venmarktec - El Rapto del Sol

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EL RAPTO DEL SOL - Baldomero Lillo

Hubo una vez un rey tan poderoso que se enseñoreó de toda la Tierra. Fue el señor del mundo. A un gesto suyo millones de hombres se alzaban dispuestos a derribar las montañas, a torcer el curso de los ríos o exterminar una nación. Desde lo alto de su trono de marfil y oro, la Humanidad le pareció tan mezquina que se hizo adorar como un dios y estatuyó su capricho como única y supre­ma ley. En su inconmensurable soberbia creía que todo en el Universo estábale subordinado, y el férreo yugo con que sujetó a los pueblos y naciones, superó a todas las tiranías de que se guardaba recuerdo en los fastos de la historia.

Una noche que descansaba en su cámara tuvo un enigmá­tico sueño. Soñó que se encontraba al borde de un estanque profundísimo, en cuyas aguas, de una diafanidad imponde­rable, vio un extraordinario pez que parecía de oro. En derre­dor de él y bañados por el mágico fulgor que irradiaban sus áureas escamas, pululaban una infinidad de seres: peces rojos que parecían teñidos de púrpura, crustáceos de todas formas y colores, rarísimas algas e imperceptibles átomos vivientes. De pronto, oyó una gran voz que decía:

—¡Apoderaos del radiante pez y todo en torno suyo pere­cerá!

El rey se despertó sobresaltado e hizo llamar a los astró­logos y nigromantes para que explicasen el extraño sueño. Muchos expresaron su opinión, mas ninguna satisfacía al monarca hasta que, llegado el turno al más joven de ellos, se adelantó y dijo:

¡Oh, divino y poderoso príncipe!, la solución de tu sueño es ésta: el pez de oro es el sol que desparrama sus dones indistintamente entre todos los seres. Los peces rojos son los reyes y los grandes de la Tierra. Los otros son la multitud de los hombres, los esclavos y los siervos. La voz que hirió vuestros oídos es la voz de la soberbia. Guardaos de seguir sus consejos porque su influjo os será fatal.

Calló el mago, y de las pupilas del rey brotó un resplan­dor sombrío. Aquello que acababa de oír hizo nacer en su espíritu una idea que, vaga al principio, fue redondeándose y tomando cuerpo como la bola de nieve de la montaña. Con ademán terrible se echó sobre los hombros el manto de púrpura y llevando pintada en el rostro la demencia de la ira, subió a una de las torres de su maravilloso alcázar. Era una tibia mañana de primavera. El cielo azul, la verde cam­piña con sus bosques y sus hondonadas, los valles cubier­tos de flores y los arroyos serpenteando en los claros y espesuras, hacían de aquel paisaje un conjunto de una belleza incomparable. Mas el monarca nada vio: ningún matiz, ninguna línea, ningún detalle atrajo la atención de sus ojos de milano, clavados como dos ardientes llamas en el glorioso disco del sol. De súbito, un águila surgió del valle y flotó en los aires, bañándose en la luz. El rey miró el ave, y en seguida su mirada descendió a la campiña, donde un grupo de esclavos recibían, inmóviles como ído­los, el beso del fúlgido luminar. Apartó los ojos, y por todas partes vio esparcirse en torrentes inagotables aquel res­plandor. En el espacio, en la Tierra y en las aguas miríadas de seres vivientes saludaban la esplendorosa antorcha en su marcha por el azul.

Durante un momento el rey permaneció inmóvil, con­templando al astro y, vislumbrando por la primera vez, ante tal magnificencia, la mezquindad de su gloria y lo efímero de su poder. Mas aquella sensación fue ahogada bien pron­to por una ola de infinito orgullo. ¡El, el rey de los reyes, el conquistador de cien naciones, puesto en parangón y en el mismo nivel que el pájaro, el siervo y el gusano!

