LOS DEPREDADORES DEL MAR
H. G. Wells
1
Hasta el extraordinario acontecimiento de Sidmouth, la ciencia conocía
solo genéricamente a la peculiar especie de los Haploteuthis ferox, y
ese conocimiento se fundaba en un tentáculo semidigerido obtenido
cerca de las Azores, y en un cuerpo putrefacto picoteado por los
pájaros y mordido por los peces, hallado en 1896 por el señor
Jennings, cerca de Land's End.
Sin duda, no hay área de la ciencia biológica en la que estemos tan a
oscuras como en la referida a los cefalópodos de las profundidades.
Fue un simple accidente, por ejemplo, lo que originó que el Príncipe de
Mónaco descubriera, en el verano de 1895, una docena de nuevas
variedades; descubrimiento en el que se incluyó el tentáculo ya
mencionado. Sucedió que unos cazadores de cachalotes mataron a
una de estas bestias cerca de Terceira, y en sus últimos estertores, el
cachalote casi embistió el yate del Príncipe, le erró, rodó debajo de él y
murió a menos de veinte metros del timón. En su agonía, regurgitó una
serie de grandes objetos que el Príncipe, percibiendo vagamente que
podrían ser extraños e importantes, pudo rescatar, gracias a una feliz
ocurrencia antes de que se hundieran. Puso las hélices en marcha,
manteniendo los objetos a flote en los remolinos que éstas creaban,
hasta que pudo bajarse un bote. Y los especimenes eran cefalópodos
completos y fragmentos de cefalópodos, algunos de proporciones
gigantescas, ¡y casi todos desconocidos para la ciencia!
Parecería, por cierto, que estas grandes y ágiles criaturas de las
profundidades del mar, tienen, en su gran mayoría, que seguir siendo
desconocidas para nosotros, ya que bajo el agua eluden las redes, y
solo se obtienen especimenes por accidentes tan infrecuentes y
casuales como éste. En el caso del Haploteuthis ferox, por ejemplo,
aún seguimos ignorando por completo su hábitat, tal como ignoramos
los hábitos de cría del arenque o las rutas marinas del salmón. Y los
zoólogos son totalmente incapaces de explicar su súbita aparición en
nuestras costas. Probablemente se hayan elevado de las
profundidades coaccionados por una migración causada por el hambre.
Pero tal vez sea mejor eludir discusiones necesariamente
inconcluyentes, y abocarnos de inmediato a nuestra narración.
El primer ser humano que vio a un Haploteuthis vivo - es decir, el
primer ser humano, que sobrevivió, porque ya no puede haber dudas
de que la ola de fatales ahogos y accidentes de botes que se extendió
por la costa de Cornwall y Devon a principios de mayo se debió a esta
causa - fue un comerciante de té retirado, de nombre Fison, que se
alojaba en una casa de pensión de Sidmouth. Era de tarde, y caminaba
por el sendero de los acantilados entre Sidmouth y Ladram Bay. En
esta zona, los acantilados son muy elevados, pero en cierto lugar,
sobre la roja cara de uno de ellos, se ha construido una especie de
escalera. El señor Fison estaba aproximándose a ella, cuando algo,
que al principio le pareció una bandada de pájaros luchando por un
fragmento de comida que relucía de color blanco rosáceo bajo la luz del
sol, le llamó la atención. Acababa de bajar la marea, y el objeto se
hallaba no solo muy por debajo de él, sino también muy lejos, más allá
de una estéril extensión de arrecifes rocosos cubiertos de algas y
entremezclados con estanques donde brillaba plateada el agua que
había dejado la marea. Y además, el señor Fison estaba encandilado
por el reflejo del agua que se extendía más allá.
Un minuto más tarde, cuando volvió a mirar, advirtió que su juicio era
errado, pues por encima de la lucha volaban en círculo varios pájaros,
grajos y gaviotas en su mayoría; estas últimas brillaban
enceguecedoramente cuando el sol caía sobre sus alas, y los pájaros
parecían diminutos comparados con el objeto que se debatía. Y su
curiosidad aumentó, tal vez, al ver que su primera explicación había
sido insuficiente.
