LA ILÍADA (SEGUNDA PARTE)
HOMERO
CANTO XIV*
Engaño de Zeus
* Zeus, por una atiagaza de Hera, cae rendido por el suerto, y Posidón se pone al frente de los aqueos.
Ayante pone fuera de combate a Héctor, y sus hombres tienen que retorceder más a11á del muro y del
foso del campamento aqueo.
1 Néstor, aunque estaba bebiendo, no dejó de advertir la gritería; y hablando al
Asclepíada, pronunció estas aladas palabras:
3 -¿Cómo crees, divino Macaón, que acabarán estas cosas? junto a las naves es cada
vez mayor el vocerío de los robustos jóvenes. Tú, sentado aquí, bebe el negro vino,
mientras Hecamede, la de hermosas trenzas, pone a calentar el agua del baño y te lava
después la sangrienta herida; y yo subiré prestamente a un altozano para ver lo que
ocurre.
9 Dijo; y, después de embrazar el labrado escudo de reluciente bronce, que su hijo
Trasimedes, domador de caballos, había dejado a11í por haberse llevado el del anciano,
asió la fuerte lanza de broncínea punta y salió de la tienda. Pronto se detuvo ante el
vergonzoso espectáculo que se ofreció a sus ojos: los aqueos eran derrotados por los
feroces troyanos y la gran muralla aquea estaba destruida. Como el piélago inmenso
empieza a rizarse con sordo ruido y purpúrea, presagiando la rápida venida de los sonoros
vientos, pero no mueve las olas hasta que Zeus envía un viento determinado; así el
anciano hallábase perplejo entre encaminarse a la turba de los dánaos, de ágiles corceles,
o enderezar sus pasos hacia el Atrida Agamenón, pastor de hombres. Parecióle que sería
lo mejor ir en busca del Atrida, y así lo hizo; mientras los demás, combatiendo, se
mataban unos a otros, y el duro bronce resonaba alrededor de sus cuerpos a los golpes de
las espadas y de las lanzas de doble filo.
27 Encontráronse con Néstor los reyes, alumnos de Zeus, que antes fueron heridos con
el bronce -el Tidida, Ulises y el Atrida Agamenón-, y entonces venían de sus naves. Éstas
habían sido colocadas lejos del campo de batalla, en la orilla del espumoso mar:
sacáronlas a la llanura las primeras, y labraron un muro delante de las popas. Porque la
ribera, con ser vasta, no hubiera podido contener todos los bajeles en una sola fila, y
además el ejército se hubiera sentido estrecho; y por esto los pusieron escalonados y
llenaron con ellos el gran espacio de costa que limitaban altos promontorios. Los reyes
iban juntos, con el ánimo abatido, apoyándose en las lanzas, porque querían presenciar el
combate y la clamorosa pelea; y, cuando vieron venir al anciano Néstor, se les sobresaltó
el corazón en el pecho. Y el rey Agamenón, dirigiéndole la palabra, exclamó:
42 -¡Oh Néstor Nelida, gloria insigne de los aqueos! ¿Por qué vienes, dejando la
homicida batalla? Temo que el impetuoso Héctor cumpla la amenaza que me hizo en su
arenga a los troyanos: Que no regresaría a Ilio antes de pegar fuego a las naves y matar a
los aqueos. Así decía, y todo se va cumpliendo. ¡Oh dioses! Los aqueos, de hermosas
grebas, tienen, como Aquiles, el ánimo poseído de ira contra mí y no quieren combatir
junto a las naves.
52 Respondió Néstor, caballero gerenio:
53-Patente es lo que dices, y ni el mismo Zeus altitonante puede modificar to que ya ha
sucedido. Derribado está el muro que esperábamos fuese indestructible reparo para las
veleras naves y para nosotros mismos; y junto a ellas los troyanos sostienen vivo a
incesante combate. No conocerías, por más que to miraras, hacia qué parte van los aqueos
acosados y puestos en desorden: en montón confuso reciben la muerte, y la gritería llega
hasta el cielo. Deliberemos sobre lo que puede ocurrir, por si nuestra mente da con alguna
traza provechosa; y no propongo que entremos en combate, porque es imposible que
peleen los que están heridos.
64 Díjole el rey de hombres, Agamenón:
65 -¡Néstor! Puesto que ya los troyanos combaten junto a las popas de las naves y de
ninguna utilidad ha sido el muro con su foso que los dánaos construyeron con tanta
fatiga, esperando que fuese indestructible reparo para las naves y para ellos mismos; sin
duda debe de ser grato al prepotente Zeus que los aqueos perezcan sin gloria aquí, lejos
de Argos. Antes yo veía que el dios auxiliaba, benévolo, a los dánaos, mas al presente da
gloria a los troyanos, cual si fuesen dioses bienaventurados, y encadena nuestro valor y
nuestros brazos. Ea, procedamos todos como voy a decir. Arrastremos las naves que se
hallan más cerca de la orilla, echémoslas al mar divino y que estén sobre las anclas hasta
que vengá la noche inmortal, y, si entonces los troyanos se abstienen de combatir,
podremos echar las restantes. No es reprensible evitar una desgracia, aunque sea durante
la noche. Mejor es librarse huyendo, que dejarse coger.
82 El ingenioso Ulises, mirándole con torva faz, exclamó:
83-¡Atrida! ¿Qué palabras se te escaparon del cerco de los dientes? ¡Hombre funesto!
Debieras estar al frente de un ejército de cobardes y no mandarnos a nosotros, a quienes
Zeus concedió llevar al cabo arriesgadas empresas bélicas desde la juventud a la vejez,
hasta que perezcamos. ¿Quieres que dejemos la ciudad troyana de anchas calles, después
que hemos padecido por ella tantas fatigas? Calla y no oigan los aqueos esas palabras, las
cuales no saldrían de la boca de ningún varón que supiera hablar con espíritu prudente,
llevara cetro y fuera obedecido por tantos hombres cuanto son los argivos sobre quienes
imperas. Repruebo del todo la proposición que hiciste: sin duda nos aconsejas que
echemos al mar las naves de muchos bancos durante el combate y la pelea, para que más
presto se cumplan los deseos de los troyanos, ya al presente vencedores, y nuestra
perdición sea inminente. Porque los aqueos no sostendrán el combate si las naves son
echadas al mar; sino que, volviendo los ojos adonde puedan huir, cesarán de pelear, y tu
consejo, príncipe de hombres, habrá sido dañoso.
103 Contestó el rey de hombres, Agamenón:
104 -¡Ulises! Tu dura reprensión me ha llegado al alma; pero yo no mandaba que los
aqueos arrastraran al mar, contra su voluntad, las naves de muchos bancos. Ojalá que alguien,
joven o viejo, propusiera una cosa mejor, pues le oiría con gusto.
109 Y entonces les dijo Diomedes, valiente en la pelea:
110 -Cerca tenéis a tal hombre -no habremos de buscarle mucho-, si os halláis
dispuestos a obedecer; y no me vituperéis ni os irritéis contra mí, recordando que soy más
joven que vosotros, pues me glorío de haber tenido por padre al valiente Tideo, cuyo
cuerpo está enterrado en Teba. Engendró Porteo tres hijos ilustres que habitaron en
Pleurón y en la excelsa Calidón: Agrio, Melas y el caballero Eneo, mi abuelo paterno,
que era el más valiente. Eneo quedóse en su país; pero mi padre, después de vagar algún
tiempo, se estableció en Argos, porque así to quisieron Zeus y los demás dioses, casó con
una hija de Adrasto y vivió en una casa abastada de riqueza: poseía muchos trigales, no
pocas plantaciones de árboles en los alrededores y copiosos rebaños, y aventajaba a todos
los aqueos en el manejo de la lanza. Tales cosas las habréis oído referir como ciertas que
son. No sea que, figurándoos quizás que por mi linaje he de ser cobarde y débil,
despreciéis lo bueno que os diga. Ea, vayamos a la batalla, no obstante estar heridos, pues
la necesidad apremia; pongámonos fuera del alcance de los tiros para no recibir herida
sobre herida; animemos a los demás y hagamos que entren en combate cuantos, cediendo
a su ánimo indolente, permanecen alejados y no pelean.
133 Así se expresó, y ellos le escucharon y obedecieron. Echaron a andar, y el rey de
hombres, Agamenón, iba delante.
135 El ilustre Posidón, que sacude la tierra, estaba al acecho; y, transfigurándose en un
viejo, se dirigió a los reyes, tomó la diestra de Agamenón Atrida y le dijo estas aladas palabras:
139 -¡Atrida! Aquiles, al contemplar la matanza y la derrota de los aqueos, debe de
sentir que en el pecho se le regocija el corazón pernicioso, porque está totalmente falto de
juicio. ¡Así pereciera y una deidad le cubriese de ignominia! Pero los bienaventurados
dioses no se hallan irritados del todo contigo, y los caudillos y príncipes de los troyanos
serán puestos en fuga y levantarán nubes de polvo en la llanura espaciosa; tú mismo los
verás huir desde las tiendas y naves a la ciudad.
147 Cuando así hubo hablado, dio un gran alarido y empezó a correr por la llanura.
Cual es la gritería de nueve o diez mil guerreros al trabarse la contienda de Ares, tan pujante
fue la voz que el soberano Posidón, que bate la tierra, arrojó de su pecho. Y el dios
infundió valor en el corazón de todos los aqueos para que lucharan y combatieran sin descanso.
153 Hera, la de áureo trono, miró con sus ojos desde la cima del Olimpo, conoció a su
hermano y cuñado, que se movía en la batalla donde se hacen ilustres los hombres, y se
regocijó en el alma; pero vio a Zeus sentado en la más alta cumbre del Ida, abundante en
manantiales, y se le hizo odioso en su corazón. Entonces Hera veneranda, la de ojos de
novilla, pensaba cómo podría engañar a Zeus, que lleva la égida. A1 fin parecióle que la
mejor resolución sería ataviarse bien y encaminarse al Ida, por si Zeus, abrasándose en
amor, quería dormir a su lado y ella lograba derramar dulce y placentero sueño sobre los
párpados y el prudente espíritu del dios. Sin perder un instante, fuese a la habitación
labrada por su hijo Hefesto -la cual tenía una sólida puerta con cerradura oculta que
ninguna otra deidad sabía abrir-, entró, y, habiendo entornado la puerta, lavóse con
ambrosía el cuerpo encantador y lo untó con un aceite craso, divino, suave y tan oloroso
que, al moverlo en el palacio de Zeus, erigido sobre bronce, su fragancia se difundió por
el cielo y la tierra. Ungido el hermoso cutis, se compuso el cabello y con sus propias
manos formó los rizos lustrosos, bellos, divinales, que colgaban de la cabeza inmortal.
Echóse en seguida el manto divino, adornado con muchas bordaduras, que Atenea le
había labrado, y sujetólo al pecho con broche de oro. Púsose luego un ceñidor que tenía
cien borlones, y colgó de las perforadas orejas unos pendientes de tres piedras preciosas
grandes como ojos, espléndidas, de gracioso brillo. Después, la divina entre las diosas se
cubrió con un velo hermoso, nuevo, tan blanco como el sol, y calzó sus nítidos pies con
bellas sandalias. Y cuando hubo ataviado su cuerpo con todos los adornos, salió de la
estancia, y, llamando a Afrodita aparte de los dioses, hablóle en estos términos:
190 -¿Querrás complacerme, hija querida, en lo que yo te diga, o te negarás, irritada en
tu ánimo, porque yo protejo a los dánaos y tú a los troyanos?
193 Respondióle Afrodita, hija de Zeus:
194 -¡Hera, venerable diosa, hija del gran Crono! Di qué quieres; mi corazón me
impulsa a efectuarlo, si puedo hacerlo y ello es factible.
197 Contestóle dolosamente la venerable Hera:
198 -Dame el amor y el deseo con los cuales rindes a todos los inmortales y a los
mortales hombres. Voy a los confines de la fértil tierra para ver a Océano, padre de los
dioses, y a la madre Tetis, los cuales me recibieron de manos de Rea y me criaron y
educaron en su palacio, cuando el largovidente Zeus puso a Crono debajo de la tierra y
del mar estéril. Iré a visitarlos para dar fin a sus rencillas. Tiempo ha que se privan del
amor y del tálamo, porque la cólera anidó en sus corazones. Si apaciguara con mis
palabras su ánimo y lograra que reanudasen el amoroso consorcio, me llamarían siempre
querida y venerable.
2,1 Respondió de nuevo la risueña Afrodita:
212 -No es posible ni sería conveniente negarte lo que Aides, pues duermes en los
brazos del poderosísimo Zeus.
214 Dijo; y desató del pecho el cinto bordado, de variada labor, que encerraba todos los
encantos: hallábanse a11í el amor, el deseo, las amorosas pláticas y el lenguaje seductor
que hace perder el juicio a los más prudentes. Púsolo en las manos de Hera, y pronunció
estas palabras:
219-Toma y esconde en tu seno el bordado ceñidor donde todo se halla. Yo te aseguro
que no volverás sin haber logrado lo que tu corazón desea.
222 Así dijo. Sonrióse Hera veneranda, la de ojos de novilla; y, sonriente aún, escondió
el ceñidor en el seno.
224 Afrodita, hija de Zeus, volvió a su morada y Hera dejó en raudo vuelo la cima del
Olimpo, y, pasando por la Pieria y la deleitosa Ematia, salvó las altas y nevadas cumbres
de las montañas donde viven los jinetes tracios, sin que sus pies tocaran la tierra
descendió por el Atos al fluctuoso ponto y llegó a Lemnos, ciudad del divino Toante. Allí
se encontró con el Sueño, hermano de la Muerte, y, asiéndole de la diestra, le dijo estas
palabras:
233 -¡Sueño, rey de todos los dioses y de todos los hombres! Si en otra ocasión
escuchaste mi voz, obedéceme también ahora, y mi gratitud será perenne. Adormece los
brillantes ojos de Zeus debajo de sus párpados, tan pronto como, vencido por el amor, se
acueste conmigo. Te daré como premio un trono hermoso, incorruptible, de oro; y mi hijo
Hefesto, el cojo de ambos pies, te hará un escabel que te sirva para apoyar las nítidas
plantas, cuando asistas a los festines.
242 Respondióle el dulce Sueño:
243 -¡Hera, venerable diosa, hija del gran Crono! Fácilmente adormecería a cualquier
otro de los sempiternos dioses y aun a las corrientes del río Océano, del cual son oriundos
todos, pero no me acercaré ni adormeceré a Zeus Cronión, si él no lo manda. Me hizo
cuerdo tu mandato el día en que el muy animoso hijo de Zeus se embarcó en Ilio, después
de destruir la ciudad troyana. Entonces sumí en grato sopor la mente de Zeus, que lleva la
égida, difundiéndome suave en torno suyo; y tú, que intentabas causar daño a Heracles,
conseguiste que los vientos impetuosos soplaran sobre el ponto y lo llevaran a la
populosa Cos, lejos de sus amigos. Zeus despertó y encendióse en ira: maltrataba a los
dioses en el palacio, me buscaba a mí, y me hubiera hecho desaparecer, arrojándome del
éter al ponto, si la Noche, que rinde a los dioses y a los hombres, no me hubiese salvado;
lleguéme a ella huyendo, y aquél se contuvo, aunque irritado, porque temió hacer algo
que a la rápida Noche desagradara. Y ahora me mandas realizar otra cosa peligrosísima.
263 Respondióle Hera veneranda, la de ojos de novilla:
264 -Oh Sueño, ¿por qué en la mente revuelves tales cosas? ¿Crees que el largovidente
Zeus favorecerá tanto a los troyanos, como en la época en que se irritó protegía a su hijo
Heracles? Ea, ve y prometo darte, para que te cases con ella y lleve el nombre de esposa
tuya, la más joven de las Gracias [Pasitea, de la cual estás deseoso todos los días].
270 Así habló. Alegróse el Sueño, y respondió diciendo:
271 -Ea, jura por el agua inviolable de la Éstige, tocando con una mano la fértil tierra y
con la otra el brillante mar, para que sean testigos los dioses de debajo de la tierra que
están con Crono, que me darás la más joven de las Gracias, Pasitea, de la cual estoy
deseoso todos los días.
277 Así dijo. No desobedeció Hera, la diosa de los níveos brazos, y juró, como se le
pedía, nombrando a todos los dioses subtartáreos, llamados Titanes. Prestado el
juramento, partieron ocultos en una nube, dejaron atrás a Lemnos y la ciudad de Imbros,
y siguiendo con rapidez el camino llegaron a Lecto, en el Ida, abundante en manantiales y
criador de fieras; allí pasaron del mar a tierra firme, y anduvieron haciendo estremecer
debajo de sus pies la cima de los árboles de la selva. Detúvose el Sueño antes que los ojos
de Zeus pudieran verlo, y, encaramándose en un abeto altísimo que había nacido en el Ida
y por el aire llegaba al éter, se ocultó entre las ramas como la montaraz ave canora
llamada por los dioses calcis y por los hombres cymindis.
292 Hera subió ligera al Gárgaro, la cumbre más alta del Ida; Zeus, que amontona las
nubes, la vio venir; y apenas la distinguió, enseñoreóse de su prudente espíritu el mismo
deseo que, cuando gozaron las primicias del amor, acostándose a escondidas de sus
padres. Y así que la tuvo delante, le habló diciendo:
298 -¡Hera! ¿Adónde vas, que tan presurosa vienes del Olimpo, sin los caballos y el
carro que podrían conducirte?
300- Respondióle dolosamente la venerable Hera:
301- Voy a los confines de la fértil tierra, a ver a Océano, origen de los dioses, y a la
madre Tetis, que me recibieron de manos de Rea y me criaron y educaron en su palacio.
Iré a visitarlos para dar fin a sus rencillas. Tiempo ha que se privan del amor y del
tálamo, porque la cólera invadió sus corazones. Tengo al pie del Ida, abundante en
manantiales, los corceles que me llevarán por tierra y por mar, y vengo del Olimpo a
participártelo; no fuera que to irritaras si me encaminase, sin decírtelo, al palacio del
Océano, de profunda corriente.
312 Contestó Zeus, que amontona las nubes:
313 -¡Hera! Allá se puede ir más tarde. Ea, acostémonos y gocemos del amor. Jamás la
pasión por una diosa o por una mujer se difundió por mi pecho, ni me avasalló como
ahora: nunca he amado así, ni a la esposa de Ixión, que parió a Pintoo consejero igual a
los dioses; ni a Dánae Acrisiona, la de bellos talones, que dio a luz a Perseo, el más
ilustre de los hombres; ni a la celebrada hija de Fénix, que fue madre de Minos y de
Radamantis igual a un dios; ni a Sémele, ni a Alcmena en Teba, de la que tuve a
Heracles, de ánimo valeroso, y de Sémele a Dioniso, alegría de los mortales; ni a
Deméter, la soberana de hermosas trenzas; ni a la gloriosa Leto; ni a ti misma: con tal
ansia te amo en este momento y tan dulce es el deseo que de mí se apodera.
3-29 Replicóle dolosamente la venerable Hera:
3» -¡Terribilísimo Cronida! ¡Qué palabras proferiste! ¡Quieres acostarte y gozar del
amor en las cumbres del Ida, donde todo es patente! ¿Qué ocurriría si alguno de los
sempiternos dioses nos viese dormidos y lo manifestara a todas las deidades? Yo no
volvería a tu palacio al levantarme del lecho; vergonzoso fuera. Mas, si lo deseas y a tu
corazón le es grato, tienes la cámara que tu hijo Hefesto labró, cerrando la puerta con
sólidas tablas que encajan en el marco. Vamos a acostarnos allí, ya que el lecho apeteces.
341 Respondióle Zeus, que amontona las nubes:
342 -¡Hera! No temas que nos vea ningún dios ni hombre: te cubriré con una nube
dorada que ni el Sol, con su luz, que es la más penetrante de todas, podría atravesar para
mirarnos.
346 Dijo, y el hijo de Crono estrechó en sus brazos a la esposa. La divina tierra produjo
verde hierba, loto fresco, azafrán y jacinto espeso y tierno para levantarlos del suelo.
Acostáronse allí y cubriéronse con una hermosa nube dorada, de la cual caían lucientes
gotas de rocío.
352 Tan tranquilamente dormía el padre sobre el alto Gárgaro, vencido por el sueño y
el amor y abrazado con su esposa. El dulce Sueño corrió hacia las naves aqueas para
llevar la noticia al que ciñe y bate la tierra; y, deteniéndose cerca de él, pronunció estas
aladas palabras:
357 -¡Posidón! Socorre pronto a los dánaos y dales gloria, aunque sea breve, mientras
duerme Zeus, a quien he sumido en dulce letargo, después que Hera, engañándole, logró
que se acostara para gozar del amor.
361 Dicho esto, fuese hacia las ínclitas tribus de los hombres. Y Posidón, más incitado
que antes a socorrer a los dánaos, saltó en seguida a las primeras filas y les exhortó
diciendo:
364 -¡Argivos! ¿Cederemos nuevamente la victoria a Héctor Priámida, para que se
apodere de los bajeles y alcance gloria? Así se lo figura él y de ello se jacta, porque
Aquiles permanece en las cóncavas naves con el corazón irritado. Pero Aquiles no hará
gran falta, si los demás procuramos auxiliarnos mutuamente. Pero, ea, procedamos todos
como voy a decir. Embrazad los escudos mayores y más fuertes que haya en el ejército,
cubríos la cabeza con el refulgente casco, coged las picas más largas, y pongámonos en
marcha: yo iré delante, y no creo que Héctor Priámida, por enardecido que esté, se atreva
a esperarnos. Y el varón, que siendo bravo, tenga un escudo pequeño para proteger sus
hombros, déselo al menos valiente y tome otro mejor.