Una sonrisa sarcástica se dibujó en su boca de esfinge, y sus ejércitos y flotas cubriendo la Tierra, sus incontables tesoros, las ciudades magníficas desafiando las nubes con sus almenados muros y soberbias torres, sus palacios y alcázares, donde desde sus cimientos hasta la flecha de sus cúpulas no hay otros materiales que oro, marfil y piedras preciosas, acuden en tropel a su memoria con un brillo tal de poderío y grandeza que cierra los ojos deslumbrado. La visión de lo que le rodea se empequeñece, el sol le parece una antorcha vil, digna apenas de ocupar un sitio en un rin­cón de su regia alcoba. El delirio del orgullo lo posee. El vértigo se apodera de él, su pecho se hincha, sus sienes laten y de sus ojos brotan rayos tan intensos como los del astro hacia el que alarga la diestra, queriendo asirle y dete­nerle en su carrera triunfal. Por un momento permanece así, transfigurado, en un paroxismo de infinita soberbia, oyen­do resonar aquella voz que le hablara en sueños:

Apoderaos de esa antorcha y todo lo que existe perecerá.

¿Qué son ante tal empresa sus hechos y los de sus ante­cesores en la noche pavorosa de los tiempos? Menos que el olvido y que la nada. Y sin apartar sus miradas del disco centelleante, invocó a Raa, el genio dominador de los espa­cios y de los astros.

Obediente al conjuro, acudió el genio envuelto en una tempestuosa nube preñada de rayos y de relámpagos, y dijo al rey con una voz semejante al redoble del trueno:

—¿Qué me quieres, oh tú, a quien he ensalzado y puesto sobre todos los tronos de la Tierra? Y el monarca contestó:

—Quiero ser dueño del sol y que él sea mi esclavo.

Calló Raa, y el rey dijo:

—¿Pido, tal vez, algo que está fuera del alcance de tu poder?

No; pero para complacerte necesito el corazón del hombre más egoísta, el del más fanático, el del más ignorante y vil, y el que guarde en sus fibras más odio y más hiél.

—Hoy mismo lo tendrás —dijo el rey, y el denso nubarrón que cubría el alcázar se desvaneció como nubécula de vera­no.

Después de una breve entrevista con el capitán de su guardia, el rey se dirigió a la sala del trono, donde ya lo aguardaban de rodillas y con las frentes inclinadas todos los magnates y grandes de su imperio. Colocado el monarca bajo la púrpura del dosel, proclamó un heraldo que, bajo pena de la vida, los allí presentes debían designar al rey al hombre más ignorante, al más fanático, al más egoísta y vil y al que albergase más odio en su corazón.

Los favoritos, los dignatarios y los más nobles señores se miraron los unos a los otros con recelosa desconfianza. ¡Qué magnífica oportunidad para deshacerse de un rival! Mas, a pesar de que el heraldo repitió por tres veces su inti­mación, todos guardaron un temeroso silencio.

El enano del rey, una horrible y monstruosa criatura, echado como un perro a los pies de su amo, lanzó, al ver la consternación pintada en los semblantes, una estridente carcajada, lo que le valió un puntapié del monarca que lo echó a rodar por las gradas del trono hasta el sitio donde estaba el príncipe heredero, quien lo rechazó, a su vez, del mismo modo, entre las risas de los cortesanos.

Por un instante se oyeron los rabiosos aullidos del infer­nal aborto hasta que, de pronto, enderezando su desmedra­da personilla, gritó con un acento que hizo correr un esca­lofrío de miedo por los circunstantes:

—Si aseguras a mi cabeza su permanencia sobre los hom­bros, yo, ¡oh, excelso príncipe!, te señalaré a esos que tus reales ojos desean conocer.

El rey hizo un signo de asentimiento y el repugnante engendro continuó:

—Nada más fácil que complacerte, ¡oh, rey! ¿Deseas saber cuál de tus vasallos posee el corazón más vil? Pues no sólo te presentaré uno, sino toda una legión.

Y mostrando con la diestra a los favoritos que le escu­chaban espantados, prosiguió:

—¡Ved ahí a esos que sacó de la nada tu omnipotencia! En sus corazones de cieno anidan todas las vilezas. La ingrati­tud y la envidia están tras la máscara hipócrita de sus bajas adulaciones. En el fondo te odian. Son como las víboras; se arrastran, pero saltan y muerden al menor desliz.

En seguida, volviéndose hacia el Sumo Sacerdote, y señalándolo junto con los magos y los nigromantes, dijo:

—¡Ved ahí al más fanático y al más ignorante de tus sub­ditos! ¡Sus dogmas son absurdos, falsa su ciencia, y su sabiduría, necedad!

