venmarktec - El sueño del Príncipe

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EL SUEÑO DEL PRÍNCIPE

Fedor Dostoiewski

 

(De los anales de Mordasov)

I

Marya Aleksandrovna Moskalyova es, por supuesto, la primera dama de Mordasov. De

esto no cabe la menor duda. Se comporta como si no necesitara de nadie y, por el

contrario, como si todos necesitaran de ella. Verdad es que nadie le tiene afecto, mejor

aún, que muchos la detestan cordialmente; ello no quita que todos la teman, que es lo que

ella quiere. Esto es ya señal de alta política. ¿Por qué, por ejemplo, Marya

Aleksandrovna, que es aficionadísima a las habladurías y no pega ojo en toda la noche si

la víspera no se ha enterado de algún chisme, por qué sabe conducirse, no obstante, de

modo que quien la mire no sospechará que esta grave señora es la chismosa más grande

del mundo o por lo menos de Mordasov? Se pensaría más bien que el chismorreo debiera

desaparecer en su presencia, que los murmuradores debieran ruborizarse y temblar como

escolares ante el señor maestro, y que la conversación debiera versar sólo sobre los temas

más elevados. Por ejemplo, ella sabe de algunos vecinos de Mordasov cosas tan

sorprendentes y escandalosas que si las contara en ocasión oportuna y las demostrara

como ella sabe demostrarlas provocaría en Mordasov un terremoto como el de Lisboa.

Sin embargo, es muy discreta en cuanto a esos secretos y los revela sólo en situaciones

extremas y sólo a sus amigos mas íntimos. Ella se limita a dar sustos, insinúa que sabe

algo y prefiere mantener a ese caballero o aquella dama en estado de terror constante a

darles el golpe de gracia. ¡Esto es talento, esto es táctica! Marya Aleksandrovna siempre

se ha destacado entre nosotros por su irreprochable comme il faut que todos toman por

modelo. En lo tocante a comme il faut no tiene rival en Mordasov. Sabe, por ejemplo,

destruir, despedazar, aniquilar a un rival con una sola palabra, de lo cual somos nosotros

testigos, a la vez que finge no darse cuenta de lo que ha dicho. Sabido es que tal modo de

obrar es propio de la más alta sociedad. Puede decirse que en tales ardides le lleva ventaja

hasta al famoso nigromante Pinetti. Sus relaciones son incontables. Muchas de las

personas que visitan Mordasov se marchan entúsiasmadas de la recepción que les hace y

más tarde se cartean con ella. Hasta se ha dado el caso de que le escriban versos, y Marya

Aleksandrovna los enseña con orgullo a todo el mundo. Un literato itinerante le dedicó

una composición que yo leí en casa de ella durante una velada y que produjo una

impresión sumamente agradable. Un científico alemán que vino de Karlsruhe con el

propósito específico de estudiar una rara especie de gusano con antenas que se cría en

nuestra provincia, y que había escrito cuatro tomos en cuarto sobre tal gusano, quedó tan

encantado de la cordial acogida que le dispensó Marya Aleksandrovna que desde

entonces mantiene con ella, desde Karlsruhe, una correspondencia respetuosa y

edificante, Marya Aleksandrovna ha sido comparada en algún particular hasta con

Napoleón. Esto, por supuesto, lo hacían en broma sus enemigos, más con afán de

caricatura que en aras de la verdad. Pero aun aceptando sin reservas lo desaforado de la

comparación, me atrevo a hacer una pregunta inocente: ¿por qué, vamos a ver, se le fue a

Napoleón la cabeza cuando llegó demasiado alto en su carrera? Los partidarios del

antiguo régimen lo atribuían a que Napoleón no sólo no era de estirpe real, sino que ni

siquiera era gentilhomme de buena casta, y era natural por lo tanto que acabara por asustarse

de su propia grandeza y recordara su verdadero puesto. A pesar de la evidente

agudeza de tal conjetura que hace recordar los tiempos más brillantes de la antigua corte

francesa, me atrevo a agregar por mi parte: ¿por que a Marya Aleksandrovna nunca jamás

se le va la cabeza y sigue siendo todavía la primera dama de Mordasov? Ha habido

ocasiones en que la gente decía: «Habrá que ver cómo se comporta Marya Aleksandrovna

en estas difíciles circunstancias. » Pero llegaban las circunstancias difíciles, pasaban... y

nada. Todo quedaba igual que antes, por no decir que mejor. La gente recuerda, por

ejemplo, que su marido, Afanasi Matveich, perdió su cargo por incapacidad y

mentecatez, rasgos que provocaron la ira de un ins pector general que pasó por Mordasov.

Todos creían que Marya Aleksandrovna quedaría anonadada, que se humillaría, que

solicitaría, que rogaría, en una palabra, que plegaría las alas. Pues nada de ello. Marya

Aleksandrovna comprendió que ya no podría sonsacar más y se las arregló de manera que

no perdió un ápice de su ascendiente en la sociedad; y su casa sigue siendo considerada

como la primera de Mordasov. La mujer del fiscal, Anna Nikolaevna Antipova, enemiga

jurada de Marya Aleksandrovna aunque amiga en apariencia, ya cantaba victoria. Pero

cuando se vio que era difícil poner a Marya Aleksandrovna en un aprieto se llegó a

sospechar que la señora tenía raíces mucho más profundas de lo que antes se pensaba.

A propósito, ya que hemos aludido a él digamos también unas palabras de Afanasi

Matveich, marido de Marya Aleksandrovna. En primer lugar es hombre de aspecto

gallardo y aun de principios muy aceptables, pero en situaciones críticas, sin que se sepa

por qué, se aturde y parece un borrego que ha visto un nuevo portillo en el redil. Es

hombre de dignidad poco común, sobre todo en los banquetes onomásticos, cuando lleva

puesta su corbata blanca. Pero esa gallardía y dignidad duran solo hasta el momento en

que abre la boca. Entonces, perdonen ustedes, lo mejor es taparse los oídos. Francamente,

no es digno de pertenecer a Marya Aleksandrovna. Tal es la opinión general. Hasta el

cargo que tuvo lo debió exclusivamente al ingenio de su mujer. Según mi más ponderada

opinión, hace ya tiempo que debería estar sirviendo de espantapájaros en un huerto. Allí,

y sólo allí, podría ser de verdadero e indudable provecho a sus compatriotas. Y por eso

Marya Aleksandrovna hizo muy bien en desterrar a Afanasi Matveich a una propiedad

rural cercana, a tres verstas de Mordasov, con ciento veinte siervos -y digamos de paso

que ésa es toda la hacienda, ésos son todos los recursos con los que mantiene tan en alto

la dignidad de su casa. Todo el mundo sabía que había tenido a Afanasi Matveich a su

lado sólo porque ése era funcionario público y percibía un sueldo y... algunos otros

ingresos. Pero cuando cesó de percibir uno y otros fue alejado inmediatamente a causa de

su inutilidad e inep cia. Todo el mundo alabó a Marya Aleksandrovna por lo claro de su

juicio y lo decisivo de su carácter. En el campo Afanasi Matveich está en su elemento.

Yo fui a verle y pasé con él una hor a entera con bastante agrado. Se prueba corbatas

blancas, se limpia él mismo los zapatos, no por necesidad, sino por amor al arte, ya que le

gusta que le brillen; toma té tres veces al día, se desvive por los baños... y tan contento.

¿Recuerdan ustedes la historia infame que se urdió entre nosotros hace año y medio con

relación a Zinaida Afanasievna, hija única de Marya Aleksandrovna y Afanasi Matveich?

Zina es indiscutiblemente una belleza y posee una educación excelente, pero tiene ya

veintitrés años y hasta ahora sigue soltera. Entre las razo nes que explican por qué Zina no

se ha casado todavía, una de las principales parece ser el siniestro rumor sobre ciertas

extrañas relaciones que tuvo hace año y medio con un pobre maestro de escuela del

distrito, rumor que aún se oye hoy día. Todavía se habla de un billete amoroso que

escribió Zina y que pasó de mano en mano en Mordasov. Pero, díganme, ¿quién vio ese

billete? Si pasó de mano en mano, ¿a dónde fue a parar? Todo el mundo ha oído hablar

de él, pero nadie lo ha visto. Yo por lo menos no he tropezado con persona alguna que lo

haya visto con sus propios ojos. Si se alude a ello en presencia de Marya Aleksandrovna

ella sencillamente no sabe de qué se habla. Supongamos ahora que, en efecto, ese billete

(yo mismo hubo algo y que Zina escribió creo que efectivamente fue así): ¡qué destreza

entonces la de Marya Aleksandrovna! ¡Qué manera de poner coto y echar tierra a un

asunto tan peliagudo y escandaloso! ¡Ni un rastro, ni una alusión! Ahora Marya

Aleksandrovna no hace caso siquie ra de esa infame calumnia; y mientras tanto Dios sabe

lo que quizá haya trabajado para salvar de toda mancha el honor de su hija única. Y en

cuanto a lo de que Zina siga soltera, ello es muy natural: ¿qué novios podrían salirle

aquí? A Zina puede que no le cuadre más que un príncipe reinante. ¿Han visto ustedes en

alguna parte una mujer tan hermosa como ella? Sin duda que es orgullosa, demasiado

orgullosa. Dicen que la corteja Mozglyakov, pero no es probable que haya casorio. ¿Y

qué es el tal Mozglyakov? Es joven, sí, bastante apuesto, un dandy, con un centenar y

medio de siervos libres de hipoteca, y natural de Petersburgo. Pero, en primer lugar, tiene

un poco la cabeza a pajaros. Es algo veleta, habla por los codos y tiene ideas a la última

moda. ¿Y qué son ciento cincuenta siervos, sobre todo cuando se profesan ideas de última

hora? No habrá tal casorio.

Todo lo que el amable lector ha leído hasta aquí lo escribí hace cinco meses y sólo por

sentimentalismo. Confieso de antemano que siento parcialidad por Marya

Aleksandrovna. He querido escribir algo así como una alabanza de esta espléndida señora

y darle la forma de una festiva carta al lector parecida a aquellas que antaño, en una edad

de oro, sí, pero que por fortuna no puede volver, se publicaban en «La Abeja del Norte» y

otras revistas. Pero como carezco de amigos y padezco por añadidura de una congénita

timidez literaria, mi composición quedó abandonada en mi mesa de trabajo como una

primicia de escritor y como testimonio de un pacífico entretenimiento en horas de ocio y

contento. Han pasado cinco meses y de repente ha ocurrido en Mordasov un

acontecimiento sorprendente: una mañana temprano llegó a la ciudad el príncipe K. y se

detuvo en casa de Marya Aleksandrovna. Las consecuencias de esta llegada han sido

incontables. El príncipe pasó sólo tres días en Mordasov, pero esos tres días dejaron tras

sí recuerdos tan indelebles como fatales. Diré más: en cierto sentido el príncipe produjo

una revolución en nuestra ciudad. El relato de esa revolu ción constituye, sin duda, una de

las páginas más me morables de los anales de Mordasov. Esta es la página que, después

de algunos titubeos, he decidido por fin elaborar en forma literaria y someter al juicio del

muy respetable público. Mi narración contiene en detalle la notable historia del ascenso,

apogeo y aparatosa caída de Marya Aleksandrovna y toda su familia en Morda sov: digno

y sugestivo asunto Para un escritor. Claro está que antes que nada es preciso elucidar lo

que hay de sorprendente en el hecho de que el príncipe K. llegara a la ciudad y se

detuviera en casa de Marya Aleksandrovna; y a tal fin, por supuesto, hay que decir algo

acerca del propio príncipe K. Así lo haré. Amén de que la biografía de este personaje es

absolutamente indispensable al ulterior desenvolvimiento de nuestra narración. Empiezo,

pues.

II

Empezaré diciendo que el príncipe K. no era excesivamente viejo y, sin embargo, al

mirarle se recibía involuntariamente la impresión de que iba a desmoronarse de un

momento a otro; a tal extremo había llega do su decrepitud o, si se quiere, su desgaste. De

este príncipe se han contado siempre en Mordasov cosas extrañísimas, verdaderamente

fantásticas. Se ha llegado a decir que estaba ido de la cabeza. A todo el mundo le parecía

raro que un terrateniente, propietario de cuatro mil siervos, hombre de esclarecida estirpe

que, de haberlo deseado, hubiera podido tener gran influencia en la provincia, viviera

solo, como un recluso, en sus espléndidas posesiones. Muchos conocían al príncipe desde

una previa estancia suya en Mordasov y aseguraban que entonces no podía aguantar la

soledad y que de recluso no tenía un pelo. He aquí, sin embargo, lo que de fuentes

fidedignas he podido averiguar de él. Allá en sus años mozos -de lo que, dicho sea de

paso, hace ya mucho tiempo- el príncipe hizo una entrada brillante en la sociedad, se

divirtió a más y mejor, cortejó a las damas, residió varias veces en el extranjero, cantaba

romanzas, hacía juegos de palabras y en ningún momento dio prueba de excelsas dotes

intelectuales. Huelga decir que despilfarró toda su hacienda y que en la vejez se encontró

sin un kopeck. Alguien le aconsejó que se trasladara a su finca rural, que ya empezaba a

ser vendida en pública subasta. Así lo hizo, y vino a Mordasov, donde residió seis meses.

La vida provinciana le gustó sobremanera, y en esos meses malgastó todo lo que le

quedaba, hasta las últimas migajas, siguiendo su vida disipada y manteniendo íntimas

relaciones con varias señoras de la provincia. Era, no obstante, hombre buenísimo,

aunque no exento de ciertas excentricidades que eran, sin embargo, consideradas en

Mordasov como rasgos típicos de la más alta sociedad, y que en vez de enojo producían

agrado. Las damas, en particular, no cejaban en su entusiasmo por el simpático visitante.

De él se guardaban muchos recuerdos curiosos. Se contaba, entre otras cosas, que el

príncipe pasaba más de la mitad del día en su tocador y que todo él parecía compuesto de

varias piezas. Nadie sabía cuándo y dónde se las había arreglado para desintegrarse de tal

manera. Usaba peluca, y sus bigotes, patillas y hasta la perilla, todo ello era postizo, hasta

el último pelo, y de un soberbio color negro. Se blanqueaba y coloreaba el cutis todos los

días. Se decía que se alisaba las arrugas del rostro con unos muellecillos ocultos muy

cucamente entre el pelo. Se aseguraba que, por añadidura, usaba corsé, porque había

perdido una costilla al saltar con poco acierto por una ventana durante una de sus

aventuras amorosas en Italia. Cojeaba de la pierna izquierda. La gente juraba que era una

pierna artificial, porque la natural se la quebraron en París a resultas de otra aventura y le

habían puesto otra nueva de especial diseño. Pero ¿qué no diría la gente? Era cierto, sin

embargo, que el ojo derecho lo tenía de cristal, aunque parecía de verdad. Los dientes

también eran postizos. Durante días enteros se lavaba con diversas aguas patentadas y se

cubría de perfumes y pomadas. Pero se recordaba que ya para entonces el príncipe

empezaba a chochear perceptiblemente y a chacharear de modo inaguanta ble. Parecía que

su carrera tocaba a su fin. Todo el mundo sabía que no le quedaba un kopeck. Y de repente,

por esas fechas, una de sus parientes más allegadas, señora muy anciana que

residía permanentemente en París y de quien no cabía esperar legado alguno, murió

inesperadamente después de enterrar un mes antes a su heredero legal. Inopinadamente el

príncipe quedó como tal heredero. Cuatro mil siervos en una magnífica finca a sesenta

verstas de Mordasov pasaron indivisos a su exclusiva propiedad. Al punto se aprestó a

atender a sus asuntos en Petersburgo. Para despedir a su huésped, nuestras damas le

ofrecieron una opípara comida por suscripción. Se recuerda que el príncipe estuvo

encantadoramente alegre en ocasión de este último banquete, jugó del vocablo, hizo reír a

los comensales, contó anécdotas harto insólitas, prometió instalarse lo más pronto posible

en Duhanovo (su propiedad recién adquirida) y dio palabra de que a su regreso habría una

infinidad de fiestas, jiras campestres, bailes y fuegos de artificio. Durante todo un año

después de su partida las damas estuvieron hablando de los festejos prometidos y

esperando a su simpático viejo con viva impaciencia. Durante la espera llegaron incluso a

organizar visitas a Duhanovo, donde estaba la vieja mansión señorial y había un jardín

con acacias recortadas en forma de leones, túmulos artificiales, estanques por los que

discurrían barcas con turcos de madera tocando caramillos, cenadores, pabellones, mon

plaisirs y otras atracciones por el estilo.

Por fin regresó el príncipe, pero con sorpresa y desencanto de todo el mundo ni siquiera

se detuvo en Mordasov y se instaló en Duhanovo como un verdadero recluso. Corrieron

extraños rumores y cabe decir que desde entonces la historia del príncipe se hizo

nebulosa y fantástica. Se decía, para empezar, que en Petersburgo no le habían ido bien

las cosas, que algunos de sus parientes, futuros herederos, querían, dada la chochez del

prócer, imponerle una especie de tutoría, probablemente por temor de que volviera a

despilfarrarlo todo Más aún, algunos añadían que se le había querido internar en un

manicomio, pero que uno de los parientes, caballero de muchas campanillas, parecía

haber intervenido en su favor, demostrando claramente a todos los demás que el pobre

príncipe, contrahechura de hombre y ya con un pie en la sepultura, de seguro se moriría

pronto y por completo y entonces todos heredarían sin haber tenido que recurrir a lo del

manicomio. Repito una vez mas, ¿que no dirá la gente, especialmente aquí en Mordasov?

Todo ello asustó al príncipe hasta el extremo de que cambió de carácter y se convirtió en

un recluso. Más de un conciudadano nuestro, presa de curiosidad, fue a cump limentarle,

pero o no fue recibido o lo fue de la manera más extraña. El príncipe ni siquiera

reconocía a sus antiguas amistades. Se aseguraba que ni quería reconocerlas. Hasta el

gobernador le hizo una visita.

Este volvió con la noticia de que, a su parecer, el principe estaba en efecto algo ido de

la cabeza, y desde entonces torcía el gesto cada vez que recordaba su visita a Duhanovo.

Las señoras pusieron el grito en el cielo. Averiguaron al cabo un detalle de gran

importancia, a saber, que del príncipe se había apoderado una desconocida, una tal

Stepanida Matveevna que había venido con él de Petersburgo, mujer gruesa y entrada en

años, que lucía vestidos de percal y actuaba como ama de llaves; que el príncipe la

obedecía en todo, como un niño, y no osaba dar un paso sin su permiso; que ella hasta le

lavaba con sus propias manos; que le mimaba, le llevaba y traía y le hacía carantoñas,

también como a un niño; y que, por último, alejaba de él a todos los visitantes, y en

particular a los parientes que cada vez más a menudo se descolgaban por Duhanovo para

ver cómo iban las cosas. En Mordasov se hacían toda suerte de conjeturas sobre esa

relación incomprensible, descollando en ello las señoras. Como si no fuera bastante, se

decía que Stepanida Matveevna llevaba la administración de todas las propiedades del

príncipe, y ello de manera independiente y sin limitaciones; que despedía a los

intendentes, los capataces, la servidumbre; que cobraba las rentas; pero que todo lo

llevaba tan bien que los campesinos se congratulaban de su suerte. En lo tocante al

príncipe se llegó a saber que empleaba sus días casi por entero en el tocador, probándose

pelucas y levitas; y que el tiempo sobrante lo pasaba con Stepanida Matveevna; que

jugaba con ella a las cartas, echaba la buenaventura, y de cuando en cuando salía de

paseo en una mansa yegua inglesa, y que en tales ocasiones le acompañaba

indefectiblemente Stepanida Matveevna en un coche cerrado para atender a cualquier

percance, porque el príncipe montaba a caballo más por vanidad que por otra cosa y

apenas podía tenerse en la silla. A veces se le veía a pie, con gabán y sombrero de paja de

alas anchas, con un chal de señora color de rosa al cuello, monóculo y en la mano

izquierda un cesto de paja para recoger setas, acianos y flores silvestres. También le

acompañaba entonces Stepanida Matveevna, y detrás iban dos fornidos lacayos y un

carruaje por lo que pudiera pasar. Cuando se encontraba con él un campesino que le cedía

el paso, se quitaba el sombrero y se inclinaba profundamente diciendo «Dios le guarde,

padrecito príncipe, Excelencia, luz de nuestros ojos», el príncipe nunca dejaba de

apuntarle con el monóculo, movía la cabeza afablemente y le decía con dulzura:

«Bonjour, mon ami, bonjour.» En Mordasov circulaban muchos rumores por el estilo. No

se podía olvidar al príncipe: ¡vivía tan cerca! ¡Cuál sería el asombro general cuando una

hermosa mañana cundió la especie de que el príncipe, el recluso, el excéntrico, había

venido en persona a Mordasov y paraba en casa de Marya Aleksandrovna! ¡Aquello fue

agitación y sobresalto! Todo el mundo esperaba una explicación, todos se preguntaban lo

que aquello significaba. Algunos se aprestaron a ir a casa de Marya Aleksandrovna. Para

todos la llegada del príncipe era motivo de gran extrañeza. Las señoras se mandaron

recados escritos, proyectaron visitarse unas a otras, enviaron a sus doncellas y sus

maridos a explorar el terreno. Lo que más extraño parecía era que el príncipe se hubiera

instalado en casa de Marya Aleksandrovna y no en otra cualquiera. Quien más lo

lamentaba era Anna Nikolaevna Antipova, porque el príncipe era pariente muy lejano

suyo. Pero para despejar todas estas incógnitas es de todo punto menester acudir a la

propia Marya Aleksandrovna, a cuya bondad apelamos para que reciba también al amable

lector. Verdad es que son sólo las diez de la mañana, pero estoy seguro de que no se

negará a recibir a sus íntimos amigos. A nosotros, por lo menos, nos recibirá sin falta.

III

Las diez de la mañana. Estamos en casa de Marya Aleksandrovna, en la calle principal,

en esa misma habitación que en ocasiones solemnes la señora de la casa llama su salón.

Marya Aleksandrovna tiene también un boudoir. El salón tiene suelos bien pintados y el

papel de las paredes, encargado especialmente, es bastante bonito. En el mobiliario, un

tanto engorroso, predomina el color rojo. Hay chimenea, sobre ella un espejo, delante de

éste un reloj de bronce con un cupido de muy mal gusto. En la pared, entre las ventanas,

hay dos espejos a los que ya se han quitado los guardapolvos. Delante de los espejos,

otros relojes sobre mesas pequeñas. Junto a la pared del fondo un excelente piano que se

ha traído para Zina. Zina es experta en música. En torno a la bien cargada chimenea hay

varios sillones distribuidos en lo posible con pintoresco desorden. Entre ellos una mesita.

En el otro extremo de la habitación hay otra mesa cubierta con un mantel de blancura

deslumbrante. Sobre ella hierve un samovar de plata y hay un bonito servicio de té. Al

cuidado del samovar y el té está una señora que vive con Marya Aleksandrovna en

calidad de pariente lejana, Nastasya Petrovna ZYablova. Dos palabras sobre esta dama.

Es viuda que ha rebasado la treintena, morena, de color fresco y ojos vivos castaño

oscuro. En general, no está mal de aspecto. Es de genio alegre, muy dada a las risotadas,

bastante astuta y, por supuesto, chismosa, y sabe bien dónde le pincha el zapato. Tiene

dos hijos en no sé qué colegio. Mucho le gustaría casarse de nuevo. Mantiene su

independencia con bastante celo. Su marido había sido oficial del ejército.

La propia Marya Aleksandrovna está sentada a la chimenea, en excelente disposición

de ánimo y lleva un vestido verde claro que le sienta bien. Se ha alegrado lo indecible con

la venida del príncipe, quien en ese momento está arriba atendiendo a su toilette. Está tan

contenta que no se esfuerza siquiera por disimular su gozo. Ante ella, de pie, está un

joven que relata algo con animación. Por la expresión de sus ojos se nota que quiere

agradar a sus oyentes. Tiene veinticinco años. Sus modales no estarían mal si no fuera

porque a menudo se deja arrastrar por el entusiasmo y, además, con gran pretensión de

agudeza y humor. Viste con distinción, es rubio y apuesto. Pero ya hemos hablado de él:

es el señor Mozglyakov, en quien se cifran grandes esperanzas. Marya Aleksandrovna

piensa para sí que la cabeza del joven no está todo lo llena que debiera estar, pero le

recibe exquisitamente. Es aspirante a la mano de su hija Zina, de quien, según él, está

enamorado hasta la locura. Se vuelve a cada instante hacia Zina, afanándose por arrancar

de los labios de ésta una sonrisa a fuerza de ingenio y buen humor. Pero ella se muestra

fría y distante. En este momento se mantiene un poco apartada, de pie junto al piano,

hojeando un calendario. Es una de esas mujeres que producen un asombro fervoroso y

general cuando se presentan en sociedad. Es de extraordinaria belleza: alta, morena, de

ojos espléndidos casi enteramente negros, de hermoso talle y de robusto y soberbio seno.

Tiene hombros y brazos como los de una estatua antigua, pies de seductora pequenez y

un porte majestuoso. Hoy está un poco pálida; no obstante, sus labios rojos y

gordezuelos, de líneas maravillosas, entre los cuales brillan como hilo de perlas unos

dientes menudos e iguales, se le aparecerán a uno en sueños tres días seguidos con sólo

mirarlos una vez. La expresión de Zina es grave y severa. Monsieur Mozglyakov parece

arredrarse cuando ella le mira con fijeza; por lo menos, cuando encuentra esa mirada se

encoge un tanto. Los movimientos de Zina son altivamente desenvueltos. Lleva un

vestido sencillo de muselina blanca. El color blanco le va muy bien, aunque, la verdad

sea dicha, todo le va bien. En uno de los dedos lleva un anillo de cabellos trenzados que,

a juzgar por el color, no son de su madre. Mozglyakov nunca se ha atrevido a preguntarle

de quién son. Esta mañana Zina parece más taciturna que de costumbre, incluso triste,

como si tuviera alguna preocupación. Por el contrario, Marya Aleksandrovna está

dispuesta a charlar por los codos, aunque de vez en cuando lanza también a su hija una

mirada peculiar, recelosa, si bien a hurtadillas, como si ella también le tuviera miedo.

-Estoy tan contenta, tan contenta, Pavel Aleksandrovich -parlotea la dama-, que me dan

ganas de ponerme en la ventana y gritárselo a todo el mundo. Y no es sólo por la

agradable sorpresa que nos ha dado usted a Zina y a mí llegando quince días antes de lo

convenido; eso ni que decir tiene. Lo que me colma de alegría es que haya traído aquí a

ese querido príncipe. ¿Sabe usted lo mucho que quiero a ese anciano encantador? Claro

que no. Usted no me comprenderá. Ustedes, la gente joven, no comprenderán mi

entusiasmo por mucho que yo les diga. ¿Sabe usted lo que él fue para mí en el pasado,

hace seis años? ¿Te acuerdas, Zina? Aunque me olvidaba de que tú estabas entonces

visitando a tu tía... No se lo creerá usted, Pavel Aleksandrovich: yo era su guía, su

hermana, su madre. Me obedecía como un niño. Nuestras relaciones tenían algo de

inocente, de tierno y bien nacido; algo casi pastoril, por así decirlo... En realidad no sé

cómo llamarlo. He ahí por qué ce pauvre prince no ha pensado, en su gratitud, más que

en mi casa. ¿Sabe usted, Pavel Aleksandrovich, que quizá le haya salvado con traerle

aquí? En estos seis años he pensado en él con pena. No lo creerá usted, pero se me

aparecía en sueños. Dicen que esa mujer abominable le ha hechizado, le ha aniquilado.

Pero por fin le ha librado usted de sus garras. Ahora hay que aprovechar la ocasion y

salvarle por completo. Dígame una vez más cómo ha logrado usted eso. Descríbame con

todo detalle su encuentro con él. Hace un momento, con la prisa, no me he fijado más que

en lo principal, aunque todos los pequeños detalles son, por así decirlo, la verdadera

esencia del caso. Me pirro por los detalles. Los detalles son para mí lo primero de todo,

aun en las ocasiones más importantes ... ; y mientras que él sigue con su toilette...

-¡Pero si ya le he contado todo lo que había que contar, Marya Aleksandrovna!

-responde Mozglyakov complaciente, dispuesto a contarlo todo por décima vez, de gusto

que le da hacerlo-. He estado viajando toda la noche y, claro, no he dormido en toda ella.

Bien puede usted figurarse la prisa que me he dado -añade volviéndose a Zina-; en

resumen, maldije, grité, exigí caballos de refresco, hasta armé un escándalo por lo de los

caballos en las estaciones de relevo. Si esto se imprimiera, resultaría un poema del gusto

más moderno. Pero dejemos eso. A las seis de la mañana llegué a la última estación, en

Igishevo. Estaba aterido, pero no quise calentarme siquiera y pedí caballos. Asusté a la

mujer del encargado que estaba dando de mamar a un niño; ahora, por lo visto, se le ha

cortado la leche... Una s alida de sol encantadora. Ya sabe usted que la escarcha se tiñe de

rojo, de plata. Pero no me fijé en eso; en fin, que llevaba una prisa atroz. Me apoderé de

los caballos a la fuerza, quitándoselos a un consejero colegiado a quien casi desafié a un

duelo. Me dijeron que un cuarto de hora antes había partido de la estación cierto príncipe

que, después de pasar la noche allí, había continuado el viaje con sus propios caballos.

Apenas hice caso. Me metí en el trineo y salí disparado como si me hubiera escapado de

un cepo. Fet dice algo por el estilo en una de sus elegías. A nueve verstas de la ciudad, en

el cruce con el camino que va al monasterio Svetozerski, vi que había ocurrido algo

insólito. Había volcado un enorme coche de camino. El cochero y dos lacayos estaban

junto a él, sin saber qué hacer, mientras que del coche volcado salían gritos y lamentos

que partían el alma. Pensé en pasar de largo: «¡Que se quede ahí volcado; no es de por

aquí! » Pero salió ganando el amor al prójimo que, como dice Heine, siempre mete la

nariz en todo. Me detuve. Yo, mi Semyon y el cochero, que también tiene un alma rusa,

corrimos en auxilio de los accidentados, y entre todos los seis levantamos el coche y lo

pusimos de pie, aunque en realidad no tenía pies porque iba sob re patines. También

ayudaron unos campesinos que iban con leña a la ciudad y a quienes di una propina.

Pensé que probablemente se trataba del príncipe. Miré. ¡Santo Dios! Era el mismo, el

príncipe Gavrila. ¡Qué encuentro! Le grité: «¡Príncipe! ¡Tío!» Por supuesto que casi no

me cono ció a la primera mirada, pero casi me conoció... a la segunda. Confieso, sin

embargo, que aún ahora apenas sabe quién soy, y, al parecer, me toma por otro y no por

un pariente suyo. Le vi hace siete años en Petersburgo cuando, claro, yo era todavía

muchacho. Yo sí le recordaba, porque me impresionó mucho, pero él ¿cómo iba a

acordarse de mí? Me presenté; quedó encantado, me abrazó, mientras todo él temblaba de

espanto y lloraba, ¡y cómo lloraba! Todo eso lo vi con mis propios ojos. Hablando de esto

y aquello acabé por persuadirle de que subiera a mi trineo y viniera siquiera un día a

Mordasov para reponerse y descansar. Aceptó sin rechistar. Me dijo que iba al

monasterio Svetozerski a ver al padre Misailo a quien honra y respeta; y que Stepanida

Matveevna -¿y quien de nosotros los parientes no ha oído hablar de Stepanida

Matveevna? el año pasado me echó de Duhanovo a escobazos- había recibido una carta

informándole que un pariente suyo en Moscú estaba en las últimas: un padre o una hija,

no sé quién a punto fijo ni me interesa saberlo; quizá los dos, el padre y la hija, y por

añadidura un sobrino que es mozo de taberna... En suma, que la dama, muy soliviantada,

decidió apartarse de su príncipe unos diez días y marchó aprisa y corriendo a la capital a

fin de embellecerla con su presencia. El príncipe aguantó un día, aguantó dos, se probó

unas pelucas, se untó de pomada, se maquilló, trató de echarse la buenaventura con las

cartas (y quizá también con las alubias), pero todo se le hizo inaguantable sin su

Stepanida Matveevna. Pidió los caballos y salió para el monasterio Svetozerski. Uno de

los criados, temeroso de la ausente Stepanida Matveevna, se atrevió a objetar, pero el

príncipe se mantuvo firme. Salió ayer después de comer, pasó la noche en Igishevo, de

allí partió al alba, y en el cruce con el camino que conduce al padre Misailo, el coche, que

iba a gran velocidad, casi se cayó a un barranco. Yo le salvé y le prometí llevarle a casa

de nuestra común y muy respetada amiga Marya Aleksandrovna. Dijo que es usted la

dama más encantadora de cuantas ha conocido en su vida. Y aquí estamos. El príncipe

está arriba retocando su toilette con el auxilio de su ayuda de cámara a quien nunca se

olvida de llevar consigo y a quien nunc a, en ningunas circunstancias, se olvidará de llevar

consigo, porque preferiría morir a presentarse ante las damas sin hacer algunos

preparativos o, mejor dicho, algunas reparaciones... Ésa es toda la historia. Eine

allerliebste Geschichte!

-¡Pero qué humorista que es, Zina! -exclama Marya Aleksandrovna después de oír toda

la historia-. ¡Qué bien que lo ha contado! Ahora una pregunta, Paul. Explíqueme

exactamente qué parentesco tiene usted con el príncipe. ¿Usted le llama tío?

-A decir verdad, Marya Aleksandrovna, ignoro el parentesco que nos une; parece que

soy algo así como sobrino de primos segundos o quizás algo aún más remoto. De eso yo

no tengo la culpa. La culpa la tiene mi tía Aglaya Mihailovna, que como no tiene otra

cosa que hacer, se dedica a contar parentescos con los dedos. Ella fue la que me engatusó

para que fuera a verle a Duhanovo el año pasado. ¡Ojalá hubiera ido ella misma. En fin,

que para simplificar le llamo tío y él me contesta. Ahí tiene usted nuestro parentesco, al

menos hoy por hoy.

-De todos modos, repito que sólo Dios pudo darle a usted la idea de traerle

directamente a esta casa. Me tiemblan las carnes de sólo pensar qué hubiera sido de él,

pobre hombre, si hubiera caído en otras manos que las mías. ¡Lo habrían acaparado, lo

habrían hecho pedazos, se lo habrían comido! Lo habrían explotado como si fuera un

filón, una mina. ¡Usted no puede figurarse lo codiciosa, vil y trapecera que es la gentuza

de aquí, Pavel Aleksandrovichi

-Pero, vamos a ver, ¿a qué casa había de traerlo sino a ésta? ¡Qué cosas tiene usted,

Marya Aleksandrovna! -inyecta la viuda Nastasya Petrovna, que está sirviendo el té-.

¿Piensa usted acaso que iba a llevarlo a casa de Anna Nikolaevna?

-¿Pero por qué tarda tanto en salir? No deja de ser raro -comenta Marya Aleksandrovna

levantándose impaciente de su sitio.

-¿Quién? ¿El tío? Pues creo que tardará todavía cinco horas en vestirse. Además, como

no tiene pizca de memoria, es posible que hasta se haya olvidado de que ha venido aquí

de visita. ¡Es un hombre sin igual, Marya Aleksandrovna!

-Basta, por favor, no desbarre.

-No es desbarrar, Marya Aleksandrovna; es la pura verdad. ¡Pero si más que un hombre

es un medio-maniquí! Usted le vio hace seis años, pero yo le he visto hace una hora. ¡Si

es un medio-difunto! ¡Si es más que el recuerdo de un hombre! ¡Si es que se han olvidado

de enterrarle! ¡Pero si tiene los ojos postizos y las piernas artificiales! ¡Si funciona por

resortes y hasta habla por medio de resortes!

-¡Dios santo, qué tarabilla es usted! ¡Hay que oírle! -exclama Marya Aleksandrovna

poniendo cara seria-. Y a usted, joven, que es pariente suyo, ¿no le da vergüenza hablar

así de un venerable anciano? Aparte de su incomparable bondad -y aquí su voz se colora

de ternura-, recuerde usted que se trata de un vestigio, de un fragmento, por así decirlo,

de nuestra aristocracia. ¡Amigo mío, mon ami! Comprendo la frivolidad de usted, de la

que tienen la culpa esas nuevas ideas de las que está siempre hablando. ¡Pero, Dios mío,

si yo misma comparto esas ideas! Bien entiendo que el fundamento de esa actitud suya es

noble y honroso. Tengo la impresión de que hay incluso algo sublime en esas nuevas

ideas; pero nada de esto me impide ver el lado recto y, por así decirlo, práctico de las

cosas. He vivido en el mundo, he visto más que usted y, al fin y al cabo, soy madre y

usted es todavía joven. Él, por ser anciano, ¿habrá de parecernos ridículo? Hay más, y es

que el año pasado anunció usted que pensaba emancipar a sus siervos y dijo que había

que hacer algo para ponerse a la altura de los tiempos; y todo ello porque tenía la cabeza

atiborrada de ese Shakespeare de usted. Créame, Pavel Aleksandrovich, ese Shakespeare

de usted tuvo su momento de gloria hace ya siglos, y si re sucitara no entendería jota de

nuestra vida actual, a pesar de su talento. Si hay algo caballeresco y espléndido en nuestra

sociedad contemporánea es cabalmente en las altas esferas. Un príncipe, aun vestido de

tela de saco, seguirá siendo príncipe, Y aun viviendo en una choza será como si viviera

en un palacio. Ahí está el marido de Natalya Dmitrievna, que se ha hecho cons truir algo

así como un palacio; y, sin embargo, sigue siendo el marido de Natalya Dmitrievna y

nada más. Incluso la propia Natalya Dmitrievna, aunque se ponga cincuenta crinolinas,

seguirá siendo la Natalya Dmitrievna de antes, ni menos ni más. También usted representa

en parte a las altas esferas porque de ellas desciende. Yo tampoco soy extraña a

ellas -y malo será el pájaro que ensucie el propio nido. Pero, en fin, ya lle gará usted a

saber todo eso mejor que yo y olvidará a su Shakespeare. Se lo pronostico. Estoy segura

de que aun ahora mismo no es usted sincero y que quiere sólo estar a la moda. Pero ya es

demasiada cháchara Quédese aquí, mon cher Paul, que yo subo a enterarme qué hay del

príncipe. Quizá necesite algo, y con esta estúpida servidumbre mía...

Y Marya Aleksandrovna abandonó el salón de prisa, recordando a su estúpida

servidumbre.

-Marya Aleksandrovna parece muy contenta de que el príncipe no haya caído en manos

de esa emperifollada Anna Nikolaevna. ¡Y ella que decía a todo el mundo que era

pariente de él! Esta vez de seguro que revienta de rabia --observó Nastasya Petrovna;

pero notando que no le respondían y mirando a Zina y Pavel Aleksandrovich, adivinó al

punto la situación y salió de la habitación como si fuera a atender a algún quehacer. Pero

en premio de su propio tacto se puso a escuchar detrás de la puerta.

Pavel Aleksandrovich se volvió inmediatamente a Zina. Estaba agitadísimo y le

temblaba la voz.

-Zínaida Afanasievna, ¿no está usted enfadada conmigo? -preguntó con aire tímido y

suplicante.

-¿Con usted? ¿Por qué? -repuso Zina, ruborizándose ligeramente y levantando a él sus

ojos espléndidos.

-Por mi venida prematura, Zinaida Afanasievna. Es que no podía resistir. No podía

esperar quince días más... He llegado hasta soñar con usted. He venido volando a

enterarme de mi suerte. ¡Pero frunce usted el ceño, está enfadada! ¿Es posible que

tampoco ahora me diga usted nada definitivo?

Zinaida, en efecto, tenía fruncido el ceño.

-Esperaba que hablaría usted de eso -respondió, bajando de nuevo los ojos, con voz

firme y severa en la que despuntaba el enojo-. Y como esa expectativa ha sido muy

penosa para mí, cuanto antes se resuelva mejor. Una vez más exige usted, mejor dicho,

solicita una contestación. Permítame que se la repita, porque es la misma de antes:

espere. Una vez más le digo que todavía no he llegado a una decisión, y que no puedo

darle promesa de ser su esposa. Esto no se obtiene a la fuerza, Pavel Aleksandrovich.