378 Así dijo, y ellos le escucharon y obedecieron. Los mismos reyes -el Tidida, Ulises
y el Atrida Agamenón-, sin embargo de estar heridos, los pusieron en orden de batalla, y,
recorriendo las hileras, hacían el cambio de las marciales armas. El esforzado tomaba las
más fuertes y daba las peores al que le era inferior. Tan pronto como hubieron vestido el
luciente bronce, se pusieron en marcha: precedíales Posidón, que sacude la tierra,
llevando en la robusta mano una espada terrible, larga y puntiaguda, que parecía un
relámpago; y a nadie le era posible luchar con el dios en el funesto combate, porque el
temor se to impedía a todos.
388 Por su parte, el esclarecido Héctor puso en orden a los troyanos. Y Posidón, el de
cerúlea cabellera, y el preclaro Héctor, auxiliando éste a los troyanos y aquél a los
argivos, extendieron el campo de la terrible pelea. El mar, agitado, llegó hasta las tiendas
y naves de los argivos, y los combatientes se embistieron con gran alboroto. No braman
tanto las olas del mar cuando, levantadas por el soplo terrible del Bóreas, se rompen en la
tierra; ni hace tanto estrépito el ardiente fuego en la espesura del monte, al quemarse una
selva; ni suena tanto el viento en las altas copas de las encinas, si arreciando muge;
cuánto fue el griteno de troyanos y aqueos en el momento en que, vociferando de un
modo espantoso, vinieron a las manos.
402 El preclaro Héctor arrojó el primero la lanza a Ayante, que contra él arremetía, y
no le erró; pero acertó a darle en el sitio en que se cruzaban sobre el pecho la correa del
escudo y el tahalí de la espada, guarnecida con argénteos clavos, y ambos protegieron el
delicado cuerpo. Irritóse Héctor porque la lanza había sido arrojada inútilmente por su
mano, y retrocedió hacia el grupo de sus amigos para evitar la muerte. El gran Ayante
Telamonio, al ver que Héctor se retiraba, cogió una de las muchas piedras que servían
para calzar las naves y rodaban entonces entre los pies de los combatientes, y con ella le
hirió en el pecho, por cima del escudo, junto a la garganta; la piedra, lanzada con ímpetu,
giraba como un torbellino. Como viene a tierra la encina arrancada de raíz por el. rayo del
padre Zeus, despidiendo un fuerte olor de azufre, y el que se halla cerca desfallece, pues
el rayo del gran Zeus es formidable, de igual manera, el robusto Héctor dio consigo en el
suelo y cayó en el polvo: la pica se le fue de la mano, quedaron encima de él escudo y
casco, y la armadura de labrado bronce resonó en torno del cuerpo. Los aqueos corrieron
hacia Héctor, dando recias voces, con la esperanza de arrastrarlo a su campo; mas,
aunque arrojaron muchas lanzas, no consiguieron herir al pastor de hombres, ni de cerca
ni de lejos, porque fue rodeado por los más valientes troyanos -Polidamante, Eneas, el
divino Agenor, Sarpedón, caudillo de los licios, y el eximio Glauco-, y los otros tampoco
le abandonaron, pues se pusieron delante con sus rodelas. Los amigos de Héctor lo
levantaron en brazos, sacáronlo del combate, condujéronle adonde tenía los ágiles
corceles con el labrado carro y el auriga, y se lo llevaron hacia la ciudad, mientras daba
profundos suspiros.
433 Mas, al llegar al vado del voraginoso Janto, río de hermosa corriente que el
inmortal Zeus engendró, bajaron a Héctor del carro y le rociaron el rostro con agua: el
héroe cobró los perdidos espíritus, miró a lo alto, y, poniéndose de rodillas, tuvo un
vómito de negra sangre; luego cayó de espaldas, y la noche obscura cubrió sus ojos,
porque aún tenía débil el ánimo a consecuencia del golpe recibido.
440 Los argivos, cuando vieron que Héctor se ausentaba, arremetieron con más ímpetu
a los troyanos, y sólo pensaron en combatir. Entonces el veloz Ayante de Oileo fue el primero
que, acometiendo con la puntiaguda lanza, hirió a Satnio Enópida, a quien una
náyade había tenido de Énope, mientras éste apacentaba rebaños a orillas del Satnioente;
Ayante Oilíada, famoso por su lanza, llegóse a él, le hirió en el ijar y le tumbó de
espaldas; y, en torno del cadáver, troyanos y dánaos trabaron un duro combate. Fue a
vengarle Polidamante Pantoida, hábil en blandir la lanza; e hirió en el hombro derecho a
Protoenor, hijo de Areílico: la impetuosa lanza atravesó el hombro, y el guerrero,
cayendo en el polvo, cogió el suelo con sus manos. Y Polidamante exclamó con gran
jactancia y a voz en grito:
454 -No creo que el brazo robusto del valeroso Pantoida haya despedido la lanza en
vano; algún argivo la recibió en su cuerpo, y me figuro que le servirá de báculo para apoyarse
en ella y descender a la morada de Hades.
458 Así dijo. Sus jactanciosas palabras apesadumbraron a los argivos y conmovieron el
corazón del aguerrido Ayante Telamoníada, a cuyo lado cayó Protoenor. En el acto arrojó
Ayante una reluciente lanza a Polidamante, que se retiraba; éste dio un salto oblicuo y
evitóla, librándose de la negra muerte; pero en cambio la recibió Arquéloco, hijo de Anténor,
a quien los dioses habían destinado a morir: la lanza se clavó en la unión de la
cabeza con el cuello, en la extremidad de la vértebra, y cortó ambos ligamentos; cayó el
guerrero, y cabeza, boca y narices llegaron al suelo antes que las piernas y las rodillas. Y
Ayante, vociferando, al eximio Polidamante le decía:
470 -Reflexiona, oh Polidamante, y dime sinceramente: ¿La muerte de ese hombre no
compensa la de Protoenor? No parece vil, ni de viles nacido, sino hermano o hijo de
Anténor, domador de caballos, pues tiene el mismo aire de familia.
475 Así dijo, porque le conocía bien; y a los troyanos se les llenó el corazón de pesar.
Entonces Acamante, que se hallaba junto al cadáver de su hermano para protegerlo,
envasó la lanza a Prómaco, el beocio, cuando éste cogía por los pies al muerto a intentaba
llevárselo. Y en seguida jactóse Acamante grandemente, dando recias voces:
479 -¡Argivos que sólo con el arco sabéis combatir y nunca os cansáis de proferir
amenazas! El trabajo y los pesares no han de ser solamente para nosotros, y algún día
recibiréis la muerte de este mismo modo. Mirad a Prómaco, que yace en el suelo, vencido
por mi lanza, para que la venganza por la muerte de un hermano no sufra dilación. Por
esto el hombre que es víctima de alguna desgracia, anhela dejar un hermano que pueda
vengarle.
486 Así dijo. Sus jactanciosas frases apesadumbraron a los argivos y conmovieron el
corazón del aguerrido Penéleo, que arremetió contra Acamante; el cual no aguardó la
acometida del rey Penéleo. Éste hirió a Ilioneo, hijo único que a Forbante -hombre rico
en ovejas y amado sobre todos los troyanos por Hermes, que le dio muchos bienes- su
esposa le había parido: la lanza, penetrando por debajo de una ceja, le arrancó la pupila,
le atravesó el ojo y salió por la nuca, y el guerrero vino al suelo con los brazos abiertos.
Penéleo, desnudando la aguda espada, le cercenó la cabeza, que cayó a tierra con el
casco; y, como la fornida lanza seguía clavada en el ojo, cogióla, levantó la cabeza cual si
fuese una flor de adormidera, la mostró a los troyanos y, blasonando del triunfo, dijo:
501 -¡Teucros! Decid en mi nombre a los padres del ilustre Ilioneo que le lloren en su
palacio; ya que tampoco la esposa de Prómaco Alegenórida recibirá con alegre rostro a su
marido cuando, embarcándonos, nos vayamos de Troya los aqueos.
506 Así habló. A todos les temblaban las carnes de miedo, y cada cual buscaba adónde
huir para librarse de una muerte espantosa.
508 Decidme ahora, Musas, que poseéis olímpicos palacios, cuál fue el primer aqueo
que alzó del suelo cruentos despojos, cuando el ilustre Posidón, que bate la tierra, inclinó
el combate en favor de los aqueos.
511 Ayante Telamonio, el primero, hirió a Hirtio Girtíada; Antíloco hizo perecer a
Falces y a Mérmero, despojándolos luego de las armas; Meriones mató a Moris a
Hipotión; Teucro quitó la vida a Protoón y Perifetes; y el Atrida hirió en el ijar a
Hiperenor, pastor de hombres: el bronce atravesó los intestinos, el alma salió presurosa
por la herida, y la obscuridad cubrió los ojos del guerrero. Y el veloz Ayante, hijo de
Oileo, mató a muchos; porque nadie le igualaba en perseguir a los guerreros
aterrorizados, cuando Zeus los ponía en fuga.
CANTO XV*
Nueva ofensiva desde las naves
* Zeus se despierta, y Apolo lleva a los troyanos a las posiciones de antes de la intervención de Posidón:
dentro del campamento aqueo. Guiados por Zeus atacan las naves aqueas y les ponen en fuga.
1 Cuando los troyanos hubieron atravesado en su huida el foso y la estacada, muriendo
muchos a manos de los dánaos, llegaron al sitio donde tenían los corceles a hicieron alto
amedrentados y pálidos de miedo. En aquel instante despertó Zeus en la cumbre del Ida,
al lado de Hera, la de áureo trono. Levantóse y vio a los troyanos perseguidos por los
aqueos, que los ponían en desorden, y, entre éstos, al soberano Posidón. Vio también a
Héctor tendido en la llanura y rodeado de amigos, jadeante, privado de conocimiento, voEste
mitando sangre; que no fue el más débil de los aqueos quien le causó la herida. El padre
de los hombres y de los dioses, compadeciéndose de él, miró con torva y terrible faz a
Hera, y así le dijo:
14 -Tu engaño, Hera maléfica a incorregible, ha hecho que Héctor dejara de combatir y
que sus tropas se dieran a la fuga. No sé si castigarte con azotes, para que seas la primera
en gozar de tu funesta astucia. ¿Por ventura no te acuerdas de cuando estuviste colgada en
lo alto y puse en tus pies sendos yunques, y en tus manos áureas a inquebrantables
esposas? Te hallabas suspendida en medio del éter y de las nubes, los dioses del vasto
Olimpo te rodeaban indignados, pero no podían desatarte -si entonces llego a coger a alguno,
le arrojo de estos umbrales y llega a la tierra casi sin vida- y yo no lograba echar
del corazón el continuo pesar que sentía por el divino Heracles, a quien tú, promoviendo
una tempestad con el auxilio del viento Bóreas, arrojaste con perversa intención al mar
estéril y llevaste luego a la populosa Cos; a11í le libré de los peligros y le conduje
nuevamente a Argos, criadora de caballos, después que hubo padecido muchas fatigas. Te
to recuerdo para que pongas fin a tus engaños y sepas si to será provechoso haber venido
de la mansión de los dioses a burlarme con los goces del amor.
34 Así dijo. Estremecióse Hera veneranda, la de ojos de novilla, y hablándole
pronunció estas aladas palabras:
36 -Sean testigos la Tierra y el anchuroso Cielo y el agua de la Éstige, de subterránea
corriente -que es el juramento mayor y más terrible para los bienaventurados dioses-, y tu
cabeza sagrada y nuestro tálamo nupcial, por el que nunca juraría en vano: No es por mi
consejo que Posidón, el que sacude la tierra, daña a los troyanos y a Héctor y auxilia a los
otros; quizás su mismo ánimo le incita a impele, y ha debido compadecerse de los aqueos
al ver que son derrotados junto a las naves. Mas yo aconsejana a Posidón que fuera por
donde tú, el de las sombrías nubes, le mandaras.
47 Así dijo. Sonrióse el padre de los hombres y de los dioses, y le respondió con estas
aladas palabras:
49 -Si tú, Hera veneranda, la de ojos de novilla, cuando te sientas entre los inmortales
estuvieras de acuerdo conmigo, Posidón, aunque otra cosa mucho deseara, acomodaría
muy pronto su modo de pensar al nuestro. Pero, si en este momento hablas franca y
sinceramente, ve a la mansión de los dioses y manda venir a Iris y a Apolo, famoso por su
arco; para que aquélla, encaminándose al ejército de los aqueos, de corazas de bronce,
diga al soberano Posidón que cese de combatir y vuelva a su palacio; y Febo Apolo incite
a Héctor a la pelea, le infunda valor y le haga olvidar los dolores que le oprimen el
corazón, a fin de que rechace nuevamente a los aqueos, los cuales llegarán en cobarde
fuga a las naves, de muchos bancos, del Pelida Aquiles. Éste enviará a la lid a su
compañero Patroclo, que morirá, herido por la lanza del preclaro Héctor, cerca de Ilio,
después de quitar la vida a muchos jóvenes, y entre ellos al divino Sarpedón, mi hijo.
Irritado por la múerte de Patroclo, el divino Aquiles matará a Héctor. Desde aquel
instante haré que los troyanos sean perseguidos continuamente desde las naves, hasta que
los aqueos tomen la excelsa Ilio. Y no cesará mi enojo, ni dejaré que ningún inmortal
socorra a los dánaos, mientras no se cumpla el voto del Pelida, como lo prometí,
asintiendo con la cabeza, el día en que la diosa Tetis abrazó mis rodillas y me suplicó que
honrase a Aquiles, asolador de ciudades.
78 Así dijo. Hera, la diosa de los níveos brazos, no fue desobediente, y pasó de los
montes ideos al vasto Olimpo. Como corre veloz el pensamiento del hombre que, habiendo
viajado por muchas tierras, las recuerda en su reflexivo espíritu, y dice «estuve aquí o
a11í» y revuelve en la mente muchas cosas, tan rápida y presurosa volaba la venerable
Hera, y pronto llegó al excelso Olimpo. Los dioses inmortales, que se hallaban reunidos
en el palacio de Zeus, levantáronse al verla y le ofrecieron copas de néctar. Y Hera,
rehusando las demás, aceptó la que le presentaba Temis, la de hermosas mejillas, que fue
la primera que corrió a su encuentro, y hablándole le dijo estas aladas palabras:
90 -¡Hera! ¿Por qué vienes con esa cara de espanto? Sin duda te atemorizó tu esposo, el
hijo de Crono.
92 Respondióle Hera, la diosa de los níveos brazos:
93 -No me lo preguntes, diosa Temis; tú misma sabes cuán soberbio y despiadado es el
ánimo de Zeus. Preside tú en el palacio el festín de los dioses, y oirás con los demás
inmortales qué desgracias anuncia Zeus; figúrome que nadie, sea hombre o dios, se
regocijará en el alma por más alegre que esté en el banquete.
100 Dichas estas palabras, sentóse la venerable Hera. Afligiéronse los dioses en la
morada de Zeus. Aquélla, aunque con la sonrisa en los labios, no mostraba alegría en la
frente, sobre las negras cejas. E indignada, exclamó:
104 -¡Cuán necios somos los que tontamente nos irritamos contra Zeus! Queremos
acercarnos a él y contenerlo con palabras o por medio de la violencia; y él, sentado
aparte, ni de nosotros hace caso, ni se le da nada, porque dice que en fuerza y poder es
muy superior a todos los dioses inmortales. Por tanto sufrid los infortunios que
respectivamente os envíe. Creo que al impetuoso Ares le ha ocurrido ya una desgracia;
pues murió en la pelea Ascálafo, a quien amaba sobre todos los hombres y reconocía por
su hijo.
113 Así habló. Ares bajó los brazos, golpeóse los muslos, y suspirando dijo:
115 -No os irritéis conmigo, vosotros los que habitáis olímpicos palacios, si voy a las
naves de los aqueos para vengar la muerte de mi hijo; iría, aunque el destino hubiese
dispuesto que me cayera encima el rayo de Zeus, dejándome tendido con los muertos,
entre sangre y polvo.
119 Dijo, y mandó al Terror y a la Fuga que uncieran los caballos, mientras vestía las
refulgentes armas. Mayor y más terrible hubiera sido entonces el enojo y la ira de Zeus
contra los inmortales; pero Atenea, temiendo por todos los dioses, se levantó del trono,
salió por el vestíbulo y, quitándole a Ares de la cabeza el casco, de la espalda el escudo y
de la robusta mano la pica de bronce, que apoyó contra la pared, dirigió al impetuoso dios
estas palabras:
128-¡Loco, insensato! ¿Quieres perecer? En vano tienes oídos para oír, o has perdido la
razón y la vergüenza. ¿No oyes lo que dice Hera, la diosa de los níveos brazos, que acaba
de ver a Zeus olímpico? ¿O deseas, acaso, tener que regresar al Olimpo a viva fuerza,
triste y habiendo padecido muchos males, y causar gran daño a los otros dioses? Porque
Zeus dejará en seguida a los altivos troyanos y a los aqueos, vendrá al Olimpo a
promover tumulto entre nosotros, y castigará así al culpable como al inocente. Por esta
razón te exhorto a templar tu enojo por la muerte del hijo. Algún otro superior a él en
valor y fuerza ha muerto o morirá, porque es difícil conservar todas las familias de los
hombres y salvar a todos los individuos.
142 Dicho esto, condujo a su asiento al furibundo Ares. Hera llamó afuera del palacio a
Apolo y a Iris, la mensajera de los inmortales dioses, y les dijo estas aladas palabras:
146 -Zeus os manda que vayáis al Ida lo antes posible y, cuando hubiereis llegado a su
presencia, haced lo que os encargue y ordene.
149 La venerable Hera, apenas acabó de hablar, volvió al palacio y se sentó en su trono.
Ellos bajaron en raudo vuelo al Ida, abundante en manantiales y criador de fieras, y hallaron
al largovidente Cronida sentado en la cima del Gárgaro, debajo de olorosa nube. Al
llegar a la presencia de Zeus, que amontona las nubes, se detuvieron; y Zeus, al verlos, no
se irritó, porque habían obedecido con presteza las órdenes de la querida esposa. Y,
hablando primero con Iris, profirió estas aladas palabras:
158 -¡Anda, ve, rápida Iris! Anuncia esto al soberano Posidón y no seas mensajera
falaz: Mándale que, cesando de pelear y combatir, se vaya a la mansión de los dioses o al
mar divino. Y si no quiere obedecer mis palabras y las desprecia, reflexione en su mente
y en su corazón si, aunque sea poderoso, se atreverá a esperarme cuando me dirija contra
él, pues le aventajo mucho en fuerza y edad, por más que en su ánimo no tema decirse
igual a mí, a quien todos temen.
168 Así dijo. La veloz Iris, de pies veloces como el viento, no desobedeció; y bajó de
los montes ideos a la sagrada Ilio. Como cae de las nubes la nieve o el helado granizo, a
impulso del Bóreas, nacido en el éter; tan rápida y presurosa volaba la ligera Iris; y,
deteniéndose cerca del ínclito Posidón, así le dijo:
174 -Vengo, oh Posidón, el de cerúlea cabellera, que ciñes la tierra, a traerte un mensaje
de parte de Zeus, que lleva la égida. Te manda que, cesando de pelear y combatir, te
vayas a la mansión de los dioses o al mar divino. Y si no quieres obedecer sus palabras y
las desprecias, te amenaza con venir a luchar contigo y te aconseja que evites sus manos;
porque dice que te supera mucho en fuerza y edad, por más que en tu ánimo no temas
decirte igual a él, a quien todos temen.
184 Respondióle muy indignado el ínclito Posidón, que bate la tierra:
183 -¡Oh dioses! Con soberbia habla, aunque sea valiente, si dice que me sujetará por
fuerza y contra mi querer a mí, que disfruto de sus mismos honores. Tres somos los hermanos
hijos de Crono, a quienes Rea dio a luz: Zeus, yo y el tercero Hades, que reina en
los infiernos. Todas las cosas se agruparon en tres porciones, y cada uno de nosotros participó
del mismo honor. Yo saqué a la suerte habitar constantemente en el espumoso mar,
tocáronle a Hades las tinieblas sombrías, correspondió a Zeus el anchuroso cielo en
medio del éter y las nubes; pero la tierra y el alto Olimpo son de todos. Por tanto, no
procederé según lo decida Zeus; y éste, aunque sea poderoso, permanezca tranquilo en la
tercia parte que le pertenece. No pretenda asustarme con sus manos como si tratase con
un cobarde. Mejor fuera que con esas vehementes palabras riñese a los hijos a hijas que
engendró, pues éstos tendrían que obedecer necesariamente to que les ordenare.
200 Replicó la veloz Iris, de pies veloces como el viento:
201 -¿He de llevar a Zeus, oh Posidón, de cerúlea cabellera, que ciñes la tierra, una
respuesta tan dura y fuerte? ¿No querrías modificarla? La mente de los sensatos es flexible.
Ya sabes que las Erinias se declaran siempre por los de más edad.
