

-Cada piedra y guijarro y planta sobre este cerro, especialmente en la cima, está bajo tu cuidado -di­jo-. Cada gusano que vive aquí es tu amigo. Pue­des usarlos y ellos pueden usarte.

Permanecimos en silencio unos minutos. Mis pen­samientos eran inusitadamente escasos. Sentía vaga­mente que este súbito cambio de ánimo anunciaba algo en mí, pero no me hallaba temeroso ni apren­sivo. Simplemente ya no quería hablar. De algún modo, las palabras se antojaban inexactas, y sus sig­nificados difíciles de precisar. Jamás había yo sentido eso con respecto a las palabras, y al darme cuenta de mi ánimo insólito me apresuré a hablar.

-¿Pero qué puedo hacer con este cerro, don Juan?

-Grábate en la memoria cada uno de sus detalles. Éste es el sitio al que vendrás en tu soñar. Éste es el sitio donde te encontrarás con los poderes, donde al­gún día se te revelarán secretos.

"Estás cazando poder y éste es tu sitio, el sitio don­de juntarás tus recursos.

"Ahora esto no tiene sentido para ti. Conque deja que sea un sinsentido, por lo pronto."

Bajamos de la roca y me llevó a una pequeña de­presión, a manera de cuenco, en el lado oeste del cerro. Allí nos sentamos a comer.

Sin lugar a dudas había algo indescriptiblemente placentero para mí en, lo alto de ese cerro. Comer, como descansar, era una exquisita sensación desco­nocida.

La luz del sol poniente tenía un resplandor inten­so, casi cobrizo, y todo alrededor parecía untado de un tinte dorado. Me hallaba entregado por entero a observar el paisaje; ni siquiera deseaba pensar.

Don Juan me habló casi en un susurro. Me dijo que observara cada detalle del entorno, por más pe­queño y trivial que pareciera. Especialmente los ele­mentos del paisaje que eran más prominentes por el lado del poniente. Me indicó mirar el sol sin enfo­carlo, hasta que desapareciera tras el horizonte.

Los últimos minutos de luz, inmediatamente antes de que el sol llegara a un palio de nubes bajas o de niebla, fueron magníficos en el sentido total de la ex­presión. Era como si el sol inflamase la tierra, la encendiera como una hoguera. Tuve en la cara una sensación de rojez.

-¡Párate! -gritó don Juan, jalándome.

Se apartó de un salto y me ordenó, en tono impera­tivo pero urgente, trotar en el sitio donde me hallaba de pie.

 Mientras corría sin avanzar, empecé a sentir una calidez invadir mi cuerpo. Era una calidez cobriza. La sentía en el paladar y en el "techo" de los ojos. Era como si la parte superior de mi cabeza ardiese en un fuego fresco que irradiaba algo así como un brillo de cobre.

Algo dentro de mí me hizo trotar más y más rápi­do conforme el sol empezaba a desaparecer. En de­terminado momento me sentí en verdad tan ligero que hubiera podido volar. Don Juan asió con mucha firmeza mi muñeca derecha. La sensación causada por la presión de su mano me devolvió un sentido de sobriedad y compostura. Me dejé caer en el suelo y él se sentó junto a mí.

Tras unos minutos de reposo se puso calladamen­te en pie, me tocó el hombro y me hizo seña de se­guirlo. Volvimos a escalar hasta la punta de roca ígnea donde habíamos estado antes. La roca nos es­cudaba del viento frío. Don Juan rompió el silencio.

-Fue una estupenda señal -dijo-. ¡Qué extra­ño! Sucedió al terminar el día. Tú y yo somos muy distintos. Tú eres más criatura de la noche. Yo pre­fiero el brillo joven de la mañana. O mejor dicho, el brillo del sol matutino me busca, pero de ti se es­conde. En cambio, el sol poniente te bañó. Sus lla­mas te abrasaron sin quemarte. ¡Qué extraño!

-¿Por qué es extraño?

-Nunca lo había visto pasar. La señal, cuando sucede, ha sido siempre en el reino del sol joven.

-¿Por qué es así, don Juan?

-No es hora de hablar de eso -repuso, cortante-. El conocimiento es poder. Toma mucho tiempo jun­tar el poder suficiente incluso para hablar de él.

 Traté de insistir, pero él cambió de tema abrupta­mente. Inquirió sobre mi progreso en "soñar".

Yo había empezado a soñar en sitios específicos, como la escuela y las casas de algunos amigos.

-¿Estabas en esos sitios durante el día o durante la noche? -preguntó.

Mis sueños correspondían con la hora del día a la que solía estar en tales sitios: en la escuela durante el día, en casa de mis amigos por la noche.

Sugirió que probara yo "soñar" mientras echaba una siesta de día, y ver si podía visualizar el sitio elegido como estaba a la hora en que yo "soñaba". Si yo "soñaba" de noche, mis visiones del local debían ser nocturnas. Dijo que lo que uno experimenta al "soñar" debe ser congruente con la hora en que el "soñar" tiene lugar; de otra forma las visiones que uno tenga no serán "soñar", sino sueños comunes.

-Para ayudarte debías escoger un objeto determi­nado que pertenezca al sitio donde quieres ir, y en­focar en él tu atención -prosiguió-. En este cerro, por ejemplo, tienes ya una planta determinada que debes observar hasta que tenga un lugar en tu me­moria. Puedes regresar aquí en tu soñar simplemen­te recordando esa planta, o recordando esta roca don­de estamos sentados, o recordando cualquier otra cosa de aquí. Es más fácil viajar al soñar cuando pue­des enfocarte en un sitio de poder, como éste. Pero si no quieres venir aquí puedes usar cualquier otro sitio. A lo mejor la escuela donde vas es para ti un sitio de poder. Úsalo. Enfoca tu atención en cual­quier objeto de allí, y luego encuéntralo al soñar.

"Del objeto específico que recuerdes, debes volver a tus manos, y luego a otro objeto y así sucesivamente.

 "Pero ahora debes enfocar la atención en todo lo que existe encima de este cerro, porque éste es el sitio más importante de tu vida."

Me miró como sondeando el efecto de sus palabras.

-Éste es el sitio en que morirás -dijo con voz suave.

Me moví con nerviosismo, cambiando de postura, y él sonrió.

-Tendré que venir contigo una y otra vez a este cerro -dijo-. Y luego tú tendrás que venir solo hasta que estés saturado de él, hasta que el cerro te rezume. Sabrás la hora en que estés lleno de él. Este cerro, como es ahora, será entonces el sitio de tu úl­tima danza.

-¿Qué quiere usted decir con mi última danza, don Juan?

-Ésta es tu última parada -dijo-. Morirás aquí, estés donde estés. Cada guerrero tiene un sitio para morir. Un sitio de su predilección, donde eventos poderosos dejaron su huella; un sitio donde ha pre­senciado maravillas, donde se le han revelado secre­tos; un sitio donde ha juntado su poder personal.

"Un guerrero tiene la obligación de regresar a ese sitio de su predilección cada vez que absorbe poder, para guardarlo allí. Va allí caminando o bien soñando.

"Y por fin, un día que su tiempo en la tierra ha terminado y siente el toque de la muerte en el hom­bro izquierdo, su espíritu, que siempre está listo, vuela al sitio de su predilección y allí el guerrero baila ante su muerte.

"Cada guerrero tiene una forma específica, una de­terminada postura de poder, que desarrolla a lo largo de su vida. Es una especie de danza. Un movimiento que él hace bajo la influencia de su poder personal."

"Si el guerrero moribundo tiene poder limitado, su danza es corta; si su poder es grandioso, su danza es magnífica. Pero ya sea su poder pequeño o magnifi­co, la muerte debe pararse a presenciar su última pa­rada sobre la tierra. La muerte no puede llevarse al guerrero que cuenta por última vez la labor de su vida, hasta que haya acabado su danza."

Las palabras de don Juan me dieron un escalofrío. El silencio, el crepúsculo, el espléndido paisaje: todo parecía haber sido colocado allí como tramoya para la imagen de la última danza de poder de un guerrero.

-¿Puede usted enseñarme esa danza aunque no sea yo guerrero? -pregunté.

-Todo hombre que caza poder tiene que aprender esa danza -repuso-. Pero no te la puedo enseñar ahora. Tal vez tengas pronto un adversario que valga la pena y entonces te enseñaré el primer movimiento de poder. Tú mismo debes añadir los otros conforme sigas viviendo. Cada movimiento debe adquirirse du­rante una lucha de poder. Así que, hablando con propiedad, la postura, la forma de un guerrero, es la historia de su vida, una danza que crece conforme él crece en poder personal.

-¿De veras se para la muerte a ver bailar al gue­rrero?

-Un guerrero no es más que un hombre. Un hom­bre humilde. No puede cambiar los designios de su muerte. Pero su espíritu impecable, que ha juntado poder tras penalidades enormes, puede ciertamente detener a su muerte un momento, un momento lo bastante largo para permitirle regocijarse por última vez en el recuerdo de su poder. Podemos decir que ése es un gesto que la muerte tiene con quienes po­seen un espíritu impecable.

Experimenté una angustia avasalladora y hablé sólo por aliviarla. Le pregunté si había conocido guerre­ros que murieron, y en qué forma su última danza había afectado su morir.

-Ya párale -dijo con sequedad-. Morir es algo monumental. Es algo mucho más que estirar la pata y ponerte tieso.

-¿Bailaré yo también ante mi muerte, don Juan?

-Sin duda. Estás cazando poder personal aunque todavía no vivas como guerrero. Hoy el sol te dio una señal. Lo mejor que produzcas en el trabajo de tu vida se hará al final del día. Por lo visto no te gusta el joven resplandor de la luz temprana. Viajar en la mañana no te llama la atención. Pero tu gusto es el sol poniente, amarillo viejo, y maduro. No te gusta el calor, te gusta el resplandor.

"Y así bailarás ante tu muerte, aquí, en la cima de este cerro, al acabar el día. Y en tu última danza dirás de tu lucha, de las batallas que has ganado y de las que has perdido; dirás de tus alegrías y des­conciertos al encontrarte con el poder personal. Tu danza hablará de los secretos y las maravillas que has atesorado. Y tu muerte se sentará aquí a observarte.

"El sol poniente brillará sobre ti sin quemar, como lo hizo hoy. El viento será suave y dulce y tu cerro temblará. Al llegar al final de tu danza mirarás el sol, porque nunca volverás a verlo ni despierto ni soñando, y entonces tu muerte apuntará hacia el sur. Hacia la inmensidad."

 

XIV. LA MARCHA DE PODER

 

Sábado, abril 8, 1962

 

-¿Es la muerte un personaje, don Juan? -pregunté al tomar asiento en el pórtico.

Hubo un aire de desconcierto en la mirada de don Juan. Estaba sosteniendo una bolsa de provisio­nes que yo le había traído. La dejó cuidadosamente en el suelo y se sentó frente a mí. Me sentí animado y expliqué que deseaba saber si la muerte era una persona, o semejante a una persona, cuando obser­vaba la última danza de un guerrero.

-¿Es importante saber esto? -preguntó don Juan.

Le dije que la imagen me resultaba fascinante y deseaba saber cómo llegó a ella. Cómo sabía que así era.

-Es muy sencillo -dijo-. Un hombre de conoci­miento sabe que la muerte es el último testigo por­que la ve.

-¿Quiere decir que usted mismo ha presenciado la última danza de un guerrero?

-No. No se puede ser testigo de eso. Sólo la muer­te puede. Pero he visto a mi propia muerte observar­me, y he bailado ante ella como si me estuviera mu­riendo. Al final de mi danza, la muerte no apuntó. en ninguna dirección, ni el sitio de mi predilección se estremeció diciéndome adiós. De modo que mi tiempo sobre la tierra no se había acabado todavía, y no morí. Cuando todo eso tuvo lugar, yo tenía poder limitado y no entendía los designios de mi propia muerte; por eso creía estarme muriendo.

-¿Era su muerte como una persona?

-Ya te estás haciendo el loco otra vez. Piensas que todo lo vas a entender haciendo preguntas. Yo no creo que lo logres, pero ¿quién soy para decir?

"La muerte no es como una persona. Es más bien una presencia. Pero también podría uno decir que no es nada y sin embargo es todo. Uno tendría razón en todos aspectos. La muerte es cualquier cosa que uno desee.

"Yo me siento a gusto con la gente, de modo que la muerte es para mí una persona. También soy dado a los misterios, de modo que la muerte tiene para mí ojos huecos. Puedo mirar a través de ellos. Son como dos ventanas, pero se mueven como ojos. Así puedo decir que la muerte, con sus ojos huecos, mira a un guerrero mientras él baila por última vez en la tierra."

-¿Pero es, así sólo para usted, don Juan, o es lo mismo para otros guerreros?

-Es lo mismo para cada guerrero que tiene una danza de poder, y sin embargo no lo es. La muerte presencia la última danza del guerrero, pero la ma­nera en que el guerrero ve a su muerte es asunto personal. Puede ser cualquier cosa: un pájaro, una luz, una persona, una mata, una piedrita, un trozo de niebla, o una presencia desconocida.

Esas imágenes de la muerte me inquietaron. No pude hallar palabras adecuadas para dar voz a mis preguntas, y tartamudeé. Don Juan me miró con fi­jeza, sonriendo, y me animó a hablar.

 Le pregunté si la forma en que un guerrero veía a su muerte dependía de cómo lo hubieran educado. Usé como ejemplos a los indios yumas y yaquis. Mi propia idea era que la cultura determinaba el modo en que uno se representaba a la muerte.

-No importa cómo lo hayan criado a uno -dijo él-. Lo que determina el modo en que uno hace cualquier cosa es el poder personal. Un hombre no es más que la suma de su poder personal, y esa suma determina cómo vive y cómo muere.

-¿Qué es el poder personal?

-El poder personal es un sentimiento -dijo-. Algo como tener suerte. O podríamos llamarlo un estado de ánimo. El poder personal es algo que uno adquiere sin importar su propio origen. Ya te he di­cho que un guerrero es un cazador de poder, y que te estoy enseñando a cazarlo y guardarlo. Lo difícil contigo, que es lo difícil con todos nosotros, es que te convenzas. Necesitas creer que el poder personal puede usarse y que es posible guardarlo, pero hasta ahora no te has convencido.

Le dije que se había dado a entender y que yo estaba tan convencido como jamás lo estaría. Rió.

-No hablo de ese tipo de convicción -dijo.

Dio dos o tres puñetazos suaves en mi hombro y añadió con un cacareo:

-No necesito que me sigas la corriente, ya lo sabes

Me sentí obligado a asegurarle que hablaba en serio.

-No lo dudo -dijo-. Pero estar convencido sig­nifica que puedes actuar por ti mismo. Todavía te costará una gran cantidad de esfuerzo el hacerlo.

 Queda mucho por hacer. Apenas empiezas.

Quedó en silencio un momento. Su rostro adqui­rió una expresión de placidez.

-Es muy extraño, pero a veces me haces acordar a mí mismo -prosiguió-. Tampoco yo quería seguir el camino del guerrero-. Creía que tanto trabajo era para nada, y puesto que todos vamos a morir, ¿qué importaba el ser guerrero? Me equivocaba. Pero tuve que descubrirlo por mi propia cuenta. Cuando llegues a descubrir que te equivocas, y que cierta­mente hay un mundo de diferencia, podrás decir que estás convencido. Y entonces puedes seguir adelante por tu cuenta. Y a lo mejor, por tu cuenta, hasta te haces hombre de conocimiento.

Le pedí explicar qué quería decir con hombre de conocimiento.

-Un hombre de conocimiento es alguien que ha seguido de verdad las penurias del aprendizaje -di­jo-. Un hombre que, sin apurarse ni desfallecer, ha llegado lo más lejos que puede en desentrañar los secretos del poder personal.

Discutió el concepto en términos breves y luego lo desechó como tema de conversación, diciendo que yo sólo debía preocuparme por la idea de almacenar poder personal.

-Eso es incomprensible -protesté-. De veras, no puedo figurarme qué es lo que está usted diciendo.

-Cazar poder es un evento peculiar -dijo-. Pri­mero tiene que ser una idea, luego hay que arreglarlo, paso a paso, y luego ¡pum! Sucede.

-¿Cómo sucede?

Don Juan se puso en pie. Empezó a estirar los bra­zos, arqueando la espalda como gato. Sus huesos, como de costumbre, produjeron una serie de sonidos chasqueantes.

-Vámonos -dijo-. Tenemos que hacer un largo viaje.

-Pero tengo tantas cosas que preguntarle -dije.

-Vamos a un sitio de poder -respondió al entrar en su casa-. ¿Por qué no guardas tus preguntas para cuando estemos allí? A lo mejor tenemos oportunidad de hablar.

Pensé que iríamos en coche, de modo que me le­vanté y fui a mi auto, pero don Juan me llamó desde la casa y me indicó tomar mi red con guajes. Me estaba esperando a la orilla del chaparral desértico detrás de su casa.

-Hay que apurarse -dijo.

 

A eso de las tres de la tarde llegamos a las primeras faldas de la Sierra Madre occidental. Había sido un día cálido, pero hacia el atardecer el viento se enfrió. Don Juan tomó asiento en una roca y me hizo seña de imitarlo.

-¿Qué vamos a hacer aquí esta vez, don Juan?

-Sabes muy bien que venimos a cazar poder.

-Lo sé. ¿Pero qué vamos a hacer aquí en par­ticular?

-Sabes que no tengo la menor idea.

-¿Quiere usted decir que nunca sigue un plan?

-Cazar poder es un asunto muy extraño -dijo-. No hay manera de planearlo por anticipado. Eso es lo emocionante. Pero de todos modos un guerrero procede como si tuviera un plan, porque confía en su poder personal. Sabe de cierto que lo hará actuar en la forma más apropiada.

 Señalé que sus aseveraciones eran de alguna ma­nera contradictorias. Si un guerrero ya tenía poder personal, ¿por qué iba a cazarlo?

Don Juan alzó las cejas e hizo un falso gesto de fastidio.

-Tú eres el que está cazando poder personal -di­jo-. Y yo soy el guerrero que ya tiene. Me pregun­taste si tenía un plan y yo dije que confío en que mi poder personal me guíe y que no necesito tener un plan.

Nos quedamos allí un momento y luego echamos a andar nuevamente. Las cuestas eran muy empina­das, y treparlas me resultaba muy difícil y extrema­damente fatigoso. Por otra parte, el vigor de don Juan parecía no tener fin. No corría ni se apresuraba. Su andar era continuo e incansable. Noté que ni si­quiera sudaba, incluso después de trepar una ladera enorme y casi vertical. Cuando yo llegué a su parte superior, don Juan ya estaba allí, esperándome. Al sentarme junto a él sentí que el corazón se me iba a salir del pecho. Me acosté bocarriba y el sudor manó, literalmente, de mis cejas.

Don Juan rió con fuerza y me rodó de un lado a otro durante un rato. El movimiento me ayudó a re­cobrar el aliento.

Le dije que su aptitud física me tenía en verdad atónito.

-Todo el tiempo he estado tratando de dártela a notar -dijo.

-¡Usted no es viejo para nada, don Juan!

-Claro que no. He estado tratando de que lo notes.

-¿Cómo le hace usted?

-No hago nada. Mi cuerpo se siente perfectamente, eso es todo. Me trato muy bien; por eso no tengo motivo para sentirme cansado o incómodo. El secre­to no está en lo que tú mismo te haces, sino más bien en lo que no haces.

Esperé una explicación. Él parecía consciente de mi incapacidad de comprender. Sonrió y se puso de pie.

-Éste es un sitio de poder -dijo-. Encuentra un lugar para que acampemos aquí en esta cima.

Empecé a protestar. Quería que me explicara qué era lo que no debía yo hacerle a mi cuerpo. Hizo un gesto imperioso.

-Déjate de tonterías -dijo con suavidad-. Esta vez nada más actúa, para variar. No importa cuánto te tardes en hallar un sitio apropiado para descansar. Tal vez te lleve toda la noche. Tampoco es impor­tante que halles el sitio; lo importante es que trates de hallarlo.

Guardé mi bloque de notas y me puse en pie. Don Juan me recordó, como había hecho incontables veces -siempre que me había pedido hallar un lu­gar de reposo-, que mirara sin enfocar ningún si­tio particular, achicando los ojos hasta emborronar la visión.

Eché a andar, escudriñando el suelo con mis ojos entrecerrados. Don Juan caminaba un metro a mi derecha y un par de pasos atrás de mí.

Cubrí primero la periferia de la cima. Mi intención era ir en espiral hacia el centro. Pero cuando hube cubierto la circunferencia de la cima, don Juan me hizo detenerme.

Me acusó de permitir que mi preferencia por las rutinas tomara las riendas. En tono sarcástico añadió que ciertamente cubría yo el área en forma sistemática, pero de un modo tan seco y estéril que no sería capaz de percibir el sitio convenientes Dijo que él mismo sabía donde estaba dicho sitio, de modo que no había posibilidad de improvisaciones por mi parte.

-¿Qué debería hacer entonces en lugar de esto? -pregunté.

Don Juan me hizo sentarme. Luego arrancó una sola hoja de diversos arbustos y me las dio. Me ordenó acostarme de espaldas y aflojar mi cinturón y poner las hojas contra la piel de mi región umbilical. Su­pervisó mis movimientos y me indicó presionar con ambas manos las hojas contra mi cuerpo. Luego me ordenó cerrar los ojos y me advirtió que, si deseaba resultados perfectos, no debía soltar las hojas, ni abrir los ojos, ni tratar de sentarme cuando él moviese mi cuerpo a una posición de poder.

Me agarró por el sobaco derecho y me dio vuelta. Tuve un invencible deseo de atisbar a través de mis párpados entreabiertos, pero don Juan me puso la mano sobre los ojos. Me ordenó ocuparme únicamen­te de la sensación de calor que saldría de las hojas.

Después de yacer inmóvil un momento, empecé a sentir una extraña calidez que emanaba de las hojas. Primero la noté en las palmas de las manos, luego se extendió a mi abdomen, y por fin invadió literal­mente todo mi cuerpo. En cuestión de minutos mis pies ardían con un calor que me recordaba momen­tos en que tuve alta temperatura.

Hablé a don Juan de la sensación desagradable y el deseo de quitarme los zapatos. Él dijo que me iba a ayudar a incorporarme, que no abriera los ojos hasta que él me dijese, y que continuara apretando las hojas contra mi estómago hasta encontrar el sitio adecuado para descansar.

Cuando estuve de pie, me susurró al oído que abriera los ojos y caminara sin plan, dejando que el poder de las hojas me jalara y me guiara.

Empecé a caminar al azar. El calor de mi cuerpo era desagradable. Creí que tenía fiebre, y me abstraje tratando de concebir por qué medios la había producido don Juan.

Él caminaba tras de mí. De pronto soltó un grito que casi me paralizó. Explicó, riendo, que los ruidos bruscos espantan a los espíritus no gratos. Achiqué los ojos y anduve de un lado a otro durante cosa de media hora. En ese tiempo, el incómodo calor de mi cuerpo se convirtió en una tibieza placentera. Expe­rimenté una sensación de ligereza al recorrer la cima hacia adelante y hacia atrás. Sin embargo, me sentía desilusionado; por algún motivo había esperado no­tar algún tipo de fenómeno visual, pero no había el menor cambio en la periferia de mi campo de visión: ni colores insólitos, ni resplandor, ni masas oscuras.

Por fin me cansé de tener los ojos entrecerrados y los abrí. Me hallaba frente a una pequeña saliente de piedra arenisca, uno de los pocos lugares yermos y rocosos en la cima; el resto era tierra con pequeños arbustos muy espaciados. Al parecer la vegetación se había quemado algún tiempo antes y los nuevos bro­tes no maduraban aún por completo. Por alguna razón desconocida, la saliente arenisca me pareció hermosa. Estuve largo rato parado mirándola. Y lue­go, simplemente, me senté en ella.

-¡Bien! ¡Bien! -dijo don Juan y me palmeó la espalda.

 Luego me dijo que sacara cuidadosamente las hojas de bajo mis ropas y las colocase en la roca.

Apenas hube retirado las hojas de mi piel, empecé a refrescarme. Me tomé el pulso. Parecía normal.

Don Juan rió y me dijo "doctor Carlos" y me pre­guntó si no le tomaba el pulso también a él. Dijo que lo que sentí fue el poder de las hojas, y que ese poder me despejó y me permitió cumplir mi tarea.

Afirmé, con toda sinceridad, que no había hecho nada en particular, y que me senté en ese sitio por­que estaba cansado y porque el color de la piedra me resultó muy atrayente.

Don Juan no dijo nada. Estaba parado cerca de mí. Súbitamente saltó hacia atrás, corrió con agilidad increíble y, saltando unos arbustos, llegó a una alta cresta de rocas, a cierta distancia.

-¿Qué pasa? -pregunté, alarmado.

-Vigila la dirección en la que el viento se llevará tus hojas -dijo-. Cuéntalas rápido. El viento viene. Guarda la mitad y vuélvetelas a poner en la barriga.

Conté veinte hojas. Metí diez bajo mi camisa, y entonces una fuerte racha de viento esparció las otras diez en una dirección occidental. Al ver volar las ho­jas, tuve la extraña sensación de que una entidad real las barría deliberadamente hacia la masa amorfa de matorrales verdes.

Don Juan volvió a donde me hallaba y se sentó junto a mí, a mi izquierda, mirando al sur.

No dijimos palabra en largo tiempo. Yo no sabía qué decir. Estaba exhausto. Quería cerrar los ojos, pero no me atrevía. Don Juan debe haber notado mi condición y dijo que estaba bien dormirse. Me indicó poner las manos en el abdomen, sobre las hojas, y tratar de sentir que me hallaba suspendido en el le­cho de "cuerdas" que él me había preparado en el "sitio de mi predilección". Cerré los ojos, y el recuer­do de la paz y plenitud que experimenté durmiendo en aquel otro cerro me invadió. Quise descubrir si en verdad podía sentirme suspendido, pero me dormí.

Desperté justamente antes del crepúsculo. El sueño me había refrescado y vigorizado. Don Juan también se había dormido. Abrió los ojos al mismo tiempo que yo. Soplaba viento, pero yo no tenía frío. Las hojas sobre mi estómago parecían haber actuado como estufa, como una especie de calentador.

Examiné el derredor. El sitio que había elegido para descansar era como una pequeña cuenca. Era posible sentarse en él como en un diván largo; había suficiente muro rocoso para servir de respaldo. Tam­bién descubrí que don Juan había traído mis libre­tas y las había puesto bajo mi cabeza.

-Hallaste el sitio correcto -dijo con una son­risa-. Y toda la operación tuvo lugar como yo te dije. El poder te guió aquí sin ningún plan de tu parte.

-¿Qué clase de hojas me dio usted? -pregunté.

El calor que irradiaba de las hojas y me conser­vaba en un estado tan cómodo sin mantas ni ropa gruesa, era en verdad un fenómeno absorbente para mí.

-Nada más eran hojas -dijo don Juan.

-¿Quiere usted decir que yo podría agarrar hojas de cualquier arbusto y me producirían el mismo efecto?

-No. No quiero decir que tú mismo puedas hacer eso. Tú no tienes poder personal. Quiero decir que cualquier clase de hojas ayuda, siempre y cuando la persona que te las dé tenga poder. Lo que te ayudó hoy no fueron las hojas, sino el poder.

-¿El poder de usted, don Juan?

-Supongo que puedes decir que fue mi poder, aunque eso no es realmente exacto. El poder no per­tenece a nadie. Algunos de nosotros podemos guardarlo, y luego se le podría dar directamente a otra persona. Verás, la clave del poder así guardado es que sólo puede usarse para ayudar a alguien más a guardar poder.

Le pregunté si eso significaba que su poder estaba limitado exclusivamente a ayudar a los otros. Don Juan explicó pacientemente que él podía usar su po­der personal en la forma que quisiera, en cualquier cosa que deseara, pero cuando se trataba de darlo directamente a otra persona, era inútil a menos que esa persona lo utilizara para su propia búsqueda de poder personal.

-Todo lo que hace un hombre gira sobre su po­der personal -prosiguió don Juan-. Así pues, para quien no tiene, los hechos de un hombre poderoso son increíbles. Se necesita poder hasta para concebir lo que es el poder, Esto es lo que he estado tratando dé decirte todo el tiempo. Pero sé que no entiendes, no porque no quieras sino porque tienes muy poco poder personal.

-¿Qué debo hacer, don Juan?

-Nada. Sigue como vas. El poder hallará el modo.

Se puso de pie y dio la vuelta en circulo completo, clavando la mirada en todo lo que había en torno. Su cuerpo se movía al mismo tiempo que sus ojos; el efecto total era el de un hierático juguete mecá­nico que giraba ejecutando un movimiento circular preciso e inmutable.

Lo miré con la boca abierta. Él ocultó una sonrisa, consciente de mi sorpresa.