Pero para tranquilizarle le digo que todavía no le rehúso definitivamente. Note usted

además que, al darle ahora esperanzas de una decisión favorable, lo haga sólo por

corresponder a su impaciencia e intranquilidad. Repito que quiero quedar completamente

libre en mi decisión y que si la contestación final es negativa, no deberá acusarme de haberle

dado esperanzas. Así, pues, aténgase a eso.

-Bueno, sea -exclamó Mozglyakov con voz quejosa-. ¿Pero no es esto en realidad una

esperanza? ¿Pue do sacar alguna esperanza de sus palabras, Zinaida Afanasievna?

-Recuerde lo que le he dicho y saque de ello lo que tenga por conveniente. Haga lo que

le guste. Yo no le digo más. No le rechazo; le digo sólo que espere. Pero repito que me

reservo el pleno derecho de rechazarle si se me antoja. Le diré algo más, Pavel

Aleksandrovich. Si ha venido usted antes del plazo convenido para la contestación para

recurrir a medios indirectos, confiando en la ayuda ajena, por ejemplo, en la influencia de

mamá, se ha equivocado usted mucho en sus cálculos. En tal caso, le rechazo sin más,

¿me entiende? Y ahora, basta, y por favor no vuelva a hablarme de esto hasta que se

cumpla el plazo.

Todo este alegato fue pronunciado con sequedad, firmeza y desembarazo, como algo

aprendido de antemano. Monsieur Paul sintió que se le había dejado plantado. En ese

momento volvió Marya Aleksandrovna e inmediatamente tras ella la señora Zyablova.

-Me parece que viene en seguida, Zina. ¡Nastasya Petrovna, de prisa, haga té fresco!

-Marya Aleksandrovna mostraba una punta de agitación.

-Anna Nikolaevna ha mandado ya a ver qué pasa. Su Anyutka ha venido corriendo a

preguntar en la cocina. ¡Menudo berrinche tendrá ahora! -apuntó Nastasya Petrovna

abalanzándose sobre el samovar.

-¿Y a mí qué me importa, --dijo Marya Aleksandrovna a Nastasya Petrovna por encima

del hombro-. ¡Como si a mí me interesara averiguar lo que piensa Anna Nikolaevna! Le

aseguro que yo no mandaré a nadie por noticias a su cocina. Y me asombra, de veras que

me asomb ra, que me considere usted enemiga de esa pobre Anna Kikolaevna; y no sólo

usted, sino toda la ciudad. Apelo a su juicio, Pavel Aleksandrovich. Usted nos conoce a

las dos. ¿Por qué razón habría de ser yo enemiga suya? ¿Por cuestiones de primacía?

¡Pero si a mí me trae sin cuidado esa primacía! ¡Que sea ella la primera! Yo sería la

primera en ir a felicitarla por su primacía. Pero, al fin y al cabo, todo eso es injusto.

Intercedo por ella, tengo que interceder por ella. La calumnian. ¿Por qué la atacan ustedes

todas? ¿Porque es joven y le gusta ir bien vestida? A mi juicio más vale que le guste la

ropa que no otra cosa, como le sucede a Natalya Dmitrievna, a quien le gusta... lo que no

es posible decir. ¿Será acaso porque Anna Nikolaevna está siempre de la ceca a la meca y

no puede parar en casa? ¡Pero, Dios mío, si no ha recibido educación ninguna y le cuesta

trabajo abrir un libro u ocuparse dos minutos seguidos en cualquier cosa! ¿Que coquetea

y hace ojos desde la ventana a todo el que pasa por la calle? Pero ¿por qué le dicen que es

tan bonita, cuando sólo tiene el cutis blanco y pare usted de contar? ¿Que es el hazmerreír

de los bailes? De acuerdo. Pero ¿por qué le aseguran que baila la polca admirablemente?

¿Que lleva sombreros y cofias imposibles? Pero ¿qué culpa tiene ella de que Dios la haya

privado de gusto y le haya dado en cambio credulidad? Si se le dice que es bonito

prenderse en el pelo un papel de liar caramelos, se lo prende. ¿Que es una chismosa?

¡Pero si eso es costumbre aquí! ¿Quién no chismorrea aquí? ¿Que va a visitarle Sushilov,

el de las patillas, por la mañana, por la tarde y casi por la noche? ¡Ay, Dios mío! ¿Y qué

de extraño hay en ello si el marido se pasa jugando a las cartas hasta las cinco de la

mañana? ¡Además, que aquí se dan tan malos ejemplos! Pero eso, al cabo, quizá no sea

más que una calumnia. En resumen, que yo siempre intercedo por ella. Pero, Dios mío,

aquí viene el príncipe. ¡Es él, él! Le reconozco. Le reconocería entre mil. ¡Por fin le veo,

mon prince! -exclamó Marya Aleksandrovna y voló al encuentro del príncipe que

entraba.

IV

En una primera y rápida ojeada no tomarán ustedes a este príncipe por un anciano, y

sólo mirándole de cerca y fijamente verán que es un muerto que se mueve por resorte.

Todos los recursos del arte han sido pues tos en juego para dar a esta, momia el aspecto de

un hombre joven. Peluca, patillas, bigote y perilla todo ello es maravilloso, de un lustroso

color negro, y le cubre la mitad del rostro. Éste está blanqueado y colo reado con arte

insólito, y en él apenas hay arrugas. Se ignora dónde se han metido. Viste a la última

moda, como si acabara de salir de un figurín. Lleva puesto un traje de visita o algo por el

estilo, a decir verdad no sé a punto fijo lo que es; sólo que está muy de moda, muy al día,

algo hecho para las visitas matinales. Los guantes, la corbata, el chaleco, la ropa blanca y

lo demás, todo es de una frescura deslumbrante y del gusto más exquisito. El príncipe

cojea ligeramente, pero con tanta destreza que parece que lo hace porque está de moda.

Lleva monóculo en un ojo, cabalmente en el que ya de por sí es de cristal. El príncipe está

empapado de perfume. Al hablar tiene una manera especial de arrastrar ciertas palabras,

quizá por debilidad de la vejez, quizá porque todos sus dientes son -postizos, o quizá

sencillamente para darse importancia. Pronuncia algunas sílabas con especial suavidad,

apoyándose sobre todo en la letra e. En él la palabra sí suena se-e, sólo que algo más

suave. En todos sus gestos se echa de ver cierto descuido, adquirido en el curso de su

vida de petrimetre. Pero en general, si algo ha quedado de esa previa vida de dandy, ha

quedado inconscientemente, en forma de ciertos vagos recuerdos, de una vejez que se ha

sobrevivido a si misma, y que no hay cosmético, corsé, perfume o peluca que pueda

remediar. Por eso haremos bien en reconocer de antemano que si bien el anciano no ha

sobrevivido su inteligencia todavía, sí ha sobrevivido su memoria, y a cada minuto

desbarra, se repite y hasta desatina por completo. Se necesita cierta pericia para hablar

con él. Pero Marya Aleksandrovna tiene confianza en sí misma, y a la vista del príncipe

da rienda a un entusiasmo indescriptible.

-¡No ha cambiado usted nada, absolutamente nada! -exclama, cogiendo al visitante por

ambas manos y sentándole en un sillón cómodo-. ¡Siéntese, siéntese, príncipe! ¡Seis años,

nada menos que seis años sin vernos, y ni una carta, ni un solo renglón en todo ese

tiempo! ¡Qué mal se ha portado usted conmigo, principe! Y yo, ¡qué enfadada he estado

con usted, mon cher prince! Pero el té, el té. ¡Ay, Dios mío! ¡Nastasya Petrovna, el té!

-Le estoy agradecido, sí, señora, muy a- gra-de-cido, y con-trito -ceceó el príncipe

(olvidamos decir que ceceaba un poco, y que lo hacía como si fuera moda cecear)-.

¡Con-tri-to! Y, figúrese usted, el año pasado quería venir aquí sin fal-ta -agregó

escudriñando la habitación-. Pero me asustaron diciendo que aquí había có- le-ra...

-No, príncipe, aquí no ha habido cólera -dice Marya, Aleksandrovna.

-Aquí hubo epidemia bovina, tío -hace notar Mozglyakov, queriendo distinguirse.

Marya Aleksandrovna le mide con una mirada severa.

-Pues sí, e -pi-de-mia bovina o algo por el estilo... Y me quedé en casa. ¿Pero cómo está

su marido, mi querida Marya Nikoiaevna? ¿Sigue en su fis-ca-lía?

-N-no, príncipe, -dice Marya Aleksandrovna un poco cortada-. Mi marido no es fiscal.

-¡A que mi tío se confunde y la toma a usted por Anna Nikolaevna Antipova! -exclama

el perspicaz Mozglyakov, pero se contiene al punto cuando nota que, aun sin tales

aclaraciones, Marya Aleksandrovna parece un tanto cohibida.

-¡Ah, sí, sí, Anna Nikolaevna, y... (se me olvida todo). ¡A, sí, Antipova, eso es,

Antipova --corrobora el príncipe.

-N-no, príncipe, está usted muy equivocado -dice Marya Aleksandrovna con una

amarga sonrisa-. Yo no soy Anna Nikolaevna, no, señor; y no esperaba, lo confieso, que

usted no me reconociera. Me asombra usted, príncipe. Yo soy su antigua amiga Marya

Aleksandrovna Moskalyova. ¿Se acuerda usted, príncipe, de Marya Aleksandrovna?

-¡Marya A-lek-san-drovna! ¡Hay que ver! ¡Y yo que suponía que era usted (¿cómo se

llama?), ah, sí, Anna Vasilievna ... ! C'est délicieux! O sea, que me he equivocado de

sitio. ¡Y yo que pensaba, amigo mío, que me habías llevado a casa de esa Anna

Matveevna! C'est charmant! Pero, en fin, esto me sucede con frecuencia. Yo a menudo

me equivoco de sitio. Estoy contento, siempre contento, vaya adonde vaya. ¿De modo

que no es usted Nastasya Va-si-liev-na? Es interesante...

-¡Marya Aleksandrovna, príncipe, Marya Aleksandrovna! ¡Oh, qué mal se ha portado

usted conmigo! ¡Olvidarse de la que es su mejor amiga!

-Pues sí. De la me-jor amiga... Pardon, pardon! - masculló el príncipe, dirigiendo la

mirada a Zina.

-Ésta es mi hija Zina. Ustedes todavía no se co nocen, príncipe. Ella no estaba aquí

cuando usted nos visitó el año 18..., ¿recuerda?

-Éésta es su hija! Charmante, charmante! -murmura el príncipe, mirando a Zina con el

monóculo codicíosamente-. ¡Mais quelle beauté! -añade visiblemente impresionado.

-Té, príncipe -dice Marya Aleksandrovna, dirigien do la atención del príncipe al paje

que está ante él bandeja en mano. El príncipe toma la taza y fija los ojos en el muchacho,

que tiene las mejillas regordetas y sonrosadas.

-¡A-ah! ¿É-ste es su chico? -pregunta-. ¡Qué guapo mo-ci-to! Y-y... supongo... que se

por-ta bien.

-Príncipe -interrumpe al punto Marya Aleksandrovna-, me han contado lo del terrible

accidente. Confieso que he estado loca de susto... ¿No se ha hecho usted daño? ¡Cuidado,

que no hay que desatender esas cosas ... !

-¡Me volcó! ¡Me volcó! ¡El cochero me volcó! --exclamó el príncipe con insólita

animación-. Yo pensé que había llegado el fin del mundo o algo por el estilo y,

francamente, me asusté; o que -¡los santos me perdonen!- se me caía el alma a los pies.

¡No lo esperaba no lo esperaba, de ninguna manera lo es-pe-ra-ba Y quien tiene la culpa

de todo es mi cochero Feofil. Yo tengo confianza en ti para todo, amigo mío. Tú dispón

lo que convenga e investiga el caso. Estoy con-venci-do- de que aten-tó contra mi vida.

-Bueno, tío, bueno -responde Pavel Aleksandrovich-. Lo investigaré todo. Pero,

escuche, tío. Le per donará por lo de hoy, ¿no? ¿Qué dice?

-De ninguna manera le perdono. Estoy persuadido de que ha aten-ta-do contra mi vida.

Tanto él como Lavrenti, a quien dejé en casa. Figúrense ustedes, ha abrazado no se que

nuevas ideas, ¿saben? Parece repudiar algo... ¡en fin, que es un comunista en el pleno

sentido de la palabra! ¡A mí me da miedo hasta de tropezar con él!

-¡Ay, príncipe, cuánta razón tiene usted! --exclama Marya Aleksandrovna-. No querrá

usted creer lo que yo también sufro con estos criados incapaces. Imagínese, acabo de

tomar a dos nuevos y debo decir que son tan tontos que me paso el día entero guerreando

con ellos. No puede usted imaginarse, príncipe, lo tontos que son.

-Pues sí, sí. Sin embargo, debo decir que a mí hasta me gusta que un lacayo sea algo

tonto - indica el príncipe que, como todos los viejos, se pone contento cuando escuchan su

cháchara con atención servil-. Eso le va bien a un lacayo, e incluso le presta dignidad si

es buena persona además de tonto. Por supuesto, sólo en ciertas cir-cuns-tancias.

Aumenta con ello su distin-ción, y su rostro adquiere cierto aspecto solemne. En suma,

que resulta mejor educado, y lo que yo ante todo exijo de un criado es la buena

e-du-ca-ción. Ahí está, por ejemplo, mi Terenti. Tú, amigo mío, de seguro que te

acuerdas de Te-ren-ti. Apenas le vi, me dije: tú tienes pinta de conserje. Era

fe-no-me-nal- mente tonto. Parecía un borrego mirando el agua. ¡Pero qué so-lemni-dad!

¡Qué pres-tan-cia! ¡Qué nuez en la garganta, de color de rosa! Pues bien, alguien así, con

corbata blanca y uniforme de gala, produce bastante efecto. Yo le quiero mucho. De vez

en cuando le miro y no puedo apartar los ojos de él: se diría que está escribiendo una

disertación a juzgar por ese aspecto tan imponente. En suma, un auténtico filósofo

alemán, un Kant, o, mejor aún, un pavo bien cebado, mantecoso. Un verdadero comme il

faut del género servil.

Marya Aleksandrovna ríe a carcajadas en un rapto de entusiasmo y hasta prorrumpe en

aplausos. Pavel Aleksandrovich la imita de todo corazón. Encuentra a su tío

divertidísimo. También Nastasya Petrovna suelta una risotada. Hasta Zina se sonríe.

-¡Pero cuánto humorismo, cuánta jocundidad, cuánta agudeza tiene usted, príncipe!

-proclama Marya Aleksandrovna-. ¡Qué preciosa capacidad para subrayar el rasgo más

sutil, más divertido! ¡Y desaparecer de la sociedad, encerrarse durante cinco años

enteros! ¡Con ese talento! Usted podría escribir, príncipe. ¡Usted podría ser un nuevo

Fonvizin, un nuevo Griboyedov, un nuevo Gogol!

-Pues sí, sí -dice el príncipe muy satisfecho-. Yo podría ser un nuevo... ¿Saben ustedes?

Yo era extraordinariamente agudo en tiempos pasados. Hasta escribí un vaudeville para el

teatro... en el que puse algunos cuplés de- li-cio-sos. Pero no se representó nunca...

-¡Qué agradable hubiera sido leerlo! Y ¿sabes, Zina? ahora vendría aquí muy a

propósito, porque se preparan funciones de teatro para recaud ar donativos patrióticos,

príncipe, a beneficio de los heridos... ¡Ahora su vaudeville nos vendría de perilla!

-¡Claro! Estoy hasta dispuesto a escribirlo de nuevo... aunque se me ha olvidado por

completo. Recuerdo, sin embargo, que tenía dos o tres juegos de palabras que... (y el

príncipe se besó la punta de los dedos). Por lo común, cuando estaba en el ex-tran-je-ro

producía un ver-da-dero en-tu-sias-mo. Recuerdo a Lord Byron. Fuimos bastante amigos.

Bailó admirablemente la cracoviana en el Congreso de Viena.

-¡Lord Byron, tío! Perdón, tío, ¿qué dice?

-Pues sí, Lord Byron. Pero a lo mejor no fue Lord Byron, sino otra persona. En efecto,

no fue Lord Byron, sino un polaco. Ahora me acuerdo bien. ¡Qué hombre tan o-ri-gi-nal

era ese polaco! Se hacia pasar por conde, y al cabo resultó que era un maestro de cocina.

Ahora bien, bailaba la cracoviana ad-mi-ra-ble-mente y acabó por romperse una pierna.

Yo con ese motivo escribí unos versos:

Un caballero polaco

a bailar aficionado...

Y luego sigue... se me ha olvidado el resto...

se quebró la pierna izquierda...

¡que le quiten lo bailado!

-Pero ¿de veras que seguía así, tío? -exclama Mozglyakov, cada vez más entusiasmado.

-Así parece que fue, amigo mío -responde el tío-, o algo pa-re-ci-do. Pero quizá no

fuera así, y sí sólo que hayan salido bien esos versecillos. El caso es que se me olvidan

algunas cosas ahora. Eso resulta de mis muchos quehaceres.

-Diga, príncipe, ¿en qué se ha ocupado usted durante todo este tiempo de soledad?

-inquíere con interés Marya Aleksandrovna-. He pensado tanto en usted, mon cher

prínce, que confieso que estoy ardiendo de impaciencia por enterarme de ello punto por

punto.

-¿En qué me he ocupado? Por lo general, ¿sabe usted? en varias cosas. A veces uno

descansa; otras veces ¿sabe usted? ando de aquí para allá, imagino varias cosas...

-Usted, tío, debe de tener una imaginación sobremanera viva.

-Sobremanera viva, querido. En ocasiones imagino tales cosas que yo mismo me

a-som-bro después. Cuando estuve en Kaduevo... A propos, tú, según creo, fuiste

vícegobernador de Kaduevo...

-¿Yo, tío? Perdón, ¿qué dice usted?

-¡Pues figúrate, amigo mío! Y yo que te he tomado por el vicegobernador, y me decía:

¿cómo es que de repente parece que ha cambiado de cara? Porque la suya ¿sabes? era una

cara tan impresionante, tan inteliligente... Era un hombre ex-tra-or-di-na-riamente listo y

com-po-nía versos para todas las ocasiones. Visto de perfil se parecía un poco a un rey de

baraja...

-No, príncipe -interrumpe Marya Aleksandrovna-. Apuesto a que con esa vida se está

matando usted. ¡Hundirse cinco años en la soledad, no ver a nadie, no oír nada! ¡Está

usted perdido, príncipe! Pregunte si quiere a cualquiera de los devotos de usted y le dirá

sin duda que está usted perdido.

-¿De veras? -exclama el príncipe.

-Se lo aseguro. Le hablo como una amiga, como una hermana. Le hablo así porque le

tengo afecto, porque el recuerdo del pasado es sagrado para mí. ¿De qué me valdría ser

hipócrita? No, tiene usted que cambiar radicalmente de vida. De lo contrario, perderá

usted fuerzas, se pondrá enfermo, morirá...

-¡Dios mío! ¿Tan pronto habré de morir? -exclama asustado el príncipe-. ¡Y pensar que

lo ha adivinado usted! Padezco muchísimo de hemorroides, sobre todo desde hace algún

tiempo. Y cuando me da un ataque se me presentan, por lo general, los síntomas más raros...

Voy a describírselos con todo detalle. Primero...

-Tío, eso nos lo cuenta usted otra vez-, interrumpe Pavel Alesandrovich-. ¿Y qué? ¿No

es hora de que nos vayamos?

-Pues sí. Quizá otra vez. Después de todo, puede que no sea muy interesante de

escuchar... Pero, de todos modos, es una enfermedad muy curiosa. Hay va rios episodios...

Recuérdame, amigo mío, que a la noche te cuente un caso en de-ta- lle...

-Pero escuche, príncipe - interrumpe una vez más Mar-ya Aleksandrovna-; debería usted

tratar de curarse en el extranjero.

-¡En el extranjero! ¡Pues sí, sí! Iré sin falta al extranjero. Recuerdo que cuando estuve

en el extranjero allá por los años 20 lo pa-sé muy bien. Estuve a punto de casarme con

una vizcondesa francesa. Andaba yo entonces muy enamorado y quería consagrarle toda

mi vida. Pero quien se casó con ella no fui yo, sino otro. ¡Caso más raro! Yo me ausenté

un par de horas, y el otro, que era un barón alemán, salió triunfante. Más tarde pasó algún

tiempo en un manicomio.

-Yo lo que decía, cher prince, es que necesita usted pensar seriamente en su salud. ¡Hay

tan buenos médicos en el extranjero! Y, sobre todo, que vale la pena cambiar de vida! Sin

duda alguna necesita usted salir de Duhanovo, aunque sea sólo por poco tiempo.

-Sin du-da al-gu-na. Hace ya tiempo que lo tengo resuelto, y ¿sabe usted? Pienso hacer

una cura hi-dropática.

-¿Hidropática?

-Hidropática. Ya he hecho una. Estaba entonces en un balneario. Había allí una dama

de Moscú..., no me acuerdo del nombre, sólo de que era una mujer sumamente poética,

de unos setenta años. Estaba con ella una hija, de cincuenta, viuda, con una catarata en un

ojo. Ésta también casi hablaba en verso. Más tarde le sucedió una desgracia: mató a una

de sus criadas en un arrebato de ira y fue procesada. Ellas fueron las que me dieron la

idea de hacer una cura de aguas. Yo, a decir verdad, no padecía de nada, pero ellas,

machaconas, me decían: «¡Tome la cura, tome la cura! » Y por delicadeza empecé a

beber agua y pensé que efectivamente me sentaría bien. Bebí a más y mejor, me bebí una

cascada entera, y ¿saben ustedes? esta hidropatía es muy beneficiosa. Me hizo muchísimo

provecho, hasta el punto de que si no hubiera acabado poniéndome enfermo, les aseguro

que hubiera tenido muy buena salud...

-Esa conclusión está plenamente justificada. Dígame, tío, ¿ha estudiado usted lógica?

-¡Dios mío, qué cosas pregunta usted! -comenta con severidad la escandalizada Marya

Aleksandrovna.

-La estudié, amigo mío, pero hace ya mucho tiempo. También- estudié filosofía en

Alemania, la estudié todo un curso, pero la olvidé toda ella en seguida. Pero... confieso...

que me ha asustado usted tanto con esas enfermedades que... me ha dejado deshecho.

Vuelvo en seguida...

-¿A dónde va usted, príncipe? -pregunta asombrada Marya Aleksandrovna.

-Vuelvo en seguida, en seguida... Sólo quiero apuntar un nuevo pensamiento... Au

revoir.

-¿No es un tipo delicioso? -exclama Pavel Aleksandrovich retorciéndose de risa.

Marya Aleksandrovna pierde la paciencia.

-¡No comprendo, no comprendo en absoluto de qué se ríe usted! -dice con voz

enojada-. ¡Burlarse así de un anciano venerable, ridiculizar cada palabra suya, abusar de

su angélica bondad ... ! Me pone usted colorada de vergüenza, Pavel Aleksandrovich. A

ver, ¿qué hay en él de ridículo? Yo no he visto nada en él que cause risa.

-¡Pero si no reconoce a la gente, si pierde el hilo cuando habla!

-Eso es consecuencia de la vida horrenda que lleva, de los cinco años de horrible

reclusión, bajo la vigilancia de esa mujer abominable. Hay que tenerle lástima, y no reírse

de él. Ni siquiera me reconoció a mí, ya lo vio usted. ¡Da grima, por así decirlo! Es

absolutamente preciso salvarle. Le he propuesto que vaya al extranjero sólo con la

esperanza de que pueda dar esquinazo a esa. .. tendera.

-¿Sabe usted lo que pienso? Pues que hace falta casarle, Marya Aleksandrovna- anuncia

Pavel Aleksandrovích.

-¡Vuelta a las andadas! ¡Usted es incorregible, monsieur Mozglyakov!

-No, Marya Aleksandrovna, no. En esto hablo con completa seriedad. ¿Por qué no

casarlo? Es una idea, c'est une idée comme une autre. Dígame por favor, ¿en qué puede

perjudicarle? Al contrario, en una situación como la suya sólo una medida como ésa

puede salvarle. Legalmente puede casarse todavía. En primer lugar, se verá libre de esa

gorrona (disculpe la expresión). En segundo lugar, y lo que es más importante, figúrese

que elige a una muchacha, o mejor aún, a una viuda, simpática, buena, sensata, tierna y,

sobre todo, pobre, que le cuide como si fuera hija suya y que comprenda que él le ha

hecho un favor casándose con ella. ¿Y quién mejor para él que una persona noble y

sincera de su propia familia, que esté junto a él siempre, en lugar de esa... mujeruca? Por

supuesto, tiene que ser de buen ver, porque a mi tío todavía le gustan las mujeres guapas.

¿Ha notado usted cómo miraba a Zinaida Afanasievna?

-¿Pero dónde hallará una novia como ésa? -pregunta Nastasya Petrovna, escuchando

con atención.

-¡Ah, bien hablado! Pues usted misma, si lo tiene a bien. Permita la pregunta: ¿por qué

no habría de ser usted la novia del príncipe? En primer lugar, es usted bonita; en segundo,

viuda; en tercero, de buena familia; en cuarto, pobre (porque realmente no está usted muy

bien de dinero); en quinto, es usted una señora discreta, y por tanto le querrá usted, le

llevará en palmitas, mandará a esa mujer a freír espárragos, le llevará al extranjero, le

dará de comer puré de semolina y dulces -todo ello hasta el momento en que diga adiós a

este mundo efímero, cosa que ocurrirá al cabo de un año a quizás al cabo de dos o tres

meses. Entonces será usted princesa, viuda rica, y como premio de su acción se casará

con un marqués o un general. C'est joi, ¿verdad?

-¡Uf, Dios mío! ¡Me parece que si el pobre señor se me declarase me enamoraría de él

de pura gratitud! -exclama la señora Zyablova, a quien le brillan los ojos negros y

expresivos-. Pero todo eso... es absurdo.

-¿Absurdo? ¿Quiere usted que no lo sea? ¡Pídamelo de buenos modos y me puede

cortar un dedo si mañana no es novia suya! No hay nada más fácil que engatusar a mi tío

o convencerle de algo. A todo dice: «Pues sí, pues sí.» Ustedes mismas lo han oído. Lo

casamos y ni se entera. Quizá lo engañamos y lo casamos. ¡Por su bien haga una obra de

caridad ... ! Convendría que se pusiera su mejor vestido, por si acaso, Nastasya Pe trovna.

El entusiasmo de monsieur Mozglyakov llega al máximo. A la señora Zyablova, a pesar

de su sensatez, se le hace la boca agua.

-Bien sé yo que, sin que me lo diga usted, estoy hecha hoy un adefesio -replica-. No me

cuido de mi aspecto; hace ya mucho tiempo que no tengo ilusiones. Por eso estoy como

estoy. ¿Qué? ¿No parezco una cocinera?

Mientras tanto Marya Aleksandrovna sigue sentada, con una extraña expresión en el

rostro. No me equivoco si digo que ha escuchado la extraña propuesta de Pavel

Aleksandrovich con cierta perplejidad... Por fin vuelve en su acuerdo.

-Sin duda todo eso está muy bien, pero es absur do y ridículo; y, peor aún, es inoportuno

-dice, interrumpiendo bruscamente a Mozglyakov.

-Pero, estimada Marya Aleksandrovna, ¿por qué ha de ser absurdo y ridículo?

-Por muchas razones, la principal de las cuales es que está usted en mi casa, que el

príncipe es mi huésped y que no tolero que nadie se olvide del respeto que se debe a mi

casa. Estimo que sus palabras son sólo una broma, Pavel Aleksandrovich. Pero, gracias a

Dios, aquí viene el príncipe.

-¡Aquí estoy --exclama éste entrando en la habitación-. ¡Es asombroso, cher ami,

cuántas ideas se me ocurren hoy! Otras veces, aunque no lo creas, no se me ocurre

ninguna. Paso el día entero en blanco.

-Eso quizá se deba a la caída de hoy. Le ha sacudido los nervios y, por tanto...

-También yo lo atribuyo a eso, amigo mío, y creo que el accidente hasta me ha

resultado pro- ve-cho-so. Tanto así que he decidido perdonar a mi Feofil. ¿Sabes lo que te

digo? Que me parece que no atentó contra mi vida. ¿Qué crees tú? Además, ya fue

castigado no hace mucho cuando le afeitaron la barba.

-¿Que le afeitaron la barba? ¡Pero si la tiene más grande que el Imperio Germánico!

-Pues sí, más grande que el Imperio Germánico. Por lo común, amigo mío, tienes

mucha razón en lo que dices. Pero es postiza. Mira lo que pasó: me mandaron un catálogo

anunciando que acababan de recibir del extranjero excelentes barbas para caballeros y

cocheros, además de patillas, perillas, bigotes, etc., todo ello de la mejor calidad y a

precios muy módicos. Decidí encargar una barba para ver cómo eran y pedí una de

cochero, una verdadera maravilla de barba. Resultó, sin embargo, que la de Feofil, la

suya propia, era casi el doble de grande. Y, claro, surgió una duda: ¿afeitarse la propia o

devolver la encargada y quedarse con la natural? Después de pensarlo mucho acordé que

lo mejor era que llevara la postiza.

-Probablemente, tío, por aquello de que el arte supera a la naturaleza.

-Precisamente. ¡Y qué pena le causó el que le afeitaran la barba! ¡Como si con ella

hubiera perdido toda su carrera ... ! Pero ¿no es hora ya de que nos vayamos, querido?

-Estoy listo, tío.

-Espero, príncipe, que sólo vaya usted a ver al gobernador -exclama agitada Marya

Aleksandrovna-. Usted es ahora mío, príncipe, y pertenece a esta familia todo el día de

hoy. No quiero decirle nada, por supuesto, de la sociedad local. Quizá quiera usted visitar

a Anna Nikolaevna y no tengo derecho a desengañarle; además de que estoy convencida

de que el tiempo todo lo aclara. Pero recuerde que yo soy la anfitriona, la hermana, la

madre, la enfermera de usted durante todo este día; y, lo confieso, príncipe, tiemblo por

usted. Usted no conoce a esa gente, usted no la conoce todavía a fondo.

-Cuente conmigo, Marya Aleksandrovna -dice Mozglyakov-. Todo lo que le he

prometido se cumplirá.

-¿Con usted, señor veleta? ¿Contar con usted? Le espero a comer, príncipe. Comemos

temprano. ¡Y cuánto siento que en esta ocasión esté mi marido en el campo! ¡Le hubiera

gustado tanto verle a usted! ¡Le admira a usted tanto, le tiene tanto afecto!

-¿Su.marido? ¿Pero tiene usted marido? -pregunta el príncipe.

-¡Ay, Dios mío, pero qué olvidadizo es usted, príncipe! Usted ha olvidado por

completo, pero por completo, todo el pasado. ¿Es posible que no se acuerde de mi

marido, Afanasi Matveich? Ahora está en el campo, pero antes le ha visto usted mil

veces. ¿Recuerda, príncipe? Afanasi Matveich.

-¡Afanasi Matveich! ¡En el campo, hay que ver! Mais c'est délicieux! ¿Con que tiene

usted marido? ¡Pues sí que es raro! Esto es exactamente igual que un vaudeville: el

marido en la aldea y la mujer en .... dispénsenme, se me ha olvidado. La mujer parece que

también había ido a otro sitio, a Tula, o a Yeroslavl; en fin, que sale un dicho muy

festivo.

-El marido en la aldea y la mujer donde sea, tío -dice Mozglyakov acudiendo en su

ayuda.

-Pues sí, pues sí. Gracias, amigo mío, eso es: donde sea. ¡Charmant, charmant! Sale

muy rimado. Tú siempre das con la rima, querido. Eso es, ahora me acuerdo: a Yaroslavl

o a Kostroma ... ; bueno, que la mujer también va a algún sitio. ¡Charmant, charmant!

Pero se me ha olvidado un poco d e qué estaba hablando... ¡Ah, sí! que nos vamos, amigo

mío. Au revoir, madame; adieu, ma charmante demoiselle -añade el principe,

volviéndose a Zina y besándose la punta de los dedos.

-¡A comer, príncipe, a comer! No se olvide de volver pronto -exclama tras él Marya

Aleksandrovna.

V

-¿Quiere usted echar un vistazo en la cocina, Nastasya Petrovna? -dice después de

acompañar al príncipe-. Me da el corazón que ese monstruo de Nikitka va a echar a

perder la comida. Estoy segura de que está ya borracho.

Nastasya Petrovna obedece. Al salir dirige una mirada de desconfianza a Marya

Aleksandrovna y nota en ella una agitación insólita. En lugar de ir a vigilar al monstruo

Nikitka, Nastasya Petrovna entra en la sala, de ella pasa por un corredor a su propia

habitación, y de ahí a un cuartucho oscuro que sirve de trastero, donde hay baúles,

cuelgan algunos vestidos y se acumula, liada, la ropa sucia de toda la casa. Se acerca de

puntillas a una puerta cerrada, retiene el aliento, se aga cha, mira por el ojo de la cerradura

y escucha. Esta puerta es una de las tres de esa misma habitación en que se han quedado

Zina y su ma dre y está siempre herméticamente cerrada.

Marya Aleksandrovna tiene a Nastasya Petrovna por mujer taimada pero sumamente

frívola. Por supuesto, se le ha ocurrido varias veces que Nastasya Petrovna es una fisgona

sin escrúpulos. Pero en este momento Marya Aleksandrovna está tan absorta y agitada

que se ha olvidado por completo de tomar ciertas precauciones. Se sienta en un sillón y

mira con intención a Zina. Ésta nota los ojos posados en ella y empieza a sentir una

desagradable opresión en el corazón.

-¡Zina!

Zina vuelve despacio hacia ella su rostro pálido y levanta sus ojos negros y pensativos.

-Zina, quiero hablar contigo de un asunto importantísimo.

Zina se vuelve ahora por completo a su madre, cruza los brazos y queda a la

expectativa. En su cara se reflejan el enojo y el escarnio, que hace lo posible por ocultar.

-Quiero preguntarte, Zina, qué te ha parecido hoy ese Mozglyakov.

-Ya sabe usted desde hace tiempo lo que pienso de él -contesta Zina a regañadientes.

-Sí, mon enfant, pero me parece que se está volviendo demasiado importuno con sus...

requisitorias.

-Dice que está enamorado de mí, y su importunidad es perdonable.

-¡Cosa rara! Tú antes no le perdonabas tan... benévolamente. Muy al contrario, le

atacabas siempre que yo hablaba de él.

-También es cosa rara que usted siempre le defendía y estaba empeñada en que me

casara con él, mientras que ahora es usted la primera en atacarle.

-O casi. No lo niego, Zina. Deseaba que te casaras con Mozglyakov. Me daba pena ver

tu continua melancolía, tus sufrimientos, que bien podía comprender (a pesar de lo que

pensaras de mí) y que me envenenaban el sueño. En fin, estaba segura de que te salvarías

sólo mediante un cambio profundo en tu vida. Y tal cambio debería ser el matrimonio.

No somos ricos y no podemos, por ejemplo, ir de viaje al extranjero. Los asnos de aquí se

asombran de que tienes veintitrés años y aún no estás casada, y para explicarlo inventan

toda clase de historias. ¿Crees acaso que te voy a casar con un funcionario de aquí o con

Iván Ivanovich, nuestro ahogado? ¿Hay maridos para ti aquí? Mozglyakov, por supuesto,

es una cabeza vacía, pero aun así es mejor que los otros. Su familia es decente, está bien

relacionado, y tiene centenar y medio de siervos. Al fin y al cabo, esto es mejor que vivir

de trapacerías, de sobornos o de sabe Dios qué otros tejemanejes. Por eso me fijé en él.

Pero te juro que nunca sentí por él verdadera simpatía. Estoy segura de que el Altísimo

mismo me puso en guardia. Y si Dios enviara ahora a alguien mejor, ¡qué bien que no le

hayas dado palabra de ser su esposa! ¿Hoy seguramente no le habrás dicho nada?

-¿Para qué tantos rodeos, mamá, cuando todo el asunto se expresa en dos palabras?

-pregunta Zina con brusco enojo.

-¿Rodeos, Zina, rodeos? ¿Y hablas así a tu madre? ¿ Pero qué digo? Hace ya mucho

tiempo que no crees a tu madre. Hace ya mucho que me miras, no como madre, sino

como enemiga tuya.

-¡Basta, mamá! ¿Vamos a reñir por una palabra? ¿Es que no nos comprendemos ya

bien? Se diría que bastante tiempo ha habido para ello.

-¡Me insultas, hija mía! Tú no crees que estoy de cidída a todo, a todo, para asegurar tu

porvenir.

Zina mira a su madre con ironía y enfado.

-¿No quiere usted casarme con ese príncipe para asegurar mi porvenir? -pregunta con

una sonrisa extraña.

-Ni una palabra he dicho de eso, pero ya que aludes a ello diré que si por acaso te

casaras con él sería para tu felicidad y no una locura.

-¡Y yo digo que eso es sencillamente absurdo! -exclama Zina con vehemencia-.

¡Absurdo, absurdo! Y digo además, mamá, que tiene usted demasiada inspiracion

poética, que es usted una poetisa en el pleno sentido de la palabra. Así la llaman a usted

aquí. No para usted de hacer proyectos, sin que le arredre el hecho de que son absurdos e

imposibles. Ya presentía yo que algo de esto pensaba usted cuando estaba aquí el príncipe.

Cuando Mozglyakov, haciendo el payaso, declaraba que era preciso casar a ese

viejo, leí todos esos pensamientos en la cara de usted. Apuesto a que todavía piensa usted

en ello y a que de ello quiere usted hablarme. Pero como sus continuos proyectos con

respecto a mí empiezan a fastidiarme hasta más no poder, empiezan a atormentarme, le

pido que no me diga una palabra de eso, ¿oye usted, mamá? ni una palabra. Y quisiera

que se acordara usted de lo que digo-. La ira la ahogaba.

-Eres una niña, Zina, una niña irascible y enferma -respondió Marya Aleksandrovna

con voz conmovida y llorosa-. Me hablas sin miramiento y me insultas. No hay madre

que aguante lo que yo aguanto de ti un día tras otro. Pero estás nerviosa, estás enferma,

sufres, y yo soy madre y sobre todo cristiana. Debo sobrellevarlo todo y perdonar. Ahora

bien, una palabra, Zina. Suponiendo que, en efecto, yo haya soñado con ese enlace, ¿por

qué, dime, lo consideras absurdo? A mi juicio, Mozglyakov nunca ha hablado con más

sentido que cuando demostraba que al príncipe le es absolutamente preciso casarse, y, por

supuesto, que no con esa asque rosa de Nastasya. En eso sí que desbarró.

-¡Escuche, mamá! Dígame sin equívocos: ¿Pregunta usted eso sólo por curiosidad o con

intención?

-Sólo pregunto que por qué te parece tan absurdo.

-¡Qué fastidio! ¡Valiente destino! -exclama Zina, golpeando impacientemente el suelo

con el pie-. Ahora verá usted por qué, si todavía no lo sabe y sin hablar de los demás

absurdos: aprovecharse de que el vejete tiene la cabeza ida, engañarle, casarse con él, con

un inválido, para sacarle el dinero y después, cada día y a cada hora, desear su muerte. A

mi parecer, esto no es sólo absurdo, sino que es algo tan vil, tan vil, que no la felicito a

usted por tener tales pensamientos, mamá.

Durante un instante guardaron silencio.

-Zina, ¿te acuerdas de lo que pasó hace dos años? -preguntó de pronto Marya

Aleksandrovna.

Zina sintió un escalofrío.

-¡Mamá! -dijo con voz severa-. ¡Usted prometió solemnemente no volver a

recordármelo!

-Y ahora te pido solemnemente, hija mía, que me permitas quebrantar la promesa sólo

una vez, esa promesa que nunca he dejado de cumplir hasta ahora. Zina, ha llegado el

momento de que nos expliquemos con toda claridad. Estos dos años de silencio han sido

horribles. Las cosas no pueden seguir así... Te pido de rodillas que me dejes hablar.

¿Oyes, Zina? Tu propia madre te lo pide de rodillas. Al mismo tiempo te doy mi pala bra

solemne (palabra de una madre desgraciada que adora a su hija) de que nunca volveré a

hablar de ello, nunca, de ninguna forma, en ningunas circunstancias, aunque de ello

dependa la salvación de mi vida. Será la última vez pero ahora es indispensable.