205 Contestó Posidón, que sacude la tierra:
206 -¡Diosa Iris! Muy oportuno es cuanto acabas de decir. Bueno es que el mensajero
comprenda to que es conveniente. Pero el pesar me llega al corazón y al alma, cuando
aquél quiere increpar con iracundas voces a quien el hado hizo su igual en suerte y
destino. Ahora cederé, aunque estoy irritado. Mas to diré otra cosa y haré una amenaza:
Si a despecho de mí, de Atenea, que impera en las batallas, de Hera, de Hermes y del rey
Hefesto, conservare la excelsa Ilio a impidiere que, destruyéndola, alcancen los argivos
una gran victoria, sepa que nuestra ira será implacable.
218 Cuando esto hubo dicho, el dios que bate la tierra desamparó a los aqueos y se
sumergió en el mar; pronto los héroes aqueos le echaron de menos. Entonces Zeus, que
amontona las nubes, dijo a Apolo:
221 -Ve ahora, querido Febo, a encontrar a Héctor, el de broncíneo casco. Ya el que
ciñe y bate la tierra se fue al mar divino, para librarse de mi terrible cólera; pues hasta los
dioses que están en torno de Crono, debajo de la tierra, hubieran oído el estrépito de
nuestro combate. Mucho mejor es para mí y para él que, temeroso, haya cedido a mi
fuerza, porque no sin sudor se hubiera efectuado la lucha. Ahora, toma en tus manos la
égida floqueada, agítala, y espanta a los héroes aqueos, y luego, cuídate, oh tú que hieres
de lejos, del esclarecido Héctor a infúndele gran vigor, hasta que los aqueos lleguen,
huyendo, a las naves y al Helesponto. Entonces pensaré to que fuere conveniente hacer o
decir para que los aqueos respiren de sus cuitas.
236 Así dijo, y Apolo no desobedeció a su padre. Descendió de los montes ideos,
semejante al gavilán que mata a las palomas y es la más veloz de las aves, y halló al
divino Héctor, hijo del belicoso Príamo, ya no postrado en el suelo, sino sentado: iba
cobrando ánimo y aliento, y reconocía a los amigos que le circundaban, porque el ahogo
y el sudor habían cesado desde que Zeus, que lleva la égida, decidió animar al héroe.
Apolo, el que hiere de lejos, se detuvo a su lado y le dijo:
244 -¡Héctor, hijo de Príamo! ¿Por qué te encuentro sentado, lejos de los demás y
desfallecido? ¿Te abruma algún pesar?
246 Con lánguida voz respondióle Héctor, el de tremolante casco:
247-¿Quién eres tú, oh el mejor de los dioses, que vienes a mi presencia y me
interrogas? ¿No sabes que Ayante, valiente en la pelea, me hirió en el pecho con una
piedra, mientras yo mataba a sus compañeros junto a las naves de los aqueos, a hizo
desfallecer mi impetuoso valor? Figurábame que vena hoy mismo a los muertos y la
morada de Hades, porque ya iba a exhalar el alma.
253 Contestó el soberano Apolo, que hiere de lejos:
254-Cobra ánimo. El Cronión te manda desde el Ida como defensor, para asistirte y
ayudarte, a Febo Apolo, el de la áurea espada; a mí, que ya antes protegía tu persona y tu
excelsa ciudad. Ea, ordena a tus muchos caudillos que guíen los veloces caballos hacia
las cóncavas naves; y yo, marchando a su frente, allanaré el camino a los corceles y pondré
en fuga a los héroes aqueos.
262 Dijo, a infundió un gran vigor al pastor de hombres. Como el corcel avezado a
bañarse en la cristalina corriente de un río, cuando se ve atado en el establo come la cebada
del pesebre, y rompiendo el ronzal sale trotando por la llanura, yergue orgulloso la
cerviz, ondean las crines sobre su cuello y ufano de su lozanía mueve ligero las rodillas
encaminándose al sitio donde los caballos pacen, tan ligeramente movía Héctor pies y
rodillas, exhortando a los capitanes, después que oyó la voz de Apolo. Así como, cuando
perros y pastores persiguen a un cornígero ciervo o a una cabra montés que se refugia en
escarpada roca o umbría selva, porque no estaba decidido por el hado que el animal fuese
cogido; si, atraído por la gritería, se presenta un melenudo león, a todos los pone en fuga
a pesar de su empeño; así también los dánaos avanzaban en tropel, hiriendo a sus
enemigos con espadas y lanzas de doble filo; mas, al notar que Héctor recorna las hileras
de los suyos, turbáronse y a todos se les cayó el alma a los pies.
281 Entonces Toante, hijo de Andremón y el más señalado de los etolios -era diestro en
arrojar el dardo, valiente en el combate a pie firme y pocos aqueos vencíanle en el ágora
cuando los jóvenes contendían sobre la elocuencia-, benévolo les arengó diciendo:
286 -¡Oh dioses! Grande es el prodigio que a mi vista se ofrece. ¡Cómo Héctor,
librándose de las parcas, se ha vuelto a levantar! Gran esperanza teníamos de que hubiese
sido muerto por Ayante Telamoníada; pero algún dios protegió y salvó nuevamente a
Héctor, que ha quebrado las rodillas de muchos dánaos, como ahora volverá a hacerlo
también, pues no sin la voluntad de Zeus tonante aparece tan resuelto al frente de sus
tropas. Ea, procedamos todos como voy a decir. Ordenemos a la muchedumbre que
vuelva a las naves, y cuantos nos gloriamos de ser los más valientes permanezcamos aquí
y rechacémosle, yendo a su encuentro con las picas levantadas. Creo que, por
embravecido que tenga el corazón, temerá penetrar por entre los dánaos.
300 Así dijo, y ellos le escucharon y obedecieron. Ayante, el rey Idomeneo, Teucro,
Meriones y Meges, igual a Ares, llamando a los más valientes, los dispusieron para la
batalla contra Héctor y los troyanos; y la turba se retiró a las naves aqueas.
306 Los troyanos acometieron apiñados, siguiendo a Héctor, que marchaba con
arrogante paso. Delante del héroe iba Febo Apolo, cubierto por una nube, con la égida
impetuosa, terrible, hirsuta, magnífica, que Hefesto, el broncista, diera a Zeus para que
llevándola amedrentara a los hombres. Con ella en la mano, Apolo guiaba a las tropas.
311 Los argivos, apiñados también, resistieron el ataque. Levantóse en ambos ejércitos
aguda gritería, las flechas saltaban de las cuerdas de los arcos y audaces manos arrojaban
buen número de lanzas, de las cuales unas pocas se hundían en el cuerpo de los jóvenes
poseídos de marcial furor, y las demás clavábanse en el suelo; entre los dos campos, antes
de llegar a la blanca carne de que estaban codiciosas. Mientras Febo Apolo tuvo la égida
inmóvil, los tiros alcanzaban por igual a unos y a otros, y los hombres caían. Mas así que
la agitó frente a los dánaos, de ágiles corceles, dando un fortísimo grito, debilitó el ánimo
en los pechos de los aqueos y logró que se olvidaran de su impetuoso valor. Como ponen
en desorden una vacada o un hato de ovejas dos fieras que se presentan muy entrada la
obscura noche, cuando el guardián está ausente, de la misma manera, los aqueos huían
desanimados, porque Apolo les infundió terror y dio gloria a Héctor y a los troyanos.
328 Entonces, ya extendida la batalla, cada caudillo troyano mató a un hombre. Héctor
dio muerte a Estiquio y a Arcesilao: éste era caudillo de los beocios, de broncíneas
corazas; el otro, compañero fiel del magnánimo Menesteo. Eneas hizo perecer a Medonte
y a Jaso; de los cuales el primero era hijo bastardo del divino Oileo y hermano de Ayante,
y habitaba en Fílace, lejos de su patria, por haber muerto a un hermano de su madrastra
Eriópide, y Jaso, caudillo de los atenienses, era conocido como hijo de Esfelo Bucólida.
Polidamante quitó la vida a Mecisteo, Polites a Equio al trabarse el combate, y el divino
Agenor a Clonio. Y Paris arrojó su lanza a Deíoco, que huía por entre los combatientes
delanteros; le hirió en la extremidad del hombro, y el bronce salió al otro lado.
343 En tanto que los troyanos despojaban de las armas a los muertos, los aqueos,
arrojándose al foso y a la estacada, huían por todas partes y penetraban en el muro,
constreñidos por la necesidad. Y Héctor exhortaba a los troyanos, diciendo a voz en grito:
347 -Arrojaos a las naves y dejad los cruentos despojos. Al que yo encuentre lejos de
los bajeles, a11í mismo le daré muerte, y luego sus hermanos y hermanas no le
entregarán a las llamas, sino que lo despedazarán los perros fuera de la ciudad.
352 En diciendo esto, azotó con el látigo el lomo de los caballos; y, mientras atravesaba
las filas, animaba a los troyanos. Éstos, dando amenazadores gritos, guiaban los corceles
de los carros con fragor inmenso; y Febo Apolo, que iba delante, holló con sus pies las
orillas del foso profundo, echó la tierra dentro y formó un camino largo y tan ancho como
la distancia que media entre el hombre que arroja una lanza para probar su fuerza y el
sitio donde la misma cae. Por allí se extendieron en buen orden; y Apolo, que con la
égida preciosa iba a su frente, derribaba el muro de los aqueos, con la misma facilidad
con que un niño, jugando en la playa, desbarata con los pies y las manos to que de arena
había construido. Así tú, Febo, que hieres de lejos, destruías la obra que había costado a
los aqueos muchos trabajos y fatigas, y a ellos los ponías en fuga.
367 Los aqueos no pararon hasta las naves, y a11í se animaban unos a otros, y con los
brazos alzados, profiriendo grandes voces, imploraban el auxilio de las deidades. Y
especialmente Néstor gerenio, protector de los aqueos, oraba levantando las manos al
estrellado cielo:
372 -¡Padre Zeus! Si alguien en Argos, abundante en trigales, quemó en to obsequio
pingües muslos de buey o de oveja, y to pidió que lograra volver a su patria, y tú se lo
prometiste asintiendo; acuérdate de ello, oh Olímpico, aparta de nosotros el día funesto, y
no permitas que los aqueos sucumban a manos de los troyanos.
377 Así dijo rogando. El próvido Zeus atendió las preces del anciano Nelida, y tronó
fuertemente.
379 Los troyanos, al oír el trueno de Zeus, que lleva la égida, arremetieron con más
furia a los argivos, y sólo en combatir pensaron. Como las olas del vasto mar salvan el
costado de una nave y caen sobre ella, cuando el viento arrecia y las levanta a gran altura,
así los troyanos pasaron el muro, e, introduciendo los carros, peleaban junto a las popas
con lanzas de doble filo; mientras los aqueos, subidos en las negras naves, se defendían
con pértigas largas, fuertes, de punta de bronce, que para los combates navales llevaban
en aquéllas.
390 Mientras aqueos y troyanos combatieron cerca del muro, lejos de las veleras naves,
Patroclo permaneció en la tienda del bravo Eurípilo, entreteniéndole con la conversación
y curándole la grave herida con drogas que mitigaron los acerbos dolores. Mas, al ver que
los troyanos asaltaban con ímpetu el muro y se producía clamoreo y fuga entre los
dánaos, gimió; y, bajando los brazos, golpeóse los muslos, suspiró y dijo:
399 -¡Eurípilo! Ya no puedo seguir aquí, aunque me necesites, porque se ha trabado
una gran batalla. Te cuidará el escudero, y yo volveré presuroso a la tienda de Aquiles
para incitarle a pelear. ¿Quién sabe si con la ayuda de algún dios conmoveré su ánimo?
Gran fuerza tiene la exhortación de un compañero.
405 Dijo, y salió. Los aqueos sostenían firmemente la acometida de los troyanos, pero,
aunque éstos eran menos, no podían rechazarlos de las naves; y tampoco los troyanos lograban
romper las falanges de los dánaos y entrar en sus tiendas y bajeles. Como la
plomada nivela el mástil de un navío en manos del hábil constructor que conoce bien su
arte por habérselo enseñado Atenea, de la misma manera andaba igual el combate y la
pelea, y unos luchaban en torno de unas naves y otros alrededor de otras.
415 Héctor fue a encontrar al glorioso Ayante; y, luchando los dos por una nave, ni
aquél conseguía arredrar a éste y pegar fuego a los bajeles, ni éste lograba rechazar a
aquél, a quien un dios había acercado al campamento. Entonces el esclarecido Ayante dio
una lanzada en el pecho a Calétor, hijo de Clito, que iba a echar fuego en un barco: el
troyano cayó con estrépito, y la tea desprendióse de su mano. Y Héctor, como viera con
sus ojos que su primo caía en el polvo delante de la negra nave, exhortó a troyanos y
licios, diciendo a grandes voces:
425 -¡Troyanos, licios, dárdanos, que cuerpo a cuerpo peleáis! No dejéis de combatir en
esta angostura; defended el cuerpo del hijo de Clito, que cayó en la pelea junto a las naves,
para que los aqueos no lo despojen de las armas.
429 Dichas estas palabras, arrojó a Ayante la luciente pica y erró el tiro; pero, en
cambio, hirió a Licofrón de Citera, hijo de Mástor y escudero de Ayante, en cuyo palacio
vivía desde que en aquella ciudad mató a un hombre: el agudo bronce penetró en la
cabeza por encima de una oreja; y el guerrero, que se hallaba junto a Ayante, cayó de
espaldas desde la nave al polvo de la tierra, y sus miembros quedaron sin vigor.
Estremecióse Ayante, y dijo a su hermano:
437 -¡Querido Teucro! Nos han muerto al Mastórida, el compañero flel a quien
honrábamos en el palacio como a nuestros padres, desde que vino de Citera. El
magnánimo Héctor le quitó la vida. Pero ¿dónde tienes las mortíferas flechas y el arco
que to dio Febo Apolo?
442 Así dijo. Oyóle Teucro y acudió corriendo, con el flexible arco y el carcaj lleno de
flechas; y una vez a su lado, comenzó a disparar saetas contra los troyanos. E hirió a
Clito, preclaro hijo de Pisénor y compañero del ilustre Polidamante Pantoida, que con las
riendas en la mano dirigía los corceles adonde más falanges en montón confuso se
agitaban, para congraciarse con Héctor y los troyanos; pero pronto ocurrióle la desgracia,
de que nadie, por más que lo deseara, pudo librarle: la dolorosa flecha se le clavó en el
cuello por detrás; el guerrero cayó del carro, y los corceles retrocedieron arrastrando con
estrépito el carro vacío. Al notarlo Polidamante, su dueño, se adelantó y los detuvo;
entrególos a Astínoo, hijo de Protiaón, con el encargo de que los tuviera cerca, y se mezcló
de nuevo con los combatientes delanteros.
458 Teucro sacó otra flecha para tirarla a Héctor, armado de bronce; y, si hubiese
conseguido herirlo y quitarle la vida mientras peleaba valerosamente, con ello diera final
al combate que junto a las naves aqueas se sostenía. Mas no dejó de advertirlo en su
mente el próvido Zeus, y salvó la vida a Héctor, a la vez que privaba de gloria a Teucro
Telamonio, rompiéndole a éste la cuerda del magnífico arco cuando to tendía: la flecha,
que el bronce hacía ponderosa, torció su camino, y el arco cayó de las manos del
guerrero. Estremecióse Teucro, y dijo a su hermano:
467 -¡Oh dioses! Alguna deidad que quiere frustrar nuestros medios de combate me
quitó el arco de la mano y rompió la cuerda recién torcida, que até esta mañana para que
pudiera despedir, sin romperse, multitud de flechas.
471 Respondióle el gran Ayante Telamonio:
472 -¡Oh amigo! Deja quieto el arco con las abundantes flechas, ya que un dios lo
inutilizó por odio a los dánaos; toma una larga pica y un escudo que cubra tus hombros,
pelea contra los troyanos y anima a la tropa. Que aun siendo vencedores, no tomen sin
trabajo las naves de muchos bancos. Sólo en combatir pensemos.
478 Así dijo. Teucro dejó el arco en la tienda, colgó de sus hombros un escudo formado
por cuatro pieles, cubrió la robusta cabeza con un labrado casco, cuyo penacho de crines
de caballo ondeaba terriblemente en la cimera, asió una fuerte lanza de aguzada
broncínea punta, salió y volvió corriendo al lado de Ayante.
484 Héctor, al ver que las saetas de Teucro quedaban inútiles, exhortó a los troyanos y
a los licios, gritando recio:
486 -¡Troyanos, licios, dárdanos, que cuerpo a cuerpo combatís! Sed hombres, amigos,
y mostrad vuestro impetuoso valor junto a las cóncavas naves; pues acabo de ver con mis
ojos que Zeus ha dejado inútiles las flechas de un eximio guerrero. El influjo de Zeus lo
reconocen fácilmente así los que del dios reciben excelsa gloria, como aquéllos a quienes
abate y no quiere socorrer: ahora debilita el valor de los argivos y nos favorece a
nosotros. Combatid juntos cerca de los bajeles; y quien sea herido mortalmente, de cerca
o de lejos, cumpliéndose su destino, muera; que será honroso para él morir combatiendo
por la patria, y su esposa a hijos se verán salvos, y su casa y hacienda no padecerán
menoscabo, si los aqueos regresan en las naves a su patria tierra.
500 Así diciendo les excitó a todos el valor y la fuerza. Ayante, a su vez, exhortó
asimismo a sus compañeros:
502 -¡Qué vergüenza, argivos! Ya llegó el momento de morir o de salvarse rechazando
de las naves a los troyanos. ¿Esperáis acaso volver a pie a la patria tierra, si Héctor, el de
tremolante casco, toma los bajeles? ¿No oís cómo anima a todos los suyos y desea
quemar las naves? No les manda que vayan a un baile, sino que peleen. No hay mejor
pensamiento o consejo para nosotros que éste: combatir cuerpo a cuerpo y valerosamente
con el enemigo. Es preferible morir de una vez o asegurar la vida, a dejarse matar
paulatina a infructuosamente en la terrible contienda, junto a las naves, por guerreros que
nos son inferiores.
514 Con estas palabras les excitó a todos el valor y la fuerza. Entonces Héctor mató a
Esquedio, hijo de Perimedes y caudillo de los focios; Ayante quitó la vida a Laodamante,
hijo ilustre de Anténor, que mandaba los peones, y Polidamante acabó con Oto de Cilene,
compañero del Filida y jefe de los magnánimos epeos. Meges, al verlo, arremetió con la
lanza a Polidamante; pero éste hurtó el cuerpo -Apolo no quiso que el hijo de Pántoo
sucumbiera entre los combatientes delanteros-, y aquél hirió en medio del pecho a
Cresmo, que cayó con estrépito, y el aqueo le despojó de la armadura que cubría sus
hombros. En tanto, Dólope Lampétida, hábil en manejar la lanza (Lampo Laomedontíada
había engendrado este hijo bonísimo, que estuvo dotado de impetuoso valor), se lanzó
contra el Filida y, acometiéndole de cerca, diole un bote en el centro del escudo; pero el
Filida se salvó, gracias a una fuerte coraza que protegía su cuerpo, la cual había sido
regalada en otro tiempo a Fileo en Éfira, a orillas del río Seleente, por su huésped el rey
Eufetes, para que en la guerra le defendiera de los enemigos, y entonces libró de la muerte
a su hijo Meges. Éste, a su vez, dio una lanzada a Dólope en la parte inferior de la
cimera del broncíneo casco, adornado con crines de caballo, rompióla y derribó en el
polvo el penacho recién teñido de vistosa púrpura. Y mientras Dólope seguía
combatiendo con la esperanza de vencer, el belicoso Menelao fue a ayudar a Meges; y,
poniéndose a su lado sin ser visto, clavó la lanza en la espalda de aquél: la punta
impetuosa salió por el pecho, y el guerrero cayó de cara. Ambos caudillos corrieron a
quitarle la broncínea armadura de los hombros; y Héctor exhortaba a todos sus deudos a
increpaba especialmente al esforzado Melanipo Hicetaónida; el cual, antes de presentarse
los enemigos, apacentaba flexipedes bueyes en Percote, y, cuando llegaron los dánaos en
las encorvadas naves, fuese a llio, sobresalió entre los troyanos y habitó el palacio de
Príamo, que le honraba como a sus hijos. A Melanipo, pues, le reprendía Héctor,
diciendo:
553 ¿Seremos tan indolentes, Melanipo? ¿No te conmueve el corazón la muerte del
primo? ¿No ves cómo tratan de llevarse las armas de Dólope? Sígueme; que ya es
necesario combatir de cerca con los argivos, hasta que los destruyamos o arruinen ellos la
excelsa Ilio desde su cumbre y maten a los ciudadanos.
559 Habiendo hablado así, echó a andar, y siguióle el varón, que parecía un dios. A su
vez, el gran Ayante Telamonio exhortó a los argivos:
561 -¡Oh amigos! ¡Sed hombres, mostrad que tenéis un corazón pundonoroso, y
avergonzaos de parecer cobardes en el duro combate! De los que sienten este temor, son
más los que se salvan que los que mueren; los que huyen no alcanzan gloria ni socorro
alguno.
565 Así dijo; y ellos, que ya antes deseaban derrotar al enemigo, pusieron en su corazón
aquellas palabras y cercaron las naves con un muro de bronce. Zeus incitaba a los troyanos
contra los aqueos. Y Menelao, valiente en la pelea, exhortó a Antíloco:
569 -¡Antíloco! Ningún aqueo de los presentes es más joven que tú, ni más ligero de
pies, ni tan fuerte en el combate. Si arremetieses a los troyanos a hirieras a alguno...