Hizo una pequeña pausa y con la voz envenenada de odio prosiguió:

—El corazón más egoísta alienta dentro de tu pecho, ¡oh, rey! No conozco otro que le iguale en dureza y en crueldad, salvo el del príncipe, tu primogénito. ¡El pedernal es ante sus fibras una blanda y deleznable cera!

Calló un instante y luego, con voz ronca, profirió:

Sólo me falta mostrarte dónde se halla el último. Ese es el mío —y, golpeándose el pecho con fuerza, exclamó—: ¡Aquí está, oh, príncipe! Con odio y hiél fue fabricado. Si pudiera desbordarse, os ahogaría a todos con el acíbar y ponzoña de sus rencores. Añídanse en él más cólera que las que desataron, desatan y fulminarán los cielos y los abis­mos del mar. Una sola gota del veneno que encierra basta­ría para exterminar todo lo que se mueve y alienta debajo del sol.

La voz silbante del enano vibraba aún en el vasto recin­to, cuando el rey hizo una imperceptible señal. Al instante se apartaron los amplios tapices y dieron paso a una falan­ge de guerreros que se precipitaron sobre los aterrados favoritos, dignatarios y magnates y los pasaron a cuchillo en un abrir y cerrar de ojos. Inmediatamente, después de decapitados, abríanles el pecho y les arrancaban el corazón palpitante.

El joven príncipe, al ver aquella carnicería, de un salto se puso junto a su padre, mas el monarca, alzando el pesado cetro de oro, lo descargó sobre la desnuda y juvenil cabeza con la celeridad del relámpago. Apenas el cuerpo se des­plomó sobre las gradas, un esclavo le sacó el corazón.

El enano, al ver que un soldado avanzaba hacia él con el alfanje en alto, gritó:

—¡Oh, rey, has prometido...!

Y una voz, en la que vibraba un acento de ferocidad implacable, resonó en lo alto del soberbio trono:

—¡Arrancadle, vivo, el corazón!

Han pasado dos días; el rey se encuentra en su cámara más hosco y torvo que nunca, cuando de improviso se ve en forma de una serpiente de fuego la temerosa aparición de Raa. El genio desenvuelve sus anillos de llamas y dice:

—Aquí tienes lo convenido. Esta malla, tejida con las fibras de los corazones cuya esencia era el egoísmo y el odio, el fanatismo y la ignorancia, es impenetrable a la luz. Los rayos del sol se romperán contra ella, sin que logren atravesarla jamás. Aunque su volumen es tan pequeño que puede ocultarse en el hueco de la mano, sus pliegues, dis­tendidos, cubrirían toda la Tierra. Oye y graba en tu memo­ria lo que has de hacer: subirás a la montaña que se alza sobre el abismo y esperarás que el sol, al salir de su mora­da nocturna, roce la cresta más alta para lanzarle la red mágica, cuyos pliegues lo envolverán aprisionándolo como dentro de una coraza de diamante. Desde ese momento será tu esclavo y podrás hacer de él lo que quieras.

Salió ocultamente de su palacio por un postigo que daba al campo, sin más compañía que un cayado de pastor y la malla maravillosa. Tres días con sus noches, el rey marchó hacia el oriente. La senda por donde caminaba subía bor­deando desfiladeros y barrancas insondables. El flanco de la negra montaña era cada vez más empinado y más áspe­ro. Pero ni el cansancio ni el frío ni la sed ni el hambre le molestaban en lo más mínimo. El orgullo y la soberbia avi­vaban en él sus hogueras y devoraban toda sensación de malestar físico. Ni una sola vez volvió la cabeza para con­templar el camino recorrido.

Tres veces vio pasar el sol por encima de su cabeza. Cruzó sin detenerse, irreverente, con la excelsa majestad de un dios. Lo asaeteó con sus rayos y fundiendo las nieves desató, para que le salieran al paso con más ímpetu, los torrentes. Aquel reto del astro exacerbó su furor y amena­zando con la diestra al flamígero viajero profirió:

—¡Oh, tú, ascua errante, fuego fatuo, que un soplo de Raa enciende y apaga cada día, en breve te arrancaré las inso­lentes alas! ¡Aherrojado como un esclavo yacerás eterna­mente tras los muros de oro de mis alcázares!

