Lingotes De Oro
Agatha Christie
Estos relatos son contados por los miembros del Club de los Martes que se reúnen cada semana. En la
cual cada uno de los miembros y por turno expone un problema o algún misterio que cada uno
conozca personalmente y del que, desde luego sepa la solución.
Para así el resto del grupo poder dar con la solución del problema o misterio.
El grupo esta formado por seis personas:
Miss Marple, Mujer ya mayor pero especialista en resolver cualquier tipo de misterio.
Raymond West: Sobrino de Miss Marple y escritor.
Sir Henry Clithering:Hombre de mundo y comisionado de Scotland Yard.
Doctor Pender: Anciano clérigo de parroquia
Mr. Petherick:Notable abogado
Joyce Lempriére:Joven artista
No se si la historia que voy a contarles es aceptable —dijo Raymond West—, porque no puedo
brindarles la solución. No obstante, los hechos fueron tan interesantes y tan curiosos que me gustaría
proponerla como problema y, tal vez entre todos, podamos llegar a alguna conclusión lógica.
»Ocurrió hace dos años, cuando fui a pasar la Pascua de Pentecostés a Cornualles con un hombre
llamado John Newman.
—¿Cornualles? —preguntó Joyce Lemprire con viveza.
—Sí. ¿Por qué?
—Por nada, sólo que es curioso. Mi historia también ocurrió en cierto lugar de Cornualles, en un
pueblecito pesquero llamado Rathole. No irá usted a decirme que el suyo es el mismo.
—No, el mío se llama Polperran y está situado en la costa oeste de Cornualles, un lugar agreste y
rocoso. A Newman me lo habían presentado pocas semanas antes y me pareció un compañero
interesante. Era un hombre de aguda inteligencia y posición acomodada, poseído de una romántica
imaginación. Como resultado de su última afición, había alquilado Pol House. Era una autoridad en la
época isabelina y me describió con lenguaje vivo y gráfico la ruta de la Armada Invencible. Lo hizo
con tal entusiasmo, que uno hubiera dicho que fue testigo presencial de la escena. ¿Existe algo de
cierto en la reencarnación? Quisiera saberlo. Me lo he preguntado tantas veces...
—Eres tan romántico, querido Raymond -dijo miss Marpie mirándole con benevolencia.
—Romántico es lo último que soy —respondió su sobrino ligeramente molesto—. Pero ese individuo,
Newman, me interesaba por esa razón, como una reliquia curiosa del pasado. Parece ser que cierto
barco perteneciente a la Armada y que contenía un enorme tesoro en oro procedente de la parte
oriental del mar Caribe, había naufragado en la costa de Cornualles, en las famosas y temibles Rocas
de la Serpiente. Newman me contó que a lo largo de los años se habían hecho intentos de rescatar el
barco y recuperar el tesoro. Creo que estas historias son muy corrientes, aunque el número de barcos
con tesoros mitológicos es mucho mayor que el de los verdaderos. Formaron una compañía, pero
quebraron, y Newman pudo comprar los derechos de aquella cosa, o como quieran llamarle, por
cuatro cuartos. Se mostraba entusiasmado. Según él, sólo era cuestión de utilizar la maquinaria más
moderna. El oro estaba allí, no le cabía la menor duda de que podría ser recuperado.
»Mientras le escuchaba, se me ocurrió pensar en la frecuencia con que ocurren cosas como ésta. Un
hombre rico como Newman logra el éxito casi sin esfuerzo y, no obstante, es probable que el valor de
su hallazgo en dinero no signifique nada para él. Debo confesar que me contagié de su entusiasmo.
Veía galeones surcando las aguas de la costa, desafiando la tormenta, y abatidos y destrozados contra
las negras rocas. La palabra «galeón» me resultaba romántica. La frase el «oro español» emociona a
los escolares, y también a los hombres hechos y derechos. Además, yo estaba trabajando por aquel
entonces en una novela, algunas de cuyas escenas transcurrían en el siglo XVI, y vi la oportunidad de
poder darle un valioso colorido local gracias a Newman.
»Salí de la estación de Paddington el viernes por la mañana, ilusionado ante la perspectiva de mi viaje.
El compartimiento del tren estaba vacío, con la sola excepción de un hombre sentado ante mí en el
rincón opuesto. Era alto, con aspecto de militar, y no pude evitar la sensación de que lo había visto
antes en alguna otra parte. Me estuve devanando los sesos en vano durante algún tiempo y al fin di
con ello. Mi compañero de viaje no era otro que el inspector Badgworth, a quien yo conociera cuando
escribí una serie de artículos sobre el caso de la misteriosa desaparición de Everson.