-Hoy vas a cazar poder en la oscuridad del día -dijo y tomó asiento.

-¿Cómo dijo?

-Esta noche te aventurarás en aquellos cerros des­conocidos. En la oscuridad esos no son cerros.

-¿Qué son?

-Son otra cosa. Algo que no te imaginas, porque nunca has presenciado su existencia.

-¿Qué quiere usted decir, don Juan? Siempre me asusta usted con esas cosas fantasmagóricas.

Se rió y pateó suavemente mi pantorrilla.

-El mundo es un misterio -dijo-. Y no es para nada cómo te lo representas

Pareció reflexionar un momento. Su cabeza empezó a subir y bajar rítmicamente; luego sonrió y añadió:

-Bueno, también es como te lo representas, pero eso no es todo lo que        hay en el mundo; hay mucho más. Has estado descubriendo eso todo el tiempo, y a lo mejor esta noche añades un pedazo más.

Su entonación me dio escalofríos.

-¿Qué planea usted? -pregunté.

-Yo no planeo nada. Todo lo decide el mismo poder que te permitió encontrar este sitio.

Don Juan se puso en pie y señaló algo a la dis­tancia. Supuse que deseaba que me levantase a mi­rar. Traté de incorporarme de un salto, pero antes de que pudiera enderezarme por entero don Juan me empujó hacia abajo con terrible fuerza.

 -No te pedí seguirme -dijo con voz severa. Luego suavizó el tono y añadió: -Esta noche la vas a pasar un poco difícil, y necesitarás todo el poder personal que puedas juntar. Quédate donde estás y guárdate para más tarde.

Explicó que no estaba señalando nada, sino sólo cerciorándose de que ciertas cosas estaban allí. Me aseguró que todo se hallaba en orden y que yo debía sentarme en silencio y ocuparme en algo, porque tenía mucho tiempo para escribir antes de que la oscuridad terminara de cubrir la tierra. Su sonrisa era contagiosa y muy confortante.

-¿Pero qué vamos a hacer, don Juan?

Meneó la cabeza de lado a lado en un gesto exa­gerado de incredulidad.

-¡Escribe! -ordenó y me volvió la espalda.

No me quedaba nada más que hacer. Trabajé en mis notas hasta que oscureció demasiado.

Don Juan conservó la misma posición todo el tiem­po que estuve trabajando. Parecía absorto en con­templar la distancia hacia el oeste. Pero apenas me detuve se volvió hacia mí y dijo en tono jocoso que las únicas maneras de callarme eran darme de comer, hacerme escribir o dormirme.

Sacó de su mochila un bulto pequeño, y ceremo­niosamente lo abrió. Contenía trozos de carne seca. Me dio uno y tomó otro para sí y empezó a mascarlo. Me informó, como al descuido, que era comida de poder, necesaria para ambos en esa ocasión. Yo estaba demasiado hambriento para pensar en la posibilidad de que la carne contuviese alguna sustancia psicotró­pica. Comimos en completo silencio hasta que la car­ne se acabó, y para entonces la oscuridad era total.

 Don Juan se puso en pie y estiró los brazos y la espalda. Me sugirió hacer lo mismo. Dijo que era buena costumbre estirar todo el cuerpo después de dormir, estar sentado o caminar.

Seguí su consejo y algunas de las hojas que conser­vaba bajo la camisa se escurrieron por las piernas de mi pantalón. Me pregunté si debería tratar de reco­gerlas, pero él dijo que lo olvidara, que ya no había ninguna necesidad de ellas y que las dejase caer don­de quisiera.

Entonces don Juan se acercó mucho y me susurró en el oído derecho que yo debía seguirlo muy de cerca e imitar todo lo que hiciera. Dijo que estába­mos a salvo en el sitio donde nos hallábamos, porque estábamos, por así decirlo, al filo de la noche.

-Esto no es la noche -susurró, pateando la roca donde pisábamos-. La noche está allá afuera.

Señaló la oscuridad que nos circundaba.

Luego revisó mí red portadora para ver si los gua­jes de comida y mis cuadernos de notas estaban ase­gurados, y en voz suave dijo que un guerrero siempre se cercioraba de que todo estuviese en orden, no por­que creyera que iba a sobrevivir la prueba que se hallaban a punto de emprender, sino porque era parte de su conducta impecable.

En vez de producirme alivio, sus admoniciones crea­ron la absoluta certeza de que mi fin se acercaba. Quise llorar. Don Juan, sin duda, tenía plena con­ciencia del efecto de sus palabras.

-Confía en tu poder personal -me dijo al oído-. Eso es todo lo que uno tiene en todo este mundo mis­terioso.

Me jaló con gentileza y echamos a andar. Tomó la delantera un par de pasos frente a mí. Lo seguí con la vista fija en el suelo. Por algún motivo no osaba mirar en torno, y enfocar los ojos en el suelo me daba una extraña calma; casi me hipnotizaba.

Tras un corto camino, don Juan se detuvo. Su­surró que la oscuridad total estaba cerca y que él iba a adelantarse, pero me daría su posición imitando el canto de cierto buho pequeño. Me recordó que yo ya conocía su imitación particular: rasposa al prin­cipio y después fluida como el canto de un buho ver­dadero. Me advirtió cuidarme muchísimo de otros cantos de tecolote que no llevaran esa marca.

Al terminar don Juan de darme esas instrucciones, yo era ya presa del pánico. Lo aferré por el brazo y me negué a soltarlo. Traté dos o tres minutos en calmarme lo suficiente para poder articular mis pala­bras. Una oleada nerviosa corría a lo largo de mi estómago y abdomen y me impedía hablar con cohe­rencia.

En voz tranquila y suave, don Juan me instó a dominarme, porque la oscuridad era como el viento: una entidad desconocida e indómita que podía enga­tusarme si no me cuidaba, para vérmelas con ella tenía que estar perfectamente calmo.

-Tienes que dejarte ir para que así tu poder per­sonal se aúne con el poder de la noche -me dijo a oído.

Dijo que iba a adelantarse y tuve un ataque de miedo irracional.

-Esto es una locura -protesté.

Don Juan no se enojó ni se impacientó. Rió calla­damente y me dijo al oído algo que no acabé de entender.

 -¿Qué dijo usted? -pregunté en voz alta, mientras mis dientes castañeteaban.

Don Juan me puso la mano en la boca y susurró que un guerrero actuaba como si supiera lo que ha­cía, aunque en realidad no sabía nada. Repitió una frase tres o cuatro veces, como si quisiera que yo la memorizara. Dijo:

-Un guerrero es impecable cuando confía en su poder personal sin importar que sea pequeño o enorme.

Tras una breve espera me preguntó si estaba bien. Asentí y se perdió velozmente de vista casi sin un sonido.

Traté de mirar en torno. Parecía hallarme en una zona de vegetación tupida. Sólo podía discernir la masa oscura de unos arbustos, o acaso árboles peque­ños. Concentré mi atención en los sonidos, pero nin­guno resaltaba. El silbar del viento sofocaba todos los otros ruidos, excepto el esporádico grito penetran­te de buhos grandes y el trinar de otras aves.

Aguardé un rato en un estado de atención extre­ma. Y entonces llegó el canto rasposo y prolongado de un buho pequeño. No dudé que fuera don Juan. Se oyó en un sitio a mis espaldas. Di la vuelta y eché a andar en esa dirección. Me movía despacio porque me sentía inextricablemente estorbado por las tinieblas.

Anduve unos diez minutos. De pronto, una masa oscura saltó frente a mí. Di un grito y caí hacia atrás, de nalgas. Mis oídos empezaron a zumbar. El susto fue tan grande que me cortó el aliento. Tuve que abrir la boca para respirar.

-Párate -dijo don Juan suavemente-. No quise asustarte. Nada más vine a tu encuentro.

Dijo que había estado observando mi absurda for­ma de andar, y que al moverme en la oscuridad pa­recía yo una viejita lisiada queriendo caminar de puntitas entre charcos de lodo. La imagen le hizo gracia y rió fuerte.

Procedió luego a mostrarme una forma especial de caminar en la oscuridad, una forma que llamaba "la marcha de poder". Se agachó frente a mí y me hizo pasar las manos sobre su espalda y sus rodillas, con el fin de darme una idea de la posición de su cuerpo. El tronco de don Juan estaba ligeramente inclinado hacia adelante, pero su espina se hallaba derecha. También sus rodillas estaban un poco dobladas.

Caminó despacio frente a mí para hacerme notar que alzaba las rodillas casi hasta el pecho cada vez que daba un paso. Y luego echó a correr perdiéndose de vista y regresó de nuevo. Yo no concebía cómo podía correr en la oscuridad total.

-La marcha de poder es para correr de noche -me susurró al oído.

Me instó a hacer la prueba. Le dije que sin duda me rompería las piernas al caer en una grieta o con­tra una roca. Don Juan dijo con mucha calma que la marcha de poder era completamente segura.

Le señalé que la única manera en que yo podía comprender sus actos era suponiendo que conocía a la perfección esos montes y así evitaba los peligros.

Don Juan tomó mi cabeza entre las manos y su­surró con energía:

-¡Ésta es la noche! ¡Y eso es poder!

Me soltó la cabeza y añadió, en voz suave, que de noche el mundo era distinto; y que su habilidad para correr en lo oscuro no tenía nada que ver con su conocimiento de esos cerros. Dijo que la clave era dejar al poder personal fluir libremente, para que se mezclara con el poder de la noche; una vez que ese poder tomaba las riendas no había posibilidad de res­balar. Agregó, en un tono de seriedad absoluta, que si yo lo dudaba debía recapacitar por un momento en lo que estaba pasando. Para un hombre de su edad, correr por el monte a esa hora sería suicida si el poder de la noche no lo estuviera guiando.

-¡Mira! -dijo, y corrió velozmente adentrándose en la oscuridad y regresó de nuevo.

Su cuerpo se movía en una forma tan extraordi­naria que yo no podía creer lo que veía. Corrió sin avanzar durante un momento. La manera como al­zaba las piernas me recordaba los ejercicios de calen­tamiento de los corredores.

Me dijo entonces que lo siguiera. Lo hice, tenso e incómodo en extremo. Con la mayor cautela tra­taba de ver dónde ponía los pies, pero era imposible juzgar la distancia. Don Juan regresó y trotó junto a mí. Susurró que yo debía abandonarme al poder de la noche y confiar en el poquito poder personal que tenía, pues de lo contrario nunca podría mover­me con libertad, y que la oscuridad me estorbaba sólo porque yo confiaba en mi vista para todo cuanto hacía, sin saber que otro modo de moverse era per­mitiendo que el poder fuera el guía.

Hice varios intentos sin ningún éxito. Simplemente no podía soltarme. El temor de dañarme las piernas era más fuerte que yo. Don Juan me ordenó seguirme moviendo en el mismo sitio y tratar de sentir que en verdad estaba usando la marcha de poder.

Dijo luego que iba a correr adelante, y que esperara su canto de tecolote. Desapareció en la oscuridad antes que yo pudiera responder. Cerrando a ratos los ojos, troté en el mismo sitio, con las rodillas y el tronco doblados, durante cosa de una hora. Poco a poco mi tensión empezó a disminuir, hasta que me sentí bastante a gusto. Entonces oí la señal de don Juan.

Corrí cinco o seis metros en la dirección de donde vino el sonido, tratando de "abandonarme", como don Juan había sugerido. Pero al tropezar en un ar­busto recobré de inmediato mis sentimientos de in­seguridad.

Don Juan me estaba esperando y corrigió mi pos­tura. Insistió en que primero plegara yo los dedos contra las palmas de las manos, estirando el pulgar y el índice. Luego dijo que, en su opinión, yo nada más me estaba, como siempre, entregando a mis sen­timientos de incapacidad, y que eso era absurdo pues­to que yo sabía de cierto que siempre me era posible ver bastante bien, por más oscura que estuviese la noche, si en vez de enfocar cualquier cosa barría con los ojos el suelo enfrente de mi. La marcha de poder era similar a la búsqueda de un sitio donde reposar. Ambos involucraban un sentido de abandono y un sentido de confianza. La marcha de poder requería que uno pusiera los ojos en el suelo directamente enfrente, porque cualquier vistazo a los lados produ­cía una alteración en el fluir del movimiento. Expli­có que era necesario inclinar el tronco hacia ade­lante para bajar los ojos, y que la razón para levantar las rodillas hasta el pecho era que los pasos debían ser cortos y seguros. Me advirtió que al principio tropezaría mucho, pero aseguro que, con práctica, po­dría yo correr con la misma rapidez y seguridad que a la luz del día.

Durante horas traté de imitar sus movimientos y de producirme el ánimo que recomendaba. Él, con mucha paciencia, trotaba en el mismo sitio enfrente de mí, o echaba una carrera corta y volvía a donde me hallaba, para enseñarme cómo se movía. Inclu­so me empujaba para hacerme correr unos cuantos metros.

Luego se fue y me llamó con una serie de gritos de buho. De alguna manera inexplicable, me moví con un grado inesperado de confianza en mí mismo. Que yo supiera, nada había hecho para despertar ese sentimiento, pero mi cuerpo parecía tener conoci­miento de las cosas sin pensar en ellas. Por ejemplo, no me era posible ver realmente las rocas dentadas en mi camino, pero mi cuerpo siempre se las arre­glaba para pisar los bordes y no las ranuras, con excepción de algunas ocasiones en que perdí el equi­librio por distraerme. El grado de concentración. necesario para ir barriendo el área directamente en­frente tenía que ser total. Como don Juan me había advertido, cualquier leve vistazo a los lados, o dema­siado lejos al frente, alteraba el fluir.

Localicé a don Juan tras una larga búsqueda. Es­taba sentado junto a unas formas oscuras que pare­cían ser árboles. Vino hacia mí y dijo que iba yo muy bien, pero era hora de terminar porque había estado usando su silbido bastante tiempo y de seguro ya para entonces otros podrían imitarlo.

 Estuve de acuerdo en que era hora de parar. Mis intentos me tenían al borde del agotamiento. Me sentí aliviado y le pregunté quién imitaría su lla­mado.

-.Poderes, aliados, espíritus, quién sabe -dijo en un susurro.

Explicó que esas "entidades de la noche" solían hacer sonidos muy melodiosos, pero se hallaban en desventaja para reproducir lo rasposo de los gritos humanos o los cantos de aves. Me recomendó dejar de moverme siempre que oyera un sonido de ésos, y tener en mente todo lo que él me decía, porque quizá alguna otra vez necesitara realizar la identificación correspondiente. En tono confortante, dijo que yo ya tenía una muy buena idea de cómo era la marcha de poder, y que para dominarlo no necesitaba sino un ligero empujón, que podíamos dejar para el fu­turo, cuando nos aventurásemos de nuevo en la no­che. Me dio palmaditas en el hombro y anunció que estaba listo para irse.

-Vámonos de aquí -dijo y echó a correr.

-¡Espere! ¡Espere! -grité, frenético-. Vamos ca­minando.

Don Juan se detuvo y se quitó el sombrero.

-¡Caray! -dijo en tono perplejo-. Estamos fre­gados. Ya sabes que no puedo caminar en lo oscuro. Sólo puedo correr. Me rompería las piernas si camino.

Tuve la sensación de que sonreía al decir eso, aun­que no podía verle la cara.

Añadió en tono confidencial que era demasiado viejo para caminar y que lo poquito de la marcha de poder que yo había aprendido esa noche debía estirarse para cumplir con la ocasión.

-Si no usamos la marcha de poder, nos cortarán como hierba -me susurró al oído.

-¿Quiénes?

-Hay cosas en la noche que actúan sobre la gente -susurró en un tono que me produjo escalofríos.

Dijo que no era importante que me mantuviera a la par con él, porque iba a dar señales repetidas -cuatro gritos de buho a la vez- para permitirme seguirlo.

Sugerí que nos quedáramos en esos montes hasta el amanecer y después nos fuéramos. Replicó, en un tono muy dramático, que permanecer allí sería sui­cida; e incluso si salíamos con vida, la noche habría chupado nuestro poder personal hasta el punto en que no podríamos evitar ser víctimas del primer azar del día.

-No perdamos más tiempo -dijo con un timbre de urgencia en la voz-. Vámonos de aquí.

Me aseguró que trataría de ir lo más despacio po­sible. Sus instrucciones finales fueron que no tratara yo de emitir sonido alguno, ni siquiera un jadeo, pasara lo que pasase. Me dio la dirección general que íbamos a seguir y empezó a correr a un paso marca­damente más lento. Lo seguí, pero por más despacio que él avanzara no podía mantenerme a la par, y no tardó en desaparecer en la oscuridad ante mis ojos.

Después de quedarme solo tomé conciencia de que había adoptado un andar bastante rápido sin darme cuenta. Y eso fue un choque para mí. Traté largo rato de mantener ese paso, y entonces oí el llamado de don Juan ligeramente a mi derecha. Silbó cuatro veces en sucesión.

Tras un rato muy corto volví a oír su canto de buho, esta vez totalmente a la derecha. Para seguirlo, tuve que dar una vuelta de cuarenta y cinco grados. Empecé a avanzar en la nueva dirección, esperando que los otros tres silbidos de la serie me permitieran una mejor orientación.

Oí un nuevo llamado, que colocaba a don Juan casi en la dirección de donde veníamos. Me detuve a escuchar. Oí un sonido muy nítido a corta distancia. Algo como dos piedras golpeadas una contra otra. Me esforcé por escuchar y noté una serie de ruidos suaves, como si alguien frotara dos piedras suavemente. Hubo otro canto de buho y entonces supe a qué se había referido don Juan. Había en el sonido algo verda­deramente melodioso. Era definitivamente más largo que el canto de un buho verdadero, e incluso más dulce.

Experimenté una extraña sensación de susto. Mi estómago se contrajo como si algo jalara hacia abajo la parte media de mi cuerpo. Di la vuelta y empecé a semitrotar en la dirección contraria.

Oí un apagado canto de buho en la distancia. Hubo una rápida sucesión de otros tres gritos. Eran de don Juan. Corrí en su dirección. Sentí que debía ya de estar como a medio kilómetro, y si mantenía ese paso no tardaría en dejarme irremediablemente solo en aquellos cerros. Yo no comprendía por qué don Juan se adelantaba, cuando podría haber corrido en torno mío, si necesitaba mantener ese paso.

Advertí entonces que algo parecía moverse conmi­go, a mi izquierda. Casi podía verlo en la periferia extrema de mi campo visual. Estaba a punto de ceder al pánico, pero una idea tranquilizante cruzó mi mente. No era posible que viese nada en la oscuridad. Quise mirar en esa dirección, pero temía perder impulso.

otro grito de buho me sacó bruscamente de mis deliberaciones. Venía de mi izquierda. No lo seguí porque era sin duda el grito más dulce y melodioso que jamás había oído. Sin embargo, no me asustó. Había en él algo muy atrayente, o quizá obsesivo, o incluso triste.

Entonces, una masa oscura muy veloz cruzó de iz­quierda a derecha delante de mí. Lo repentino de su movimiento me hizo mirar adelante, perdí el equili­brio y choqué ruidosamente contra unos arbustos. Caí de costado y entonces oí el sonido melodioso unos pasos a mi izquierda. Me levanté, pero antes de que pudiera avanzar de nuevo hubo otro sonido, más urgente y apremiante que el primero. Era como si algo que había allí quisiera hacer que me detuviese y escuchara. El sonido del canto de buho fue tan prolongado y suave que calmó mis temores. Me habría detenido en verdad, de no haber oído en ese preciso momento los cuatro silbidos rasposos de don Juan. Parecían más cerca. Di un salto y eché a correr en esa dirección.

Tras un momento noté de nuevo cierto parpadeo, o una onda, en la oscuridad a mi izquierda. No era propiamente una percepción visual, sino más bien un sentimiento, y sin embargo me hallaba casi se­guro de estarlo captando con los ojos. Se movía más aprisa que yo, y de nuevo cruzó de izquierda a de­recha, haciéndome perder el equilibrio. Esta vez no caí, y extrañamente el no caer me molestó. De pronto me puse furioso, y la incongruencia de mis sentimien­tos me produjo un verdadero pánico. Traté de acelerar mi paso. Quería lanzar yo mismo un canto de tecolote para que don Juan supiera mi paradero, pero no me atrevía a desobedecer sus instrucciones.

En ese momento, una cosa grotesca se presentó a mi atención. Había en verdad algo como un animal a mi izquierda, casi tocándome. Salté involuntaria­mente y viré a la derecha. El susto casi me sofocó. Me hallaba tan intensamente dominado por el miedo que no había pensamientos en mi mente mientras corría en las tinieblas lo más rápido posible. El miedo parecía ser una sensación física sin nada que ver con mis ideas. Esa condición me resultaba insólita. En él curso de mi vida, mis temores siempre habían tenida como marco una matriz intelectual, y se habían en­gendrado en situaciones sociales ominosas, o en rasgos peligrosos en la conducta de la gente hacia mí. Esta vez, empero, mi miedo era una verdadera novedad. Procedía de una parte desconocida del mundo y me afectaba en una parte desconocida de mi ser.

Oí un canto de buho muy cerca, ligeramente a mi izquierda. No pude captar los detalles de su timbre, pero parecía ser de don Juan. No era melodioso. Amainé mi carrera. Siguió otro canto. Tenía la aspe­reza de los silbidos de don Juan, de modo que apre­suré el paso. Llegó un tercer silbido, desde una dis­tancia muy corta. Pude discernir una masa oscura de rocas, o tal vez árboles. Oí otro grito de buho y pensé que don Juan me estaba esperando porque ya había­mos salido del campo de peligro. Me hallaba casi al filo del área más oscura cuando un quinto silbido me congeló. Pugné por mirar al frente, a la zona os­cura, pero un súbito sonido crujiente a mi izquierda me hizo volverme a tiempo para notar un objeto negro, más negro que el entorno, rodando o deslizándose a mi lado. Boqueando, me aparté de un salto. oí un chasquido, como si alguien chasqueara los labios, y entonces una masa oscura muy grande brotó de golpe del área más oscura. Era rectangular, como una puerta, y tendría dos y medio o tres metros de alto.

Su aparición repentina me hizo gritar. Por un mo­mento mi susto fue enteramente desproporcionado, pero un segundo después me hallaba inmerso en una calma impresionante, mirando la forma oscura.

Mis reacciones fueron, en lo que a mí concernía, otra novedad absoluta. Cierta parte de mí mismo parecía jalarme con extraña insistencia hacia el área oscura, mientras otra parte resistía. Era como si por un lado quisiera cerciorarme, y por otro tuviera ganas de salir corriendo histéricamente.

Apenas oía los silbidos de don Juan. Parecían muy cercanos y frenéticos; eran más largos y más rasposos, como si estuviera lanzándolos al correr hacia mí.

De pronto parecí recobrar el dominio de mí mismo y pude dar media vuelta, y durante un momento corrí exactamente como don Juan había querido que lo hiciera.

-¡Don Juan! -grité al encontrarlo.

Me puso la mano en la boca y me hizo seña de seguirlo, y ambos trotamos a un paso muy cómodo hasta llegar a la saliente de piedra arenisca donde estuvimos antes.

Nos sentamos en la saliente y permanecimos en completo silencio durante cosa de una hora, hasta el amanecer. Luego tomamos comida de los guajes. Don Juan dijo que debíamos permanecer en la saliente hasta mediodía, y que no íbamos a quedarnos dor­midos sino que hablaríamos como si no hubiese nada fuera de lo común.

Me pidió relatar con detalle todo lo ocurrido des­de el momento en que me dejó. Cuando terminé mi relato, permaneció en silencio un buen rato. Parecía inmerso en pensamientos profundos.

-La cosa no está tan buena que digamos -dijo por fin-. Lo que te sucedió anoche fue muy grave, tan grave que ya no puedes aventurarte solo en la noche. De ahora en adelante, las entidades de la no­che no te dejarán en paz.

-¿Qué me sucedió anoche, don Juan?

-Tropezaste con unas entidades que están en el mundo, y que actúan sobre la gente. No sabes nada de ellas porque nunca las has encontrado. Quizá sería más propio llamarlas entidades de las montañas; no pertenecen realmente a la noche. Las llamo entidades de la noche porque en la oscuridad se las puede per­cibir con mayor facilidad. Están aquí, a nuestro alre­dedor, a toda hora. Sólo que de día es más difícil percibirlas, simplemente porque el mundo nos es fa­miliar, y lo que es familiar se sale adelante. En cam­bio, en la oscuridad todo es igualmente extraño y muy pocas cosas se salen adelante, así que de noche somos más susceptibles a esas entidades.

-¿Pero son reales, don Juan?

-¡Seguro! Son tan reales que por lo común matan a la gente, sobre todo a los que se pierden en el mon­te y no tienen poder personal.

-Si usted sabía que son tan peligrosas, ¿por qué me dejó solo allí?

-Sólo hay un modo de aprender: poniendo manos a la obra. No tiene caso estar nomás hablando del poder. Si quieres conocer lo que es el poder, y si quie­res guardarlo, debes emprender todo por tu cuenta.

"El camino del conocimiento y el poder es muy difícil y muy largo. Habrás notado que, hasta ano­che, nunca te he dejado aventurarte solo en la oscu­ridad. No tenías suficiente poder para hacerlo. Ahora tienes suficiente para dar una buena batalla, pero no para quedarte solo en lo oscuro."

-¿Qué pasaría si lo hiciera?

-Morirías. Las entidades de la noche te aplasta­rían como a un bicho.

-¿Quiere eso decir que no puedo pasar la noche solo?

-Puedes pasar la noche solo en tu cama, pero no en el monte.

-¿Y en el llano?

-Te hablo del despoblado, donde no hay gente, y especialmente del despoblado de las montañas altas. Como las moradas naturales de las entidades de la noche son las rocas y las grietas, no puedes ir a las montañas de ahora en adelante, a menos que hayas guardado suficiente poder personal.

-¿Pero cómo puedo guardar poder personal?

-Lo estás haciendo al vivir como te he recomen­dado. Poco a poco estás tapando todos tus puntos de desagüe. No tienes que hacerlo en forma deliberada, porque el poder siempre encuentra un modo. Aquí me tienes a mí, por ejemplo. Yo no sabía que estaba guardando poder cuando empecé por vez primera a aprender las cosas del guerrero. Igual que tú, creí que no estaba haciendo nada en particular, pero no era así. El poder tiene la peculiaridad de que no se nota cuando se lo está guardando.

Le pedí explicar cómo había llegado a la conclu­sión de que era peligroso para mí quedarme solo en la oscuridad.

-Las entidades de la noche iban moviéndose a tu izquierda -dijo-. Trataban de aunarse con tu muer­te. Sobre todo la puerta que viste. Era una entrada, sabes, y te habría jalado hasta obligarte a cruzarla. Y ése habría sido tu fin.

Mencioné, lo mejor que pude, que me parecía muy extraño que siempre me pasaran cosas cuando él es­taba cerca, y que era como si él mismo hubiera estado urdiendo todos los sucesos. Las veces que yo había estado solo en el monte, de noche, todo había sido perfectamente normal y tranquilo. Jamás experimenté sombras ni ruidos extraños. De hecho, jamás me asustó nada.

Don Juan chasqueó la lengua suavemente y dijo que todo era prueba de que él tenía suficiente poder personal para llamar en su ayuda una miríada de cosas.

Tuve el sentimiento de que acaso insinuaba haber llamado realmente a algunas personas como confe­derados. Don Juan pareció leer mis pensamientos y rió fuerte.

-No te fatigues con explicaciones -dijo-. Lo que dije no tiene sentido para ti, simplemente porque to­davía no tienes bastante poder personal. Pero tienes más que al principio, así que han comenzado a pa­sarte cosas. Ya tuviste un poderoso encuentro con la niebla y el rayo. No es importante que comprendas lo que te pasó aquella noche. Lo importante es que hayas adquirido esa memoria. El puente y todo lo demás que viste aquella noche se repetirán algún día, cuando tengas bastante poder personal.

-¿Con qué objeto se repetiría todo eso, don Juan?

-No sé. Yo no soy tú. Sólo tú puedes responder. Todos somos distintos. Por eso tuve que dejarte solo anoche, aunque sabía que era mortalmente peligroso; tenías que tener un duelo con esas entidades. El mo­tivo por el que elegí el canto del tecolote fue porque los tecolotes son mensajeros de las entidades. Imitar el canto del tecolote las hace salir. Se volvieron peli­grosas para ti no porque sean malas de naturaleza, sino porque no fuiste impecable. Hay en ti algo muy torcido y yo sé lo que es. Nada más me estás llevando la corriente. Toda tu vida le has llevado la corriente a todo el mundo y eso, claro, te coloca automática­mente por encima de todos y de todo. Pero tú mismo sabes que eso no puede ser. Eres sólo un hombre, y tu vida es demasiado breve para abarcar todas las ma­ravillas y todos los horrores de este mundo prodigio­so. Por eso, tu manera de darle cuerda a la gente es una cosa asquerosa que te hace quedar muy mal.