Como no tenía otra cosa que hacer más que entretenerse, decidió que
ese objeto, fuera lo que fuere, sería la meta de su caminata de esa
tarde, en lugar de Ladram Bay, pensando que tal vez fuera alguna
variedad de pez grande, varado en la playa por azar, y agitándose en
su agonía. Y por lo tanto se apresuró a descender por la empinada
escalera, deteniéndose a intervalos de alrededor de nueve metros para
recuperar el aliento y vigilar el misterioso movimiento. Al pie del
acantilado se halló, por supuesto, más próximo que antes de su
objetivo; pero, por otra parte, éste aparecía ahora contra el cielo
incandescente, bajo el sol, haciéndose confuso e indistinto. Lo que era
rosáceo de él estaba ahora oculto tras un escollo de guijarros cubiertos
de algas. Pero pudo percibir que estaba formado por siete cuerpos
redondos, separados o conectados, y que los pájaros graznaban y
gritaban constantemente, pero parecían temerosos de acercarse
demasiado.
El señor Fison, acuciado por la curiosidad, comenzó a abrirse paso por
entre las rocas gastadas por las olas y, descubriendo que las algas que
las cubrían densamente las volvían en extremo resbalosas, se detuvo,
se despojó de sus zapatos y sus medias, y se enrolló los pantalones
encima de las rodillas. Su propósito era, por supuesto, solo evitar una
caída en los estanques rocosos que lo rodeaban y tal vez se sintiera
complacido, como todos los hombres, de tener una excusa para revivir,
aunque fuera por un momento, las sensaciones de la infancia. De
cualquier modo, es a esto, sin duda, a lo que el señor Fison debe su
vida.
Se aproximó a su meta con la absoluta seguridad que este país da a
sus habitantes para enfrentarse a todas las formas de vida animal. Los
cuerpos redondos se movían de un lado a otro, pero solo cuando el
señor Fison hubo traspuesto el escollo de guijarros que ya mencioné,
advirtió la horrible naturaleza de su descubrimiento. Fue bastante
repentino.
Cuando llegó a la cima de la loma, los cuerpos redondos se separaron,
mostrando que el objeto rosáceo era un cuerpo humano parcialmente
devorado, aunque fue incapaz de distinguir si era un hombre o una
mujer. Y los cuerpos redondos eran unas criaturas desconocidas y de
aspecto terrible, de forma semejante a la de un pulpo, y con enormes
tentáculos, muy largos y flexibles, que se enrollaban copiosamente
sobre el suelo. La piel era de una textura reluciente, desagradable a la
vista, como cuero lustrado. La curvatura inferior de la boca rodeada de
tentáculos, la curiosa excrecencia de la curvatura, los tentáculos, y los
grandes ojos inteligentes sugerían grotescamente un rostro. Su cuerpo
tenía el tamaño de un cerdo grande, y los tentáculos le parecieron de
varios metros de longitud. Había, cree el señor Fison, al menos siete u
ocho de estas criaturas. Veinte metros más allá, entre el oleaje de la
marea que ahora ascendía, dos más emergían del mar.
Sus cuerpos yacían laxamente sobre las rocas, y sus ojos lo
contemplaban con maligno interés: pero aparentemente el señor Fison
no tuvo miedo, o no advirtió que estaba en peligro. Probablemente, su
confianza puede atribuirse a la lasitud de la actitud de esas criaturas.
Pero estaba horrorizado, por supuesto, e intensamente excitado e
indignado ante esas criaturas repelentes que devoraban carne humana.
Pensó que se habrían encontrado por azar con el cadáver de un
ahogado. Les gritó, con la idea de alejarlas y, viendo que no se movían
de su alrededor, recogió un pedrusco redondo y se lo arrojó a una de
ellas.
Y entonces, desenrollando lentamente sus tentáculos, todas
empezaron a moverse hacia él, reptando deliberadamente al principio,
y ronroneando suavemente una a otra.
En un momento, el señor Fison advirtió que estaba en peligro. Gritó
otra vez, arrojó sus botas y con un salto comenzó a alejarse. A veinte
metros se detuvo y se volvió, juzgando lentas a las criaturas, y ¡mirad!
¡los tentáculos de la primera ya aparecían por encima de la loma sobre
la que había estado parado!