»Me di a conocer y no tardamos en charlar amigablemente. Cuando le dije que me dirigía a Polperran
comentó que era una coincidencia singular ya que él también iba a aquel lugar. No quise parecer
indiscreto y me guardé de preguntarle qué era lo que le llevaba allí. En vez de eso, le hablé de mi
propio interés por el lugar, mencionando el naufragio del galeón español. Para mi sorpresa, el
inspector parecía saberlo todo al respecto.
»—Seguro que es el Juan Fernández —me dijo—. Su amigo no será el primero que ha dilapidado todo
su dinero tratando de sacar el oro a flote. Es un capricho romántico.
»—Y probablemente toda la historia es un mito —repliqué yo—. Nunca habrá naufragado un barco en
este lugar.
»—Oh, el hundimiento del barco sí es cosa cierta
—me dijo el inspector—, así como el de muchos otros. Le sorprendería a usted conocer el número de
naufragios que hubo en esa parte de la costa. A decir verdad, ése es el motivo que me lleva allí ahora.
Ahí es donde hace seis meses se hundió el Otranto.
»—Recuerdo haberlo leído —contesté—. Creo que no hubo desgracias personales.
»—No —contestó el inspector—, pero se perdió otra cosa. No es del dominio público, pero llevaba a
bordo lingotes de oro.
»—¿Sí? —pregunté muy interesado.
»—Naturalmente utilizamos buzos para los trabajos de salvamento, pero el oro había desaparecido,
Mr. West.
»—¡Desaparecido! —exclamé mirándole asombrado-. ¿Cómo es posible?
»—Ese es el problema —replicó el inspector—. Las rocas abrieron un boquete en la cámara acorazada
y los buzos pudieron penetrar fácilmente en ella por ese camino, pero la encontraron vacía. La
cuestión es, ¿fue robado el oro antes o después del naufragio? ¿Estuvo alguna vez siquiera en la
cámara acorazada?
»—Un caso muy curioso -comenté.
»—Lo es, considerando lo que representan los lingotes de oro. No es como un collar de brillantes, que
puede llevarse en el bolsillo. Bueno, parece del todo imposible. Debieron de hacer alguna triquiñuela
antes de que partiera el barco. Pero, de no ser así, el oro ha tenido que desaparecer en los últimos seis
meses, y yo voy a investigar el asunto.
»Encontré a Newman esperándome en la estación. Se disculpó por no traer su automóvil, que se
encontraba en Truro a causa de ciertas reparaciones necesarias. En su lugar había traído una camioneta
de la finca.
»Tomé asiento a su lado y avanzamos con prudencia por las estrechas callejuelas del pueblecito
pesquero, subimos por una pendiente muy pronunciada, yo diría que de un veinte por ciento,
recorrimos una corta distancia por un camino zigzagueante y finalmente enfilamos los pilares de
granito de la entrada de Pol House.
»Era un lugar encantador, situado sobre los acantilados, con una estupenda vista sobre el mar. Algunas
partes tenían unos trescientos o cuatrocientos años de antigüedad, pero se le había añadido un ala
moderna. Detrás de ella se extendían unos siete u ocho acres de terreno de cultivo.
»—Bienvenido a Pol House —dijo Newman—. Y a la enseña del Galeón Dorado —y señaló hacia la
puerta principal, de donde pendía una reproducción perfecta de un galeón español con todas sus velas
desplegadas.
»Mi primera noche allí fue deliciosa e instructiva. Mi anfitrión me mostró viejos manuscritos que
hacían referencia al Juan Fernández. Desplegó cartas de navegación ante mí, indicándome posiciones
marcadas con líneas de puntos, y me enseñó planos de aparatos de inmersión, los cuales, debo
confesar, me satisficieron por completo.
»Le hablé del encuentro con el inspector Badgworth, cosa que le interesó sobremanera.
»—Hay gentes muy extrañas por esta costa -dijo en tono pensativo-. Llevan en la sangre el
contrabando y la destrucción. Cuando un barco se hunde en sus costas no pueden evitar considerarlo
un pillaje legal para sus bolsillos. Hay aquí un individuo al que me gustaría que conociera. Es un tipo
interesante.