Marya Aleksandrovna contaba con el efecto total que producirían sus palabras.

-Hable usted -dijo Zina poniéndose perceptiblemente pálida.

-Te lo agradezco, Zina. Hace dos años le pusimos un tutor a tu hermano menor, el

pobrecito Mitya...

-¿Por qué empieza usted de manera tan solemne, mamá? ¿A qué viene esa retórica? ¿A

qué vienen todos esos detalles, que no son en absoluto necesarios, que son penosos y que

las dos conocemos demasiado bien? -interrumpió Zina con despechada repugnancia.

-Pues a lo que eso viene, hija mía, es a que yo, tu madre, estoy ahora obligada a

justificarme ante ti; a que quiero presentarte todo este asunto desde otro punto de vista, y

no desde ese punto de vista equivocado en que tú acostumbras a verlo; y, por último, a

que quiero que entiendas bien la conclusión que pienso sacar de todo esto. No creas, hija

mía, que quiero jugar con tu corazón. No, Zina. Descubrirás en mí a una verdadera madre

y quizá, derramando lágrimas, a mis pies, de esta vil mujer, como me llamabas hace un

momento, pedirás la reconciliación que hasta ahora, y desde hace tanto tiempo, vienes

rechazando con altivez. He ahí por qué quiero decirlo todo, Zina, todo, desde el mismísimo

principio. De lo contrario callaré.

-Hable usted -repitió Zina, maldiciendo de todo corazón la necesidad de retórica que

sentía su madre.

-Prosigo, Zina. Ese maestro de la escuela del distríto, casi un muchacho todavía,

produjo en ti una impresión que me resulta por completo incomprensible. Yo confiaba

demasiado en tu discreción, en tu noble orgullo, y sobre todo en el hecho de que él era un

don Nadie -porque así hay que decirlo- para sospechar que hubiera algo entre vosotros. Y

de repente vienes a anunciarme que piensas casarte con él. ¡Zina, eso fue una puñalada en

mi corazón! Pero... tú recuerdas todo eso. Por supuesto que juzgué necesario recurrir a

toda mi autoridad, que tú llamas tiranía. Mira, si no: un muchacho, hijo de un sacristán,

que cobra doce rublos al mes, un emborronador de versos ripiosos que de lástima le

publica la «Biblioteca para la Lectura», un cualquiera que no sabe hablar más que de ese

maldito Shakespeare --ese muchacho ¡tu marido, el marido de Zinaida Moskalyona!

¡Pero eso es digno de Florian y sus pastorcillos! Perdona, Zina, pero sólo recordarlo me

saca de quicio. Yo le rechacé a él, pero a ti no hay autoridad alguna capaz de sujetarte. Tu

padre, claro, se limitó a poner cara de tonto y ni siquiera se enteró de lo que yo quería

explicarle. Tú seguiste manteniendo relaciones con el muchacho, incluso tuviste

entrevistas con él, y lo peor de todo es que hasta decidiste cartearte con él. Empezaron a

correr rumores por la ciudad. A mí comenzaron a lanzarme indirectas. La gente se

regocijaba, trompeteaba el asunto, y de repente todos mis augurios se volvieron

realidades insoslayables. Vo sotros reñisteis, no sé por qué, y él se comportó como un

rapazuelo (no puedo llamarle hombre) enteramente indigno de ti, amenazándote con dar a

conocer tus cartas en el pueblo. Indignada ante tal amenaza, tú perdiste los estribos y le

diste una bofetada. ¡Sí, Zina, hasta ese detalle me es conocido! El desgraciado, ese mismo

día, enseña una de tus cartas al sinvergüenza de Zaushin y una hora después esa carta está

en casa de Natalya Dmitrievna, mi enemiga mortal. Esa misma noche ese loco,

arrepentido, hace una estúpida tentativa de enve nenarse. En suma, el escándalo llegó al

colmo. Esta asquerosa de Nastasya viene a verme corriendo, llena de miedo, con la

horrible noticia de que desde hace una hora la carta está en manos de Natalya Dmitrievna

y que en dos horas más la ciudad entera conocerá tu deshonra. Saqué fuerzas deflaqueza,

no me desmayé, pero ¡que golpe diste a mi corazón, Zina! Esta desvergonzada,

este monstruo, Nastasya, pide doscientos rublos y jura que con esa cantidad puede

obtener la devo lución de la carta. Yo misma, en zapatillas, por la nieve, corrí a casa del

judío Bumstein a empeñar mi estuche de joyas, recuerdo de una mujer honrada, de mi

madre. Dos horas después la carta estaba en mis manos. Nastasya la había sustraído.

Rompió un cofre y tu honor quedó a salvo, porque ya no había prueba de nada. ¡Pero con

qué ansiedad me obligaste a pasar ese día! ¡Al día siguiente, Zina, noté que me habían

salido las primeras canas! Juzga tú misma ahora de la conducta de ese muchacho. Tu

misma convendrás ahora, y quizá con una amarga sonrisa, que hubiera sido el colmo de

la imprudencia confiarle tu porvenir. Pero desde entonces, hija mía, vives angustiada,

atormentada. No puedes olvidarle, aunque, mejor dicho, no se trata de él, pues fue

siempre indigno de ti, sino del espectro de tu pasada felicidad. Ese desgraciado está ahora

en su lecho de muerte. Dicen que está tísico, y tú, ángel de bondad, tú no quieres casarte

mientras viva para no desgarrarle el corazón, porque aun ahora sigue teniendo celos,

aunque estoy segura de que nunca te quiso con amor genuino y exaltado. Sé que cuando

oyó que Mozglyakov te pretendía te espió, mandó furtivamente a enterarse, buscó

detalles. Tú tratas de ahorrarle pena, hija mía, te conozco, y Dios sabe cómo riego la

almohada con mis lágrimas...

-¡Vamos, mamá, deje usted eso! - interrumpe Zina con aguda irritación-. ¿Para qué sacar

a relucir su almohada? -agrega con acritud-. ¡Basta ya de declamación y ringorrangos!

-¡Tú no me crees, Zina! ¡No me mires con hostilidad, hija mía! No he cesado de llorar

en estos dos últimos años, pero te he ocultado mis lágrimas y te juro que yo también he

cambiado mucho en ese tiempo. Hace ya mucho que comprendo tus sentimientos, y

confieso que sólo ahora he llegado a entender toda la intensidad de tu angustia. ¿Cabe

acusarme, hija mía, de haber mirado esa inclinación tuya como romanticismo, provocado

por ese maldito Shakespeare, que de propósito mete la nariz donde no le llaman? ¿Qué

madre me condenará por mi susto de entonces, por las medidas que tomé y por el rigor de

mi sentencia? Pero ahora, ahora, viendo estos dos años de sufrimiento tuyo, comprendo y

aprecio tus sentimientos. ¡Créeme que te comprendo quizá mucho mejor de lo que tú te

comprendes a ti misma! Estoy convencida de que no sientes cariño por él, por ese

muchacho tan poco natural, sino por tus sueños dorados, por tu felicidad perdida, por tus

altos ideales. Yo también he amado, y quizá más hondamente que tú. Yo también he

sufrido. Yo también he tenido mis altos ideales. ¿Quién puede culparme por ello? Y,

sobre todo, ¿puedes tú condenarme por ver en un enlace con el príncipe una solución

salvadora a la vez que indispensable para ti en tu situación actual?

Zina escucha con asombro esta larga declamación, bien persuadida de que su madre no

adoptaría este tono sin motivo. La conclusión final, inesperada, la deja consternada de

veras.

-¿Pero en serio se propone usted casarme con ese príncipe? -gritó asombrada y mirando

a su madre casi con espanto-. ¿Con que va no se trata sólo de sueños ni de proyectos, sino

de una firme intención suya? ¿Con que yo llevaba razón? ¿Y... y... y... de qué manera me

salva ese casamiento y por que es indispensable en mi situación actual? ¿Y de qué

manera se relaciona esto con lo que acaba usted de decir, con toda esa historia?

Francamente, no la comprendo a usted mama.

-Y yo me asombro, mon ange, de que no puedas comprenderlo -exclama Marya

Aleksandrovna, animándose a su vez-. En primer lugar, aunque sólo sea porque entras en

otra sociedad, en otro mundo. Te vas para siempre de este poblacho indecente, lleno de

horribles recuerdos para ti, donde no gozas de consideración ni tienes amigos, donde te

han calumniado, donde todas esas urracas te odian por tu belleza. Puedes incluso ir esta

misma primavera al extranjero, a Italia, a Suiza, a España, Zina, a España, donde está la

Alhambra, donde está el Guadalquivir, y no este riachuelo repulsivo de aquí que tiene un

nombre tan feo...

-Pero, perdón, mamá. Usted habla como sí yo ya estuviera casada, o al menos como si

el príncipe hubiera pedido mi mano.

-No te preocupes por eso, ángel mío, porque sé lo que me digo. Pero déjame seguir. Ya

he dicho lo primero, ahora viene lo segundo. Comprendo, hija mía la repugnancia con

que darías tu mano a ese Mozglyakov...

-Aun sin decirlo usted, sé que nunca seré su esposa -replica con ardor Zina y con brillo

en los ojos.

-¡Si supieras qué bien comprendo tu repugnancia hija mía! Es terrible jurar amor ante el

altar de Dios a quien no se puede amar. Es terrible pertenecer a quien ni siquiera se tiene

respeto. Pero él exige tu amor; para eso se casa; y lo sé por las miradas que te dirige

cuando le vuelves la espalda. ¡Y cómo hay que fingir! Yo también conozco eso desde

hace veinticinco años Tu padre echó a perder mi vida, se sorbió toda mi juventud, por así

decirlo. ¡Y cuántas veces tú has visto mis lágrimas!

-Papá está en el campo. Déjelo en paz, por favor -responde Zina.

-Sé que tú siempre te pones de su parte. ¡Ay, Zina! El corazón se me paraba cuando,

por conveniencia deseaba tu casamiento con Mozglyakov. Por otra parte, con el príncipe

no hay por qué fingir. Bien claro está que no puedes amarle... con amor, puesto que ya no

es capaz de exigir ese amor...

-¡Dios mío, qué absurdo! Pero le aseguro que se equivoca usted desde el principio, y en

lo primero y principal. ¡Sepa usted que no quiero sacrificarme sin saber por qué! Sepa

usted que no quiero casarme por nada del mundo, co n nadie, y que me quedaré soltera.

Durante dos años ha estado usted importunándome porque no me casaba. Bueno, ahora

necesita usted acos tumbrarse a la idea. No quiero, y basta. ¡Así habrá de ser!

-¡Pero, alma mía, Zinochka, no te sulfures, por amor de Dios, sin haber oído el resto!

¡Pero qué cabeza tan fogosa tienes! ¡De veras! Déjame mirar el asunto desde mi punto de

vista y en seguida estarás conforme conmi go. El príncipe vivira un año, dos a lo más, y

en mi opinión más vale ser una viuda joven que una solterona madura. Sin contar con que

tú, muerto él, quedas como princesa, libre, rica, independiente. Quizá tú, hija mía, miras

con repugnancia todos estos cálculos, cálculos basados en su muerte. Pero yo soy madre,

¿y qué madre me condenará por ser larga de vista? Finalmente, si tú, ángel de bondad,,,

todavía sientes compasión por ese muchacho hasta el extremo de que no quieres casarte

mientras viva (que es lo que yo sospecho), piensa entonces que, casándote con el

príncipe, le resucitarás en espíritu, le llenarás de gozo! Si tiene una pizca de sentido

común, comprenderá por supuesto que tener celos del príncipe es impertinente, ridículo;

que te casaste por conveniencia, por necesidad. Por último, comprenderá..., en fin, sólo

quiero decir que cuando muera el príncipe puedes volver, a casarte con quien te dé la

gana...

-En resumen, que se trata de casarse con el príncipe, desplumarle y contar luego con su

muerte para casarse con el amante. ¡Qué bien hace usted sus cuentas! Usted quiere

seducirme, proponiéndome... La comprendo a usted, mamá, la comprendo por completo.

No puede dejar de manifestar sus nobles sentimientos incluso en un negocio ruin.

Hubiera sido mejor y mas sencillo decir: «Zina, esto es una bajeza, pero es una bajeza

provechosa; por lo tanto, acéptale.» Eso, al menos, hubiera sido más franco.

-Pero, hija mía, ¿por qué mirarlo desde ese punto de vista? ¿Desde el punto de vista del

engaño, la insidia o el afán de lucro? Consideras mis cálculos como una bajeza, como un

fraude; pero, por lo que hay de más sagrado, ¿dónde está el fraude, dónde la bajeza?

Mírate en el espejo: eres tan hermosa que por ti se podría dar un reino. ¡Y de pronto tú,

una belleza, sacrificas a un anciano tus mejores años! Tú, cual hermosa estrella, iluminas

el ocaso de su vida. Tú, como verde hiedra, te abrazas a su vejez. Tú, y no ese cardo, esa

mujer detestable que le ha embrujado y que le chupa los tuétanos con avidez. ¿Es posible

que su dinero que su título valgan más que tú? ¿Dónde están la bajeza y el engaño? Zina,

tú no sabes lo que dices.

-Quizá lo valgan, pues es preciso casarse por ello con un carcamal. ¡Engaño y nada más

que engaño mamá, cualesquiera que sean sus fines!

-Al contrario, querida, al contrario. Esto cabe mi rarlo desde un punto de vista elevado,

hasta cristiano. En cierta ocasión tú misma, en un momento de exaltación, me dijiste que

querías hacerte hermana de la caridad. Tu corazón sufría, estaba endurecido. Decías (y

esto lo sé) que ya no podrías amar. Si no crees en el amor dirige tus pensamientos a otro

objetivo más alto, dirígelos sinceramente, como un niño con su fe y su santidad, y Dios te

bendecirá. Este anciano también ha sufrido; es desgraciado, perseguido. Yo le conozco

desde hace años y siempre he sentido por él una extrana simpatía, una especie de amor,

como si presintiera algo. Sé su amiga, sé su hija, sé, si cabe, hasta su juguete -si hay que

decirlo todo-, pero conforta su corazón y obrarás por amor de Dios y la virtud. Que es un

ser ridículo, no te fijes en ello. Que es sólo un medio- hombre, apiádate de él, pues eres

cristiana. ¡Haz un esfuerzo! Tales hazañas son dificultosas. Para nosotras es penoso

vendar heridas en un hospital y es repugnante respirar el aire infecto de un lazareto. Pero

hay ángeles de Dios que hacen eso y dan gracias al Señor por su vocación. Ahí tienes el

remedio para tu corazón doliente: quehaceres, sacrificios. Así curarás tus propias heridas.

¿Dónde está el egoísmo, dónde la bajeza? Pero no me crees. Piensas acaso que estoy

fingiendo cuando hablo de deberes, de sacrificios. No puedes comprender cómo yo,

mujer mundana, frívola, puedo tener corazón, sentimientos, principios. Pues bien, no me

creas, insulta a tu madre, pero admite que sus palabras son razonables y confortantes.

Imagínate que no soy yo la que habla, sino otra persona. Cierra los ojos, vuelve la cara a

la pared, piensa que te habla una voz invisible... ¿Es que lo que más te molesta es que

todo esto se hace por dinero, como un negocio de compraventa? ¡Pues bien, rechaza el

dinero, si el dinero te repugna! Quédate con el indispensable y reparte el resto entre los

pobres. Por ejemplo, ayuda a ese desgraciado que está a las puertas de la muerte.

-No aceptará ayuda ninguna -dice Zina en voz baja, como para sus adentros.

-Él no la aceptará, pero su madre sí -responde Marya Aleksandrovna triunfante-. Sin

que él se entere. Tú vendiste tus pendientes, que eran un regalo de tu tía, y le ayudaste

hace medio año. Lo sé. Sé que la vieja plancha ropa ajena para dar de comer a su desgracíado

hijo.

-Pronto no le hará falta ninguna ayuda.

-También sé a qué aludes -afirma Marya Aleksandrovna, y en su rostro se dibuja una

inspiración, una verdadera inspiración-. Sé de qué hablas. Dicen que está tísico y que

morirá pronto. ¿Pero quién lo dice? Hace unos días pregunté adrede por él a Kallist

Stanislavich y me contestó que, en efecto, la dolencia es peligrosa, pero que está

convencido de que el pobre no está tuberculoso todavia, sino que sólo padece de una

grave afección al pecho. Pregúntale tú misma. A decir verdad, me dijo que en otras

circunstancias, sobre todo con un cambio de clima y de impresiones, el enfermo podría

recobrar la salud. Me dijo que en España -y esto ya lo he oído yo antes e incluso lo he

leído hay una isla extraordinaria, Málaga creo que se llama .... en fin algo que suena a

vino, donde no sólo los enfermos del pecho, sino los verdaderos tuberculosos se curan

por completo con sólo el clima, y que allí van de propósito a curarse los nobles, por

supuesto, y quizá también los comerciantes, pero unicamente los que son muy ricos. Pero

aunque no sea mas que esa Alhambra mágica, esos mirtos, esos limoneros, esos españoles

en sus mulas..., ya esto, por sí solo, produce una extraordinaria impresión en un

temperamento poético. ¿Crees tú que no aceptará tu ayuda, tu dinero para ese viaje?

Entonces engáñale, si te da lástima. El engaño es perdonable cuando se trata de salvar

una vida humana. Dale esperanza, prométele incluso tu amor; dile que te casarás con él

cuando enviudes. Todo se puede decir en este mundo si se dice noblemente. Tu madre,

Zina, no te enseñará nada innoble. Todo eso lo harás por la salvación de su vida y, por lo

tanto, todo eso es permisible. Resucitará su esperanza; él mismo empezara a cuidar de su

salud, a curarse, a obedecer a los médicos. Tatará de salvarse para la felicidad. Si recobra

la salud, aunque no te cases con él, por lo menos la habrá recobrado, y tú le habrás

devuelto la vida, le habrás salvado. En fin, hasta es posible mirarle con compasión. Quizá

el destino le habrá dado una lección, le habrá hecho hombre mejor, y si al menos llega a

ser digno de ti, pues ¿por qué no? te casas con él cuando quedes viuda. Serás rica, independiente.

Después de curarle podrás facilitarle una posición en el mundo, una carrera.

Tu casamiento con él será entonces más perdonable que ahora, cuando es imposible.

¿Qué os esperaría a los dos si decidierais ahora cometer esa locura? El desprecio general,

la pobreza, el tirar de la oreja a chicos mugrientos, porque eso es parte de su oficio, la

lectura conjunta de Shakespeare, el vivir para siempre en Mordasov y, por último, la

muerte próxima e inevitable; mientras que, salvándole, le salvarás para una vida útil y

virtuosa; perdonándole, le darás esperanza y le reconciliarás consigo mismo. Puede

ingresar en la administración pública, alcanzar un puesto en una oficina del Estado. Por

último, suponiendo que no recobre la salud, morirá feliz, en paz consigo mismo, en tus

brazos, porque tú podrás estar a su lado en esos momentos, seguro de tu amor, perdonado

por ti, a la sombra de los mirtos, de los limoneros, bajo un cielo exótico y azul. ¡Oh, Zina,

todo eso está en tus manos! ¡Todas las ventajas están de tu parte, y todo ello mediante el

matrimonio con el príncipe!

Marya Aleksandrovna acaba. Hay un silencio bastante largo. Zina muestra una

agudísima agitación.

Nosotros no intentaremos describir los sentimientos de Zina porque no podemos

sospecharlos. Pero parece que Marya Aleksandrovna ha encontrado una vía practicable al

corazón de su hija. Sin saber el estado del corazón de ésta, ha ido pulsando todas las

cuerdas hasta dar por fin con la más conveniente. Ha ido palpando rudamente los puntos

más sensibles del corazón de Zina y, claro, por la fuerza de la costumbre, no ha dejado de

sacar a relucir sus nobles sentimientos que, por supuesto, no han deslumbrado a su hija.

«¿Pero qué importa que no me crea -piensa Marya Alesandrovnacon tal que la obligue a

pensar? ¿Habré aludido con cla ridad a temas que no debo tocar abiertamente?» Así ha

pensado y ha dado en el blanco. El efecto ha sido positivo. Zina ha escuchado con avidez.

Ha tenido las mejillas encendidas y le ha palpitado el pecho.

-Escuche, mamá -dice por fin con voz decidida, aunque la repentina palidez de su rostro

muestra a las claras cuánto le cuesta esa decisión-. Escuche, mamá...

Pero en ese momento un rumor repentino que llega del vestíbulo, junto con una voz

aguda y chillona que pregunta por Marya Aleksandrovna, obligan a Zina a callar. Marya

Aleksandroyna se levanta de un salto

-¡Dios santo! -grita-. ¡El demonio nos trae a esa urraca! ¡La coronela! ¡Pero si casi la

eché de aquí hace quince días! -agrega casi desesperada -. Pero es imposible no recibirla

ahora. ¡Imposible! Seguramente trae noticias, de lo contrario no se atrevería a asomar por

aquí. Esto es importante, Zina. Tengo que enterarme... ¡Ahora no puede una descuidarse!

¡Pero cuánto le agradezco su visita! ---exclama saliendo al encuentro de la señora que

entra-. ¿Cómo se le ha ocurrido pensar en mí, estimadísima Sofya Petrovna?

¡Qué en-can-ta-do-ra sorpresa!

Zina sale corriendo de la habitación.

VI

La coronela, Sofya Petrovna Farpuhina, se asemeja a una urraca sólo en lo moral. En lo

físico parece mas bien un gorrión. Es una pequeña dama cincuentona, de ojillos

penetrantes, pecosa y con manchas amarillas por toda la cara. Sobre su exiguo y enjuto

corpezuelo, sostenido por unas patitas de gorrión fuertes y flacas, lleva un vestido de seda

oscuro que susurra de continuo porque la coronela no puede estarse quieta más de dos

segundos. Es una cotilla siniestra y vengativa. Está pagada hasta la chifladura de ser

esposa de un coronel. Ríñe a menudo a su marido, coronel retirado, y le araña la cara. Por

añadidura, se bebe cuatro vasos de vodka por la mañana v otros tantos por la tarde, y odia

hasta la locura a Anna Nikolaevna Antippva, que la ha echado de su casa la semana

pasada, y a Ntly Dmitrievn Paskudina, que ha colaborado en esa empresa.

-Me detengo sólo un minuto, mon ange -gorjea-. No sé por qué me he sentado. He

venido a decirle que aquí están pasando cosas muy raras. ¡Toda la ciudad se ha vuelto

loca, ni más ni menos, con ese príncipe! Nuestras viejas raposas, vouz comprenez, le

acaparan, le persiguen, le traen y le llevan en palmito, beben champaña..., parece mentira,

parece mentira. ¿Pero por qué le ha dejado usted apartarse de su lado? ¿Sabe usted que

ahora está en casa de Natalya Dmitrievna?

-¿En casa de Natalya Dmitrievna? -exclama Marya Alesandrovna saltando de su

asiento-. ¡Pero si ¡Iba sólo a ver al gobernador y luego, quizá, a casa de Anna

Nikolaevna, aunque nada más que un ratito!

-¡Pues sí, nada más que un ratito! ¡Vaya usted a cogerle ahora! No encontró al

gobernador en casa, luego fue a ver a Anna Nikolaevna, le dio palabra de comer con ella,

y Natalya Dmitrievna, que ahora no sale de allí, se lo llevó a almorzar a su propia casa.

¡Ahí tiene usted al príncipe!

-¿ Y qué de... Mozglyakov? Porque él prometió...

-¡Vaya con su Mozglyakov! Piensa usted bien de él, ¿eh? También se fue con ellos. Ya

verá usted cómo le hacen jugar a las cartas y perderá otra vez como perdió el año pasado!

¡Y al príncipe también le harán jugar! ¡Lo dejarán en cueros! ¿Y las cosas que cuenta esa

Natalya? Dice a voz en cuello que quiere usted atraerse al príncipe, bueno... con el

propósito consabido, vouz comprenez. Ella misma se lo explica. Claro que él no entiende

palabra, sigue en su asiento como un gato mojado y a cada momento dice: «Pues sí, pues

sí.» Y ella misma, ella misma le pone delante a su Sonka - figúrese, quince años y todavía

viste de corto, así, sólo hasta la rodilla, y ya puede usted imaginarse... Mandaron a buscar

a esa huerfanita Maskha, que también está de corto, sólo que por encima de la rodilla -la

miré con los impertinentes-. Les colocaron en la cabeza unas caperuzas rojas con

plumas..., no sé qué significa eso, e hicieron bailar la kazachka a las dos urraquitas

acompañadas por el piano. Bueno, ya conoce usted el punto débil de este príncipe. Nada,

que se derritió: «¡Formas -decía-, formas!» Las miraba con sus impertinentes y ellas, las

dos urracas, ¡a ver cuál se destacaba más! Estaban subidas de color, echaban las piernas

por alto, y se armó tal jarana que hasta la servidumbre quedó avergonzada, no le digo

más. ¡Y a eso llaman baile! Yo también bailé con un chal en la fiesta de despedida del

excelente pensionado de madame Jarnis ¡y cause muy buena impresión! ¡Me aplaudieron

unos senadores! ¡Allí se educaban hijas de príncipes y condes! Pero esto de aquí no es

mas que un cancán. ¡Me puse colorada de vergüenza, colorada, colorada! En fin, que no

pude aguantarlo más y me fui.

-¿Pero... ha estado usted también en casa de Natalya Dmitrievna? Pero si usted...

-Bueno, sí, me insultó la semana pasada. Se lo digo a todo el mundo sin rodeos. Mais,

ma chére, yo quería ver a ese príncipe aunque sólo fuera por un resquicio de la puerta.

También fui. Si no, ¿dónde hubiera podído verlo? ¿Cree usted que hubiera ido a esa casa

si no hubiera sido por ese miserable principejo? Figú rese que sirvieron chocolate a todo

el mundo menos a mí, y ni siquiera me dirigieron la palabra durante todo ese tiempo. Ella

lo hizo de propósito... ¡Barril de mujer, ya me las pagará! Pero adiós, mon ange, voy con

prisa, con mucha prisa... Necesito encontrar a Akulina Panfilovna y contárselo todo...

Ahora despídase usted del príncipe, porque en esta casa ya no le verá usted. Ya sabe

usted que no tiene memoria; con que Anna Nikolaevna de seguro que se lo lleva consigo.

Todas temen que usted... ¿comprende? por Zina.

-¡Quelle horreur!

-Igual que se lo cuento. Toda la ciudad habla de ello. Anna Nikolaevna quiere retenerle

a toda costa para comer, y después para siempre. Lo hace por la inquina que le tiene a

usted, mon ange. La he visto en el patio, por una rendija. ¡Qué bullicio que hay allí!

Estaban preparando la comida, rechinaban los cuchillos..., han mandado por champaña...

Dése usted prisa, mucha prisa, y cójale en el camino cuando vaya a casa de ella. Porque,

al fin y al cabo, la de usted fue la primera invitación a comer que aceptó. Es el invitado

de usted, no de ella. ¡Vamos, que estaría bueno que se riera de usted esa vieja zancarrona,

esa intriganta, esa daifa! ¡Si no vale una suela de mi zapato por muy fiscala que sea! ¡Yo

soy coronela! Yo me eduqué en el excelente pensionado de madame Jarnis... ¡qué se

creerá ella! Mais adieu, mon ange. He venido en mi propio trineo, que si no, me iba con

usted en el suyo.

La gaceta ambulante desaparece. Marya Aleksandrovna tiembla de agitación, pero el

consejo de la coronela resulta sobremanera claro y práctico. No hay tiempo que perder.

Aún queda, sin embargo, el obstáculo más importante. Marya Aleksandrovna corre al

cuarto de Zina.

Zina va y viene por él, pálida y angustiada, con los brazos cruzados y la cabeza gacha.

Tiene lágrimas en los ojos, pero en la mirada que lanza a su madre hay resolución. Se

enjuga las lágrimas precipitadamente y una sonrisa irónica aparece en sus labios.

-¡Mamá -dice anticipando a Marya Aleksandrovna-, hace un momento ha gastado usted

en balde conmigo mucha retórica, demasiada retórica! Pero no me ha deslumbrado usted.

No soy una niña. Persuadirme de que cumplo la misión de una hermana de la caridad, no

teniendo para ello la menor vocación, justificar la bajeza que se hace sólo por egoísmo

fingiendo que tiene un noble propósito, todo eso es de una trapacería tal que no puede

engañarme. ¡óigame bien: no ha podido engañarme y quiero que lo sepa usted bien!

-¡Pero, mon age...! -exclama intimidada Marya Aleksandrovna.

-¡Céllese, mamá! Tenga paciencia para escucharme hasta el fin. A pesar de tener plena

conciencia de que esto no es más que una trapacería, a pesar de mi pleno convencimiento

de que esta conducta es enteramente innoble, acepto por completo su propuesta, ¿oye?

por completo, y le anuncio que estoy dispuesta a casarme con el príncipe, dispuesta

incluso a ayudar con todas mis fuerzas a inducirle a que se case conmigo. ¿Por qué hago

esto? No tiene usted por qué saberlo. Baste el hecho de que estoy decidida. Estoy

decidida a todo: le pondré las botas, seré su criada, bailaré para tenerle contento, para

resarcirle de mi vileza, haré uso de cuanto haya a mano para que no se arrepienta de

haberse casado conmígo. Pero a cambio de mi decisión exijo que me diga usted

claramente cómo piensa arreglar el asunto. Puesto que ha empezado usted a hablar de ello

con tanta insistencia, la conozco demasiado bien para saber que no lo hubiera hecho usted

sin tener ya en la cabeza un plan determinado. Sea franca al menos una vez en su vida. La

franqueza es condición indispensable. No puedo decidirme sin saber exactamente cómo

piensa usted hacer todo eso.

A Marya Aleksandrovna la deja tan perpleja la in esperada conclusión de Zina que

queda muda e inmóvil de asombro ante ella, mirándola con los ojos muy abiertos. Estaba

dispuesta a luchar con el obstinado romanticismo de su hija, cuya severa probidad le ha

causado miedo siempre, y ahora oye de pronto que Zina está plenamente de acuerdo con

ella y dispuesta a todo, e pesar de sus convicciones. El proyecto, pues, tiene ahora un

firmísimo asiento. Sus ojos brillan de gozo.

-¡Zinochka! -exclama en un rapto de entusiasmo ¡Zinochka! ¡Eres carne y sangre mía!

No puede decir mas y corre a abrazar a su hija.

-¡Ay, Dios mío! No le pido sus caricias, mamá -responde Zina con impaciente

repugnancia-. ¡No necesito sus entusiasmos! Exijo contestación a mi pregunta y nada

más.

-¡Pero, Zina, yo te quiero! Yo te adoro y tú me re chazas... Ya sabes que mis afanes son

por tu felicidad...

Le brillan los ojos de lágrimas sinceras. Marya Aleksandrovna quiere a Zina de veras, a

su manera, y en esta ocasión la tienen muy conmovida la agitación y el éxito. Zina, a

pesar de cierta iluminación en su modo actual de ver las cosas, comprende que su madre

la quiere y... se siente agobiada por ese cariño. Mejor sería que su madre la odiara...

-Bueno, mamá, no se enfade. ¡Estoy tan agitada! -dice para tranquilizarla.

-Si no me enfado, si no me enfado, angelito mío -gorjea Marya Aleksandrovna

animándose al instante-. Ya sé que estás agitada. Bueno, hija mía, pides franqueza... Pues

bien, seré franca, completamente franca, te lo aseguro. ¡Si al menos me creyeras! En

primer lugar, Zina, te diré que aún no tengo un plan enteramente elaborado, o sea, en

todos sus detalles, ni, por supuesto, podría tenerlo. Tú, con tu cabecita inteligente, comprenderás

por qué. Preveo incluso algunas dificultades... Hace un momento esa urraca me

ha trastornado con sus chismes... (¡Ay, Dios mío, habrá que darse prisa!) Ves que soy

enteramente franca. ¡Pero te juro que lograré mi propósito! -añade con entusiasmo-. Mi

confianza no tiene nada de poesía, como tú decías hace una rato, ángel mío; está basada

en los hechos; está basada en la chochez innegable del príncipe .... y éste es un cañonazo

en el que se puede bordar lo que se quiera. Lo importante es que nadie se entrome ta. ¡Si

se creerán esas imbéciles que pueden ganarme en gra mática parda! --exclama, dando un

puñetazo en la mesa y echando chispas por los ojos-. Esto corre de mi cuenta. Y lo más

necesario es empezar cuanto antes para poder terminar lo más importante hoy mismo, si

es posible.

-Bien, mamá. Ahora escuche una... franqueza más. ¿Sabe por qué me intereso tanto por

su plan y no tengo confianza en él? Pues porque no tengo confianza en mí misma. Ya he

dicho que estoy resuelta a cometer esa bajeza; pero si los detalles del plan de usted

resultan demasiado repugnantes, demasiado sucios, le advierto que no lo toleraré y que lo

abandonaré todo. Sé que esto es otra bajeza: decidirse a hacer algo vil y no querer

meterse en el fango en que flota la vileza; pero no hay más remedio: así tiene que ser.

-Pero, Zinochka, mon ange, ¿dónde está esa vileza tan particular? -objeta Marya

Aleksandrovna con timidez-. Aquí hay sólo un casamiento ventajoso y eso es cosa de

todos los días. Basta con mirar el asunto desde ese punto de vista para que resulte por

completo honorable. ..

-¡Por amor de Dios, mamá, no me venga con sofismas! ¡Ya ve que estoy de acuerdo

con todo, con todo! ¿Qué más quiere? Por favor, no se asuste de que llame las cosas por

su nombre. Quizá sea mi único consuelo ahora.

En sus labios se dibuja una sonrisa amarga.

-Bueno, bueno, angelito mío, podemos no estar de acuerdo y, sin embargo, respetarnos

mutuamente. Deja a mí cargo toda esa lata sí te preocupan los detalles y temes que sean

sucíos. Te juro que no te salpicará una mota de fango. ¿Es que quiero yo que te

comprometas ante todos? Confía en mí y todo saldrá a pedir de boca, y sobre todo con el

mayor decoro. No habrá escándalo alguno, y si hubiera algún escandalillo de poca monta,

bueno ¿y qué?... para entonces ya estaremos lejos de aquí. Porque aquí no vamos a

quedamos. Que griten a voz en cuello, ¿qué más da? Lo que tendrán es envidia. ¡Como si

valiera la pena preocuparse de ellos! Sin embargo, Zinochka, me asombra -no te enfades

conmigo- que con todo tu orgullo les tengas miedo.

-¡No les tengo ningún miedo, mamá! ¡Usted símplemente no me comprende! -responde

Zína irritada.

-¡Bueno, bueno, querida, no te enfades! Sólo quería decir que ellos hacen algo sucío

todos los días del año, y tú, que lo haces una so la vez en tu vida... ¡pero qué tonta soy!

¿Qué hay de sucío aquí? Nada, por supuesto. ¡Al contrarío, es algo perfectamente

honroso! Quiero probártelo de manera concluyente, Zínochka. En primer lugar, repito

que todo depende del punto de vista...

-¡Basta ya de pruebas, mamá! -grita Zina impaciente, golpeando el suelo con el pie.

-¡Bueno, hija, no digo más! Me he equivocado otra vez...

Hay un corto silencio. Marya Aleksandrovna espera que Zina diga algo y la mira con

inquietud, como una perrita culpable mira a su ama.

. -Francamente no comprendo cómo se las va a arreglar usted -prosigue Zina con

repugnancia-. Estoy convencida de que el resultado será la vergüenza. Des precio el qué

dirán, pero esto será una deshonra.

-Sí eso es todo lo que te inquieta, ángel mío, por favor no te preocupes. ¡Te lo ruego, te

lo suplico! Pongámonos de acuerdo y no te preocupes por mí. ¡Si tú supieras de cuántos

lodazales he salido con los pies limpios! ¡Los asuntos que he tenido que resolver! Bueno,

ahora, con tu permiso, ¡manos a la obra! En todo caso, lo que urge más que nada es

quedarse a solas con el príncipe lo antes posible. ¡Es lo primerísimo de todo! Todo lo

demás depende de eso. Pero ya preveo el resto. La gente se va a sublevar, pero... ¡qué

importa! Yo misma le siento la mano. Quien todavía me asusta es Mozglyakov...

-¡Mozglyakov! -dice Zina con desprecio.

-Pues sí, Mozglyakov. ¡No temas, Zinochka! Te juro que le voy a trastear de manera

que acabe por ayudarnos. ¡Tú no me conoces todavía, Zinochka! ¡Tú no sabes todavía lo

batallona que soy cuando hace falta! ¡Ay, Zinochka, hija! Tan pronto como oí hablar del

príncipe hace poco, me empezó a bullir una idea en la cabeza. Fue como una iluminación

repentina. ¿Y quién había de pensar que vendría a nuestra casa? Mil años que vivieramos

no volvería a presentarse otra ocasión como ésta. ¡Zinochka! ¡Angelito! No hay deshonra

en que te cases con un viejo tullido, pero sí en que te cases con alguien a quien no puedes

aguantar y de quien tendrás que ser mujer verdadera. ¡Porque del príncipe no lo serás!

¡Esto no es un matrimonio! No es más que un contrato doméstico. Pero en ello hay

ventaja para ese tonto, porque a ese tonto se le da una felicidad inapreciable. ¡Qué

hermosa estás hoy, Zinochka! ¡Requetehermosa, y no sólo hermosa! Si fuera hombre,

hasta yo misma ganaría para ti medio imperio si tú lo quisieras. ¡Todos esos son asnos!

¿Cómo no besar esta manecita? -Y Marya Aleksandrovna besa ardorosamente la mano de

su hija-. ¡Pero si esto es mi cuerpo, mi carne, mi sangre! ¡Aunque sea a la fuerza hay que

casar a ese tonto! ¡Y cómo vamos a vivir Zinochka! Porque tú no te separarás de mí! ¡No

arrojarás de tu lado a tu madre cuando consigas la felicidad! A pesar de que reñimos,

angelito mío, nunca has tenido una amiga como yo; a pesar de...

-¡Mamá! Si ya se ha decidido, quizá sea hora... de hacer algo. ¡Aquí no hace más que

perder el tiempo! -dice Zina con impaciencia.

-¡Ya es hora, Zinochka, ya es hora! ¡Cómo le doy a la lengua! -dice Marya

Aleksandrovna reportándose-. Estarán tratando de atraerse por completo al príncipe. En

seguida tomo el trineo y me voy. Llego, llamo a Mozglyakov y, nada... ¡que me llevo al

príncipe a la fuerza si es preciso! ¡Adiós, Zina, adiós, paloma! ¡No te aflijas, no tengas

dudas, no te pongas triste; sobre todo no te pongas triste! ¡Todo saldrá bien, muy decorosamente!

Lo importante es mirarlo desde un punto..., bueno, ¡adiós, adiós!

Marya Aleksandrovna hace la señal de la cruz sobre la cabeza de Zina, sale corriendo

de la habitación, da un par de vueltas ante el espejo durante un minuto, y en dos más

vuela por las calles de Mordasov en su trineo, que está listo todos los días a esta hora por

si quiere salir. Marya Aleksandrovna vive en grand.

-No, no vais a ganarme por la mano -piensa en el trineo-. Ahora que Zina está

conforme, queda resuelta la mitad del asunto. ¿Que puede fallar algo ahora? ¡Qué

tontería! ¡Ay, qué Zina ésta! Ha consentido por fin, lo cual quiere decir que en esa

cabecita también se hacen cálculos. ¡Qué perspectiva tan tentadora le he dibujado! Le he

tocado una cuerda sensible. ¡Hay que ver lo guapa que está hoy! Con su belleza podría yo

revolver media Europa a mi gusto. Bueno, esperemos a ver... Shakespeare desaparecerá

cuando ella llegue a ser princesa y a conocer otras cosas, porque ¿qué conoce aho ra?

¡Mordasov y ese maestro! ¡Hum...! ¡Qué princesa será! Lo que me gusta de ella es ese

orgullo, esa audacia. ¡Es tan altanera! Cuando mira es como si mirara una reina. Pero

¿por qué no comprendía las ventajas? Bueno, por fin las comprendió... y comprenderá el

resto... ¡De todos modos estaré junto a ella! ¡Al fin se puso de acuerdo conmigo en todos

los particulares! ¡Y no puede prescindir de mí! ¡Yo también seré princesa y me conocerán

en Petersburgo! ¡Adiós, poblacho! ¡Mo rirá el príncipe, morirá ese mozuelo y entonces la

casaré con un príncipe reinante! Sólo temo una cosa: ¿no le he hecho demasiadas

confidencias? ¿No he sido demasiado franca? ¿Demasiado efusiva? Me asusta, ¡ay cómo

me asusta!