Quise protestar. Don Juan había dado en el clavo, como docenas de veces anteriormente. Por un instante me enojé. Pero, como había sucedido antes, el escri­bir me dio el suficiente despego para permanecer impasible.

-Creo que tengo la cura -prosiguió don Juan tras un largo intervalo-. Hasta tú estarías de acuerdo conmigo si recordaras lo que hiciste anoche. Corriste tan rápido como cualquier brujo sólo cuando tu ad­versario se puso insoportable. Los dos sabemos eso y creo que ya te encontré un digno adversario.

 -¿Qué va usted a hacer, don Juan?

No respondió. Se puso en pie y estiró el cuerpo. Pareció contraer cada músculo. Me ordenó hacer lo mismo.

-Debes estirar tu cuerpo muchas veces durante el día -dijo-. Mientras más veces mejor, pero nada más después de un largo periodo de trabajo o un largo periodo de descanso.

-¿Qué clase de adversario me va usted a poner: -pregunté.

-Por desgracia, sólo nuestros semejantes son nues­tros dignos adversarios -dijo-. Otras entidades no tienen voluntad propia y hay que salirles al encuentro y sonsacarlas. Nuestros semejantes, en cambio, son implacables.

"Ya hemos hablado bastante- dijo don Juan en tono abrupto, y se volvió hacia mí-. Antes de irte debes hacer una última cosa, la más importante de todas. Ahora mismo voy a decirte algo para que sepas por qué estás aquí y te tranquilices. La razón de que sigas viniendo a verme es muy sencilla; todas las ve­ces que me has visto, tu cuerpo ha aprendido ciertas cosas, aun sin tú quererlo. Y finalmente ahora tu cuer­po necesita regresar conmigo para aprender más. Di­gamos que tu cuerpo sabe que va a morir, aunque tú jamás piensas en eso. Así pues, he estado dicién­dole a tu cuerpo que yo también voy a morir y que antes de eso me gustaría enseñarle ciertas cosas, cosas que tú mismo no puedes darle. Por ejemplo, tu cuer­po necesita sustos. Le gustan. Tu cuerpo necesita la oscuridad y el viento. Tu cuerpo conoce ya la marcha de poder y arde en deseos de probarlo. Tu cuerpo necesita poder personal y arde en deseos de tenerlo.

 Digamos, pues, que tu cuerpo regresa a verme porque soy amigo suyo."

Don Juan quedó en silencio largo rato. Parecía for­cejear con sus pensamientos.

-Ya te he dicho que el secreto de un cuerpo fuerte no consiste en lo que haces sino en lo que no haces -dijo por fin-. Ahora es tiempo de que no hagas lo que siempre haces. Siéntate aquí hasta que nos vayamos y no hagas.

-No le entiendo, don Juan.

Puso las manos sobre mis notas y me las quitó. Cerró cuidadosamente las páginas de mi libreta, la aseguró con su liga y luego la arrojó como un disco a lo lejos, al chaparral.

Sobresaltado, empecé a protestar, pero él me tapó la boca con la mano. Señaló un arbusto grande y me dijo que fijara mi atención, no en las hojas, sino en las sombras de las hojas. Dijo que el correr en la oscuridad, en vez de nacer del miedo, podía ser la reacción muy natural de un cuerpo jubiloso que sa­bía cómo "no hacer". Repitió una y otra vez, susurran­do en mi oído derecho, que "no hacer lo que yo sabía hacer" era la clave del poder. En el caso de mirar un árbol, lo que yo sabía hacer era enfocar inmediatamente el follaje. Nunca me preocupaban las sombras de las hojas ni los espacios entre las ho­jas. Sus recomendaciones finales fueron que empezara a enfocar las sombras de las hojas de una sola rama para luego, sin prisas, recorrer todo el árbol, y que no dejara a mis ojos volver a las hojas, porque el primer paso deliberado para juntar poder personal era permitir al cuerpo "no-hacer".

Acaso fue por mi fatiga o por mi excitación nerviosa, pero me abstraje a tal grado en las sombras de las hojas que para cuando don Juan se puso en pie yo ya casi podía agrupar las masas oscuras de sombra tan efectivamente como por lo común agrupaba el follaje. El efecto total era sorprendente. Dije a don Juan que me gustaría quedarme otro rato. Él rió y me dio palmadas en la cabeza.

-Te lo dije -repuso-. Al cuerpo le gustan estas cosas.

Luego me dijo que dejara a mi poder almacenado guiarme a través de los arbustos hasta mi libreta. Me empujó suavemente al chaparral. Caminé al azar un momento y entonces la encontré. Pensé que debía haber memorizado inconscientemente la dirección en que don Juan la arrojó. Él explicó el evento dicien­do que fui directamente a la libreta porque mi cuer­po se había empapado durante horas en "no-hacer".

 

XV. NO-HACER

 

Miércoles, abril 11, 1962

 

AL volver a su casa, don Juan me recomendó traba­jar en mis notas como si nada me hubiera pasado, y no mencionar ninguno de los eventos que experimen­té, ni preocuparme por ellos.

Tras un día de descanso anunció que debíamos de­jar la región durante unos días, porque era aconse­jable poner tierra de por medio entre nosotros y aquellas "entidades". Dijo que me habían afectado profundamente, aunque todavía yo no notara su efecto porque mi cuerpo no era lo bastante sensible. Sin embargo, en muy poco tiempo me enfermaría de gravedad a menos que regresara al "sitio de mi pre­dilección" a limpiarme y a restaurarme.

Salimos antes del amanecer, rumbo al norte, y tras un agotador recorrido en coche y una rápida camina­ta, llegamos al atardecer a la cima del cerro.

Como ya lo había hecho antes, don Juan cubrió con ramas y hojas el sitio donde yo había una vez dormido. Luego me dio un puñado de hojas para que las pusiera contra la piel de mi abdomen y me dijo que me acostara a descansar. Dispuso otro sitio para sí mismo, ligeramente a mi derecha, como a me­tro y medio de mi cabeza, y se acostó también.

En cuestión de minutos empecé a sentir un calor exquisito y un supremo bienestar. Era una sensación de comodidad física, de hallarme suspendido en el aire. Estuve totalmente de acuerdo con la asevera­ción de don Juan de que la "cama de cuerdas" me tendría a flote. Comenté la increíble cualidad de mi experiencia sensorial. Don Juan dijo en tono obje­tivo que la "cama" estaba hecha para ese propósito.

-¡No puedo creer que esto sea posible! -exclamé.

Don Juan tomó literalmente mi frase y me regañó. Dijo estar cansado de que yo actuara como un ser de importancia suprema, a quien una y otra vez había que dar pruebas de que el mundo es desconocido y prodigioso.

Traté de explicar que una exclamación retórica no tenía ningún significado. Él repuso que, de ser así, yo podría haber escogido otra frase. Al parecer esta­ba seriamente molestó conmigo. Me senté a medias y empecé a disculparme, pero él río e, imitando mi manera de hablar, sugirió una serie de hilarantes ex­clamaciones retóricas que yo podría haber empleado. Terminé riendo del absurdo calculado de algunas de las alternativas propuestas.

Él soltó una risita y en tono suave me recordó que me abandonara a la sensación de flotar.

El confortante sentimiento de paz y plenitud que yo experimentaba en ese misterioso sitio despertó en mí emociones hondamente sepultadas. Me puse a hablar de mi vida. Confesé que nunca había tenido respetó ni simpatía por nadie, ni siquiera por mí mismo, y que siempre había sentido ser inherente­mente malo, de allí que mi actitud hacia los demás siempre se hallara velada por cierta bravata y au­dacia.

 -Cierto -dijo don Juan-. No te quieres nadita. Con una risa cascada, me dijo que había estado "viendo" mientras yo hablaba. Su recomendación era que no tuviese yo remordimiento por nada de lo que había hecho, porque aislar los propios actos llamándolos mezquinos, feos o malos era darse una im­portancia injustificada.

Me moví con nerviosismo y el lecho de hojas pro­dujo un ruido crujiente. Don Juan dijo que, si de­seaba reposar, no debía agitar a mis hojas, y que debía imitarlo y quedarme tirado sin hacer un solo movimiento. Añadió que en su "ver" había tropeza­do con uno de mis estados de ánimo. Pugnó un mo­mento, al parecer por hallar una palabra adecuada, y dijo que el ánimo en cuestión era una actitud mental en la que yo caía continuamente. La describió como una especie de escotilla que en momentos inespera­dos se abría y me tragaba.

Le pedí ser más específico. Respondió que era im­posible ser específico con respecto al "ver".

Antes de que yo pudiera decir algo más, me indicó relajarme, pero sin dormir, y conservarme en estado de alerta el mayor tiempo que pudiera. Dijo que la "cama de cuerdas" se hacía exclusivamente para per­mitir que un guerrero llegase a cierto estado de paz y bienestar.

En tono dramático, don Juan aseveró que el bienes­tar era una condición que debía cultivarse, una con­dición con la que uno tenía que familiarizarse para buscarla.

-Tú no sabes lo que es el bienestar porque nunca lo has sentido -dijo.

Yo no estuve de acuerdo. Pero él siguió argumentando que el bienestar era un logro que debía bus­carse deliberadamente. Dijo que lo único que yo sabía buscar era un sentimiento de desorientación, malestar y confusión.

Rió con burla y me aseguró que, para lograr la hazaña de sentirme desdichado, yo debía trabajar en forma muy intensa, y que era absurdo el que nunca me hubiera dado cuenta de que lo mismo podía tra­bajar para sentirme completo y fuerte.

-El chiste está en lo que uno recalca -dijo-. O nos hacemos infelices o nos hacemos fuertes. La can­tidad de trabajo es la misma.

Cerré los ojos y volví a relajarme y empecé a sen­tir que flotaba; durante un corto rato fue como si en verdad me moviera por el espacio, igual que una hoja. Aunque enteramente placentera, la sensación me recordó de algún modo veces en que me enfer­maba y me mareaba y sentía dar vueltas. Pensé que acaso había comido algo malo.

Oí a don Juan hablarme, pero no hice un verda­dero esfuerzo por escuchar. Trataba de llevar a cabo un inventario mental de todas las cosas que había comido ese día, pero no podía interesarme ni en eso. Nada parecía importar.

-Observa cómo cambia la luz del sol -dijo él.

Su voz era clara. Pensé que era como agua, fluida y tibia.

El cielo estaba totalmente despejado hacia el oeste y la luz del sol era espectacular. Acaso el hecho de que don Juan me llamaba la atención al respecto hacía verdaderamente espléndido el resplandor ama­rillento del sol vespertino.

-Deja que ese resplandor te encienda -dijo don Juan-. Antes de que el sol se oculte hoy, debes es­tar perfectamente tranquilo y recuperado, porque ma­ñana o pasado vas a aprender a no-hacer.

-¿A no hacer qué? -pregunté.

-No te apures ahora -dijo-. Espera a que este­mos en esas montañas de lava.

Señaló unos picos distantes hacia el norte, serra­dos, oscuros y de aspecto ominoso.

 

Jueves, abril 12, 1962

 

Al atardecer llegamos al desierto alto en torno a las montañas de lava. En la distancia, los montes café oscuro se veían casi siniestros. El sol estaba muy bajo en el horizonte y brillaba sobre la cara occi­dental de la lava solidificada, pintando en su pardez oscura un deslumbrante conjunto de reflejos ama­rillos.

Yo no podía apartar la vista. Aquellos picos eran en verdad hipnotizantes.

Al final del día, las cuestas inferiores de las mon­tañas estaban a la vista. Había muy poca vegeta­ción en el desierto alto; todo cuanto yo podía ver eran cactos y una especie de arbustos que crecían en mechones.

Don Juan se detuvo a descansar. Tomó asiento, apoyó cuidadosamente sus guajes de comida contra una roca, y dijo que íbamos a acampar en ese sitio durante la noche. Había elegido un lugar relativa­mente alto. Desde donde me encontraba podía ver a una buena distancia, en todo el derredor.

Era un día nublado y el crepúsculo envolvió rápi­damente el área. Me puse a observar la velocidad con que las nubes escarlata del oeste se desteñían adquiriendo un gris oscuro espeso y uniforme.

Don Juan se levantó para ir a los matorrales. Cuan­do volvió, la silueta de los montes de lava era ya una masa oscura. Se sentó junto a mí y llamó mi aten­ción hacia lo que parecía ser una formación natural en las montañas, hacia el noreste. Era un sitio que tenía un color mucho más claro que sus alrededores. Mientas toda la cordillera volcánica se veía de un café oscuro uniforme en el crepúsculo, el sitio que él señalaba era amarillento o beige oscuro. No pude imaginarme qué cosa sería. Lo miré con fijeza largo rato. Parecía moverse; creí que pulsaba. Cuando achi­caba mis ojos, ondeaba como si el viento lo agitase.

-¡Míralo fijamente! -me ordenó don Juan.

En cierto momento, tras un buen rato de obser­var, sentí que toda la cordillera se movía hacia mí. Dicha sensación fue acompañada por una agitación insólita en la boca. del estómago. La incomodidad se hizo tan aguda que me puse en pie.

-¡Siéntate! -gritó don Juan, pero yo ya estaba levantado.

Desde mi nuevo punto de vista, la configuración amarillenta se hallaba más baja en la ladera de los montes. Volví a sentarme, sin apartar los ojos, y la configuración se trasladó a un sitio más alto. La contemplé un instante y de pronto organicé todo en la perspectiva correcta. Me di cuenta de que lo que había estado mirando no estaba en las montañas, sino era en realidad un trozo de tela verde amarillento colgado de un cacto alto frente a mí.

Reí fuerte y expliqué a don Juan que el crepúscu­lo había ayudado a crear una ilusión de óptica.

Él se levantó y fue al sitio donde se hallaba el trozo de tela, lo descolgó, lo dobló y lo puso en su morral.

-¿Para qué hace usted eso? -pregunté.

-Porque este trozo de tela tiene poder -dijo en tono casual-. Durante un momento ibas muy bien con él, y no hay manera de saber qué habría pasado si te hubieras quedado sentado.

 

Viernes, abril 13, 1962

 

AL romper el alba nos encaminamos a las montañas. Estaban sorprendentemente lejos. Al mediodía nos adentramos en una de las cañadas. Había algo de agua en charcos de poca hondura. Nos sentamos a descansar en la sombra de un acantilado oblicuo.

Los montes eran aglutinaciones de un monumental fluir volcánico. La lava solidificada se había erosio­nado a lo largo de milenios, hasta ser piedra porosa, café oscuro. Sólo unas cuantas yerbas resistentes cre­cían entre las rocas y en las grietas.

Al alzar la vista a los muros casi perpendiculares de la cañada, experimenté una extraña sensación en la boca del estómago. Los farallones tenían cientos de metros de alto y me daban a sentir que se cerra­ban sobre mí. El sol estaba casi por encima de nues­tras cabezas, ligeramente hacia el suroeste.

-Párate aquí -dijo don Juan, y maniobró mi cuerpo hasta que me encontré mirando al sol.

Me dijo que fijara la vista en los farallones so­bre mí.

El espectáculo era estupendo. La colosal altura de las paredes de lava hacia tambalearse mi imaginación. Empecé a pensar qué erupción volcánica debía haber sido aquélla. Varias veces subí y bajé los ojos por los lados de la cañada. Me abstraje en la riqueza de colorido sobre el farallón. Había manchas de todos los matices concebibles. Había en cada roca trozos de musgo o liquen gris claro. Miré directamente hacia arriba y noté que la luz del sol producía reflejos exquisitos al tocar las manchas brillantes de la lava sólida.

Contemplé un área en las montañas donde se reflejaba la luz. Conforme el sol se movía, la intensidad disminuía; luego se apagó por entero.

Miré al otro lado de la cañada y vi otra área de las mismas exquisitas refracciones luminosas. Dije a don Juan lo que estaba ocurriendo, y entonces localicé otra zona de luz, y luego otra más en un sitio distinto, y otra, hasta que toda la cañada se hallaba cubierta de grandes manchas de luz.

Me sentía mareado; aun cuando cerraba los ojos seguía viendo las brillantes luces. Con la cabeza entre las manos, traté de meterme bajo el acantilado saliente, pero don Juan aferró mi brazo con firmeza e imperiosamente me indicó mirar los lados de las montañas y tratar de localizar manchas de oscuridad pesada enmedio de los campos de luz.

Yo no quería mirar, porque el resplandor molestaba mis ojos. Dije que me ocurría algo similar a cuan­do se miraba una calle soleada a través de una ven­tana y luego se veía el marco de la ventana como una silueta oscura en todas partes.

Don Juan meneó la cabeza de lado a lado y empezó a reír chasqueando la lengua. Me soltó el brazo y tomamos asiento nuevamente bajo el acantilado.

 Yo estaba anotando mis impresiones del entorno cuando don Juan, tras largo silencio, habló súbita­mente en tono dramático.

-Te he traído aquí para enseñarte una cosa -dijo, e hizo una pausa-. Vas a aprender a no-hacer. Y tienes que hacerlo hablando de ello porque no hay otra forma de que sigas adelante. Pensé que a lo me­jor te salía el no-hacer sin que yo tuviera que decir nada. Me equivocaba.

-No sé de qué habla usted, don Juan.

-No importa -dijo-. Voy a hablarte de algo que es muy sencillo pero muy difícil de ejecutar; voy a hablarte de no-hacer, pese al hecho de que no hay manera de hablar de eso, porque el cuerpo es el que lo ejecuta.

Me miró en vistazos y luego dijo que yo debía pres­tar la máxima atención a lo que iba a decirme.

Cerré mi libreta pero, para mi asombro absoluto, él insistió en que siguiera escribiendo.

-No-hacer es tan difícil y tan poderoso que no debes mencionarlo -prosiguió- hasta que hayas pa­rado el mundo; sólo entonces puedes hablar de ello libremente, si eso es lo que quieres hacer.

Don Juan miró en torno y luego señaló una roca grande.

-Esa roca que está allí es una roca a causa del hacer -dijo.

Nos miramos y él sonrió. Esperé una explicación, pero permaneció silencioso. Finalmente tuve que de­cir que no había comprendido sus palabras.

-¡Eso es hacer! -exclamó.

-¿Cómo dijo?

-Eso también es hacer.

 -¿De qué habla usted, don Juan?

-Hacer es lo que hace esa roca una roca y esa mata una mata. Hacer es lo que te hace ser tú y a mí ser yo.

Le dije que su explicación no explicaba nada. Rió y se rascó las sienes.

-Eso es lo malo de hablar -dijo-. Siempre lle­va a confundir las cosas. Si uno se pone a hablar de hacer, siempre termina hablando de algo más. Lo mejor es no decir nada y no más actuar.

"Ahí tienes esa roca, por ejemplo. Mirarla es ha­cer, pero verla es no-hacer."

Tuve que confesar que sus palabras no tenían sen­tido para mí.

¡Oh sí, por supuesto que tienen sentido! -excla­mó-. Pero tú estás convencido de que no lo tienen porque ése es tu hacer. esa es la forma en que actúas conmigo y con el mundo.

Volvió a señalar la roca.

-Esa roca es una roca por todas las cosas que tú sabes hacerle -dijo-. Yo llamo a eso hacer. Un hombre de conocimiento sabe, por ejemplo, que la roca sólo es un roca a causa de hacer, y si no quiere que la roca, sea una roca lo único, que tiene que ha­cer es no-hacer. ¿Ves a qué me refiero?

Yo no le entendía en lo absoluto. Riendo, hizo otro intento de explicar.

-El mundo es el mundo porque tú conoces el ha­cer implicado en hacerlo así -dijo-. Si no conocie­ras su hacer, el mundo sería distinto.

Me examinó con curiosidad. Dejé de escribir. No quería sino escucharlo. Siguió explicando que sin ese cierto "hacer" no habría nada familiar en el ámbito.

 Se agachó a recoger una piedrecilla y la sostuvo ante mis ojos entre el pulgar y el índice de la mano izquierda.

Ésta es una piedra porque tú conoces el hacer que la hace piedra -dijo.

-¿Qué dice usted? -pregunté con un sentimiento de genuina confusión.

Don Juan sonrió. Parecía estar tratando de ocultar un deleite malicioso.

-No sé por qué te confundes tanto -dijo-. Las palabras son tu predilección. Deberías estar en el cielo.

Me lanzó una mirada misteriosa y alzó las cejas dos o tres veces. Luego volvió a señalar la piedra que sostenía frente a mis ojos.

-Digo que tú haces de esto una piedra porque co­noces el hacer necesario para eso -dijo-. Ahora, si quieres parar el mundo, debes parar de hacer.

Pareció darse cuenta de que yo seguía sin enten­der, y sonrió meneando la cabeza. Luego tomó una rama y señaló el borde desigual de la piedra.

-En el caso de esta piedrita -prosiguió-, lo pri­mero que hace el hacer es encogerla y dejarla de este tamaño. Por eso lo que debe hacerse, lo que hace un guerrero cuando quiere parar el mundo, es agrandar una piedrita, o cualquier otra cosa, por medio del no-hacer.

Se puso de pie y colocó el guijarro en un peñasco y luego me pidió acercarme a examinarlo. Me dijo que mirara los hoyos y las concavidades del guijarro y tratase de percibir sus minucias. Si lograba captar el detalle, dijo, los hoyos y concavidades desaparece­rían y yo entendería el significado de "no-hacer".

-Esta pinche piedra te va a volver loco hoy -dijo, Mi rostro debe de haber reflejado desconcierto. Don Juan me miró y soltó la carcajada. Luego fingió enojarse con la piedra y la golpeó dos o tres veces con su sombrero.

Lo insté a clarificar su propósito. Argumenté que, haciendo un esfuerzo, le sería posible explicar cual­quier cosa que quisiera.

Me miró con aire ladino y meneó la cabeza como si la situación fuera desesperada.

-Claro que puedo explicar cualquier cosa -dijo, riendo-. ¿Pero podrás tú entenderla?

Su insinuación me sobresaltó.

-Hacer te obliga a separar la piedrita de la pie­dra grande -continuó-. Si quieres aprender a no-­hacer, digamos que debes juntarlas.

Señaló la pequeña sombra que el guijarro arroja­ba sobre el peñasco y dijo que no era una sombra sino una goma que adhería a ambos. Luego dio la media vuelta y se alejó, diciendo que más tarde vol­vería a echarme un vistazo.

Durante largo rato me quedé mirando la piedreci­lla. No me era posible enfocar la atención en los di­minutos detalles de los agujeros y las concavidades, pero la pequeñísima sombra proyectada sobre el peñasco adquirió un enorme interés. Don Juan te­nía razón; era como un pegamento. Se movía y fluía. Tuve la impresión de que algo la exprimía desde el pie del guijarro.

Al volver don Juan, le dije lo que había observado en relación con la sombra.

-Ése es un buen comienzo -repuso-. Un guerrero se entera de muchas cosas fijándose en las sombras.

Luego sugirió que tomase yo el guijarro y lo enterrara en algún sitio.

-¿Por qué? -pregunté.

-Lo has estado observando mucho rato -dijo-. Ya tiene algo de ti. Un guerrero trata siempre de afectar la fuerza de hacer cambiándola en no-hacer. Hacer sería dejar la piedra por ahí porque no es más que una piedrita. No-hacer sería tratarla como si fue­ra mucho más que una simple piedra. En este caso, la piedrita se ha empapado de ti durante largo rato y ahora es tú, y por eso no puedes dejarla ahí nada más, sino debes enterrarla. Pero si tuvieras poder personal, no-hacer sería convertir esa piedra en un objeto de poder.

-¿Puedo hacer eso ahora?

-Tu vida no es lo bastante compacta. Si vieras, sabrías que el peso de tu preocupación ha convertido esa piedra en algo sin ningún chiste, por eso lo me­jor es cavar un agujero y enterrarla y dejar que la tierra absorba la pesadez.

-¿Es verdad todo esto, don Juan?

-Responder sí o no a tu pregunta es hacer. Pero como estás aprendiendo a no-hacer, debo decirte que en realidad no importa que todo esto sea verdad o no. Aquí es donde el guerrero tiene un punto de ventaja sobre el hombre común. Al hombre común le importa que las cosas sean verdad o mentira; al guerrero no. El hombre común procede de un modo es­pecifico con las cosas que sabe ciertas, y de modo distinto con las cosas que sabe no son ciertas. Si se dice que las cosas son ciertas, él actúa y cree en lo que hace. Pero si se dice que las cosas no son cier­tas, no le importa actuar o no cree en lo que hace. En cambio, un guerrero actúa en ambos casos. Si le dicen que las cosas son ciertas, actúa por hacer. Si le di­cen que no son ciertas, actúa de todos modos, por nohacer. ¿Ves lo que quiero decir?

-No, no veo para nada a qué se refiere usted -dije.

Las aseveraciones de don Juan despertaban mi áni­mo belicoso. Yo no podía hallar sentido a lo que me decía. Dije que eran incoherencias, y él se burló de mí y repuso que yo ni siquiera tenía un espíritu impecable en lo que más me gustaba hacer: hablar. Llegó a burlarse de mi dominio verbal y a tacharlo de defectuoso e impropio.

-Si vas a ser pura boca, sé un guerrero bocón. -dijo y rió a carcajadas.

Me sentí abatido. Los oídos me zumbaban. Expe­rimenté un calor incómodo en la cabeza. De hecho, me hallaba apenado, y probablemente ruboroso.

Me puse de pie y fui al chaparral y sepulté la pie­drecilla.

-Te estaba fregando un poco -dijo don Juan cuando regresé y volví a sentarme-. Y sin embargo sé que si no hablas no entiendes. Hablar es hacer para ti, pero hablar no viene al caso y, si quieres saber a qué me refiero con lo de no-hacer, debes ha­cer un ejercicio sencillo. Como nos ocupa el no-hacer, no importa si haces el ejercicio ahora o dentro de diez años.

Me hizo acostarme y, tomando mi brazo derecho, lo dobló por el codo. Luego dio vuelta a mi mano hasta que la palma miraba al frente; curvó los dedos como si asieran una perilla de puerta, y empezó a mover mi brazo hacia adelante y hacia atrás en una trayectoria circular; la acción semejaba la de empu­jar y jalar una palanca unida a una rueda.

Don Juan dijo que un guerrero ejecutaba ese mo­vimiento cada vez que deseaba sacar algo de su cuer­po: por ejemplo, una enfermedad o un sentimiento indeseable. La idea era empujar y jalar una imagi­naria fuerza oponente hasta sentir que un objeto pe­sado, un cuerpo sólido, frenaba el libre movimiento de la mano. En el caso del ejercicio, el "no-hacer" consistía en repetirlo hasta sentir con la mano el cuer­po pesado, aunque de hecho uno jamás pudiera creer que fuese posible sentirlo.

Empecé a mover el brazo y tras corto rato mi mano se puso fría como el hielo. Yo había empezado a sentir, en torno de ella, una especie de materia pul­posa. Era como si me hallara agitando un liquido de viscosidad pesada.

Don Juan hizo un movimiento súbito y asió mi brazo para detener el movimiento. Todo mi cuerpo se estremeció, como agitado por alguna fuerza invisi­ble. Él me escudriñó mientras yo tomaba asiento; lue­go caminó en torno mío antes de volver a sentarse en el sitio donde había estado.

-Ya hiciste bastante -dijo-. Puedes hacer este ejercicio en otra ocasión, cuando tengas más poder personal.

-¿Hice algo mal?

-No. No-hacer es sólo para guerreros muy fuertes y tú no tienes aún el poder para agarrarte con eso. Ahora nada más atraparías cosas horrendas con la mano. Conque hazlo poquito a poco, hasta que ya no se te enfríe la mano. Cuando conserva su calor, puedes sentir con ella las líneas del mundo.

Hizo una pausa como para darme tiempo de pre­guntar con respecto a las líneas. Pero antes de que yo tuviera oportunidad de hacerlo, empezó a expli­carme que había números infinitos de líneas que nos juntaban a las cosas. Dijo que el ejercicio de "no­-hacer" que acababa de describir, ayudaría a cualquiera a sentir una línea brotada de la mano en movimien­to, una línea que uno podía colocar o arrojar donde quisiera. Don Juan dijo que éste era sólo un ejerci­cio, porque las líneas formadas por la mano no eran lo bastante duraderas para tener valor real en una situación práctica.

-Un hombre de conocimiento usa otras partes de su cuerpo para producir líneas duraderas -dijo.

-¿Qué partes del cuerpo, don Juan?

-Las líneas más duraderas que un hombre de co­nocimiento produce, vienen de la parte media del cuerpo -dijo-. Pero también puede hacerlas con los ojos.

-¿Son líneas reales?

-Seguro.

-¿Pueden verse y tocarse?

-Digamos que pueden sentirse. La parte más di­fícil del camino del guerrero es darse cuenta de que el mundo es un sentir. Cuando uno no-hace, está sin­tiendo el mundo, y se siente a través de sus líneas.