Ante esto volvió a gritar, pero ya no era un grito de amenaza sino de
temor, y comenzó a saltar, corriendo, resbalando, vadeando el desigual
terreno que lo separaba de la playa. Repentinamente, los altos y rojos
acantilados parecían muy distantes, y vio, como si fueran criaturas de
otro mundo, a dos diminutos trabajadores ocupados en la reparación,
de la escalera, que muy poco sospechaban la lucha por la vida que
había comenzado debajo de ellos. En un momento pudo oír que las
criaturas chapoteaban en un estanque a menos de cuatro metros
detrás de él, y otra vez resbaló y casi cayó.
Lo persiguieron hasta el pie de los acantilados y solo desistieron
cuando llegó junto a los trabajadores al pie de la escalera que ascendía
por la ladera. Los tres hombres las apedrearon durante un rato, y luego
se apresuraron a ascender hasta la cima del acantilado, tomando el
sendero hasta Sidmouth, para conseguir ayuda y un bote, y para
rescatar el cuerpo profanado de las garras de esas abominables
criaturas.
2
Y, como si no hubiese pasado peligros suficientes ese día, el señor
Fison salió con el bote para señalar el lugar exacto de su aventura.
Como había marea baja, necesitaron hacer un rodeo considerable para
aproximarse al lugar, y para cuando llegaron a la escalera, el cuerpo
mutilado había desaparecido. El agua ascendía ahora, sumergiendo
una laja de piedra tras otra, y los cuatro hombres del bote - es decir los
trabajadores, el botero y el señor Fison - traspasaron su atención de los
puntos de referencia de la costa hacia el agua que se extendía por
debajo de la quilla.
Al principio no pudieron ver otra cosa más que una oscura jungla de
laminaria, y algún pez que pasaba ocasionalmente como una saeta.
Estaban ansiosos de aventura, y expresaron libremente su disgusto.
Pero de inmediato vieron a uno de los monstruos que nadaba hacia el
mar, con un movimiento de giro que le sugirió al señor Fison el
retorcido giro de un globo cautivo. Casi de inmediato, las ondulantes
hojas de laminaria se agitaron extraordinariamente, apartándose por un
momento, y tres de las bestias se hicieron oscuramente visibles,
luchando por lo que tal vez fuera un fragmento del hombre ahogado. En
un momento, las oscuras cintas verde oliva habían vuelto a cubrir el
contorsionado grupo.
Ante eso, los cuatro hombres, grandemente excitados, comenzaron a
gritar y a golpear el agua con los remos, y de inmediato vieron un
tumultuoso movimiento entre las algas. Desistieron de ver con mayor
claridad, y tan pronto como el agua se aquietó, les pareció advertir que
todo el fondo del mar, a través de las algas, estaba cubierto de ojos.
- ¡Horribles cerdos! - gritó uno de los hombres - ¡Qué, hay docenas!
En seguida, las cosas empezaron a elevarse en el agua que rodeaba a
los hombres. Desde entonces, el señor Fison ha descripto al escritor
esta alarmante erupción surgida del ondulante banco de laminaria. A él
le pareció que duraba un tiempo considerable, pero es probable que
fuera un asunto de pocos segundos. Luego estas cosas se hicieron
más grandes hasta que el fondo del mar se perdió bajo sus formas
entremezcladas, y la punta de los tentáculos se elevó aquí y allá por
encima del oleaje.
Una de las criaturas se acercó audazmente al bote y, aferrándose de él
con tres de sus tentáculos prestos a succionar, lanzó otros cuatro por
encima de la borda, como si tuviera la intención de hacer zozobrar el
bote o encaramarse en él. De inmediato, el señor Fison tomó el bichero
y, golpeando con furia los tentáculos, la obligó a desistir. Fue golpeado
en la espalda y casi lanzado sobre la borda por el botero, quien estaba
usando el remo para resistir un ataque similar al otro costado del bote.
Pero ante esto, los tentáculos de ambos lados soltaron su presa de
inmediato, se deslizaron fuera de la vista y chapotearon en el agua.