Y Marya Aleksandrovna se sume en sus reflexiones. Ni que decir tiene que son

complicadas; pero, como dice el refrán, el deseo hace más que la obligación.

Cuando se quedó sola, Zína se estuvo paseando largo rato por la habitación, con las

manos cruzadas y absorta en sus pensamientos. Éstos eran de muy diversa índole. A

menudo, y casi inconscientemente, repetía: «¡Ya es hora, ya es hora, hace mucho que ya

es hora! » ¿Qué significaba esta exclamación suelta? Más de una vez brillaron lágrimas

en sus largas y sedosas pestañas, pero no pensaba en retenerlas ni en secarlas. Su madre

no tenía por qué preocuparse ni intentar adivinar los pensamientos de su hija. Zína estaba

enteramente decidida y preparada para afrontar todas las consecuencias...

-¡Espera y verás! -pensaba Nastasya Petrovna saliendo sin hacer ruido del cuarto

trastero cuando se fue la coronela- ¡Y yo que iba a ponerme un lazo color de rosa para ese

príncípejo! ¡Tonta que soy, creer que se casaría conmigo! ¡Pues adiós al lacito! ¡Ah,

Marya Aleksandrovna! ¡Con que soy una guarra, una mendiga a quien se puede sobornar

con doscientos rublos? ¡Hubiera debido dejarte, figurona, que tú misma salieras del lío!

¡Sí, tomé ese dinero, y a mucha honra! Lo tomé para gastos relacionados con el asunto...

Quizá hubiera tenido que sobornarme yo a mi misma. ¿A tí qué te importa que rompiera

el cerrojo con mis propias manos? ¡Para ti trabajaba, señora de las manos blancas! A ti te

basta con bordar la tela. ¡Espera, que ya te daré yo tela! ¡Ya os haré ver a vosotras dos la

clase de guarra que soy! ¡Ya veréis quié n es Nastasya Petrovna y toda su humildad!

VII

A Marya Aleksandrovna la arrastraba su genio. Elaboraba un proyecto prodigioso y

atrevido. Casar a su hija con un príncipe cargado de taras físicas y de dinero, y casarla a

hurtadillas de todos, aprovechándose de la debilidad mental y el desvalimiento de su

huésped, casarla «a lo ladrón», como dirían los enemigos de Marya Aleksandrovna, sería

no sólo atrevido, sino audaz. Por supuesto, el proyecto era ventajoso, pero si fallaba,

cubriría de deshonra a quien lo había fraguado. Marya Aleksandrovna lo sabía, pero no

desesperaba. «¡De cuántos lodazales he salido con los pies limpios!» -había dicho a Zina

con razón. De otro modo, ¿qué clase de heroína sería?

Todo esto tenía, sin duda, aire de atraco a mano arma da en el camino real; pero Marya

Aleksandrovna tampoco se fijaba demasiado en ello. La dominaba en este particular una

idea completamente irrebatible: «Una vez casados, ya no se descasan», idea sencilla, pero

que seduce a la fantasía con ventajas tan insólitas, que nada más que de figurárselas le

entraba a Marya Aleksandrovna un temblor y le daban escalofríos. Su estado general era

de extrema agitación e iba en su trinco como sobre ascuas. Como mujer inspirada, dotada

de innegable capacidad creadora, ya había pensado en su plan de campaña, pero era sólo

un boceto, trazado a grandes rasgos, percibido sólo oscuramente. Queda ban todavía un

sinfín de detalles y varias circunstancias imprevisibles. Marya Aleksandrovna, sin

embargo, estaba segura de sí. No era el temor del fracaso lo que la agitaba, no. Era sólo

que queria émpezar al momento, entrar en seguida en la refriega. Una noble impaciencia

la consumía al pensar en pausas y demoras. Pero, ha blando de demoras, pedimos venia

para explicarnos con mayor clar idad. Marya Aleksandrovna preveía y esperaba que la

principal dificultad provendría de sus honorables conciudadanos, los habitantes de

Mordasov y, sobre todo, de las muy respetables damas de la ciudad.

Por experiencia conocía el odio implacable que le profesaban. Tenía, por ejemplo, la

firme convicción de que en ese mismo momento ya sabía todo el mundo cuáles eran sus

intenciones, aunque a nadie se había hablado de ellas todavía. Por triste y frecuente

experiencia, sabía que cualquier cosa, por secreta que fuera, que pasaba en su casa por la

mañana era sabida a la tarde en el último tugurio del bazar o en el último tenducho de la

ciudad. Es cierto que hasta ahora Marya Aleksandrovna sólo presentía dificultades, pero

tales presentimientos nunca la engañaban. Tampoco se engañaba ahora. He aquí, en

efecto, lo que pasaba y que ella no conocía aún positivamente. Hacia mediodía, esto es,

unas tres horas después de la llegada del príncipe a Mordasov, empe zaron a correr por la

ciudad unos rumores extraños. No se sabe dónde empezaron, sólo que se difundieron

como un reguero de pólvora. Todo el mundo empezó de repente a jurar y perjurar que

Marya Aleksandrovna había arreglado el matrimonio del príncipe con Zina, la joven de

veintitrés años, carente de dote; que Mozglyakov había sido despedido y que todo estaba

ya decidido y suscrito. ¿Cuál era el motivo de tales rumores? ¿Era que conocían a Marya

Aleksandrovna hasta el punto de que al momento penetraban sus secretos pensamientos e

ideales? Ni la incongyuidad de tal rumor con el orden normal de las cosas -porque tales

asuntos raras veces pueden resolverse en una hora- ni lo evidentemente infundado de la

noticia -porque nadie logró averiguar de dónde partió- pudieron desacreditar tal rumor

ante las gentes de Mordasov. El rumor se difundió y se arraigó con desusada pertinacia.

Lo más curioso de todo fue que empezó a circular cabalmente cuando Marya

Aleksandrovna iniciaba con Zina la conversación transcrita sobre ese mismo tema. Tal es

el olfato de los provincianos. El instinto de los correveidiles de provincias llega a veces a

lo milagroso y, por supuesto, con razón, pues está basado en un conocimiento íntimo,

interesado y de muchos años de duración. Cada provinciano vive como en un escaparate.

No tiene posibilidad de ocultar nada a los ojos de sus honorables conciudadanos. Le

conocen a uno de memoria; hasta conocen lo que uno no sabe siquiera de sí mismo. Por

su propia índole, el provinciano parece que debiera ser psicólogo e intérprete del corazon

humano. Por eso me sorprende de veras encontrar a menudo en provincias tantos asnos

junto con psicólogos e intérpretes del corazón humano. Pero dejemos esto aparte; es una

idea marginal.

La noticia produjo el efecto de un trueno. El casamiento con el príncipe les parecía a

todos tan ventajoso, tan brillante, que nadie reparó siquiera en el lado peregríno del

asunto. Señalemos otro detalle: Zina era odiada casi más que Marya Aleksandrovna. ¿Por

qué? Se ignora. Acaso la belleza de la joven era causa parcial de ello. Quizá también

porque, en fin de cuentas, Marya Aleksandrovna era para todos los habitantes de Mordasov

un «ave del mismo plumaje» que ellos. Si hubiera desaparecido de la ciudad,

¿quién sabe? la hubieran echado de menos. Sus continuos tejemanejes animaban la

sociedad. Sin ella, la vida hubiera sido aburrida. Por el contrario, Zina se conducía como

si no viviera en Mordasov, sino en las nubes. No «hacía juego» con los demás, ni era

igual a ellos y, acaso sin darse ella misma cuenta, los miraba con una altivez insoportable.

Y de pronto esta misma Zina, sobre la cual hasta circulaban rumores escandalosos, esta

Zina altiva, soberbia, se convertía en millonaria, en princesa, ingresaba en la nobleza. En

un par de años, cuando enviudara se casaría con algún duque, quizá incluso con un

general y quizá, ¿quién sabe? con un gobernador (y el de Mordasov, como por

casualidad, era viudo y muy tierno para con el sexo femenino). En tal caso llegaría a ser

la primera dama de la provincia, idea, por supuesto, que era ya de por sí inaguantable.

Nunca noticia alguna había despertado tan gran indignación en Mordasov como la del

casamiento de Zina con el príncipe. Inmediatamente se alzaron gritos de furia por todas

partes, afirmando que eso era pecaminoso, incluso inmundo; que el ancíano no estaba en

su sano juicio; que lo habían enga ñado, embaucado, capturado a mansalva, aprovechándose

de su debilidad mental; que era indispensable salvarlo de esas garras sangrientas;

que esto, en fin de cuentas, era un robo, una inmoralidad; y que, al fin y al cabo, ¿en qué

desmerecían otras señoritas comparadas con Zina? Otras podrían con iguales méritos

casarse con el príncipe. Marya Aleksandrovna, de momento, sólo sospechaba estas

protestas y comentarios, pero le bastaba con ello. Bien sabía que todo el mundo -y

decimos todo el mundo- estaba dispuesto a hacer lo imposible para dar al traste con sus

propósitos. Por ejemplo, ahora mismo querían secuestrar al príncipe, de modo que urgía

rescatarle casi a la fuerza. Además, aunque ella lograra esto último y consiguiera traerle

de nuevo a casa, sería imposible tenerlo siempre atado con una cuerda. Y, por último,

¿quién podría estar seguro de que hoy mismo, dentro de un par de horas, todo un

concurso solemne de damas de Mordasov no aparecería en su salón, y, peor aún, con un

pretexto que haría imposible no recibirlas? Si se les cerraba la puerta, se colarían por la

ventana, lance casi imposible, pero nada insólito en Mordasov. En suma, que no cabía

perder una hora, un segundo, y hasta el momento el asunto ni siquiera estaba comenzado.

De súbito, en la mente de Marya Aleksandrovna surgió y maduró un pensamiento genial

del que no dejaremos de hablar en su debido lugar. De momento diremos sólo que nuestra

heroína volaba, inspirada y terrible, por las calles de la ciudad, decidida incluso a la

violencia si ello era necesario para recobrar posesión del príncipe. Aún no tenía idea clara

de cómo lo lograría o de dónde tropezaría con él, pero de una cosa sí estaba segura, a

saber, que Mordasov se hundiría bajo tierra antes que ella cejase un ápice en llevar a cabo

su empeño.

El primer paso salió a pedir de boca. Logró alcanzar al príncipe en la calle y llevárselo

a comer a casa. Si se pregunta cómo, a pesar de las maquinaciones de sus enemigos,

logró salirse con la suya y dejar plantada a Anna Nikolaevna, me veré obligado a declarar

que considero dicha pregunta injuriosa para Marya Aleksandroyna. ¿Es que esta dama no

podía ganarle por la mano a una mujer como Anna Nikolaevna Antipova? Se limitó a

detener al príncipe, que iba camino de la casa de su rival, y sin pararse en barras, ni

prestar oído a los razonamientos del propio Mozglyakov, que temía un escándalo,

trasladó al anciano al propio trineo de ella. Marya Aleksandrovna también se distinguía

de sus rivales en que en ocasiones críticas ni siquiera pensaba en el escándalo, de acuerdo

con el axioma de que el éxito lo justifica todo. No hay que decir que el príncipe no opuso

resistencia notable y que, según su costumbre, se olvidó muy pronto de todo y quedó muy

satisfecho. Durante la comida charló por los codos, estuvo muy festivo, dijo agudezas,

hizo juegos de palabras, contó anécdotas que no terminaba o saltaba de una a otra sin

darse cuenta de ello. En casa de Natalya Dmtrievna había bebido tres copas de champaña.

Durante la comida siguió bebiendo y acabó por perder la cabeza. A ello contribuía,

llenándole el vaso, la propia Marya Aleksandrovna. La comida estuvo muy bien. El

monstruo Nikíta no la echó a perder. La señora de la casa animaba a los concurrentes con

la amabilidad más encantadora; pero la mayoría de los presentes se mostraban, como de

propósito, sobremanera deprimidos. Zína callaba de un modo casi solemne. Mozglyakov,

evidentemente, no las tenía todas consigo y comía poco. Pensaba en algo, y como en su

caso esto sucedía sólo de tarde en tarde, Marya Aleksandrovna estaba muy intranquila.

Nastasya Petrovna estaba sombría y, sin que nadie la viera, hacía señas extrañas a

Mozglyakov, que éste ni siquiera notaba. De no haber sido por la encantadora amabilidad

de la anfitriona, la comida hubiera parecido un velatorio.

Y no obstante, Marya Aleksandrovna sentía una extraordinaria agitación. La propia

Zina la asustaba ho rriblemente con su cara triste y sus ojos llorosos. Y aho ra quedaba otra

dificultad: era preciso acelerar las cosas, apresurarse, y este «maldito Mozglyakov»

seguía sentado como un marmolillo, despreocupado, estorbándolo todo. Porque, claro, no

había que pensar en comenzar el asunto con él delante. Marya Aleksandrovna se levantó

de la mesa con horrible ansiedad. ¡Cuál sería su asombro, su gozoso terror, por así

decirlo, cuando el propio Mozglyakov, en cuanto se levantaron de la mesa, se le acercó e

inesperadamente le anunció que, por supuesto lamentándolo infinito, le era preciso ausentarse

al instante.

-¿Adónde va? -preguntó Marya Aleksandrovna con pesadumbre poco usual.

-Pues vea lo que pasa, Marya Aleksandrovna --empezó diicendo Mozglyakov con

inquietud, y hasta turbándose un poco-; me ha ocurrido un caso curioso. No sé siquiera

cómo decírselo ... ; ¡aconséjeme, por amor de Dios!

-¿De qué se trata?

-Mi padrino, Boroduev... ya sabe usted, el comer ciante... se ha encontrado hoy

conmigo. El viejo está enfadado de veras y se queja -así me lo dice- de que me he vuelto

orgulloso. Ésta es la tercera vez que estoy en Mordasov y no he aparecido por su casa.

«Ven hoy a tomar el té» me ha dicho. Son ahora las cuatro en punto y, según la

costumbre antigua, toma el té cuando se despierta a las cinco. ¿Qué debo hacer? Sólo una

cosa, por supuesto, Marya Aleksandrovna; porque piense usted. Salvó de un mal apuro a

mi difunto padre cuando éste se jugó unos fondos del gobierno. Por tal motivo fue

padrino de mi bautizo. Si llega a arreglarse el que me case con Zinaida Afanasievna, lo

hago con sólo 150 siervos, mientras que él tiene un millón de rublos, o más aún, de creer

a la gente. No tiene hijos. Si se le trata bien, le deja a uno cien mil rublos en su testamento.

Setenta años tiene, figúrese usted.

-¡Ay, Dios mío! ¿Pero qué le pasa a usted? ¿A qué espera? -interpeló Marya

Aleksandrovna, que a duras penas ocultaba su alborozo-. ¡Vaya usted, vaya usted! Con

estas cosas no se juega. ¿Con que eso es lo que hay? ¡Le he estado mirando durante la

comida y parecía usted tan apagado! Vaya, mon ami, vaya usted. Debiera usted haber ido

a visitarle esta misma mañana para quedar bien y para mostrarle que le quiere y que

aprecia el afecto que a usted le tiene. ¡Ay, la juventud, la juventud!

-¡Pero si usted misma, Marya Aleksandrovna, usted misma me criticaba por tener un

pariente como él -exclamó Mozglyakov con asombro-. ¡Pero si usted decía que es un

campesino, de esos de barba, relacionado con taberneros, leguleyos y gente de baja

estofa!

-¡Ay, mon ami! ¡Qué cosas no decimos sin pensar! Yo también puedo equi vocarme. No

soy una santa. No recuerdo, pero pude hallarme en un estado de ánimo tal... Y, al fin y al

cabo, usted todavía no se había de clarado a Zinochka. Por supuesto, será egoísmo por mi

parte, pero ahora, quiéralo o no, tengo que mirar las cosas desde otro punto de vista. ¿Qué

madre me culparía de ello en caso tal? Vaya usted, no pierda un minuto... Pase usted

incluso la velada con él... ¡y escuche! Háblele usted algo de mí. Dígale que siento por él

respeto, afecto, admiración, pero dígalo con tacto, con sus mejores palabras. ¡Ay, Dios

mío! ¡También yo había olvidado todo esto! ¡Hubiera debido sugerírselo yo misma!

-Me ha salvado usted la vida, Marya Aleksandrovna -exclamó Mozglyakov admirado-.

Juro que en adelante la obedeceré en todo. ¡Y pensar que tenía miedo de decírselo!...

Bueno, hasta pronto, que ya me voy. ¡Presente mis excusas a Zinaida Afanásievna!

Aunque volveré en seguida. .

-¡Lleva usted mi bendición, mon ami! ¡No se olvide de hablarle de mí! ¡Es de veras un

anciano simpatiquísimo! Hace ya tiempo que mi opinión de él ha cambiado... ¡Au revoir,

mon ami, au revoir!

«¡Pero qué bien que se lo lleve el diablo! ¡Mejor dicho, no, esto es ayuda de Dios! »,

pensaba Marya Aleksandrovna, palpitante de gozo.

Pavel Aleksandrovich bajó al vestíbulo y ya se ponía el abrigo de pieles cuando se

presentó Nastasya Petrovna, que le estaba esperando.

-¿Adónde va usted? -le preguntó cogiéndole del brazo.

-A casa de Boroduev, Nastasya Petrovna, que se dignó ser padrino de mi bautizo. Es un

viejo rico, que me dejará algo y a quien hay que adular un poco.

Pavel Aleksandrovich estaba de excelente humor.

-¡A casa de Boroduev! Entonces despídase de su novia -dijo bruscamente Nastasya

Petrovna.

-¿Cómo que me despida?

-Como lo oye. Usted creía que ya era suya y ahora quieren casarla con el príncipe. Yo

misma lo he oído.

-¡Con el príncipe! ¡Dios no lo permita, Nastasya Petrovna!

-¡Sí, Dios no lo permita! Si le parece, usted mismo puede verlo y oírlo. Quítese el

abrigo y venga por aquí.

Pavel Aleksandrovich, abrumado por lo que oía, se quitó el abrigo y siguió a Nastasya

Petrovna de puntillas. Ella le condujo al mismo cuarto trastero desde donde había estado

observando y escuchando aquella mañana.

-¡Pero, perdón, Nastasya Petrovna, no comprendo absolutamente nada!

-Pues comprenderá usted cuando se agache y escuche. La comedia seguramente está a

punto de empezar.

-¿Qué comedia?

-¡Chist! No hable fuerte. La comedia consiste sencillamente en que le están engañando

a usted. Esta mañana cuando salió usted con el príncipe, Marya Aleksandrovna pasó una

hora entera persuadiendo a Zina de que se case con el príncipe. Dice que no hay nada más

fácil que engatusarle y obligarle a casarse; y se dio tan buena maña que me dio asco. Lo

oí todo desde aquí. Zina aceptó. ¡Y cómo le pusieron a usted! Le tienen por tonto, así

como suena. Zina dijo sin morderse la lengua que por nada del mundo se casará con

usted. ¡Y yo, tonta de mí, que quería ponerme un lazo colorado! ¡Ande, escuche,

escuche!

-¡Pues si es así, es una infame traición! -murmuró Pavel Aleksandrovich, mirando

estúpidamente a Nastasya Petrovna.

-Pues ande, escuche, que todavía quedará algo por oír.

-Escuchar, ¿dónde?

-Agáchese, que ahí hay un agujeríto...

-Pero, Nastasya Petrovna, yo... yo no soy de los que escuchan así.

-¡Bah, ya es tarde para eso! Aquí, amigo, se mete uno el honor en el bolsillo. Ha venido

usted, pues ahora escuche.

-Pero...

-Si no es usted de los que escuchan, lo van a dejar plantado. Una le tiene a usted lástima

y usted se anda con remilgos. Bueno, ¿y a mí qué? Porque yo no lo hago por mí. ¡Me voy

de aquí antes de esta noche!

Haciendo de tripas corazón, Pavel Aleksandrovích se agachó hasta la rendija. El

corazón le latía fuertemente y sentía un martílleo en las sienes. Apenas se daba cuenta de

lo que le pasaba.

VIII

-Y qué, príncipe, ¿lo ha pasado bien en casa de Natalya Dmitríevna? -preguntó Marya

Aleksandrovna, oteando con ávida mirada el futuro campo de batalla y deseando empezar

la conversación de la manera más inocente. La expectativa y la emoción la tenían jadeante.

Terminada la comida, trasladaron al príncipe al «salón» en que lo habían recibido esa

mañana, donde Marya Aleksandrovna solía celebrar todas las reuníones y recepciones

solemnes. Estaba muy orgullosa de ese aposento. Con seis copas de champaña en el

cuerpo, el viejo parecía desmadejado y no estaba muy seguro sobre sus piernas. Sin

embargo, charlaba sin parar, aun más que de costumbre. Marya Aleksandrovna se daba

cuenta de que ésta era una animación momentánea y que pronto al medio achispado señor

le entrarían ganas de dormir. Era necesario aprovechar el momento. Examinando el

campo de batalla, notó con placer que el lascivo anciano miraba con especial avidez a

Zina, y el corazón maternal de la señora tembló de gozo.

-Lo pasé ex-tra-ordi-na-riamente bien -respondió el príncipe- y, ¿sabe usted? Natalya

Dmitrievna es una mujer incomparable, una mujer in-com-para-ble.

Por muy absorta que estuviese Marya Aleksandrovna en sus grandes proyectos, una

alabanza tan clamo rosa de su rival no pudo menos de punzarle el corazón.

-¡Perdón, príncipe! -exclamó con los ojos centelleantes-. Si su Natalya Dmitrievna es

una mujer incomparable, entonces no sé qué pensar. ¡Usted dice eso porque no conoce en

absoluto la sociedad de aquí, en absoluto! No es más que una ostentación de méritos

fingidos, de nobles sentimientos, una comedia, la corteza dorada que se ve por fuera. Si

quita usted esa corteza verá un infierno entero bajo las flores, todo un nido de víboras,

que se lo comen a usted sin dejar hueso.

-¿Pero es posible? -exclamó el príncipe-. Eso me asombra.

-Pues le juro que es así. Ah, mon prince. Mira, Zina, no puedo menos de contarle al

príncipe eso tan degradante y ridículo que hizo Natalya Dmtrievna la semana pasada, ¿te

acuerdas? Pues sí, príncipe, se trata de la Natalya Dmtrievna tan alabada por usted que

usted tanto admira. ¡Oh, mi querido príncipe! Le juro que no soy chismorrera. Pero

necesito contar esto sólo como cosa de risa, para mostrar con un ejemplo vivo, como con

lupa, por así decirlo, la clase de gente que hay por aquí. Hace quince días vino a verme

Natalya Dmitrievna. Sirvieron café y tuve que salir de la sala no sé por qué. Recuerdo

muy bien cuánto azúcar había en el azucarero de plata: estaba completamente lleno.

Cuando volví, miré: en el fondo quedaban sólo tres terrones. En la sala no estaba más que

Natalya Dmitrievna. ¡Así es la señora! ¡Y tiene una casa toda de piedra y montones de

dinero! Es, sí, un incidente ridículo, cómico, ¡pero después de esto juzgue lo respetable

que es la sociedad local!

-¿Pe-ro es po-si-ble? -gritó el príncipe, asombrado de veras-. ¡Pero qué mezquindad tan

poco natural! ¿Es posible que ella sola se lo hubiera comido todo?

-¡Ahí tiene usted lo incomparable que es esa mujer, príncipe! ¿Qué le parece a usted

esa vergonzosa acción? Porque yo creo que me moriría en el acto si decidiera cometer un

acto tan repugnante.

-Pues sí, sí. Sólo que, ¿sabe usted? ¡es tan belle femme!...

-¿Quién? ¿Natalya Dmitrievna? ¡Perdón, príncipe, pero si es una cuba! ¡Ay, príncipe,

príncipe! ¿Pero qué me dice? Yo esperaba de usted mejor gusto...

-Pues sí, una cuba..., sólo que, ¿sabe usted? tiene unas formas... Bueno, y esa muchacha

que estaba bailando... esa tam-bién tenía unas for-mas...

-¿Quién? ¿Sonechka? ¡Pero si es una chiquilla, príncipe! ¡Si sólo tiene catorce años!

-Pues sí..., sólo que ¿sabe usted? es tan mañosa y tiene también... unas formas... que se

están formando. ¡Cariño de niña! Y la otra que bai- la-ba con ella, también... se está

formando...

-Esa es una pobre huérfana, príncipe. A menudo la recogen en esa casa.

-Huér-fa-na. Bastante sucia, por cierto, aunque se había lavado las manos... Con todo,

muy se-duc-tora también...

Dicho esto, el príncipe, cada vez con más codicia, examinó a Zina con su lorgnette.

-¡Mais quelle charmante personne! - murmurô a media voz, derritiéndose de gusto.

-¡Zina, toca algo..., o no, mejor será que cantes! ¡Cómo canta, príncipe! Se puede decir

que es una virtuosa del canto, ¡una auténtica virtuosa! Y si supiera usted, príncipe

-prosiguió Marya Aleksandroyna a media voz, mientras Zina se dirigía al piano con su

andar tranquilo y grácil, que casi hizo retorcerse al pobre viejo-, ¡si supiera usted qué hija

es! ¡Cómo sabe que rer, qué tierna es conmigo! ¡Qué sentimientos! ¡Qué corazón!

-Pues sí... los sentimientos... ¿sabe usted? Sólo he conocido una mujer en toda mi vida

con la que pudiera compararse en cuanto a be- lle-za - interrumpió el príncípe, con la boca

hecha agua-. La difunta princesa Nainskaya, que murió hace treinta años. Era una mujer

ad-mí-ra-ble, de ín-des-crípti-ble belleza... pero después se casó con su cocinero...

-¡Con su cocinero, príncipe!

-Pues sí, con su cocinero... un francés... y fueron al extranjero. En el extranjero ella le

obtuvo un título. Era un hombre de buen parecer y muy bien educado, y con unos

bigotitos así de pequenos...

-¿Y... cómo vivieron, príncipe?

-Pues sí, vivieron bien. Pero se separaron poco después. Él la desplumó y se fue.

Riñeron por no se qué salsa...

-Mamá, ¿qué quieres que toque? -preguntó Zína.

-Mejor será que cantes, Zina. ¡Cómo canta, príncipe! ¿Le gusta a usted la música?

--Oh, sí charmant, charmant. La mú-sí-ca me gusta mucho. En el extranjero conoci a

Beethoven.

-¡A Beethoven! ¡Imagínate, Zina, el príncipe conoció a Beethoven! -exclamó

entusiasmada Marya Aleksandrovna-. ¡Ah, príncipe! ¿Pero de veras conoció usted a

Beethoven?

-Pues sí. Nos lle- va-mos muy bien. ¡Él siempre con la nariz metida en el rapé! Daba

que reír.

-¿Beethoven?

-Pues sí, Beethoven. Aunque, bien pensado, quizá no fuera Beethoven, sino algún otro

alemán. ¡Hay tantos alemanes allí! Quizá me confundo.

-¿Qué quieres que cante, mamá? -preguntó Zina

-Zína, canta esa romanza, ¿te acuerdas? que tiene tanto de caballeresco, con aquello de

la señora del castillo y su trovador... ¡Ay, príncipe, cómo me encanta todo lo

caballeresco! ¡Esos castillos! ¡Esa vida medieval! ¡Esos trovadores, heraldos, torneos ... !

Yo te acompaño, Zina. ¡Siéntese aquí, más cerca, príncipe! ¡Ay, esos cas tillos, esos

castillos!

-Pues sí... los castillos. Yo también adoro los castillos -murmuró el príncipe

entusiasmado, asaeteando a Zina con su único ojo- . ...¡Pero, Dios mío! –exclamó- esa

romanza ... ! ¡Pero si yo co-noz-co esa ro -man-za! Hace ya mucho que oí esa romanza...

me recuerda tantas cosas... ¡Ay, Dios mío!

No intentaré describir lo que le pasó al príncipe mientras Zina cantaba. Ésta cantó una

vieja romanza francesa que había estado muy de moda en tiempos pasados. La cantó

admirablemente. Su voz de contralto, pura y resonante, penetraba el alma. Su bellísimo

rostro, sus ojos encantadores, sus dedos maravillosamente formados con los que volvía

las hojas de la partitura, su cabello espeso, negro, brillante, su pecho agitado, toda su

figura noble, bella, arrogante, todo ello acabó por obrar un sortilegio en el pobre príncipe.

Mientras Zina estuvo cantando, no apartó de ella los ojos, casi ahogado por la emoción.

Su corazón senil, caldeado por champaña, la música y los recuerdos renovados (¿y quién

no tiene recuerdos favoritos?) latía cada vez más de prisa, como no latía desde hacía largo

tiempo... Estaba dispuesto a caer de rodillas ante Zina y casi rompió a llorar cuando ella

terminó su canto.

-¡O, ma charmante enfant! -exclamó besándole los dedos-. ¡Vous me ravissez! Sólo

ahora, ahora mismo me he acordado... Pero... pero... ¡o ma charmante enfant!

Y ni siquiera pudo concluir.

Marya Aleksandrovna sintió que había llegado su momento.

-¿Pero por qué se abandona usted, príncipe? -preguntó en tono solemne-. ¡Tanto

sentimiento, tanta ener gía vital, tanta riqueza espiritual, y pasarse toda la vida en la

soledad! ¡Esconderse de las gentes, de los amigos! Eso es imperdonable. ¡Piénselo mejor,

príncipe! Mire la vida con ojos nuevos, por así decirlo! ¡Pida a su corazón los recuerdos

del pasado, los recuerdos de su juventud dorada, de sus dorados días de despreocupación!

¡Resucítelos usted, resucítese a sí mismo! ¡Vuelva de nuevo a vivir en sociedad, entre sus

amigos! ¡Vaya al extranjero, a Italia, a España... a España, príncipe! ¿Necesita usted un

guía, un corazón que le ame y le respete y que simpatice con usted? ¡Pero si tiene usted

amigos! Llámelos, dígales que acudan y vendrán en tropel. Yo sería la primera en dejarlo

todo y responder a su llamamiento. Recuerdo nuestra amistad, príncipe; abandono a mi

marido y le sigo a usted... Más aún, si fuera más joven, si fuera tan linda, tan bella como

mi hija, me convertiría en su compañera, en su esposa, si así lo quisiera usted.

-Estoy seguro de que en su tiempo fue usted une charmante personne -dijo el príncipe

enjugándose con un pañuelo los ojos húmedos de lágrimas.

-Vivimos de nuevo en nuestros hijos -respondió con magnanimidad Marya

Aleksandrovna-. Yo también tengo mi ángel de la guarda. ¡Y es ella, mi hija, la

compañera de mis pensamientos, de mi corazón, príncipe! A siete peticiones de mano ha

renunciado ya por no querer separarse de mí.

-¿De modo que la acom-pa-ñará cuando usted vaya con-mi- go al extran-jero? En tal

caso me voy al extranjero sin falta -exclamó muy animado el príncipe-. ¡Me voy sin falta!

Y si pudiera acariciar la es -per-an-za... Es una criatura encantadora, encantadora. ¡O ma

charmant,,, enfant ... ! -y el príncipe le besó de nuevo las manos. El pobre hombre

hubiera querido arrodillarse ante ella.

-Pero, príncipe, ¿dice usted que si pudiera acariciar la esperanza? -Marya

Aleksandrovna cogió al vuelo la frase, sintiendo un nuevo amago de elocuencia-. ¡Pero

qué extraño es usted, príncipe! ¿De veras que se cree ya indigno de la atención de las

mujeres? La juventud no hace hermoso al hombre. Recuerde que es usted, por así decirlo,

un vestigio de la aristocracia; que es un representante de los sentimientos y de las

costumbres más caballerescos y refinados. ¿Acaso no amaba María al anciano Mazeppa?

¡Me acuerdo de haber leído que Lauzun, ese marqués encantador de la corte de Luis... no

sé cuántos, cuando ya estaba en edad avanzada conquistó el corazón de una de las primerísimas

damas de palacio ... ! ¿Y quién le ha dicho a usted que es viejo? ¿Quién se lo

ha sugerido? ¿Es que envejecen los hombres como usted? ¿Usted, con tal riqueza de

sentimientos, de ideas, de jovialidad, de agudeza, de energía vital, de maneras tan

brillantes? Preséntese usted ahora en cualquier sitio en el extranjero en un balneario, con

una mujer joven, con una mujer bella como, por ejemplo, mí Zina -y no hablo de ella sino

como término de comparación- ¡y ya verá usted e efecto colosal que produce! ¡Usted, un

vestigio de la aristocracia; ella, la más bella entre las bellas! Usted la lleva triunfalmente

del brazo; ella canta en la más brillante sociedad; usted, por su parte, va destilando

agudezas -pues, nada, que todos los que estén en el balneario correrán a verles. Toda

Europa prorrumpirá en exclamaciones, porque todos los periódicos todas las crónicas de

la sociedad hablarán de lo mismo.. Príncipe, príncipe, ¿y dice usted que si puede acariciar

la esperanza?

-Crónicas .... ¡pues sí, pues sí! Eso sale en los periódicos... - murmuró el príncipe, sin

comprender la mitad de la cháchara de Marya Aleksandrovna y pareciendo cada vez más

desmarrido-. Pues, hi-ja mía, si no está cansada, ¡repita la romanza que acaba de cantar!

-Pero, principe, si sabe otras romanzas todavía mejores... ¿Recuerda, príncipe,

L'Hirondelle? Seguramente la ha oído usted.

-Sí, la recuerdo... o, mejor dicho, la he olvidado. No, no, la romanza de antes, la misma

que acaba de cantar. No quiero L'Hirondelle. Quiero esa romanza... -dijo el príncipe en el

tono suplicante de un niño.

Zina la cantó una vez más. El príncipe no pudo dominarse y cayó ante ella de rod illas.

Estaba llorando.

-¡O, ma belle chátelaine! -exclamó con voz trémula de vejez y emoción-. ¡0, ma

charmante châtelaine! ¡Oh, mi niña querida! Me hace usted re-cor-dar tanto... de lo que

ya pasó hace largo tiempo. .. Yo pensaba entonces que todo sería mejor de lo que fue más

tarde. Entonces cantaba dúos... con una vizcondesa... esa misma romanza..., y ahora... No

sé lo que pasa ahora...

Todo esto lo dijo el príncipe con voz entrecortada y jadeante. La lengua se le entorpecía

notablemente. Era casi imposible enteder algunas palabras. Sólo era evidente que estaba

en su máximo nivel de efusividad. Marya Aleksandrovna se apresuró a echar leña al

fuego.

-¡Príncipe! ¡Quizá se ha enamorado usted de mi Zina! -exclamó, intuyendo que el

momento era solemne. La respuesta del príncipe rebasó todas sus esperanzas.

-¡Estoy enamorado de ella hasta la locura! -gritó el viejo, animándose de súbito y

todavía de rodillas, trémulo de emoción-. ¡Estoy dispuesto a entregarle mi vida! Si al

menos pudiera abrigar alguna esperanza ... Ayúdenme a levantarme, porque me sien-to

algo débil ... Si tuviera al menos alguna esperanza de ofrecerle mi corazón ... ; Yo... ella

me cantaría romanzas todos los días y yo pasaría el tiempo mirándola, mirándola síempre...

¡Ay, Dios mío!

-¡Príncipe, príncipe! ¡Usted le está ofreciendo su mano! Usted quiere quitarme a mi

niña, a mi Zina, a mi adorada Zina, a mi ángel. ¡Pero yo no te dejo, Zina! ¡Que me la

arranquen de mis brazos, de los brazos de su madre! -Marya Aleksandrovna se arrojó

sobre su hija y la abrazó con fuerza, aunque notó que la joven la rechaza con bastante

vigor... La mamá exageraba un tanto. Zina se percató de ello con todo su ser y observaba

la comedia con indecible repugnancia. Callaba, sin embargo, y esto era lo único que

necesitaba Marya Aleksandrovna.

-¡A nueve pretendientes ha despedido sólo por no separarse de su madre! - gritaba-.

Pero ahora, mi corazón presiente la separación. Hace un momento noté que ella le miraba

a usted de un modo... ¡usted la ha impresionado, príncipe, con su aire aristocrático, con su

refinamiento! Ah, usted nos va a separar. Me lo dice el corazón.

-La a-do-ro -balbuceó el príncipe, temblando todavía como hojilla de álamo.

-¡Con que abandonas a tu madre! -exclamó Marya Aleksandrovna, arrojándose de

nuevo al cuello de su hija.

Zina se apresuro a poner fin a la penosa escena. Sin decir palabra, alargó al príncipe su

hermosa mano y hasta hizo un esfuerzo por sonreír. El príncipe la tomó con veneración y

la cubrió de besos.

-Sólo ahora em-pie-zo a vivir -susurró ahogado de entusiasmo.

-¡Zina! -dijo solemnemente Marya Aleksandrovna-. ¡Mira a este hombre! De todos los

que conozco es el más noble y honrado. ¡Es un caballero medieval! Pero ella lo sabe,

príncipe; ella lo sabe con dolor de mi corazón. ¡Oh, príncipe! ¿Por qué ha venido usted?

Le entrego a mi tesoro, a mi ángel. Protéjala usted, príncipe. Se lo ruega una madre, ¿y

qué madre me condenaría por sentir esta pena?

-¡Mamá, basta ya! -murmuró Zina.

-¿La defenderá usted de toda injuria, príncipe? ¿Br illará la espada de usted ante los ojos

del calumniador o del insolente que se atreva a insultar a mi Zina?

-Basta, mamá, que si no, voy a...

-Pues, sí brillará -susurró el príncipe-. Sólo ahora empiezo a vivir... Quiero que el

enlace se efectúe ahora mismo, en este momento... Quiero mandar a alguien a

Du-ha-no- vo. Allí tengo unos brillantes y quiero poner los a sus pies...

-¡Qué entusiasmo! ¡Qué ardor! ¡Qué nobleza de sentimientos! -exclamó Marya

Aleksandrovna-, ¿y cómo podía usted, príncipe, abandonarse así, alejándose del mundo?

Eso lo repetiré mil veces. Pierdo los estribos cuando pienso en esa infernal...

-¿Y qué hacer, con el miedo que yo te-nía? -masculló el príncipe, lloriqueando y dando

rienda a su emoción-. Si querían me-ter-me en un ma- ni-co-mio... ¡Cogí un susto!

-¡En un manicomio! ¡Qué monstruos! ¡Gente inhumana! ¡Qué vil traición! ¡Había oído

hablar de ello, príncipe! ¡Pero si son ellos los locos! ¿Y por qué? ¿Porqué?

-Ni yo mismo lo sé --contestó el anciano que por debilidad tuvo que sentarse en un

sillón-. Yo ¿sabe usted? estaba en un bai-le y con-té no sé que a-necdo-ta, que no les

gustó. Pues bien, de ahí salió toda la historia.

-¿Y no fue más que eso, príncipe?

-No. Más tarde estuve jugando a las cartas con el príncipe Pyotr Dementich y no podía

ganar baza. Tenía dos reyes y tres reinas... o, mejor dicho, tres reinas y dos reyes... ¡No,

sólo un rey! y luego también las reinas...

-¿Y por eso fue? ¿Por eso? ¡Gente desalmada, infernal! Llora usted, príncipe, ¡pero eso

ya no volverá a pasar! Ahora estoy yo aquí, al lado de usted, príncipe mío. No me

separaré de Zina ¡y a ver quién se atreve a levantar la voz! ¿Y, sabe usted, príncipe? Su

matrimonio los va a dejar turulatos. Los va a avergonzar. Van a ver que es usted todavía

capaz..., es decir, se darán cuenta de que una belleza como Zina no se casaría con un

loco. Ahora puede usted levantar la cabeza con orgullo. Puede usted mirarlos cara a

cara...

-Pues sí, podré mi-rar-los cara a ca-ra -murmuró el príncipe cerrando los ojos.

-Pero ya esta «ido» por completo -pensaba Marya Aleksandrovna-. Estas son ya

palabras inútiles.

-Príncipe, veo que está usted agitado. Necesita usted tranquilizarse, descansar de esta

emoción -dijo inclinándose maternalmente sobre él.

-Pues sí, desearía a-cos-tarme un ratito -respondió él.