Calló y me examinó con curiosidad. Alzó las cejas y abrió los ojos y luego parpadeó. El efecto fue como si un pájaro parpadease. Casi de inmediato experi­menté una sensación de incomodidad y náusea. Era, de hecho, como si algo presionara mi estómago.

-¿Ves lo que quiero decir? -preguntó don Juan, y apartó los ojos.

Mencioné que sentía náuseas y él repuso, como si tal cosa, que ya lo sabía, y que estaba tratando de hacerme sentir las líneas del mundo, con sus ojos. Yo no podía aceptar la afirmación de que él mismo me estaba haciendo sentirme así. Di voz a mis du­das. Apenas podía concebir la idea de que él estu­viese causando mi náusea, pues no había tenido el menor contacto físico conmigo.

-No-hacer es muy sencillo pero muy difícil -dijo-. No es cosa de entenderlo, sino de dominar­lo. Ver, por supuesto, es la hazaña final de un hom­bre de conocimiento, y sólo se logra ver cuando uno ha parado el mundo a través de la técnica de nohacer.

Sonreí involuntariamente. No había comprendido sus palabras.

-Guando uno hace algo con la gente -dijo-, sólo debía preocuparse por presentar el caso a sus cuerpos. Eso es lo que he estado haciendo contigo hasta aho­ra: hacerle saber a tu cuerpo. ¿A quién le importa que tú entiendas o no?

-Pero, eso no es justo, don Juan. Yo quiero en­tenderlo todo; de otra forma, el venir aquí sería per­der mi tiempo.

-¡Perder tu tiempo! -exclamó, parodiando mi tono-. De veras eres presumido.

Se levantó y me dijo que íbamos a trepar a la cima del pico de lava a nuestra derecha.

El ascenso a la cima fue penosísimo. Era alpinismo en forma, sólo que no había cuerdas que nos ayu­daran y protegieran. Repetidas veces, don Juan me indicó no mirar hacia abajo, y en un par de ocasio­nes tuvo que alzarme en vilo, pues empecé a resbalar por la roca. Me apenaba terriblemente el que don Juan, a sus años, tuviera que auxiliarme. Le dije que me hallaba en pésimas condiciones físicas porque era demasiado perezoso para hacer cualquier ejercicio. Repuso que, una vez alcanzado cierto nivel de poder personal, se hacía innecesario el ejercicio o cualquier entrenamiento de ese tipo, ya que, para hallarse en forma impecable, la única práctica necesaria era la de "no-hacer".

Cuando llegamos a la cima, me tiré al suelo. Esta­ba a punto de vomitar. Don Juan me hizo rodar de un lado a otro, con el pie, como había hecho una vez anterior. Poco a poco el movimiento restauró mi equilibrio. Pero me sentía nervioso. Era como si de algún modo aguardase la súbita aparición de algo. Involuntariamente, miré dos o tres veces a cada lado. Don Juan no dijo palabra, pero también miró en la dirección que yo observaba.

-Las sombras son asuntos peculiares -dijo de re­pente-. Has de haber notado que una nos viene siguiendo.

-No he notado nada semejante -protesté en voz alta.

Don Juan dijo que mi cuerpo había notado la per­secución, pese a mi oposición obstinada, y me aseguró en tono confidencial que no había nada fuera de lo común en ser seguido por una sombra.

-No es más que un poder -dijo-. Estas monta­ñas están llenas de eso. Es igual que una de esas en­tidades que te asustaron la otra noche.

Quise saber si me sería posible percibirla personalmente. Afirmó que durante el día sólo podría sentir su presencia.

Quise que me explicara por qué la llamaba sombra, cuando obviamente no era como la sombra de un peñasco. Replicó que ambas tenían las mismas líneas, por lo tanto ambas eran sombras.

Señaló un peñasco alargado que se hallaba direc­tamente frente a nosotros.

-Mira la sombra de esa peña -dijo-. La som­bra es la peña, y sin embargo no lo es. Observar la peña para saber lo que es la peña, es hacer, pero observar su sombra es no-hacer.

"Las sombras son como puertas, las puertas de no-hacer. Un hombre de conocimiento, por ejemplo, puede penetrar los sentimientos íntimos de la gente mirando sus sombras."

-¿Hay movimiento en ellas? -pregunté.

-Puedes decir que hay movimiento en ellas, o puedes decir que en ellas se muestran las líneas del mundo, o puedes decir que los sentimientos vienen de ellas.

-¿Pero cómo pueden los sentimientos salir de las sombras, don Juan?

-Creer que las sombras son sólo sombras es hacer -explicó-. Esa creencia no deja de ser estúpida. Piénsalo en esta forma: habiendo tanto más detrás de todas las cosas del mundo, sin duda debe haber algo más detrás de las sombras. Después de todo, lo que las hace sombras es sólo nuestro hacer.

Hubo un largo silencio. Yo no sabía qué agregar.

-Se acerca el final del día -dijo don Juan, mi­rando el cielo-. Tienes que usar este sol brillante para ejecutar un último ejercicio.

 Me llevó a un sitio donde dos picos del tamaño de un hombre se erguían paralelos entre sí, a cosa de metro y medio de distancia. Don Juan se detuvo a diez metros de ellos, mirando al oeste. Marcó un lu­gar para que yo lo ocupara y me indicó mirar las sombras de los picos. Me dijo que las observara bizqueando como suelo hacer al escudriñar el terreno en busca de un lugar de descanso. Clarificó sus instrucciones diciendo que, al buscar un sitio de reposo, había que mirar sin enfocar, pero al observar sombra: había que bizquear y, al mismo tiempo, conservar enfocada una imagen clara. La idea era cruzar los ojos para que una sombra se sobrelapase a la otra. Explicó que por medio de ese proceso era posible corroborar un cierto sentimiento emanado de la, sombras. Comenté la vaguedad de sus palabras, pero él afirmó que de hecho no había forma de describir aquello a lo cual se refería.

Mi intento de ejecutar el ejercicio fue fútil. Pugné hasta que me dolió la cabeza. Don Juan no se pre­ocupó en absoluto por mi fracaso. Trepó a un pico en forma de cúpula y me gritó desde arriba, indicándo­me buscar dos trozos de roca pequeños, largos y es­trechos. Mostró con las manos el tamaño que quería.

Hallé dos trozos y se los entregué. Don Juan puso cada piedra en una grieta, más o menos a treinta centímetros de distancia, me hizo acercarme a mirar­las desde arriba, con el rostro hacia el poniente, y me indicó repetir con sus sombras el mismo ejer­cicio.

Esta vez el asunto fue muy distinto. Casi de in­mediato fui capaz de cruzar los ojos y de percibir las sombras individuales como si se hubieran fundido en una sola. Advertí que el acto de mirar sin con­verger las imágenes, daba a la sombra única formada por mí, una profundidad increíble y una especie de transparencia. La observé, desconcertado. Cada hoyo de la roca, en el área donde mis ojos se enfocaban, era nítidamente discernible, y la sombra compuesta, sobrelapada a ellos, era como un velo de indescrip­tible transparencia.

No quería yo parpadear, por miedo a perder la imagen que tan precariamente retenía. Finalmente el escozor en mis ojos forzó el parpadeo, pero no perdí en absoluto la visión de los detalles. De hecho, al rehumedecerse mi córnea la imagen se hizo aun más clara. Advertí en ese punto que parecía hallarme mirando, desde una altura inconmensurable, un mun­do nunca antes visto. También noté que podía escu­driñar el entorno de la sombra sin perder el foco de mi percepción visual. Luego, por un instante, perdí la noción de estar mirando una roca. Sentí que ate­rrizaba en un mundo cuya vastedad superaba cual­quier cosa que hubiese yo concebido. Esta extraor­dinaria percepción duró un segundo y después todo se apagó. Alcé automáticamente la mirada y vi a don Juan parado directamente por encima de las rocas, enfrentándome. Su cuerpo tapaba el sol.

Describí la insólita sensación que había tenido, y él explicó que se vio forzado a interrumpirla porque me "vio" a punto de extraviarme en ella. Añadió que para todos nosotros era natural la tendencia de entregarnos cuando ocurrían sentimientos de tal ín­dole, y que al entregarme yo casi había convertido el "no-hacer" en mi viejo "hacer" cotidiano. Lo que yo debería haber hecho, dijo, era retener la visión sin sucumbir a ella, porque en cierto sentido "hacer" era un modo de sucumbir.

Me quejé del hecho que podría haberme dicho de antemano qué podía esperar y hacer, pero él señaló que no tenía modo de saber si yo lograría o no fundir las sombras.

Hube de confesar que "no-hacer" me desconcertaba más que nunca. Los comentarios de don Juan fueron que yo debía contentarme con lo que había hecho porque por una vez había procedido en forma correcta; que al reducir el mundo lo había agrandado, que, aunque estuve lejos de sentir las líneas del mundo, usé adecuadamente la sombra de las rocas como una puerta a "no-hacer".

La afirmación de que yo había agrandado el mundo al reducirlo, me intrigó sobremanera. El detalle de la roca porosa, en la pequeña área donde mis ojos se enfocaban, fue tan vívido y tan exactamente definido que la cima del pico redondo se convirtió para mí en un vasto mundo; y sin embargo se trataba en realidad de una visión reducida de la roca. Cuando don Juan bloqueó la luz y me encontré mirando como normalmente lo hago, el detalle preciso se opacó, los, hoyos diminutos en la roca porosa se hicieron más grandes, el color pardo de la lava seca se nubló, y todo perdió la transparencia reluciente que hacía de la roca un mundo real.

Don Juan tomó entonces las dos rocas, las colocó gentilmente en una grieta profunda, y se sentó con las piernas cruzadas, de cara al oeste, en el sitio don de las rocas habían estado. Palmeó un lugar junto a él, a su izquierda, y me indicó ocuparlo.

Pasamos largo rato sin hablar. Luego comimos, también en silencio. Sólo cuando el sol hubo descen­dido, don Juan se volvió súbitamente y me preguntó por mi progreso en "soñar".

Le dije que al principio había sido fácil, pero que por el momento ya había cesado por entero de hallar mis manos en los sueños.

-Cuando empezaste a soñar estabas usando mi poder personal, por eso era más fácil -dijo él-. Ahora estás vacío. Pero debes seguir tratando hasta que tengas bastante poder propio. Verás: soñar es el no-hacer de los sueños, y conforme progreses en tu no-hacer progresarás también en el soñar. El chiste es no dejar de buscarte las manos, aunque no creas que lo que haces tenga algún sentido. De hecho, como ya te he dicho, un guerrero no necesita creer, porque mientras continúe actuando sin creer está no-haciendo.

Nos miramos un momento.

-No hay nada más que pueda yo decirte acerca de soñar -prosiguió-. Todo lo que pudiera decirte sería sólo no-hacer. Pero si te lanzas directamente al no-hacer, tú mismo sabrás qué hacer al soñar. Hallar­te las manos es sin embargo esencial en este mo­mento, y estoy seguro de que lo harás.

-No sé, don Juan. No me tengo confianza.

-No se trata de tenerle confianza a nadie. Se trata de una lucha de guerrero, y tú seguirás luchando, si no bajo tu propio poder, entonces quizá bajo el im­pacto de un digno adversario, o con la ayuda de al­gunos aliados, como el que ya te anda siguiendo.

Hice un movimiento brusco e involuntario con el brazo derecho. Don Juan dijo que mi cuerpo sabía mucho más de lo que yo sospechaba, porque la fuerza que nos había estado persiguiendo se hallaba a m derecha. Me confió, en voz baja, que dos veces ese día, el aliado se había acercado tanto a mí que tuvo que intervenir y detenerlo.

-Durante el día, las sombras son las puertas dc no-hacer -dijo-. Pero de noche, como en lo oscuro hay muy poco hacer, todo es sombra, incluyendo a lo aliados. Ya te hablé de esto cuando te enseñé la marcha de poder.

Reí en voz alta y mi propia risa me asustó.

-Todo cuanto te he enseñado hasta ahora ha sido un aspecto de no-hacer -prosiguió don Juan-. Un guerrero aplica el no-hacer a todo en el mundo, y sin embargo no puedo decirte más al respecto de lo que te he dicho hoy. Debes dejar que tu propio cuerpo descubra el poder y el sentir de no-hacer.

Tuve otro ataque de risa cascada, nerviosa.

-Es una estupidez que desdeñes los misterios del mundo nada más porque conoces el hacer del desdén -me dijo con rostro serio.

Le aseguré que yo no desdeñaba nada ni a nadie, pero que era más nervioso e incompetente de lo que él creía.

-Siempre he sido así -dije-. Y quiero cambiar, pero no sé cómo. No estoy a la altura.

-Ya sé que te crees podrido -dijo-. Ése es tu hacer. Ahora, con el fin de afectar ese hacer, voy a recomendarte que aprendas otro. De ahora en ade­lante, y durante un lapso de ocho días, quiero que te digas mentiras. En vez de decirte la verdad, que eres feo y estás podrido y no tienes remedio, te dirás exac­tamente lo contrario, sabiendo que mientes y que no hay esperanza para ti.

 -¿Pero cuál sería el objeto de mentir así, don Juan?

-A lo mejor te engancha a otro hacer, y a lo mejor entonces te das cuenta de que ambos haceres son mentira, son irreales, que prenderte en cualquiera es una pérdida de tiempo, porque lo único real es el ser que hay en ti y que va a morir. Llegar a ese ser, al ser que va a morir es el no-hacer de la persona.

 

XVI. EL ANILLO DE PODER

 

Sábado, abril 14, 1962

 

DON JUAN sopesó nuestros guajes y concluyó que habíamos agotado las provisiones y que era tiempo d emprender el regreso. Mencioné, en tono casual, que tardaríamos por lo menos un par de días en llegar a su casa. Dijo que no iba a Sonora, sino a un pueblo fronterizo donde tenía asuntos que atender.

Pensé que iniciaríamos nuestro descenso a través de una cañada, pero don Juan se encaminó hacia el noroeste sobre las mesetas altas de las montañas volcánicas. Tras una hora de andar, me guió a una hondonada profunda, que terminaba en un punto donde dos picos casi se juntaban. Había allí una pendiente que casi llegaba a la parte superior de la cordillera: una pendiente extraña que parecía un puente cóncavo, inclinado, entre los dos picos.

Don Juan señaló un área en la cara de la pendiente.

-Fija allí la mirada -dijo-. El sol está casi en su punto.

Explicó que, al mediodía, la luz del sol podía ayu­darme a "no-hacer". Luego me dio una serie de órdenes: aflojarme todas las prendas apretadas que tra­jera puestas, sentarme con las piernas cruzadas, y mirar concentradamente el sitio especificado.

 Había muy pocas nubes en el cielo y ninguna hacia el oeste. Era un día cálido y el sol brillaba sobre la lava sólida. Observé con mucha atención el área susodicha.

Tras larga vigilancia pregunté qué cosa específica debía tratar de ver. Don Juan me silenció con un ademán impaciente.

Me hallaba cansado. Quería dormir. Entrecerré los ojos; me ardían y los froté, pero tenía las manos pe­gajosas y el sudor me produjo escozor. Miré los picos de lava a través de los párpados entrecerrados, y de pronto la montaña entera se encendió.

Dije a don Juan que, achicando los ojos, podía ver toda la cordillera como una intrincada trama de fibras luminosas.

Me indicó respirar lo menos posible, para conser­var la visión de las fibras, y no escudriñarla directa­mente, sino mirar en forma casual un punto en el horizonte, directamente encima de la pendiente. Se­guí sus instrucciones y pude sostener la imagen de una extensión interminable cubierta por una red de luz.

Don Juan dijo, en voz muy suave, que yo debía tratar de aislar zonas de oscuridad dentro del campo de las fibras luminosas, y que al hallar un sitio os­curo abriera de inmediato los ojos y constatara dónde se hallaba ese punto sobre la cara de la pendiente.

Fui incapaz de percibir ningún área oscura. Varias veces entrecerré los ojos para luego abrirlos. Acercán­dose, don Juan señaló un sitio a mi derecha, y des­pués otro justamente frente a mí. Intenté cambiar la posición de mi cuerpo; pensé que acaso, si variaba mi perspectiva, me sería posible percibir la supuesta zona de oscuridad que él indicaba, pero don Juan sacudió mi brazo y me dijo, en tono severo, que me quedase quieto y fuera paciente.

Volví a achicar los ojos y una vez más vi la red de fibras luminosas. La miré un momento y luego ensanché los ojos. En ese instante oí un leve retumbar -podría haberse explicado fácilmente como el sonido distante de un aeroplano a reacción- y luego, con los ojos de par en par, vi toda la fila de montañas frente a mí como un enorme campo de minúsculos puntos de luz. Fue como si por un momento fugaz ciertos granos metálicos en la lava solidificada refle­jasen el sol al unísono. Luego la luz se opacó y se apagó de repente, y las montañas se convirtieron en una masa de roca café oscuro, sin brillo, y al mismo tiempo el viento empezó a soplar y enfrió el día.

Quise volverme para ver si una nube había tapado el sol, pero don Juan me detuvo la cabeza y no me permitió moverla. Dijo que, si me volvía, acaso al­canzara a ver a una entidad de las montañas, el aliado que nos iba siguiendo. Me aseguró que yo carecía de la fuerza necesaria para soportar una visión de tal naturaleza, y añadió en tono deliberado que el rumor llegado a mis oídos era la forma peculiar en que un aliado anunciaba su presencia.

Luego se puso en pie y anunció que íbamos a subir por la ladera.

-¿A dónde vamos? -pregunté.

Señaló una de las áreas que había indicado como sitio de oscuridad. Explicó que el "no-hacer" le ha­bía permitido destacar ese punto como un posible centro de poder, o quizá como un lugar donde po­drían hallarse objetos de poder.

 Tras un penoso ascenso, llegamos al sitio que te­nía en mente. Se quedó quieto un momento, a poca distancia de mí. Traté de acercarme, pero él me hizo una, seña con la mano y me detuve. Parecía estarse orientando. Yo podía ver que su nuca se movía como si sus ojos barrieran la montaña de arriba a abajo; luego con paso firme, encabezó la marcha hacia una saliente. Tomó asiento y se puso a limpiar la saliente, quitando con la mano la tierra suelta. Cavó con los dedos en torno de un pequeño trozo de roca que sobresalía del suelo, quitando la. tierra que lo rodea­ba. Luego me ordenó sacarlo.

Cuando hube desalojado el trozo de roca, don Juan me indicó meterlo de inmediato en mi camisa, porque era un objeto de poder que me pertenecía. Dijo que me lo daba para su custodia, y que yo debía pulirlo y cuidarlo.

Acto seguido empezamos a descender por una ca­ñada, y un par de horas después nos hallábamos en el desierto alto, al pie de las montañas volcánicas. Don Juan caminaba unos tres metros delante de mí, a buen paso constante. Fuimos hacia el sur hasta que el sol ya casi se había puesto. Un pesado banco de nubes, hacia occidente, lo ocultaba, pero detuvimos la marcha hasta suponer que su disco había desapa­recido tras el horizonte.

Entonces don Juan cambió de ruta y me guió hacia el sureste. Traspusimos un cerro; en la cima avisoré cuatro hombres que venían del sur hacia nosotros.

Miré a don Juan. Jamás habíamos encontrado gen­te en nuestras excursiones y yo ignoraba qué hacer en un caso así. Pero él no pareció preocuparse. Si­guió andando como si nada ocurriera.

 Los hombres se movían sin prisa; reposada y tor­tuosamente venían a nosotros. Cuando estuvieron mas cerca noté que eran cuatro indios jóvenes. Mostraron reconocer a don Juan. Él les habló en español. Lo trataban con gran respeto, y sus voces eran suaves. Sólo uno de ellos me habló. Pregunté a don Juan, en un susurro, si también yo podía dirigirles la palabra, y él meneó la cabeza en sentido afirmativo.

Una vez que les hablé, estuvieron muy amigables y comunicativos, especialmente el que me había hablado primero. Me contaron que buscaban cuarzos de poder. Dijeron que llevaban muchos días vagando, por las montañas de lava, pero sin suerte.

Don Juan miró en torno y señaló una zona rocosa como a doscientos metros de distancia.

-Ése es buen sitio para acampar un rato -dijo.

Echó a andar hacia las rocas y todos lo seguimos.

El sitio elegido era muy áspero. Carecía de arbustos. Nos sentamos en las rocas. Don Juan anunció que volvía al matorral a reunir algunas ramas secas para hacer leña.

Quise ayudarlo, pero me susurró que éste sería un fuego especial para aquellos jóvenes valerosos, y que no necesitaba mi ayuda.

Los jóvenes se apiñaron en torno mío. Uno de ellos tomó asiento reclinando su espalda contra la. mía. Me sentí un poco apenado.

Al volver con una pila de varas don Juan, encomie lo cuidadosos que eran, y me dijo que, como aprendices de brujo, tenían la regla de formar un circulo con dos personas en el centro, espalda contra espal­da, cuando salían en partidas a cazar objetos de poder.

Uno de los jóvenes me preguntó si alguna vez había yo encontrado cristales de cuarzo. Le dije que don Juan nunca me había llevado a buscarlos.

Don Juan escogió un lugar cercano a un gran pe­ñasco y empezó a armar una hoguera. Ninguno de los jóvenes acudió a ayudarlo; lo observaban con atención. Cuando todas las varas ardían, don Juan tomó asiento con la espalda contra el peñasco. El fuego quedaba a su derecha.

Al parecer, los jóvenes se hallaban al tanto de la situación, pero yo no tenía la menor idea acerca del procedimiento a seguir en tratos con aprendices de brujería.

Observé a los jóvenes. Formaban un semicírculo perfecto, encarando a don Juan. Advertí que don Juan me miraba de frente, y que dos jóvenes hablan to­mado asiento a mi izquierda y los otros dos a mi derecha.

Don Juan empezó a contarles que yo estaba en las montañas de lava para aprender a “no-hacer”, y que un aliado nos andaba siguiendo. Me pareció un co­mienzo muy dramático, y por lo visto lo era. Los jóvenes cambiaron de postura y se sentaron sobre la pierna izquierda. Yo no había observado qué posi­ción tenían antes. Suponía que tenían las piernas cruzadas, igual que yo. Un vistazo a don Juan me reveló que también él estaba sentado sobre la pierna izquierda. Hizo con la barbilla un gesto apenas per­ceptible, señalando mi postura. Plegué la pierna con disimulo.

Don Juan me había dicho una vez que ésa era la postura adoptada por un brujo cuando las cosas esta­ban inciertas. Pero siempre había resultado, para mi, una posición muy fatigosa. Sentí que me costaría un esfuerzo terrible quedarme sentado así mientras du­rara su charla. Don Juan parecía comprender por en­tero mi desventaja, y en forma sucinta explicó a los jóvenes que los cristales de cuarzo podían hallarse en ciertos sitios específicos de aquella zona, y de que una vez hallados se requerían técnicas especiales para con­vencerlos de dejar su morada. Entonces los cuarzos se convertían en el hombre mismo, y su poder escapaba al entendimiento.

Dijo que por lo común los cristales se encontraban en racimos, y que a la persona que los hallase correspondía elegir cinco hojas de cuarzo, de las mejores y más largas, y arrancarlas de su matriz. El descubridor tenía la responsabilidad de tallarlas y pulirla; para sacarles punta y para hacerlas ajustar perfecta­mente al tamaño y a la forma de los dedos de su mano derecha.

Luego agregó que los cuarzos eran armas usadas para brujería; que por lo general se lanzaban a ma­tar, y que, tras penetrar el cuerpo del enemigo, regresaban a la mano del dueño como si nunca se hubieran ido.

Después habló sobre la búsqueda del espíritu que convertiría en armas los cuarzos comunes, y dijo que lo primero era hallar un sitio propicio para llamar al espíritu. Tal sitio debía estar en la cima de un cerro, y se localizaba moviendo la mano, con la pal­ma vuelta hacia la tierra, hasta que cierto calor se detectaba en la palma de la mano. Había que en­cender fuego en ese sitio. Don Juan explicó que el aliado, atraído por las llamas, se manifestaba a tra­vés de una serie continuada de ruidos. La persona que buscaba aliado debía seguir la dirección de la cual venían los ruidos y, cuando el aliado se revelaba, luchar con él y derribarlo al suelo para domeñarlo. En ese punto, uno podía hacer que el aliado tocase los cuarzos parar infundirles poder.

Nos advirtió que había otras fuerzas sueltas en aquellas montañas de lava, fuerzas que no se parecían a los aliados; no producían ruido alguno, apa­recían sólo como sombras fugaces y carecían por completo de poder.

Don Juan añadió que una pluma de vívidos colo­res, o unos cuarzos muy pulidos, atraían la atención del aliado, pero a la larga un objeto cualquiera sería igualmente efectivo, porque lo importante no era ha­llar los objetos sino hallar la fuerza que les infun­diera poder.

-¿De qué les sirve tener cuarzos bellamente puli­dos si jamás encuentran al espíritu dador de poder? -dijo-. En cambio, si no tienen los cuarzos, pero encuentran al espíritu, pueden ponerle cualquier cosa en el camino para que la toque. Pueden ponerle la verga si no hallan otra cosa.

Los jóvenes soltaron risitas. El más audaz, el que me habló primero, río con fuerza.

Noté que don Juan había cruzado las piernas y relajado su postura. También los jóvenes tenían las piernas cruzadas. Traté de adoptar desenfadadamente una posición más cómoda, pero mi rodilla izquierda parecía tener un nervio torcido o un músculo dolo­rido. Tuve que ponerme en pie y trotar marcando el paso unos cuantos minutos.

Don Juan hizo un comentario en broma. Dijo que yo había perdido la práctica de arrodillarme porque llevaba años sin ir a confesión, desde que empecé andar con él.

Eso produjo una gran conmoción entre los jóvenes. Rieron a borbotones. Algunos se taparon la cara lanzaron risitas nerviosas.

-Voy a enseñarles algo, muchachos -dijo don Juan, con despreocupación, cuando la risa de los jóvenes cesó.

Supuse que nos mostraría algunos objetos de poder ­sacados de su morral. Durante un segundo creí que los jóvenes iban a apeñuscarse en torno suyo, pues hicieron al unísono un movimiento súbito. Todos se inclinaron un poco hacia adelante, como para ponerse en pie, pero luego plegaron la pierna izquierda y recuperaron esa misteriosa posición que tanto me maltrataba las rodillas.

Con la mayor naturalidad posible, puse mi pierna izquierda bajo mi cuerpo. Descubrí que si no me sentaba sobre el pie izquierdo, es decir, si mantenía una postura medio arrodillada, las rodillas no me dolían tanto.

Don Juan se levantó y rodeó el gran peñasco hasta desaparecer de nuestra vista.

Sin duda alimentó el fuego antes de ponerse en pie, mientras yo plegaba la pierna, pues las nueva varas chisporrotearon al encender, y brotaron larga llamas. El efecto fue extremadamente dramático. Las llamas duplicaron su tamaño. De pronto, don Juan dejó el cubierto de peñasco y se paró donde había estado sentado. Tuve un instante de desconcierto. Don Juan se había puesto un curioso sombrero ne­gro. Tenía picos a los lados, junto a los oídos, y copa redonda. Se me ocurrió que era de hecho un sombrero de pirata. Don Juan llevaba también una larga casaca negra, de cola, abrochada con un solo botón metálico, brillante, y tenía una pierna de palo.

Reí para mis adentros. Don Juan se veía realmente ridículo en su traje de pirata. Empecé a preguntarme de dónde había sacado ese disfraz en pleno desierto. Asumí que debía haberlo tenido oculto detrás de la roca. Comenté para mí mismo que don Juan no ne­cesitaba más que un parche sobre el ojo y un loro en el hombro para ser el perfecto estereotipo de un bucanero.

Don Juan miró a cada miembro del grupo, desli­zando despacio los ojos de derecha a izquierda. Luego alzó la vista por encima de nosotros y escudriñó las tinieblas a nuestras espaldas; permaneció así un mo­mento y luego rodeó el peñasco y desapareció.

No me fijé en cómo caminaba. Obviamente debía llevar la rodilla doblada para representar a un hom­bre con pata de palo; cuando dio la media vuelta para ir tras el peñasco debí haber visto su pierna do­blada, pero me hallaba tan intrigado por sus actos que no presté atención a los detalles.

Las llamas perdieron fuerza en el momento mismo que don Juan rodeó el peñasco. Pensé que su sincro­nización era magistral; indudablemente calculó cuán­to tiempo tardarían en arder las varas añadidas al fuego, y dispuso su aparición y su salida de acuerdo con ese cálculo.

El cambio en la intensidad del fuego fue muy dra­mático para el grupo; hubo un escarcen de nervio­sismo entre los jóvenes. Conforme las llamas dismi­nuían de tamaño, los cuatro recuperaron, al unísono, una postura de piernas cruzadas.