572 Así dijo, y alejóse de nuevo. Antíloco, animado, saltó más a11á de los
combatientes delanteros; y, revolviendo el rostro a todas partes, arrojó la luciente lanza.
Al verlo, huyeron los troyanos. No fue vano el tiro, pues hirió en el pecho, cerca de la
tetilla, a Melanipo, animoso hijo de Hicetaón, que acababa de entrar en combate: el
troyano cayó con estrépito, y la obscuridad cubrió sus ojos. Como el perro se abalanza al
cervato herido por una flecha que al saltar de la madriguera le tira un cazador, dejándole
sin vigor los miembros, así el belicoso Antíloco se arrojó sobre ti, oh Melanipo, para
quitarte la armadura. Mas no pasó inadvertido para el divino Héctor; el cual, corriendo
por el campo de batalla, fue al encuentro de Antíloco; y éste, aunque era luchador brioso,
huyó sin esperarle, parecido a la fiera que causa algún daño, como matar a un perro o a
un pastor junto a sus bueyes, y huye antes que se reúnan muchos hombres; así huyó el
Nestórida; y sobre él, los troyanos y Héctor, promoviendo inmenso alboroto hacían llover
dolorosos tiros. Y Antíloco, tan pronto como llegó a juntarse con sus compañeros, se detuvo
y volvió la cara al enemigo.
592 Los troyanos, semejantes a carniceros leones, asaltaban las naves y cumplían los
designios de Zeus, el cual les infundía continuamente gran valor y les excitaba a
combatir, y al propio tiempo abatía el ánimo de los argivos, privándoles de la gloria del
triunfo, porque deseaba en su corazón dar gloria a Héctor Priámida, a fin de que éste
arrojase el abrasador y voraz fuego en las corvas naves, y se efectuara de todo en todo la
funesta súplica de Tetis. El próvido Zeus sólo aguardaba ver con sus ojos el resplandor de
una nave incendiada, pues desde aquel instante haría que los troyanos fuesen perseguidos
desde las naves y dana gloria a los dánaos. Pensando en tales cosas, el dios incitaba a
Héctor Priámida, ya de por sí muy enardecido, a encaminarse hacia las cóncavas naves.
Como se enfurece Ares blandiendo la lanza, o se embravece el pernicioso fuego en la
espesura de poblada selva, así se enfurecía Héctor: su boca estaba cubierta de espuma, los
ojos le centelleaban debajo de las torvas cejas y el casco se agitaba terriblemente en sus
sienes mientras peleaba. Y desde el éter Zeus protegía únicamente a Héctor, entre tantos
hombres, y le daba honor y gloria; porque el héroe debía vivir poco, y ya Palas Atenea
apresuraba la llegada del día fatal en que había de sucumbir a manos del Pelida. Héctor
deseaba romper las filas de los combatientes, y probaba por donde veía mayor turba y
mejores armas; mas, aunque ponía gran empeño, no pudo conseguirlo, porque los dánaos,
dispuestos en columna cerrada, hicieron frente al enemigo. Cual un peñasco escarpado y
grande, que en la ribera del espumoso mar resiste el ímpetu de los sonoros vientos y de
las ingentes olas que a11í se rompen, así los dánaos aguardaban a pie firme a los troyanos
y no huían. Y Héctor, resplandeciente como el fuego, saltó al centro de la turba como la
ola impetuosa levantada por el viento cae desde to alto sobre la ligera nave, llenándola de
espuma, mientras el soplo terrible del huracán brama en las velas y los marineros tiemblan
amedrentados porque se hallan muy cerca de la muerte, de tal modo vacilaba el
ánimo en el pecho de los aqueos. Como dañino león acomete un rebaño de muchas vacas
que pacen a orillas de extenso lago y son guardadas por un pastor que, no sabiendo luchar
con las fieras para evitar la muerte de alguna vaca de retorcidos cuernos, va siempre con
las primeras o con las últimas reses; y el león salta al centro, devora una vaca y las demás
huyen espantadas, así los aqueos todos fueron puestos en fuga por Héctor y el padre
Zeus, pero Héctor mató a uno solo, a Perifetes de Micenas, hijo de aquel Copreo que
llevaba los mensajes del rey Euristeo al fornido Heracles. De este padre obscuro nació tal
hijo, que superándole en toda clase de virtudes, en la carrera y en el combate, campeó por
su talento entre los primeros ciudadanos de Micenas y entonces dio a Héctor gloria
excelsa. Pues al volverse tropezó con el borde del escudo que le cubría de pies a cabeza y
que llevaba para defenderse de los tiros, y, enredándose con él, cayó de espaldas, y el
casco resonó de un modo horrible en torno de las sienes. Héctor to advirtió en seguida,
acudió corriendo, metió la pica en el pecho de Perifetes y le mató cerca de sus mismos
compañeros que, aunque afligidos, no pudieron socorrerle, pues temían mucho al divino
Héctor.
653 Por fin llegaron a las naves. Defendíanse los argivos detrás de las que se habían
sacado primero a la playa, y los troyanos fueron a perseguirlos: Aquéllos, al verse
obligados a retirarse de las primeras naves, se colocaron apiñados cerca de las tiendas, sin
dispersarse por el ejército porque la vergüenza y el temor se to impedían, y mutua a
incesantemente se exhortaban. Y especialmente Néstor, protéctor de los aqueos, dirigíase
a todos los guerreros, y en nombre de sus padres así les suplicaba:
661 -¡Oh amigos! Sed hombres y mostrad que tenéis un corazón pundonoroso delante
de los demás varones. Acordaos de los hijos, de las esposas, de los bienes, y de los padres,
vivan aún o hayan fallecido. En nombre de estos ausentes os suplico que resistáis
firmemente y no os entreguéis a la fuga.
667 Con estas palabras les excitó a todos el valor y la fuerza. Entonces Atenea les quitó
de los ojos la densa y divina nube que los cubría, y apareció la luz por ambos lados, en
las naves y en la lid sostenida por los dos ejércitos con igual tesón. Vieron a Héctor,
valiente en la pelea, y a sus propios compañeros, así a cuantos estaban detrás de los
bajeles y no combatían, como a los que junto a las veleras naves daban batalla al
enemigo.
674 No le era grato al corazón del magnánimo Ayante permanecer donde los demás
aqueos se habían retirado; y el héroe, andando a paso largo, iba de nave en nave llevando
en la mano una gran percha de combate naval que medía veintidós codos y estaba
reforzada con clavos. Como un diestro cabalgador escoge cuatro caballos entre muchos,
los guía desde la llanura a la gran ciudad por la carretera, muchos hombres y mujeres le
admiran, y él salta continuamente y con seguridad del uno al otro, mientras los corceles
vuelan; así Ayante, andando a paso seguido, recorría las cubiertas de muchas naves y su
voz llegaba al éter. Sin cesar daba horribles gritos, para exhortar a los dánaos a defender
naves y tiendas. Tampoco Héctor permanecía en la turba de los troyanos, armados de
fuertes corazas: como el águila negra se echa sobre una bandada de alígeras aver -gansos,
grullas o cisnes cuellilargos- que están comiendo a orillas de un río; así Héctor corría en
derechura a una nave de negra proa, empujado por la mano poderosa de Zeus, y el dios
incitaba también a la tropa para que le acompañara.
696 De nuevo se trabó un reñido combate al pie de los bajeles. Hubieras dicho que, sin
estar cansado ni fatigados, comenzaban entonces a pelear. ¡Con tal denuedo luchaban! He
aquí cuáles eran sus respectivos pensamientos: los aqueos no creían escapar de aquel
desastre, sino perecer; los troyanos esperaban en su corazón incendiar las naves y matar a
los héroes aqueos. Y con estas ideas asaltábanse unos a otros.
704 Héctor llegó a tocar la popa de una nave surcadora del ponto, bella y de curso
rápido; aquélla en que Protesilao llegó a Troya y que luego no había de llevarle otra vez a
la patria tierra. Por esta nave se mataban los aqueos y los troyanos: sin aguardar desde
lejos los tiros de flechas y dardos, combatían de cerca y con igual ánimo, valiéndose de
agudas hachas, segures, grandes espadas y lanzas de doble filo. Muchas hermosas dagas,
de obscuro recazo, provistas de mango, cayeron al suelo, ya de las manos, ya de los
hombros de los combatientes; y la negra tierra manaba sangre. Héctor, desde que cogió la
popa, no la soltaba y, teniendo entre sus manor la parte superior de la misma, animaba a
los troyanos:
718 -¡Traed fuego, y todos apiñados, trabad la batalla! Zeus nos concede un día que lo
compensa todo, pues vamos a tomar las naves que vinieron contra la voluntad de los
dioses y nos han ocasionado muchas calamidades por la cobardía de los viejos, que no me
dejaban pelear cerca de aquéllas y detenían al ejército. Mas, si entonces el largovidente
Zeus ofuscaba nuestra razón, ahora él mismo nos impele y anima.
726 Así dijo; y ellos acometieron con mayor ímpetu a los argivos. Ayante ya no
resistió, porque estaba abrumado por los tiros: temiendo morir, dejó la cubierta,
retrocedió hasta un banco de remeros que tenía siete pies, púsose a vigilar, y con la pica
apartaba del navío a cuantos llevaban el voraz fuego, en tanto que exhortaba a los dánaos
con espantosos gritos:
733 -¡Oh amigos, héroes dánaos, servidores de Ares! Sed hombres y mostrad vuestro
impetuoso valor. ¿Creéis, por ventura, que hay a nuestra espalda otros defensores o un
muro más sólido que libre a los hombres de la muerte? Cerca de aquí no existe ciudad
alguna defendida con torres, en la que hallemos refugio y cuyo pueblo nos dé auxilio para
alcanzar ulterior victoria; sino que nor hallamos en la llanura de los troyanos, de fuertes
corazas, a orillas del mar y lejos de la patria tierra. La salvación, por consiguiente, está en
los puños; no en ser flojos en la pelea.
742 Dijo, y acometió furioso con la aguda lanza. Y cuantos troyanos, movidos por las
excitaciones de Héctor, quisieron llevar ardiente fuego a las cóncavas naves, a todos los
hirió Ayante con su larga pica. Doce fueron los que hirió de cerca, delante de los bajeles.
CANTO XVI*
Patroclea
* Al advertirlo, Patroclo suplica a Aquiles que rechace al enemigo; y, no consiguiéndolo, le ruega que,
por lo menos, le preste sus armas y le permita ponerse al frente de los mirmídones para ahuyentar a los
troyanos. Accede Aquiles, y le recomienda que se vuelva atrás cuando los haya echado de las naves, pues
el destino no le tiene reservada la gloria de apoderarse de Troya. Mas Patroclo, enardecido por sus
hazañas, entre ellas la de dar muerte a Sarpedón, hijo de Zeus, persigue a los troyanos por la llanura hasta
que Apolo le desata la coraza. Euforbo lo hiere y Héctor lo mata.
1 Así peleaban por la nave de muchos bancos. Patroclo se presentó a Aquiles, pastor de
hombres, derramando ardientes lágrimas como fuente profunda que vierte sus aguas sombrías
por escarpada roca. Tan pronto como le vio el divino Aquiles, el de los pies ligeros,
compadecióse de él y le dijo estas aladas palabras:
7 -¿Por qué lloras, Patroclo, como una niña que va con su madre y deseando que la
tome en brazos, la tira del vestido, la detiene a pesar de que lleva prisa, y la mira con ojos
llorosos para que la levante del suelo? Como ella, oh Patrocio, derramas tiernas lágrimas.
¿Vienes a participarnos algo a los mirmidones o a mí mismo? ¿Supiste tú solo alguna
noticia de Ftía? Dicen que Menecio, hijo de Áctor, existe aún; vive también Peleo Eácida
entre los mirmidones, y es la muerte dé aquél o de éste to que más nos podría afligir. ¿O
lloras quizás porque los argivos perecen, cerca de las cóncavas naves, por la injusticia
que cometieron? Habla, no me ocultes lo que piensas, para que ambos lo sepamos.
20 Dando profundos suspiros, respondiste así, caballero Patroclo:
21 -¡Oh Aquiles, hijo de Peleo, el más valiente de los aqueos! No te irrites, porque es
muy grande el pesar que los abruma. Los que antes eran los más fuertes, heridos unos de
cerca y otros de lejos, yacen en las naves -con arma arrojadiza fue herido el poderoso
Diomedes Tidida; con la pica Ulises, famoso por su lanza, y Agamenón; a Eurípilo
flecháronle en el muslo-, y los médicos, que conocen muchas drogas, ocúpanse en
curarles las heridas. Tú, Aquiles, eres implacable. jamás se apodere de mí rencor como el
que guardas! ¡Oh tú, que tan mal empleas el valor! ¿A quién podrás ser útil más tarde, si
ahora no salvas a los argivos de muerte indigna? ¡Despiadado! No fue tu padre el jinete
Peleo, ni Tetis tu madre; el glauco mar o las escarpadas rocas debieron de engendrarte,
porque tu espíritu es cruel. Si te abstienes de combatir por algún vaticinio que tu
veneranda madre, enterada por Zeus, te haya revelado, envíame a mí con los demás
mirmidones, por si llego a ser la aurora de la salvación de los dánaos; y permite que cubra
mis hombros con tu armadura para que los troyanos me confundan contigo y cesen de
pelear, los belicosos dánaos que tan abatidos están se reanimen y la batalla tenga su
tregua, aunque sea por breve tiempo. Nosotros, que no nos hallamos extenuados de
fatiga, rechazaríamos fácilmente de las naves y de las tiendas hacia la ciudad a esos
hombres que de pelear están cansados.
46 Así le suplicó el muy insensato; y con ello llamaba a la terrible muerte y a la parca.
Aquiles, el de los pies ligeros, le contestó muy indignado:
49-¡Ay de mí, Patroclo, del linaje de Zeus, qué dijiste! No me abstengo por ningún
vaticinio que sepa y tampoco la veneranda madre me dijo nada de parte de Zeus, sino que
se me oprime el corazón y el alma cuando un hombre, porque tiene más poder, quiere
privar a su igual de lo que le corresponde y le quita la recompensa. Tal es el gran pesar
que tengo, a causa de las contrariedades que mi ánimo ha padecido. La joven que los
aqueos me adjudicaron como recompensa y que había conquistado con mi lanza, al tomar
una bien murada ciudad, el rey Agamenón Atrida me la quitó como si yo fuera un
miserable advenedizo. Mas dejemos lo pasado, no es posible guardar siempre la tra en el
corazón, aunque había resuelto no deponer la cólera hasta que la gritería y el combate
llegaran a mis bajeles. Cubre tus hombros con mi magnífica armadura, ponte al frente de
los belicosos mirmidones y llévalos a la pelea; pues negra nube de troyanos cerca ya las
naves con gran ímpetu, y los argivos, acorralados en la orilla del mar, sólo disponen de
un corto espacio. Toda la ciudad de los troyanos ha comparecido confiadamente, porque
no ven mi reluciente casco. Pronto huirían llenando de muertos los fosos, si el rey
Agamenón fuera justo conmigo; mientras que ahora combaten alrededor de nuestro
ejército. Ya la mano de Diomedes Tidida no blande furiosamente la lanza para librar a los
dánaos de la muerte, ni he oído un solo grito que viniera de la odiosa cabeza del Atrida:
sólo resuena la voz de Héctor, matador de hombres, animando a los troyanos, que con
voceno ocupan toda la llanura y vencen en la batalla a los aqueos. Pero tú, Patroclo,
échate impetuosamente sobre ellos y aparta de las naves esa peste; no sea que, pegando
ardiente fuego a los bajeles, nos priven de la deseada vuelta. Haz cuanto te voy a decir,
para que me procures mucha honra y gloria ante todos los dánaos, y éstos me devuelvan
la muy hermosa joven y me hagan además espléndidos regalos. Tan luego como los
alejes de las naves, vuelve atrás; y, aunque el tonante esposo de Hera te dé gloria, no
quieras luchar sin mí contra los belicosos troyanos, pues contribuirías a mi deshonra. Y
tampoco, estimulado por el combate y la pelea, te encamines, matando enemigos, a Ilio;
no sea que alguno de los sempiternos dioses baje del Olimpo, pues a los troyanos los
quiere mucho Apolo, el que hiere de lejos. Retrocede tan pronto como hayas hecho brillar
la luz de la salvación en las naves, y deja que se siga peleando en la llanura. Ojalá, ¡padre
Zeus, Atenea, Apolo!, ninguno de los troyanos ni de los argivos escape de la muerte, y
nos libremos de ella nosotros dos, para que podamos derribar las almenas sagradas de
Troya.
101 Así éstos conversaban. Ayante ya no resistía: vencíanle el poder de Zeus y los
animosos troyanos que le arrojaban dardos; su refulgence casco resonaba de un modo
horrible en torno de las sienes, golpeado continuamente en las hermosas abolladuras; y el
héroe tenía cansado el hombro derecho de sostener con firmeza el versátil escudo, pero
no lograban hacerle mover de su sitio por más tiros que le enderezaban. Ayante estaba
abrumado por continuo y fatigoso jadeo, abundance sudor manaba de todos sus miembros
y apenas podía respirar: por todas partes a una desgracia sucedía otra.
112 Decidme, Musas, que poseéis olímpicos palacios, cómo por vez primera cayó el
fuego en las naves aqueas.
114 Héctor, que se hallaba cerca de Ayante, le dio con la gran espada un golpe en la
pica de fresno y se la quebró por la juntura del asta con el hierro. Quiso Ayante blandir la
truncada pica, y la broncínea punta cayó a to lejos con gran ruido. Entonces el eximio
Ayante reconoció en su espíritu irreprensible la intervención de los dioses, estremecióse
porque Zeus altitonante les frustraba todos los medios de combate y quería dar la victoria
a los troyanos, y se puso fuera del alcance de los tiros. Los troyanos arrojaron voraz
fuego a la velera nave, y pronto se extendió por la misma una llama inextinguible. Así
que el fuego rodeó la popa, Aquiles, golpeándose el muslo, dijo a Patroclo:
126 -¡Sus, Patroclo, del linaje de Zeus, hábil jinete! Ya veo en las naves la impetuosa
llama del fuego destructor: no sea que se apoderen de ellas, y ni medios para huir tengamos.
Apresúrate a vestir las armas, y yo entre tanto reuniré la gente.
130 Así dijo, y Patroclo vistió la armadura de luciente bronce: púsose en las piernas
elegantes grebas, ajustadas con broches de plata; protegió su pecho con la coraza labrada,
refulgente, del Eácida, de pies ligeros; colgó al hombro una espada de bronce, guarnecida
de argénteos clavos; embrazó el grande y fuerte escudo; cubrió la fuerte cabeza con un
hermoso casco, cuyo penacho, de crines de caballo, ondeaba terriblemente en la cimera, y
asió dos lanzas fuertes que su mano pudiera blandir. Solamente dejó la lanza pesada,
grande y fornida del eximio Eácida, porque Aquiles era el único aqueo capaz de
manejarla: había sido cortada de un fresno de la cumbre del Pelio y regalada por Quirón
al padre de Aquiles, para que con ella matara héroes. Luego, Patroclo mandó a
Automedonte -el amigo a quien más honraba después de Aquiles, destructor de hombres.
y el más fiel en resistir a su lado la acometida del enemigo en las batallas- que
enganchara en seguida los caballos. Automedonte unció debajo del yugo a Janto y Balio,
corceles ligeros que volaban como el viento y tenían por madre a la harpía Podarga, la
cual, paciendo en una pradera junto a la corriente del Océano, los concibió del Céfiro. Y
con ellos puso al excelente Pédaso, que Aquiles se llevó de la ciudad de Eetión cuando la
tomó; corcel que, no obstante su condición de mortal, seguía a los caballos inmortales.
155 Aquiles, recorriendo las tiendas, hacía tomar las armas a todos los mirmidones.
Como carniceros lobos dotados de una fuerza inmensa despedazan en el monte un grande
cornígero ciervo que han matado y sus mandíbulas aparecen rojas de sangre, luego van en
tropel a lamer con las tenues lenguas el agua de un profundo manantial, eructando por la
sangre que han bebido, y su vientre se dilata, pero el ánimo permanece intrépido en el
pecho, de igual manera los jefes y príncipes de los mirmidones se reunían presurosos
alrededor del valiente servidor del Eácida, de pies ligeros. Y en medio de todos el
belicoso Aquiles animaba así a los que combatían en carros, como a los peones armados
de escudos.