»El día siguiente amaneció claro y radiante. Fuimos a Polperran y allí me fue presentado el buzo de
Newman, un hombre llamado Higgins. Era un indiv-duo de rostro curtido, extremadamente taciturno y
cuyas intervenciones en la conversación se reducían a monosílabos. Después de discutir entre ellos
sobre asuntos técnicos, nos dirigimos a Las Tres Ancoras. Una jarra de cerveza contribuyó un poco a
desatar la lengua de aquel individuo.
»—Ha venido un detective de Londres —gruñó—. Dicen que ese barco que se hundió en noviembre
pasado llevaba a bordo gran cantidad de oro. Bueno, no fue el primero en zozobrar y tampoco será el
último.
»—Cierto, cierto —intervino el posadero de Las Tres Áncoras—. Has dicho una gran verdad, Bill
Higgins.
»—Vaya silo es, Mr. Kelvin —replicó Higgins.
»Miré con cierta curiosidad al posadero. Era un hombre muy peculiar, moreno, de rostro bronceado y
anchas espaldas. Sus ojos parecían inyectados en sangre y tenían un modo muy extraño de evitar la
mirada de los demás. Sospeché que aquél era el hombre de que me hablara Newman, al que calificó de
sujeto interesante.
»—No queremos extranjeros entrometidos en estas costas -dijo con tono siniestro.
»—¿Se refiere a la policía? —preguntó Newman con una sonrisa.
»—A la policía y a otros —replicó Kelvin significativamente—. Y no lo olvide usted, señor.
»—¿Sabe usted, Newman, que me ha sonado como una amenaza? —le dije cuando subíamos la colina
para dirigirnos a casa.
»Mi amigo se echó a reír.
«—Tonterías, yo no le hago ningún daño a la gente de aquí.
»Yo moví la cabeza pensativo. En Kelvin había algo siniestro y salvaje, y comprendí que su mente
podía discurrir por sendas extrañas e insospechadas.
»Creo que mi inquietud comenzó a partir de aquel momento. La primera noche había dormido
bastante bien, pero la siguiente mi sueño fue intranquilo y entrecortado. El domingo amaneció gris y
triste, con el cielo encapotado y la amenaza de los truenos estremeciendo el aire. Me fue difícil
disimular mi estado de ánimo y Newman observó el cambio operado en mí.
»—¿Qué le ocurre West? Esta mañana está hecho un manojo de nervios.
»—No lo sé —dije—, pero tengo un horrible presentimiento.
»—Es el tiempo.
»—Sí, es posible.
»No dije más. Por la tarde salimos en la lancha motora de Newman, pero se puso a llover con tal
fuerza que tuvimos que regresar a la playa y ponernos inmediatamente ropa seca.
»Aquella noche creció mi ansiedad. En el exterior la tormenta aullaba y rugía. A eso de las diez la
tempestad se calmó y Newman miró por la ventana.
»—Está aclarando —anunció—. No me extrañaría que dentro de media hora hiciera una noche
magnífica. Si es así, saldré a dar un paseo.
»Yo bostecé.
»—Tengo mucho sueño —dije—. Anoche no dormí mucho y me parece que me acostaré temprano.
»Así lo hice. La noche anterior había dormido muy poco y, en cambio, aquella tuve un sueño
profundo. No obstante, mi sopor no me proporcionó descanso. Seguía oprimiéndome el terrible
presentimiento de un cercano peligro: soñé cosas horribles, espantosos abismos y enormes precipicios
entre los cuales me hallaba vagando, sabiendo que el menor tropiezo de uno de mis pies hubiera
significado la muerte. Cuando desperté, mi reloj señalaba las ocho. Me dolía mucho la cabeza y seguía
bajo la opresión de mis pesadillas.
»Tan fuerte era ésta que, cuando me acerqué a mirar por la ventana, retrocedí con un nuevo
sentimiento de terror, pues lo primero que vi, o creí ver, fue la figura de un hombre cavando una
tumba.
»Tardé un par de minutos en rehacerme y entonces comprendí que el sepulturero no era otro que el
jardinero de Newman y que «la tumba» estaba destinada a tres nuevos rosales que estaban sobre el
césped esperando a ser plantados.
»El jardinero alzó la cabeza y al yerme se llevó la mano al sombrero.
»—Buenos días señor, hermosa mañana.
»—Supongo que lo es, sí —repliqué dubitativo sin poder sacudir por completo mi pesimismo.