Yo esperaba que don Juan regresara de inmediato y volviera a tomar asiento, pero no lo hizo. Permaneció invisible. Aguardé con impaciencia. Los jóvenes tenían una expresión impasible en sus rostros.

No entendía cuál era el propósito del histrionismo de don Juan. Tras una larga espera, me volví al joven a mi derecha y le pregunté en voz baja si alguna de las prendas que don Juan se había puesto -el sombrero chistoso y la larga casaca de cola-, o el hecho de que se sustentara en una pierna de palo, tenían algún sentido para él.

El joven me miró con una expresión rara, vacía. Parecía confundido. Repetí mi pregunta, y el joven junto al primero me miró con atención para prestar ­oído.

Se miraron entre si, al parecer presas de la con­fusión total. Dije que, a mis ojos, el sombrero y la pata y la casaca convertían a don Juan en un pirata.

Para entonces, los cuatro jóvenes se habían con­gregado a mi alrededor. Reían suavemente y el ner­viosismo los agitaba. Parecían faltos de palabras. El de mayor audacia me habló, finalmente. Dijo que ­don Juan no llevaba sombrero, no tenía puesta una casaca larga, ni en modo alguno se apoyaba en una, pata de palo, sino que lucia un chal o una capucha negra sobre la cabeza y una túnica negro azabache, como de fraile, que llegaba hasta el suelo.

-¡No! -exclamó con suavidad otro joven-. No traía capucha.

-Es cierto -dijeron los otros.

El joven que habló primero me miró con una ex­presión de incredulidad completa.

Les dije que debíamos repasar lo ocurrido con mucho cuidado y mucha calma, y que yo tenía la seguridad de que don Juan quería que hiciéramos eso y por ello nos había dejado solos.

El joven a mi extrema derecha dijo que don Juan vestía harapos. Tenía un astroso poncho, o una pren­da india similar, y un sombrero muy aporreado. Lle­vaba una canasta con cosas dentro, pero el joven no sabía con certeza qué cosas eran. Añadió que el ata­vío de don Juan no era realmente el de un pordio­sero, sino más bien el de un hombre que volvía, car­gado de objetos extraños, de un viaje interminable.

El joven que vio a don Juan con capucha negra dijo que el anciano no llevaba nada en las manos, pero que su pelo era largo y desordenado, como el de un salvaje que acabara de matar a un fraile y de ponerse su hábito, sin lograr con esto encubrir su salvajismo.

El joven a mi izquierda chasqueó suavemente la lengua y comentó lo extraño que era todo. Dijo que don Juan vestía como un hombre importante recién bajado de su caballo. Lucía chaparreras de cuero, grandes espuelas, un fuete que golpeaba continua­mente contra la palma de su mano izquierda, un som­brero chihuahueño de copa cónica, y dos pistolas automáticas calibre 45. Dijo que don Juan era la imagen de un ranchero acomodado.

El joven a mi extrema izquierda rió con timidez y se abstuvo de revelar lo que había visto. Hice por animarlo, pero los demás no se mostraban interesa­dos. El muchacho parecía ser demasiado tímido para hablar.

El fuego estaba a punto de extinguirse cuando don Juan salió de tras el peñasco.

 -Más vale que dejemos a los jóvenes en sus labores -me dijo-. Diles adiós.

No los miró. Empezó a alejarse, despacio, para dar­me tiempo de despedirme.

Los jóvenes me abrazaron.

No había llamas en el fuego, pero las brasas daban suficiente resplandor. Don Juan era como una sombra oscura a unos metros de distancia, y los jóvenes formaban un círculo de siluetas estáticas claramente definidas. Semejaban una línea de estatuas negras como el azabache, colocadas contra un fondo de tinieblas.

Fue entonces cuando el evento total tuvo impacto sobre mí. Un escalofrío recorrió mis vértebras. Al­cancé a don Juan. Él me dijo, en un tono de gran urgencia, que no me volviera a mirar a los jóvenes, porque en ese momento eran un círculo de sombras.

Mi estómago sintió una fuerza venida del exterior. Era como si una mano me aferrara. Grité involuntariamente. Don Juan susurró que en esos parajes había tanto poder que me sería muy fácil usar "la marcha de poder".

Trotamos durante horas. Me caí cinco veces. Don Juan contaba en voz alta cada vez que yo perdía el equilibrio. Luego se detuvo.

-Siéntate, acurrúcate contra las rocas, y cúbrete la barriga con las manos -me susurró al oído.

 

Domingo, abril 15, 1962

 

En la mañana, apenas hubo luz suficiente, echamos a andar. Don Juan me guió al sitio donde dejé mi coche. Yo tenía hambre, pero por lo demás me sentía descansado y lleno de vigor.

 Comimos galletas y bebimos agua mineral embote­llada que yo traía. en el coche. Quise hacerle unas preguntas que me presionaban con violencia, pero él se llevó el índice a los labios.

A media tarde nos hallamos en el pueblo fronterizo donde él deseaba quedarse. Fuimos a comer a un res­taurante. Estaba desierto; ocupamos una mesa junto a una ventana que miraba el ajetreo de la calle prin­cipal, y ordenamos nuestra comida.

Don Juan parecía tranquilo; en sus ojos brillaba un reflejo malicioso. Me sentí propiciado e inicié un bombardeo de preguntas. Más que nada, inquirí sobre su disfraz.

-Les enseñé un poquito mi no-hacer -dijo, y sus ojos parecían brasas.

-Pero ninguno vio el mismo disfraz -dije-. ¿Cómo le hizo usted?

-Muy sencillo -replicó-. Eran sólo disfraces, pues todo lo que hacemos es, en cierto sentido, un simple disfraz. Todo cuanto hacemos, como ya te dije, es asunto de hacer. Un hombre de conocimiento pue­de así engancharse con el hacer de todo el mundo y salir con cosas extrañas. Pero no son realmente ni tanto. Son extrañas sólo para quienes están atrapa­dos en el hacer.

"Ni esos cuatro jóvenes ni tú aún se han dado cuen­ta del no-hacer por eso fue fácil engatusarlos a todos."

-¿Pero, cómo nos engañó usted?

-No tendría sentido para ti. No hay modo de que lo entiendas.

-Pruébeme, don Juan, por favor.

-Digamos que, cuando nacemos, traemos un ani­llito de poder. Casi desde el principio, empezamos a usar ese anillito. Así que cada uno de nosotros está enganchado desde el nacimiento, y nuestros anillos de poder están unidos con los anillos de todos los demás. En otras palabras, nuestros anillos de poder están enganchados al hacer del mundo para construir el mundo.

-Deme un ejemplo para que entienda -dije.

-Por ejemplo, nuestros anillos de poder, el tuyo y el mío, están enganchados ahora mismo en el hacer de este cuarto. Estamos construyendo este cuarto. Nuestros anillos de poder están tejiendo este cuarto en este preciso momento.

-Espere, espere -dije-. Este cuarto está aquí por sí mismo. Yo no lo estoy creando. No tengo nada que ver con él.

A don Juan no parecían importarle mis protestas y argumentos. Sostuvo con mucha calma que el aposento donde estábamos recibía su ser y su orden de la fuerza del anillo de poder de todos nosotros.

-Verás -continuó-, todos conocemos el hacer de los cuartos porque, en una forma o en otra, hemos pasado en cuartos gran parte de nuestra vida. Un hombre de conocimiento, en cambio, desarrolla otro anillo de poder. Yo lo llamaría el anillo de no-hacer, porque está enganchado a no-hacer. Así, con ese anillo, puede urdir otro mundo.

Una mesera joven trajo nuestra comida y pareció recelosa de nosotros. Don Juan me susurró que le pagara, para mostrarle que traía dinero suficiente.

-No me extraña que desconfíe de ti -dijo, y soltó una carcajada-. Te ves del carajo.

Pagué a la mujer y le di propina, y cuando nos dejó solos me quedé mirando a don Juan, tratando de hallar la forma de recobrar el hilo de nuestra conversación. Él acudió en mi ayuda.

-Tu dificultad es que todavía no desarrollas tu otro anillo de poder y tu cuerpo no sabe no-hacer -dijo.

No entendí lo que decía. Mi mente estaba trabada con una preocupación realmente prosaica.. Todo lo que deseaba saber era si don Juan se había puesto o no un traje de pirata.

Don Juan no me respondió; echó a reír con es­truendo. Le supliqué explicar.

-Pero si acabo de explicártelo -repuso.

-¿Es decir, que no se puso usted ningún disfraz? -.pregunté.

-Todo lo que hice fue enganchar mi anillo de poder a tu propio hacer -dijo-. Tú mismo hiciste el resto, y así hicieron los demás.

-¡Eso es increíble! -exclamé.

-A todos nosotros nos han enseñado a estar de acuerdo en hacer -dijo suavemente-. No tienes idea del poder que ese acuerdo implica. Pero, por fortuna, no-hacer es igual de milagroso y poderoso.

Sentí una ondulación incontrolable en el estómago. Había un abismo insalvable entre mi experiencia de primera mano y la explicación. Mi último reducto fue, como siempre, un tinte de duda y desconfianza que creó la pregunta: "¿Qué tal si don Juan estaba de acuerdo con los muchachos y él mismo preparó todo?"

Cambié de tema y le pregunté por los cuatro apren­dices.

-¿Me dijo usted que eran sombras? -pregunté.

-Cierto.

 -¿Eran aliados?

-No. Eran aprendices de un hombre que conozco.

-¿Por qué les dijo usted sombras?

-Porque en ese momento los había tocado el poder de no-hacer, y como no son tan estúpidos como tú, cambiaron a algo muy distinto de lo que tú conoces. Por ese motivo no quise que los miraras. Sólo te habría hecho mal.

No me quedaban preguntas. Tampoco tenía hambre. Don Juan comió de buena gana y parecía de un humor excelente. Pero yo me sentía deprimido. De pronto, una gran fatiga me saturó. Tomé conciencia de que el camino de don Juan era demasiado arduo para mí. Comenté que no llenaba los requisitos para convertirme en brujo.

-Quizá otro encuentro con Mescalito te ayude -dijo él.

Le aseguré que eso era lo que más lejos estaba de mi mente, y que ni siquiera tomaría en cuenta la posibilidad.

-Tienen que pasarte cosas muy drásticas para que permitas a tu cuerpo aprovechar lo que has apren­dido -dijo.

Aventuré la opinión de que, no siendo indio, ca­recía de las cualidades básicas para vivir la insólita existencia de un brujo.

-Tal vez, si lograra desprenderme de todos mis compromisos, podría desenvolverme un poco mejor en su mundo -dije-. O si me fuera con usted al desier­to, a vivir allí. Como están las cosas, el hecho de tener un pie en cada mundo me hace inútil en ambos.

Se me quedó mirando un rato.

-Éste es tu mundo -dijo, señalando la calle tumultuosa detrás de la ventana-. Eres hombre de ese mundo. Y allá afuera, en ese mundo, está tu campo de caza. No hay manera de escapar al hacer de nues­tro mundo; por eso, lo que hace un guerrero es con­vertir su mundo en su campo de caza. Como cazador, el guerrero sabe que el mundo está hecho para usarse. De modo que lo usa hasta lo último. Un guerrero es como un pirata que no tiene escrúpulos en tomar y usar cualquier cosa que desee, sólo que el guerrero no se aflige ni se ofende cuando lo usan y lo toman a él.

 

XVII. UN ADVERSARIO QUE VALE LA PENA

 

Martes, diciembre 11, 1962

 

Mis trampas eran perfectas; la ubicación era correc­ta; vi conejos, ardillas y otros roedores, perdices, pá­jaros, pero nada pude capturar en todo el día.

Don Juan me dijo, cuando salíamos de su casa muy de mañana, que ese día habría de esperar un "re­galo de poder", un animal excepcional que tal vez cayera en mis trampas y cuya carne podría yo secar para convertir en "comida de poder".

Don Juan parecía pensativo. No hizo una sola su­gerencia o comentario. Casi al terminar el día, habló por fin.

-Alguien está interfiriendo con tu cacería -dijo.

-¿Quién? -pregunté, verdaderamente sorpren­dido.

Me miró y sonrió y meneó la cabeza en un gesto incrédulo.

-Te portas como si no supieras quién -dijo-. Y lo has sabido todo el día.

Yo iba a protestar, pero no le vi objeto. Supe que don Juan diría "la Catalina", y si de ese tipo de conocimiento hablaba, tenía razón, yo sí sabía quién.

-O nos vamos ahorita a la casa -prosiguió-, o esperamos que oscurezca y usamos el crepúsculo para agarrarla.

Parecía esperar mi decisión. Yo quería marcharme. Empecé a levantar un mecate que estaba usando, pero antes de que pudiera dar voz a mi deseo él me detuvo con una orden directa.

-Siéntate -dijo-. Lo más sencillo y cuerdo sería irnos y ya, pero éste es un caso peculiar y creo que debemos quedarnos. Esta función de teatro es nada más para ti.

-¿Qué quiere usted decir?

-Alguien está interfiriendo contigo, en particular, por eso ésta es tu función. Yo sé quién y tú también sabes quién.

-Me asusta usted -dije.

-Yo no -repuso, riendo-. Te asusta esa vieja, que anda por allí merodeando.

Hizo una pausa como si esperara que el efecto de sus palabras se hiciera visible en mí. Tuve que ad­mitir mi terror.

Más de un mes antes, yo había tenido una horrenda confrontación con una bruja llamada "la Catalina". La enfrenté con riesgo de mi vida porque don Juan me convenció de que ella deseaba matarlo y él era incapaz de contener sus ataques. Cuando hube entra­do en contacto con ella, don Juan me reveló que la mujer no había representado en realidad ningún pe­ligro para él, y que todo el asunto había sido una trampa, no en el sentido de travesura malicia sino en el de un lazo que me había tendido.

Su método me pareció tan carente de ética que me enfurecí con él.

Al oír mi estallido iracundo, don Juan se puso a cantar canciones rancheras. Imitó cantantes populares y sus versiones eran tan cómicas que terminé riendo como un niño. Me entretuvo durante horas. Yo no sabía que tuviese tal repertorio de canciones idiotas.

-Déjame decirte algo -dijo finalmente en aque­lla ocasión-. Si no nos pusieran trampas, nunca aprenderíamos. Lo mismo me pasó a mí, y le pasa a cualquiera. El arte de un maestro es llevarnos hasta el borde. Un maestro sólo puede señalar el camino y hacer trampas. Te puse una antes. ¿No recuerdas la forma en que recobré tu espíritu de cazador? Tú mismo me dijiste que cazar te hacía olvidarte de las plantas. Estuviste dispuesto a hacer un montón de cosas para llegar a ser cazador, cosas que no habrías hecho por saber de las plantas. Ahora debes hacer mucho más si quieres sobrevivir.

Se me quedó mirando y estalló en un arranque de risa.

-Todo esto es una locura -dije-. Somos seres racionales.

-Tú eres racional -repuso-. Yo no.

-Por supuesto que sí -insistí-. Usted es uno de los hombres más racionales que he conocido.

-¡Muy bien! -exclamó-. No discutamos. Soy ra­cional, ¿y eso qué?

Lo envolví en el argumento de por qué era necesario que dos seres racionales procedieran en forma tan insana como nosotros habíamos procedido con la bruja.

-De veras eres racional -dijo él con fiereza-. Y eso significa que crees conocer mucho del mundo, pero ¿conoces? ¿Conoces en verdad? Sólo has visto las acciones de la gente. Tus experiencias se limitan úni­camente a lo que la gente te ha hecho o le ha hecho a otros. No sabes nada de este misterioso mundo des­conocido.

Me hizo seña de seguirlo a mi auto, y viajamos al pequeño pueblo mexicano que había cerca.

No pregunté qué íbamos a hacer. Me hizo estacio­nar el coche junto a una fonda, y luego caminamos rodeando la terminal de autobuses y un almacén ge­neral. Don Juan iba a mi derecha, guiándome. De pronto me di plena cuenta de que otra persona ca­minaba junto a mí, a mi izquierda, pero don Juan, sin darme tiempo a volver el rostro para mirar, hizo un movimiento veloz y súbito; se agachó como si recogiera algo del suelo, y luego me asió por el so­baco cuando estuve a punto de tropezar con él. Me arrastró al coche, y no soltó mi brazo ni siquiera para permitirme abrir la puerta. Tantalee un mo­mento con las llaves. Él me empujó con gentileza al interior del coche y luego subió a su vez.

-Maneja despacio y párate frente a la tienda -dijo.

Cuando me hube detenido, don Juan me hizo, con la cabeza, seña de mirar. La Catalina estaba parada en el sitio donde don Juan me había agarrado el brazo. Respingué involuntariamente. La mujer dio unos pasos hacia el coche y se paró desafiante. La escudriñé con cuidado y concluí que era hermosa. Era muy morena y rechoncha, pero parecía fuerte y muscular. Tenía un rostro redondo, lleno, con pómu­los altos y dos largas trenzas de cabello negrísimo. Lo que más me sorprendió fue su juventud. No podría tener mucho más de treinta años, a lo sumo.

-Que se acerque más si quiere -susurró don Juan.

La Catalina dio tres o cuatro pasos hacia mi coche y se detuvo a unos tres metros de distancia. Nos mi­ramos. En ese momento sentí que no había en ella ninguna amenaza. Sonreí y la saludé con la mano. Ella rió, como niñita tímida, y se cubrió la boca. Me sentí deleitado. Me volví a don Juan para comentar la apariencia y la conducta de la muchacha, y él casi me mata de susto con un grito.

-¡No le des la espalda a esa mujer, hijo de la chingada! -dijo con voz conminante.

Me volví rápidamente a mirar a la Catalina. Ha­bía dado otros pasos hacia el coche y se hallaba a menos de metro y medio de mi puerta. Sonreía; sus dientes eran grandes y blancos y muy limpios. Pero había algo extraño en su sonrisa. No era amistosa; era una mueca contenida; sólo sonreía la boca. Los ojos, negros y fríos, me miraban con fijeza.

Experimenté un escalofrío en todo el cuerpo. Don Juan echó a reír en un cacareo rítmico; tras un mo­mento de espera, la mujer retrocedió despacio y des­apareció entre la gente.

Nos alejamos, y don Juan especuló que, si yo no templaba mi vida y aprendía, la Catalina iba a aplas­tarme con el pie, como a un bicho indefenso.

Ésa es el adversario que te dije que te había encontrado -dijo.

Don Juan dijo que debíamos esperar un augurio, an­tes de saber qué hacíamos con la mujer que interfe­ría mi caza.

-Si oímos o vemos un cuervo, será señal de que podemos esperar, y también sabremos dónde esperar -añadió.

Dio vuelta, despacio, en un círculo completo, escu­driñando todo el entorno.

-Éste no es el sitio para esperar -dijo en un su­surro.

Echamos a andar hacia el este. Ya había oscureci­do bastante. De pronto, dos cuervos salieron vo­lando de unos arbustos altos, y desaparecieron tras un cerro. Don Juan dijo que el cerro era nuestro destino.

Cuando llegamos, lo circundó, y eligió un sitio orientado al sureste, al pie del cerro. Limpió de ra­mas secas, hojas y otra basura, un espacio circular de metro y medio o dos metros de diámetro. Intenté ayudarlo, pero me rechazó con un vigoroso ademán. Se puso el índice sobre los labios e hizo gesto de si­lencio. Al terminar, me jaló al centro del círculo, me hizo mirar al sur, con el cerro a las espaldas, y me susurró al oído que imitara sus movimientos. Inició una especie de danza, produciendo un golpeteo con el pie derecho; consistía en siete tiempos iguales, es­paciados por un conglomerado de tres patadas rá­pidas.

Traté de adaptarme a su ritmo, y tras algunos in­tentos desmañados fui más o menos capaz de repro­ducir el golpeteo.

-¿Para qué es esto? -le susurré al oído.

Respondió, también susurrando, que yo estaba gol­peando la tierra como un conejo, y que tarde o tem­prano la presencia acechante, atraída por el ruido, vendría a ver qué pasaba.

Una vez que hube copiado el ritmo, don Juan dejó de patalear, pero a mí me hizo proseguir, marcando el paso con un movimiento de su mano.

De tiempo en tiempo escuchaba atento, con la cabeza ligeramente inclinada hacia la derecha, al parecer para discernir sonidos entre el matorral. En cierto punto me hizo seña de cesar y mantuvo una postura de lo más alerta; era como si se hallase pronto a dar un salto y caer sobre un asaltante desconocido e invisible.

Luego me indicó reanudar el golpeteo, y tras un rato me hizo parar de nuevo. Cada vez que yo me detenía, él escuchaba con tal concentración que cada fibra de su cuerpo parecía tensarse casi hasta reventar.

De pronto saltó a mi lado y me susurró al oído que el crepúsculo estaba en pleno poder.

Miré alrededor. El matorral era una masa oscura, y lo mismo los cerros y las rocas. El cielo era azul oscuro y yo no distinguía ya las nubes. El mundo entero parecía una masa uniforme de siluetas oscuras sin límites visibles.

Oí a lo lejos el grito escalofriante de un animal: un coyote o quizá un ave nocturna. Ocurrió tan de repente que no le presté atención. Pero el cuerpo de don Juan amagó un sobresalto. Parado junto a él, sentí su vibración.

-Dale de nuevo -susurró-. Patea otra vez y ponte listo. Ya ella está aquí.

Empecé a patalear con furia y don Juan puso su pie sobre el mío y me hizo señas frenéticas de que me calmara y golpease rítmicamente.

-No la asustes -me dijo al oído-. Tranquilízate y no pierdas el juicio.

Nuevamente empezó a marcarme el paso, y la segunda vez que me hizo parar volví a escuchar el mis­mo grito. Ahora parecía ser el grito de un ave que volaba sobre el cerro.

Don Juan me hizo patalear una vez más, y en el momento de cesar oía mi izquierda un peculiar so­nido crujiente. Era el ruido que produciría un ani­mal pesado al cruzar entre las matas secas. Pensé fugazmente en un oso, pero caí en la cuenta de que no había osos en el desierto. Me cogí del brazo de don Juan y él me sonrió y se llevó el dedo a la boca en gesto de silencio. Fijé la mirada en la oscuridad hacia mi izquierda, pero él me indicó no hacerlo. Se­ñaló repetidamente algo por encima de mi cabeza y luego me hizo girar, despacio y en silencio, hasta que me vi encarando la masa oscura del cerro. Don Juan mantenía el dedo apuntando a cierto punto del ce­rro. Adherí mi vista a dicho sitió y de pronto, como en una pesadilla, una sombra negra me saltó encima. Chillé y caí de espaldas al suelo. Durante un mo­mento la silueta se sobreimpuso al cielo azul oscuro y luego voló por el aire y aterrizó más allá de nos­otros, en el matorral. Oí el sonido de un cuerpo pesado que caía con estruendo sobre los arbustos, y después un extraño clamor.

Don Juan me ayudó a levantarme y me guió, en la oscuridad, al sitio donde había dejado mis trampas. Me hizo reunirlas y desarmarlas, y luego desparramó las piezas en todas direcciones. Realizó todo esto sin decir palabra. No hablamos en el camino a su casa.

-¿Qué quieres que te diga? -preguntó don Juan después de que lo hube instado repetidas veces a ex­plicar los eventos acontecidos unas horas antes.

-¿Qué cosa era? -pregunté.

-Sabes muy bien quién era -dijo-. No me vengas con eso de "qué cosa era". Lo importante es quién era.

Yo había urdido una explicación que parecía satis­facerme. La figura que vi podría haber sido un pa­palote: alguien lo había soltado arriba del cerro mientras alguien más, a nuestra espalda, lo jalaba al suelo, dando así el efecto de una silueta oscura que voló por el aire cosa de quince o veinte metros.

Escuchó atentamente mi explicación y luego rió hasta que se le salieron las lágrimas.

-Ya no te andes por las ramas -lijo-. Al grano. ¿No era una mujer?

Tuve que admitir que, al caer y alzar la vista, vi saltar sobre mí, en un movimiento muy lento, la si­lueta oscura de una mujer con falda larga; luego algo pareció jalar a la silueta y ésta voló con gran velocidad y se estrelló en los arbustos. De hecho, ese movimiento fue lo que me dio la idea de un pa­palote.

Don Juan rehusó seguir discutiendo el incidente.

AL otro día, salió a cumplir alguna misión miste­riosa y yo fui a visitar a unos amigos yaquis de otra comunidad.

 

Miércoles, diciembre 12, 1962

 

Apenas llegué a la comunidad yaqui, el tendero me­xicano me dijo que una compañía de Ciudad Obre­gón le había rentado un tocadiscos y veinte disco para la fiesta que iba a dar esa noche en honor de la Virgen de Guadalupe. Ya había contado a todos cómo hizo los arreglos necesarios a través de Julio, el agente viajero que llegaba a la población yaqui dos veces por mes para cobrar los abonos de la ropa ba­rata que había logrado vender, a plazos, a algunos indios.

Julio trajo el tocadiscos temprano por la tarde, y lo conectó a la dínamo que producía electricidad para la tienda. Verificó el funcionamiento, subió el volumen al máximo, recordó al tendero que no toca­ra los botones, y empezó a acomodar los veinte discos.

-Sé cuántos rayones tiene cada uno -advirtió al tendero.

-Eso díselo a mi hija -respondió el otro.

-El responsable eres tú, no tu hija.

-De todos modos, ella es la que va a estar cam­biando los discos.

Julio recalcó que a él no le importaba quién fue­ra a manejar el aparato, siempre y cuando el tendero pagara los discos dañados. El tendero se puso a dis­cutir con Julio. El rostro de Julio enrojeció. De tiempo en tiempo se volvía hacia el nutrido grupo de yaquis congregado frente a la tienda y daba mues­tras de desesperanza o frustración moviendo las ma­nos o contorsionando la cara en una mueca. Como último recurso, exigió un depósito en efectivo. Eso precipitó otra larga discusión acerca de qué cosa de­bía tomarse por un disco dañado. Julio declaró con autoridad que cualquier disco roto tenía que pagarse a precio de nuevo. El tendero se enojó más y empe­zó a quitar sus extensiones eléctricas. Parecía deci­dido a desconectar el tocadiscos y cancelar la fiesta. Aclaró a sus clientes, reunidos frente a la tienda, que había hecho lo posible por entrar en tratos con Julio. Durante un momento pareció que la fiesta fallaría antes de comenzar.

Blas, el viejo yaqui que me alojaba en su casa, hizo en voz alta comentarios despectivos acerca del triste estado de cosas entre los yaquis, que ni siquiera podían celebrar su festividad religiosa más reverenciada, el día de la Virgen de Guadalupe.

Quise intervenir y ofrecer mi ayuda, pero Blas lo impidió. Dijo que, si yo cubriera el depósito reque­rido, el tendero mismo haría pedazos los discos.

-Es peor que cualquiera -dijo-. Que pague él. Bien que nos chupa sangre. Déjalo que pague.

Tras una larga discusión en la que, extrañamente, todos los presentes estaban en favor de Julio, el tendero logró términos que satisficieron a ambas par­tes. No pagó el depósito en efectivo, pero acertó responsabilidad por los discos y el aparato.

La motocicleta de Julio dejó una estela de polvo cuando el viajante se dirigió a algunas de las casas más remotas de la localidad. Blas dijo que estaba tratando de agarrar a sus clientes antes de que ellos viniesen a la tienda y gastaran todo su dinero en tragos. Mientras hablaba, un grupo de indios salió de tras la tienda. Blas los miró y echó a reír, y lo mismo hicieron todos los demás.

Blas me dijo que esos indios eran clientes de Ju­lio y habían estado escondidos detrás de la tienda, esperando que se fuera.

La fiesta comenzó temprano. La hija del tendero puso un disco en la tornamesa y bajó el brazo; hubo un estruendo chillante y un zumbido muy agudo; y luego se oyó un ensordecedor sonido de trompeta y algunas guitarras.

La fiesta consistía en tocar los discos a todo volu­men, Había cuatro mexicanos jóvenes que bailaban con las dos hijas del tendero y con otras tres mucha­chas mexicanas. Los yaquis no bailaban; observaban con aparente deleite cada movimiento de los bailari­nes, Parecían divertirse nada más mirando y engullendo tequila barato.

Invité copas a todos los que conocía. Quería evi­tar cualquier resentimiento. Circulé entre los nume­rosos indios, haciéndoles plática y ofreciéndoles tra­gos. Mi patrón de conducta funcionó hasta que se dieron cuenta de que yo no bebía. Eso pareció mo­lestar simultáneamente a todo el mundo. Era como si, colectivamente, hubieran descubierto que yo no encajaba allí. Los indios se pusieron muy hoscos y me dirigían miradas de reojo.

Los mexicanos, que se hallaban tan borrachos como los indios, advirtieron al mismo tiempo que yo no había bailado, y eso pareció ofenderlos a un grado incluso mayor. Se pusieron muy agresivos. Uno de ellos me agarró el brazo y me llevó más cerca del tocadiscos; otro me sirvió una taza entera de tequila y quiso que me la tomara de un trago para demos­trar que era macho.