- Será mejor que salgamos de aquí - dijo el señor Fison, que temblaba
con violencia. Se dirigió a la barra del timón, mientras que el botero y
uno de los trabajadores se sentaban y comenzaban a remar. El otro
trabajador permaneció a proa del bote, con el bichero, presto a golpear
cualquier tentáculo que apareciera. Nada más parece haberse dicho. El
señor Fison había expresado el sentimiento común sin necesidad de
rectificación. De talante sombrío y temeroso, con rostros blancos y
demudados, los cuatro hombres se dispusieron a escapar de la
posición en que tan imprudentemente se habían colocado.
Pero apenas si los remos llegaron a tocar el agua antes que fueran
inmovilizados por oscuras y serpentinas sogas ahusadas, que también
rodearon el timón; y otra vez volvieron los tentáculos, reptando por los
lados con un movimiento rizado. Los hombres asieron los remos y
tiraron, pero era como tratar de mover un bote en una flotante balsa de
algas.
- ¡Auxilio aquí! - gritó el botero, y el señor Fison y el segundo trabajador
corrieron a añadir sus fuerzas al remo.
Luego el hombre del bichero - su nombre era Ewan, o Ewen - saltó con
una maldición, y comenzó a golpear hacia abajo, por encima de la
borda, hacia el banco de tentáculos que ahora se apiñaba contra el
fondo del bote. Y, al mismo tiempo, ambos remeros se pusieron de pie
para tratar de conseguir una oportunidad mejor de recobrar sus remos.
El botero le entregó el suyo al señor Fison, quien se esforzó
desesperadamente, en tanto el hombre sacaba una enorme navaja y,
recostándose sobre la borda, comenzaba a acuchillar los brazos que
brotaban del mango del remo.
El señor Fison, que se tambaleaba con el tembloroso balanceo del
bote, con los dientes apretados, casi sin aliento, y las venas de la mano
resaltándole mientras tiraba del remo, miró de repente hacia mar
abierto. Y allí, a menos de cincuenta metros, había un gran bote que se
encaminaba hacia ellos, con tres mujeres y un niño pequeño a bordo.
Un botero remaba, y un hombrecito que tenía una cinta rosa en el
sombrero, estaba a proa, saludándolos. Por un momento, por supuesto,
el señor Fison pensó en ayuda, y luego pensó en el niño. Dejó
entonces su remo, alzó ambos brazos en un gesto frenético, y gritó al
grupo que se mantuviera alejado «¡en nombre de Dios!» Dice mucho
de la modestia y valor del señor Fison el hecho de que no parece
advertir que haya habido nada de heroísmo en su actuación de ese
momento. El remo que había soltado fue inmediatamente atraído hacia
abajo, y luego reapareció flotando a veinte metros de distancia.
En el mismo momento, el señor Fison sintió que el bote se inclinaba
violentamente bajo sus pies y un ronco grito, el prolongado grito de
terror de Hill, el botero, hizo que olvidara por completo el grupo de
excursionistas. Se volvió y vio a Hill acuclillado junto a la agarradera
delantera del remo, con el brazo derecho por encima de la borda, y
fuertemente atraído hacia abajo. El botero emitió entonces una
sucesión de agudos y cortos gritos:
- ¡Oh! ¡Oh! ¡Oh!
El señor Fison cree que debía haber estado acuchillando a los
tentáculos por debajo de la línea del agua cuando fue atrapado por
ellos, pero, por supuesto, es imposible decir con certeza lo que pasó. El
bote estaba levantado de un costado, de modo que la borda estaba a
diez centímetros del agua, y tanto Ewan como el otro trabajador
golpeaban el agua con el bichero y el remo a ambos lados del brazo de
Hill. Instintivamente, el señor Fison se ubicó para equilibrar el peso.
Entonces Hill, quien era un hombre macizo y poderoso, hizo un
esfuerzo desesperado, y se puso casi de pie. Alzó el brazo, por cierto,
completamente fuera del agua. De él pendía una complicada maraña
de lianas pardas; y los ojos de una de las bestias que lo asían, se
vieron momentáneamente en la superficie, brillando con fuerza y
determinación. El bote se inclinó más y más, y el agua marrón verdosa
se precipitó en cascada por un lado. Entonces Hill resbaló y cayó sobre
sus costillas contra el costado, y su brazo y la masa de tentáculos
volvieron a chapotear en el agua. Hill rodó sobre la borda; una de sus
botas golpeó al señor Fison en la rodilla, cuando este caballero se
abalanzaba para asirlo, y en un momento más otros tentáculos se
habían enrollado en su cintura y en su cuello, y luego de una convulsa
y breve lucha, durante la que el bote estuvo a punto de zozobrar, Hill
fue lanzado por encima de la borda. El bote se enderezó con un
violento sacudón que casi hace caer al señor Fison por el otro lado,
ocultando de sus ojos la lucha acuática.