-Sí, sí. ¡Tranquilícese, príncipe! Estas emociones... ¡Un momento, yo misma le

acompaño y, si es necesario, yo misma le acuesto! ¡¿Qué es lo que mira usted en ese

retrato, príncipe? Es el retrato de mi madre, que mas que mujer fue un ángel. ¡Oh, qué no

daría yo porque estuviera ahora con nosotros! ¡Era una santa, príncipe, una santa! ¡No sé

qué otro nombre darle!

-¿U-na san-ta? C'est joli... Yo también tuve madre... princesse... y ¿querrá usted

creerlo? una mujer bien en-tra-di-ta en carnes... Pero no era eso lo que quería decir... Me

sien-to algo dé-bil. ¡Adieu, ma charmante enfant!... Con gusto yo... hoy... mañana...

¡Pero, en fin, da lo mismo! ¡Au revoir, au revoir!- aquí quiso mandar a Zina un beso con

la mano, pero resbaló y estuvo -a punto de caer en el umbral.

-¡Cuidado, príncipe! Apóyese en mi brazo --exclamó Marya Aleksandrovna.

-¡Charmant, charmant! -murmuró al salir-. Sólo ahora empiezo a vivir...

Zina quedó sola. Una indecible pesadumbre la oprimía el corazón. La repugna ncia que

sentía le daba náusea. Estaba pronta a despreciarse a sí misma. Le ar dían las mejillas.

Con las manos fuertemente apretadas, rechinando los dientes y la cabeza baja, permane -

cía clavada en el mismo sitio. Lágrimas de vergüenza le brotaban de los ojos... En ese

momento se abrió la puerta y Mozglyakov entró corriendo en la sala.

IX

Lo había oído todo, todo. Y, efectivamente, no entró andando, sino corriendo, pálido de

agitación y de rabia. Zina le miró con asombro.

-¡Con que así es usted! -gritó jadeante-. ¡Al fin me entero de lo que es usted!

-¿De lo que soy? -repitió Zina mirándole como a un demente. De repente sus ojos

brillaron de enojo. -¡Cómo se atreve usted a hablarme así! -gritó ella acercándosele.

-¡Lo he oído todo! -repitió Mozglyakov solemnemente, pero dando involuntariamente

un paso atrás.

-¿Usted ha oído? ¿Usted ha estado escuchando? -preguntó Zina mirándole con

desprecio.

-Sí, he estado escuchando. Sí, decidí cometer una vileza, pero con ello me he enterado

de que usted mis ma... Ni siquiera sé cómo expresarme para decirle... ¡lo que ahora resulta

ser usted! -respondió él, cada vez más intimidado por la mirada de Zina.

-Y aunque usted haya oído, ¿de qué puede acusarme? ¿Qué derecho tiene a hablarme de

modo tan insolente?

-¿Yo? ¿Que qué derecho tengo? ¿Y usted me lo pregunta? ¿Usted se casa con el

príncipe y yo no tengo ningún derecho? ¡Y usted que me dio su palabra!

-¿Cuándo?

-¿Cómo que cuándo?

-Esta misma mañana cuando vino usted a importunarme le respondí claramente que no

podía decirle nada positivo.

-Sin embargo, no me despidió usted ni me rechazó de plano; ¡lo que quiere decir que

me guardaba usted en reserva, por si acaso! ¡lo que quiere decir que me estaba usted

engatusando!

En el rostro de la enojada Zina se dibujó un sentimiento doloroso, como reflejo de un

malestar interno, agudo y penetrante, pero se sobrepuso a él.

-Si no le despedí -respondió claramente, midiendo las sílabas, aunque en su voz había

un temblor casi imperceptible- fue sólo por lástima. Usted mismo me suplicó que me

tomara tiempo, que no le dijera que no, que le observara más de cerca y «entonces -decía

usted-, cuando se convenza de que soy un hombre honrado, quizá no me niegue usted su

mano». Éstas fueron sus propias palabras al comienzo mismo de su galanteo. No puede

usted retractarse de ellas. Usted se atreve a decirine ahora que le he engatusado. Pero

usted mismo vio mi aversión cuando nos entrevistamos hoy, quince días antes de lo

convenido; y yo no oculté esa aversión, sino que, al contrario, la puse de manifiesto.

Usted mismo lo notó, porque me preguntó si no me enfadaba porque había venido usted

antes de lo acordado. Sepa usted que no se engatusa a quien no se puede ni se quiere

ocultar la aversión que por él se siente. Usted se ha atrevido a decir que yo le guardaba en

reserva. A esto le respondo que pensaba de usted lo siguiente: «Aunque no es hombre

dotado de gran inteligencia, quizás al menos sea un hombre bueno, y por ello sea posible

casarse con él.» Ahora, sin embargo habiendo comprobado por dicha mía que es usted un

mentecato, y además un mentecato maligno, no me que da más que desearle mucha

felicidad y buen viaje ¡Adiós!

Dicho esto, Zina le volvió la espalda y salió lentamente de la habitación.

Mozglyakov, sospechando que todo estaba perdido bufaba de rabia.

-¡Ah! ¿Con que soy un mentecato! -gritó-. ¡Con que ahora soy un mentecato! ¡Pues

bien, adiós! ¡Pero antes de irme le contaré a toda la ciudad cómo usted y su mamá han

engañado al príncipe, emborrachándole! ¡Se lo contaré a todos! ¡Se enterará usted de

quién es Mozglyakov!

Zina se estremeció y estuvo a punto de detenerse para contestar, pero habiéndolo

pensado un instante se limitó a encogerse de hombros con desprecio y dio un portazo tras

sí.

En este momento apareció Marya Aleksandrovna en el umbral. Había oído la

exclamación de Mozglyakov al momento adivinó de qué se trataba y sintió un escalofrío

de terror. Mozglyakov lo iría pregonando todo por la ciudad, y era necesario guardar el

secreto aun que fuera sólo por breve tiempo. Marya Aleksandrovna tenía hechos sus

cálculos.- En un tris hizo su composición de lugar, y el plan de apaciguar a Mozglyakov

preparado.

-¿Qué tiene usted, mon ami? -preguntó acercándose a él y alargándole amistosamente la

mano.

-¿Qué es eso de mon ami? -gritó encolerizado-. ¿Después de lo que ha hecho usted me

viene todavía con lo de mon ami? ¡Ya basta, señora mía! ¿O es que cree que va a

engañarme de nuevo?

-Lamento mucho, pero mucho, verle en ese estado de ánimo tan extraño, Pavel

Aleksandrovich. ¡Qué manera de hablar! ¡No modera usted sus palabras ni en presencia

de una señora!

-¡En presencia de una señora! ¡Usted... será lo que quiera, pero no es una señora!

-exclamó Mozglyakov.

No sé lo que quería expresar con su exclamación, pero probablemente algo

tremebundo.

Marya Aleksandrovna le miró en el rostro con dulzura.

-¡Siéntese! -dijo con tristeza, señalándole el sillón en el que un cuarto de hora antes

había descansado el príncipe.

-¡Pero escuche, por favor, Marya Aleksandrovnal -exclamó Mozglyakov perplejo-. Me

mira usted como si no tuviera culpa ninguna y como si yo fuera el culpable. ¡Eso no

puede ser!... ¡Ese tono!... ¡Esto ya no hay quien lo aguante ... ! ¿Lo sabe usted?

-Amigo mío -respondió Marya Aleksandrovna-, me permitirá usted que siga llamándole

así, porque no tiene usted mejor amiga que yo. ¡Amigo mío! Usted sufre, usted está

atormentado. Usted se siente herido en su propio corazón -y por eso no es extraño que me

hable en ese tono-. Pero he decidido descubrirle a usted todo mi corazón, todo él, y

cuanto antes, porque yo misma me siento algo culpable ante usted. Siéntese y hablemos.

La voz de Marya Aleksandrovna tenía una suavidad enfermiza. El sufrimiento se

dibujaba en su rostro. Mozglyakov, pasmado, se sentó en un sillón junto a ella.

-¿Ha estado usted escuchando? -continuó ella mirándole con reproche.

-¡Sí, he estado escuchando! ¡Claro que he estado escuchando! De lo contrario hubiera

sido un zopenco. Por lo menos me he enterado de todo lo que ustedes estaban tramando

contra mí -respondió Mozglyakov groseramente, azuzándose y envalentonándose con el

propio enojo.

-¿Y usted, usted, con su educación y sus buenos principios ha sido capaz de tal cosa?

¡Dios mío!

Mozglyakov saltó materialmente de su asiento.

¡Pero Marya Aleksandrovna! -gritó-. ¡Esto ya pasa de castaño oscuro! ¡Recuerde lo que

usted misma ha acabado por hacer con sus principios, y luego condene a los demás!

-Una pregunta más -agregó ella sin contestar a las de él-. ¿Quién le dio a usted la idea

de escuchar? ¿Quién le vino con cuentos? ¿Quién estaba espiando aquí? Eso es lo que yo

quiero saber.

-Disculpe, pero no se lo digo.

-Bien. Ya me enteraré yo por mi cuenta. Como iba diciendo, Paul, me siento culpable

ante usted. Pero si examina de cerca todas las circunstancias del caso, verá que si soy

culpable, lo soy sólo porque quería para usted el mayor bien posible.

-¿Para mí? ¿El bien? ¡Pero esto es intolerable! ¡Le aseguro que ya no me dejo engañar!

No soy un chicuelo.

Y diciendo esto, se removió con tal violencia en su sillón que lo hizo crujir.

-Por favor, amigo mío, serénese si puede. Escúcheme con atención y usted mismo se

convencerá. En primer lugar, yo quería explicarle todo, todo y en seguida, y de ese modo

hubiera sabido de mí todo el asunto, hasta en sus detalles más nimios, sin tener que

rebajarse a escuchar a las puertas. Y si no lo hice de antemano fue sólo porque el asunto

estaba todavía en proyecto. Podía ocurrir que no cuajara. Ya ve que soy franca con usted.

En segundo lugar, no culpe a mi hija. Le quiere a usted con delirio, y no puede usted

figurarse el esfuerzo que me ha costado apartarla de usted y convencerla de que acepte la

propuesta del príncipe.

-Acabo de tener el placer de recibir la prueba más completa de ese amor delirante

-apuntó Mozglyakov con ironía.

-Bien, ¿y usted, cómo habló con ella? ¿Es que habla así un enamorado? O, mejor aún,

¿es que habla así una persona bien educada? ¡Usted la irritó y la insultó!

-No es cuestión de educación ahora, Marya Aleksandrovna. Porque esta mañana,

después de hacerme tantas carantoñas, cuando salí con el príncipe me pusieron ustedes

como chupa de dómine. Las cosas claras, señora. Lo sé absolutamente todo.

-¿Y probablemente de la misma fuente inmunda? -preguntó Marya Aleksandrovna,

sonriendo con desdén-. Sí, Pavel Aleksandrovich, le puse a usted como chupa de dómine,

hablé mal de usted y confieso que buen trabajo me costó. Pero el hecho mismo de verme

forzada a hacer todo esto ante ella, incluso a calumniarle, prueba lo difícil que fue

arrancarle el consentimiento de que le despidiera a usted. ¡Hombre más miope! Si ella no

le quisiera, ¿necesitaría yo difamarle, presentarle bajo un aspecto ridículo e indigno,

recurrir a estas medidas extremas? ¡No sabe usted de la misa la media! Tuve que valerme

de la autoridad de una Madre para arrancarle a usted de su corazón, y aun después de

esfuerzos increíbles logré sólo un consentimiento aparente. Si nos ha estado usted

escuchando, habrá notado que ella no me apoyó ante el príncipe ni con una palabra ni con

un gesto. En toda esa escena apenas dijo esta boca es mía. Cantó como una autómata.

Tenía el alma traspasada de tristeza; y de lástima por ella me llevé de aquí al príncipe.

Estoy segura de que, una vez sola, rompió a llorar. Cuando entró usted, habrá notado sus

lágrimas...

Mozglyakov recordó en efecto que, al entrar en la habitación, notó que Zina estaba

llorando.

-Pero usted, usted, ¿por qué se ha puesto contra mí, Marya Aleksandrovna? --exclamó

él-. ¿Por qué me insultó, por qué me calumnió, como usted misma confiesa ahora?

-¡Ah, ésa es otra cosa! Si me lo hubiera usted preguntado al principio con buenas

maneras, ya hace tiempo que hubiera tenido contestación. Sí, tiene usted razón. He hecho

todo eso y lo he hecho sola. No meta usted en ello a Zina. ¿Que por qué lo he hecho? Le

contesto que, en primer lugar, por Zina. El príncipe es rico, bien conocido, está bien

relacionado, y, casándose con él, Zina alcanza un espléndido partido. Cuando él muera -y

quizá sea pronto, porque todos, el que más el que menos, somos mortales- Zina será una

viuda joven, princesa, quizá muy rica, y pertenecerá a la más alta sociedad. Entonces

podrá casarse con quien le dé la gana, podrá hallar un partido riquísimo. Ahora bien, se

casará por supuesto con el hombre a quien quiera, con el hombre a quien quería antes, y a

quien destrozó el corazón cuando se casó con el príncipe. Bastaría sólo el remordimiento

para obligarle a expiar su conducta con la persona a quien había querido antes.

-¡Hum! -rezongó Mozglyakov mirándose fijamente las botas.

-En segundo lugar, y a esto aludiré sólo de paso -prosiguió Marya Aleksandrovnaporque

quizás usted tampoco lo comprende... Usted lee a ese Shakespeare de sus pecados

y saca de él todos sus sentimientos elevados, pero en las cosas de este mundo, aunque es

usted muy bueno, es usted demasiado joven. ¡Y yo soy madre, Pavel Aleksandrovich!

Escuche, pues. Caso a Zina con el príncipe hasta cierto punto por él mismo, porque

quiero salvarle con este matrimonio. Ya antes he tenido mucho afecto a este noble

anciano, tan excelente, tan caballerescamente generoso. Éramos amigos. Él no es feliz en

las garras de ese demonio de mujer, que le lleva derechito al sepulcro. Bien sabe Dios que

he consentido que Zina se case con él sólo después de hacerle ver todo lo que hay de

sagrado en su sacrificio. A ella la seduce la nobleza de los sentimientos, el encanto de la

hazaña. En ella hay también algo caballeresco. Yo le he representado lo excelsamente

cristiano de ser el apoyo, el consuelo, la amiga, la hija, la beldad, el ídolo de alguien a

quien quizá sólo le queda un año de vida. En los últimos días de su vida se vería rodeado

de luz, amistad, amor, en lugar de verse oprimido por una mujer repugnante, el temor y la

desespeperación. ¡Un paraíso le parecerían esos días de su ocaso! ¿Qué egoísmo hay en

eso? A ver, dígame, por favor. Más que egoísmo, ésta es la conducta de una hermana de

la caridad.

-¿Así pues..., ha hecho usted todo eso sólo por el príncipe, como obra de una hermana

de la caridad? -gruñó Mozglyakov con voz sarcástica.

-Esa pregunta también la entiendo, Pavel Aleksandrovich. Está bastante clara. ¿Usted

quizá piensa que aquí combinamos jesuíticamente el provecho del príncipe y el provecho

propio? Bueno, ¿y qué? Puede que me pasaran por la cabeza tales cálculos, pero no fue -

ron jesuíticos, sino involuntarios. Sé que le asombra esta franca confesión, pero sólo le

pido, Pavel Aleksandrovích, que no mezcle en ello a Zina. Ella es pura como una paloma;

no hace cálculos; sólo sabe amar, hija mía querida. Si alguien ha hecho cálculos he sido

yo, yo sola. Pero para empezar, examine rigurosamente su conciencia y dígame: en una

situación como ésta ¿quién no haría cálculos en mi lugar? Calculamos nuestros beneficios

hasta en nuestras acciones más irreprochables y magnánimas, y lo hacemos sin querer,

sin pensar. Es indudable que casi todos nos enganamos cuando tratamos de convencernos

de que obramos sólo por los motivos más nobles. Yo no quiero engañarme a mí misma.

Confieso que junto a la pureza de mis intenciones ha habido cálculo también. Pero,

pregúntese a favor de quién hago estos cálculos. Yo ya no tengo necesidad de nada, Pavel

Aleksandrovich. Mi vida pertenece al pasado. Yo he hecho cálculos por ella, por ese

ángel mío, por mi niña. ¿Qué madre me culparía en un caso así?

Los ojos de Marya Aleksandrovna se llenaron de lágrimas. Pavel Aleksandrovich

escuchaba asombrado esta cándida confesión y parpadeaba confuso.

-Bueno, sí, ¿qué madre ... ? -dijo por fin-. Usted canta muy bien, Marya Aleksandrovna,

pero... pero ¡me dio usted su palabra! ¡Me dio usted esperanzas! Y de mí ¿qué? Piénselo.

Porque ¿en qué situación quedo yo ahora?

-¿Pero puede usted creer que no he pensado en us ted, mon cher Paul? Muy al contrario.

En todos estos cálculos hay una ventaja tan enorme para usted que ella ha sido uno de los

motivos principales de que lleve a cabo mis planes.

-¡Ventaja para mí! -exclamó Mozglyakov, esta vez estupefacto de veras-. ¿Cómo es

eso?

-¡Dios mío! ¿Pero es posible que sea usted tan inocente y corto de vista? -prorrumpió

Marya Aleksandrovna levantando los ojos al cielo-. ¡Oh, juventud, juventud! Esto es lo

que resulta de leer a ese Shakespeare, de soñar, de imaginarse que uno vive, cuando vive

con la mente ajena, con pensamientos ajenos. ¿Usted pregunta, mi buen Pavel

Aleksandrovich, qué ventaja hay en esto para usted? Permítame que, para aclarar las

cosas, le diga algo de paso: Zina le quiere; eso es indudable. Pero he notado que, a pesar

de su cariño evidente, siente en el fondo cierta desconfianza hacia usted, hacia sus buenos

sentimientos, hacia sus inclinaciones. He notado que a veces, como de propósito, se

muestra encogida y fría con usted, lo cual resulta de la duda y el recelo. ¿No lo ha notado

usted mismo, Pavel Aleksandrovich?

-Lo he notado, sí; y hoy, por cierto... Pero ¿qué quiere usted decir, Marya

Aleksandrovna?

-Ya ve, usted mismo lo ha notado. Así, pues, no me equivocaba. Ella, por algún motivo

raro, sospecha de la constancia del carácter de usted. Yo, que soy ma dre, ¿cómo no voy a

adivinar lo que pasa en el corazón de mi hija? Imagínese ahora que, en lugar de entrar

corriendo en la habitacion con quejas y aun con despropósitos, de irritar, ofender, insultar

a una joven honrada, bella, orgullosa, y reforzar con ello sin querer sus sospechas de que

no es usted de fiar; imagínese que hubiera usted recibido esa noticia con mansedumbre,

con lágrimas de compasión, quizá, sí, con desesperación, pero con nobleza de espíritu...

-¡Humm ... !

-No, no me interrumpa, Pavel Aleksandrovith. Quiero esbozarle a usted todo el cuadro

para que quede fijo en su imaginación. Figúrese que se hubiera acer cado usted a ella y le

hubiera dicho: «Zinaida, te quiero más que a mi vida, pero cuestiones de familia nos

separan. Comprendo estas cuestiones. Tu felicidad depende de esas cuestione s y yo no

me atrevo a oponerme a ellas. Zinaida, ¡adiós! ¡Sé feliz si puedes!» Y entonces la hubiera

usted mirado con ojos de víctima propiciatoria, por así decirlo; ¡imagínese todo esto y

piense en el efecto que tales palabras hubieran producido en su corazón!

-Sí, Marya Aleksandrovna, pongamos que todo eso es como usted dice. Comprendo

todo eso..., pero, bue no .... aun si lo hubiera hecho así, no habría resultado nada...

-No, no, no, amigo mío. No me interrumpa. Insisto en bosquejar todo el cuadro, en

todos sus detalles, para que quede usted impyesionado como es debido. Imagínese que

más tarde, al cabo de cierto tiempo, tropieza usted con ella en la alta sociedad; que la

encuentra en un baile, bajo una iluminación brillante y a los acordes de una música

arrebatadora, entre un grupo de mujeres espléndidas, y que en medio de tal fiesta es usted

el único que está triste, pensativo, pálido, apoyado en una columna (aunque de modo que

se le vea), y que la sigue con los ojos por entre el torbellino de la danza. Ella está

bailando. Alrededor de usted flotan los ritmos seductores de la música de Strauss, las ingeniosas

agudezas de la alta sociedad.... y usted sigue solo, pálido y con el corazón

destrozado por la pasión. ¿Qué sentirá entonces Zina? Piénselo, ¿con qué ojos le mirará?

«Y yo -pensará- ¡y yo que dudaba de este hombre que me lo ha sacrificado todo y que ha

destrozado su corazón por mí! No cabe duda de que el antiguo amor reverdecerá en ella

con fuerza irresistible.

Marya Aleksandroyna hizo una pausa para recobrar aliento. Mozglyakov se revolvió en

el sillón con tal brío que una vez más lo hizo crujir. Marya Aleksandrovna continuó.

-Por causa de la salud del príncipe, Zina va al extranjero, a Italia,, a España..., a España,

con sus mirtos, sus limones, su cielo azul, su Guadalquivir, país de amor, donde no es

posible vivir sin amor, donde el aire, por así decirlo, arrastra rosas y besos. Usted, claro,

la sigue allí, sacrificando su trabajo, sus relaciones, todo. Allí se inicia el amor de ustedes

con vigor incontenible; amor, juventud, España. ¡Dios mío! Ni que decir tiene que ese

amor es casto, sagrado; acaban ustedes por languidecer mirándose uno al otro. ¡Ya me

entiende usted, mon ami! Claro que habrá gentes mezquinas e insidiosas, monstruos, que

afirmarán que lo que le ha llevado a ustedes al extranjero no ha sido un sentimiento de

parentesco hacia un anciano impedido. De propósito ha llamado casto a su amor porque

acaso estas gentes le den significado muy distinto. Pero soy madre, Pavel

Aleksandrovich; ¿cómo podría yo enseñarle nada indecoroso? Por supuesto que el

príncipe no estará en condiciones de vigilarles, pero ¿qué más da? ¿Cabe basar en ello

una calumnia tan vil? Por fin morirá él bendiciendo su suerte. Dígame: ¿con quién se

casaría Zina sino con usted? Usted es un pariente tan lejano del príncipe que no puede

haber ningún impedimento para el matrimonio. Usted la hará suya siendo ella joven, rica,

conocida. ¡Y en qué momento! Cuando los más destacados aristócratas se enorgullecerían

de casarse con ella. Con su ayuda alcanzará usted el puesto que le corresponde en el

círculo más alto de la sociedad. Con su ayuda recibirá usted un alto puesto en la administración.

Ahora tiene usted ciento cincuenta siervos, pero entonces será rico. El

príncipe cuidará de todo en su testamento; ya me encargaré yo de ello.

Y, por último, lo importante: ella tendrá plena fe en usted, en su corazón, en sus

sentimientos, y usted será para ella un héroe de la virtud y el sacrificio... Y usted, después

de esto, ¿usted pregunta cuál será su provecho? Pero, hombre, hay que ser ciego para no

notar, para no entender, para no calcular tal provecho, cuando está a dos pasos de usted,

cuando le mira a usted y le sonríe, y le dice: «¡Soy yo, tu provecho!» Pavel Aleksandrovich,

¡por Dios santo!

-¡Marya Aleksandrovna! --exclamó Mozglyakov con insólita agitación- ¡Ahora lo

comprendo todo! Me he portado con grosería, con mezquindad, con vileza.

Se levanto de un salto del asiento y se asió de los cabellos.

-Y sin prudencia -agregó Marya Aleksandrovna-; sobre todo sin prudencia.

-Soy un asno, Marya Aleksandrovna -gritó casi desesperado. -Ahora todo está perdido,

porque la amo hasta la locura.

-Quizá no esté todo perdido -añadió la señora Moskaleva en voz baja, como cavilando

alguna cosa.

-¡Ah, si fuera posible! ¡Ayúdeme! ¡Instrúyame! ¡Sálveme! Y Mozglyakov rompió a

llorar.

-Amigo mío -dijo Marya Aleksandrovna alargándole la mano-, lo ha hecho usted por

exceso de fiebre, por ardiente pasión, o lo que es igual, por el amor que le tiene. ¡Estaba

usted desesperado, perdió el tino! Ella, claro, debiera comprender eso...

-¡La amo con locura y estoy dispuesto por ella a sacrificarlo todo! -exclamó

Mozglyakov.

-Mire, yo le disculparé ante ella...

-¡Marya Aleksandrovna!

-Sí, yo me encargo de ello. Yo le guío a usted. Usted le dice palabra por palabra lo que

yo acabo de decirle a usted.

-¡Ay, Marya Aleksandrovna, qué buena es usted!... Pero ¿no habrá que hacerlo en

seguida?

-¡Dios no lo permita! ¡Qué poca experiencia tiene usted! ¡Con lo orgullosa que es ella,

lo tomaría como una nueva grosería, como una insolencia! Mañana lo arreglo yo todo. Y

ahora váyase a algún sitio, aunque sea a casa de ese mercader ...; venga a la noche, quizá,

pero no se lo aconsejaría.

-¡Voy, voy! ¡Dios mío, me salva usted! Una palabra más: ¿y si el príncipe no se muere

tan pronto?

-¡Pero, santo Dios, que inocentón es usted, mon cher Paul! Al contrario, debemos rogar

a Dios por su salud. De todo corazón debemos desear larga vida a ese anciano tan

simpático, tan bueno, tan caballeres camente noble. Yo seré la primera en rogar a Dios

noche y día con lágrimas en los ojos por la felicidad de mi hija. Pero ¡ay! la salud del

príncipe no ofrece esperanzas. Por añadidura, será menester ahora ir a la capital e

introducir a Zina en el mundo. Temo ¡ay cómo lo temo! que el pobre señor no llegue a

realizar todo eso. Pero rezaremos, cher Paul, y el resto queda en manos de Dios. ¡Váyase

ahora! Le bendigo, mon ami. Tenga esperanza, paciencia, valor; ¡lo importante es tener

valor! Yo nunca he dudado de la nobleza de sus sentimientos...

Le apretó fuertemente la mano y Mozglyakov abandonó la habitación de puntillas.

-Bueno, me he librado de un mantecato -dijo ella en tono de triunfo-. Quedan otros...

Se abrió la puerta y entró Zina, más pálida que de ordinario. Le brillaban los ojos.

-¡Mamá -dijo- acabe pronto porque no aguanto más! Todo esto es tan inmundo y vil

que estoy dispuesta a escaparme de casa. ¡No me atormente más! ¡No me martirice!

¡Toda esta porquería me causa náusea, ¿sabe usted? náusea!

-¡Zina! ¿Qué te pasa, ángel mío? ¡Has estado... escuchando! -exclamó Marya

Aleksandrovna mirando a Zina con fijeza e inquietud.

-Sí, he estado escuchando. ¿No quiere usted avergonzarme a mí también, como ha

hecho con ese idiota? Mire, le juro que si sigue usted torturándome así y haciéndome

representar toda clase de papeles degradantes en esta infame comedia, doy al traste con

todo y punto final. Ya es bastante que haya aceptado la infamia principal. ¡Esta

cochambre me produce asfixia! -y salió dando un portazo.

Marya Aleksandrovna la siguió fijamente con los ojos y quedó pensativa.

-¡Hay que darse prisa, prisa! -dijo sintiendo un escalofrío-. Es ella la dificultad

principal, el mayor peligro. Y si estos granujas no nos dejan en paz y lo proclaman por

toda la ciudad -lo que probablemente han hecho ya- todo está perdido. Ella no resistirá

este fregado y renunciará a todo. Sea como sea es preciso llevarse al príncipe a la casa de

campo. Voy volando allí primero, recojo al cretino de mi marido y me lo traigo aquí.

¡Para algo, al fin y al cabo, habrá de valer! Mientras tanto el viejo habrá echado su siesta

y podremos irnos.

Tiró del cordón de la campanilla.

-¿Qué hay de los caballos? -preguntó al criado que entró.

-Hace rato que están listos, señora -respondió el lacayo.

Los caballos habían sido pedidos en el mismo momento en que Marya Aleksandrovna

conducía al príncipe al piso de arriba.

Se vistió, pero no sin antes ir un instante a ver a Zina para comunicarle a grandes rasgos

su decisión y darle algunas instrucciones. Pero Zina no pudo escucharla. Estaba en la

cama con el rostro hundido en la almohada y, los brazos desnudos hasta el codo, lloraba a

lágrima viva y se arrancaba el cabello largo y espléndido. De vez en cuando se estremecía

como si un escalofrío le corriera por todos los miembros. Marya Aleksandrovna empezó

a decirle algo, pero Zina ni siquiera levantó la cabeza.

Marya Aleksandrovna permaneció un rato de pie junto a ella, salió confusa de la

habitación y, para resarcirse, subió al carruaje y mandó salir a toda velocidad.

-¡Qué fastidio que Zina haya estado escuchando! -pensaba al montarse-. He tratado de

persuadir a Mozglyakov casi con las mismas palabras que a ella. Es orgullosa y quizá se

haya ofendido... Bueno, lo que de veras importa es que haya bastante tiempo para arreglarlo

todo antes de que la gente huela algo. ¡Qué lástima! ¿Y si ahora el idiota de mi

marido no está en casa?

Y sólo de pensar en ello se sentía poseída de una rabia que no auguraba nada bueno

para Afanasi Matveich. Rebullía de impaciencia en su asiento. Los caba llos la arrastraban

al galope.

X

El carruaje volaba. Ya hemos dicho que esa misma mañana había surgido una idea

genial en la mente de Marya Aleksandrovna cuando iba en persecución del príncipe por

la ciudad. De esa idea habíamos prome tido ocuparnos en su debido lugar. Pero el lector

ya la conoce. Consistía en secuestrar por su cuenta al príncipe y llevárselo lo antes

posible a la casa de campo que tenía a corta distancia de la ciudad, y en la que lejos del

mundanal ruido florecía el bienaventurado Afanasi Matveich. No ocultamos que Marya

Aleksandrovna iba sintiendo cada vez con más fuerza una inquietud inexplicable. Esto les

sucede aun a los héroes más auténticos, precisamente cuando alcanzan su objetivo. Un

cierto instinto le sugería que era peligroso permanecer en Mordasov. «Pero una vez en el

campo -razonaba ella- ¡por mí, que todo el pueblo se ponga patas arriba!» Por supuesto,

que ni en el campo había tiempo que perder. Todo podía suceder, absolutamente todo,

aunque nosotros por supuesto no demos fe a los rumores que sobre nuestra heroína

hicieron correr más tarde sus detractores, según los cuales la señora temía hasta a la

policía en aquellos momentos. En una palabra, se percataba de que era menester casar a

Zina con el príncipe cuanto antes. Los medios estaban al alcance de la mano. El sacerdote

local podía casarlos en la casa de campo. La boda podía celebrarse dos días después, y en

caso de absoluta necesidad incluso al día siguiente. Porque, como es sabido, hay enlaces

que se han arreglado en un par de horas. Había que hacer ver al príncipe que tal premura,

con ausencia de festejos, de esponsales, de damas de honor, era un indispensable comme

il faut; había que inducirle a creer que ello resultaría más aristocrático y decoroso. Por

último, sería posible presentarlo todo como si fuera una aventura romántica y pulsar de

ese modo la cuerda más sentimental del corazón del príncipe. En un caso extremo cabría

hasta emborracharle o, mejor todavía, tenerle continuamente ebrio. Después, pasara lo

que pasara, Zina sería ya princesa; y aun si no era posible evitar el escándalo, en

Petersburgo o Moscú por ejemplo, donde el príncipe tenía parientes, también para ello

había remedio. En primer lugar, todo eso estaba aún por suceder; en segundo lugar,

Marya Aleksandrovna creía que en la alta sociedad casi nada ocurría sin escándalo,

especialmente en materia de casorios; más aún, que era de buen tono, ya que, según ella,

los escándalos en ese elevado nivel social tendrían que ser por algún concepto especiales,

grandiosos, algo por el estilo de Montecristo o las Mémories du Diable. Bastaría, por

último, con que Zina se presentara en la alta sociedad y que su mamá la apoyara para que

todos, sin excepción, quedaran subyugados al instante; y ninguna de esas condesas y

princesas, individual o colectívamente, estaría en condiciones de aguantar los latigazos

verbales, al estilo de Mordasov, que sin ayuda de nadie estaría dispuesta a darles Marya

Aleksandrovna. En consecuencia de estas figuraciones Marya Aleksandrovna volaba

ahora a su hacienda rural en busca de Afanasi Matveich, a quien, en sus cálculos,

señalaba ahora una función indispensable. En realidad, llevar al príncipe a la casa de

campo suponía llevarlo a Afanasi Matveich, a quien quizá el príncipe no tuviera muchas

ganas de conocer. Pero si, por otra parte, Afanasi Matveich extendía una invitación, el

asunto tomaría entonces un cariz diferente; amén de que la presencia de un padre de

familia b ien plantado y de edad avanzada, vestido de frac y con corbata blanca, sombrero

en mano, venido exprofeso de tierras lejanas en cuanto se hubo enterado de la llegada del

príncipe, podía producir un efecto sobremanera agradable, podía incluso halagar la

vanidad del prócer. Marya Aleksandrovna opinaba que a éste le sería difícil declinar una

invitación hecha tan de propósito y con tanta ceremonia. El carruaje cubrió por fin las tres

verstas, y el cochero Safron detuvo los caballos ante la entrada de un edificio de madera,

largo, de una sola planta, bastante maltrecho y ennegrecido por los años, con una larga

hilera de ventanas y rodeado por todos lados de viejos tilos. Era la casa rural y la

residencia veraniega de Marya Aleksandrovna. En la casa había ya luces encendidas.

-¿Dónde está ese idiota? -gritó Marya Aleksandrovna entrando como un huracán en el

cuarto-. ¿Por qué está aquí esta toalla? ¡Ah, se estaba secando! ¿Otra vez bañándose? ¡Y

eso de beber té sin parar! ¿Por qué me miras con esos ojos saltones, so mentecato?

¿Cómo es que no le han cortado el pelo? ¡Grishka! ¡Grishka! ¡Grishka! ¿Por qué no has

cortado el pelo al señor como te lo mandé la semana pasada?

Al entrar en la habitación, Marya Aleksandrovna se proponía saludar a Afanasi

Matveich con mucha más suavidad, pero viendo que venía del baño y que con deleite

tomaba el té, no pudo contener la mas amarga indignación. A decir verdad ¡tanto trabajo

y ajetreo por parte de ella y tanto bendito quietismo por parte de Afanasi Matveich,

hombre inútil e incapaz para nada! Ese contraste le dio al momento una puntada en el

corazón. Mientras tanto, el mentecato, o, para hablar con más respeto, aquel a quien se

llamaba mentecato, estaba sentado junto al samovar y, con terror insensato, abierta la

boca y saltones los ojos, miraba a su cónyuge, petríficado ante su aparición. Del vestíbulo

surgió la figura soñolienta y desmañada de Grishka, que miraba con pasmo toda esta

escena.

-Porque no se ha dejado, por eso no se los he cortado -respondió con un gruñido sordo-.

«Mire el señor, le he dicho, que de repente se presenta la señora y nos va a echar una

bronca a los dos, y ¿qué vamos a hacer entonces?» «No, espera, me ha dicho, porque el

domingo voy a rizarme el pelo y para eso necesito tenerlo largo.»

-¿Cómo? ¿Con que se lo riza? ¿Y has pensado rizártelo en mi ausencia? ¿Qué moda es

ésa? ¿Y crees que te va bien con esa cabezota de palo que tienes? ¡Dios, qué desbarajuste

hay aquí! ¿A qué huele? A ti te lo pregunto, bestia, ¿a qué huele aquí? -gritaba la esposa

apremiando cada vez más al inocente y ya aturdido Afanasi Matveich.

-¡Ma... madrecita! -murmuró el atemorizado marido sin levantarse de su sitio y mirando

con ojos suplicantes a quien así le tiranizaba-. ¡Ma... ma... ma drecita!

-¿Cuántas veces te he de meter en esa cabeza de burro que no soy tu madre? ¿Qué

madrecita soy para ti, pedazo de pigmeo? ¿Cómo te atreves a dar ese nombre a una dama

noble cuyo lugar está en la mejor sociedad y no junto a un asno como tú?

-Pero... pero si tú, Marya Aleksandrovna, eres al cabo mi esposa legítima...; por eso te

hablo... conyugalmente... -dijo Afanasi Matveich, alzando al mismo tiempo ambas manos

sobre la cabeza para protegerse el cabello.

-¡Zopenco! ¡Pedazo de.adoquín! ¿Habráse oído una contestación más tonta? ¡Esposa

legítima! ¿Pero es que se estilan todavía las esposas legítimas? ¿Es que hay alguien hoy,

en la alta sociedad, que use esa estúpida palabra, legítima, esa palabreja repugnante

propia de un seminarista? ¿Y cómo te atreves a recordarme que soy tu mujer cuando yo

procuro con todas mis fuerzas y por todos los medios olvidarme de ello? ¿Por qué te

tapas la cabeza con las manos? ¡Miren cómo tiene el pelo! ¡Chorreando todo él! No se le

seca en tres horas. ¿Y cómo llevármelo ahora? ¿Cómo presentárselo a la gente? ¿Qué

hacer ahora?

Y Marya Aleksandrovna se retorcía las manos de rabia, corriendo de un extremo al otro

de la habitación. El apuro era de menor cuantía y remediable, pero lo que sucedía era que

Marya Aleksandrovna no podía poner coto a su genio imperioso y arrollador. Le era

necesario desahogar continuamente su enojo en Afanasi Matveich, porque la tiranía es

una costumbre que llega a ser necesidad. Al fin y al cabo, todo el mundo sabe de qué

contrastes son capaces las damas refinadas de la buena sociedad cuando están entre

bastidores, y yo he querido describir ese contraste. Afanasi Matveích seguía trémulo las

evoluciones de su esposa y sudaba con sólo mirarla.

-¡Grishka! -exclamó por fin la dama-, hay que vestir en seguida al señor: frac, pantalón,

corbata blanca, chaleco. ¡Hala, vamos! ¿Dónde está su cepillo para el pelo? ¿Dónde?

-¡Madrecita, pero si acabo de salir del baño! Puedo resfriarme si vamos a la ciudad...

-No te resfriarás.

-Pero tengo el pelo mojado...

-¡Ya verás cómo te lo secamos! Grishka, tú toma el cepillo y frótale la cabeza hasta que

esté seca. ¡Más fuerte! ¡Más fuerte! ¡Más! ¡Así! ¡Así!

Ante este mandato, el fiel y servicial Grishka se puso con todas sus fuerzas a secar los

cabellos de su amo, cogiéndole del hombro para mayor comodidad y obligándole a

inclinarse sobre el diván. Afanasi Matveich arrugó el entrecejo y casi estuvo a punto de

llorar.

-¡Ahora ven acá! ¡Levántale, Grishka! ¿Dónde está la pomada? ¡Agáchate! ¡Agáchate,

sinvergüenza! ¡Agá chate, bruto!

Y Marya Aleksandrovna, con sus propias manos, se puso a aplicar el unto a su marido,

tirándole sin piedad del cabello entrecano que el desgraciado no se había dejado cortar.

Afanasi Matveich suspiraba, gemía, pero no lanzó un solo grito y aguantó con humildad

toda la operación.

-¡Me estás sorbiendo la sangre, cretino! -prosiguió Marya Aleksandrovna -. ¡Pero

agáchate más! ¡Agáchate!

-¿Cómo que te estoy sorbiendo la sangre, madre cita? - masculló el marido bajando la

cabeza todo lo posible.

-¡Estúpido! ¡No entiende la alegoría! ¡Ahora péinate! ¡Y tú, vístele! pero ¡hala! ¡de

prisa!

Nuestra heroína se sentó en un sillón y, con mirada inquisitorial, estuvo siguiendo todo

el ceremonial del atavío de Afanasi Matveich. Mientras tanto, él logró descansar un poco

y cobrar ánimos; y cuando llegó el momento de que se le anudara la corbata blanca, hasta

se atrevió a expresar una opinión propia acerca de la forma y hermosura del nudo. Por

último, cuando se le puso el frac, el respetable caballero recobró por completo su aplomo

y empezó a mirarse en el espejo con cierta estimación.