»Sin embargo, como había dicho el jardinero, la mañana era espléndida. El sol brillaba en un cielo
azul pálido que prometía un tiempo magnífico para todo el día. Bajé a desayunar silbando una
tonadilla. Newman no tenía ninguna doncella en la casa, solo un par de hermanas de mediana edad,
que vivían en una granja cercana, acudían diariamente para atender a sus sencillas necesidades. Una
de ellas estaba colocando la cafetera sobre la mesa cuando yo entré en la habitación.
»—Buenos días, Elizabeth —dije—. ¿No ha bajado todavía Mr. Newman?
»—Debe de haber salido muy temprano, señor —me contestó—, pues no estaba en la casa cuando
llegamos.
»Al instante sentí renacer mi inquietud. Las dos mañanas anteriores Newman había bajado a
desayunar un poco tarde y en ningún momento supuse que fuese madrugador. Impulsado por mis
presentimientos, subí a su habitación. La encontré vacía y, además, sin señales de que hubiera
dormido en su cama. Tras un breve examen de su dormitorio, descubrí otras dos cosas. Si Newman
salió a pasear debió de hacerlo en pijama, puesto que éste había desaparecido.
»Entonces tuve el convencimiento de que mis temores eran justificados. Newman había salido, como
dijo que haría, a dar un paseo nocturno y, por alguna razón desconocida, no había regresado. ¿Por
qué? ¿Habría tenido un accidente? ¿Se habría caído por el acantilado? Debíamos averiguarlo en
seguida.
»En pocas horas ya había reclutado a un gran número de ayudantes y juntos lo buscamos en todas
direcciones, por los acantilados y en las rocas de abajo, pero no había rastro de Newman.
»Al fin, desesperado, fui a buscar al inspector Badgworth. Su rostro adquirió una expresión grave.
»—Tengo la impresión de que ha sido víctima de una mala jugada —dijo—. Hay gente muy poco
escrupulosa por esta zona. ¿Ha visto usted a Kelvin, el posadero de Las Tres Ancoras?
»Le contesté afirmativamente.
»—¿Sabía usted que estuvo cuatro años en la cárcel por asalto y agresión?
»—No me sorprende —repliqué.
»—La opinión general de los habitantes de este pueblo parece ser que su amigo se entromete
demasiado en cosas que no le conciernen. Espero que no haya sufrido ningún daño.
»Continuamos la búsqueda con redoblado ánimo y hasta última hora de la tarde no vimos recompensados
nuestros esfuerzos. Descubrimos a Newman en su propia finca, dentro de una profunda zanja, con
los pies y las manos fuertemente atados con cuerdas y un pañuelo en la boca, a modo de mordaza, para
evitar que gritase.
»Estaba terriblemente exhausto y dolorido, pero después de unas fricciones en las muñecas y en los
tobillos y un buen trago de whisky, pudo referirnos lo que le había ocurrido.
«Cuando aclaró el tiempo, salió a dar un paseo, a eso de las once. Llegó hasta cierto lugar de los
acantilados conocidos vulgarmente como la Ensenada de los Contrabandistas debido al gran número
de cuevas que hay allí. Allí observó que unos hombres sacaban algo de un pequeño bote y bajó para
ver de qué se trataba. Fuera lo que fuera, parecía ser algo muy pesado y lo trasladaban a una de las
cuevas más lejanas.
»Sin imaginar que se tratase en realidad de algo ilegal, Newman lo encontró extraño. Se acercó un
poco más sin ser visto, mas de pronto se oyó un grito de alarma e inmediatamente dos fornidos
marineros cayeron sobre él y le dejaron inconsciente. Cuando volvió en sí, se encontró tendido en un
vehículo que iba a toda velocidad y que subía, dando tumbos y saltando sobre los baches, por lo que
pudo deducir, por el camino que conduce de la costa al pueblo. Ante su sorpresa el camión penetró por
la entrada de su propia casa. Allí, tras sostener una conversación en voz baja, los hombres lo sacaron
para arrojarlo a la zanja en el lugar en que su profundidad haría más improbable que fuera hallado por
algún tiempo. Después, el camión se puso en marcha y le pareció que salía por la otra entrada, situada
una milla más cerca del pueblo. No pudo darnos descripción alguna de los asaltantes, excepto que
desde luego eran hombres de mar y, por su acento, cornualleses.
»El inspector Badgworth pareció muy interesado por el relato.