Traté de ganar tiempo y reí estúpidamente, como si disfrutara de toda esa situación. Dije que me gus­taría bailar primero y beber después. Uno de los jóvenes gritó el título de una canción. La muchacha a cargo del aparato empezó a buscar en la pila de discos. Parecía algo achispada, aunque ninguna de las mujeres había bebido en público, y tuvo dificultades para encajar el disco en la espiga. Un joven dijo que el disco elegido no era un twist; ella revolvió la pila, tratando de hallar la música adecuada, y todo el mundo se cerró en torno a ella y me dejó. Eso me dio tiempo para correr detrás de la tienda, salir del área iluminada y quedar fuera de vista.

Parado a unos treinta metros de distancia, en la oscuridad de unos matorrales, traté de decidir qué hacía. Me hallaba cansado. Sentí que era tiempo de subir en mi coche y volver a casa. Eché a andar hacia la vivienda de Blas, donde estaba el coche. Calculé que, si manejaba despacio, nadie se daría cuenta de que me iba.

Al parecer, la gente a cargo de la música seguía buscando el disco -todo lo que yo podía oír era el zumbido agudo de la bocina-, pero luego surgió el estruendo de un twist. Reí, pensando que proba­blemente habían vuelto los ojos buscándome, sólo para descubrir mi desaparición.

Vi siluetas oscuras de personas que iban en direc­ción opuesta, hacia la tienda. Nos cruzamos y mur­muraron: "Buenas noches." Los reconocí y les ha­blé. Les dije que la fiesta estaba buena.

Antes de llegar a un brusco recodo del camino, me encontré con otras dos personas; no las reconocí, pero las saludé de todos modos. El escándalo del tocadis­cos era casi tan fuerte allí, en el camino, como frente a la tienda. Era una noche oscura, sin estrellas, pero el brillo de las luces de la tienda me permitía una percepción visual bastante buena del contorno. La casa de Blas quedaba muy cerca, y aceleré el paso. Noté entonces la figura oscura de una persona, sen­tada o tal vez acuclillada a mi izquierda, en el reco­do. Pensé por un instante que podía ser uno de los asistentes a la fiesta, que se había ido antes que yo.

La persona parecía estar defecando al lado del cami­no. Eso resultaba extraño. La gente de la comunidad se adentraba en el matorral cuando quería hacer sus necesidades. Pensé que quien estaba frente a mí debía hallarse borracho.

Llegué al recodo y dije: "Buenas noches." La res­puesta fue un aullido áspero, inhumano. Los vellos de mi cuerpo se erizaron. Por un segundo quedé paralizado. Luego eché a andar aprisa. Lancé un vista­zo breve. Vi que la silueta oscura se había incorporado a medias; era una mujer. Se hallaba encorvada, incli­nada hacia adelante; caminó unos metros en esa pos­tura y luego saltó. Eché a correr, mientras la mujer saltaba como pájaro a mi lado, manteniéndose a la par. Cuando llegué a la casa de Blas, me estaba cor­tando el camino y casi nos tocábamos.

Salté una zanjita seca frente a la casa y entré, casi derribando la frágil puerta.

Blas ya se encontraba en la casa y mi historia no pareció preocuparlo.

-Te jugaron una buena -dijo, tranquilizándo­me-. A los indios les encanta chingar a los yoris.

La experiencia me había espantado tanto que al día siguiente fui a casa de don Juan en vez de vol­ver a la mía como había planeado.

Don Juan regresó al atardecer. Sin darle tiempo a decir nada, barboté la historia completa, incluyendo el comentario de Blas. La cara de don Juan se en­sombreció. Acaso fue sólo mi imaginación, pero pen­sé que estaba preocupado.

-No te fíes mucho de lo que Blas te dijo -acon­sejó en tono serio-. No sabe nada de las luchas en­tre brujos.

"Debías haber sabido que era algo serio en el mo­mento en que viste la sombra a tu izquierda. Pero no debiste correr.

-¿Y qué debería haber hecho? ¿Quedarme allí parado?

-Correcto. Cuando un guerrero se encuentra con su adversario, y el adversario no es un ser humano ordinario, tiene que plantarse. Eso es lo único que lo hace invulnerable.

-¿Qué dice usted, don Juan?

-Digo que has tenido tu tercer encuentro con el adversario que vale la pena. Te anda siguiendo, es­perando que tengas un momento de debilidad. Esta vez casi te atrapa.

Sentí un brote de angustia y lo acusé de ponerme riesgos innecesarios. Me quejé de que estaba jugan­do conmigo un juego cruel.

-Sería cruel si esto le hubiera pasado a un hom­bre común y corriente -dijo-. Pero uno deja de ser común en el instante en que empieza a vivir cono guerrero. Además, no te busqué un adversario que vale la pena porque quiera jugar contigo, o fastidiar­te, o enojarte. Un adversario digno podría servirte de acicate; bajo la influencia de una oponente como la Catalina, tal vez tengas que echar mano de todo cuanto te he enseñado. No te queda otra alternativa.

Guardamos silencio un rato. Sus palabras me ha­bían provocado una tremenda aprensión.

Luego me pidió imitar lo mejor posible el grito que oí después de decir: "Buenas noches."

Intenté reproducir el sonido y lancé un aullido extraño que me asustó. A don Juan debe haberle parecido chistosa mi interpretación; rió casi incontrolablemente.

Después me hizo reconstruir la secuencia total: la distancia que corrí, la distancia a que la mujer esta­ba cuando la encontré y a qué distancia cuando llegué a la casa, y el sitio en que empezó a saltar.

-Ninguna india gorda podría brincar así -dijo después de sopesar todas aquellas variables-. Ni si­quiera podría correr tanto.

Me hizo saltar. No pude cubrir más de un metro veinte en cada brinco, y si mi percepción era correc­ta, los saltos de la mujer habían sido cuando menos de tres metros.

-Bueno, has de saber que de ahora en adelante debes estar siempre alerta -dijo don Juan con gran urgencia-. Esa mujer va a tratar de tocarte el hom­bro izquierdo en un momento de descuido y debi­lidad.

-¿Qué debo hacer? -pregunté.

-No tiene caso quejarse -dijo él-. De ahora en adelante, lo que importa es la estrategia de tu vida.

Yo no podía concentrarme en lo que decía. To­maba notas en forma automática. Tras un largo si­lencio me preguntó si tenía yo algún dolor en la nuca o detrás de las orejas. Repuse que no, y él me dijo que, si hubiera experimentado una sensación desagradable en cualquiera de esas dos partes, eso habría significado que la Catalina me había hecho daño aprovechando mi torpeza.

-Todo lo que hiciste anoche fue una torpeza -dijo-. En primer lugar, fuiste a la fiesta a matar tiempo, como si hubiera tiempo que matar. Eso te debilitó.

-¿Quiere usted decir que no debo ir a fiestas?

-No, no digo eso. Puedes ira donde se te antoje, pero si vas, debes aceptar la entera responsabilidad de ese acto. Un guerrero vive su vida estratégicamen­te. Sólo asiste a una fiesta o a una reunión así, en caso de que su estrategia lo pida. Eso significa, desde luego, que tiene dominio total y realiza todos los actos que considera necesarios.

Me miró con fijeza y sonrió; luego se cubrió la cara y rió suavemente.

-Estás en un buen aprieto -dijo-. Tu adversario te está pisando los talones y, por primera vez en tu vida, no puedes permitirte el lujo de actuar por las puras. Esta vez debes aprender un hacer total­mente distinto, el hacer de la estrategia. Considéralo así. En caso de que sobrevivas a los ataques de la Catalina, algún día tendrás que darle las gracias por haberte forzado a cambiar de hacer.

-¡Qué cosa tan terrible! -exclamé-. ¿Y si no so­brevivo?

-Un guerrero nunca se entrega a esos pensamien­tos -dijo-. Cuando tiene que actuar con sus seme­jantes, un guerrero sigue el hacer de la estrategia, y en ese hacer no hay victorias ni derrotas. En ese ha­cer sólo hay acciones.

Le pregunté qué implicaba el hacer de la estrategia.

-Implica que uno no está a merced de la gente -repuso-. En esa fiesta, por ejemplo, fuiste un pa­yaso, no porque conviniera a tus propósitos el ser un payaso, sino porque te colocaste a merced de ,aquella gente. Nunca tuviste el menor dominio y por eso tuviste que salir huyendo.

-¿Qué debía haber hecho?

-No ir a la fiesta, o bien ir a fin de cumplir un acto especifico.

"Después de travesear con los yoris estabas débil, y la Catalina usó esa oportunidad. Se puso a esperarte en el camino.

"Pero tu cuerpo sabía que algo andaba fuera de lugar, y así y todo le hablaste. Eso estuvo muy mal. No debes dirigir una sola palabra a tu oponente du­rante esos encuentros. Luego le diste la espalda. Eso estuvo peor todavía. Luego corriste de ella, ¡y eso fue lo peor que podrías haber hecho! Parece que la vieja ésa es torpe. Una bruja de las buenas te habría agarrado allí mismo, en el instante en que volviste la espalda y echaste a correr.

"Por lo pronto, tu única defensa es plantarte y bailar tu danza."

-¿De qué danza habla usted? -pregunté.

Dijo que el "pataleo de conejo" que me había enseñado era el primer movimiento de la danza que un guerrero cultiva y acrecienta toda su vida, y luego ejecuta en su última parada sobre la tierra.

Tuve un momento de rara sobriedad y me vino una serie de pensamientos. En cierto nivel, estaba claro que lo ocurrido entre la Catalina y yo, la pri­mera vez que la enfrenté, era real. La Catalina era real, y no podía descartarse la posibilidad de que verdaderamente me estuviera siguiendo. En otro ni­vel, yo no comprendía cómo estaba siguiéndome, y eso daba pábulo a la leve sospecha de que don Juan me estuviera engañando, y de que él mismo produ­jera de algún modo los extraños efectos de los que fui testigo.

Don Juan miró de pronto el cielo y me dijo que todavía había tiempo de ir a ver a la bruja. Me aseguró que corríamos muy poco peligro, porque sólo pasaríamos en el coche frente a su casa.

-Debes confirmar su forma -dijo don Juan-. Así ya no quedarán dudas en tu mente, en un senti­do o en otro.

Las manos me empezaron a sudar profundamente y tuve que secarlas repetidas veces con una toalla. Subimos en mi coche y don Juan me encaminó a la carretera principal y luego a un camino amplio, sin pavimentar. Conduje por la parte central; camiones y tractores habían dejado hondos surcos y mi coche tenía la suspensión demasiado baja para ir por la derecha, o por la izquierda. Avanzamos despacio en­tre una espesa nube de polvo. La tosca grava usada para nivelar el camino se había apelmazado con la tierra durante las lluvias, y piedras de barro seco re­botaban contra el fondo metálico del coche, produ­ciendo fuertes sonidos de explosión.

Don Juan me indicó reducir la velocidad al acercarnos a un puente pequeño. Había cuatro indios sentados allí y nos saludaron con la mano. No supe, bien si los conocía o no. Pasamos el puente y el camino se curvó con suavidad.

-Ésa es la casa de la mujer. -me susurró don Juan, señalando con los ojos una casa blanca circundada por una alta cerca de carrizo.

Me dijo que diera vuelta en U y me detuviese a medio camino; esperaríamos a ver si la bruja cobra­ba suficientes sospechas para dar la cara.

Estuvimos allí unos diez minutos. Me pareció un tiempo interminable. Don Juan no dijo palabra. In­móvil en el asiento, miraba la casa.

-Allí está -dijo, y su cuerpo dio un salto súbito. Vi la silueta oscura, ominosa, de una mujer parada dentro de la casa, mirando a través de la puerta abierta. El interior estaba en penumbras y eso sólo acentuaba la oscuridad de la silueta.

Después de unos minutos, la mujer dejó las som­bras del cuarto y se paró en el umbral a observar­nos. La miramos un momento y don Juan me dijo que siguiera adelante. Yo estaba sin habla. Podría haber jurado que esa mujer era la que vi saltando junto al camino, en la oscuridad.

Una media hora después, cuando íbamos ya por la carretera pavimentada, don Juan me habló.

-¿Qué dices? -preguntó-. ¿Reconociste la forma?

Vacilé un largo rato antes de responder. Tenía miedo del compromiso involucrado en decir sí. Pre­paré cuidadosamente mi contestación y dije que me parecía que había estado demasiado oscuro para te­ner verdadera certeza.

Riendo, me dio unos golpecitos suaves en la ca­beza.

-Era ella, ¿verdad? -preguntó.

No me dio tiempo de responder. Puso un dedo sobre su boca en gesto de silencio y me susurró al oído que no tenía caso decir nada y que, para sobre­vivir a los ataques de la Catalina, yo debía usar todo cuanto él me había enseñado.

 


SEGUNDA PARTE: EL VIAJE A IXTLÁN

 

XVIII. EL ANILLO DE PODER DEL BRUJO

 

EN Mayo de 1971, hice a don Juan la última visita de mi aprendizaje. Fui a verlo, en aquella ocasión, con el mismo espíritu que durante los diez años de nuestra relación; es decir, buscando una vez más la amenidad de su compañía.

Su amigo don Genaro, un brujo mazateco, estaba con él. Yo había visto a ambos durante mi visita .previa, seis meses antes. Titubeaba en preguntarles si habían estado juntos todo ese tiempo, cuando don Genaro explicó que el desierto del norte le gustaba tanto que había regresado justo a tiempo para ver­me. Ambos rieron como si conocieran un secreto.

-Regresé nada más por ti -dijo don Genaro.

-Es cierto -corroboró don Juan.

Recordé a don Genaro que, la vez pasada, sus in­tentos de ayudarme a "parar el mundo" me habían resultado desastrosos. Fue una manera amistosa de declarar mi miedo hacia él. Rió inconteniblemente, sacudiendo el cuerpo y pataleando como niño. Don Juan evitó mirarme y rió también.

-Ya no va usted a tratar de ayudarme, ¿verdad, don Genaro? -pregunté.

Mi frase les produjo espasmos de risa. Don Gena­ro rodó por el suelo, entre carcajadas; luego se acostó bocabajo y empezó a nadar en el piso. Al verlo hacer eso, supe que me hallaba perdido. En ese mo­mento, de algún modo, mi cuerpo cobró conciencia de haber llegado al fin. Yo ignoraba cuál era ese fin. Mi tendencia personal a la dramatización, y mi experiencia previa con don Genaro, me hicieron creer que podía ser el fin de mi vida.

Durante mi última visita, don Genaro había in­tentado empujarme al borde de "parar el mundo". Sus esfuerzos fueron tan extravagantes y directos que el mismo don Juan tuvo que decirme que me marchara. Las demostraciones de "poder" de don Gena­ro eran tan extraordinarias y desconcertantes que me forzaron a una total revaluación de mí mismo. Fui a casa, revisé las notas tomadas en el principio mismo de mi aprendizaje, y misteriosamente me invadió un sen­timiento del todo nuevo, aunque no tuve conciencia plena de él hasta ver a don Genaro nadar en el piso.

El acto de nadar en el piso, congruente con otras acciones extrañas y desconcertantes que don Genaro había ejecutado frente a mis propios ojos, se inició cuando él yacía bocabajo. Al principio reía tan duro que su cuerpo se sacudía como convulsionado; luego empezó a patalear; finalmente, el movimiento de las piernas se coordinó con un movimiento de remar con las manos, y don Genaro comenzó á deslizarse por el suelo como si estuviera acostado en una tabla con ruedas. Cambió de dirección varias veces y cubrió todo el espacio frente a la casa, maniobrando en torno a mí y a don Juan.

Don Genaro había payaseado antes en mi presencia, y en cada una de tales ocasiones don Juan afirmó que yo había estado a punto de "ver". No lo lograba a causa de mi insistencia en tratar de explicar cada acción de don Genaro desde una perspectiva racional. Esta vez me hallaba en guardia, y cuando se puso a nadar no intenté explicar ni entender el hecho. Me limité a observar. Pero no pude evitar la sensación de hallarme atónito. Don Genaro se deslizaba realmente sobre el estómago y el pecho. Al observarlo, empecé a bizquear. Sentí un empellón de recelo. Estaba convencido de que, si no explicaba lo que tenía lugar, "vería", y la idea me llenaba de una angustia inusitada. Mi anticipación nerviosa era tan­ta que en algún sentido me encontraba de vuelta en el mismo punto: encerrado una vez más en algu­na empresa de raciocinio.

Don Juan debe haber estado observándome. Me tocó de pronto; automáticamente me volví a enca­rarlo, y por un instante aparté la vista de don Gena­ro. Cuando lo miré de nuevo, estaba parado junto a mí con la cabeza levemente inclinada y la barbilla casi apoyada en mi hombro derecho. Tuve un sobre­salto retardado. Lo miré un segundo y después salté hacia atrás.

Su expresión de sorpresa fingida fue tan cómica que reí histéricamente. Pero no podía menos de ad­vertir que mi risa se salía de lo acostumbrado. Mi cuerpo se sacudía con espasmos nerviosos originados en la parte media de mi estómago. Don Genaro me puso la mano en el estómago y las ondulaciones con­vulsionadas cesaron.

-¡Este Carlitos, siempre tan exagerado! -excla­mó con tono de gente remilgada.

Luego añadió, imitando la voz y las inflexiones de don Juan:

-¿Qué no sabes que un guerrero jamás se ríe así?

Su caricatura de don Juan era tan perfecta que reí todavía más fuerte.

Después, ambos se fueron juntos, y estuvieron fuera más de dos horas, hasta eso del mediodía.

Al regresar, tomaron asiento en el espacio frente a la casa de don Juan. No dijeron palabra. Parecían soñolientos, cansados, casi distraídos. Permanecieron inmóviles largo rato, pero se veían cómodos y relaja­dos. La boca de don Juan estaba ligeramente abier­ta, como si durmiera, pero tenía las manos unidas sobre el regazo y movía rítmicamente los pulgares.

Durante un tiempo me agité, inquieto, y cambié de posiciones; luego empecé a sentir una placidez confortante. Debo haberme dormido. La risa leve de don Juan me despertó. Abrí los ojos. Ambos me escudriñaban.

-Si no hablas, te duermes -dijo don Juan, riendo.

-Me temo que sí -dije.

Don Genaro se acostó de espaldas y empezó a pa­talear en el aire. Por un momento pensé que reini­ciaba su inquietante payaseo, pero él recuperó de inmediato su postura anterior, sentado con las pier­nas cruzadas.

-Hay algo que ya por ahora debías tener en cuen­ta -dijo don Juan-. Yo lo llamo el centímetro cúbico de suerte. Todos nosotros, guerreros o no, tenemos un centímetro cúbico de suerte que salta ante nuestros ojos de tiempo en tiempo. La diferen­cia entre un hombre común y un guerrero es que el guerrero se da cuenta, y una de sus tareas consiste en hallarse alerta, esperando con deliberación, para que cuando salte su centímetro cúbico él tenga la velocidad necesaria, la presteza para cogerlo.

"La suerte, la buena fortuna, el poder personal, o como lo quieras llamar, es un estado peculiar de co­sas. Es como un palito que sale frente a nosotros y nos invita a arrancarlo. Por lo general andamos de­masiado ocupados, o preocupados, o estúpidos y pere­zosos, para darnos cuenta de que es nuestro centímetro cúbico de suerte. Un guerrero, en cambio, siempre está alerta y duro y tiene la elasticidad, el donaire necesario para agarrarlo."

-¿Es tu vida dura y ajustada? -me preguntó de pronto don Genaro.

-Creo que sí -dije con convicción.

-¿Te crees capaz de coger tu centímetro cúbico de suerte? -me preguntó don Juan con tono in­crédulo.

-Creo hacerlo todo el tiempo -dije.

-Yo creo que sólo te tienen alerta las cosas que ya conoces -dijo don Juan.

-Quizá me engañe, pero de veras creo que actual­mente estoy mucho más despierto que en ninguna otra época de mi vida -dije, y hablaba en serio.

Don Genaro asintió, aprobando.

-Sí -dijo suavemente, como hablando consigo mismo-. Carlitos está de veras compacto, y absolu­tamente despierto.

Sentí que me seguían la corriente. Pensé que tal vez les molestó la declaración de mi supuesta condi­ción de compacidad.

-No quise presumir -dije.

Don Genaro arqueó las cejas y agrandó las fosas nasales. Miró mi cuaderno y fingió escribir.

-Creo que Carlos está más compacto que antes -dijo don Juan a don Genaro.

 -A lo mejor está demasiado compacto -devolvió don Genaro.

-Puede muy bien que sea así -concedió don Juan.

Yo no supe cómo terciar en ese punto, así que permanecí callado.

-¿Recuerdas la vez que trabé tu carro? -preguntó don Juan como al acaso.

Su pregunta era abrupta y no tenía relación con la conversación. Se refería a una ocasión en la que no pude arrancar mi coche hasta que él me dijo que ya podía. Dije que nadie olvidaría un evento así.

-Eso no fue nada -dijo don Juan en tono sere­no-. Nada en absoluto. ¿Verdad, Genaro?

-Verdad -dijo don Genaro, indiferente.

-¿Cómo va usted a decir eso? -dije en tono de protesta-. Lo que usted hizo aquel día fue algo que verdaderamente yo nunca podré comprender.

-Eso no es decir gran cosa -repuso don Genaro.

Ambos rieron de buena gana y luego don Juan me palmeó la espalda.

-Genaro puede hacer algo mucho mejor que tra­bar tu coche -prosiguió-. ¿Verdad, Genaro?

-Verdad -respondió don Genaro, frunciendo los labios como un niño.

-¿Qué puede hacer? -pregunté, tratando de parecer despreocupado.

-¡Genaro puede llevarse tu carro entero! -excla­mó don Juan con voz retumbante; luego añadió con el mismo tono-: ¿Verdad, Genaro?

-¡Verdad! -contestó don Genaro en el tono de voz humana más fuerte que jamás había yo escu­chado.

Salté involuntariamente. Tres o cuatro espasmos nerviosos convulsionaron mi cuerpo.

-¿Qué es lo que quiso usted decir con lo de que se puede llevar mi carro?

-¿Qué quise decir, Genaro? -preguntó don Juan.

-Quisiste decir que puedo subirme en su carro, encender el motor y luego irme manejando -repli­có don Genaro con seriedad nada convincente.

-Llévate el carro, Genaro -lo instó don Juan en tono de broma.

-¡Hecho! -dijo don Genaro, frunciendo el entre­cejo y mirándome de lado.

Noté que, cuando ponía ceño, sus cejas ondula­ban, haciendo su mirada maliciosa y penetrante.

-¡Muy bien! -dijo don Juan calmadamente-. Vamos a examinar el carro.

-¡Sí! -repitió don Genaro-. Vamos a exami­narlo.

Se levantaron, muy despacio. Por un instante no supe qué hacer, pero don Juan me indicó imitarlos.

Empezamos a subir el cerrito frente a la casa de don Juan. Ambos me flanqueaban, don Juan a mi derecha y don Genaro a la izquierda. Iban unos dos metros delante de mí, siempre dentro de mi campo central de visión.

-Examinemos el carro -dijo de nuevo don Ge­naro.

Don Juan movió las manos como si tejiera un hilo invisible; don Genaro hizo lo mismo y repitió: "Exa­minemos el carro." Caminaban con una especie de rebote. Sus pasos eran más largos que de costumbre, y sus manos se movían como si azotaran o batieran objetos invisibles frente a ellos. Yo nunca había visto a don Juan payasear en esa forma, y me sentid casi avergonzado de mirarlo.

Llegamos a la cima y dirigí la vista al espacio a pie del cerro -unos cincuenta metros de distancia-, donde había estacionado mi coche. El estómago se me contrajo con una sacudida. ¡El coche no estaba! Corrí cuestabajo. Mi coche no se veía por ninguna parte. Experimenté un momento de gran confusión. Me hallaba desorientado.

El coche había estado allí desde que llegué temprano en la mañana. Cosa de media hora antes, yo había venido a sacar un nuevo cuaderno de papel para escribir. Se me ocurrió entonces dejar abiertas las ventanillas a causa del calor excesivo, pero la abundancia de mosquitos y otros insectos voladores me hizo cambiar de idea, y dejé el coche cerrado como de costumbre.

Volví a mirar en torno. Rehusaba creer que mi coche no estuviera. Caminé hasta el borde del espa­cio despejado. Don Juan y don Genaro se me unieron y se pararon junto a mí, haciendo exactamente lo que yo hacía: escudriñar la distancia para ver si avizoraba el coche. Tuve un momento de euforia que cedió el paso a una desconcertante sensación irritada. Ellos parecieron advertirla y empezaron a caminar en torno mío, moviendo las manos como si amasaran.

-¿Qué crees que le pasaría al carro, Genaro? -preguntó don Juan con mansedumbre.

-Me lo llevé -dijo don Genaro, y realizó una asombrosa pantomima de cambiar velocidades y con­ducir. Dobló las piernas como si estuviera sentado y conservó esa postura unos momentos, obviamente sostenido sólo por los músculos de las piernas; luego apoyó su peso en la pierna derecha y estiró el pie izquierdo como pisando el embrague. Imitó con los labios el ruido de un motor, y finalmente, como bro­che de oro, fingió haber dado en un bache y se sacu­dió hacia arriba y hacia abajo, dándome la entera sensación de un conductor inepto que rebota en el asiento sin soltar el volante.

La mímica de don Genaro era estupenda. Don Juan rió hasta quedarse sin aliento. Yo quería unirme al regocijo, pero me era imposible relajarme. Me sentía amenazado e incómodo, poseído por una angustia que no tenía precedentes en mi vida. Sentía arder por dentro y empecé a patear piedras y terminé reco­giéndolas y aventándolas con una fuerza inconsciente e imprevisible. Era como si la ira estuviese realmente fuera de mí, y me hubiera envuelto de pronto. Luego el sentimiento de molestia me abandonó, tan repen­tinamente como me había invadido. Aspiré hondo y me sentí mejor.

No me atrevía a mirar a don Juan. Me apenaba mi demostración de ira, pero al mismo tiempo tenía ganas de reír. Don Juan se acercó y me dio unas pal­madas en la espalda. Don Genaro puso el brazo en mi hombro.

-¡Ándale! -dijo don Genaro-. Que te dé un co­raje. Pégate en la nariz y sácate sangre. Luego puedes agarrar una piedra y romperte los dientes. ¡Qué bien te vas a sentir! Y si eso no te basta, puedes poner los huevos en ese peñasco y hacerlos papilla con la mis­ma piedra.

Don Juan soltó una risita. Les dije que me sentía avergonzado de mi comportamiento. No sabía qué cosa se me metió. Don Juan declaró hallarse seguro de que yo sabía exactamente lo que pasaba, pero fin­gía no saberlo y lo que me enojaba era el acto de fingir.

Don Genaro estaba insólitamente confortante; me palmeó la espalda repetidas veces.

-A todos nos pasa lo mismo -dijo don Juan.

-¿A qué se refiere usted, don Juan? -preguntó don Genaro imitando mi voz, parodiando mi hábito de hacer preguntas a don Juan.

Don Juan dijo cosas absurdas como: "Cuando el mundo está al revés nosotros estamos al derecho, pero cuando el mundo está al derecho nosotros estamos al revés. Bueno, pues cuando el mundo y nosotros es­tamos al derecho, creemos estar al revés. . ." Siguió y siguió diciendo incoherencias mientras don Genaro imitaba mi forma de tomar notas. Escribía en un cuaderno invisible, con los ojos muy abiertos y fijos en don Juan. Don Genaro había observado mis es­fuerzos por escribir sin mirar el papel, para no alterar el flujo natural de la conversación. Su mímica era en verdad hilarante.