Y confortado con esta idea, venció los últimos obstácu­los y se encontró por fin en la cima más encumbrada de la inaccesible montaña, más arriba de las nubes y de los nidos de las águilas.

En la cúpula sombría centellean calladamente los astros. La noche toca a su término y un vago resplandor brota del abismo sin fondo. Poco a poco palidecen las estrellas y un tenuísimo matiz de rosa se esparce en el oscuro azul del cielo. De pronto un haz de rayos deslumbradores ciega los ojos del monarca. De la negrura sin límites, abierta bajo sus pies, una esfera de oro en fusión surge rauda hacia el espa­cio. A través de sus cerrados párpados entrevé la fulgurante aureola y lanza por encima de ella la malla maravillosa. Como una antorcha que se hunde en el agua, de súbito se apagó el resplandor. Las estrellas se encendieron de nuevo y las sombras fugitivas y dispersas volvieron sobre sus pasos y ocultaron otra vez la Tierra.

 

Después de atravesar las salas sumidas en las tinieblas, el rey se detuvo en la más alta torre del palacio. El alcázar estaba desierto y debía de haber sido teatro de alguna tre­menda lucha, porque todo él estaba sembrado de cadáve­res. Los había en todas partes, en los jardines, en las habi­taciones, en las escaleras y en los sótanos. La desaparición del rey había encendido la guerra civil y gran número de pretendientes se habían disputado la abandonada diadema. Mas, la pavorosa ausencia del sol había bruscamente inte­rrumpido la matanza.

Dentro de la alta torre el tiempo transcurre para el monar­ca insensiblemente. Una deliciosa languidez lo invade. En el interior de la regia cámara, suspendido, como una maravillo­sa lámpara, está el celeste prisionero. Por una rendija imper­ceptible de su cárcel brota un intensísimo rayo de luz. Afuera una oscuridad profunda envuelve los valles, las llanuras, las colinas y las montañas. El cielo está negro como la tinta y cual enlutado túmulo lucen en él como lágrimas los astros. Apoyado en la ventana ha asistido mudo e impasible a la lenta agonía de todos los seres. Poco a poco han ido extin­guiéndose los clamores y los incendios, hasta que ni el más leve destello rasgó ya la lobreguez de la noche eterna.

De pronto el rey se estremece. Ha sentido un malestar extraño, como si le hubiesen atravesado el corazón con una aguja de hielo. Y desde ese instante su plácida tranquilidad desaparece y la molesta sensación va aumentando por gra­dos hasta hacérsele intolerable. Siente dentro del pecho un frío intensísimo que congela su carne y su sangre y, lleno de angustia, evoca de nuevo a Raa, el genio dominador de los espacios y de los astros, quien contesta a sus súplicas con ironía desalentadora:

—¿De qué te quejas? ¿Al suprimir la vida no has dejado al sentimiento que te posee y es el móvil único de tus accio­nes sin otro refugio que tu corazón? Para expulsarle sería menester que vibrase en las muertas fibras un átomo de pie­dad o amor.

Apenas el genio lo hubo dejado, la desesperación se apo­deró del monarca. Mas, de súbito, rasgó sus vestiduras y expuso el pecho desnudo al rutilante rayo de luz. Pero ni el más ligero alivio viene a confirmar su esperanza. Entonces clava sus uñas en las carnes y se abre el pecho, dejando al descubierto su frígido corazón al contacto del cual el haz luminoso se debilita y decrece con asombrosa rapidez. Dijérase un caño de oro líquido cayendo en un tonel sin fondo, y que desmaya y se adelgaza hasta convertirse en un hilo, en una hebra finísima. De pronto, como una antorcha, como un fuego fatuo que se extingue, la última chispa bri­lla, parpadea, desvaneciéndose en la oscuridad.