168 Cincuenta fueron las veleras naves en que Aquiles, caro a Zeus, condujo a Ilio sus
tropas; en cada una embarcáronse cincuenta hombres; y el héroe nombró cinco jefes para
que los rigieran, reservándose el mando supremo. Del primer cuerpo era caudillo
Menestio, el de labrada coraza, hijo del río Esperqueo, que las celestiales lluvias
alimentan: habíale dado a luz la bella Polidora, hija de Peleo, que siendo mujer se acostó
con una deidad, con el infatigable Esperqueo; aunque se creyera que to había tenido de
Boro, hijo de Perieres, el cual se desposó públicamente con ella y le constituyó una gran
dote.- Mandaba la segunda sección el belicoso Eudoro, nacido de una soltera, de la
hermosa Polimela, hija de Filante; de la cual enamoróse el poderoso Argicida al verla con
sus ojos entre las que danzaban al son del canto en un coro de Artemis, la diosa que lleva
arco de oro y ama el bullicio de la caza; el benéfico Hermes subió en seguida al aposento
de la joven, uniéronse clandestinamente y ella le dio un hijo ilustre, Eudoro, ligero en el
correr y belicoso. Cuando Ilitía, que preside los partos, sacó a luz al infante y éste vio los
rayos del sol, el fuerte Equecles Actórida la tomó por esposa, constituyéndole una gran
dote, y el anciano Filante crió y educó al niño con tanto amor como si hubiera sido hijo
suyo.- Estaba al frente de la tercera división el belicoso Pisandro Memálida, que, después
del compañero del Pelión, era entre todos los mirmidones quien descollaba más en combatir
con la lanza.- La cuarta línea estaba a las órdenes de Fénix, aguijador de caballos; y
la quinta tenía por jefe al eximio Alcimedonte, hijo de Laerces. Cuando Aquiles los hubo
puesto a todos en orden de batalla con sus respectivos capitanes, les dijo con voz pujante:
200 -¡Mirmidones! Ninguno de vosotros olvide las amenazas que en las veleras naves
dirigíais a los troyanos mientras duró mi cólera, ni las acusaciones con que todos me
acriminabais: «¡Inflexible hijo de Peleo! Sin duda tu madre te nutrió con hiel.
¡Despiadado, pues retienes a tus compañeros en las naves contra su voluntad!
Embarquémonos en las naves surcadoras del ponto y volvamos a la patria, ya que la
cólera funesta anidó de tal suerte en to corazón.» Así acostumbrabais hablarme cuando os
reuníais. Pues a la vista tenéis la gran empresa del combate que tanto habéis anhelado. Y
ahora cada uno pelee con valeroso corazón contra los troyanos.
210 Así diciendo, les excitó a todos el valor y la fuerza; y ellos, al oír a su rey, cerraron
más las filas. Como el obrero junta grandes piedras al construir la pared de una elevada
casa, para que resista el ímpetu de los vientos, así, tan unidos, estaban los cascos y los
abollonados escudos: la rodela se apoyaba en la rodela, el yelmo en el yelmo, cada
hombre en su vecino, y los penachos de crines de caballo y los lucientes conos de los
cascos se juntaban cuando alguien inclinaba la cabeza. ¡Tan apretadas eran las filas! Delante
de todos se pusieron dos hombres armados, Patroclo y Automedonte; los cuales
tenían igual ánimo y deseaban combatir al frente de los mirmidones. Aquiles entró en su
tienda y alzó la tapa de un arca hermosa y labrada que Tetis, la de argentados pies, había
puesto en la nave del héroe después de llenarla de túnicas y mantos, que le abrigasen
contra el viento, y de afelpados cobertores. A11í tenía una copa de primorosa labor que
no usaba nadie para beber el negro vino ni para ofrecer libaciones a otro dios que al padre
Zeus. Sacóla del arca, y, purificándola primero con azufre, la limpió con agua cristalina;
acto continuo lavóse las manos, llenó la copa, y, puesto en medio del recinto con los ojos
levantados al cielo, libó el negro vino y oró a Zeus, que se complace en lanzar rayos, sin
que al dios le pasara inadvertido:
233 -¡Zeus soberano, Dodoneo, Pelásgico, que vives lejos y reinas en Dodona, de frío
invierno, donde moran los selos, tus intérpretes, que no se lavan los pies y duermen en el
suelo! Escuchaste mis palabras cuando to invoqué, y para honrarme oprimiste duramente
al pueblo aqueo. Pues también ahora cúmpleme este voto: Yo me quedo donde están reunidas
las naves y mando al combate a mi compañero con muchos mirmidones: haz que le
siga la victoria, largovidente Zeus, a infúndele valor en el corazón para que Héctor vea si
mi escudero sabe pelear solo, o si sus manos invictas únicamente se mueven con furia
cuando va conmigo a la contienda de Ares. Y cuando haya apartado de los bajeles la
gritería y la pelea, vuelva incólume con todas las armas y con los compañeros que de
cerca combaten.
249 Así dijo rogando. El próvido Zeus le oyó; y de las dos cosas el padre le otorgó una:
concedióle que apartase de las naves el combate y la pelea, y nególe que volviera ileso de
la batalla. Hecha la libación y la rogativa al padre Zeus, entró Aquiles en la tienda, dejó la
copa en el arca y apareció otra vez delante de la tienda, porque deseaba en su corazón
presenciar la terrible lucha de troyanos y aqueos.
257 Los mirmidones seguían con armas y en buen orden al magnánimo Patroclo, hasta
que alcanzaron a los troyanos y les arremetieron con grandes bríos, esparciéndose como
las avispas que moran en el camino, cuando los muchachos, siguiendo su costumbre de
molestarlas, las irritan y consiguen con su imprudencia que dañen a buen número de personas,
pues, si algún caminante pasa por a11í y sin querer las mueve, vuelan y defienden
con ánimo valeroso a sus hijuelos; con un corazón y ánimo semejantes, se esparcieron los
mirmidones desde las naves, y levantóse una gritería inmensa. Y Patroclo exhortaba a sus
compañeros, diciendo con voz recia:
269 -¡Mirmidones compañeros del Pelida Aquiles! Sed hombres, amigos, y mostrad
vuestro impetuoso valor para que honremos al Pelida, que es el más valiente de cuantos
argivos hay en las naves, como to son también sus guerreros, que de cerca combaten; y
conozca el poderoso Atrida Agamenón la falta que cometió no honrando al mejor de los
aqueos.
273 Con estas palabras les excitó a todos el valor y la fuerza. Los mirmidones cayeron
apiñados sobre los troyanos y en las naves resonaron de un modo horrible los gritos de
los aqueos.
278 Cuando los troyanos vieron al esforzado hijo de Menecio y a su escudero, ambos
con lucientes armaduras, a todos se les conturbó el ánimo y sus falanges se agitaron.
Figurábanse que, junto a las naves, el Pelida, ligero de pies, había renunciado a su cólera
y había preferido volver a la amistad. Y cada uno miraba adónde podría huir para librarse
de una muerte terrible.
284 Patroclo fue el primero que tiró la reluciente lanza en medio de la pelea, a11í donde
más hombres se agitaban en confuso montón, junto a la nave del magnánimo Protesilao; e
hirió a Pirecmes, que había conducido desde Amidón, sita en la ribera del Axio de ancha
corriente, a los peonios, que combatían en carros: la lanza se clavó en el hombro derecho;
el guerrero, dando un gemido, cayó de espaldas en el polvo, y los peonios compañeros
suyos huyeron, porque Patroclo les infundió pavor ál matar a su jefe, que tanto sobresalía
en el combate. De este modo Patroclo los echó de los bajeles y apagó el ardiente fuego.
La nave quedó allí medio quemada, los troyanos huyeron con gran alboroto, los dánaos se
dispersaron por las cóncavas naves, y se produjo un gran tumulto. Como cuando Zeus
fulminador quita una espesa nube de la elevada cumbre de una gran montaña y aparecen
todos los promontorios y las cimas y valles, porque en el cielo se ha abierto la vasta
región etérea; así los dánaos respiraron un poco después de librar a las naves del fuego
destructor; pero no por eso hubo tregua en el combate. Pues los troyanos no huían a
carrera abierta desde las negras naves, perseguidos por los belicosos aqueos; sino que aún
resistían, y sólo cediendo a la necesidad se retiraban de las naves.
306 Entonces, ya extendida la batalla, cada jefe mató a un hombre. El esforzado hijo de
Menecio, el primero, hirió con la aguda lanza a Areílico, que había vuelto la espalda para
huir: el bronce atravesó el muslo y rompió el hueso, y el troyano dio de ojos en el suelo.
El belicoso Menelao hirió a Toante en el pecho, donde éste quedaba sin defensa al lado
del escudo, y dejó sin vigor sus miembros. El Filida, observando que Anficlo iba a
acometerlo, se le adelantó y logró envasarle la pica en la parte superior de la pierna,
donde más grueso es el músculo: la punta desgarró los nervios, y la obscuridad cubrió los
ojos del guerrero. De los Nestóridas, Antíloco traspasó con la broncínea lanza a Atimnio,
clavándosela en el ijar, y el troyano cayó a sus pies; el hermano de Atimnio, Maris,
irritado por tal muerte, se puso delante del cadáver y arremetió con la lanza a Antíloco; y
entonces el otro Nestórida, Trasimedes, igual a un dios, le previno y antes que Maris pudiera
herir a Antíloco le acertó él en la espalda: la punta desgarró el tendón de la parte
superior del brazo y rompió el hueso; el guerrero cayó con estrépito, y la obscuridad
cubrió sus ojos. De tal suerte, estos dos esforzados compañeros de Sarpedón, hábiles
tiradores, a hijos de Amisodaro, el que alimentó a la indomable Quimera, causa de males
para muchos hombres, fueron vencidos por los dos hermanos y descendieron al Érebo.-
Ayante Oilíada acometió y cogió vivo a Cleobulo, atropellado por la turba, y le quitó la
vida, hiriéndole en el cuello con la espada provista de empuñadura: la hoja entera se
calentó con la sangre, y la purpúrea muerte y la parca cruel velaron los ojos del guerrero.-
Penéleo y Licón fueron a encontrarse, y, habiendo arrojado sus lanzas en vano, pues
ambos erraron el tiro, se acometieron con las espadas: Licaón dio a su enemigo un tajo en
la cimera del casco, que adornaban crines de caballo; pero la espada se le rompió junto a
la empuñadura; Penéleo hundió la suya en el cuello de Licón, debajo de la oreja, y se lo
cortó por entero: la cabeza cayó a un lado, sostenida tan sólo por la piel, y los miembros
perdieron su vigor.- Meriones dio alcance con sus ligeros pies a Acamante, cuando subía
al carro, y le hirió en el hombro derecho: el troyano cayó en tierra, y las tinieblas
cubrieron sus ojos.- A Erimante metióle Idomeneo el cruel bronce por la boca: la lanza
atravesó la cabeza por debajo del cerebro, rompió los blancos huesos y conmovió los
dientes; los ojos llenáronse con la sangre que fluía de las narices y de la boca abierta, y la
muerte, cual si fuese obscura nube, envolvió al guerrero.
351 Cada uno de estos caudillos dánaos mató, pues, a un hombre. Como los voraces
lobos acometen a corderos o cabritos, arrebatándolos de un hato que se dispersa en el
monte por la impericia del pastor, pues así que aquéllos los ven se los llevan y
despedazan por tener los últimos un corazón tímido; así los dánaos cargaban sobre los
troyanos, y éstos, pensando en la fuga horrísona, olvidábanse de su impetuoso valor.
358 El gran Ayante deseaba constantemente arrojar su lanza a Héctor, armado de
bronce; pero el héroe, que era muy experto en la guerra, cubriendo sus anchos hombros
con un escudo de pieles de toro, estaba atento al silbo de las flechas y al ruido de los
dardos. Bien conocía que la victoria se inclinaba del lado de los enemigos, pero resistía
aún y procuraba salvar a sus compañeros queridos.
364 Como se va extendiendo una nube desde el Olimpo al cielo, después de un día
sereno, cuando Zeus prepara una tempestad, así los troyanos huyeron de las naves, dando
gritos, y ya no fue con orden como repasaron el foso. A Héctor le sacaron de a11í, con
sus armas, los corceles de ligeros pies; y el héroe desamparó la turba de los troyanos, a
quienes detenía, mal de su grado, el profundo foso. Muchos veloces corceles, rompiendo
los carros de los caudillos por el extremo del timón, a11í los dejaron.- Patroclo iba
adelante, exhortando vehementemente a los dánaos y pensando en causar daño a los
troyanos; los cuales, una vez puestos en desorden, llenaban todos los caminos huyendo
con gran clamoreo; la polvareda llegaba a to alto debajo de las nubes, y los solípedos
caballos volvían a la ciudad desde las naves y las tiendas. Patroclo, donde veía más gente
del pueblo desordenada, a11í se encaminaba vociferando; los guerreros caían de cara
debajo de los ejes de sus carros, y éstos volcaban con gran estruendo. A1 llegar al foso,
los caballos inmortales que los dioses habían regalado a Peleo como espléndido presente
lo salvaron de un salto, deseosos de seguir adelante; y, cuando a Patroclo el ánimo le
impulsó a ir hacia Héctor para herirlo, ya los veloces corceles de éste se to habían
llevado. Como en el otoño descarga una tempestad sobre la negra tierra, cuando Zeus
envía violenta lluvia, irritado contra los hombres que en el foro dan sentencias inicuas y
echan a la justicia, no temiendo la venganza de los dioses; y todos los ríos salen de madre
y los torrentes cortan muchas colinas, braman al correr desde lo alto de las montañas al
mar purpúreo y destruyen las labores del campo; de semejante modo corrían las yeguas
troyanas, dando lastimeros relinchos.
394 Patroclo, cuando hubo separado de los demás enemigos a los que formaban las
últimas falanges, les obligó a volver hacia los bajeles, en vez de permitirles que subiesen
a la ciudad; y, acometiéndoles entre las naves, el río y el alto muro, los mataba para
vengar a muchos de los suyos. Entonces envasóle a Prónoo la brillante lanza en el pecho,
donde éste quedaba sin defensa al lado del escudo, y le dejó sin vigor los miembros: el
troyano cayó con estrépito. Luego acometió a Téstor, hijo de Enope, que se hallaba
encogido en el lustroso asiento y en su turbación había dejado que las riendas se le fuesen
de la mano: clavóle desde cerca la lanza en la mejilla derecha, se la hizo pasar por los
dientes y to levantó por cima del barandal. Como el pescador sentado en una roca prominente
saca del mar un pez enorme, valiéndose de la cuerda y del reluciente bronce, así
Patroclo, alzando la brillante lanza, sacó del carro a Téstor con la boca abierta y le arrojó
de cara al suelo; el troyano, al caer, perdió la vida.- Después hirió de una pedrada en
medio de la cabeza a Erilao, que a acometerle venía, y se la partió en dos dentro del
fuerte casco: el troyano dio de manos en el suelo, y le envolvió la destructora muerte.- Y
sucesivamente fue derribando en la fértil tierra a Erimante, Anfótero, Epaltes, Tlepólemo
Damastórida, Equio, Piris, Ifeo, Evipo y Polimelo Argéada.
419 Sarpedón, al ver que sus compañeros, de corazas sin cintura, sucumbían a manos
de Patroclo Menecíada, increpó a los deiformes licios:
422 -¡Qué vergüenza, oh licios! ¿Adónde huís? Sed esforzados. Yo saldré al encuentro
de ese hombre, para saber quién es el que así vence y tantos males causa a los troyanos,
pues ya a muchos valientes les ha quebrado las rodillas.
426 Dijo; y saltó del carro al suelo sin dejar las armas. A su vez Patroclo, al verlo, se
apeó del suyo. Como dos buitres de eorvas uñas y combado pico riñen, dando chillidos,
sobre elevada roca; así aquéllos se acometieron vociferando. Violos el hijo del artero
Crono; y, compadecido, dijo a Hera, su hermana y esposa:
433 -¡Ay de mí! La parca dispone que Sarpedón, a quien amo sobre todos los hombres,
sea muerto por Patroclo Menecíada. Entre dos propósitos vacila en mi pecho el corazón:
¿lo arrebataré vivo de la luctuosa batalla, para llevarlo al opulento pueblo de la Licia, o
dejaré que sucumba a manos del Menecíada?
439 Respondióle Hera veneranda, la de ojos de novilla:
440 -¡Terribilísimo Cronida, qué palabras proferiste! ¿Una vez más quieres librar de la
muerte horrísona a ese hombre mortal, a quien tiempo ha que el hado condenó a morir?
Hazlo, pero no todos los dioses to to aprobaremos. Otra cosa voy a decirte, que fijarás en
la memoria: Piensa que, si a Sarpedón le mandas vivo a su palacio, algún otro dios querrá
sacar a su hijo del duro combate, pues muchos hijos de los inmortales pelean en torno de
la gran ciudad de Príamo, y harás que sus padres se enciendan en terrible ira. Pero, si Sarpedón
te es caro y tu corazón le compadece, deja que muera a manos de Patroclo
Menecíada en reñido combate; y cuando el alma y la vida le abandonen, ordena a la
Muerte y ál dulce Sueño que lo lleven a la vasta Licia, para que sus hermanos y amigos le
hagan exequias y le erijan un túmulo y un cipo, que tales son los honores debidos a los
muertos.
458 Así dijo. El padre de los hombres y de los dioses no desobedeció, a hizo caer sobre
la tierra sanguinolentas gotas para honrar al hijo amado, a quien Patroclo había de matar
en la fértil Troya, lejos de su patria.
462 Cuando ambos héroes se hallaron frente a frente, Patrocio arrojó la lanza, y,
acertando a dar en el empeine del ilustre Trasimelo, escudero valeroso del rey Sarpedón,
dejóle sin vigor los miembros. Sarpedón acometió a su vez; y, despidiendo la reluciente
lanza, erró el tiro; pero hirió en el hombro derecho al corcel Pédaso, que relinchó
mientras perdía el vital aliento. El caballo cayó en el polvo, y el ánimo voló de su cuerpo.
Forcejearon los otros dos corceles por separarse, crujió el yugo y enredáronse las riendas
a causa de que el caballo lateral yacía en el polvo. Pero Automedonte, famoso por su
lanza, halló el remedio: desenvainando la espada de larga punta, que llevaba junto al
fornido muslo, cortó apresuradamente los tirantes del caballo lateral, y los otros dos se
enderezaron y obedecieron a las riendas. Y los héroes volvieron a acometerse con roedor
encono.
477 Entonces Sarpedón arrojó otra reluciente lanza y erró el tiro, pues aquélla pasó por
cima del hombro izquierdo de Patroclo sin herirlo. Patroclo despidió la suya y no en balde;
ya que acertó a Sarpedón y le hirió en el tejido que al denso corazón envuelve. Cayó
el héroe como la encina, el álamo o el elevado pino que en el monte cortan con afiladas
hachas los artífices para hacer un mástil de navío; así yacía aquél, tendido delante de los
corceles y del carro, rechinándole los dientes y cogiendo con las manos el polvo
ensangrentado. Como el rojizo y animoso toro, a quien devora un león que se ha
presentado entre los fexípedes bueyes, brama al morir entre las mandíbulas del león, así
el caudillo de los licios escudados, herido de muerte por Patrocio, se enfurecía; y,
llamando al compañero, le hablaba de este modo:
491-¡Caro Glauco, guerrero afamado entre los hombres! Ahora debes portarte como
fuerte y audaz luchador; ahora to ha de causar placer la batalla funesta, si eres valiente.
Ve por todas partes, exhorta a los capitanes licios a que combatan en torno de Sarpedón y
defiéndeme tú mismo con el bronce. Constantemente, todos los días, seré para ti motivo
de vergüenza y oprobio, si, sucumbiendo en el recinto de las naves, los aqueos me
despojan de la armadura. ¡Pelea, pues, denodadamente y anima a todo el ejército!
502 Así dijo; y el velo de la muerte le cubrió los ojos y las narices. Patroclo,
sujetándole el pecho con el pie, le arrancó el asta, con ella siguió el d¡afragma, y salieron
a la vez la punta de la lanza y el alma del guerrero. Y los mirmidones detuvieron los
corceles de Sarpedón, los cuales anhelaban y querían huir desde que quedó vacío el carro
de sus dueños.
509 Glauco sintió hondo pesar al oír la voz de Sarpedón y se le turbó el ánimo porque
no podía socorrerlo. Apretóse con la mano el brazo, pues le abrumaba una herida que
Teucro le había causado disparándole una llecha cuando él asaltaba el altó muro y el
aqueo defendía a los suyos; y oró de esta suerte a Apolo, el que hiere de lejos:
514 -Oyeme, oh soberano, ya te halles en el opulento pueblo de Licia, ya te encuentres
en Troya; pues desde cualquier lugar puedes atender al que está afligido, como lo estoy
ahora. Tengo esta grave herida, padezco agudos dolores en el brazo y la sangre no se
seca; el hombro se entorpece, y me es imposible manejar firmemente la lanza y pelear
con los enemigos. Ha muerto un hombre fortísimo, Sarpedón, hijo de Zeus, el cual ya ni a
su prole defiende. Cúrame, oh soberano, la grave herida, adormece mis dolores y dame
fortaleza para que mi voz anime a los licios a combatir y yo mismo luche en defensa del
cadáver.
527 Así dijo rogando. Oyóle Febo Apolo y en seguida calmó los dolores, secó la negra
sangre de la grave herida a infundió valor en el ánimo del troyano. Glauco, al notarlo, se
holgó de que el gran dios hubiese escuchado su ruego. En seguida fue por todas partes y
exhortó a los capitanes licios para que combatieran en torno de Sarpedón. Después, encaminóse
a paso largo hacia los troyanos; buscó a Polidamante Pantoida, al divino
Agenor, a Eneas y a Héctor armado de broncé; y, deteniéndose cerca de los mismos, dijo
estas aladas palabras:
538 -¡Héctor! Te olvidas del todo de los aliados que por ti pierden la vida lejos de los
amigos y de la patria tierra, y ni socorrerles quieres. Yace en tierra Sarpedón, el rey de los
licios escudados, que con su justicia y su valor gobernaba a Licia. El broncíneo Ares to
ha matado con la lanza de Patroclo. Oh amigos, venid a indignaos en vuestro corazón: no
sea que los mirmidones le quiten la armadura a insulten el cadáver, irritados por la muerte
de los dánaos, a quienes dieron muerte nuestras picas junto a las veleras naves.