»—Apuesto a que es ahí donde ha sido escondido el oro —exclamó—. De un modo u otro debió ser
salvado del naufragio y almacenado en alguna cueva solitaria, en alguna otra parte. Hemos registrado
todas las cuevas de la Ensenada de los Contrabandistas y, como que ahora nos dedicamos a buscarlo
más hacia el interior, lo han trasladado de noche a una cueva que ya ha sido registrada y que, por
consiguiente, no es probable que volvamos a mirar. Por desgracia han tenido por lo menos dieciocho
horas para llevárselo de nuevo. Si capturaron a Mr. Newman ayer noche, dudo que encontremos nada
allí a estas horas.
»El inspector se apresuró a efectuar un registro en la cueva y encontró pruebas definitivas de que el
oro había sido almacenado allí como supuso, pero los lingotes habían sido trasladados una vez más y
no existía la menor pista de cuál era el nuevo escondrijo.
»No obstante, sí había una pista y el propio inspector me la señaló al día siguiente.
»—Este camino lo utilizan muy poco los automóviles —dijo- y en uno o dos lugares se ven
claramente huellas de neumáticos. A uno de ellos le falta una pieza triangular y deja una huella
inconfundible. Eso demuestra que entraron por esta entrada y aquí hay una clara huella que indica que
salieron por la otra, de modo que no cabe duda de que se trata del vehículo que andamos buscando.
Ahora bien, ¿por qué salieron por la entrada más lejana? A mí me parece clarísimo que el camión vino
del pueblo. No hay muchas personas que tengan uno: dos o tres a lo sumo. Kelvin, el posadero de Las
Tres Áncoras, tiene uno.
»—¿Cuál era la profesión origimal de Kelvin? —preguntó Newman.
»—Es curioso que me pregunte usted eso, Mr. New-man. En su juventud Kelvin fue buzo profesional.
»Newman y yo nos miramos significativamente. Las piezas del rompecabezas parecían empezar a
encajar.
»—¿No reconoció a Kelvin en uno de los hombres de la playa? —preguntó el inspector.
»Newman negó con la cabeza.
»—Temo no poder ayudarle en eso -dijo pesaroso-. La verdad es que no tuve tiempo de ver nada.
»El inspector, muy amablemente, me permitió acompañarlo a Las Tres Ancoras. El garaje se hallaba
en una calle lateral. Sus grandes puertas estaban cerradas, pero al subir por la callejuela lateral
encontrarnos una pequeña puerta que daba acceso al interior del mismo y que estaba abierta. Un breve
examen de los neumáticos fue suficiente para el inspector.
»—Lo hemos pillado, diantre —exclamó—. Aquí está la marca, tan clara como el día, en la rueda
posterior izquierda. Ahora, Mr. Kelvin, veremos de qué le sirve su inteligencia para salir de ésta.
Raymond West hizo un alto en su relato.
—Bueno -dijo la joven Joyce—. Hasta ahora no veo dónde está el problema, a menos que nunca
encontrasen el oro.
—Nunca lo encontraron, desde luego —repitió Raymond—, y tampoco pudieron acusar a Kelvin.
Supongo que era demasiado listo para ellos, pero no veo cómo se las arregló. Fue detenido por la
prueba del neumático, pero surgió una dificultad extraordinaria. Al otro lado de las grandes puertas del
garaje había una casita que en verano alquilaba una artista.
—¿Oh, esas artistas! -exclamó Joyce riendo.
—Como tú dices: ¡Oh, esas artistas! Ésta en particular había estado enferma algunas semanas y por
este motivo tenía dos enfermeras que la atendían. La que estaba de guardia aquella noche acercó su
butaca a la ventana, que tenía la persiana levantada, y declaró que el camión no pudo haber salido del
garaje de enfrente sin que ella lo viera y juró que nadie salió de allí aquella noche.
—No creo que esto deba considerarse un problema —comentó Joyce—. Es casi seguro que la
enfermera se quedó dormida, siempre se duermen.
—Es lo que siempre ocurre -dijo Mr. Petherick juiciosamente—. Pero me parece que aceptamos los
hechos sin examinarlos lo suficiente. Antes de aceptar el testimonio de la enfermera debiéramos
investigar de cerca su buena fe. Una coartada que surge con tal sospechosa prontitud despierta dudas
en la mente de cualquiera.
—También tenemos la declaración de la artista -dijo Raymond—. Dijo que se encontraba muy mal y
pasó despierta la mayor parte de la noche, de modo que hubiera oído sin duda alguna el camión,
puesto que era un ruido inusitado y la noche había quedado muy apacible después de la tormenta.
—¡Hum...! —dijo el clérigo—. Eso desde luego es un factor adicional. ¿Tenía alguna coartada el
propio Kelvin?