A pesar de que el sol ha cambiado de cárcel y lo lleva ahora en su corazón, parécele que toda la nieve de las mon­tañas se hubiese trasladado allí. Sube, entonces, a la venta­na y se precipita al vacío, en el cual, como si alas invisibles le sostuviesen, desciende blandamente hasta que toca con sus pies la tierra. La campiña está helada como un ventis­quero, y envuelto en tinieblas impenetrables, camina a la ventura con los brazos extendidos, huyendo como medro­so fantasma de la agonía del Universo.

Cuando las ciudades no fueron sino escombros humean­tes y las selvas montones de ceniza, cuando todo combustible se hubo agotado, los hombres cesaron de disputarse un sitio en torno de las hogueras moribundas y se resignaron a morir. Entonces, a la escasa luz de las estrellas, en la negra oscuridad que lo rodeaba, buscáronse los unos a los otros, marchando a tientas con los brazos extendidos, huyendo del silencio y de la soledad del planeta muerto. Y cuando sus manos tropezábanse en las tinieblas, asíanse para no soltarse más. Aquel contacto producía en sus yertos orga­nismos una reacción inesperada. El débil calor que cada uno conservaba, parecía multiplicar su potencia: deshelá­base la sangre, el corazón volvía a latir. Y esa cadena viviente aumentaba sin cesar por eslabones innumerables, se extendía a través de los campos, por sobre las montañas, los ríos y los mares helados. Mas, cuando esos cordones se soldaron, faltó un eslabón para que una cadena sin fin enla­zase todas las vidas, fundiéndolas en una sola y única, invulnerable a la muerte.

De pronto el monarca sintió que el piso faltaba bajo sus pies. Agitó los brazos buscando un punto de apoyo y dos manos estrecharon las suyas sosteniéndolo amorosamen­te. Aquellas manos eran duras y ásperas, tal vez pertene­cían a un siervo o a un esclavo, y su primer impulso fue rechazarlas con horror; mas, estaban tan yertas, tan hela­das, había tanta ternura en su sencillo ademán, que un sen­timiento desconocido hizo que devolviera aquella presión. Sintió, entonces, que penetraba en él un fluido misterioso, ante el cual el hielo de sus entrañas, empezó a fundirse como la escarcha al beso del sol, desbordándose súbita­mente de su corazón, cual si se volcase el recipiente de un mar, el raudal flamígero cuyo curso marcan en el infinito los ortos y los ocasos. Y por la cadena inmensa, a través de las manos entrelazadas, pasó un estremecimiento, una cálida vibración que abrasó todos los pechos, anegando las almas en un océano de luz. Disipáronse en los espíri­tus las sombras, y el más allá, el arcano indescifrable salió del caos de su negra noche. Y cada cual se penetró de que el incendio que ardía en sus corazones irradiaba sus len­guas fulguradoras hacia lo alto, donde se condensaban en un núcleo que fue creciendo y agitándose hasta estallar allá arriba, encima de sus cabezas, en un torbellino des­lumbrador. Y aquel foco ardiente era el sol, pero un sol nuevo, sin manchas, de incomparable magnificencia que, forjado y encendido por la comunión de las almas, salu­daba con la áurea pompa de sus resplandores a una nueva Humanidad.

 

 

F I N

 

El sabio no dice lo que sabe, y el necio no sabe lo que dice.

Si los hombres han nacido con dos ojos, dos orejas y una sola lengua es porque se debe escuchar y mirar dos veces antes de hablar

Lo que importa verdaderamente en la vida no son los objetivos que nos marcamos, sino los caminos que seguimos para lograrlo.

Hay dos cosas que son infinitas: el universo y la estupidez humana; de la primera no estoy muy seguro.

Hay dos cosas que son infinitas: el universo y la estupidez humana; de la primera no estoy muy seguro.

El nacimiento y la muerte no son dos estados distintos, sino dos aspectos del mismo estado

Las personas son como la Luna. Siempre tienen un lado oscuro que no enseñan a nadie.

Las conversaciones son siempre peligrosas si se tiene algo que ocultar

El saber y la razón hablan, la ignorancia y el error gritan.

Todo está perdido cuando los malos sirven de ejemplo y los buenos de mofa

Algunas personas son tan falsas que ya no distinguen que lo que piensan es justamente lo contrario de lo que dicen.

Produce una inmensa tristeza pensar que la naturaleza habla mientras el género humano no escucha.

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