-¿A dónde me llevas, Marya Aleksandrovna? -preguntó acicalándose.

Marya Aleksandrovna no podía dar crédito a sus oídos.

-¿Habéis oído? Animal disecado, ¿cómo te atreves a preguntanne que a dónde te llevo?

-Pero, madrecita, es preciso saber...

-¡A callar! ¡Ay de ti si me llamas una sola vez ma drecita en el sitio a que vamos! Te

dejo sin té un mes entero.

El aterrado marido guardó silencio.

-¡Se habrá visto! ¡El muy indecente no ha ganado ni una sola condecoración -prosiguió

ella mirando con desprecio el frac negro de Afanasi Matveich.

Afanasi Matveich acabó por ofenderse.

-Las condecoraciones, madrecita, las concede el go bierno, y yo soy un consejero y no

un indecente -replicó con noble indignación.

-¿Qué? ¿Qué es eso? ¿Has aprendido a razonar aquí? ¡So patán! ¡So pringoso! Lástima

que no tenga tiempo ahora para arreglarte las cuentas, que si no... Pero ya me acordaré

más tarde. ¡Dale el sombrero, Grishka! ¡Dalé el gabán! Aquí hay que arreglar estas tres

habitaciones mientras que yo estoy fuera. ¡Mano a las escobas en seguida! Quitad los

guardapolvos de los espejos y de los relojes y que todo esté listo para dentro de una hora.

Y tú ponte también de frac y reparte los guantes a los criados. ¿Oyes, Grishka, oyes?

Subieron al carruaje. Afanasi Matveich estaba confuso, perplejo. Entretanto, Marya

Aleksandrovna iba pensando en cómo meterle en la cabeza a su marido ciertas

instrucciones, ineludibles en la actual situación de él. Pero el marido le tomó la delantera.

Hoy, ¿sabes, Marya Aleksandrovna? he tenido un sueño de lo más original -anunció

inesperadamente en medio del silencio mutuo.

-¡Vaya con el fantoche! ¡Y ahora a mí se me ha ido el santo al cielo! ¡Valiente sueño!

¡Y te atreves a importunarme con tus sueños de patán! ¡Original! ¿Es que tú entiendes lo

que es original? Escucha, porque es la última vez que te lo digo: si con una sola palabra

te atreves hoy a recordarme tu sueño o cualquier otra cosa, te... bueno, ¡no sé lo que hago

contigo! Escucha bien: hoy ha venido a casa el príncipe K. ¿Te acuerdas del príncipe K.?

-Sí, madrecita, me acuerdo. ¿A qué se debe la visita?

-Calla, eso no te importa. Tú, como amo de la casa debes invitarle con especial

amabilidad a que venga en seguida a nuestra casa de campo. A eso te llevo. Hoy pues,

cogemos y nos venimos. Pero si tú te atreves a decir una sola palabra en toda la noche, o

mañana, o pasado, o cualquier otro día, te pongo a guardar gansos un año entero. No

digas nada. Ni pío. En eso con siste lo que tienes que hacer. ¿Entendido?

-Pero ¿y si me preguntan algo?

-Te callas de todos modos.

-Pero es imposible callar a todo, Marya Aleksandrovna.

-En ese caso responde con monosílabos. Di, por ejemplo, «humm ... », o algo por el

estilo,, para demostrar que eres hombre inteligente y que piensas antes de contestar.

-Humm...

-Entiéndeme. Te llevo para que digas que te has enterado de la llegada del príncipe, y

que, encantado con su visita, has venido corriendo a cumplimentarle y a invitarle a la

casa de campo. ¿Entiendes?

-Humm...

-¡Todavía no es hora de «humear», idiota! ¡Contéstame!

-Bueno, madrecita, todo se hará según tus deseos. Pero ¿por qué tengo que invitar al

príncipe?

-¿Qué es eso? ¿Otra vez razonando? ¿Y a ti qué te importa por qué? ¿Cómo te atreves a

preguntarlo?

-Pero vuelvo a lo mismo, Marya Aleksandrovna. ¿Cómo voy a invitarle si me mandas

que me calle?

-Yo hablaré por ti, y tú no haces más que inclinarte ¿me oyes?, sólo inclinarte con el

sombrero en la mano. ¿ Entiendes?

-Entiendo, mad .... Marya Aleksandrovna.

-El príncipe es sumamente ingenioso. Si dice algo, aunque no se dirija a ti, tú contestas

a todo con afa bilidad y con una sonrisa alegre, ¿comprendes?

-Humm...

-¿«Humeando» otra vez? ¡Conmigo no se «humea»! Contesta sencilla y directamente:

¿me oyes o no?

-Te oigo, Marya Aleksandrovna, te oigo. ¿Cómo no te voy a oír? Si digo «humm» es

para acostumbrarme, como me has mandado. Sólo que vuelvo otra vez, madrecita, a eso

de que el príncipe dice algo y tú me mandas que le mire y me sonría. Bueno, suponte que

me pregunta algo.

-¡Pero qué cernícalo! Ya te he dicho que tú callas. Yo contesto por ti y tú te limitas a

mirar y sonreír.

-Entonces va a creer que soy mudo -murmuró Afanasi Matveich.

-¡Como si eso importara! Deja que lo piense. De esa manera disimulas que eres tonto.

-Humm... ¿y si otros me preguntan algo?

-Nadie te preguntará nada, porque no habrá nadie Y en caso de que venga alguien

-¡Dios no lo permita!y te pregunte o te diga algo, tú le contestas al instante con una

sonrisa sarcástica. ¿Sabes lo que es una sonrisa sarcástica?

-Ingeniosa, ¿no es eso, madrecita?

-¡Ingeniosa! Ya te daré yo... ¡Idiota! Pero, zopenco ¿quién va a esperar de ti nada

ingenioso? Una sonrisa burlona, ¿entiendes? Burlona y despreciativa.

-Humm...

«¡Ay, qué miedo le tengo a este pazguato!» -decía para sí Marya Aleksandrovna-. «No

cabe duda de que ha jurado sorberme la sangre. De veras que más hu biera valido no

traerle.»

Cavilando de este modo, intranquila y quejumbrosa Marya Aleksandrovna sacaba

continuamente la cabeza por la ventanilla del carruaje y apremiaba al cochero para que

fuera más de prisa. Los caballos volaban, pero a ella le parecía que iban con lentitud.

Afanasi Matveich, en su rincón, repetía mentalmente sus lecciones. Por fin el coche entró

en la ciudad e hizo alto ante la casa de Marya Aleksandrovna. Pero apenas hubo pisado

nuestra heroína el escalón de entrada cuando de pronto vio acercarse a la casa un trineo

cubierto, de dos plazas, tirado por dos caballos, cabalmente el trineo en el que de

ordinario paseaba Anna Nikolaevna Antipova. En él venían dos señoras. Una de ellas era,

por supuesto, la propia Anna Nikolaevna; la otra, Natalya Dmitrievna, desde hacía poco

su más sincera amiga y secuaz. A Marya Aleksandrovna se le cayó el alma a los pies.

Pero apenas tuvo tiempo para lanzar una exclamación cuando llegó otro trineo, en el que

por lo visto venía otra visitante. Se oyeron gritos de alegría.

-¡Marya Aleksandrovna! ¡Y con Afanasi Matveich! ¡Con que acaban de llegar! ¿De

dónde? ¡Y qué a propósito, porque venimos a pasar con ustedes la velada entera! ¡Qué

sorpresa!

Las visitantes saltaron al escalón de la puerta gorjeando como golondrinas. Marya

Aleksandrovna no daba crédito a sus ojos ni a sus oídos.

«¡Así os trague la tierra! -musitó para sí-. Esto huele a conspiración. Hay que

investigar. Pero no seréis vosotras, urracas, las que me ganaréis por la mano! ¡Esperad y

veréis!

XI

Mozglyakov, al parecer, salió de casa de Marya Aleksandrovna completamente

satisfecho. Ella había logrado enardecerle la fantasía. No fue a Boroduevo, porque sentía

la necesidad de estar solo. Un cúmulo formidable de ensueños heroicos y románticos le

tenía intranquilo. Soñaba con sincerarse solemnemente con Zina, soñaba con las nobles

lágrimas de un corazón dispuesto a perdonarlo todo, con la palidez y la desesperación de

que daría muestra en el brillante baile de Petersburgo, con España, con el Guadalquivir,

con el amor y con el príncipe moribundo, que en su lecho de muerte juntaría las manos de

los amantes. Luego con su bella y fiel esposa, maravillada de continuo ante su heroísmo y

magnanimidad; y, de paso, a hurtadillas, con la atención de alguna condesa de la alta

sociedad, en la que ingresaría por su casamiento con Zina, viuda del príncipe K., con un

cargo de vicegobernador, con dinero...; en una palabra, todo lo que Marya Aleksandrovna

le había descrito de modo tan elocuente se le representó una vez más en su alma

satisfecha, mimándola, subyugándola y, mejor todavía, halagando su amor propio. Pero

he aquí y no sé en verdad cómo explicar esto que cuando ya empezaba a cansarse de

todos estos arrebatos, se le ocurrió de pronto un pensamiento molesto, a saber, que, bien

mirado, todo eso estaba todavía en lontananza, y que por el momento quedaba él de todos

modos en ridículo. Cuando se le ocurrió esto, notó que en su paseo había ido bastante

lejos, hasta un arrabal solitario y desconocido de Mordasov. Había oscurecido. Por las

calles, bordeadas de casuchas pe queñas medio enterradas en la tierra, ladraban furiosamente

los perros, esos perros que en las ciudades provincianas abundan en cantidades

inauditas, especialmente en los barrios en que no hay nada que guardar y nada que robar.

Empezó a caer una nieve húmeda. De vez en cuando pasaba un ciudadano rezagado o alguna

mujeruca bien embozada en su pelliza y con botas altas. Todo ello, por algún

motivo, empezo a irritar a Pavel Aleksandrovich, lo que era mala señal, porque cuando

las cosas van por buen camino todo nos parece halagileño y de color de rosa. Pavel

Aleksandrovich no pudo menos de recordar que hasta entonces él había sido el que daba

siempre el tono en Mordasov; y le agradaba mucho que en todas las casas le señalaran

por un buen partido y le dieran la enhorabuena por tal distinción. Hasta se enorgullecía de

serlo. Y ahora de repente sería para todos... un jubilado. Quedaría en ridículo. Porque por

supuesto no cabría explicar a todo el mundo la verdad del caso, hablar de los bailes de

Petersburgo en salones de columnas, o del Guadalquivir. Cavilando, mohíno y

quejumbroso, dio por fin con una idea que, imperceptiblemente, le venía hurgando en el

corazón algún tiempo: «¿Pero era verdad todo esto? ¿Sucedería exactamente como Marya

Aleksandrovna lo había descrito?» Recordó entonces que Marya Aleksandrovna era una

señora sumamente astuta y que, a pesar de merecer el respeto de todos, se pasaba el día

entero chismorreando y mintiendo; que ahora tenía probablemente razones especiales

para alejarle y, por último, que en pintar cuadros bonitos todo el mundo se da maña.

Pensaba asimismo en Zina, se acordaba de la mirada de despedida que ella le había

lanzado, mirada que estaba muy lejos de expresar un oculto amor apasionado; y además

recordaba muy a propósito que una hora antes ella le había llamado mentecato. Ante tal

recuerdo Pavel Aleksandrovich se quedó de repente como clavado en el suelo y hasta se

le saltaron las lágrimas de vergüenza. Un instante después, y como si fuera adrede, le

ocurrió algo desagradable: tropezó y cayó de la acera de madera en un banco de nieve.

Mientras se revolcaba en ésta, una jauría de perros que desde hacía rato venía tras él

ladrando le acosó por todos lados. Uno de los perros, el más pequeño y agresivo, se colgó

de él cogiendo con los dientes el faldón del gabán. Sacudiéndose de encima a los

animales, maldiciendo en voz alta y renegando de su suerte, Pavel Aleksandro vich, con el

faldón desgarrado y el alma transida de pesadumbre, llegó por fin a una esquina y

descubrió que se había extraviado. Sabido es que cuando uno se extravía, especialmente

de noche, en un barrio desconocido de la ciudad, no puede caminar en línea recta por la

calle. Una fuerza ignota le impele a meterse a cada momento por todas las calles y

callejas que encuentra en su camino. Conforme a esta pauta, Pavel Aleksandrovich acabó

por extraviarse del todo. «¡Que el demonio se lleve todas estas ideas sublimes!» -murmuró

para sus adentros escupiendo de furia. «iY que el demonio os lleve a todos, con

vuestros sentimientos elevados y vuestros Guadalquivires!» No diré que Mozglyakov

estuviera muy atrayente en ese momento. Finalmente, malparado, rendido, tras dos horas

de andar sin rumbo fijo, llegó a la puerta de la casa de Marya Aleksandrovna. Quedó

asombrado de ver tantos coches. «¿Pero es que tienen invitados? ¿Es que hay una recepción?

-pensaba-. ¿Con qué objeto?» Preguntó al criado que salió a su encuentro y se

enteró de que Marya Aleksandrovna había estado en la casa de campo y de allí se había

traído a Afanasi Matveich, con corbata blanca, y que el príncipe ya estaba despierto, pero

que todavía no había bajado a reunirse con los invitados. Pavel Aleksandrovich, sin decir

palabra, subió a ver a su tío. En tal momento estaba precisamente en ese estado de ánimo

en que un hombre de carácter débil puede cometer la acción más horrible, ruin y rastrera

por venganza, sin pensar en que puede arrepentirse de ello toda su vida.

Una vez arriba, vio al príncipe sentado en un sillón, ante su mesa de tocador portátil,

con la cabeza enteramente calva, pero ya con la perilla y las patillas en su sitio. La peluca

estaba en manos de su ayuda de cámara favorito, Ivan Pahomych, anciano de cabello

blanco, quien la peinaba pensativa y respetuosamente. En cuanto al príncipe, tenía

todavía un aspecto muy lamentable y no había vuelto en su acuerdo después de las

anteriores líbaciones. Parecía todo él hundido en el sillón, contraído y aplanado, y

miraba, parpadeando, a Mozglyakov como si no le reconociera.

-¿Cómo va de salud, tío? -preguntó Mozglyakov.

-¿Cómo?... ¿Eres tú? -inquirió por fin el tío-. Pues, amigo, he echado un sueñecillo.

¡Ay, santo Dios! ---exclamó resucitando por completo-, ¡pero si estoy... sin peluca!

-No se inquiete, tío. Yo... yo le ayudo si le parece bien.

-¡Ahora tú has descubierto mi secretol Ya decía yo que había que cerrar la pue rta.

Bueno, amigo mío, debes darme, sin fal-ta, tu palabra de ho -nor de que me guardarás el

secreto y de que no dirás a nadie que tengo el pelo pos-ti- zo.

-Por Dios, tío. ¿Me cree usted capaz de tamaña vileza? -exclamó Mozglyakov con

deseo de agradar al viejo... para lo que pudiera ofrecerse más tarde.

-¡Pues sí, pues sí! Como veo que eres un hombre honrado, está bien, te voy a

a-som-brar descubriéndote todos mis se-cre-tos. ¿Qué te parece mi bi-go-te, querido?

-¡Magnífico, tío! ¡Sorprendente! ¿Cómo ha podido usted conservarlo tanto tiempo?

-Te equivocas, amigo mío. ¡Es pos-ti-zo! –agregó el príncipe, mirando triunfalmente a

Pavel Aleksandrovich.

-¿De veras? Cuesta trabajo creerlo. Bueno, ¿y las patillas? Confiese, tío, que de seguro

se las tiñe.

-¿Que me las tiño? No sólo no me las tiño, sino que son enteramente ar-ti- fi-ciales.

-¿Artíficiales? No, tío, con perdón, no me lo creo. Se burla usted de mi.

--Parole d'honneur, mon ami -exclamó victoriosa mente el príncipe-. Y figúrate, todos,

ab-so-lu-ta-mente todos se en- ga-ñan como tú. Incluso Stepanida Matveevna no se lo

cree, aunque ella misma me las pone de vez en cuando. Estoy seguro, amigo mío, de que

me guardarás el secreto. Dame tu palabra de honor...

-Palabra de honor, tío, que lo guardaré. Una vez más le pregunto si me cree usted capaz

de semejante bajeza.

-¡Ay, amigo mío! ¡Qué caída he tenido hoy en tu ausencia! Feofil volcó el coche y otra

vez salí despedido.

-¿Otra vez? ¿Cuándo?

-Pues, mira, íbamos camino del mo -nas-te-rio...

-Ya lo sé, tío, esta mañana.

-No, no. Hace un par de horas na -da más. Yo iba al monasterio y él me volcó. ¡Qué

susto me llevé! Aún no tengo el corazón en su sitio.

-Pero tío, ¡si ha estado usted descansando! -dijo Mozglyakov asombrado.

-Pues sí, descansé ... pero luego salí en el coche... aunque por otra parte .... yo quizá...

¡qué extraño es esto!

-Le aseguro, tío, que eso lo ha soñado. Usted ha estado descansando con toda

tranquilidad desde después de comer.

-¿Ah, sí? --el príncipe quedó pensativo-. Sí, bue no, quizá lo haya soñado. Por otra

parte, me acuerdo de todo lo que soñé. Primero soñé con un toro terrible, con cuernos.

Luego soñé con no sé qué fis-cal que parecía tener cuernos también...

-Habrá sido Nikolai Vasilyevich Antipov, tío.

-Pues sí, puede haber sido él. Después vi a Napoleón Bona-parte. ¿Sabes, amigo?

Todos me dicen que me parezco a Napoleón Bona-parte ... ; y de perfil, por lo visto,

tengo un parecido sorprendente con un papa antiguo. ¿Crees tú que me parezco a un

papa, amigo mío?

-Creo que se parece usted más a Napoleón Bonaparte.

-Pues sí, de frente. Yo, por lo demás, soy de la misma opinión. Soñé con él cuando ya

estaba en la isla, y ¿sabes? es un hombre jovial, parlanchín y listo. Lo pasé

estupendamente bien con él.

-¿Habla usted de Napoleón, tío? -le preguntó Pavel Aleksandrovich mirándole con aire

pensativo. En su mente empezaba a rebullir una extraña idea de la que él mismo no se

daba todavía plena cuenta.

-Pues sí, de Napoleón. Estuvimos hablando de filosofía. Y ¿sabes? amigo mío, me da

lástima de que se hayan portado tan severamente con él... los in- gle-ses. Claro que si no

lo tuvieran encadenado se abalanzaría otra vez sobre la gente. Era un hombre rabioso.

Pero aun así me da lástima. Yo no le hubiera tratado de ese modo. Lo hubiera mandado a

una isla de-sier-ta...

-¿Por qué desierta? -preguntó Mozglyakov distraídamente.

-Bueno, aunque estuviera habitada; sólo que por gente sensata. Y le procuraría varias

di-ver-sio- nes: teatro, música, ballet, todo ello a costa del Estado. Le permitiría pasear,

por supuesto vigilado, porque si no se nos escabulliría en seguida. Había unos pasteles

que le gustaban mucho. Yo se los haría preparar todos los días. Lo tendría prisionero

pa-ter-nal- mente, por así decirlo. Se arrepentiría conmigo incluso...

Mozglyakov se mordía las uñas de impaciencia y escuchaba distraído la cháchara del

viejo, que aún estaba medio dormido. Quería llevar la conversación al tema del

casamiento -no sabía -todavía por qué. Una furia sin límites le roía el pecho. De repente

el viejo dejó escapar una exclamación de asombro.

-¡Ay, amigo! Se me olvidaba decírtelo. Figúrate que hoy he hecho una oferta de

ma-tri-mo-nio.

-¿Una oferta, tío? -gritó Mozglyakov despabilándose.

-Pues sí, una o-fer-ta. Pahomych, ¿te vas ya? Bueno, bien. C'est une charmante

personne... Pero te confieso, amigo mío, que lo he hecho sin pensar. Sólo ahora me doy

cuenta. ¡Ay, Dios mío!

-Pero, perdone, tío, ¿cuándo hizo usted la oferta?

-Te confieso, amigo, que no sé a punto fijo cuándo. ¿No lo habré soñado también? ¡Qué

extraño es todo esto!

Mozglyakov sintió un escalofrío de placer. . En su mente brilló una nueva idea.

-¿A quién y cuándo hizo usted la oferta, tío?.-repitió impacientemente.

-A la hija de la señora de la casa, mon ami... cette belle personne... por cierto que he

olvidado cómo se llama. Pero ocurre, amigo mío, que yo no puedo ca-sarme de ninguna

manera. ¿Qué voy a hacer ahora?

-Por supuesto que el casamiento sería un desastre para usted. Permítame que le

haga.otra pregunta, tío, ¿Está usted de veras seguro de que ha hecho esa oferta?

-Pues sí... estoy seguro.

-¿Y si todo eso lo hubiera soñado, como soñó lo del segundo vuelco del coche?

-¡Dios mío! Efectivamente, quizá lo haya soñado también. Lo que pasa en que ahora no

sé cómo pre-sentar-me ahí abajo. ¿Cómo podria averiguar de alguna manera indirecta si

de veras hice o no hice la -oferta? Imagínate en qué situación me encuentro.

-¿Sabe, tío? Pienso que no hay por qué averiguarlo.

-¿Cómo?

-Porque creo de veras que lo ha soñado.

-Lo mismo pienso yo, querido, tanto más cuanto que tengo a menudo sueños como ése.

-Mire, tío. Recuerde que bebió un poco durante el almuerzo, luego en la comida y, por

último...

-Pues sí, amigo mío. Quizá se deba precisamente a eso.

-Cuanto más, tío, que por muy excitado que estuviera usted, nunca habría hecho

despierto una oferta tan imprudente. Por lo que a mí se me alcanza, tío, es usted un

hombre en extremo sensato y...

-Pues sí, sí.

-Basta que se imagine lo que pasaría si se enteraran sus parientes que, en todo caso, le

tienen a usted entre ojos.

-¡Dios mío! -exclamó aterrado el príncipe-. ¿Qué pasaría entonces?

-Perdone, pero todos gritarían en coro que lo había hecho usted cuando no estaba en su

juicio, que está usted loco, que habría que ponerle bajo tutela y quizá recluirle en algún

sitio donde le vigilaran.

Mozglyakov sabía cómo asustar al viejo.

-¡Dios mío! -gritó el príncipe, temblando como una hoja-. ¿De veras que me recluirían?

-Así, pues, reflexione, tío: ¿Podría usted hacer despierto una oferta tan imprudente?

Usted mismo comprende lo que conviene a sus intereses. Le aseguro solemnemente que

todo eso lo ha soñado.

-In-du-dable-men-te, indudablemente lo he soñado -repitió -el asustado príncipe-. ¡Ay,

querido! ¡Con cuánto tino has aclarado esto! Te agradezco en el alma que me hayas

hecho ver las cosas como son.

-Y yo, tío, estoy sumamente contento de haber tropezado hoy con usted. Figúrese que,

si no fuera por mí, podría usted equivocarse, pensar que es novio formal y, salir de, aquí

casado. Figúrese lo horrible que sería eso.

-¡Sí, sí... horrible!

-Recuerde, además, que esa muchacha tiene veintítrés años, que nadie quiere casarse

con ella y que, de pronto, usted, rico, noble, se presenta como novio. Ellos, al momento,

se aferrarán a esa idea, le asegura rán que es usted en efecto el novio y le casarán a usted

quizás a la fuerza. Y contarán con la posibilidad de que se muera usted pronto.

-¿De veras?

-Y, por último, tenga presente, tío, que un hombre de sus méritos...

-Pues sí, de mis méritos...

-De su inteligencia, de su amabilidad...

-Pues sí, de mi inteligencia, sí...

-Y, para colmo, es usted príncipe. ¿Es ése el par tido que podría encontrar si de veras,

por el motivo que fuese, necesitara usted casarse? Piense en lo que dirían sus parientes.

-¡Ay, amigo mío! Sencillamente me devorarían vivo. ¡Me han tratado ya con tanta

insidia y malevolencia! Imagínate, sospecho que querían meterme en un ma-ni-co-mio.

Amigo mío, dime por favor si eso no es absurdo. ¿Qué hubiera hecho yo allí, en el ma- nico-

mio?

-Pues claro que es absurdo, tío. Por eso ahora no voy a apartarme de su lado cuando

baje usted. Hay aho ra visita.

-¿Visita? ¡Ay, Dios mío!

-No se preocupe, tío, que yo estaré con usted.

-¡Cuánto te lo agradezco, querido! ¡Eres sencilla mente mi salvador! Pero, ¿sabes? lo

mejor es que me vaya de aquí.

-Mañana, tío. Mañana a las siete de la mañana. Hoy se despide usted de todos y anuncia

que se marcha.

-Voy a ir sin falta a ver al padre Misailo... Pero, amigo mío, ¿y si quieren casarme?

-No tema, tío. Yo estaré con usted y, por último, a pesar de lo que digan, a pesar de lo

que insinúen, usted afirma sin titubeos que todo eso lo ha soñado..., como efectivamente

ha ocurrido...

-Pues sí, diré lla- na-mente que ha sido un sueño. Ahora que, amigo, ha sido un sueño de

lo más encantador. Ella es una verdadera belleza y ¿sabes? con unas formas...

-Bueno, adiós, tío. Yo bajo y usted...

-¿Cómo? ¿Me vas a dejar solo? - gritó el príncipe atemorizado.

-No, tío. Es que bajaremos por separado. Yo primero y usted después. Así será mejor.

-Pues sí. A propósito, necesito apuntar un pensamiento.

-Eso, tío. Apunte su pensamiento y después baje. No se detenga. Mañana, pues, por la

mañana...

-¡Y mañana por la mañana a ver al padre Misailo, a verle sin falta! ¡Charmant,

charmant! ¿sabes, amigo mío? Una ver-da-de-ra belleza... ¡qué formas!... Si me fuera

absolutamente necesario casarme, entonces...

-¡Dios no lo permita, tío!

-Pues sí, ¡Dios no lo permita! Bien, adiós, querido, al momento... voy a hacer ese

apunte. A propos, hace tiempo que quiero preguntarte si has leído las memorias de

Casanova.

-Las he leído, tío. ¿Por qué?

-Pues... Mira, se me ha olvidado lo que quería decir...

-Luego se acordará, tío. Hasta la vista...

-Hasta la vista, amigo mío, hasta la vista. De to dos modos, ha sido un sueño

encantador, en-can-ta-dor...

XII

¡Todas venimos de visita! ¡Todas! Praskovya Ilyinichna vendrá también y Luiza

Karlovna quería venir -gorjeó Anna Nikolaevna entrando en el salón y mirando

ansiosamente en torno suyo. Era una señora pequeña, bastante bonita, ataviada rica

aunque abigarradamente, y, además, muy consciente de su buen parecer. Se le antojaba

que en algún rincón estaba escondido el príncipe con Zina.

-También vendrá Katerina Petrovna y también quería venir Felisata Mihailoyna -agregó

Natalya Dmitrievna, una dama de tamaño colosal cuyas formas agradaban mucho al

príncipe y que se parecía extraordinariamente a un granadero. Llevaba un diminuto sombrero

color de rosa caído sobre la nuca. Desde hacía tres semanas era la amiga más íntima

de Anna Nikolaevna, a quien venía haciendo la rueda hacía tiempo y a quien hubiera

podido tragarse de un bocado, huesos y todo.

-No tengo que decirles el delite, así como suena, que siento de ver a ustedes dos en mi

casa y a esta hora -entonó Marya Aleksandrovna reponiéndose de su asombro inicial-.

Pero por favor, ¿a qué milagro debo esta visita cuando ya desesperaba por completo de

tener tal honor?

-¡Por Dios, Marya Aleksandrovna! ¡Qué memoria tiene usted! -dijo con tono meloso

Natalya Dmitrievna, hablando remilgadamente, con voz tímida y chillona que contrastaba

extrañamente con su aspecto.

-Mais, ma charmante -dijo con voz cantarina Anna Nikolaevna-, es preciso,

absolutamente preciso, terminar los preparativos de ese teatro. Hoy, sin ir más lejos,

Pyotr Mihalovich ha dicho a Kallist Stanislavich que le fastidia mucho que la cosa no

marche bien y que no hacemos más que pelearnos. De modo que hoy nos hemos reunido

las cuatro y hemos pensado: vamos a casa de Marya Aleksandrovna y lo decidimos todo

de una vez. Natalya Dmitrievna mandó recado a las otras. Todas vendrán. Así nos

pondremos de acuerdo y todo irá bien. ¡Ya no dirán que no hacemos más que pelearnos,

mon ange! -añadió juguetonamente besando a Marya Aleksandrovna-. ¡Dios mío, Zinaida

Afanasyevna! ¡Está usted cada día más guapa! -Anna Nikolaevna se lanzó a besar a Zina.

-¡Pero si no tiene más remedio que embellecer! -agregó azucaradamente Natalya

Dmitrievna frotándose las manos enormes.

-«¡Que el diablo se las lleve! ¡No pensé en lo del teatro! ¡Alguna cosa venís tramando,

urracas!» masculló entre dientes Marya Aleksandrovna, a quien la rabia te nía fuera de sí.

-Y para que no faltara detalle, mon ange -añadió Anna Nikolaevna- tiene usted ahora en

su casa a ese adorable príncipe. Ya sabe usted que en Duhanovo, en tiempos de los

dueños anteriores, había un teatro. Hemos hecho indagaciones y hemos sabido que en

algún sitio de allí están almacenados todos los decorados antiguos, el telón y hasta el

vestuario. El príncipe ha estado hoy en mi casa, pero su visita me sorprendió tanto que

olvidé por completo preguntarle. Ahora sacaremos a relucir el tema del teatro, usted nos

ayuda y el príncipe hará que se nos envíen todos esos trastos. Porque ¿a quién se puede

pedir aquí que haga un decorado o cosa por el estilo? Además, queremos también interesar

al príncipe en nuestro teatro. Debe suscribirse, porque al fin y al cabo es a beneficio

de los pobres. Quizás incluso acepte un papel. ¡Es tan simpático y servicial! Entonces irá

todo a pedir de boca.

-Claro que aceptará un papel. Es hombre a quien se le puede hacer desempeñar

cualquier papel -añadió con intención Natalya Dmitrievna.

Anna Níkolaevna no había engañado a Marya Aleksandrovna. A cada minuto llegaban

otras señoras. Marya Alekasndrovna apenas tenía tiempo para recibirlas con los

aspavientos que en tales casos exigen el decoro y la conductor comme il faut.

No intentaré describir a todas las visitantes y sí sólo señalar que todas tenían cierto aire

de malicia. En el rostro de cada una se retrataba la expectación y algo así como una

impaciencia desbocada. Algunas ha bían venido con la inequívoca intención de presenciar

un insólito escándalo y se enfurecerían si tuvieran que irse sin haberlo visto. En

apariencia todas se comportaban con la mayor amabilidad, pero Marya Aleksandrovna se

preparaba resueltamente para el ataque. Menudearon las preguntas sobre el príncipe, al

parecer muy naturales, pero en cada una despuntaba una alusión o una segunda intención.

Apareció el té y las damas se desparramaron por el salón. Un grupo se apoderó del piano.

A la invitación que se le hizo de tocar y cantar algo, Zina contestó que no se sentía bien y

la palidez de su rostro lo mostraba. Se le hicieron preguntas interesándose por su salud, y

con ellas hubo ocasión de curiosear y lanzar indirectas. Se preguntó asimismo acerca de

Mozglyakov, preguntas dirigidas también a Zina. Marya Aleksandrovna se multiplicaba

por diez: veía todo cuanto sucedía en cada rincón de la sala, escuchaba cuanto decía cada

una de las visitantes, aunque casi llegaban a una docena, y contestaba sin falta a todas las

preguntas, sin tener por supuesto que rebuscar las palabras. Temblaba por Zina y se

maravillaba de que ésta no abandonara la sala como siempre lo había hecho hasta ahora

en reuniones de ese género. Tampoco le quitaba el ojo de encima a Afanasi Matveich.

Todas le tomaban el pelo para zaherir a Marya Aleksandrovna por medio de su marido.

Además, en esta ocasión era posible sonsacarle algo al bobo y cándido de Afanasi

Matveich. Marya Aleksandrovna veía con inquietud el estado de sitio en que se hallaba

su cónyuge. Por añadidura, a todas las preguntas éste respondía «humm ... », con una cara

tan afligida y tan poco natural que bastaba para hacer rabiar a su mujer. -Marya

Aleksandroyna, Afanasi Matveich se niega de plano a hablar con nosotras -exclamó una

damita atrevida y de ojos muy vivos, que no temía absolutamente A nadie ni se azoraba

ante nada-. Mándele que se porte mejor con las señoras.

-A decir verdad, ni yo misma sé lo que le pasa --contestó Marya Aleksandrovna,

interrumpiendo su conversación con Anna Nikolaevna y con Natalya Dmitrievna y

sonriendo alegremente-. De veras que está taciturno. Ni siquiera a mí me ha dicho

palabra. ¿Por qué no respondes a Felisata Mikhailovna, Athanase? ¿Qué le preguntaba

usted?

-Pero... pero... madrecita, si tú misma... -empezó a mascullar Afanasi Matveich

sorprendido y aturdido-. En ese momento estaba de pie junto a la chimenea encendida,

con los dedos de una mano entre los botones del chaleco, en una postura pintoresca muy

de su gusto. De cuando en cuando tomaba un sorbo de té. Las preguntas de las señoras le

desconcertaban hasta el extremo de que llegó a ruborizarse como una mocita. Cuando

empezó a justificarse tropezó con una mirada tan terrible de su enfurecida esposa que

estuvo a punto de desmayarse. No sabiendo qué hacer y deseando enmendarse y merecer

de nuevo respeto, tomó un sorbo de té, pero el té estaba demasiado caliente. Como no

había calculado la cantidad, se quemó terriblemente la boca, dejó caer la taza, se

atragantó y comenzó a toser de tal modo que al momento se vio precisado a abando nar la

sala, ante el asombro de todos los circunstantes. En una palabra, todo quedó claro. Marya

Aleksandrovna comprendió que sus visitantes lo sabían ya todo y se habían juntado con

las peores intenciones. La situación era peligrosa. Podían sacar de quicio al pobre imbécil

del príncipe en la misma presencia de ella; podían hasta arrebatárselo, hacerle reñir con

ella esa misma tarde, atraérselo con halagos. Cabía esperar cualquier cosa. El destino, sin

embargo, le preparaba todavía otra difícil prueba. La puerta se abrió y apareció Mozglyakov,

a quien ella creía en Boroduevo y a quien por supuesto no esperaba ver en su casa

esa tarde. Sintió un escalofrío como si hubiera recibido un pinchazo.

Mozglyakov se detuvo en la puerta y abarcó con su mirada a todos, no sin cierto

encogimiento. No lograba dominar la agitación que claramente se expresaba en su rostro.

-¡Dios mío! ¡Pavel Aleksandrovich! --exclamaron varías voces.

-¡Dios mío! ¡Pero si es Pavel Aleksandrovich! ¿Y us ted, Marya Aleksandrovna, decía

que había ido a casa de los Boroduev? Nos habían dicho que se había escondído usted en

Boroduevo, Pavel Aleksandrovich -chilló Natalya Dmitrievna.

-¿Escondido? -respondió Mozglyakov con sonrisa algo torcida-. ¡Extraña expresión!

Perdone, Natalya Dmitrievna, yo no me escondo de nadie ni quiero esconder a nadie

-añadió mirando significativamente a Marya Aleksandrovna.

Ésta se puso trémula.

-«¿Cómo? ¡También este mentecato se va a rebe lar? -pensó, mirando inquisitivamente

a Mozglyakov-. ¡Eso sería el colmo!»

-¿Es verdad, Pavel Aleksandrovich, que renuncia usted a su puesto... en la

administración, quiero decir? -saltó la audaz Felisata Mihailovna, mirándole burlonamente

en los ojos.

-¿Que renuncio? ¿Cómo que renuncio? Sólo cambio de puesto. Me ha salido uno en

Petersburgo -respondió secamente Mozglyakov.

-¡Ah, entonces le felicito -prosiguió Felisata Mihailovna-. Nos asustamos cuando oímos

decir que buscaba usted un puesto aquí en Mordasov. Los puestos aquí no son muy de

-confiar, Pavel Aleksandrovich. Vo laría usted de aquí en seguida.

-Aquí sólo será posible encontrar vacante en la enseñanza, en la escuela del distritosubrayó

Natalya Dmitrievna. La alusió n era tan clara y grosera que Anna Nikolaevna,

avergonzada, tocó ligeramente con el pie a su maliciosa amiga.

-¿Pero creen ustedes que Pavel Aleksandrovich consentiría en reemplazar a un maestro

de escuela cualquiera? - irrumpió Felisata Mihailovna. -

Pero Pavel Aleksandrovich no supo qué contestar. Giró sobre los talones y tropezó con

Afanasi Matveich que le alargaba la mano. Mozglyakov, estúpidamente, no se la tomó y

le hizo una profunda y burlona reve rencia. Presa de gran irritación fue derecho a Zina y,

mirándola iracundo en los ojos le dijo por lo bajo:

-Todo esto es por culpa suya. Espere y le demostraré esta noche si soy un mentecato.

-¿Por qué aplazarlo? Ya se ve que lo es usted -contestó Zina sordamente, midiendo

desdeñosamente con los ojos a -su antiguo pretendiente.

Mozglyakov se desvió al momento, asustado por la ronca voz de la joven.

-¿Viene usted de ver a Boroduev? -decidió por fin preguntar Marya Aleksandrovna.

-No, señora; vengo de estar con mi tío.

-¿De estar con su tío? ¿Es decir, que acaba usted de estar con el príncipe?-

-¡Dios mío! Eso quiere decir que el príncipe está ya despierto. ¡Y nos habían dicho que

estaba todavía descansando! --comentó Natalya Dmitrievna mirando malignamente a

Marya Aleksandrovna.

-No se inquiete usted por el príncipe, Natalya Dmitrievna -respondió Mozglyakov-. Se

ha despertado y, gracias a Dios, ha vuelto ya a su acuerdo. Hoy le han dado de beber

demasiado, primero en casa de usted, luego aquí, al punto de que se le fue por completo

la cabeza que ya de por si no es muy firme. Pero ahora, gracias a Dios, hemos estado

hablando y ya ha empezado a ver las cosas con claridad. Bajará en seguida a saludar a

usted, Marya Aleksandrovna, y a agradecerle su hospitalidad. Mañana al amanecer nos

vamos al monasterio y luego yo mismo le conduciré directamente a Duhanovo, para que

no se repitan las caídas del género, por ejemplo, de la que ha tenido hoy. Y allí se lo

entregaré a Stepanida Matveevna, que ya para entonces es tará de vuelta de Moscú y que

por nada del mundo le dejará salir de viaje otra vez. De eso respondo yo.

Diciendo esto, Mozglyakov miraba con inquina a Marya Aleksandrovna. Ésta estaba

sentada y se diría que había enmudecido de consternación. Confieso con pesar que, quizá

por vez primera en su vida, mi heroína estaba acobardada.

-¿De manera que se van en cuanto amanezca? ¿Cómo es eso? - interrogó Natalya

Dmitrievna dirigiéndose a Marya Aleksandrovna.

-¿Cómo es eso? - , repitieron inocentemente otras voces-. Pero si hemos oído decir que

...., de veras que es extraño.

Ahora bien, la señora de la casa ya no sabía qué responder. De pronto la atención

general se vio desviada del modo más insólito y excéntrico. En la habitación vecina se

oyó un rumor extraño seguido de agudas exclamaciones y, de repente, como caída del

cielo, irrumpió Sofya Petrovna Karpuhina en el salón de Marya Aleksandrovna. Sofya

Petrovna era sin duda alguna la dama más excéntrica de Mordasov, tan excéntrica que

desde hacía no mucho tiempo se había acordado no recibirla en sociedad. Queda todavía

por señalar que todas las tardes sin falta, a las siete en punto, esta señora echaba un

traguito -«por mor del estómago» como ella decía- y que después de ello se hallaba en un

estado de ánimo muy emancipado, para no llamarlo de una manera más vigorosa.

Cabalmente se hallaba en ese estado ahora, cuando irrumpió tan inesperadamente en el

salón de Marya Aleksandrovna.

-¡Con que es así, Marya Aleksandrovna -y su grito repercutió en toda la habitación- con

que es así como se porta usted conmigo! No se moleste, que me quedo sólo un momento.