—Declaró que estuvo en su casa durmiendo desde las diez en adelante, pero no pudo presentar ningún
testigo que apoyara su declaración.
—La enfermera debió quedarse dormida lo mismo que su paciente —dijo la joven—. La gente
enferma siempre se imagina que no ha pegado ojo en toda la noche.
Raymond West lanzó una mirada interogativa al doctor Pender.
—Me da lástima ese Kelvin. Me parece que es víct-ma de aquello de «Por un perro que maté...».
Kelvin había estado en la cárcel. Aparte de la huella del neumático, que es desde luego algo
demasiado evidente para ser mera coincidencia, no parece haber mucho en contra suya, excepto sus
desgraciados antecedentes.
—¿Y usted, sir Henry?
El aludido movió la cabeza.
—Da la casualidad —replicó sonriendo- que conozco este caso, de modo que evidentemente no debo
hablar.
—Bien, adelante, tía Jane. ¿No tienes nada que decir?
—Espera un momento, querido —respondió miss Marple—. Me temo que he contado mal. Dos
puntos del revés, tres del derecho, saltar uno, dos del revés... sí, está bien. ¿Qué me decías, querido?
—¿Cuál es tu opinión?
—No te gustaría, querido. He observado que a los jóvenes nunca les gusta. Es mejor no decir nada.
—Tonterías, tía Jane. Adelante.
—Pues bien, querido Raymond -dijo miss Marple dejando la labor para mirar a su sobrino- creo que
deberías tener más cuidado al escoger a tus amistades. Eres tan crédulo, querido, y te dejas engañar
tan fácilmente. Supongo que eso se debe a que eres escritor y tienes mucha imaginación. ¡Toda esa
historia del galeón español! Si fueras mayor y tuvieses mi experiencia de la vida te habrías puesto en
guardia en seguida. ¡Además, un hombre al que conocías sólo desde hacía unas semanas!
Sir Henry lanzó un torrente de carcajadas al tiempo que golpeaba su rodilla.
—Esta vez te han pillado, Raymond —dijo—. Miss Marpie, es usted maravillosa. Tu amigo Newman,
muchacho, tenía otro nombre, es decir, varios más. En estos momentos no está en Cornualles, sino en
Devonshire. En Dartmoor, para ser exacto y en calidad de convicto en la prisión de Princetown. No
pudimos cogerlo por el asunto del oro robado, pero sí por robar la cámara acorazada de uno de los
bancos de Londres. Cuando revisamos sus antecedentes supimos que buena parte del oro robado fue
enterrado en el jardín de Pol House. Fue una idea bastante buena. Por toda la costa de Cornualles se
cuentan historias de barcos hundidos llenos de oro. Serviría para justificar el buzo y para justificar el
oro. Pero se necesitaba una víctima propiciatoria y Kelvin era la ideal. Newman representó su pequeña
comedia muy bien y nuestro amigo Raymond, una celebridad como escritor, hizo de testigo
impecable.
—Pero ¿y la huella del neumático? —objetó Joyce.
—Oh, yo lo vi en seguida, querida, y no sé nada de automóviles —dijo miss Marpie—. Ya sabes que
la gente cambia las ruedas, a menudo lo he visto hacer y, claro, pudieron coger la rueda de la
camioneta de Kelvin y sacarla por la puerta pequeña del garaje y salir con ella al callejón. Allí la
colocarían en la camioneta de Mr. Newman y bajarían hasta la playa, cargarían el oro y volverían a
entrar por la otra entrada al pueblo. Luego volvieron a colocar la rueda en la camioneta de Mr. Kelvin,
me imagino, mientras alguien maniataba a Mr. Newton y lo arrojaba a la zanja. Estuvo muy incómodo
y probablemente tardaron en encontrarlo más de lo que habían calculado. Imagino que el individuo
que se llamaba a sí mismo jardinero debía ocuparse de eso.
—¿Por qué dices que se llamaba a sí mismo jardinero, tía Jane? —preguntó Raymond con extrañeza.
—Pues porque no podía ser un jardinero auténtico —dijo miss Marple—. Los jardineros no trabajan
durante el lunes de la Pascua de Pentecostés, todo el mundo lo sabe.
Sonrió sin apartar los ojos de su labor.
—En realidad fue ese pequeño detalle lo que me puso sobre la verdadera pista -dijo.
Luego miró a Raymond.
—Cuando tengas tu propia casa, querido, y un jardinero que cuide de tu jardín, conocerás estos
pequeños detalles.