De pronto me sentí a mis anchas, feliz. La risa de los viejos era tranquilizante. Por un momento me dejé ir y solté una carcajada. Pero luego mi mente entró en un nuevo estado de aprensión, confusión y molestia. Pensé en la imposibilidad de aquello que estaba ocurriendo; era algo inconcebible según el orden lógico por el cual juzgo habitualmente el mun­do frente a mí. Sin embargo yo, como perceptor, per­cibía que mi coche no estaba allí. Como siempre que don Juan me enfrentaba con fenómenos inexplicables, se me ocurrió la idea de que se me estaba engañando por medios ordinarios. Siempre, bajo tensión, mi men­te repetía, en forma involuntaria y consistente, la misma elaboración. Me puse a calcular cuántos cóm­plices habrían necesitado don Juan y don Genaro para alzar mi coche y llevárselo. Me hallaba abso­lutamente seguro de haber cerrado con llave, compul­sivamente, todas las puertas; el freno de mano estaba puesto, también la velocidad, y el volante tenía se­guro. Para mover el coche, habrían tenido que al­zarlo en vilo. Esa tarea requería una fuerza laboral que ninguno de ellos podría haber reunido. Otra po­sibilidad era que alguien, de acuerdo con ambos, hu­biera forzado la portezuela y conectado el alambre de encendido para llevarse el auto. Esa acción implicaba un conocimiento especializado más allá de sus medios. La última explicación posible era que tal vez me estaban hipnotizando. Sus movimientos me resulta­ban tan nuevos y tan sospechosos que me puse a girar en racionalizaciones. Pensé que, si me hallaba hipnotizado, ocupaba un estado de conciencia alte­rada. En mi experiencia con don Juan había notado que, en tales estados, uno es incapaz de llevar cuenta coherente del paso del tiempo. En ese respecto, ja­más había habido un orden perdurable en ninguno de los estados de realidad no ordinaria experimenta­dos por mí, y mi conclusión fue que, manteniéndome alerta, llegaría un momento en el que perdería mi orden de tiempo secuencial. Como si, por ejemplo, estuviese mirando una montaña en determinado mo­mento, y luego, en mi siguiente instante de concien­cia, me hallase mirando un valle en la dirección opuesta, pero sin recordar haber dado la vuelta. Sentí que, de ocurrirme algo de tal naturaleza, tal vez me sería posible explicar lo que ocurría con mi coche como un caso de hipnosis. Decidí que lo único a hacer era observar cada detalle con minuciosidad extrema.

-¿Dónde está mi carro? -pregunté, dirigiéndome a ambos.

-¿Dónde está el carro, Genaro? -preguntó don Juan con una expresión totalmente seria.

Don Genaro empezó a voltear piedras para mirar debajo. Trabajó febrilmente en todo el espacio llano donde yo había estacionado el coche. No pasó por alto una sola piedra. A veces fingía enojarse y arro­jaba la piedra al matorral.

Don Juan parecía disfrutar la escena a un grado inexpresable. Reía y chasqueaba la lengua y casi ig­noraba mi presencia.

Don Genaro acababa de arrojar una piedra, en un arranque de frustración mentida, cuando llegó a un peñasco de buen tamaño, la única piedra grande y pesada en el área. Intentó volcarla, pero pesaba de­masiado y se hallaba incrustada en el suelo. Pugnó y resopló hasta empezar a sudar. Luego se sentó en la roca y llamó a don Juan en su ayuda.

Don Juan me miró con una sonrisa resplandecien­te y dijo:

-Anda, vamos a darle una mano a Genaro.

-¿Pero qué es lo que está haciendo? -pregunté.

-Está buscando tu carro -dijo don Juan con des­enfado y naturalidad.

-¡Por Dios! ¿Cómo va a encontrarlo debajo de las piedras?

-Por Dios, ¿por qué no? -repuso don Genaro, y ambos se carcajearon.

No pudimos mover la roca. Don Juan sugirió que fuéramos a la casa a buscar un madero grueso que usar como palanca.

En el camino a la casa, les dije que sus actos eran absurdos y que eso que me hacían, fuera lo que fuese, no tenía caso.

Don Genaro me escudriñó.

-Genaro es un hombre muy cabal -dijo don Juan con expresión seria-. Es tan cabal y meticuloso como tú. Tú mismo dijiste que nunca dejas una sola piedra sin voltear. Él está haciendo lo mismo.

Don Genaro me palmeó el hombro y dijo que don Juan tenía toda la razón y que, de hecho, él quería ser como yo. Me miró con un brillo de locura y abrió las fosas nasales.

Don Juan chocó las manos y arrojó su sombrero al suelo.

Tras una larga búsqueda en torno a la casa, don Genaro encontró un tronco de árbol, largo y bastante grueso, parte de una viga. Lo cargó atravesado en los hombros e iniciamos el regreso al sitio donde había estado mi coche.

Cuando subíamos el cerrito y estábamos a punto de alcanzar un recodo del camino, desde donde se veía el espacio llano, tuve una ocurrencia súbita. Pensé que iba a hallar el coche antes que ellos, pero al mirar hacia abajo no había ningún coche al pie del cerro.

Don Juan y don Genaro deben haber comprendido lo que yo tenía en mente y corrieron en pos de mí, riendo con regocijo.

Apenas llegamos al pie del cerro, pusieron manos a la obra. Los observé unos momentos. Sus acciones eran incomprensibles. No fingían trabajar; se hallaban inmersos de lleno en la tarea de volcar un pe­ñasco para ver si mi coche estaba debajo. Eso era de­masiado para mí, y me uní a ellos. Resoplaban y gri­taban y don Genaro aullaba como coyote. Estaban empapados de sudor. Noté lo fuerte que eran sus cuer­pos, sobre todo el de don Juan. Junto a ellos, yo era un joven flácido.

No tardé en sudar también, copiosamente. Por fin logramos voltear el peñasco y don Genaro examinó la tierra bajo la roca con la paciencia y la minuciosidad más enloquecedoras.

-No. No está aquí -anunció.

La aseveración hizo a ambos tirarse en el suelo de risa.

Yo reí con nerviosismo. Don Juan parecía tener verdaderos espasmos de dolor; se cubrió el rostro y se acostó mientras su cuerpo se sacudía de risa.

-¿En qué dirección vamos ahora? -preguntó don Genaro tras un largo descanso.

Don Juan señaló con un movimiento de cabeza.

-¿A dónde vamos? -pregunté.

-¡A buscar tu carro! -dijo don Juan, sin la me­nor sonrisa.

Volvieron a flanquearme cuando entramos en el matorral. Sólo habíamos cubierto unos cuantos me­tros cuando don Genaro hizo señas de que nos de­tuviéramos. Fue de puntillas hasta un arbusto redon­do que se hallaba a unos pasos, se asomó a las ramas internas y dijo que el coche no estaba allí.

Seguimos caminando un rato y luego don Genaro nos inmovilizó con un ademán. Parado de puntas, arqueó la espalda y estiró los brazos por encima de la cabeza. Sus dedos, contraídos, semejaban una garra.

Desde mi posición, el cuerpo de don Genaro tenía la forma de una letra S. Conservó la postura un ins­tante y luego se abalanzó de cabeza sobre una rama larga, con hojas secas. La levantó con cuidado y, des­pués de examinarla, comentó de nuevo que el coche no estaba allí.

Conforme nos adentrábamos en el matorral, él bus­caba detrás de los arbustos y trepaba pequeños árbo­les de paloverde para mirar entre el follaje, sólo para concluir que el coche tampoco estaba allí.

Mientras tanto, yo llevaba concienzudas cuentas de todo cuanto tocaba o veía. Mi visión secuencial y or­denada del mundo en torno, era tan continua como siempre. Toqué rocas, arbustos, árboles. Mirando pri­mero con un ojo y después con el otro, cambié el enfoque de un primer plano a un plano general. Se­gún todos los cálculos, me hallaba caminando por el chaparral como en veintenas de ocasiones anteriores durante mi vida cotidiana.

Luego, don Genaro se acostó bocabajo y nos pidió hacer lo mismo. Descansó la barbilla en las manos entrelazadas. Don Juan lo imitó. Ambos se quedaron mirando una serie de pequeñas protuberancias en el suelo, semejantes a cerros diminutos. De pronto, don Genaro hizo un amplio movimiento con la diestra y asió algo. Se puso en pie apresuradamente, y lo mismo don Juan. Don Genaro nos mostró la mano cerrada y nos hizo seña de ir a mirar. Luego, lentamente, empezó a abrir la mano. Cuando la tuvo extendida, un gran objeto negro salió volando. El movimiento fue tan súbito, y el objeto volador tan grande, que salté hacia atrás y estuve a punto de perder el equi­librio. Don Juan me apuntaló.

-No era el carro -se quejó don Genaro-. Era una pinche mosca. ¡Ni modo!

Ambos me escudriñaban. Se hallaban parados fren­te a mí y no me miraban directamente, sino con el rabo del ojo. Fue una mirada prolongada.

-Era una mosca, ¿verdad? -me preguntó don Ge­naro.

-Creo que sí -dije.

-No creas -me ordenó don Juan imperativamen­te-. ¿Qué viste?

-Vi algo del tamaño de un cuervo que salía vo­lando de su mano -dije.

Mi descripción era congruente con mi percepción y nada tenía de chiste, pero ellos la recibieron como una de las frases más hilarantes pronunciadas aquel día. Ambos dieron saltos y rieron hasta atragantarse.

-Creo que Carlos ya tuvo suficiente -dijo don Juan. Su voz estaba ronca por la risa.

Don Genaro dijo que estaba a punto de encontrar mi coche, que sentía andar cada vez más caliente. Don Juan observó que estábamos en una zona agreste y que hallar allí el coche no era deseable. Don Ge­naro se quitó el sombrero y reacomodó la cinta con un trozo de cordel sacado de su morral; a continua­ción, ató su cinturón de lana a una borla amarilla pegada al ala.

-Estoy haciendo un papalote con mi sombrero -me dijo.

Lo observé y supe que bromeaba. Yo siempre me había considerado un experto en papalotes. De niño, solía hacer cometas de lo más complejo, y sabía que el ala del sombrero de paja era demasiado frágil para resistir el viento. Por otra parte, la copa era demasiado honda y el aire circularía dentro de ella, ha­ciendo imposible el despegue.

-No crees que vuele, ¿verdad? -me preguntó don Juan.

-Sé que no volará -dije.

Don Genaro, sin preocuparse, terminó de añadir un largo cordel a su papalote-sombrero.

Hacía viento, y don Genaro corrió cuestabajo mien­tras don Juan sostenía el sombrero; luego don Genaro jaló el cordel y la maldita cosa echó a volar.

-¡Mira, mira el papalote! -gritó don Genaro.

Dio un par de tumbos, pero permaneció en el aire.

-No quites los ojos del papalote -dijo don Juan con firmeza.

Por un momento me sentí mareado. Mirando el papalote, tuve una viva memoria de otro tiempo; era como si yo mismo estuviese volando una cometa, como solía hacer cuando soplaba el viento en las colinas de mi pueblo.

Durante un breve instante, hundido en el recuerdo, perdí conciencia del paso del tiempo.

Oí que don Genaro gritaba algo y vi el sombrero dar de tumbos y luego caer al suelo, donde estaba mi coche. Todo ocurrió con tal velocidad que no tuve una percepción clara de lo ocurrido. Me sentí ma­reado y distraído. Mi mente se aferraba a una imagen muy confusa. O había yo visto que el sombrero de don Genaro se convertía en mi coche, o bien que el sombrero caía encima del coche. Quise creer lo úl­timo, que don Genaro había usado su sombrero para señalar mi coche. No que importara en realidad: una cosa era tan impresionante como la otra, pero así y todo mi mente se aferraba a ese detalle arbitrario con el fin de conservar su equilibrio original.

-No luches -oí decir a don Juan.

Sentí que algo en mi interior estaba a punto de emerger. Pensamientos e imágenes acudían en olea­das incontrolables, como si me estuviera quedando dormido. Miré, atónito, el coche. Se hallaba en un espacio llano rocoso, a unos treinta metros de dis­tancia. Parecía como si alguien acabara de colocarlo allí. Corrí hacia él y empecé a examinarlo.

-¡Carajo! -exclamó don Juan-. No te quedes viéndolo. ¡Para el mundo!

Luego, como entre sueños, lo oí gritar:

-¡El sombrero de Genaro! ¡El sombrero de Ge­naro!

Los miré. Me miraban de frente. Sus ojos eran pe­netrantes. Sentí un dolor en el estómago. Tuve una jaqueca instantánea y me puse enfermo.

Don Juan y don Genaro me miraron con curiosi­dad. Estuve un rato sentado junto al coche y luego, en forma por completo automática, abrí la puerta para que don Genaro subiese en la parte trasera. Don Juan lo siguió y se sentó a su lado. Eso me pa­reció extraño, pues por lo común él siempre viajaba en el asiento delantero.

Manejé hacia la casa de don Juan. Una especie de bruma me envolvía. Yo no era yo mismo en absoluto. Tenía el estómago revuelto, y la sensación de náu­sea demolía toda mi sobriedad. Manejaba mecánica­mente.

Oí que don Juan y don Genaro reían en el asiento trasero, como niños. Oí a don Juan preguntarme:

-¿Ya estamos llegando?

Hasta entonces me fijé deliberadamente en el ca­mino. Nos hallábamos muy cerca de su casa.

-Ya casi llegamos -murmuré.

Aullaron de risa. Chocaron las manos y se golpea­ron los muslos.

Al llegar a la casa, me apresuré automáticamente a bajar y les abrí la puerta. Don Genaro bajó primero y me felicitó por lo que llamaba el viaje más tran­quilo y agradable que había hecho en toda su vida. Don Juan dijo lo mismo. No les presté mucha aten­ción.

Cerré el coche y a duras penas pude llegar a la casa. Antes de dormirme, oí las carcajadas de don Juan y don Genaro.

 

XIX. PARAR EL MUNDO

 

AL día siguiente, apenas desperté, me puse a interro­gar a don Juan. Estaba cortando leña atrás de su casa, pero don Genaro no se veía por ningún lado. Dijo que no había nada de qué hablar. Señalé que yo había logrado conservar la calma y había obser­vado a don Genaro "nadar en el piso" sin querer ni pedir explicación alguna, pero mi contestación no me había ayudado a entender lo que pasaba. Luego, tras la desaparición del coche, me encerré automá­ticamente en la búsqueda de una explicación lógica, pero eso tampoco me ayudó. Dije a don Juan que mi insistencia en hallar explicaciones no era algo que yo mismo hubiese inventado arbitrariamente, nada más para ponerme difícil, sino algo tan honda­mente enraizado en mí que sobrepujaba cualquier otra consideración.

-Es como una enfermedad -dije.

-No hay enfermedades -repuso don Juan con toda calma-. Sólo hay idioteces. Y tú te haces el idiota al tratar de explicarlo todo. Las explicaciones ya no son necesarias en tu caso.

Insistí en que sólo me era posible funcionar bajo condiciones de orden y comprensión. Le recordé que yo había cambiado radicalmente mi personalidad du­rante el tiempo de nuestra relación, y que la condición que hizo posible tal cambio fue que pude expli­carme las razones detrás de él.

Don Juan rió suavemente. Estuvo callado largo rato.

-Eres muy listo -dijo por fin-. Regresas a don­de siempre has estado. Pero esta vez se te acabó el juego. No tienes a dónde regresar. Ya no voy a ex­plicarte nada. Lo que Genaro te hizo ayer se lo hizo a tu cuerpo; entonces, que tu cuerpo decida qué es qué.

El tono de don Juan era amistoso, pero inusitada­mente despegado, y eso me hizo sentir una soledad avasallante. Expresé mis sentimientos de tristeza. Él sonrió. Sus dedos apretaron suavemente la parte su­perior de mi mano.

-Los dos somos seres que van a morir -dijo con suavidad-. Ya no hay más tiempo para lo que ha­cíamos antes. Ahora debes emplear todo el no-hacer que te he enseñado, y parar el mundo.

Volvió a apretarme la mano. Su contacto era firme y amigable; reafirmaba su preocupación y su afecto por mí, y al mismo tiempo me daba la impresión de un propósito inflexible.

-Éste es mi gesto que tengo contigo -dijo, prolongando un instante el apretón de mano-. Ahora debes irte solo a esas montañas amigas -señaló con la barbilla la distante cordillera hacia el sureste.

Dijo que yo debía permanecer allí hasta que mi cuerpo me dijera que ya era bastante, y luego volver a su casa. No quería que yo dijese nada ni esperase más tiempo, y me lo hizo saber empujándome con gentileza en dirección del coche.

-¿Qué debo hacer allí? -pregunté.

En vez de responder me miró, meneando la cabeza, -ya estuvo bueno -dijo al fin.

Luego señaló con el dedo hacia el, sureste.

-Ándale -dijo, cortante.

Fui hacia el sur y luego hacia el este, siguiendo los caminos que siempre había tomado al viajar con don Juan. Estacioné el coche cerca del sitio donde la brecha terminaba, y luego seguí un sendero conocido hasta llegar a una alta meseta. No tenía idea de qué hacer allí. Empecé a pasearme, buscando un sitio de reposo. De pronto advertí un pequeño espacio a mi izquierda. La composición química del suelo parecía ser distinta en dicho sitio, pero cuando enfoqué allí los ojos no vi nada que explicase la diferencia. Pa­rado a corta distancia, traté de "sentir", como don Juan me recomendaba siempre.

Quedé inmóvil cosa de una hora. Mis pensamien­tos empezaron a disminuir gradualmente, hasta que ya no hablaba conmigo mismo. Tuve entonces una sensación de molestia. Parecía confinada a mi estó­mago y se agudizaba cuando yo enfrentaba el sitio en cuestión. Me repelía y me sentí impelido a apar­tarme de él. Empecé a examinar el área con los ojos cruzados, y tras caminar un poco llegué a una gran roca plana. Me detuve frente a ella. No había en la roca nada en particular que me atrajera. No detec­té en ella ningún color ni brillo específico, pero me gustaba. Mi cuerpo se sentía bien. Experimenté una sensación de comodidad física y tomé asiento un rato.

Todo el día vagué por la meseta y las montañas circundantes, sin saber qué hacer ni qué esperar. Al oscurecer volví a la roca plana. Sabía que pasando allí la noche estaría a salvo.

Al día siguiente me adentré más en las montañas, hacia el este. Al atardecer llegué a otra meseta, toda­vía más alta. Me pareció haber estado allí antes. Miré en torno para orientarme, pero no pude reconocer ninguno de los picos circundantes. Tras elegir con cuidado un sitio, me senté a descansar al borde de un área yerma y rocosa. Allí sentía tibieza y tran­quilidad. Quise sacar comida de mi guaje, pero es­taba vacío. Bebí un poco de agua. Estaba tibia y aceda. Pensé que no me quedaba más que volver a casa de don Juan, y empecé a preguntarme si debería iniciar de una vez mi camino de regreso. Me acosté bocabajo y apoyé la cabeza en el brazo. Inquieto, cambié varias veces de postura, hasta hallarme de cara al oeste. El sol ya descendía. Mis ojos estaban cansa­dos. Miré el suelo y vi un gran escarabajo negro. Salió detrás de una piedra, empujando una bola de estiércol dos veces más grande que él. Seguí sus, movi­mientos durante largo rato. El insecto parecía ajeno a mi presencia y seguía empujando su carga sobre rocas, raíces, depresiones y protuberancias. Hasta don­de yo sabía, el escarabajo no se daba cuenta de que yo estaba allí. Se me ocurrió la idea de que yo no podía estar seguro de que el insecto no tuviera con­ciencia de mí; esa idea desató una serie de evalua­ciones racionales con respecto a la naturaleza del mundo del insecto, en contraposición con el mío. El escarabajo y yo estábamos en el mismo mundo, y ob­viamente el mundo no era el mismo para ambos. Me concentré en observarlo, maravillado de la fuerza titánica que necesitaba para transportar su carga por rocas y por grietas.

Largo tiempo observé al insecto, y entonces me di cuenta del silencio en torno. Sólo el viento sil­baba entre las ramas y hojas del matorral. Alcé la vista, me volví a la izquierda en forma rápida e in­voluntaria, y alcancé a ver una leve sombra, o un cintilar, sobre una roca cercana. Al principio no pres­té atención, pero luego me di cuenta de que el cintilar había estado a mi izquierda. Me volví de nuevo, sú­bitamente, y pude percibir con claridad una sombra en la roca. Tuve la extraña sensación de que la som­bra se deslizó inmediatamente al suelo y la tierra la absorbió como un secante chupa una mancha de tin­ta. Un escalofrío recorrió mi espalda. Por mi mente cruzó la idea de que la muerte nos observaba a mí y al escarabajo.

Busqué de nuevo al insecto, pero no pude hallarlo. Pensé que debía haber llegado a su destino y arroja­do su carga a un agujero. Apoyé el rostro contra una roca lisa.

El escarabajo surgió de un hoyo profundo y se detuvo a pocos centímetros de mi cara. Parecía mi­rarme, y por un instante sentí que cobraba con­ciencia de mi presencia, tal vez como yo advertía la presencia de mi muerte. Experimenté un estremeci­miento. El escarabajo y yo no éramos tan distintos, después de todo. La muerte, como una sombra, nos acechaba a ambos detrás del peñasco. Tuve un ex­traordinario momento de júbilo. El escarabajo y yo estábamos a la par. Ninguno era mejor que el otro. Nuestra muerte nos igualaba.

Mi júbilo y mi alegría fueron tan grandes que eché a llorar. Don Juan tenía razón. Siempre había tenido razón. Yo vivía en un mundo lleno de misterio y, como todos los demás, era un ser lleno de misterio, y sin embargo no tenía más importancia que un es­carabajo. Me sequé los ojos y, al frotarlos con el dorso de la mano, vi un hombre, o algo con figura huma­na. Se hallaba a mi derecha, a unos cincuenta metros de distancia. Me senté, erguido, y me esforcé por mirar. El sol estaba casi en el horizonte y su resplan­dor amarillo me impedía tener una visión clara. En ese instante oí un rugido peculiar. Era como el so­nido de un distante aeroplano a reacción. Cuando me concentré en él, el rugido aumentó hasta ser un agu­do zumbar metálico, y luego, suavizándose, se volvió un sonido hipnótico, melodioso. La melodía era como la vibración de una corriente eléctrica. La imagen que acudió a mi mente fue la de que dos esferas electrizadas se unían, o dos bloques cúbicos de metal eléctrico se frotaban entre sí y, al estar perfectamente nivelados el uno con el otro, se detenían con un gol­pe. Nuevamente me esforcé por ver si podía distinguir a la persona que parecía esconderse de mí, pero no detecté sino una forma oscura contra los arbustos. Puse las manos sobre los ojos formando una visera. En ese instante cambió el brillo del sol y advertí que sólo veía una ilusión óptica, un juego de sombras y follaje.

Aparté los ojos y vi un coyote que cruzaba el campo en trote calmoso. Estaba cerca del sitio donde yo creía haber visto al hombre. Recorrió unos cincuenta me­tros en dirección sur y luego se detuvo, dio la vuelta y empezó a caminar hacia mí. Di unos gritos para asustarlo, pero siguió acercándose. Tuve un momento de aprensión. Pensé que tal vez estaba rabioso y hasta se me ocurrió juntar piedras para defenderme en caso de un ataque. Cuando el animal estuvo a tres o cuatro metros de distancia, noté que no se hallaba agi­tado en forma alguna; al contrario, parecía tran­quilo y sin temores. Amainó su paso, deteniéndose a un metro o metro y medio de mí. Nos miramos, y el coyote se acercó más aún. Sus ojos pardos eran amistosos y límpidos. Me senté en las rocas y el co­yote se detuvo, casi tocándome. Yo estaba atónito. Jamás había visto tan de cerca a un coyote salvaje, y lo único que se me ocurrió entonces fue hablarle. Lo hice como si hablara con un perro amistoso. Y en­tonces me pareció que el coyote me respondía. Tuve una absoluta certeza de que había dicho algo. Me sentí confuso, pero no hubo tiempo de ponderar mis sentimientos, porque el coyote volvió a "hablar". No era que el animal pronunciase palabras como las que suelo escuchar en voces humanas; más bien yo "sen­tía" que estaba hablando. Pero no era tampoco la sensación que uno tiene cuando una mascota parece comunicarse con su amo. El coyote en verdad decía algo; trasmitía un pensamiento y esa comunicación se producía a través de algo muy similar a una frase. Yo había dicho: "¿Cómo estás, coyotito?" y creí oír que el animal respondía: "Muy bien, ¿y tú?" Luego el coyote repitió la frase y yo me levanté de un salto. El animal no hizo un solo movimiento. Ni siquiera lo alarmó mi repentino brinco. Sus ojos seguían cla­ros y amigables. Se echó y, ladeando la cabeza, pre­guntó: "¿Por qué tienes miedo?" Me senté frente a él y llevé a cabo la conversación más extraña que jamás había tenido. Finalmente, me preguntó qué ha­cía yo allí y le dije que había venido a "parar el mundo". El coyote dijo "¡Qué bueno!" y entonces me di cuenta de que era un coyote bilingüe. Los sustantivos y verbos de sus frases eran en inglés, pero las conjunciones y exclamaciones eran en español. Cruzó por mi mente la idea de que me hallaba en presencia de un coyote chicano. Eché a reír ante lo absurdo de todo eso, y reí tanto que casi me puse histérico. En­tonces, la imposibilidad de lo que estaba pasando me golpeó de lleno y mi mente se tambaleó. El coyote se incorporó y nuestros ojos se encontraron. Miré los suyos fijamente. Sentí que me jalaban, y de pronto el animal se hizo iridiscente; empezó a resplandecer. Era como si mi mente reprodujese la memoria de otro suceso que había tenido lugar diez años antes, cuan­do, bajo la influencia del peyote, presencié la meta­morfosis de un perro común en un inolvidable ser de iridiscencia. Era como si el coyote hubiera provocado el recuerdo, y la imagen de aquel suceso anterior, invocada, se superpusiera a la forma del coyote; el coyote era un ser fluido, líquido, luminoso. Su lumi­nosidad deslumbraba. Quise proteger mis ojos cu­briéndolos con las manos, pero no podía moverme. El ser luminoso me tocó en alguna parte indefinida de mí mismo y mi cuerpo experimentó una tibieza y un bienestar indescriptibles, tan exquisitos que el toque parecía haberme hecho estallar. Me transfiguré. No podía sentir los pies, ni las piernas, ni parte al­guna de mi cuerpo, pero algo me sostenía erecto.

No tengo idea de cuánto tiempo permanecí en esa posición. Mientras tanto, el coyote luminoso y el mon­te donde me hallaba se disolvieron. No había ideas ni sentimientos. Todo se había desconectado y yo flotaba libremente.

De súbito, sentí que mi cuerpo era golpeado, y luego envuelto por algo que me encendía. Tomé conciencia entonces de que el sol brillaba sobre mí. Yo distinguía vagamente una cordillera distante hacia el occidente. El sol casi se ocultaba en el horizonte. Yo lo miraba de frente, y entonces vi las "líneas del mun­do". Percibí en verdad una extraordinaria profusión de líneas blancas, fluorescentes, que se entrecruzaban en todo mi alrededor. Por un momento pensé que tal vez se trataba del sol refractado por mis pestañas. Parpadee y volví a mirar. Las líneas eran constantes, y se superponían a todo cuanto había en torno, o lo atravesaban. Me di vuelta y examiné un mundo insó­litamente nuevo. Las líneas eran visibles y constantes aunque yo no diera la cara al sol.

Me quedé allí en estado de éxtasis, durante lo que pareció un tiempo interminable; todo debe haber du­rado sólo unos minutos, acaso únicamente el tiempo que el sol brilló antes de llegar al horizonte, pero para mí fue la eternidad. Sentía que algo tibio y confor­tante brotaba del mundo y de mi propio cuerpo. Supe haber descubierto un secreto. Era tan sencillo. Experimentaba un torrente desconocido de sentimien­tos. Nunca en toda mi vida había tenido tal euforia divina, tal paz, tan amplio alcance, y sin embargo no me era posible traducir el secreto a palabras, ni siquiera a pensamientos, pero mi cuerpo lo conocía.

Luego me dormí o me desmayé. Cuando volví a cobrar conciencia de mí, yacía sobre las rocas. Me puse de pie. El mundo era como yo siempre lo había visto. Estaba oscureciendo, y automáticamente inicié el regreso hacia mi coche.

Don Juan estaba solo en la casa cuando llegué a la mañana siguiente. Le pregunté por don Genaro y dijo que andaba por allí, haciendo un mandado. In­mediatamente empecé a narrarle las extraordinarias experiencias que tuve. Escuchó con obvio interés.

-Sencillamente has parado el mundo -comentó cuando hube terminado mi recuento.

Quedamos un rato en silencio y luego don Juan dijo que yo debía dar las gracias a don Genaro por ayudarme. Parecía inusitadamente contento conmigo. Me palmeó la espalda repetidas veces, chasqueando la lengua.

-Pero es inconcebible que un coyote hable -dije.

-Eso no fue hablar -repuso don Juan.

-¿Qué era entonces?

-Tu cuerpo entendió por vez primera. Pero fa­llaste de reconocer que, por principio de cuentas, no era un coyote, y que ciertamente no hablaba como hablamos tú y yo.

-¡Pero el coyote de veras hablaba, don Juan!

-Mira quién es ahora el que dice idioteces. Des­pués de tantos años de aprendizaje, deberías tener más conocimiento. Ayer paraste el mundo, y a lo mejor hasta viste. Un ser mágico te dijo algo, y tu cuerpo fue capaz de entenderlo porque el mundo se había derrumbado.

-El mundo era como es hoy, don Juan.

-No. Hoy los coyotes no te dicen nada, ni puedes ver las líneas del mundo. Ayer hiciste todo eso sim­plemente porque algo se paró dentro de ti.

-¿Qué cosa fue?