548 Así dijo. Los troyanos sintieron grande a inconsolable pena, porque Sarpedón,
aunque forastero, era un baluarte para la ciudad; había llevado a ella a muchos hombres y
en la pelea los superaba a todos. Con grandes bríos dirigiéronse aquéllos contra los
dánaos, y a su frente marchaba Héctor, irritado por la muerte de Sarpedón. Y Patroclo
Menecíada, de corazón valiente, animó a los aqueos; y dijo a los Ayantes, que ya de
combatir estaban deseosos:
556 -¡Ayantes! Poned empeño en rechazar al enemigo y mostraos tan valientes como
habéis sido hasta aquí o más aún. Yace en tierra Sarpedón, el que primero asaltó nuestra
muralla. ¡Ah, si apoderándonos del cadáver pudiésemos ultrajarlo, quitarle la armadura
de los hombros y matar con el cruel bronce a alguno de los compañeros que lo defienden!...
562 Así dijo, aunque ellos ya deseaban rechazar al enemigo. Y troyanos y licios por una
parte, y mirmidones y aqueos por otra, cerraron las falanges, vinieron a las manos y
empezaron a pelear con horrenda gritería en torno del cadáver. Crujían las armaduras de
los guerreros, y Zeus cubrió con una dañosa obscuridad la reñida contienda, para que produjese
mayor estrago el combate que por el cuerpo de su hijo se empeñaba.
569 En un principio, los troyanos rechazaron a los aqueos, de ojos vivos, porque fue
herido un varón que no era ciertamente el más cobarde de los mirmidones: el divino Epigeo,
hijo de Agacles magnánimo; el cual reinó en otro tiempo en la populosa Budeo;
luego, por haber dado muerte a su valiente primo, se presentó como suplicante a Peleo y a
Tetis, la de argénteos pies, y ellos le enviaron a Ilio, abundante en hermosos corceles, con
Aquiles, destructor de las filas de guerreros, para que combatiera contra los troyanos.
Epigeo echaba mano al cadáver cuando el esclarecido Héctor le dio una pedrada en la
cabeza y se la partió en dos dentro del fuerte casco: el guerrero cayó boca abajo sobre el
cuerpo de Sarpedón, y a su alrededor esparcióse la destructora muerte. Apesadumbróse
Patroclo por la pérdida del compañero y atravesó al instante las primeras filas, como el
veloz gavilán persigue a unos grajos o estorninos: de la misma manera acometiste, oh
hábil jinete Patroclo, a los licios y troyanos, airado en to corazón por la muerte del amigo.
Y cogiendo una piedra, hirió en el cuello a Estenelao, hijo querido de Itémenes, y le
rompió los tendones. Retrocedieron los combatientes delanteros y el esclarecido Héctor.
Cuanto espacio recorre el luengo venablo que lanza un hombre, ya en el juego para
ejercitarse, ya en la guerra contra los enemigos que la vida quitan, otro tanto se retiraron
los troyanos, cediendo al empuje de los aqueos. Glauco, capitán de los escudados licios,
fue el primero que volvió la cara y mató al magnánimo Baticles, hijo amado de Calcón,
que tenía su casa en la Hélade y se señalaba entre los mirmidones por sus bienes y
riquezas: escapábase Glauco, y Baticles iba a darle alcance, cuando aquél se volvió
repentinamente y le hundió la pica en medio del pecho. Baticles cayó con estrépito, los
aqueos sintieron hondo pesar por la muerte del valiente guerrero, y los troyanos, muy
alegres, rodearon en tropel el cadáver; pero los aqueos no se olvidaron de su impetuoso
valor y arremetieron denodadamente al enemigo. Entonces Meriones mató a un
combatiente troyano, a Laógono, esforzado hijo de Onétor y sacerdote de Zeus Ideo, a
quien el pueblo veneraba como a un dios: hirióle debajo de la quijada y de la oreja, la
vida huyó de los miembros del guerrero, y la obscuridad horrible le envolvió. Eneas
arrojó la broncínea lanza, con el intento de herir a Meriones, que se adelantaba protegido
por el escudo. Pero Meriones la vio venir y evitó el golpe inclinándose hacia adelante: la
ingente lanza se clavó en el suelo detrás de él y el regatón temblaba; pero pronto la
impetuosa arma perdió su fuerza. Penetró, pues, la vibrante punta en la tierra, y la lanza
fue echada en vano por el robusto brazo. Eneas, con el corazón irritado, dijo:
617-¡Meriones! Aunque eres ágil saltador, mi lanza to habría apartado para siempre del
combate, si to hubiese herido.
619 Respondióle Meriones, célebre por su lanza:
620-¡Eneas! Difícil lo será, aunque seas valiente, aniquilar la fuerza de cuantos
hombres salgan a pelear contigo. También tú eres mortal. Si lograra herirte en medio del
cuerpo con el agudo bronce, en seguida, a pesar de to vigor y de la confianza que tienes
en to brazo, me darías gloria, y a Hades, el de los famosos corceles, el alma.
626 Así dijo; y el valeroso hijo de Menecio le reprendió, diciendo:
627 -¡Meriones! ¿Por qué, siendo valiente, to entretienes en hablar así? ¡Oh amigo! Con
palabras injuriosas no lograremos que los troyanos dejen el cadáver; preciso será que
algúno de ellos baje antes al seno de la tierra. Las batallas se ganan con los puños, y las
palabras sirven en el consejo. Conviene, pues, no hablar, sino combatir.
632 En diciendo esto, echó a andar y siguióle Meriones, var6n igual a un dios. Como el
estruendo que producen los leñadores en la espesura de un monte y que se deja oír a to
lejos, tal era el estrépito que se elevaba de la tierra espaciosa al ser golpeados el bronce,
el cuero y los bien construidos escudos de pieles de buey por las espadas y las lanzas de
doble filo. Y ya ni un hombre perspicaz hubiera conocido al divino Sarpedón, pues los
dardos, la sangre y el polvo to cubrían completamente de pies a cabeza. Agitábanse todos
alrededor del cadáver como en la primavera zumban las moscas en el establo por cima de
las escudillas llenas de leche, cuando ésta hace rebosar los tarros: de igual manera bullían
aquéllos en torno del muerto. Zeus no apartaba los refulgentes ojos de la dura contienda;
y, contemplando a los guerreros, revolvía en su ánimo muchas cosas acerca de la muerte
de Patroclo: vacilaba entre si en la encarnizada contienda el esclarecido Héctor debería
matar con el bronce a Patroclo sobre Sarpedón, igual a un dios, y quitarle la armadura de
los hombros, o convendría extender la terrible pelea. Y considerando como to más conveniente
que el bravo escudero del Pelida Aquiles hiciera arredrar a los troyanos y a
Héctor, armado de bronce, hacia la ciudad y quitara la vida a muchos guerreros, comenzó
infundiendo timidez primeramente a Héctor, el cual subió al carro, se puso en fuga y
exhortó a los demás troyanos a que huyeran, porque había conocido hacia qué lado se
inclinaba la balanza sagrada de Zeus. Tampoco los fuertes licios osaron resistir, y
huyeron todos al ver a su rey herido en el corazón y echado en un montón de cadáveres;
pues cayeron muchos hombres a su alrededor cuando el Cronión avivó el duro combate.
Los aqueos quitáronle a Sarpedón la reluciente armadura de bronce y el esforzado hijo de
Menecio la entregó a sus compañeros para que la llevaran a las cóncavas naves. Y entonces
Zeus, que amontona las nubes, dijo a Apolo:
667 -¡Ea, querido Febo! Ve y después de sacar a Sarpedón de entre los dardos, límpiale
la negra sangre, condúcele a un sitio lejano y lávale en la corriente de un río, úngele con
ambrosía, ponle vestiduras divinas y entrégalo a los veloces conductores y hermanos
gemelos: el Sueño y la Muerte. Y éstos, transportándolo con presteza, lo dejarán en el
rico pueblo de la vasta Licia. Allí sus hermanos y amigos le harán exequias y le erigirán
un túmulo y un cipo, que tales son los honores debidos a los muertos.
676 Así dijo, y Apolo no desobedeció a su padre. Descendió de los montes ideos a la
terrible batalla, y en seguida levantó al divino Sarpedón de entre los dardos, y,
conduciéndole a un sitio lejano, lo lavó en la corriente de un río; ungiólo con ambrosía,
púsole vestiduras divinas y entrególo a los veloces conductores y hermanos gemelos: el
Sueño y la Muerte. Y éstos, transportándolo con presteza, to dejaron en el rico pueblo de
la vasta Licia.
684 Patroclo animaba a los corceles y a Automedonte y perseguía a los troyanos y
licios, y con ello se atrajo un gran infortunio. ¡Insensato! Si se hubiese atenido a la orden
del Pelida, se hubiera visto libre de la funesta parca, de la negra muerte. Pero siempre el
pensamiento de Zeus es más eficaz que el de los hombres (aquel dios pone en fuga al
varón esforzado y le quita fácilmente la victoria, aunque él mismo le haya incitado a
combatir), y entonces alentó el ánimo en el pecho de Patroclo.
692 ¿Cuál fue el primero y cuál el último que mataste, oh Patroclo, cuando los dioses to
llamaron a la muerte?
694 Fueron primeramente Adrasto, Autónoo, Equeclo, Périmo Mégada, Epístor y
Melanipo; y después, Élaso, Mulio y Pilartes. Mató a éstos, y los demás se dieron a la
fuga.
698 Entonces los aqueos habrían tomado Troya, la de altas puertas, por las manos de
Patroclo, que manejaba con gran furia la lanza, si Febo Apolo no se hubiese colocado en
la bien construida torre para dañar a aquél y ayudar a los troyanos. Tres veces
encaminóse Patroclo a un ángulo de la elevada muralla; tres veces rechazóle Apolo,
agitando con sus manos inmortales el refulgence escudo. Y cuando, semejante a un dios,
atacaba por cuarta vez, increpóle la deidad terriblemente con estas aladas palabras:
707 -¡Retírate, Patroclo del linaje de Zeus! El hado no ha dispuesto que la ciudad de los
altivos troyanos sea destruida por to lanza, ni por Aquiles, que tanto te aventaja.
710 Así dijo, y Patroclo retrocedió un gran trecho, para no atraerse la cólera de Apolo,
el que hiere de lejos.
712 Héctor se hallaba con el carro y los solípedos corceles en las puertas Esceas, y
estaba indeciso entre guiarlos de nuevo hacia la turba y volver a combatir, o mandar a
voces que las tropas se refugiasen en el muro. Mientras reflexionaba sobre esto,
presentósele Febo Apolo, que tomó la figura del valiente joven Asio, el cual era tío
materno de Héctor, domador de caballos, hermano carnal de Hécuba a hijo de Dimante, y
habitaba en la Frigia, junto a la corriente del Sangario. Así transfigurado, exclamó Apolo,
hijo de Zeus:
721 -¡Héctor! ¿Por qué te abstienes de combatir? No debes hacerlo. Ojalá te superara
tanto en bravura, cuanto te soy inferior: entonces te sería funesto el retirarte de la batalla.
Mas, ea, guía los corceles de duros cascos hacia Patroclo, por si puedes matarlo y Apolo
to da gloria.
726 En diciendo esto, el dios volvió a la batalla. El esclarecido Héctor mandó a
Cebríones que picara a los corceles y los dirigiese a la pelea; y Apolo, entrándose por la
turba, suscitó entre los argivos funesto tumulto y dio gloria a Héctor y a los troyanos.
Héctor dejó entonces a los demás dánaos, sin que fuera a matarlos, y enderezó a Patroclo
los caballos de duros cascos. Patroclo, a su vez, saltó del carro a tierra con la lanza en la
izquierda; cogió con la diestra una piedra Blanca y erizada de puntas que llenaba la
mano; y, estribando en el suelo, la arrojó, hiriendo en seguida a un combatiente, pues el
tiro no salió vano: dio la aguda piedra en la frente de Cebríones, auriga de Héctor, que era
hijo bastardo del ilustre Príamo, y entonces gobernaba las riendas de los caballos. La
piedra se llevó ambas cejas; el hueso tampoco resistió; los ojos cayeron en el polvo a los
pies de Cebríones; y éste, cual si fuera un buzo, cayó del asiento bien construido, porque
la vida huyó de sus miembros. Y burlándose de él, oh caballero Patroclo, exclamaste:
743 -¡Oh dioses! ¡Muy ágil es el hombre! ¡Cuán fácilmente salta a lo buzo! Si se
hallara en el ponto, en peces abundance, ese hombre saltaría de la nave, aunque el mar
estuviera tempestuoso, y podría saciar a muchas personas con las ostras que pescara.
¡Con tanta facilidad ha dado la voltereta del carro a la llanura! Es indudable que también
los troyanos tienen buzos.
751 En diciendo esto, corrió hacia el héroe con la impetuosidad de un león que devasta
los establos hasta que es herido en el pecho y su mismo valor lo mata; de la misma
manera, oh Patroclo, te arrojaste enardecido sobre Cebríones. Héctor, por su parte, saltó
del carro al suelo sin dejar las armas. Y entrambos luchaban en torno de Cebríones como
dos hambrientos leones que en la cumbre de un monte pelean furiosos por el cadáver de
una cierva, así los dos aguerridos campeones, Patroclo Menecíada y el esclarecido
Héctor, deseaban herirse el uno al otro con el cruel bronce. Héctor había cogido al muerto
por la cabeza y no lo soltaba; Patroclo lo asía de un pie, y los demás troyanos y dánaos
sostenían encarnizado combate.
765 Como el Euro y el Noto contienden en la espesura de un monte, agitando la
poblada selva, y las largas ramas de los fresnos, encinas y cortezudos cornejos chocan
entre sí con inmenso estrépito, y se oyen los crujidos de las que se rompen, de semejante
modo troyanos y aqueos se acometían y mataban, sin acordarse de la perniciosa fuga.
Alrededor de Cebríones se clavaron en tierra muchas agudas lanzas y aladas flechas que
saltaban de los arcos; buen número de grandes piedras herían los escudos de los que
combatían en torno suyo; y el héroe yacía en el suelo, sobre un gran espacio, envuelto en
un torbellino de polvo y olvidado del arte de guiar los carros.
777 Hasta que el sol hubo recorrido la mitad del cielo, los tiros alcanzaban por igual a
unos y a otros, y los hombres caían. Cuando aquél se encaminó al ocaso, los aqueos eran
vencedores, contra to dispuesto por el destino; y, habiendo arrastrado el cadáver del héroe
Cebríones fuera del alcance de los dardos y del tumulto de los troyanos, le quitaron la armadura
de los hombros.
783 Patroclo acometió furioso a los troyanos: tres veces los acometió, cual si fuera el
rápido Ares, dando horribles voces; tres veces mató nueve hombres. Y cuando, semejante
a un dios, arremetiste, oh Patroclo, por cuarta vez, viose claramente que ya llegabas al
término de to vida, pues el terrible Febo salió a to encuentro en el duro combate. Mas
Patroclo no vio al dios; el cual, cubierto por densa nube, atravesó la turba, se le puso
detrás, y, alargando la mano, le dio un golpe en la espalda y en los anchos hombros. Al
punto los ojos del héroe padecieron vértigos. Febo Apolo le quitó de la cabeza el casco
con agujeros a guisa de ojos, que rodó con estrépito hasta los pies de los caballos; y el
penacho se manchó de sangre y polvo. Jamás aquel casco, adomado con crines de
caballo, se había manchado cayendo en el polvo, pues protegía la cabeza y hermosa
frente del divino Aquiles. Entonces Zeus permitió también que to llevara Héctor, porque
ya la muerte se iba acercando a este caudillo. A Patroclo se le rompió en la mano la pica
larga, pesada, grande, fornida, armada de bronce; el ancho escudo y su correa cayeron al
suelo, y el soberano Apolo, hijo de Zeus, desató la coraza que aquél llevaba. El estupor se
apoderó del espíritu del héroe, y sus hermosos miembros perdieron la fuerza. Patroclo se
detuvo atónito, y entonces desde cerca clavóle aguda lanza en la espalda, entre los
hombros, el dárdano Euforbo Pantoida; el cual aventajaba a todos los de su edad en el
manejo de la pica, en el arte de guiar un carro y en la veloz carrera, y la primera vez que
se presentó con su carro para aprender a combatir derribó a veinte guerreros de sus carros
respectivos. Éste fue, oh caballero Patroclo, el primero que contra ti despidió su lanza,
pero aún no to hizo sucumbir. Euforbo arrancó la lanza de fresno; y, retrocediendo, se
mezcló con la turba, sin esperar a Patroclo, aunque le viera desarmado; mientras éste,
vencido por el golpe del dios y la lanzada, retrocedía al grupo de sus compañeros para
evitar la muerte.
818 Cuando Héctor advirtió que el magnánimo Patroclo se alejaba y que lo habían
herido con el agudo bronce, fue en su seguimiento, por entre las filas, y le envainó la
lanza en la parte inferior del vientre, que el hierro pasó de parte a parte; y el héroe cayó
con estrépito, causando gran aflicción al ejército aqueo. Como el león acosa en la lucha al
indómito jabalí cuando ambos pelean arrogantes en la cima de un monte por un escaso
manantial donde quieren beber, y el león vence con su fuerza al jabalí, que respira
anhelante, así Héctor Priámida privó de la vida, hiriéndolo de cerca con la lanza, al
esforzado hijo de Menecio, que a tantos había dado muerte. Y blasonando del triunfo,
profirió estas aladas palabras:
830-¡Patroclo! Sin duda esperabas destruir nuestra ciudad, hacer cautivas a las mujeres
troyanas y llevártelas en los bajeles a to patria tierra. ¡Insensato! Los veloces caballos de
Héctor vuelan al combate para defenderlas; y yo, que en manejar la pica sobresalgo entre
los belicosos troyanos, aparto de los míos el día de la servidumbre, mientras que a ti to
comerán los buitres. ¡Ah, infeliz! Ni Aquiles, con ser valiente, to ha socorrido. Cuando
saliste de las naves, donde él se ha quedado, debió de hacerte muchas recomendaciones, y
hablarte de este modo: «No vuelvas a las cóncavas naves, caballero Patroclo, antes de
haber roto la coraza que envuelve el pecho de Héctor, matador de hombres, teñida de
sangre». Así te dijo, sin duda; y tú, oh necio, te dejaste persuadir.
843 Con lánguida voz le respondiste, caballero Patroclo:
844 ¡Héctor! Jáctate ahora con altaneras palabras, ya que te han dado la victoria Zeus
Cronida y Apolo; los cuales me vencieron fácilmente, quitándome la armadura de los
hombros. Si. veinte guerreros como tú me hubiesen hecho frente, todos habrían muerto
vencidos por mi lanza. Matáronme la parca funesta y el hijo de Leto, y, entre los
hombres, Euforbo, y tú llegas el tercero, para despojarme de las armas. Otra cosa voy a
decirte, que fijarás en la memoria. Tampoco tú has de vivir largo tiempo, pues la muerte
y la parca cruel se te acercan, y sucumbirás a manos del eximio Aquiles Eácida.
855 Apenas acabó de hablar, la muerte le cubrió con su manto: el alma voló de los
miembros y descendió al Hades, llorando su suerte porque dejaba un cuerpo vigoroso y
joven. Y el esclarecido Héctor le dijo, aunque muerto le veía:
859-¡Patroclo! ¿Por qué me profetizas una muerte terrible? ¿Quién sabe si Aquiles, hijo
de Tetis, la de hermosa cabellera, no perderá antes la vida, herido por mi lanza?
862 Dichas estas palabras, puso un pie sobre el cadáver, arrancó la broncínea lanza y lo
tumbó de espaldas. Inmediatamente se encaminó, lanza en mano, hacia Automedonte, el
deiforme servidor del Eácida, de pies ligeros, pues deseaba herirlo, pero los veloces
caballos inmortales, que a Peleo le dieron los dioses como espléndido presente, ya to
sacaban de la batalla.
CANTO XVII*
Principalía de Menelao
* Se entabla un encarnizado combate entre aqueos y troyanos para apoderarse de las arenas y el cadáver
de Patroclo. Por fin, Menelao y Meriones, protegidos por los dos Ayante, cargan a sus espaldas con el
cadáver de Patroclo y se lo llevan al campamento.
1 No dejó de advertir el Atrida Menelao, caro a Ares, que Patroclo había sucumbido en
la lid a manos de los troyanos; y, armado de luciente bronce, se abrió camino por los
combatientes delanteros y empezó a moverse en torno del cadáver para defenderlo. Como
la vaca primeriza da vueltas alrededor de su becerrillo mugiendo tiernamente, porque antes
ignoraba lo que era el parto, de semejante manera bullía el rubio Menelao cerca de
Patroclo. Y colocándose delante del muerto, enhiesta la lanza y embrazado el liso escudo,
se aprestaba a matar a quien se le opusiera. Tampoco Euforbo, el hábil lancero hijo de
Pántoo, se descuidó al ver en el suelo al eximio Patroclo, sino que se detuvo a su lado y
dijo a Menelao, caro a Ares:
12 -¡Atrida Menelao, alumno de Zeus, príncipe de hombres! Retírate, suelta el cadáver
y desampara estos sangrientos despojos; pues, en la reñida pelea, ninguno de los troyanos
ni de los auxiliares ilustres envasó su lanza a Patroclo antes que yo lo hiciera. Déjame
alcanzar inmensa gloria entre los troyanos. No sea que, hiriéndote, te quite la dulce vida.