Se tambaleó durante un momento, tratando de recuperar el equilibrio, y
mientras lo hacía, advirtió que la lucha y la marea ascendente habían
vuelto a llevarlos hasta las rocas cubiertas de algas. A menos de cuatro
metros, una laja de rocas aún se alzaba con rítmicos movimientos por
encima del oleaje de la marea. En un momento, el señor Fison asió el
remo de Ewan, dio una poderosa palada y luego, dejándolo caer, corrió
hacia la proa y saltó. Sintió que sus pies resbalaban sobre la roca y,
con un esfuerzo frenético, saltó hacia otra masa más allá. Tropezó,
cayó de rodillas, y volvió a levantarse.
- ¡Cuidado! - gritó alguien, y un gran cuerpo parduzco lo golpeó. Uno de
los trabajadores lo había golpeado, sumergiéndolo en uno de los
estanques, y mientras descendía oyó gritos ahogados, lejanos, que en
ese momento creyó que provenían de Hill. Luego se maravilló de la
agudeza y variedad de la voz de Hill. Alguien saltó por encima de él, y
una curva avalancha de agua espumosa se derramó encima de su
cuerpo, y pasó. Se puso de pie chorreando agua y, sin mirar hacia el
mar, corrió hacia la costa con tanta rapidez como le permitió su terror.
Ante él, sobre el liso espacio sembrado de rocas, tropezaban los dos
trabajadores uno doce metros por delante del otro.
Finalmente miró por encima del hombro y, viendo que no lo perseguían,
se dio vuelta. Estaba atónito. Desde el momento en que los
cefalópodos habían emergido del agua, había actuado con demasiada
rapidez para comprender plenamente sus actos. Ahora le parecía que
había salido repentinamente de un mal sueño.
Porque allí estaba el cielo, sin una nube y refulgiendo bajo el sol de la
tarde, el mar hinchado bajo su brillo despiadado, la suave espuma
cremosa de la rompiente, y los bajos, largos, oscuros escollos de roca.
El bote flotaba, derecho, elevándose y cayendo suavemente sobre el
oleaje a casi doce metros de la costa. Hill y los monstruos, toda la
tensión y el tumulto de esa despiadada lucha por la vida, se habían
desvanecido como si no hubieran existido jamás.
El corazón del señor Fison golpeaba con violencia; latía hasta en la
punta de sus dedos, y respiraba profundamente.
Faltaba algo. Durante algunos segundos no pudo pensar con claridad
qué era. Sol, cielo, mar, rocas... ¿qué era? Luego recordó el bote de los
excursionistas. Había desaparecido. Se preguntó si no lo habría
imaginado. Se volvió, y vio a los dos trabajadores de pie, juntos, bajo
las elevadas masas de los altos acantilados rosados. Vaciló pensando
si haría un último intento de salvar a Hill. Su excitación física pareció
abandonarlo repentinamente, dejándolo indefenso y vacío. Se dirigió
hacia la costa, tropezando y vadeando hacia sus dos compañeros.
Miró hacia atrás una vez más, y ahora había dos botes a flote, y el más
distante cabeceaba torpemente, con el fondo hacia arriba.