En casa de usted no me siento. Vengo de propósito para saber si es verdad lo que me han

dicho. ¡Ah, de modo que en casa de usted hay bailes, banquetes, esponsales, mientras que

Sofya Petrovna se queda en la suya, haciendo media! ¡Han convocado a todo el mundo

menos a mí! Y, sin embargo, hoy mismo me llamaba usted amiga y mon ange cuando

vine a decirle lo que estaban haciendo con el príncipe en casa de Natalya Dmitrievna. Y

ahora también está aquí invitada Natalya Dmitrievna, a quien esta mañana la ponía usted

verde y quien, por su parte, la cubría a usted de insultos. ¡No se moleste, Natalya

Dmitrievna! No me hace falta su chocolate à la santé perra gorda la onza. ¡Más espeso

que el suyo lo tomo yo en mi casa! ¡Uf!

-Ya se ve, señora -comentó Natalya Dmitrievna.

-Pero, por favor, Sofya Petrovna --exclamó Marya Aleksandrovna enrojeciendo –de

irritación-. ¿Qué le pasa? Trate de calmarse.

-No se inquiete por mí, Marya Aleksandrovna. Lo sé todo, todito. ¡Me he enterado de

todo! --exclamó Sofya Petrovna con su voz penetrante y chillona en medio de todas las

visitantes, que evidentemente estaban disfrutando de esta escena inesperada-. ¡Me he

enterado de todo! Su Nastasya vino corriendo a verme y me lo contó todo. Ha atrapado

usted a ese principillo, le ha emborrachado y le ha hecho pedir la mano de la hija de

usted, con la que nadie quiere casarse. ¡Y piensa usted ahora remontarse a las alturas,

duquesa emperifollada! ¡Uf! No se preocupe, que yo soy coronela. Me importa un

comino que no me invite usted a los esponsales. Con mejores gentes que usted me codeo.

He comido en casa de la condesa Zalihvatskaya. Kurochkin, comisario en jefe, me hizo la

corte. ¡Mucha falta que me hace la invitación de usted! ¡Uf!

-Mire, Sofya Petrovna -respondió Marya Aleksandrovna perdiendo los estribos-, le

hago saber que no se entra en una casa honrada de esta manera y, además, en ese estado.

Y si al momento no me libra usted de su presencia y elocuencia, voy a tomar las medidas

necesarias.

-Ya sé, señora, que mandará a sus criados que me echen de aquí. No se moleste, que yo

misma hallaré la salida. ¡Adiós! Haga usted el casorio que quiera. Y usted, Natalya

Dmitrievna, haga el favor de no reírse de mí. No me importa un pito su chocolate.

Aunque no me han invitado aquí, yo no me pongo a bailar la Kazachka delante de ningun

príncipe. Y usted, Anna Nikolaevna, ¿por qué se ríe? ¡Sushílov se ha quebrado la pierna y

acaban de llevárselo a casa! ¡Uf Y si usted, Felisata Mihailovna, no manda a su

Matryoshka, ésa que anda descalza, que lleva su vaca a otro sitio para que no muja bajo

mis ventanas todos los días, le digo que a esa Matryoshka le quiebro yo una pierna.

¡Adiós, Marya Aleksandrovna! ¡Que lo pase bien! ¡Uf!-. Sofya Petrovna desapareció. Las

visitantes rieron. Marya Aleksandrovna estaba sumamente consternada.

-Me parece que estaba-bebida -dijo Natalya Dmitríevna con su voz empalagosa.

-¡Pero qué vulgaridad!

-¡Quelle abominable femme!

-¡Es un hazmerreír!

-¡Qué despropósitos ha dicho!

-¿Y qué es eso de los esponsales de que ha hablado? ¿Qué esponsales? -interrogó

burlonamente Felisata Mihailovna.

-¡Es horrible! -exclamó por fin Marya Aleksandrovna-. Son monstruos como éste los

que van sembrando a manos llenas esos estúpidos rumores. Lo sorprendente, Felisata

Mihailovna, no es encontrar a señoras así en nuestro medio social, no; lo chocante es que

se las considera necesarias, que se las escucha, que se las apoya, que se les da crédito,

que...

-¡El príncipe! ¡El príncipe! -exclamaron de pronto todos los presentes.

-¡Dios mío! ¡Ce cher prince!

-Bueno, a Dios gracias, ahora nos enteraremos de todos los detalles -murmuró Felísata

Mihailovna a su vecina.

XIII

El príncipe entró con una sonrisa de contento. Toda la zozobra que en su corazón de

gallina había inyectado Mozglyakov un cuarto de hora antes desapareció cuando se vio

ante las damas. Se disolvió al instante como un caramelo. Las damas salieron a su

encuentro con un estridente grito de alegría. En general, habían mimado siempre a

nuestro vejete y le trataban con insólita fa miliaridad. Sabía divertirlas como nadie.

Felisata Mihailovna llegó hasta afirmar esa misma mañana (en broma, por supuesto), que

estaba dispuesta a tenerle sentado en sus rodillas si ello agradaba al anciano, «por que es

un viejo de lo más simpático, simpático hasta más no poder». Marya Aleksandrovna tenía

fijos en él los ojos, afanosa de leer algo en su rostro y de adivinar cómo saldría ella de su

difícil situación. Estaba claro que Mozglyakov le había dicho cosas afrentosas de ella y

que el proyecto estaba en peligro. Pero no cabía leer nada en el rostro del príncipe. Estaba

lo mismo que antes y que siempre.

-¡Dios mío! ¡He aquí al príncipe! ¡Y nosotras aquí espera que te espera! -exclamaron

algunas señoras.

-¡Con impaciencia, príncipe, con impaciencia! -chillaron otras.

-Eso me halaga ex-tra-or-di-na-riamente -ceceó el príncipe, sentándose junto a la mesa

en que hervía el samovar. Al momento le rodearon las señoras. Junto a Marya

Aleksandrovna se quedaron sólo Anna Nikolaevna y Natalya Dmitrievna. Afanasi

Matveich sonreía respetuosamente. Mozglyakov sonreía también, y miraba con aire de

reto a Zina, quien, sin prestarle la menor atención, fue a sentarse junto a su padre cerca de

la chimenea.

-Príncipe, ¿es verdad lo que dicen de que se marcha usted? -bisbiseó Felisata

Mihailovna.

Pues sí, mes dames, me marcho. Quiero irme in-me dia-ta- mente al ex-tran-je-ro.

-¿Al extranjero, príncipe, al extranjero? -pregun taron todas en coro-. Pero ¿como se le

ha ocurrido eso?

-Al ex-tran-je-ro -afirmó el príncipe pavoneándose-. Y sepan que quiero ir allá sobre

todo en busca de nuevas ideas.

-¿Cómo que de nuevas ideas? ¿Sobre qué? -preguntaron las señoras mirándose unas a

otras.

-Pues sí, de nuevas ideas -repitió el príncipe, con cara de profundísima convicción-.

Ahora todo el mundo va en busca de nuevas ideas. Yo también quiero conocer las

nue-vas i-de-as.

-¿Y no quiere usted ingresar en una logía masónica, querido tío? -inquirió Mozglyakov,

deseando por lo visto farolear ante las damas con su agudeza y desenvoltura.

-Pues sí, amigo mío, no te equivocas -respondió el tío inesperadamente-. En efecto, en

tiempos pasados pertenecí a una logia masónica en el extranjero y también tuve una

porción de ideas generosas. Entonces me propuse incluso trabajar de firme a favor del

progreso con-tem-po-ráneo y estuve a punto, en Francfort, de dar la libertad a mi siervo

Sidor, a quien llevé conmigo al extranjero. Pero, con gran sorpresa mía, él mismo se

escapó. Era hombre so-bre-ma-nera extraño. Más tarde tropecé con él en París, hecho un

currutaco, con patillas, y acompañando a una mademoiselle por el bulevar. Me miró e

hizo una inclinación con la cabeza. Y la mademoiselle que iba con él era tan alegre, tan

apetítosa, tan viva de ojos...

-Bueno, tío. Después de esto, y si va usted otra vez al extranjero, dará usted libertad a

todos sus siervos -exclamo Mozglyakov soltando una carcajada.

-Amigo mío, has a-di- vi-nado punto por punto mis deseos -respondió el príncipe sin

alterarse-. Quiero precisamente ponerlos a todos en li-ber-tad.

-Pero, dispense, príncipe; en ese caso todos se escaparán. ¿Y quién le pagará a usted

renta entonces? - interrogó Felísata Mihailovna.

-Por supuesto que se escaparán -replicó preocupada Anna Nikolaevna.

-¡Dios mío! ¿De veras que se escaparán? -preguntó el príncipe atónito.

-Se escaparán, sí, señor, se escaparán todos y le dejarán solo -afirmó Natalya

Dmitrievna.

-¡Dios mío! Entonces no les pongo en li-ber-tad. Pero, claro, no lo decía en serio.

-Mejor es así tío -corroboró Mozglyakov.

Hasta entonces Marya Aleksandrovna había estado escuchando y observando en

silencio. Le parecía que el príncipe se había olvidado por completo de ella y que esto no

era natural.

-Permita, príncipe -comenzó diciendo en voz alta y con dignidad- que le presente a mi

marido, Afanasi Matveich. Ha venido expresamente de nuestra casa de campo tan pronto

como se ha enterado de que se hospedaba usted aquí.

Afanasá Matveich sonrió y tomó un aire de mucha dignidad. Le parecía ser objeto de

una alabanza.

-¡Ah, mucho gusto, Afanasi Matveich! -dijo el príncipe-. ¡Un momento, por favor, que

me parece recor-dar algo! A- fa-na-sí Mat- veich. Pues sí, usted es el que está en la casa de

campo. Charmant, charmant, mucho gusto. ¡Amigo mío! -exclamó el príncipe volviéndose

a Mozglyakov-. ¡Pero si es el mismo de las coplas de esta mañana! ¿Te

acuerdas? A ver cómo era aquello: «El marido en la aldea y la mujer .... pues sí, no sé en

qué pueblo, y la mujer se marchó también...»

-Sí, así es, príncipe: el marido en la aldea y la mujer... donde sea. Ese es el vodevil que

representó aquí una compañía teatral el año pasado -interpuso Felisata Mihailovna.

-Pues sí, donde sea. Se me olvida todo. Charmant, charmant! ¿Con que es usted esa

misma persona? Tengo mu-chí-si-mo gusto en conocerle -agregó el príncipe sin

levantarse del sillón y alargando la mano a Afanasi Matveich-. Bueno, ¿y cómo va de

salud?

-¡Humm ... !

-Va bien, principe, va bien -se apresuró a responder Marya Aleksandrovna.

-Pues sí, se ve que va bien. ¿Y sigue usted en el campo? Bueno, mucho gusto. ¡Pero

qué me-ji- llas tan coloradas que tiene y cómo se ríe...!

Afanasi Matveich sonreía, se inclinaba y hasta hacía reverencias. Pero oyendo las

últimas palabras del príncipe no pudo contenerse y, sin motivo aparente, rompió a reír del

modo más estúpido. Todos soltaron la carcajada. Las señoras daban chillidos de contento.

Zina se ruborizó y miró con los ojos llameantes a Marya Aleksandrovna, quien por su

parte reventaba de furia. Había llegado el momento de cambiar de conversación.

-¿Cómo ha descansado, príncipe? -preguntó con voz melosa, al par que daba a entender

a Afanasi Matveich con una mirada amenazadora que se retirara inmediatamente a su

sitio.

-He dormido muy bien -respondió el príncipe-. ¿sabe? he tenido un sueño

en-can-ta-dor, en-can-ta-dor.

¡Un sueño! Me despepito por oír hablar de sueños -exclamó Felisata Mihailovna.

-¡Yo también! -agregó Natalya Dmitrievna.

-Un sueño en-can-ta-dor -repitió el príncipe con una dulce sonrisa-. Sin embargo, ese

sueño es un profundo secreto.

-¿Cómo, príncipe? ¡No nos lo va a contar? Entonces será un sueño maravilloso -apuntó

Anna Nikolaevna.

-Un pro-fun-do secreto -subrayó el príncipe, aguzando con deleite la curiosidad de las

damas.

-Entonces será algo verdaderamente excepcional -gritaron éstas.

-Apuesto a que en sueños el príncipe se hincó de rodillas ante alguna mujer hermosa y

le declaró su amor -prorrumpió Felisata Mihailoyna-. ¡Vamos, príncipe, confiese que es

verdad! ¡Confiéselo, querido príncipe!

-¡Confiese, príncipe, confiese! -se oyó por todos lados.

El príncipe escuchaba, triunfante y extático, estas exclamaciones. El apremio de las

damas halagaba tanto su amor propio que casi se chupaba los dedos.

-Si bien he dicho que mi sueño es un secreto profundo- dijo por fin-, debo confesar,

señora, que, con gran asombro mío, usted casi lo ha adi- vi-na-do.

-¿Que lo he adivinado? -prorrumpió entusiasmada Felisata Mihailovna-. Pues bien,

príncipe, ahora tendrá usted que revelarnos quién es esa bella mujer.

-¡Tiene que revelarlo!

-¿Es de aquí?

-¡Dígalo, querido príncipe!

-¡Príncipe, cariño, dígalo! ¡Por su vida, dígalo! -exclamaron de todos lados.

-¡Mes dames, mes dames!... Si in-sis-ten ustedes tanto en saberlo, sólo puedo revelarles

que es la muchacha más en-can-ta-dora y, cabe decir, más pura de cuantas conozco

--masculló el príncipe enteramente derretido.

-¡La más en-can-ta-dora! y... ¡es de aquí! ¿Quién será? -preguntaban las señoras

cambiando miradas y guiños.

-Por supuesto la que es considerada como la más hermosa de aquí -dijo Natalya

Dmitrievna frotándose las enormes manos rojas y clavando sus ojos felinos en Zina.

Todas las demás miraron también a Zina.

-En tal caso, príncipe, si tiene usted sueños como ése, ¿por qué no se casa en la

realidad? -preguntó Felisata Mihailovna lanzando en torno suyo una mirada significativa.

-¡Y qué estupendamente le casaríamos a usted! -subrayó otra dama.

-¡Cásese, querido príncipe, cásese! --chilló una tercera.

-¡Cásese, cásese! -exclamaron por toda la sala-. ¿Por qué no casarse?

-Pues sí... ¿por qué no casarse? -asintió el príncipe, aturdido por todos esos gritos.

-¡Tío! --exclamó Mozglyakov.

-Pues sí, amigo mío, ya te en-tien-do. Mes dames, precisamente quería decirles a

ustedes que ya no estoy en condiciones de casarme y que, después de haber pasado una

velada encan-tadora en casa de nuestra bella anfitriona, visitaré mañana al padre Misailo

en su monasterio y luego saldré directamente para el extranjero con el fin de seguir más

de cerca el progreso europeo.

Zina empalideció y miró a su madre con indecible angustia. Pero Marya Aleksandrovna

había tomado ya una decisión. Hasta ese momento había estado a la expectativa,

tanteando el terreno, si bien comprendía que el proyecto estaba desbaratado y que sus

enemigos le habían tomado la delantera. Por fin se dio cuenta de todo y decidió aplastar

la hidra de cien cabezas de un solo golpe. Majestuosamente se levantó de su asiento y se

acercó a la- mesa con paso firme, midiendo a los pigmeos que eran sus enemigos con una

mirada orgullosa. En ella brillaba el fuego de la inspiración. Había decidido sorprender y

desconcertar a todas estas chismorreras ponzonosas, aplastar al canalla de Mozglyakov

como si fuera una cucaracha, y con un golpe atrevido y decisivo recuperar toda la

influencia que había perdido sobre el idiota del príncipe. Ni que decir tiene que para ello

era menester insólita audacia; pero en audacia nadie podía ganarle a Marya

Aleksandrovna.

-Mes dames -empezó digna y solemnemente (a Marya Aleksandrovna, en general, le

gustaba muchísimo la solemnidad)- mes dames, llevo largo rato escuchando su

conversación y sus bromas festivas y agudas y creo que ha llegado la hora de que yo también

diga mis cuatro palabras. Saben ustedes que nos hemos reunido aquí por pura

casualidad (lo que me complace mucho, muchísimo)... Nunca habría sido yo la primera

en tomar la decisión de revelar un importante secreto familiar y de divulgarlo antes de lo

que exige el más elemental sentimiento de decoro. En particular, pido perdón a nuestro

querido huésped; pero me ha parecido que él mismo, con veladas alusiones, me sugiere

que no sólo no le desagradará la revelación formal y solemne de nuestro secreto familiar,

sino que él mismo lo desea... ¿Verdad, príncipe, que no me engaño?

-Pues sí, no se engaña... yo, yo también estoy contento, muy contento... -dijo el príncipe

sin entender en realidad de qué se trataba.

Para mayor efecto, Marya Aleksandrovna hizo alto para tomar aliento y abarcó con la

mirada a los circunstantes. Todos éstos la escuchaban ansiosos e intranquilos.

Mozglyakov sintió un escalofrío. Zina enrojeció y se levantó del sillón. Afanasi

Matveich, en espera de algo insólito, se sonó la nariz por si acaso.

-Sí, mes dames, con gran placer por mi parte estoy pronta a confiarles mi secreto

familiar. Hoy, de sobremesa, el príncipe, subyugado por la belleza y... las buenas prendas

de mi hija, le ha hecho el honor de pedir su mano. ¡Príncipe! -concluyó con voz velada

por la agitación y las lágrimas- ¡querido príncipe, usted no debe, usted no puede enojarse

conmigo por esta indiscreción! Sólo el extraordinario gozo que siento como madre ha

podido arrancar prematuramente de mi corazón este preciado secreto, y... ¿qué madre

podría culparme en tales circunstancias?

No encuentro palabras para describir el efecto que produjo la inesperada declaración de

Marya Aleksandrovna. Todos quedaron como petrificados de asombro. Las pérfidas

visitantes que pensaban atemorizar a Marya Aleksandrovna dando a entender que ya conocían

su secreto y que pensaban destruirla con la revelación prematura de él, que

pensaban torturarla mientras tanto con meras indirectas, quedaron estupefactas ante tan

atrevido candor. Esa intrépida sinceridad era ya en sí una señal de fuerza. «¿Quiere

decirse, pues, que de veras el príncipe, por propia voluntad, se casa con Zina? ¿Así, pues,

no le han cautivado, no le han emborrachado, no le han engañado? ¿Así, pues, no le

obligan a casarse secreta y furtiva mente? ¿Así, pues, Marya Aleksandrovna no se arredra

ante nadie? ¿Así, pues, no cabe impedir esta boda si el príncipe no se casa a la fuerza?»

Oyóse un murmullo momentáneo que se trocó al punto en gritos estridentes de alegría. La

primera en lanzarse a abrazar a Marya Aleksandrovna fue Natalya Dmitrievna; tras ella

Anna Nikolaevna, a la que siguió Felisata Mihailovna. Todas saltaron confusas de sus

sitios. Muchas estaban pálidas de despecho. Comenzaron a felicitar a Zina, que estaba

aturdida, y hasta asediaron a Afanasi Matveich. Marya Aleksandrovna extendió los brazos

con gesto teatral y casi a la fuerza abarcó en ellos a su hija. Sólo el príncipe

contemplaba esta escena con asombro extraño, aunque seguía sonriendo. La escena, sin

embargo, le agradaba un tanto. Cuando vio a la madre abrazar a la hija sacó un pañuelo y

se limpió una lágrima que apareció en el ojo bueno. Por supuesto que también se

abalanzaron sobre él para felicitarle.

-¡Enhorabuena, príncipe, enhorabuena! --exclamaron en torno suyo.

-¿Con que se casa usted?

-¿Con que de veras se casa?

-Querido príncipe, ¿con que se nos casa usted?

-Pues sí, pues sí -respondió el príncipe, sumamente satisfecho de las enhorabuenas y de

las manifestaciones de entusiasmo-. Y confieso a ustedes que lo que más me agrada es la

bondad que me muestran y que nunca olvidaré, nunca. Charmant, charmant. Hasta me

han hecho ustedes llo-rar...

-¡Deme un beso, príncipe! -dijo Felisata Mihailovna en voz más alta que las demás.

-Y les confieso -prosiguió el príncipe, interrumpido por todos lados -que lo que más me

maravilla es que Marya Iva-nov-na, nuestra respetada anfitriona, haya adivinado mi

sueño con tan rara pers-pi-ca-cia. Es como si ella hubiera soñado lo mismo que yo. ¡Rara

perspicacia!

-¿Otra vez con lo del sueño, príncipe?

-¡Cuéntelo, príncipe, cuéntelo! - gritaron todas agrupándose a su alrededor.

-Sí, príncipe, no hay nada que ocultar. Ya es hora de revelar ese secreto -subrayó Marya

Aleksandrovna con determinación y severidad-. Comprendo la fina alegoría, la

encantadora delicadeza con que ha que rido usted aludir a su deseo de anunciar que va a

casarse. Sí, mes dames, es verdad: hoy el príncipe se ha puesto de rodillas ante mi hija y,

bien despierto y no en sueños, ha pedido formalmente su mano.

-Exactamente igual que si estuviera despierto y hasta en esas mismísimas

cir-cuns-tan-cias -afirmó el príncipe-. Mademoiselle --continuó, volviéndose con

extraordinaria cortesía a Zina, que aún no se había repuesto de su confusión-.

Mademoiselle, le juro que nunca hubiera osado pronunciar su nombre si otras personas no

lo hubieran hecho antes que yo. Ha sido un sueño en-can-ta-dor, un sueño en-can-ta-dor,

y el poder decírselo a usted ahora me hace doblemente feliz. ¡Charmant, charmant!

-Pero, por favor, ¿qué es esto? Todavía está con lo del sueño -murmuró Anna

Nikolaevna a Marya Aleksandrovna. Ésta daba señales de alarma y se había -puesto

ligeramente pálida. ¡Ay! A Marya Aleksandrovna, aun sin estas advertencias, ya se le

oprimía y le temblaba el corazón.

-¿Qué es esto? -mascullaban entre dientes las señoras mirándose unas a otras.

-Perdone, príncipe empezó a decir Marya Aleksandrovna con un rictus penoso que

quería ser sonrisa-, le aseguro que me asombra usted. ¿Qué es esta extraña idea suya

acerca de un sueño? Confieso que hasta ahora he creído que bromeaba usted, pero... si se

trata de una broma, es una broma bastante improcedente ... Quiero, deseo, atribuirlo a una

distracción suya pero ...

-Efectivamente, quizá resulte de una distracción -murmuró Natalya Dmitrievna.

-Pues si... quiza proceda de una dis-trac-ción -confirmó el príncipe sin entender todavía

del todo qué se esperaba de él-. Y, miren, voy a contarles una a-nécdo-ta. En Petersburgo

me llamaron para un funeral en casa de cierta gente, maison bourgeoise, mais honnête, y

yo me confundí creyendo que era el día del santo de alguien, el cual en realidad había

sido la semana anterior. Preparé un ramo de camelias para la festejada. Entro ¿y qué

encuentro? En la mesa yacía un hombre respetable, dignísimo, lo cual me dejó

asombrado. Yo, francamente, quería que la tierra se abriese y me tragase con el ramo y

todo.

-Pero, príncipe, ahora no estamos para anécdotas -interrumpió irritada Marya

Aleksandrovna-. Mi hija, por supuesto, no tiene que andar a caza de novios, pero hoy,

aquí, junto a este piano, usted mismo ha pedido su mano. Yo no le alenté a que lo

hiciera... Más bien la cosa me sorprendió. Claro que se me ocurrió entonces una idea y lo

aplacé todo hasta que usted se des pertara. Pero soy madre y ella es mi hija... Usted mismo

acaba de hablar de no sé qué sueño, y yo pensé que en forma de alegoría quería usted

aludir a su petición de mano. Bien sé que quizás influya alguien para que cambie usted de

propósito... incluso sospecho quién puede ser..., pero... ¡explíquese, príncipe, explíquese

del modo más satisfactorio! ¡No cabe bromear así con una familia honrada ... !

-Pues sí, no cabe bromear así con una familia honrada -confirmó mecánicamente el

príncipe, pero ya con una punta de inquietud.

-Ésa, príncipe, no es una respuesta a mi pregunta. Le pido que responda positivamente.

Confirme, aquí y ahora mismo, ante todo el mundo, que hoy ha pedido usted a mi hija en

matrimonio.

-Pues sí, estoy dispuesto a confirmarlo. Sin embargo, ya lo he contado todo, y Felisata

Yakovlevna adivinó mi sueño perfectamente.

-¡Nada de sueño! ¡Nada de sueño! -gritó iracunda Marya Aleksandrovna-. ¡Nada de

sueño! Eso ha sido una realidad, príncipe, una realidad, ¿me oye? una realidad.

-¡Una realidad! -exclamó el príncipe, levantándose sorprendido del sillón-. Pues, amigo

mío, está pasando lo que me decías hace un rato -añadió dirigiéndose a Mozglyakov-.

Pero le aseguro, mi respetable Marya Stepanovna, que se equivoca usted. Estoy

absolutamente cierto de que todo eso lo soñé.

-¡Santo Dios! -vociferó Marya Aleksandrovna.

-No se sulfure, Marya Aleksandrovna -terció Natalya Dmitrievna-. Puede ser que el

príncipe lo haya olvidado... Ya se acordará.

-Me asombra usted, Natalya Dmitrievna -replicó indignada Marya Aleksandrovna-.

¿Acaso pueden olvidarse esas cosas? ¿Acaso es posible olvidar esto? Por favor, príncipe,

¿es que se ríe usted de nosotras? ¿O es que quizá quiere usted hacerse pasar por uno de

esos Calaveras de los tiempos de la Regencia que nos retrata Dumas? ¿Por un

Faire- la-cour o un Lauzun? Pero, aparte de que sus años no están para eso, le aseguro que

sería inútil. Mi hija no es una vizcondesa francesa. Hoy, aquí, en este mismo sitio ella le

cantó a usted una romanza, y usted, cautivado Por su canto, se hincó de rodillas y pidió su

mano. ¿Es que estoy soñando? ¿Es que estoy dormida? Conteste, príncipe, ¿es que estoy

dormida?

-Pues sí... pero quizá no... -respondió el despis tado príncipe-. Quiero decir que ahora,

por lo visto, no estoy soñando. Pero ¿sabe? hace un rato sí lo estaba, y por eso soñé que

en sueños...

-¡Dios mío! Pero ¿qué es esto? ¡Que si soñando, que si no soñando, que si soñando, que

si no soñando' ¿Quién diablos entiende esto? ¿Está usted delirando, principe?

-Pues sí, el diablo sabe .... pero yo ya, por lo visto, no doy pie con bola... -añadió el

príncipe lanzando a su alrededor mirada s intranquilas.

-¿Pero cómo podía usted haberlo soñado -preguntó desesperada Marya Aleksandrovnasi

yo le he contado a usted su sueño con todos los detalles cuando todavía no se lo había

contado usted a ninguno de los aquí presentes?

-Quizás el príncipe se lo había contado ya a alguien -dijo Natalya Dmitrievna.

-Pues sí, quizá se lo había contado a alguien -afirmó el príncipe enteramente

desorientado.

-¡Vaya comedia! -apuntó Felisata Mihailovna por lo bajo a su vecina.

-¡Santo Dios! ¡Esto es inaguantable! -gritó Marya Aleksandrovna, retorciéndose con

frenesí las manos¡Ella le cantó una romanza, una romanza le cantó! ¿Es que también

soñó usted eso?

-Pues sí, en efecto, parece que cantó una romanza - murmuró pensativo el príncipe. De

pronto un recuerdo animó su rostro.

-¡Amigo mío! --exclamó, volviéndose a Mozglyakov-. Olvidé decirte antes que hubo de

veras una romanza, y que en esa romanza había unos castillos, y luego más castillos, de

manera que había muchísimos castillos, y luego había tro-va-dor! Pues sí, recuerdo todo

eso... hasta el punto de que me eché a llorar... y mira que ahora no sé a punto fijo si esto

sucedió de veras o si lo soné...

-Le confieso, tío -respondió Mozglyakov en el tono más mesurado posible, aunque en

su voz vibraba cierta inquietud-, le confieso que, a mi parecer, todo esto es muy fácil de

explicar y concordar. A mi parecer usted realmente oyó cantar. Zinaida Afanasievna

canta maravillosamente. Después de comer le trajeron a usted aquí y Zina le cantó una

romanza. Yo no estaba aquí, pero usted probablemente dio rienda a su emoción y recordó

el pasado. Quizá recordó a esa misma vizcondesa con la cual solía cantar romanzas y de

la cual usted mismo nos habló esta mañana. Pero luego, cuando se acostó usted, soñó,

como consecuencia de estas agradables impresiones, que estaba usted enamorado y que

había pedido la mano...

Marya Aleksandrovna se quedó pasmada ante tal vileza.

-¡Amigo mío, eso es efectivamente lo que me ha pasado! --exclamó el príncipe con

entusiasmo-. ¡Precisamente como consecuencia de esas agradables impresiones!

Recuerdo en e- fec-to que me cantaron una romanza y luego, en sueños, sentí el deseo de

casarme. Y había también una vizcondesa... ¡Que hábilmente has descifrado todo esto,

querido! ¡Bueno, ahora estoy ple namente convencido de que todo esto lo soñé! ¡Marya

Vasilyevna, le aseguro que se equivoca! Ha sido un sueño. De lo contrario, no me

permitiría jugar con sus nobles sentimientos...

-¡Ahora veo claro quién ha sido el cizañero aquí! -gritó Marya Aleksandrovna, a quien

la furia tenía fuera de sí, dirigiéndose a Mozglyakov-. ¡Usted, señor mío, usted, hombre

sin honor, usted es el responsable de todo esto! ¡Usted ha alborotado a este in feliz idiota

porque usted mismo ha sido mandado a paseo! ¡Pero me las pagarás, canalla, por este

insulto! ¡Me las pagarás, me las pagarás, me las pagarás!

-Marya Aleksandrovna -exclamó Mozglyakov, enrojeciendo a su vez como un

cangrejo-, sus palabras llegan al extremo de... No sé hasta qué extremo sus palabras...

Una dama de la alta sociedad jamás se per mitiría... Yo por lo menos protejo a mi

pariente. Confiese usted misma que engañar así...

-Pues sí, engañar así... -asintió el príncipe, tratando de esconderse detrás de

Mozglyakov.

-¡Afanasi Matveich! -gritó Marya Aleksandrovna con voz nada natural- ¿es que no oyes

cómo nos avergüenzan y deshonran? ¿O es que te has sacudido de encima todas tus

obligaciones? ¿Es que en realidad no eres un padre de familia, sino un miserable poste de

madera? ¿A qué viene ese abrir y cerrar de ojos? ¡Otro marido ya hubiera lavado con

sangre el ultraje hecho a su familia ... !

-¡Mujer! --empezó a decir con fatuidad Afanasi Matveich, muy orgulloso de servir por

fin para algo¡Mujer! ¿No habrás tú, en efecto, soñado todo eso y luego, cuando te

despertaste, te hiciste un lío como de costumbre ... ?

Pero Afanasi Matveich no estaba llamado a terminar su perspicaz suposición. Hasta

entonces los visitantes se habían tenido a raya, dando mendazmente a sus semblantes un

aspecto de decorosa seriedad. Pero ahora una descarga de risotadas irreprimibles retumbó

por toda la sala. Marya Aleksandrovna, echando por alto las buenas maneras, se lanzó

sobre su cónyuge, seguramente con el propósito de arrancarle los ojos allí mismo. La

sujetaron a la fuerza. Natalya Dmitrievna se aprovechó de la ocasión para verter una gota

más de veneno.

-Quizá, Marya Aleksandrovna, haya sucedido efectivamente así y se atormenta usted

inútilmente -sugi rio con voz meliflua.

-¿Cómo ha sucedido? ¿Qué ha sucedido? -gritó Marya Aleksandrovna sin entender

todavía lo que se le decía.

-Eso, Marya Aleksandrovna, sucede a veces...

-¿Qué es lo que sucede? ¿Es que quiere usted volverme loca?

-Quizá lo soñara usted en efecto.

-¿Que lo soñé? ¿Yo? ¿Que lo soñé? ¿Y se atreve usted a decirme eso a mi propia cara?

-Puede ser que efectivamente sucediera así -replicó Felisata Mihailovna.

-Pues sí, quizás efectivamente sucediera así -murmuró también el príncipe.

-¡También él, también él! ¡Dios santo! -vociferó Marya Aleksandrovna, estrujándose

las manos.

-¡Qué alborotada está usted, Marya Aleksandrovna! Recuerde que los sueños nos los

manda Dios. Y si Dios así lo quiere, nadie puede oponerse, y todos deben acatar su santa

voluntad. Nada se gana con enfurecerse.

-Pues sí, nada se gana con enfurecerse.

-Con que me toman ustedes por loca, ¿no es eso? -pudo apenas articular Marya

Aleksandrovna, a quien ahogaba la furia-. Esto ya no hay fuerza humana que lo aguante-.

Se apresuró a buscar una silla y cayó en ella desmayada.

-Éste es un desmayo diplomático -susurró Natalya Dmitrievna a Anna Nikolaevna.

Pero en ese momento de máxima perplejidad para los presentes y de tensión en la

escena, se adelantó de pronto otro personaje que hasta entonces había guardado silencio,

y el escenario cambió al punto de carácter...

XIV

Hablando en términos generales, Zinaida Afanasievna era de talante sobremanera

romántico. No sabemos si, como aseguraba la propia Marya Aleksandrovna, ello se debía

a la lectura frecuente de «ese idiota» de Shakes peare con «su maestrucho». Pero jamás,

en toda su vida en Mordasov, Zina se había permitido jugar un papel tan insólitamente

romántico, mejor aún, tan heroico, como el que a continuación vamos a describir.

Pálida, con la resolución pintada en los ojos, pero casi trémula de agitación,

pasmosamente bella en su ira, dio un paso adelante. Abarcando a todos en una larga y

retadora mirada, en medio del silencio que de repente la rodeó, se volvió a su madre,

quien, al primer movimiento que hizo la hija, volvió en sí de su desmayo y abrió los ojos.

-Mamá -dijo Zina- ¿a qué viene engañar? ¿A qué ensuciarse más con la mentira? Ya

está todo tan sucio que, francamente, no vale la pena hacer un esfuerzo humillante para

ocultarlo.

-¡Zina! ¡Zina! ¿Qué te pasa? ¡Vuelve en tu acuerdo! -exclamó Marya Aleksa ndrovna

aterrada, saltando de su asiento.

-Ya le dije, mamá, le dije de antemano que no aguantaría esta ignominia -prosiguió

Zina-. ¿Acaso es ne cesario humillarse todavía más, ensuciarse más? Pero escuche, mamá,

yo me hago responsable de todo, porque soy mas culpable que nadie. ¡Yo, yo, con mi

consentimiento, he dado curso a esta vergonzosa... intriga! Usted es madre y me quiere.

Usted pensó hacer mi felicidad a su manera, según su entender. Cabe todavía perdonarla

a usted, pero a mí, a mí nunca.

-Zina, ¿pero es que quieres contar ... ? ¡Ay, Dios! ¡Ya me temía yo que este puñal se me

clavada en el corazón!

-Sí, mamá, lo contaré todo. Estoy deshonrada, us ted... ¡todos nosotros estamos

deshonrados ... !

-Tú exageras, Zina. No estás en tu juicio cabal y no piensas en lo que dices. ¿Y para

qué contar nada? No hay por qué... La vergilenza no es nuestra... Verás cómo demuestro

ahora mismo que la vergüenza no es nuestra...

-No, mamá -exclamó Zina con un temblor de eno jo en la voz-. Ya no quiero callar más

ante estas gentes cuyas opiniones desprecio y que han venido a reírse de nosotros. No

quiero aguantar más sus agravios; ni una sola de estas señoras tiene derecho a cubrirme

de lodo. Todas ellas están dispuestas en cuálquier momento a portarse treinta veces peor

que usted o que yo. ¿Se atreven a ser nuestros jueces? ¿Pueden serlo?

-¡Habráse visto! ¡Pero qué manera de hablar! ¿Qué es esto? Nos está insultando -se ovó

por todos lados.

-En realidad ni ella misma sabe lo que está diciendo -indicó - Natalya Dmitrievna.

Digamos entre paréntesis que Natalya Dmitrievna tenía razón. Si Zina no consideraba a

estas damas dignas de juzgarla, ¿entonces para qué salir con esta declaración pública y

esta confesión? Bien mirado, Zinaida Afanasievna se apresuraba en demasía. Tal fue más

tarde la opinión de las mejores cabezas de Mordasov. Se hubiera podido arreglar todo. Se

hubiera podido echar tierra al asunto. Es verdad que la propia Marya Aleksandrovna se

hizo mucho daño aquella tarde con su apresuramiento y arrogancia. Hubiera bastado tan

sólo con reírse del carcamal imbécil y mandarlo a paseo. Pero Zina, como si lo hiciera

adrede, y a pesar de la sensatez y de la sabiduría propias de Mordasov, se dirigió al

príncipe.

-Príncipe -le dijo al anciano, quien por respeto hasta se levantó de su sillón, tal fue la

impresión que ella le produjo en ese momento-. ¡Príncipe, perdóneme, perdónenos! Le

hemos engañado, le hemos engatusado...

-¡Cállate, infeliz! - gritó Marya Aleksandrovna atónita.

-Señorita, señorita, ma charmante enfant... -masculló el príncipe sorprendido.

Pero el carácter de Zina, orgulloso, impulsivo y en alto grado fantasioso la arrastró en

ese instante más allá de todas las convenciones que exige la realidad. Se olvidó hasta de

su propia madre, a quien tales confesiones tenían convulsa.

-Sí, nosotras dos le hemos engañado, príncipe. Mi madre porque decidió hacerle casarse

conmigo y yo porque lo acepté. Se le embriagó a usted, yo consentí en cantar y hacer

remilgos ante usted. A usted, débil, inerme, se le echó la garra, como dice Pavel Aleksandrovich,

se le echó la garra porque es usted rico y porque es usted príncipe. Todo esto ha

sido horriblemente sórdido y me arrepiento de ello. Pero le juro, príncipe, que no consentí

en esta vileza por motivos innobles. Yo quería... Pero ¿qué hago? Sería doble vileza

justificarse en este asunto. Le digo, sin embargo, príncipe, que si hubiera tomado algo

suyo, habría sido en cambio para usted su juguete, su criada, su bailarina, su esclava...

¡Hubiera jurado y hubiera cumplido sagradamente mi juramento!

Un nudo en la garganta la obligó a detenerse en ese momento. Todos los presentes

parecían estupefactos y escuchaban con ojos desorbitados. La declaración de Zina,

inesperada y enteramente incomprendida, les había sacado de quicio. Sólo el príncipe

estaba hondamente conmovido, aunque no entendía la mitad de lo que Zina decía.

-Pero me casaré con usted, ma belle enfant, si así lo desea -murmuró- y lo estimaré un

gran ho-nor. Le aseguro, sin embargo, que fue como ¿qué importa que soñara? ¿Para qué

un sueño. ¿Pero inquietarse? Parece, amigo mío --dijo volviéndose a Mozglyakov- que no

he comprendido nada. Explícame tú, por favor...

-Y usted, Pavel Aleksandrovich -continuó Zina, volviéndose también a Mozglyakovusted,

en quien alguna vez he estado a punto de ver a mi futuro esposo, usted, que ahora

se ha vengado tan cruelmente de mí ¿de veras ha podido hacer causa común con esta

gente para infamarme y herirme? ¿Y decía usted que me amaba? Pero no soy yo quien

puede darle una lección de moral. Soy más culpable que usted. Le he ofendido porque

efectivamente le he venido incitando con promesas, y mis palabras han sido trampa y

mentira. No le he querido a usted nunca, y si decidí casarme con usted fue sólo para salir

de aquí, de esta maldita ciudad y librarme de toda esta porquería... Pero le juro que de

haberme casado con usted, hubiera sido una esposa buena y fiel... Se ha vengado usted

cruelmente de mí y si esto halaga su amor propio...

-¡Zinaida Afanasievna! -exclamó Mozglyakov.

-Si sigue usted sintiendo odio hacia mí...

-¡Zinaida Afanasievna!

-Sí alguna vez -continuó Zina reprimiendo las lá grimas-, si alguna vez me ha amado

usted...

-¡Zinaida Afanasievna!