18 Respondióle muy indignado el rubio Menelao:
19-¡Padre Zeus! No es bueno que nadie se vanaglorie con tanta soberbia. Ni la pantera,
ni el león, ni el dañino jabalí que tienen gran ánimo en el pecho y están orgullosos de su
fuerza se presentan tan osados como los hábiles lanceros hijos de Pántoo. Pero el fuerte
Hiperenor, domador de caballos, no siguió gozando de su juventud cuando me aguardó,
después de injuriarme diciendo que yo era el más cobarde de los guerreros dánaos, y no
creo que haya podido volverse con sus pies para regocijar a su esposa y a sus venerandos
padres. Del mismo modo te quitaré la vida a ti, si osas afrontarme, y te aconsejo que
vuelvas a tu ejército y no te pongas delante, pues el necio sólo conoce el mal cuando ya
está hecho.
33 Así habló, sin persuadir a Euforbo, que contestó diciendo:
34 -Menelao, alumno de Zeus, ahora pagarás la muerte de mi hermano, de que canto te
jactas. Dejaste viuda a su mujer en el reciente tálamo; causaste a nuestros padres llanto y
dolor profundo. Yo conseguiría que aquellos infelices cesaran de llorar, si, llevándome to
cabeza y tus armas, las pusiera en las manos de Pántoo y de la divina Frontis. Pero no se
diferirá mucho tiempo el combate, ni quedará sin decidir quién haya de ser el vencedor y
quién el vencido.
43 Dicho esto, dio un bote en el escudo liso del Atrida, pero no pudo romper el bronce,
porque la punta se torció al chocar con el fuerte escudo. El Atrida Menelao acometió, a su
vez, con la pica, orando al padre Zeus, y, al it Euforbo a retroceder, se la clavó en la parte
inferior de la garganta, empujó el asta con la robusta mano y la punta atravesó el delicado
cuello. Euforbo cayó con estrépito, resonaron sus armas y se mancharon de sangre sus
cabellos, semejantes a los de las Gracias, y los rizos, que llevaba sujetos con anillos de
oro y plata. Cual frondoso olivo que, plantado por el Labrador en un lugar solitario donde
abunda el agua, crece hermoso, es mecido por vientos de toda clase y se cubre de blancas
flores; y, viniendo de repente el huracán, te arranca de la tierra y te tiende en el suelo; así
el Atrida Menelao dio muerte a Euforbo, hijo de Pántoo y hábil lancero, y en seguida
comenzó a quitarle la armadura.
61 Como un montaraz león, confiado en su fuerza, coge del rebaño que está paciendo la
mejor vaca, le rompe la cerviz con Los fuertes dientes, y, despedazándola, traga la sangre
y todas las entrañas; y así los perros como los pastores gritan mucho a su alrededor, pero
de lejos, sin atreverse a it contra la fiera porque el pálido temor los domina, de la misma
manera ninguno tuvo bastante ánimo en su pecho para salir al encuentro del glorioso
Menelao. Y el Atrida se habría llevado fácilmente las magníficas armas del Pantoida, si
no te hubiese impedido Febo Apolo; el cual, tomando la figura de Mentes, caudillo de los
cícones, suscitó contra aquél a Héctor, igual al veloz Ares, con estas aladas palabras:
75 -¡Héctor! Tú corres ahora tras lo que no es posible alcanzar: los corceles del
aguerrido Eácida. Difícil es que ninguno ni de los hombres ni de los dioses los sujete y
sea por ellos llevado, fuera de Aquiles, que tiene una madre inmortal. Y en tanto,
Menelao, belicoso hijo de Atreo, que defiende el cadáver de Patroclo, ha muerto a uno de
los más esforzados troyanos, a Euforbo Pantoida, acabando con el impetuoso valor de
este caudillo.
82 El dios, habiendo hablado así, volvió a la batalla. Héctor sintió profundo dolor en las
negras entrañas, ojeó las hileras y vio en seguida al Atrida que despojaba de la espléndida
armadura a Euforbo, y a éste tendido en el suelo y vertiendo sangre por la herida. Acto
continuo, armado como se hallaba de luciente bronce y dando agudos gritos, abrióse paso
por los combatientes delanteros cual si fuese una llama inextinguible encendida por
Hefesto. No le pasó inadvertido al hijo de Atreo, que gimió al oír las voces, y a su
magnánimo espíritu así le dijo:
91 -¡Ay de mí! Si abandono estas magníficas armas y a Patrocio, que por vengarme
yace aquí tendido, temo que se irritará cualquier dánao que to presencie. Y si por
vergüenza peleo con Héctor y Los troyanos, como ellos son muchos y yo estoy solo,
quizás me cerquen; pues Héctor, el de tremolaiite casco, trae aquí a todos Los troyanos.
Mas ¿por qué el corazón me hace pensar en tales cosas? Cuando, oponiéndose a la
divinidad, el hombre lucha con un guerrero protegido por algún dios, pronto le
sobreviene grave daño. Así, pues, ninguno de Los dánaos se irritará conmigo porque me
vean ceder a Héctor, que combate amparado por Las deidades. Pero, si a mis oídos
llegara la voz de Ayante, valiente en la pelea, volvería aquí con él y sólo pensaríamos en
luchar, aunque fuese contra un dios, para ver si lográbamos arrastrar el cadáver y
entregarlo al Pelida Aquiles. Sería esto to mejor para hacer llevaderos los presentes
males.
106 Mientras tales pensamientos revolvía en su mente y en su corazón, llegaron las
huestes de los troyanos, acaudilladas por Héctor. Menelao dejó el cadáver y retrocedió,
volviéndose de cuando en cuando. Como el melenudo león, a quien alejan del establo los
canes y los hombres con gritos y venablos, siente que el corazón audaz se le encoge y
abandona de mala gana el redil; de la misma suerte apartábase de Patroclo el rubio
Menelao, quien, al juntarse con sus amigos, se detuvo, volvió la cara a los troyanos y
buscó con los ojos al gran Ayante, hijo de Telamón. Pronto le distinguió a la izquierda de
la batalla, donde animaba a sus compañeros y les incitaba a pelear, pues Febo Apolo les
había infundido un gran terror. Corrió a encontrarle; y, poniéndose a su lado, le dijo estas
palabras:
120 -¡Ayante! Ven, amigo; apresurémonos a combatir por Patroclo muerto, y quizás
podamos llevar a Aquiles el cadáver desnudo, pues las armas las tiene Héctor, el de
tremolante casco.
123 Así dijo; y conmovió el corazón del aguerrido Ayante, que atravesó al momento las
primeras filas junto con el rubio Menelao. Héctor había despojado a Patroclo de las magníficas
armas y se lo llevaba arrastrando, para separarle con el agudo bronce la cabeza de
los hombros y entregar el cadáver a los perros de Troya. Pero acercósele Ayante con su
escudo como una torre; y Héctor, retrocediendo, llegó al grupo de sus amigos, saltó al
carro y entregó las magníficas armas a los troyanos para que las llevaran a la ciudad,
donde habían de causarle inmensa gloria. Ayante cubrió con su gran escudo al Menecíada
y se mantuvo firme. Como el león anda en torno de sus cachorros cuando llevándolos por
el bosque le salen al encuentro los cazadores, y, haciendo gala de su fuerza, baja los
párpados ocultando sus ojos, de aquel modo corría Ayante alrededor del héroe Patroclo.
En la parte opuesta hallábase el Atrida Menelao, caro a Ares, en cuyo pecho el dolor iba
creciendo.
140 Glauco, hijo de Hipóloco, caudillo de los licios, dirigió entonces la torva faz a
Héctor, y le increpó con estas palabras:
142 -¡Héctor, el de más hermosa figura, muy falto estás del valor que la guerra
demanda! Inmerecida es tu buena fama, cuando solamente sabes huir. Piensa cómo en
adelante defenderás la ciudad y sus habitantes, solo y sin más auxilio que los hombres
nacidos en Ilio. Ninguno de los licios ha de pelear ya con los dánaos en favor de la
ciudad, puesto que para nada se agradece el combatir siempre y sin descanso contra el
enemigo. ¿Cómo, oh cruel, salvarás en la turba a un obscuro combatiente, si dejas que
Sarpedón, huésped y amigo tuyo, llegue a ser presa y botín de los argivos? Mientras estuvo
vivo, prestó grandes servicios a la ciudad y a ti mismo; y ahora no to atreves a
apartar de su cadáver a los perros. Por esto, si los licios me obedecieren, volveríamos a
nuestra patria, y la ruina más espantosa amenazaría a Troya. Mas, si ahora tuvieran los
troyanos el valor audaz a intrépido que suelen mostrar los que por la patria sostienen
contiendas y luchas con los enemigos, pronto arrastraríamos el cadáver de Patroclo hasta
Ilio. Y en seguida que el cuerpo de éste fuera retirado del campo y conducido a la gran
ciudad del rey Príamo, los argivos nos entregarían, para rescatarlo, las hermosas armas de
Sarpedón, y también podríamos llevar a Ilio el cadáver del héroe; pues Patroclo fue
escudero del argivo más valiente que hay en las naves, como asimismo to son sus tropas,
que combaten cuerpo a cuerpo. Pero tú no osaste esperar al magnánimo Ayante, ni resistir
su mirada en la lucha, ni combatir con él, porque to aventaja en fortaleza.
169 Mirándole con torva faz, respondió Héctor, el de tremolante casco:
170 -¡Glauco! ¿Por qué, siendo cual eres, hablas con tanta soberbia? ¡Oh dioses! Te
consideraba como el hombre de más seso de cuantos viven en la fértil Licia, y ahora he
de reprenderte por to que pensaste y dijiste al asegurar que no puedo sostener la
acometida del ingente Ayante. Nunca me espantó la batalla, ni el ruido de los caballos;
pero siempre el pensamiento de Zeus, que lleva la égida, es más eficaz que el de los
hombres, y el dios pone en fuga al varón esforzado y le quita fácilmente la victoria,
aunque él mismo le haya incitado a combatir. Mas, ea, ven acá, amigo, ponte a mi lado,
contempla mis hechos, y verás si seré cobarde en la batalla, como has dicho, aunque dure
todo el día; o si haré que alguno de los dánaos, no obstante su ardimiento y valor, cese de
defender el cadáver de Patroclo.
183 Cuando así hubo hablado, exhortó a los troyanos, dando grandes voces:
184 -¡Troyanos, licios, dánaos, que cuerpo a cuerpo peleáis! Sed hombres, amigos, y
mostrad vuestro impetuoso valor, mientras visto las armas hermosas del eximio Aquiles,
de que despojé al fuerte Patroclo después de matarlo.
188 Dichas estas palabras, Héctor, el de tremolante casco, salió de la funesta lid, y,
corriendo con ligera planta, alcanzó pronto y no muy lejos a sus amigos que llevaban
hacia la ciudad las magníficas armas del hijo de Peleo. Allí, fuera del luctuoso combate
se detuvo y cambió de armadura: entregó la propia a los belicosos troyanos, para que la
dejaran en la sacra Ilio, y vistió las armas divinas del Pelida Aquiles, que los dioses
celestiales dieron a Peleo, y éste, ya anciano, cedió a su hijo, quien no había de usarlas
tanto tiempo que llegara a la vejez llevándolas todavía.
198 Cuando Zeus, que amontona las nubes, vio que Héctor, apartándose, vestía las
armas del divino Pelida, moviendo la cabeza, habló consigo mismo y dijo:
201 «¡Ah, mísero! No piensas en la muerte, que ya se halla cerca de ti, y vistes las
armas divinas de un hombre valentísimo a quien todos temen. Has muerto a su amigo, tan
bueno como fuerte, y le has quitado ignominiosamente la armadura de la cabeza y de los
hombros. Mas todavía dejaré que alcances una gran victoria como compensación de que
Andrómaca no recibirá de tus manos, volviendo tú del combate, las magníficas armas del
Pelión».
209 Dijo el Cronión, y bajó las negras cejas en señal de asentimiento. La armadura de
Aquiles le vino bien a Héctor, apoderóse de éste un terrible furor bélico, y sus miembros
se vigorizaron y fortalecieron; y el héroe, dando recias voces, enderezó sus pasos a los
aliados ilustres y se les presentó con las resplandecientes armas del magnánimo Pelión. Y
acercándose a cada uno para animarlos con sus palabras -a Mestles, Glauco, Medonte,
Tersíloco, Asteropeo, Disénor, Hipótoo, Forcis, Cromio y el augur Énnomo-, los instigó
con estas aladas palabras:
220 -¡Oíd, tribus innúmeras de aliados que habitáis alrededor de Troya! No ha sido por
el deseo ni por la necesidad de reunir una muchedumbre por lo que os he traído de
vuestras ciudades, sino para que defendáis animosamente de los belicosos aqueos a las
esposas y a los tiernos infantes de los troyanos. Con este pensamiento abrumo a mi
pueblo y le exijo dones y víveres para excitar vuestro valor. Ahora cada uno haga frente y
embista al enemigo, ya muera, ya se salve, que tales son los lances de la guerra. Al que
arrastre el cadáver de Patrocio hasta las filas de los troyanos, domadores de caballos, y
haga ceder a Ayante, le daré la mitad de los despojos, reservándome la otra mitad, y su
gloria será tan grande como la mía.
233 Así dijo. Todos arremetieron con las picas levantadas y cargaron sobre los dánaos,
pues tenían grandes esperanzas de arrancar el cuerpo de Patroclo de las manos de Ayante
Telamoníada. ¡Insensatos! Sobre el mismo cadáver, Ayante hizo perecer a muchos de
ellos. Y este héroe dijo entonces a Menelao, valiente en la pelea:
238 -¡Oh amigo, oh Menelao, alumno de Zeus! Ya no espero que salgamos con vida de
esta batalla. Ni temo tanto por el cadáver de Patroclo, que pronto saciará en Troya a los
perros y aves de rapiña, cuanto por tu cabeza y por la mía; pues el nublado de la guerra,
Héctor, todo to cubre, y a nosotros nos espera una muerte cruel. Ea, llama a los más valientes
dánaos, por si alguno to oye.
246 Así dijo. Menelao, valiente en la pelea, no desobedeció; y, alzando recio la voz,
dijo a los dánaos:
248 -¡Oh amigos, capitanes y príncipes de los argivos, los que bebéis en la tienda de los
Atridas Agamenón y Menelao el vino que el pueblo paga, mandáis las tropas y os viene
de Zeus el honor y la gloria! Me es difícil ver a cada uno de los caudillos. ¡Tan grande es
el combate que aquí se ha empeñado! Pero acercaos vosotros, indignándoos en vuestro
corazón de que Patroclo llegue a ser juguete de los perros troyanos.
256 Así dijo. Oyóle en seguida el veloz Ayante de Oileo, y acudió antes que nadie,
corriendo a través del campo. Siguiéronle Idomeneo y su escudero Meriones, igual al
homicida Enialio. ¿Y quién podría retener en la memoria y decir los nombres de cuantos
aqueos fueron llegando para reanimar la pelea?
262 Los troyanos acometieron apinados, con Héctor a su frente. Como en la
desembocadura de un río que las celestiales lluvias alimentan, las ingentes olas chocan
bramando contra la corriente del mismo, refluyen al mar y las altas orillas resuenan en
torno; con una gritería tan grande marchaban los troyanos. Mientras tanto, los aqueos
permanecían firmes alrededor del cadáver del Menecíada, conservando el mismo ánimo y
defendiéndose con los escudos de bronce; y el Cronión rodeó de espesa niebla sus
relucientes cascos, porque nunca había aborrecido al Menecíada mientras vivió y fue
servidor del Eácida, y entonces veía con desagrado que el cadáver pudiera llegar a ser
juguete de los perros troyanos. Por esto el dios incitaba a los compañeros a que lo
defendieran.
274 En un principio, los troyanos rechazaron a los aqueos, de ojos vivos, y éstos,
desamparando al muerto, huyeron espantados. Y si bien los altivos troyanos no
consiguieron matar con sus lanzas a ningún aqueo, como deseaban, empezaron a arrastrar
el cadáver. Poco tiempo debían los aqueos permanecer alejados de éste, pues los hizo
volver Ayante; el cual, así por su figura, como por sus obras, era el mejor de los dánaos,
después del eximio Pelión. Atravesó el héroe las primeras Filas, y parecido por su
bravura al jabalí que en el monte dispersa fácilmente, dando vueltas por los matorrales, a
los perros y a los florecientes mancebos, de la misma manera el esclarecido Ayante, hijo
del ilustre Telamón, acometió y dispersó las falanges de troyanos que se agitaban en
torno de Patroclo con el decidido propósito de llevarlo a la ciudad y alcanzar gloria.
288 Hipótoo, hijo preclaro del pelasgo Leto, había atado una correa a un tobillo de
Patroclo, alrededor de los tendones; y arrastraba el cadáver por el pie, a través del reñido
combate, para congraciarse con Héctor y los troyanos. Pronto le ocurrió una desgracia, de
que nadie, por más que to deseara, pudo librarlo. Pues el hijo de Telamón, acometiéndole
por entre la turba, le hirió de cerca por el casco de broncíneas carrilleras: el casco,
guarnecido de un penacho de crines de caballo, se quebró al recibir el golpe de la gran
lanza manejada por la robusta mano; el cerebro fluyó sanguinolento por la herida, a lo
largo del asta; el guerrero perdió las fuerzas, dejó escapar de sus manos al suelo el pie del
magnánimo Patroclo, y cayó de pechos, junto al cadáver, lejos de la fértil Larisa; y así no
pudo pagar a sus progenitores la crianza, ni fue larga su vida, porque sucumbió vencido
por la lanza del magnánimo Ayante. A su vez, Héctor arrojó la reluciente lanza a Ayante,
pero éste, al notarlo, hurtó un poco el cuerpo, y la broncínea arma alcanzó a Esquedio,
hijo del magnánimo ífito y el más valiente de los focios, que tenía su casa en la célebre
Panopeo y reinaba sobre muchos hombres: clavóse la broncínea punta debajo de la
clavícula y, atravesándola, salió por la extremidad del hombro. El guerrero cayó con
estrépito, y sus armas resonaron.
312 Ayante hirió en medio del vientre al aguerrido Forcis, hijo de Fénope, que defendía
el cadáver de Hipótoo; y el bronce rompió la cavidad de la coraza y desgarró las entrañas:
el troyano, caído en el polvo, cogió el suelo con las manos. Arredráronse los
combatientes delanteros y el esclarecido Héctor; y los argivos dieron grandes voces,
retiraron los cadáveres de Forcis y de Hipótoo, y quitaron de sus hombros las respectivas
armaduras.
319 Entonces los troyanos hubieran vuelto a entrar en Ilio, acosados por los belicosos
aqueos y vencidos por su cobardía; y los argivos hubiesen alcanzado gloria, contra la voluntad
de Zeus, por su fortaleza y su valor; pero el mismo Apolo instigó a Eneas,
tomando la figura del heraldo Perifante Epítida, que había envejecido ejerciendo de
pregonero en la casa del padre del héroe y sabía dar saludables consejos. Así
transfigurado, habló Apolo, hijo de Zeus, diciendo:
327 -¡Eneas! ¿De qué modo podríais salvar la excelsa Ilio, hasta si un dios se opusiera?
Como he visto hacerlo a otros varones que confiaban en su fuerza y vigor, en su bravura
y en la muchedumbre de tropas formadas por un pueblo intrépido. Mas, al presente, Zeus
desea que la victoria quede por vosotros y no por los dánaos; y vosotros huís temblando,
sin combatir.
333 Así dijo. Eneas, como viera delante de sí a Apolo, el que hiere de lejos, le
reconoció, y a grandes voces dijo a Héctor:
335 -¡Héctor y demás caudillos de los troyanos y sus aliados! Es una vergüenza que
entremos en Ilio, acosados por los belicosos aqueos y vencidos por nuestra cobardía. Una
deidad ha venido a decirme que Zeus, el árbitro supremo, será aún nuestro auxiliar en la
batalla. Marchemos, pues, en derechura a los dánaos, para que no se lleven
tranquilamente a las naves el cadáver de Patroclo.
342 Así habló; y, saltando mucho más allá de los combatientes delanteros, se detuvo.
Los troyanos volvieron la cara y afrontaron a los aqueos. Entonces Eneas dio una lanzada
a Leócrito, hijo de Arisbante y compañero valiente de Licomedes. Al verlo derribado en
tierra, compadecióse Licomedes, caro a Ares; y, parándose muy cerca del enemigo, arrojó
la reluciente lanza, hirió en el hígado, debajo del diafragma, a Apisaón Hipásida, pastor
de hombres, y le dejó sin vigor las rodillas: este guerrero procedía de la fértil Peonia, y
era, después de Asteropeo, el que más descollaba en el combate. Vioto caer el belicoso
Asteropeo, y, apiadándose, corrió hacia él, dispuesto a pelear con los dánaos. Mas no le
fue posible; pues cuantos rodeaban por todas partes a Patroclo se cubrían con los escudos
y calaban las lamas. Ayante recorría las filas y daba muchas órdenes: mandaba que
ninguno retrocediese, abandonando el cadáver, ni combatiendo se adelantara a los demás
aqueos, sino que todos rodearan al muerto y pelearan de cerca. Así se lo encargaba el
ingente Ayante. La tierra estaba regada de purpúrea sangre y caían muertos, unos en pos
de otros, muchos troyanos, poderosos auxiliares, y dánaos; pues estos últimos no
peleaban sin derramar sangre, aunque perecían en mucho menor número porque cuidaban
siempre de defenderse recíprocamente en medio de la turba, para evitar la cruel muerte.