3
Así fue como el Haploteuthis ferox hizo su aparición en la costa de
Devonshire. Hasta ahora, ésta ha sido su agresión más seria. El relato
del señor Fison, junto con la ola de accidentes de botes y bañistas a la
que ya he aludido, y la ausencia de peces en las costas de Socnish ese
año señalan claramente la presencia de un cardumen de estos voraces
monstruos de las profundidades merodeando lentamente a lo largo de
la línea de la marea, junto a la costa. Una migración de hambre ha sido
sugerida, lo sé, como la causa que los trajo hasta aquí; pero, por mi
parte, prefiero creer en la teoría alternativa de Hemsley. Hemsley
sostiene que un cardumen o banco de estas criaturas puede haberse
aficionado a la carne humana por accidente, cuando un barco zozobró
entre ellas; y ha vagado en busca de carne humana fuera de su zona
acostumbrada; yendo paralelamente a los barcos o siguiéndolos, ha
llegado a nuestras costas en la estela del tráfico del Atlántico. Pero
discutir los convincentes argumentos de Hemsley, admirablemente
explicados, estaría fuera de lugar aquí. Aparentemente, el apetito del
cardumen fue satisfecho por las once personas que atraparon - pues
en la medida que puede afirmarse, había diez personas en el segundo
bote -, y por cierto que las criaturas no dieron más muestras de su
presencia cerca de Sidmouth ese día. La costa entre Seaton y Budleigh
Salterton fue patrullada toda esa tarde y esa noche por cuatro botes del
Servicio Preventivo, tripulados por hombres armados con arpones y
machetes, y a medida que la noche avanzaba, un número de
expediciones igualmente equipadas, organizadas privadamente, se
unieron a ellos. El señor Fison no tomó parte en ninguna de estas
expediciones. Alrededor de medianoche, se oyeron excitadas voces
provenientes de un bote situado a unas dos millas al sudeste de
Sidmouth, y se vio un farol que se agitaba de una manera extraña, de
lado a lado y de arriba abajo. Los botes más próximos se apresuraron a
llegar hasta el sitio de la alarma. Los audaces ocupantes del bote, un
marinero, un cura y dos escolares, habían visto realmente cómo los
monstruos pasaban por debajo del bote. Aparentemente, las criaturas
eran, como la mayoría de los organismos de las profundidades,
fosforescentes, y habían pasado flotando, a cinco pies de profundidad,
como hechas de rayos de luna a través de la negrura del agua, con los
tentáculos retraídos como si durmieran, girando y girando, y
moviéndose lentamente hacia el sudeste en una formación cuneiforme.
Los tripulantes del bote relataron esto por gestos, en forma
fragmentaria, ya que primero se les acercó un bote y luego otro.
Finalmente, una pequeña flota de ocho o nueve botes se reunió a su
alrededor, y de ella se elevó un tumulto, como la cháchara de un
mercado, que quebró el silencio de la noche. Había muy poco ánimo
para perseguir al cardumen, la gente no tenía armas ni experiencia
para una cacería tan dudosa, y casi inmediatamente - puede ser que
con alivio - los botes regresaron a la costa.
Y ahora diremos lo que tal vez sea el hecho más admirable de toda
esta asombrosa incursión. No tenemos la más ligera idea de los
siguientes movimientos del cardumen, a pesar de que toda la costa
sudoeste estaba alerta. Pero puede, tal vez, ser significativo que un
cachalote haya sido hallado en Sark el tres de junio. Dos semanas y
tres días después del incidente de Sidmouth, un Haploteuthis vivo llegó
a la costa sobre las arenas de Calais. Estaba vivo, porque varios
testigos vieron que sus tentáculos se movían convulsivamente. Pero es
probable que estuviera agonizando. Un caballero llamado Pouchet
consiguió un rifle y le disparó.
Esa fue la última aparición de un Haploteuthis vivo. No se vieron otros
en las costas francesas. El 15 de junio, un cadáver, casi completo, fue
llevado por el mar hasta la costa, cerca de Torquay, y pocos días más
tarde, un bote de la estación Marina de Biología, dragando Plymouth,
recogió un espécimen descompuesto, profundamente desgarrado por
una herida de machete. Cómo había hallado la muerte el aludido
espécimen, es imposible decir. Y el último día de junio, el señor Egbert
Caine, un artista que se bañaba en Newlyn, alzó los brazos, gritó, y fue
arrastrado bajo el agua. Un amigo que lo acompañaba no hizo ningún
intento de salvarlo, sino que nadó de inmediato hacia la costa. Este es
el último hecho para relatar acerca de esta extraordinaria incursión de
las profundidades del mar. Si fue realmente la última de estas horribles
criaturas es, hasta ahora, prematuro decirlo. Pero se cree, y
ciertamente debe esperarse, que han retornado ahora, y para siempre,
a las sombrías profundidades del mar, desde donde tan extraña y
misteriosamente se elevaron.
FIN