-¡Zina, Zina, hija mía! -gimió Marya Aleksandrovna

-¡Soy un canalla, Zinaida Afanasievna, soy simplemente un canalla! -declaró

Mozglyakov, produciendo con ello la más aguda conmoción. Alzáronse gritos de

asombro, de cólera, pero Mozglyakov permaneció clava do en su sitio, incapaz de pensar

ni hablar...

En los caracteres débiles y frívolos, habituados a la sumisión, que deciden por fin

enfurecerse y protestar, en una palabra, ser firmes y consecuentes, se echa de ver un

rasgo, a saber, el límite siempre cercano de su firmeza y consecuencia. Por lo común su

protesta es al principio sumamente enérgica, con energía que llega incluso al frenesí. Se

lanzan sobre los obstáculos con los ojos cerrados y casi siempre carecen de fuerza

bastante para sobrellevar la carga que asumen. Pero una vez que ha llegado a cierto

punto, el hombre enfurecido, como asustado de sí mismo, se detiene estupefacto ante la

terrible pregunta: «¿Qué es lo que he hecho?» Y al punto decae en su esfuerzo, lloriquea,

pide explicaciones, se pone de rodillas, pide perdón, implora que todo vuelva a como

estaba antes, y pronto, lo más pronto posible... Eso mismo, poco más o menos, fue lo que

pasó entonces con Mozglyakov. Después de perder los estribos, de enfurecerse, de

provocar un desastre del que ahora se juzgaba exclusivamente responsable, deis pués de

saciar su ira y su vanidad y de odiarse a sí mismo por haberlo hecho, se detuvo de

repente, herida su conciencia por la inesperada declaración de Zina. Las últimas palabras

de ésta fueron el golpe de gracia. El tránsito de un extremo a otro fue cosa de un ins tante.

-Soy un asno, Zinaida Afanasievna -exclamó en un impulso de frenético

arrepentimiento-. No, ¿Qué digo, asno? ¡Asno es poco! ¡Muchísimo peor que un asno!

¡Pero le voy a probar a usted, Zinaida Afanasievna, le voy a probar que hasta un asno

puede ser un hombre honrado! ¡Tío, le he engañado a usted! ¡Sí, yo, yo le he engañado a

usted! Usted no dormía. Usted realmente, despierto, hizo una propuesta de matrimonio, y

yo, yo, canalla que soy, para vengarme por haber sido despedido, le aseguré a usted que

lo había soñado.

-Se están descubriendo cosas sumamente curiosas -murmuró Natalya Dmitnevna al

oído de Anna Nikolaevna.

-Amigo mío, tran-qui- lí- zate, por fa-vor. ¡Menudo susto me has dado con tus gritos! Te

aseguro que te e-qui-vo-cas... Yo puede ser que esté dispuesto a casarme si es pre-ci-so;

pero fuiste tú mismo quien me aseguró que todo había sido un sueño...

-¡Ay, y cómo convencerle ahora! ¡Díganme ustedes cómo convencerle ahora! ¡Tío, tío!

¡Que esto es cosa importante! ¡Que es un asunto de familia de lo más importante!

¡Considere usted! ¡Piense!

-Perdona, amigo mío, estoy pen-san-do. Espera que lo recuerde todo punto por punto.

Primero fue lo del cochero Fe-o-fil...

-¡Tío! ¡Que Feofil no viene ahora a cuento!

-Pues sí, pongamos que ahora no viene a cuen-to. Luego fue Na-po-le-ón, y luego me

parece que tomamos el té y que llegó una señora y se nos comió todo el azúcar...

-¡Pero, tío! -soltó Mozglyakov en su propio trastorno-. ¡Si eso fue lo que nos dijo antes

la propia Marya Aleksandrovna refiriéndose a Natalya Dmitrievna! ¡Si yo estaba allí y lo

oí con mis propios oídos! ¡Si yo estaba escondido y les miraba a ustedes por un agujero

...!

-¿Cómo, Marya Aleksandrovna? -interpuso Natalya Dmitrievna- ¿con que ha dicho al

príncipe que yo le robaba a usted el azúcar del azucarero? ¿Con que vengo aquí a robar

azúcar?

-¡Fuera de aquí! -gritó Marya Aleksaiidrovna presa de desesperación.

-¡No hay fuera de aquí que valga, Marya Aleksandrovna! ¡No se atreva usted a

hablarme así! ¿Qué, va mos a ver, le robo yo a usted el azúcar? Hace tiempo que oigo

decir que -levanta usted esas viles calumnias contra mí. Sofya Petrovna me ha dado

detalles... ¿Con que le robo a usted el azúcar?

-Pero, mes dames --exclamó el príncipe-, ¡si todo esto no es más que un sueño... ¿Qué

importa lo que yo vea en sueños?

-¡Maldita cuba! -rezongó Marya Aleksandrovna a media voz.

-¿Cómo? ¿También soy una cuba? -chilló Natalya Dmitrievna-. Y usted ¿qué es? Ya

hace tiempo que sé que me llama usted una cuba. Yo por lo menos tengo un marido,

mientras que usted tiene un imbécil...

-Pues sí, recuerdo que también había una cu-ba -musító el príncipe, recordando

inconscientemente su conversación con Marya Aleksandrovna.

-¿Cómo? ¿Insulta usted así a una señora?

-¿Cómo se atreve, príncipe, a insultar a una señora? Si yo soy una cuba, usted es un

hombre sin piernas...

-¿Quién? ¿Yo sin piernas?

-Pues sí, sin piernas, y además sin dientes. ¡Eso es lo que es usted!

-¡Y además tuerto! -gritó Marya Aleksandrovna.

-¡Con un corsé en lugar de costillas! -agregó Natalya Dmitrievna.

-¡Y con una cara montada con muelles!

-¡Sin un pelo propio!

-Y el idiota tiene bigotes postizos -cerró el coro Marya Aleksandrovna.

-Déjeme al menos la nariz, Marya Stepanovna, que es la mía propia -clamó el príncipe,

estupefacto ante franqueza tan inesperada-. ¡Amigo mío, me has traicionado! Les has

dicho que tengo el cabello pos-ti-zo...

-¡Tío!

-No, amigo mío, no puedo permanecer aquí más tiempo. ¡Llévame a cualquier sitio ... !

¡Quelle société! Dios mío, ¿adónde me has traído?

-¡Idiota! ¡Sinvergüenza! -aulló Marya Aleksandrovna.

-¡Ay, Dios mío! -dijo el pobre príncipe-. Mira, he olvidado de momento por qué he

ve-ni-do aquí, pero pronto lo re-cor-da-ré. Llévame a cualquier si-tio, amigo, que aquí me

despedazan. Además... necesito apuntar al instante un nuevo pensamiento...

-Vamos, tío, que aún no es tarde. Le llevo en se guida al hotel y yo también voy con

usted...

-Pues sí, al hotel. Adieu, ma charmante enfant... Sólo usted... Usted es la única...

virtuosa. Usted es una muchacha hon-ra-da. Vamos, amigo mío. ¡Ay, Dios santo!

No describiré, sin embargo, el final de la desagradable escena que se produjo al

marcharse el príncipe. Las visitantes se dispersaron con chillidos y juramentos. Marya

Aleksandrovna se quedó por fin sola en medio de los jirones y despojos de su pasada

gloria. Poder, fama, categoría social, todo ¡ay! se volatilizó en esa sola tarde. Marya

Aleksandrovna comprendió que ya no volvería nunca a alcanzar la altura de antes. Su

prolongado despotismo, de muchos años de duración, sobre toda la sociedad se desplomó

por fin. ¿Qué le quedaba ahora? Filosofar. Pero no filosofó. Pasó la noche entera

rabiando. Zina estaba deshonrada y las murmuraciones serían inacabables. ¡Horrible!

Como historiador puntual debo señalar que el que mejor salió de ese fregado fue

Afanasi Matveich, quien logró esconderse en un cuarto de trastos y allí perma neció,

transido de frío, hasta la mañana. Llegó por fin ésta, pero tampoco trajo nada bueno. La

desgracia nunca viene sola...

XV

Cuando el destino hace que el infortunio caiga una vez sobre alguien, sus arremetidas

ya no tienen fin. Esto ya se sabe de antiguo. No bastaba una tarde de infamia y vergüenza

para Marya Aleksandrovna. No. El destino le preparaba otros golpes aún más violentos.

Ya antes de las diez de la mañana circulaba por toda la ciudad un rumor extraño y

difícil de creer, recibido por todo el mundo con maligna y feroz alegría, como por lo

común recibimos un escándalo insólito de que es víctima cualquiera de nuestros

prójimos. «¡Llegar a extremo tal de desvergüenza y desfachatez!» -se exclamaba por

todas partes-. «Humillarse hasta ese punto, despreciar todo decoro, menospreciar así

todos los miramientos», etc., etc. He aquí, sin embargo, lo que había pasado. Por la

mañana temprano, cuando apenas eran las seis, una pobre vieja de aspecto lamentable,

desesperada y llorosa, corrió a casa de Marya Aleksandrovna y rogó a la doncella que

despertara a la señorita en seguida, sólo a la señorita y en secreto, para que no se enterase

Marya Aleksandrovna. Zina, pálida y acongojada, corrió al punto al encuentro de la

anciana. Ésta cayó a los pies de la joven, los cubrió de besos, los regó de lágrimas y le

imploró que fuera con ella inmediatamente a ver a su Vasya, que, enfermo, había tenido

una mala noche, tan mala, que quizá no saliera vivo de ese día. La vieja dijo a Zina entre

sollozos que era el propio Vasya quien la llamaba para pedirle perdón a las puertas de la

muerte, y que se lo suplicaba por todos los ángeles del cielo y por todo lo que había

pasado antes; y que si ella no iba a verle, moriría él presa de la desesperación. Al

momento Zina determinó ir, a pesar de que dar satisfacción a tal súplica confirmaría

todos los odiosos rumores de antes acerca de la nota interceptada, de su conducta

escandalosa, etc. Sin decir nada a su madre, se echó un manto encima y al momento,

junto con la vieja, cruzó a buen paso toda la ciudad hasta llegar a uno de los arrabales

más pobres de Mordasov, a una calle apartada en la que había una casuca vieja, ladeada,

con unas como aspilleras por ventanas y medio hundida entre montones de nieve.

En esa casuca, en un cuartucho pequeño, húmedo y bajo de techo, en el que una enorme

estufa ocupaba la mitad de él, en un camastro de tablas sin pintar, sobre un jergón

delgado como una oblea, yacía un joven cubierto con un viejo capote. Tenía la cara

pálida y chupada y los brazos flacos y enjutos como palillos. Le brillaban los ojos con

ardor morboso. Su respiración era dificultosa y ronca. Se echaba de ver que había sido de

buen parecer; pero la enfermedad había alterado los finos rasgos de su hermoso rostro, en

el que daba pena y espanto fijar los ojos, como en el de todos los tísicos o, mejor aún,

como en el de los moribundos. Su anciana madre, que durante todo un año, por no decir

hasta el último momento, había esperado que su Vasyenka se salvara, comprendió por fin

que se acercaba el fin. Ahora estaba junto a él, presa de angustia, de pie, con las manos

entrecruzadas, secos los ojos, mirándole sin apartar de él la vista, sin poder aún

comprender, aunque bien lo sabía, que en breves días la helada tierra cubriría a su

adorado Vasya, allí, bajo los montones de nieve, en el miserable cementerio. Pero no era

a ella a quien Vasya miraba en ese momento. La cara del enfermo, consumida y doliente,

respiraba ahora felicidad. Veía por fin ante sí a aquella con quien soñaba desde hacía año

y medio, dormido y despierto, durante las largas y penosas noches de su enfermedad.

Comprendía que ella le perdonaba, apareciéndosele como un ángel de Dios en la hora de

la muerte. Ella le estrechaba las manos, lloraba sobre su pecho, le sonreía, le miraba de

nuevo con sus ojos espléndidos...; y todo lo ya pasado para no volver resucitó de nuevo

en el alma del moribundo. La vida ardió una vez más en su corazón y parecía como si esa

misma vida, al huir, quisiera hacer sentir al paciente lo difícil que era separarse de él.

-¡Zina --dijo- Zinochka! No llores por mí, no te aflijas, no te inquietes, no me recuerdes

que voy a morir pronto. Quiero mirarte... como ahora te miro, quiero sentir que nuestras

almas han vuelto a juntarse, que me has perdonado. Besaré tus manos como antes, y

morire quizá sin darme cuenta de la muerte. ¡Has adelgazado, Zinochka! ¡Con qué

bondad me miras ahora, ángel mío! ¿Y recuerdas cómo te reías antes? ¿Recuerdas ... ?

¡Ay, Zina! No te pido perdón, ni quiero recordar lo que pasó, porque, Zinochka, aunque

tú me hayas perdonado, yo nunca me perdonaré a mí mismo. Ha habido noches largas,

Zina, noches de insomnio y terror, y en tales noches, tendido en esta misma cama, he

pensado mucho. Hace ya tiempo que estoy convencido de que lo mejor para mí es

morirme, de veras que es lo mejor. ¡Yo no sirvo para vivir, Zinochka!

Zina lloraba y le apretaba las manos, como si con ello quisiera poner coto a sus

palabras.

-¿Por qué lloras, ángel mío? -prosiguió el enfermo-. ¿Porque voy a morir? ¿Sólo por

eso? ¡Pero si hace tiempo que todo lo demás murió y está enterrado! Tú eres más lista

que yo, tienes un corazón mas puro, y por lo tanto sabes desde hace mucho que soy malo.

¿Es posible que aún puedas quererme? ¡Cuánto me ha costado hacerme a la idea de que

sabes lo malo y vano que soy! ¡Cuánto hubo de vanidad en todo aquello, cuánto quizá

también de honradez... no lo sé! ¡Ay, amor mío, toda mi vida ha sido un sueño! Lo he

soñado todo, he soñado siempre. No vivía, me vanagloriaba, despreciaba a la

muchedumbre ¿y de qué podía vanagloriarme ante ella? Ni yo mismo lo sé. ¿De pureza

de corazón? ¿De nobleza de sentimientos? ¡Pero si todo esto fue sólo en sueños, cuando

leíamos juntos a Shakespeare! Y cuando llegó la hora de obrar yo también hice alarde de

mi pureza y de mis nobles sentimientos...

-¡Basta -dijo Zina- basta!... ¡No fue como dices! ¡En vano... te atormentas!

-¿Por qué me interrumpes, Zina? Ya sé que me has perdonado y que tal vez me

perdonaste hace ya tiempo; me juzgaste y comprendiste qué clase de hombre soy: eso es

lo que me tortura. ¡Soy indigno de tu cariño, Zína! Tú hasta en el obrar fuiste honrada y

magnánima. Hablaste con tu madre y le dijiste que te casarías conmigo y con nadie más,

y cumpliste tu palabra, porque en ti palabra y obra van juntas. ¡Pero en mí! Cuando era

cosa de obrar... ¿Sabes, Zinochka, que ni siquiera comprendía entonces lo que tú

sacrificabas casándote conmigo? No comprendía siquiera que, casándote conmigo, quizá

te morirías de hambre. ¡Si ni siquiera se me pasó por la cabeza! Yo sólo pensaba en que

te casabas conmigo, con un gran poeta (es decir, con un futuro gran poeta), y no quería

entender los motivos que aducías al pedirme que se aplazara la boda. Te atormenté, te

tiranice, te hice reproches, te denigré, y por último llegué al extremo de amenazarte en

aquella carta. ¡No me porté sólo como un canalla entonces, sino como un sabandija! ¡Oh,

cómo me debiste despreciar! Sí, está bien que me muera. Está bien que no te hayas

casado conmigo. No hubiera comprendido tu sacrificio, te hubiera hecho la vida

imposible, te hubiera atormentado por causa de nuestra pobreza. ¿Y qué digo? Tal vez

hubiera llegado a odiarte, como un obstáculo en mi vida. ¡Ahora es mejor! Ahora al

menos mis lágrimas amargas me han lavado el corazón. ¡Ay, Zinochka! ¡Quiéreme un

poquito, como antes me querías! Aunque ésta sea la última hora ... Bien sé que no soy

digno de tu cariño, pero, pero ... ¡oh, ángel mío!

Durante toda esta plática Zina también estuvo sollozando y trató de cortarle la palabra

más de una vez Pero él no la escuchaba, aguijoneado por el deseo de decirlo todo, y

seguía hablando, aunque con esfuerzo ahogándose, con voz ronca y entrecortada.

-¡Si no me hubieras conocido, si no me hubieras querido, ahora no estarías como estás!

--dijo Zina- ¡Ay! ¿Por qué nos conocimos? ¿Por qué?

-No, amor mío, no te hagas reproches porque voy a morir -prosiguió el enfermo-. ¡Yo

tengo la culpa de todo! ¡Cuánta vanidad ha habido en todo ello! ¡Cuánto romanticismo!

¿Te han contado en detalle mi estúpida historia, Zina? Mira, hubo aquí el año antepasado

un preso, procesado en una causa criminal, un malhechor y asesino; pero cuando llegó la

hora de la pena resultó ser un hombre pusilánime. Sabiendo que a un enfermo no se le

impone el castigo, se agenció un poco de vino, puso en él tabaco y se lo bebió. Le

sobrevino un vomito tal, mezclado con sangre, y duró tanto tiempo que le dañó los

pulmones. Lo llevaron a la enfermería y al cabo de algunos meses murió de tisis

galopante. Pues bien, amor mío, yo me acordé de ese preso el mismo día que .... bueno,

ya sabes, después de lo de la carta... y también decidí matarme. Pero, a ver, piensa, ¿por

qué escogí la tisis? ¿Por qué no colgarme o ahogarme? ¿Le tenía miedo a una muerte

rápida? ¡Tal vez fuera eso, pero no sé por qué sospecho, Zinochka, que también ahí

anduvieron tonterías románticas! De todos modos, se me ocurrió entonces una idea: ¡qué

hermoso sería estar en la cama muriendo de tisis, mientras tú estarías con el alma en un

hilo, sufriendo porque me habrías llevado hasta ese estado! Tú misma vendrías a

confesarme tu culpa, te arrodillarías ante mí... Yo te perdonaría, muriendo en tus brazos...

¡Estúpido, Zinochka, estúpido! ¿verdad?

-No recuerdes eso -dijo Zina-. No digas eso... Tú no eres así... ¡Es mejor que

recordemos otra cosa, lo nuestro, que fue tan hermoso y tan feliz!

-Me es penoso, amor mío, por eso hablo de ello. ¡Hace año y medio que no te veo! ¡Es

como si desnudara mi alma ante ti! Desde entonces, durante todo este tiempo, he estado

enteramente solo y creo que no ha habido un momento en que no haya pensado en ti,

¡ángel mío de mi alma! Y ¿sabes, Zinochka? ¡cuánto hubiera querido hacer algo, algo

meritorio para que cambiaras tu concepto de mí! Hasta hace poco no creía que iba a

morirme, porque la dolencia no me abatió de repente, y durante mucho tiempo he estado

yendo y viniendo con el pecho enfermo. ¡Y cuántas conjeturas ridículas he hecho!

Soñaba, por ejemplo, que llegaba a ser de repente un grandísimo poeta, que imprimía en

Notas de la Patria un poema sin par en el mundo. Pensaba verter en él todos mis

sentimientos, toda mi alma, de modo que, dondequiera que tú estuvieras, yo estaría

siempre contigo, haría que me recordaras con,tinuamente con mis poesías. Y mi mejor

sueño era que por fin reflexionarías y dirías: «No, no es tan malo como yo creía.»

¡Estúpido, Zinochka, estúpido! ¿Verdad?

-¡No, no, Vasya, no! -dijo Zina, cayendo sobre el pecho del enfermo y besándole las

manos.

-¡Y qué celoso he estado de ti durante todo este tiempo! ¡Creo que me hubiera muerto

si hubiera oído decir que te casabas! Mandaba que no te quitaran los ojos de encima, que

te vigilaran, que te espiaran...; ésta es la que iba y venía (y señaló con un gesto a su

madre). Porque tú no querías a Mozglyakov, ¿verdad, Zinochka? ¡Ay, ángel mío! ¿Te

acordarás de mí cuando me muera? Sé que te acordarás; ¡pero pasarán los años, el

corazón se endurecerá, llegará el frío, el invierno, al alma, y me olvidarás, Zinochka!...

-¡No, no, nunca! ¡Ni me casaré tampoco!... Tú eres el primero... y lo serás siempre...

-¡Todo muere, Zinochka, todo, hasta los recuerdos!... También mueren nuestros nobles

sentimientos. A ocupar su puesto viene el buen sentido. ¿De qué sirve quejarse?

Aprovéchate de la vida, Zina, vive larga y felizmente. ¡Quiere a otro, si puedes querer,

porque de nada vale querer a un muerto! Pero por lo menos acuérdate de mí, aunque sólo

sea de tarde en tarde. ¡No recuerdes lo malo, perdona lo malo, porque también en nuestro

amor hubo algo bueno, Zinochka! ¡Oh, días dorados que ya no volverán...! Escucha,

ángel mío, siempre le he tenido cariño al atardecer, a la puesta de sol. Recuérdame a

veces a esa hora. ¡Ah, no, no! ¿Por qué morir? ¡Cuánto quisiera ahora volver a vivir!

¡Recuerda, amor mío, recuerda, recuerda ese tiempo! Era la primavera, el sol brillaba

esplendoroso, brotaban las flores, y en torno nuestro había un aire de fiesta... Y ahora.

¡Mira, mira!

Y el pobre señalaba con una mano enflaquecida la mugrienta ventana cubierta de

escarcha. Luego cogió las manos de Zina, las apretó contra sus propios ojos y comenzó a

sollozar amargamente. Los sollozos casi destrozaban su pecho consumido.

Todo el día estuvo sufriendo, añorando y llorando. Zina le consolaba en lo posible, pero

su propio espíritu estaba en angustia mortal. Le decía que no le olvidaría y que nunca

amaría a nadie como a él le amaba. Él la creía, sonreía, le besaba las manos, pero los

recuerdos del pasado servían sólo para atenazarle y atormentarle el alma. Así transcurrió

el día. Entretanto, Marya Aleksandrovna, alarmada, mandó diez veces por Zina, le rogó

que volviera a casa y que no acabara por desacreditarse del todo en la opinión pública.

Por último, cuando ya oscurecía, decidió ir ella misma en busca de su hija. La llamó a un

cuarto vecino y, casi de rodillas, le pidió que «no traspasara su corazón con este último y

mortífero puñal». Zina salió a verla sintiéndose enferma: le ardía la cabeza. Escuchó a su

madre sin entenderla. Marya Aleksandrovna se fue por fin desesperada, porque Zina se

había propuesto pasar la noche en casa del moribundo, y durante toda ella no se apartó un

instante de la cama de éste. El enfermo empeoraba por momentos. Llegó un nuevo día,

pero ya sin esperanza de que el paciente lo sobreviviera. La anciana madre estaba como

loca, iba de un lado para otro como si no comprendiera nada, daba al hijo medicinas que

él no quería tomar. La agonía del joven duró largo tiempo. Ya no podía hablar y de su

pecho brotaban sólo sonidos roncos e inconexos. Hasta el último momento estuvo

mirando continuamente a Zina, buscándola con los ojos, y cuando en ellos empezó a

apagarse la luz siguió buscando con mano tentativa e incierta la mano de ella para

apretarla. Entretanto transcurría el corto día invernal. Y cuando, finalmente, el postrer

rayo del sol declinante pintó de oro el único ventanuco de la exigua habitación, todo él

cubierto de escarcha, el alma del paciente, abandonando el agotado cuerpo, voló en pos

de ese rayo. La vieja madre, al ver por fin ante sí el cadáver de su adorado Vasya,

entrecruzó las manos, lanzó un grito y cayó sobre el pecho del muerto.

-¡Tú, víbora, has sido su perdición! --gritó a Zina en su desesperación-. ¡Tú, maldita

cizañera, tú, malvada, eres la que le has matado!

Pero Zina ya no oía nada. Estaba de pie junto al muerto, como enajenada. Al cabo se

inclinó sobre él, hizo la señal de la cruz, le besó y salió maquinalmente de la habitación.

Le quemaban los ojos y le daba vueltas la cabeza. Las penosas vicisitudes que había

presenciado y las dos noches en que apenas había dormido casi la privaron de juicio.

Sentía vagamente que todo su pasado se desgajaba, por así decirlo, de su corazón, y que

empezaba una nueva vida, tenebrosa y amenazadora. Pero no había andado diez pasos

cuando Mozglyakov se presentó ante ella como brotado de la tierra. Por lo visto había

estado esperándola de intento en ese sitio.

-Zinaida Afanasievna -murmuró en tono medroso, mirando rápidamente a su alrededor

porque todavía hacía bastante luz-; Zinaida Afanasievna, soy, por supues to, un asno. O, si

usted prefiere, ya no soy un asno, porque al fin y al cabo, como usted ha visto, me porté

honradamente. Pero, de todos modos, siento haber sido un asno. Parece que no atino,

Zinaida Afanasievna, pero... perdone usted, hay varios motivos para ello...

Zina le miró casi inconscientemente y continuó andando en silencio. Como la alta acera

de madera no era bastante ancha para que caminaran los dos juntos y Zina no le dejaba

sitio, Pavel Aleksandrovich abandonó la acera y a lo largo de ella corría junto a la joven,

sin apartar los ojos de su rostro.

Zinaida Afanasievna -prosiguió- he recapacitado y, si usted quiere, estoy dispuesto a

renovar mi oferta. Estoy incluso dispuesto a olvidarlo todo, Zinaida Afa nasievna, todo

este sórdido asunto, dispuesto a perdonar pero con una condición: que mientras estemos

aquí todo debe permanecer en secreto. Usted se marchará de aquí cuanto antes- y lo la

seguiré sin que nad ie se entere. Nos casamos en algún lugar remoto para que nadie nos

vea y seguidamente nos vamos a Petersburgo, en silla de posta, por lo que debiera usted

llevar sólo un maletín, ¿eh? ¿De acuerdo, Zinaida Afanasievna? Díga melo en seguida. No

puedo esperar. Nos pueden ver juntos.

Zina no respondió. Se limitó a mirar a Mozglyakov, pero de tal manera que él lo

comprendió todo en el acto, se quitó el sombrero, se inclinó y desapareció por la primera

bocacalle.

-¿Cómo? -pensaba-. ¿Anteayer por la tarde tanto despliegue de sentimientos y tanto

culparse a sí misma? ¡Está visto que cambia de un día para otro!

Y mientras tanto en Mordasov se sucedían los acontecimientos, entre ellos uno trágico.

El príncipe, conducido al hotel por Mozglyakov, cayó enfermo esa misma noche, y

enfermo de gravedad. Los vecinos de Mordasov se enteraron de ello a la mañana

siguiente. Kallist Stanislavich casi no se apartaba de -la cabecera del enfermo. A la tarde

se celebró una consulta de todos los médicos de Mordasov, a quienes se mandaron invitacíones

en latín. Pero, a pesar del latín, el príncipe había perdido ya el juicio, desvariaba,

pedía a Kallist Stanislavich que le cantara una romanza, hablaba de pelucas; a veces

parecía asustarse de algo y gritaba. Los médicos acordaron que, a resultas de la

hospitalidad mordasoviana, el príncipe padecía de una inflamación de estómago, que se

había extendido (probablemente en el camino) a la cabeza. No rechazaron la posibilidad

de un trastorno moral. Llegaron a la conclusión de que, desde tiempo atrás, el príncipe

estaba predispuesto a la muerte y por lo tanto moriría sin remedio. En esto último no se

equivocaron, pues el pobre anciano murió en el hotel tres días después, a última hora de

la tarde. Esto afectó muchísimo a las gentes de Mordasov. Nadie esperaba que el asunto

tomara un giro tan grave. Acudieron en tropel al hotel donde yacía el cadáver,

reflexionaron y deliberaron, menearon la cabeza y acabaron condenando con severidad a

las «asesinas del infeliz príncipe», dando a entender, por supuesto, que se trataba de

Marya Aleksandrovna y su hija. Todos pensaban que esta historia, por lo escandalosa,

llegaría quizás a comarcas remotas, y cavilaban sobre toda suerte de posibles

consecuencias. Durante todo este tiempo Mozglyakov estuvo en constante bullebulle,

yendo de un lado para otro, hasta que la cabeza acabó dándole vueltas. En ese estado de

ánimo estaba cuando se vio con Zina. Bien mirado, su situación era peliaguda. Él mismo

había llevado al príncipe a la ciudad, él mismo le había trasladado al hotel, y ahora no

sabía qué hacer con el difunto, cómo y dónde darle sepultura, a quién informar de lo

ocurrido. ¿Debía conducir el cadáver a Duhanovo? Por añadidura, se consideraba a sí

mismo como sobrino. Se estremecía de pensar que le culparan de la muerte del respetable

anciano. «Quizás el asunto tenga repercusiones en la alta sociedad de Petersburgo»

-pensaba con un escalofrío. De las gentes de Mordasov era inútil esperar consejo alguno.

Todos se asustaron repentinamente de algo, se apartaron del cadáver y dejaron a

Mozglyakov en una soledad tenebrosa. Mas de repente la escena cambió por completo.

Al día siguiente, por la mañana temprano, llegó un viajero a la ciudad. Todo Mordasov

empezo a hablar del visitante, pero furtivamente, en voz baja, mirándole por todas las

ventanas y resquicios cuando iba por la calle Mayor a casa del gobernador. Hasta el

mismo Pyotr Mihaílovich pareció intimidarse un tanto y no sabía cómo conducirse con el

recién venido. Éste era el conocido príncipe Shc hepetilov, pariente del difunto, hombre

aún relativamente joven, de treinta y cinco años, con charreteras trenzadas de coronel. La

vista de estas charreteras produjo en todos los funcionarios un pavor nada común. El jefe

de policía, por ejemplo, perdió la cabeza, aunque por supuesto sólo en lo moral, ya que en

lo físico bien presente estaba aunque con una cara bastante larga. Pronto se supo que el

príncipe Shchepetilov venía de Petersburgo y de paso se había detenido en Duhanovo. No

habiendo encontrado a nadie en Duhanovo, voló en pos de su tío a Mordasov donde,

como un rayo, cayó sobre él la noticia de la muerte del anciano, acompañada de toda

clase de rumores acerca de las circunstancias de su muerte. Hasta Pyotr Mihailovich se

aturdió un poco al darle las explicaciones necesarias, ya que todo el mundo en Mordasov

parecía en cierta medida culpable. Además, el viajero tenía una cara severa y descontenta,

aunque parecería imposible que estuviera descontento con la herencia que iba a recibir.

En seguida, él mismo, personalmente, se encargó de todo. Mozglyakov, avergonzado,

escurrió el bulto tan pronto como se presentó el auténtico -y no sólo pretendido- sobrino,

y desapareció sin dejar rastro. Quedó decidido conducir el cadáver al monasterio, donde

había de tener lugar el funeral. El visitante daba todas sus instrucciones en tono lacónico,

seco y severo, pero con tacto y decoro, Al día siguiente la ciudad entera fue al monasterio

para asistir al funeral. Entre las damas cundió el rumor absurdo de que Marya

Aleksandrovna se presentaría en la iglesia y que, de rodillas ante el ataúd, pediría en voz

alta perdón, y que todo ello sería según manda la ley. Ni que decir tiene que el rumor era

ridículo y que Marya Aleksandrovna no apareció por la iglesia. Hemos olvidado decir

que tan pronto como Zina volvió a casa, su madre determinó mudarse esa misma noche a

la casa de campo, puesto que era imposible quedarse más tiempo en la ciudad. Desde su

rincón escuchó con avidez los rumores que corrían por la ciudad, mandó a buscar noticias

acerca del visitante y durante todo ese tiempo estuvo febril. El camino del monasterio a

Duhanovo pasaba a menos de una versta de las ventanas de su casa, y así, pues, Marya

Aleksandrovna pudo observar cómodamente el largo cortejo que se desplazaba del

monasterio a Duhanovo después del funeral. El cadáver iba en un alto coche fúnebre y

tras él marchaba una larga hilera de carruajes que acompañaron al difunto hasta llegar al

cruce que conducía a la ciudad. Y durante largo rato se vio, contrastando con el campo

blanco de nieve, el negro perfil de ese lúgubre carruaje que rodaba en silencio, con el

decoro debido. Pero Marya Aleksandrovna no pudo mirarlo mucho rato y se apartó de la

ventana.

Al cabo de ocho días se trasladó a Moscú con su hija y su marido. Un mes más tarde se

supo en Mordasov que la casa de la ciudad y la propiedad rural de Marya Aleksandrovna

habían sido vendidas. Así, pues, Mordasov perdió para siempre a esa dama tan comme il

faut. Tampoco esto se pudo arreglar sin dar pasto a la maledicencia. Se aseguraba, por

ejemplo, que la venta de la finca del campo incluía a Afanasi Matveich... Pasó un año,

luego otro, y casi se olvidó por completo a Marya Aleksandrovna. Así ¡ay! es la vida. Sin

embargo, se decía que había comprado otra casa de campo y que se había trasladado a

otra capital de provincia, en la que, por supuesto, ya tenía a todo el mundo en un puño;

que Zina no se había casado todavía; que Afanasi Matveich... Pero no hay por qué repetir

tales rumores. Nada de esto tie ne visos de verdad.

Han pasado tres años desde que escribí el último renglón de la primera parte de los

anales de Mordasov, y quién iba a pensar que tendría que abrir de nuevo el manuscrito

para añadir una noticia más a mi narrativa. ¡Manos a la obra! Empezaré por Pavel

Aleksandrovich Mozglyakov. Cuando desapareció de Mordasov fue directamente a

Petersburgo, donde obtuvo oportunamente el puesto en la administración que hacía

tiempo le habían prometido. Pronto olvidó todos los acontecimientos de Mordasov, entró

en el torbellino de la vida mundana en la isla Vasilyevski y en el puerto de Galerna,

disfrutó de la vida, hizo la corte a las damas, estuvo a la altura de su tiempo, se enamoró,

hizo una propuesta de matrimonio y fue rechazado una vez más; y no resignándose al

rechazo, por la frivolidad de su carácter y por no estar con los brazos cruzados, se

agenció un puesto en una expedición que iba a una de las comarcas más remotas de

nuestra inmensa patria para inspeccionar algo o para algún otro fin - no sé de cierto. La

expedición atravesó sin contratiempo bosques y desiertos y, por fin, tras largo viaje, se

presentó ante el general- gobernador de esa remotísima comarca. Éste era un general alto,

delgado y severo, un viejo militar cubierto de heridas recibidas en varias campañas, con

dos estrellas y una cruz blanca al cuello. Recibió a la expedición con dignidad y decoro e

invitó a todos los funcionarios que la componían a un baile en su casa que se daba

precisamente esa noche para celebrar el día del santo de su esposa. Pavel Aleksandrovich

quedó muy contento de la invitación. Se puso su traje de Petersburgo, con el que pensaba

causar gran impresión, y entró con desenvoltura en el gran salón, aunque pronto quedó

algo cohibido al ver la gran cantidad de charreteras trenzadas y gruesas y de uniformes

con estrellas de altos funcionarios. Fue necesario cumplimentar a la esposa del

general-gobernador, de quien ya había oído decir que era joven y muy hermosa. Se

acercó a ella con aire jactancioso y de repente quedó estupefacto. Ante él estaba Zina, en

un soberbio vestido de baile, cubierta de diamantes, orgullosa y altiva. No reconoció en

absoluto a Pavel Aleksandrovich. Su mirada resbaló inatenta por el rostro de él y en

seguida pasó a otro. El atónito Mozglyakov se hizo a un lado y entre la multitud tropezó

con un funcionario joven y tímido que parecía asustado de verse en el baile del

general-gobernador. Pavel Aleksandrovich se dispuso en el acto a interrogarle y se enteró

de cosas sumamente interesantes. Averiguó que el general-gobemador se había casado

dos años antes, en ocasión de un viaje, con una joven riquísíma de una familia

distinguida; que la generala era «terriblemente hermosa, podía incluso decirse que era

una belleza de primer orden, pero que mostraba un orgullo excesivo y no bailaba más que

con generales»; que en ese mismo baile había un total de nueve generales, propios y

ajenos, incluyéndose en tal número los consejeros de Estado en activo; y que finalmente,

«la generala tenía una madre que vivía con ella, y que esta madre procedía de la más alta

sociedad y era muy inteligente», pero que estaba sometida por entero a la voluntad de la

hija. Él general, por su parte, idolatraba a su esposa y no le quitaba los ojos de encima.

Mozglyakov no pudo menos de preguntar discretamente por Afanasi Matveich, pero de

éste no se sabía absolutamente nada en la «remota comarca». Envalentonándose un poco,

Mozglyakov recorrió las salas y pronto apercibió a Marya Aleksandrovna,

espléndidamente ataviada, que desplegaba un precioso abanico y hablaba animadamente

con un funcionario de alta categoría. En torno a ella se apiñaban algunas damas que

querían halagarla, y Marya Aleksandrovna, por lo visto, se mostraba muy amable con

todas. Mozglyakov se arriesgo a presentarse. Marya Aleksandrovna pareció estremecerse

ligeramente, pero casi al instante se repuso. Consintió amablemente en reconocer a Pavel

Aleksandrovich, le preguntó por amistades de Petersburgo y por qué no estaba en el extranjero.

De Mordasov no dijo una palabra, como si no hubiera tal lugar en el mundo. Al

cabo, después de pronunciar el nombre de cierto príncipe importante de Petersburgo y de

interesarse por su salud -aunque Mozglyakov no tenía idea de quién pudiera ser- la dama

se volvió imperceptiblemente a un funcionario de fragante pelo gris que por allí pasaba y

al punto se olvidó por completo de Pavel Aleksandrovich, que seguía ante ella. Con una

sonrisa sarcástica y el sombrero en la mano Mozglyakov volvió al salón principal. No se

sabe por qué, quizá por considerarse herido en su amor pro pio y hasta agraviado, decidió

no bailar. Su rostro no perdió en toda la noche su aspecto sombrío y abstraído ni su

mordaz sonrisa mefistofélica. Apoyóse ostentosamente en una columna (el salón ¿cómo

no? tenía columnas) y durante todo el baile, que duró varias horas, permaneció en el

mismo sitio, siguiendo a Zina con la mirada. Pero ¡ay! todas sus mañas, todas sus

posturas pintorescas, su cara de desengaño, etc., etc., todo fue en vano. Zina

sencillamente no se percataba de él. Por último, furioso, con piernas que le dolían de estar

tanto de pie, hambriento, ya que como enamorado y enfermo de amor no podía quedarse

a cenar, volvió a su aposento, agotado y por así decirlo, derrotado. No se acostó en

mucho rato, recordando lo olvidado hacía largo tiempo. A la mañana siguiente se anunció

una misión especial y Mozglyakov consiguió, muy complacido, que le escogieran para

ella. Su espíritu pareció refrescarse cuando salió de la ciudad. En el espacio infinito y

desierto yacía la nieve como un sudario deslumbrante. A lo lejos, en la misma línea del

horizonte, se percibía la mancha negra de los bosques.

Volaban los briosos caballos, levantando con sus cascos un polvillo de nieve. Sonaba la

campanilla. Pavel Aleksandrovich se quedó pensativo, luego se puso a fantasear y por

último se quedó tranquilamente dormi do. Se despertó en la tercera estación de relevo,

fresco y sano, y con pensamientos de muy distinta índole.

FIN

El sabio no dice lo que sabe, y el necio no sabe lo que dice.

Si los hombres han nacido con dos ojos, dos orejas y una sola lengua es porque se debe escuchar y mirar dos veces antes de hablar

Lo que importa verdaderamente en la vida no son los objetivos que nos marcamos, sino los caminos que seguimos para lograrlo.

Hay dos cosas que son infinitas: el universo y la estupidez humana; de la primera no estoy muy seguro.

Hay dos cosas que son infinitas: el universo y la estupidez humana; de la primera no estoy muy seguro.

El nacimiento y la muerte no son dos estados distintos, sino dos aspectos del mismo estado

Las personas son como la Luna. Siempre tienen un lado oscuro que no enseñan a nadie.

Las conversaciones son siempre peligrosas si se tiene algo que ocultar

El saber y la razón hablan, la ignorancia y el error gritan.

Todo está perdido cuando los malos sirven de ejemplo y los buenos de mofa

Algunas personas son tan falsas que ya no distinguen que lo que piensan es justamente lo contrario de lo que dicen.

Produce una inmensa tristeza pensar que la naturaleza habla mientras el género humano no escucha.

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