-Lo que se paró ayer dentro de ti fue lo que la gente te ha estado diciendo que es el mundo. Verás, desde que nacemos la gente nos dice que el mundo es así y asá, y naturalmente no nos queda otro remedio que ver el mundo en la forma en que la gente nos ha dicho que es.

Nos miramos.

-Ayer el mundo se hizo como los brujos te dicen que es -prosiguió-. En ese mundo hablan los coyo­tes y también los venados, como te dije una vez, y también las víboras de cascabel y los árboles y todos los demás seres vivientes. Pero lo que quiero que aprendas es ver. A lo mejor ahora ya sabes que el ver ocurre sólo cuando uno se cuela entre los mundos, el mundo de la gente común y el mundo de los brujos. Ahora estás justito enmedio de los dos. Ayer creíste que el coyote te hablaba. Cualquier brujo que no ve creería lo mismo, pero alguien que ve sabe que creer eso es quedarse atorado en el reino de los brujos. De la misma manera, no creer que los coyotes hablan es estar atorado en el reino de la gente común.

-¿Quiere usted decir, don Juan, que ni el mundo de la gente común ni el mundo de los brujos son reales?

-Son mundos reales. Pueden actuar sobre ti. Por ejemplo, podrías haberle preguntado a ese coyote cualquier cosa que quisieras saber, y él se habría obligado a responderte. Lo único triste es que los co­yotes no son de fiar. Son embusteros. Es tu destino no tener un compañero animal de confianza.

Don Juan explicó que el coyote sería mi compañe­ro toda la vida y que, en el mundo de los brujos, tener un amigo coyote no era un estado de cosas muy de desear. Dijo que habría sido ideal que yo hablara con una serpiente de cascabel, pues son compañeras estupendas.

-Yo en tu lugar -añadió- jamás me fiaría de un coyote. Pero tú eres distinto y a lo mejor hasta te haces brujo coyote.

-¿Qué es un brujo coyote?

-Uno que saca muchas cosas de sus hermanos coyotes.

Quise seguir haciendo preguntas, pero me detuvo con un gesto.

-Has visto las líneas del mundo -dijo-. Has vis­to un ser luminoso. Ya casi estás listo para encon­trarte con el aliado. Por supuesto, sabes que el hom­bre a quien viste en el matorral era el aliado. Oíste su rugido como el sonar de un avión de chorro. Te estará esperando a la orilla de un llano, un llano al que yo mismo te llevaré.

Guardamos silencio largo rato. Don Juan tenía las manos entrelazadas por encima del estómago. Sus pul­gares se movían casi imperceptiblemente.

-También Genaro tendrá que ir con nosotros a ese valle -dijo de pronto-. Es el que te ha ayudado a parar el mundo.

Don Juan me miró con ojos penetrantes.

-Voy a decirte una cosa más -dijo, y rió-. Ya realmente no importa. El otro día, Genaro nunca movió tu carro del mundo de la gente común. Nada más te forzó a mirar el mundo como los brujos, y tu coche no estaba en ese mundo. Genaro quiso ablan­dar tu certeza. Sus payasadas hablaron a tu cuerpo acerca de lo absurdo que es tratar de entenderlo todo. Y cuando voló su papalote casi viste. Hallaste tu co­che y estabas en los dos mundos. La razón de que casi se nos reventaran las tripas de tanto reír fue que tú de veras pensabas que nos estabas trayendo de donde creíste hallar tu coche.

-¿Pero cómo me forzó a ver el mundo como los brujos?

-Yo estaba con él. Los dos conocemos ese mundo Ya conociéndolo, lo único que se necesita para pro­ducirlo es usar ese otro anillo de poder que te he di­cho que los brujos tienen. Genaro puede hacerlo con la misma facilidad con la que mueve los dedos. Te tuvo ocupado volteando piedras para distraer tus pen­samientos y permitir que tu cuerpo viera.

Le dije que los sucesos de los tres últimos días ha­bían causado algún daño irreparable a mi idea del mundo. Dije que, durante los diez años que llevaba de verlo, jamás había experimentado una sacudida tal, ni siquiera las veces que ingerí plantas psicotró­picas.

-Las plantas de poder son sólo una ayuda -dijo don Juan-. Lo de verdad es cuando el cuerpo se da cuenta de que puede ver. Sólo entonces somos capa­ces de saber que el mundo que contemplamos cada día no es nada, más que una descripción. Mi inten­ción ha sido mostrarte eso. Desgraciadamente, te que­da muy poco tiempo antes de que el. aliado te salga al paso.

-¿Tiene que salirme al paso?

-No hay manera de evitarlo. Para ver hay que aprender la forma en que los brujos miran el mundo; por eso hay que llamar al aliado, y una vez que se le llama, viene.

-¿No podía usted enseñarme a ver sin llamar al aliado?

-No. Para ver hay que aprender a mirar el mun­do en alguna otra forma, y la única otra forma que conozco es la del brujo.

 

XX. EL VIAJE A IXTLÁN

 

DON GENARO regresó a eso del mediodía y, siguiendo la sugerencia de don Juan, los tres fuimos en coche a la cordillera donde yo estuve el día anterior. Ca­minamos por el mismo sendero que seguí, pero en vez de detenernos en la meseta alta, como yo había hecho, continuamos ascendiendo hasta alcanzar la par­te superior de la cordillera más baja; luego empeza­mos a descender a un valle llano.

Nos detuvimos a descansar en la cima de un cerro alto. Don Genaro eligió el lugar. Automáticamente me senté, como siempre he hecho en compañía de ambos, con don Juan a mi derecha y don Genaro a mi izquierda, formando un triángulo.

El chaparral desértico había adquirido un exqui­sito lustre húmedo. Se veía verde brillante tras una corta lluvia de primavera.

-Genaro te va a contar algo -me dijo don Juan de repente-. Te va a contar la historia de su pri­mer encuentro con su aliado. ¿No es cierto, Genaro?

Había un matiz de ruego en la voz de don Juan. Don Genaro me miró y contrajo los labios hasta que su boca parecía un agujero redondo. Dobló la len­gua contra el paladar y empezó a abrir y cerrar la boca como si tuviera espasmos.

Don Juan lo miró y rió con fuerza. Yo no sabía cómo tomar aquello.

-¿Qué está haciendo? -pregunté a don Juan.

-¡Es una gallina! -dijo él.

-¿Una gallina?

-Mira, mira su boca. Ése es el culo de la gallina, y está a punto de poner un huevo.

Los espasmos de don Genaro parecieron aumentar. Tenía en los ojos una expresión rara, de locura. Su boca se abrió como si los espasmos dilataran el agu­jero redondo. Produjo con la garganta una especie de graznido, dobló los brazos sobre el pecho con las manos hacia adentro y luego, sin ninguna ceremonia, escupió.

-¡Carajo! No era un huevo, era un pollo -dijo con expresión preocupada.

La postura de su cuerpo y la cara que tenía eran tan ridículas que, no pude menos que reír.

-Ahora que Genaro casi puso un huevo, a lo me­jor te cuenta su primer encuentro con su aliado -in­sistió don Juan.

-A lo mejor -dijo don Genaro, sin interés.

Le supliqué que me lo contara.

Don Genaro se puso de pie, estiró los brazos y la espalda. Sus huesos crujieron. Luego volvió a sen­tarse.

-Era yo joven cuando me enfrenté por primera vez con mi aliado -dijo al fin-. Recuerdo que fue en las primeras horas de la tarde. Yo había estado en el campo desde el amanecer e iba de vuelta a mi casa. De repente, el aliado salió y se interpuso en mi camino. Me había estado esperando detrás de una masa y me invitaba a luchar. Yo iba a salir corriendo, pero me vino la idea de que yo era lo bastante fuerte pare enfrentarme con él. De todos modos tuve miedo. Un escalofrío me subió por la espalda y mi cuello se puso tieso como tabla. A propósito, ésa es siempre la se­ñal de que uno está listo; digo, cuando el cuello se pone duro.

Se abrió la camisa y me enseñó su espalda. Tensó los músculos de su cuello, brazos y espalda. Noté la excelencia de su musculatura. Era como si el recuer­do del encuentro hubiese activado cada músculo en su torso.

-En tal situación -prosiguió-, siempre hay que cerrar la boca.

Se volvió a don Juan y dijo:

-¿No es cierto?

-Si -dijo don Juan calmadamente-. El choque que uno recibe al agarrar a un aliado es tan gran­de que uno podría arrancarse la lengua de una mor­dida o romperse los dientes. El cuerpo debe estar recto y bien plantado, y los pies deben agarrar el suelo.

Don Genaro se levantó y me enseñó la posición co­rrecta: el cuerpo ligeramente doblado en las rodillas, los brazos colgando a los lados con los dedos curva­dos suavemente. Permaneció en esa postura un ins­tante, y cuando creí que se sentaría, se lanzó de sú­bito hacia adelante en un salto estupendo, como si tuviera resortes en los talones. Su movimiento fue tan repentino que caí de espaldas; pero al caer tuve la clara impresión de que don Genaro había agarra­do a un hombre, o algo con forma de hombre.

Volví a sentarme. Don Genaro conservaba aún una tremenda tensión en todo el cuerpo; luego relajó abruptamente los músculos y volvió al lugar donde había estado y tomó asiento.

-Carlos acaba de ver ahorita a tu aliado -obser­vó don Juan casualmente-, pero todavía está muy débil y se cayó.

-¿De veras? -preguntó don Genaro en tono in­genuo, y agrandó las fosas nasales.

Don Juan le aseguró que yo lo había "visto".

Don Genaro volvió a saltar hacia adelante; con tal fuerza que caí de costado. Ejecutó su salto con tan­ta rapidez que no pude saber cómo había alcanzado a ponerse en pie antes de lanzarse al frente.

Ambos rieron con fuerza y luego la risa de don Genaro se convirtió en un aullido indiscernible del de un coyote.

-No creas que tienes que saltar como Genaro para agarrar a tu aliado -dijo don Juan en tono de ad­vertencia-. Genaro salta tan bien porque tiene su aliado que lo ayuda. Todo lo que tienes que hacer es plantarte con firmeza para soportar el impacto. Tienes que pararte como estaba Genaro antes de sal­tar; luego te avientas y agarras al aliado.

-Primero tiene que besar su escapulario -inter­vino don Genaro.

Don Juan, con severidad fingida, dijo que yo no llevaba escapularios.

-¿Y sus cuadernos? -insistió don. Genaro-. Tie­ne que hacer algo con sus cuadernos: ponerlos en al­guna parte antes de brincar, o a lo mejor los usa para pegarle al aliado.

-¡Carajo! -dijo don Juan con sorpresa aparen­temente genuina-. Nunca se me había ocurrido. Apuesto que será la primera vez que alguien derriba a un aliado a cuadernazos.

Cuando la risa de don Juan y el aullido coyotesco de don Genaro amainaron, todos estábamos de muy buen humor.

-¿Qué pasó cuando agarró usted a su aliado, don Genaro? -pregunté.

-Fue una gran sacudida -dijo don Genaro tras un titubeo momentáneo. Parecía haber estado orde­nando sus pensamientos.

-Nunca imaginé que sería así -prosiguió-. Fue algo, algo, algo... como nada que pueda yo decir. Después que lo agarré, empezamos a dar vueltas. El aliado me hizo dar vueltas, pero yo no lo solté. Gira­mos por el aire tan rápido y tan fuerte que yo ya no veía nada. Todo era como una nube. Dimos vueltas, y vueltas, y más vueltas. De repente sentí que estaba parado otra vez en el suelo. Me miré. El aliado no me había matado. Estaba yo entero. ¡Era yo mismo! Supe entonces que había triunfado. Por fin tenía un aliado. Me puse a saltar de alegría. ¡Qué sensación! ¡Qué sensación aquélla!

"Luego miré alrededor para averiguar dónde esta­ba. No conocía por ahí. Pensé que el aliado debía haberme llevado por los aires para tirarme en algún sitio, muy lejos del lugar donde empezamos a dar vueltas. Me orienté. Pensaba que mi casa debía que­dar hacia el este, así que empecé a caminar en esa dirección. Todavía era temprano. El encuentro con el aliado no llevó mucho tiempo. Al rato encontré un caminito, y entonces vi un grupo de hombres y mujeres que venían hacia mí. Eran indios. Me pa­recieron mazatecos. Me rodearon y preguntaron a dónde iba.

"-Voy a mi casa, en Ixtlán -les dije.

"-¿Andas perdido? -preguntó alguien.

"-Sí -dije-. ¿Por qué?

"-Porque Ixtlán no queda para allá. Ixtlán está para el otro lado. Nosotros vamos allí -dijo otro.

"-¡Vente con nosotros! -dijeron todos-. ¡Tene­mos comida!"

Don Genaro dejó de hablar y me miró como si es­perara una pregunta.

-Bueno, ¿qué pasó? -pregunté-. ¿Se fue usted con ellos?

-No -dijo-. Porque no eran reales. Lo supe de inmediato, apenas se me acercaron. Había en sus voces, en su amabilidad algo que los delataba, sobre todo cuando me pedían ir con ellos. Eché a correr. Me llamaron y me rogaron que volviera. Las súpli­cas me perseguían, pero yo seguí corriendo.

¿Quiénes eran? -pregunté.

-Personas -repuso don Genaro, cortante-. Sólo que no eran reales.

-Eran como apariciones -explicó don Juan-. Como fantasmas.

-Después de caminar un rato -prosiguió don Genaro-, cobré más confianza. Supe que Ixtlán que­daba en la dirección que yo llevaba. Y entonces vi dos hombres que venían hacia mí por el camino. También parecían mazatecos. Tenían un burro car­gado de leña. Pasaron junto a mí y murmuraron:

"-Buenas tardes.

"-¡Buenas tardes! -dije y seguí de frente. No me hicieron caso y continuaron su camino. Disminuí el paso, y como si tal cosa me volví a mirarlos. Ellos se alejaban sin preocuparse por mí. Parecían reales. Corrí tras ellos gritando:

"-¡Esperen, esperen!"

"Detuvieron al burro y se pararon uno a cada lado del animal, como protegiendo la carga.

"-Estoy perdido en estas montañas -les dije-. ¿Para dónde queda Ixtlán?

"Señalaron en la dirección en que iban.

"-Está usted muy lejos -me dijo uno-. Queda al otro lado de esas montañas. Tardará usted cuatro o cinco días en llegar.

"Luego dieron la vuelta y siguieron andando. Sentí que eran indios de verdad y les rogué que me dejaran ir con ellos.

"Caminamos juntos un rato, y luego uno de ellos sacó su bastimento y me ofreció de comer. Yo me quedé quieto. Había algo muy extraño en la forma en que me ofrecía su comida. Mi cuerpo se asustó, de modo que me eché para atrás y corrí. Los dos me dijeron que moriría en las montañas si no iba con ellos, y trataron de convencerme para que volviera. También sus ruegos eran muy extraños, pero yo corrí de ellos con toda mi fuerza.

"Seguí andando. Supe entonces que iba bien para Ixtlán y que esos fantasmas trataban de apartarme de mi camino.

"Encontré otros ocho; deben haber conocido que mi decisión era inflexible. Se pararon junto al cami­no y me miraban con ojos implorantes. La mayoría no dijo una sola palabra, pero las mujeres eran más audaces y me rogaban. Algunas me enseñaban comi­da y otras cosas que se suponía estaban vendiendo, como inocentes vendedoras al lado del camino. No me detuve ni las miré.

"Ya era muy de tarde cuando llegué a un valle que me pareció reconocer. Algo tenía de familiar. Pensé que había estado antes allí, pero en tal caso me halla­ba en realidad al sur de Ixtlán. Empecé a buscar puntos de referencia para orientarme debidamente y corregir mi ruta, cuando vi a un niño indio que cui­daba unas cabras. Tenía unos siete años y vestía como yo había vestido a su edad. De hecho, me recordaba a mí mismo, cuando pastoreaba las dos cabras de mi padre.

"Lo observé un tiempo; el niño hablaba solo, igual que yo entonces, y hablaba con sus cabras. Por lo que yo sabía de cuidar cabras, el muchacho era de ve­ras bueno para eso. Era cabal y cuidadoso. No mi­maba a sus cabras, pero tampoco era cruel con ellas.

"Decidí llamarlo. Cuando le hablé en voz alta, se paró de un salto y corrió a un repecho y me espió escondido detrás de unas rocas. Parecía dispuesto a correr por su vida. Me cayó bien. Parecía tener miedo, y sin embargo halló tiempo para pastorear las cabras y quitarlas de mi vista.

"Le hablé mucho rato; dije que andaba perdido y que no sabía el camino a Ixtlán. Pregunté el nom­bre del sitio donde estábamos y él dijo que era el sitio que yo pensaba. Eso me hizo muy dichoso. Me di cuenta de que ya no andaba perdido y pensé en el poder que mi aliado debía tener para transportar todo mi cuerpo en menos de un parpadeo.

"Di las gracias al niño y eché a caminar. Él salió como si tal cosa de su escondite y pastoreó sus cabras hacia una vereda que apenas se notaba. La vereda parecía bajar al valle. Llamé al niño y no corrió. Caminé hacia él y, cuando me acerqué demasiado, saltó al matorral. Lo felicité por su cautela y empecé a hacerle preguntas.

"-¿Para dónde va esta vereda? -pregunté.

"-Para abajo -dijo él.

"-¿Dónde vives?

"-Allá abajo.

"-¿Hay muchas casas allá abajo?

"-No, nada más una.

"-¿Dónde están las otras casas?

"El niño apuntó para el otro lado del valle, con indiferencia, como hacen los niños de su edad. Luego empezó a bajar la vereda con sus cabras.

"-Espera -le dije-. Estoy muy cansado y tengo mucha hambre. Llévame con tus papás.

"-No tengo papás -dijo el niño, y eso me sacu­dió. No sé por qué, pero su voz me hizo titubear. El niño, notando mis dudas, se paró y volteó hacia mí.

-No hay nadie en mi casa -dijo-. Mi tío se fue y su mujer anda en los campos. Hay bastante comida. Bastante. Ven conmigo.

"Casi me puse triste. El niño era también un fan­tasma. El tono de su voz y su ansiedad lo habían traicionado. Los fantasmas estaban dispuestos a cap­turarme, pero yo no tenía miedo. Seguía aterido por el encuentro con el aliado. Quise enojarme con el aliado o con los fantasmas, pero por alguna razón no pude enojarme como antes, así que dejé de hacer el intento. Luego quise entristecerme, porque el niñito me había caído bien, pero no pude, así que también dejé eso en paz.

"De pronto me di cuenta de que tenía un aliado y nada podían hacerme los fantasmas. Seguí al mu­chacho por la vereda. Otros fantasmas salieron velo­ces y trataron de hacerme caer a los precipicios, pero mi voluntad era más fuerte que ellos. Deben haberlo sentido, porque dejaron de molestar. Después de un rato, nada más se quedaban parados junto a mi camino; de vez en cuando algunos me saltaban encima, pero yo los detenía con mi voluntad. Y luego dejaron de molestarme en absoluto."

Don Genaro calló largo rato.

Don Juan me miró.

-¿Qué ocurrió después de eso, don Genaro? -pre­gunté.

-Seguí caminando -respondió sin énfasis.

Al parecer, había terminado su relato y no había nada que deseara añadir.

Le pregunté por qué el hecho de que le ofrecieran comida era indicativo de su condición de fantasmas.

No contestó. Inquirí más a fondo y quise saber si, entre los mazatecos, era costumbre negar la comida, o preocuparse mucho por asuntos alimenticios.

Dijo que el tono de las voces, la ansiedad por lle­várselo consigo, y la manera en que los fantasmas hablaban de comida, eran las indicaciones; y que él supo eso porque su aliado lo ayudaba. Afirmó que, por sí solo, jamás habría notado esas peculiaridades.

-¿Eran aliados esos fantasmas, don Genaro? -pre­gunté.

-No. Eran gente.

-¿Gente? Pero usted dijo que eran fantasmas.

-Dije que ya no eran reales. Después de mi en­cuentro con el aliado, ya nada fue real.

Guardamos silencio un rato largo.

-¿Cuál fue el resultado final de aquella experien­cia, don Genaro? -pregunté.

-¿Resultado final?

-Digo, ¿cuándo y cómo llegó usted por fin a Ixtlán?

Ambos echaron a reír al mismo tiempo.

-Conque ése es para ti el resultado final -co­mentó don Juan-. Digamos entonces que no hubo ningún resultado final en el viaje de Genaro. Nunca habrá ningún resultado final. ¡Genaro va todavía camino a Ixtlán!

Don Genaro me miró con ojos penetrantes y luego volvió la cabeza para observar la distancia, hacia el sur.

-Nunca llegaré a Ixtlán -dijo.

Su voz era firme pero suave, casi un murmullo.

-Pero en mis sentimientos . . . en mis sentimientos pienso a veces que estoy a un solo paso de llegar. Pero nunca llegaré. En mi viaje, ni siquiera encuen­tro los sitios que conocía. Nada es ya lo mismo.

Don Juan y don Genaro se miraron. Había algo muy triste en sus ojos.

-En mi viaje a Ixtlán sólo encuentro viajeros fantasmas -dijo suavemente don Genaro.

No entendí a qué se refería. Miré a don Juan.

-Todos aquellos con los que Genaro se encuentra en su camino a Ixtlán son nada más seres efímeros -explicó don Juan-. Tú, por ejemplo. Eres un fantasma. Tus sentimientos y tu ansiedad son los de la gente. Por eso dice que sólo se encuentra viajeros fantasmas en su viaje a Ixtlán.

De pronto me di cuenta de que el viaje de don Genaro era una metáfora.

-Entonces, su viaje a Ixtlán no es real -dije.

-¡Es real! -repuso don Genaro-. Los viajeros no son reales.

Señaló a don Juan con un movimiento de cabeza y dijo enfáticamente:

-Éste es el único que es real. El mundo es real sólo cuando estoy con éste.

Don Juan sonrió.

-Genaro te contaba su historia -dijo- porque ayer paraste el mundo, y él piensa que también viste, pero eres tan tonto que tú mismo no lo sabes. Yo le digo que eres un ser muy raro, y que tarde o tempra­no verás. De cualquier modo, en tu próximo encuen­tro con el aliado, si acaso llega, tendrás que luchar con él y domarlo. Si sobrevives al choque, de lo cual estoy seguro, pues eres fuerte y has estado viviendo como guerrero, te encontrarás vivo en una tierra des­conocida. Entonces, como es natural para todos no­sotros, lo primero que querrás hacer es volver a Los Ángeles. Pero no hay modo de volver a Los Ángeles. Lo que dejaste allí está perdido para siempre. Para entonces, claro, serás brujo, pero eso no ayuda; en un momento así, lo importante para todos nosotros es el hecho de que todo cuanto amamos, odiamos, o desea­mos ha quedado atrás. Pero los sentimientos del hombre no mueren ni cambian, y el brujo inicia su camino a casa sabiendo que nunca llegará, sabiendo que, ningún poder sobre la tierra, así sea su misma muerte, lo conducirá al sitio, las cosas, la gente que amaba. Eso es lo que Genaro te dijo.

La explicación de don Juan fue como un cataliza­dor; el pleno impacto de la historia de don Genaro me golpeó súbitamente cuando empecé a relacionar el relato con mi propia vida.

-¿Y las personas que yo quiero? -pregunté a don Juan-. ¿Qué les va a pasar?

-Todas se quedarán atrás -dijo.

-¿Pero no hay manera de recuperarlas? ¿Podría yo rescatarlas y llevarlas conmigo?

-No. Tu aliado te llevará, a ti solo, a mundos desconocidos.

-Pero yo podré volver a Los Ángeles, ¿no? Podría tomar el autobús o un avión e ir allí. Los Ángeles seguirá allí, ¿no?

-Seguro -dijo don Juan, riendo-. Y también Manteca y Temecula y Tucson.

-Y Tecate -añadió don Genaro con gran se­riedad.

-Y Piedras Negras y Tranquitas -dijo don Juan, sonriendo.

Don Genaro agregó más nombres y lo mismo hizo don Juan; ambos se dedicaron a enumerar una serie de hilarantes e increíbles nombres de ciudades y pueblos.

-Dar vueltas con tu aliado cambiará tu idea del mundo -dijo don Juan-. Esa idea es todo, y cuan­do cambia, el mundo mismo cambia.

Me recordó que una vez le había leído un poema y quiso que se lo recitara. Citó unas cuantas palabras y me acordé de haberle leído unos poemas de Juan Ramón Jiménez. El que tenía en mente se titulaba "El viaje definitivo". Lo recité:

 

...Y yo me iré. Y se quedarán los pájaros cantando;

y se quedará mi huerto, con su verde árbol,

y con su pozo blanco.

Todas las tardes, el cielo será azul y plácido;

y tocarán, como esta tarde están tocando,

las campanas del campanario.

Se morirán aquellos que me amaron;

y el pueblo se hará nuevo cada año;

y en el rincón aquel de mi huerto florido y encalado,

mi espíritu errará, nostálgico...

 

-Ése es el sentimiento de que habla Genaro -dijo don Juan-. Para ser brujo, hay que ser apasionado. Un hombre apasionado tiene posesiones en la tierra y cosas que le son queridas, aunque sea nada .más que el camino por donde anda.

"Lo que Genaro te dijo en su historia es precisa­mente eso. Genaro dejó su pasión en Ixtlán: su casa, su gente, todas las cosas que le importaban. Y ahora vaga al acaso por aquí y allá cargado de sus senti­mientos; y a veces, como dice, está a punto de llegar a Ixtlán. Todos nosotros tenemos eso en común. Pa­ra Genaro es Ixtlán; para ti será Los Ángeles; para mi...

No quise que don Juan me hablara de sí mismo. Hizo una pausa como si hubiera leído mi pensa­miento.

Genaro suspiró y parafraseó los primeros versos del poema.

-Me fui. Y se quedaron los pájaros, cantando.

Durante un instante sentí que una oleada de zozo­bra y soledad indescriptible nos envolvía a los tres. Miré a don Genaro y supe que, siendo un hombre apasionado, debió haber tenido tantos lazos del cora­zón, tantas cosas que le importaban y que sin em­bargo dejó atrás. Tuve la clara sensación de que en ese momento la fuerza de su recuerdo iba a preci­pitarse en talud, y que don Genaro estaba al filo del llanto.

Aparté con premura los ojos. La pasión de don Genaro, su soledad suprema, me hacían llorar.

Miré a don Juan. Él me observaba.

-Sólo como guerrero se puede sobrevivir en el ca­mino del conocimiento -dijo-. Porque el arte del guerrero es equilibrar el terror de ser hombre con el prodigio de ser hombre.

Contemplé a los dos, uno por uno. Sus ojos eran claros y apacibles. Habían invocado una oleada de nostalgia avasalladora y, cuando parecían a punto de estallar en apasionadas lágrimas, contuvieron la ma­rea. Creo que, por un instante, vi. Vi la soledad humana como una ola gigantesca congelada frente a mí, detenida por el muro invisible de una metáfora.

Mi tristeza era tanta que me sentí eufórico. Abracé a los dos.

Don Genaro sonrió y se puso en pie. Don Juan también se levantó, y colocó suavemente la mano en mi hombro.

-Vamos a dejarte aquí -dijo-. Haz lo que te parezca correcto. El aliado te estará esperando al borde de aquel llano.

Señaló un valle oscuro en la distancia.

-Si todavía no sientes que sea tu hora, no vayas a la cita -prosiguió-. Nada se gana forzando las cosas. Si quieres sobrevivir, debes ser claro como el cristal y estar mortalmente seguro de ti mismo.

Don Juan se alejó sin mirarme, pero don Genaro se volvió un par de veces y, con un guiño y un movi­miento de cabeza, me instó a avanzar. Los miré hasta que desaparecieron en la distancia y luego fui a mi coche y me marché. Sabía que aún no había llegado mi hora.

 

 

FIN

 

*    *    *

El sabio no dice lo que sabe, y el necio no sabe lo que dice.

Si los hombres han nacido con dos ojos, dos orejas y una sola lengua es porque se debe escuchar y mirar dos veces antes de hablar

Lo que importa verdaderamente en la vida no son los objetivos que nos marcamos, sino los caminos que seguimos para lograrlo.

Hay dos cosas que son infinitas: el universo y la estupidez humana; de la primera no estoy muy seguro.

Hay dos cosas que son infinitas: el universo y la estupidez humana; de la primera no estoy muy seguro.

El nacimiento y la muerte no son dos estados distintos, sino dos aspectos del mismo estado

Las personas son como la Luna. Siempre tienen un lado oscuro que no enseñan a nadie.

Las conversaciones son siempre peligrosas si se tiene algo que ocultar

El saber y la razón hablan, la ignorancia y el error gritan.

Todo está perdido cuando los malos sirven de ejemplo y los buenos de mofa

Algunas personas son tan falsas que ya no distinguen que lo que piensan es justamente lo contrario de lo que dicen.

Produce una inmensa tristeza pensar que la naturaleza habla mientras el género humano no escucha.

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