366 Así combatían, con el ardor del fuego. No hubieras dicho que aún subsistiesen el
sol y luna, pues hallábanse cubiertos por la niebla todos los guerreros ilustres que
peleaban alrededor del cadáver del Menecíada. Los restantes troyanos y aqueos, de
hermosas grebas, libres de la obscuridad, luchaban al cielo sereno: los vivos rayos del sol
herían el campo, sin que apareciera ninguna nube sobre la tierra ni en las montañas, y
ellos combatían y descansaban alternativamente, hallándose a gran distancia unos de
otros y procurando librarse de los dolorosos tiros que les dirigían los contrarios. Y en
tanto, los del centro padecían muchos males a causa de la niebla y del combate, y los más
valientes estaban dañados por el cruel bronce. Dos varones insignes, Trasimedes y Antíloco,
ignoraban aún que el eximio Patroclo hubiese muerto y creían que, vivo aún,
luchaba con los troyanos en la primera fila. Ambos, aunque estaban en la cuenta de que
sus compañeros eran muertos o derrotados, peleaban separadamente de los demás; que
así se to había ordenado Néstor, cuando desde las negras naves los envió a la batalla.
384 Todo el día sostuvieron la gran contienda y el cruel combate. Cansados y sudosos
tenían las rodillas, las piernas y más abajo los pies, y manchados de polvo las manos y los
ojos, cuantos peleaban en torno del valiente servidor del Eácida, de pies ligeros. Como un
hombre da a los obreros, para que la estiren, una piel grande de toro cubierta de grasa, y
ellos, cogiéndola, se distribuyen a su alrededor, y tirando todos sale la humedad, penetra
la grasa y la piel queda perfectamente extendida por todos lados, de la misma manera
tiraban aquéllos del cadáver acá y acullá, en un reducido espacio, y tenían grandes
esperanzas de arrastrarlo los troyanos hacia Ilio, y los aqueos a las cóncavas naves. Un
tumulto feroz se producía alrededor del muerto; y ni Ares, que enardece a los guerreros,
ni Atenea por airada que estuviera, habrían hallado nada que baldonar, si to hubiesen
presenciado: tare funesto combate de hombres y caballos suscitó Zeus aquel día sobre el
cadáver de Patroclo. El divino Aquiles ignoraba aún la muerte del héroe, porque la pelea
se había empeñado muy lejos de las veleras naves, al pie del muro de Troya. No se
figuraba que hubiese muerto, sino que después de acercarse a las puertas volvería vivo;
porque tampoco esperaba que llegara a tomar la ciudad, ni solo, ni con él mismo. Así se
to había oído muchas veces a su madre cuando, hablándole separadamente de los demás,
le revelaba el pensamiento del gran Zeus. Pero entonces la diosa no le anunció la gran
desgracia que acababa de ocurrir: la muerte del compañero a quien más amaba.
412 Los combatientes, blandiendo afiladas lanzas, se acometían continuamente
alrededor del cadáver; y unos a otros se mataban. Y hubo quien entre los aqueos, de
broncíneas corazas, habló de esta manera:
415 -¡Oh amigos! No sería para nosotros acción gloriosa la de volver a las cóncavas
naves. Antes la negra tierra se nos trague a todos; que preferible fuera, si hemos de
permitir a los troyanos, domadores de caballos, que arrastren el cadáver a la ciudad y
alcancen gloria.
420 Y a su vez alguno de los magnánimos troyanos así decía:
421 -¡Oh amigos! Aunque la parca haya dispuesto que sucumbamos todos junto a ese
hombre, nadie abandone la batalla.
423 Con tales palabras excitaban el valor de sus compañeros. Seguía el combate, y el
férreo estrépito llegaba al cielo de bronce, a través del infecundo éter.
426 Los corceles de Aquiles lloraban, fuera del campo de la batalla, desde que supieron
que su auriga había sido postrado en el polvo por Héctor, matador de hombres. Por más
que Automedonte, hijo valiente de Diores, los aguijaba con el flexible látigo y les dirigía
palabras, ya suaves, ya amenazadoras; ni querían volver atrás, a las naves y al vasto
Helesponto, ni encaminarse hacia los aqueos que estaban peleando. Como la columna se
mantiene firme sobre el túmulo de un varón difunto o de una matrona, tan inmóviles
permanecían aquéllos con el magnífico carro. Inclinaban la cabeza al suelo, de sus
párpados caían a tierra ardientes lágrimas con que lloraban la pérdida del auriga, y las
lozanas crines estaban manchadas y caídas a ambos lados del yugo.
441 A1 verlos llorar, el Cronión se compadeció de ellos, movió la cabeza, y, hablando
consigo mismo, dijo:
443 «¡Ah, infelices! ¿Por qué os entregamos al rey Peleo, a un mortal, estando vosotros
exentos de la vejez y de la muerte? ¿Acaso para que tuvieseis penas entre los míseros
mortales? Porque no hay un ser más desgraciado que el hombre, entre cuantos respiran y
se mueven sobre la tierra. Héctor Priámida no será llevado por vosotros en el labrado
carro; no lo permitiré. ¿Por ventura no es bastante que se haya apoderado de las armas y
se gloríe de esta manera? Daré fuerza a vuestras rodillas y a vuestro espíritu, para que
llevéis salvo a Automedonte desde la batalla a las cóncavas naves; y concederé gloria a
los troyanos, los cuales seguirán matando hasta que lleguen a las naves de muchos
bancos, se ponga el sol y la sagrada obscuridad sobrevenga.»
456 Así diciendo, infundió gran vigor a los caballos: sacudieron éstos el polvo de las
crines y arrastraron velozmente el ligero carro hacia los troyanos y los aqueos.
Automedonte, aunque afligido por la suerte de su compañero, quería combatir desde el
carro, y con los corceles se echaba sobre los enemigos como el buitre sobre los ánsares; y
con la misma facilidad huía del tumulto de los troyanos, que arremetía a la gran turba de
ellos para seguirles el alcance. Pero no mataba hombres cuando se lanzaba a perseguir,
porque, estando solo en el sagrado asiento, no le era posible acometer con la lanza y
sujetar al mismo tiempo los veloces caballos. Viole al fin su compañero Alcimedonte,
hijo de Laerces Hemónida; y, poniéndose detrás del carro, dijo a Automedonte:
469 -¡Automedonte! ¿Qué dios te ha sugerido tan inútil propósito dentro del pecho y to
ha privado de te buen juicio? ¿Por qué, estando solo, combates con los troyanos en la primera
fila? Tu compañero recibió la muerte, y Héctor se vanagloria de cubrir sus hombros
con las armas del Eácida.
474 Respondióle Automedonte, hijo de Diores:
475 -¡Alcimedonte! ¿Cuál otro aqueo podría sujetar o aguijar estos caballos inmortales
mejor que tú, si no fuera Patroclo, consejero igual a los dioses, mientras estuvo vivo?
Pero ya la muerte y la parca to alcanzaron. Recoge el látigo y las lustrosas riendas, y yo
bajaré del carro para combatir.
481 Así dijo. Alcimedonte, subiendo en seguida al veloz carro, empuñó el látigo y las
riendas, y Automedonte saltó a tierra. Advirtiólo el esclarecido Héctor; y al momento dijo
a Eneas, que a su lado estaba:
485 -¡Eneas, consejero de los troyanos, de broncíneas corazas! Advierto que los
corceles del Eácida, ligero de pies, aparecen nuevamente en la lid guiados por aurigas
débiles. Y creo que me apoderaría de los mismos, si tú quisieras ayudarme; pues,
arremetiendo nosotros a los aurigas, éstos no se.. atreverán a resistir ni a pelear frente a
frente.
491 Así dijo; y el valeroso hijo de Anquises no dejó de obedecerle. Ambos pasaron
adelante, protegiendo sus hombros con sólidos escudos de pieles secas de buey, cubiertas
con gruesa capa de bronce. Siguiéronles Cromio y el deiforme Areto, que tenían grandes
esperanzas de matar a los aurigas y llevarse los corceles de erguido cuello. ¡Insensatos!
No sin derramar sangre habían de escapar de Automedonte. Éste, orando al padre Zeus,
llenó de fuerza y vigor las negras entrañas; y en seguida dijo a Alcimedonte, su fiel
compañero:
501-¡Alcimedonte! No tengas los caballos lejos de mí; sino tan cerca, que sienta su
resuello sobre mi espalda. Creo que Héctor Priámida no calmará su ardor hasta que suba
al carro de Aquiles y gobierne los corceles de hermosas crines, después de darnos muerte
a nosotros y desbaratar las filas de los guerreros argivos; o él mismo sucumba, peleando
con los combatientes delanteros.
507 Así habiendo hablado, llamó a los dos Ayantes y a Menelao:
508 -¡Ayantes, caudillos de los argivos! ¡Menelao! Dejad a los más fuertes el cuidado
de rodear al muerto y defenderlo, rechazando las haces enemigas; y venid a librarnos del
día cruel a nosotros que aún vivimos, pues se dirigen a esta parte, corriendo por el
luctuoso combate, Héctor y Eneas, que son los más valientes de los troyanos. En la mano
de los dioses está to que haya de ocurrir. Yo arrojaré mi lanza, y Zeus se cuidará del
resto.
516 Dijo; y, blandiendo la ingente lanza, acertó a dar en el escudo liso de Areto, que no
logró detener a aquélla: atravesólo la punta de bronce, y rasgando el cinturón se clavó en
el empeine del guerrero. Como un joven hiere con afilada segur a un buey montaraz por
detrás de las astas, le corta el nervio y el animal da un salto y cae, de esta manera el
troyano saltó y cayó boca arriba y la lanza aguda, vibrando aún en sus entrañas, dejóle sin
vigor los miembros.- Héctor arrojó la reluciente lanza contra Automedonte, pero éste,
como la viera venir, evitó el golpe inclinándose hacia adelante: la fornida lanza se clavó
en el suelo detrás de él, y el regatón temblaba; pero pronto la impetuosa arma perdió su
fuerza. Y se atacaron de cerca con las espadas, si no les hubiesen obligado a separarse los
dos Ayantes; los cuales, enardecidos, abriéronse paso por la turba y acudieron a las voces
de su amigo. Temiéronlos Héctor, Eneas y el deiforme Cromio, y, retrocediendo, dejaron
a Areto, que yacía en el suelo con el corazón traspasado. Automedonte, igual al veloz
Ares, despojóle de las armas y, gloriándose, pronunció estas palabras:
538 -El pesar de mi corazón por la muerte del Menecíada se ha aliviado un poco;
aunque le es inferior el varón a quien he dado muerte.
540 Así diciendo, tomó y puso en el carro los sangrientos despojos; y en seguida subió
al mismo, con los pies y las manos ensangrentados como el león que ha devorado un toro.
543 De nuevo se trabó una pelea encarnizada, funesta, luctuosa, en torno de Patroclo.
Excitó la lid a Atenea, que vino del cielo, enviada a socorrer a los dánaos por el
largovidente Zeus, cuya mente había cambiado. De la suerte que Zeus tiende en el cielo
el purpúreo arco iris, como señal de una guerra o de un invierno tan frío que obliga a
suspender las labores del campo y entristece a los rebaños, de este modo la diosa,
envuelta en purpúrea nube, penetró por las tropas aqueas y animó a cada guerrero.
Primero enderezó sus pasos hacia el fuerte Menelao, hijo de Atreo, que se hallaba cerca;
y, tomando la figura y voz infatigable de Fénix, le exhortó diciendo:
556 -Sería para ti, oh Menelao, motivo de vergüenza y de oprobio que los veloces
perros despedazaran cerca del muro de Troya el cadáver de quien fue compañero fiel del
ilustre Aquiles. ¡Combate denodadamente y anima a todo el ejército!
56o Respondióle Menelao, valiente en la pelea:
561 -¡Padre Fénix, anciano respetable! Ojalá Atenea me infundiese vigor y me librase
del ímpetu de los tiros. Yo quisiera ponerme al lado de Patroclo y defenderlo, porque su
muerte conmovió mucho mi corazón; pero Héctor tiene la terrible fuerza de una llama, y
no cesa de matar con el bronce, protegido por Zeus, que le da gloria.
567 Así dijo. Atenea, la diosa de ojos de lechuza, holgándose de que aquél la invocara
la primera entre todas las deidades, le vigorizó los hombros y las rodillas, a infundió en
su pecho la audacia de la mosca, la cual, aunque sea ahuyentada repetidas veces, vuelve a
picar porque la sangre humana le es agradable; de una audacia semejante llenó la diosa
las negras entrañas del héroe. Encaminóse Menelao hacia el cadáver de Patroclo y
despidió la reluciente lanza. Hallábase entre los troyanos Podes, hijo de Eetión, rico y
valiente, a quien Héctor honraba mucho en la ciudad porque era su compañero querido en
los festines; a éste, que ya emprendía la fuga, atravesólo el rubio Menelao con la
broncínea lanza que se clavó en el ceñidor, y el troyano cayó con estrépito. A1 punto, el
Atrida Menelao arrastró el cadáver desde los troyanos adonde se hallaban sus amigos.
582 Apolo incitó a Héctor, poniéndose a su lado después de tomar la figura de Fénope
Asíada; éste tenía la casa en Abides, y era para el héroe el más querido de sus huéspedes.
Así transfigurado, dijo Apolo, el que hiere de lejos:
586 -¡Héctor! ¿Cuál otro aqueo te temerá, cuando huyes temeroso ante Menelao, que
siempre fue guerrero débil y ahora él solo ha levantado y se lleva fuera del alcance de los
troyanos el cadáver de tu fiel amigo a quien mató, del que peleaba con denuedo entre los
combatientes delanteros, de Podes, hijo de Eetión?
591 Así dijo, y negra nube de pesar envolvió a Héctor, que en seguida atravesó las
primeras filas, cubierto de reluciente bronce. Entonces el Cronida tomó la esplendorosa
égida floqueada, cubrió de nubes el Ida, relampagueó y tronó fuertemente, agitó la égida,
y die la victoria a los troyanos, poniendo en fuga a los aqueos.
597 El primero que huyó fue Penéleo, el beocio, per haber recibido, vuelto siempre de
cara a los troyanos, una herida leve en el hombre; y Polidamante, acercándose a él, le
arrojó la lanza, que desgarró la piel y llegó hasta el hueso.- Héctor, a su vez, hirió en la
muñeca y dejó fuera de combate a Leito, hijo del magnánimo Alectrión; el cual huyó
espantado y mirando en torno suyo, porque ya no esperaba que con la lanza en la mano
pudiese combatir con los troyanos.- Contra Héctor, que perseguía a Leito, arrojó
Idomeneo su lanza y le dio un bote en el peto de la coraza, junto a la tetilla; pero
rompióse aquélla en la unión del asta con el hierro; y los troyanos gritaron. Héctor
despidió su lama contra Idomeneo Deucálida, que iba en un carro; y por poco no acertó a
herirlo; pero el bronce se clavó en Cérano, escudero y auriga de Meriones, a quien acompañaba
desde que partieron de la bien construida Licto. Idomeneo salió aquel día de las
corvas naves al campo, como infante; y hubiera procurado a los troyanos un gran triunfo,
si no hubiese llegado Cérano guiando los veloces corceles: éste fue su salvador, porque le
libró del día cruel al perder la vida a manos de Héctor, matador de hombres. A Cérano,
pues, hirióle Héctor debajo de la quijada y de la oreja: la punta de la lanza hizo saltar los
dientes y atravesó la lengua. El guerrero cayó del carro, y dejó que las riendas vinieran al
suelo. Meriones, inclinándose, recogiólas, y dijo a Idomeneo:
622 -Aquija con el látigo los caballos hasta que llegues a las veleras naves; pues ya tú
mismo conoces que no serán los aqueos quienes alcancen la victoria.
624 Así habló; a Idomeneo fustigó los corceles de hermosas crines, guiándolos hacia
las cóncavas naves, porque el temor había entrado en su corazón.
626 No les pasó inadvertido al magnánimo Ayante y a Menelao que Zeus otorgaba a los
troyanos la inconstante victoria. Y el gran Ayante Telamonio fue el primero en decir:
629 -¡Oh dioses! Ya hasta el más simple conocería que el padre Zeus favorece a los
troyanos. Los tiros de todos ellos, sea cobarde o valiente el que dispara, no yerran el
blanco, porque Zeus los encamina; mientras que los nuestros caen al suelo sin dañar a
nadie. Ea, pensemos cómo nos será más fácil sacar el cadáver y volvernos, para regocijar
a nuestros amigos; los cuales deben de atligirse mirando hacia acá, y sin duda piensan
que ya no podemos resistir la fuerza y las invictas manes de Héctor, matador de hombres,
y pronto tendremos que caer en las negras naves. Ojalá algún amigo avisara rápidamente
al Pelida, pues no creo que sepa la infausta nueva de que ha muerto su compañero amado.
Pero no puedo distinguir entre los aqueos a nadie capaz de hacerlo, cubiertos como están
por densa niebla hombres y caballos. ¡Padre Zeus! ¡Libra de la espesa niebla a los
aqueos, serena el cielo, concede que nuestros ojos vean, y destrúyenos en la luz, ya que
así te place!
648 Así dijo; y el padre, compadecido de verle derramar lágrimas, disipó en el acto la
obscuridad y apartó la niebla. Brilló el sol y toda la batalla quedó alumbrada. Y entonces
dijo Ayante a Menelao, valiente en la pelea:
651 -Mira ahora, Menelao, alumno de Zeus, si ves a Antíloco, hijo del magnánimo
Néstor, vivo aún; y envíale para que vaya corriendo a decir al belicoso Aquiles que ha
muerto su compañero más amado.
655 Así dijo; y Menelao, valiente en la pelea, obedeció y se fue, como se aleja del
establo un león después de irritar a los canes y a los hombres que, vigilando toda la
noche, no le han dejado comer los pingües bueyes -el animal, ávido de carne, acomete,
pero nada consigue porque audaces manos le arrojan muchos venablos y teas encendidas
que le hacen temer, aunque está enfurecido-; y al despuntar la aurora se va con el corazón
atligido: de tan mala gana, Menelao, valiente en la pelea, se apartaba de Patroclo, porque
sentía gran temor de que los aqueos, vencidos por el fuerte miedo, lo dejaran y fuera
presa de los enemigos. Y se lo recomendó mucho a Meriones y a los Ayantes,
diciéndoles:
669 -¡Ayantes, caudillos de los argivos! ¡Meriones! Acordaos ahora de la mansedumbre
del mísero Patroclo, el cual supo ser amable con todos mientras gozó de vida. Pero ya la
muerte y la parca le alcanzaron.
673 Dicho esto, el rubio Menelao partió mirando a todas partes como el águila (el ave,
según dicen, de vista más perspicaz entre cuantas vuelan por el cielo), a la cual, aun
estando en las alturas, no le pasa inadvertida una liebre de pies ligeros echada debajo de
un arbusto frondoso, y se abalanza a ella y en un instante la coge y le quita la vida; del
mismo modo, oh Menelao, alumno de Zeus, tus brillantes ojos dirigíanse a todos lados,
por la turba numerosa de los compañeros, para ver si podrías hallar vivo al hijo de Néstor.
Pronto le distinguió a la izquierda del combate, donde animaba a sus compañeros y les
incitaba a pelear. Y deteniéndose a su lado, hablóle así el rubio Menelao:
685 -¡Ea, ven acá, Antíloco, alumno de Zeus, y sabrás una infausta nueva que ojalá no
debiera darte! Creo que tú mismo conocerás, con sólo tender la vista, que un dios nos
manda la derrota a los dánaos y que la victoria es de los troyanos. Ha muerto el más
valiente aqueo, Patroclo, y los dánaos le echan muy de menos. Corre hacia las naves
aqueas y anúncialo a Aquiles; por si, dándose prisa en venir, puede llevar a su bajel el
cadáver desnudo, pues las armas las tiene Héctor, el de tremolante casco.
694 Así dijo. Estremecióse Antíloco al oírle, estuvo un buen rato sin poder hablar,
llenáronse de lágrimas sus ojos y la voz sonora se le cortó. Mas no por esto descuidó de
cumplir la orden de Menelao: entregó las armas a Laódoco, el eximio compañero que a su
lado regía los solípedos caballos, y echó a correr.
700 Llevado por sus pies fuera del combate, fuese llorando a dar al Pelida Aquiles la
triste noticia. Y a ti, oh Menelao, alumno de Zeus, no te aconsejó el ánimo que te
quedaras a11í para socorrer a los fatigados compañeros de Antíloco, aunque los pilios
echaban muy de menos a su jefe. Envióles, pues, el divino Trasimedes; y volviendo a la
carrera hacia el cadáver del héroe Patroclo, se detuvo junto a los Ayantes, y en seguida
les dijo:
708 -Ya he enviado a aquél a las veleras naves, para que se presente a Aquiles, el de los
pies ligeros; pero no creo que Aquiles venga en seguida, por más airado que esté con el
divino Héctor, porque sin armas no podrá combatir con los troyanos. Pensemos nosotros
mismos cómo nos será más fácil sacar el cadáver y librarnos, en la lucha con los
troyanos, de la muerte y la parca.
715 Respondióle el gran Ayante Telamonio:
716 -Oportuno es cuanto dijiste, ínclito Menelao. Tú y Meriones introducíos
prontamente, levantad el cadáver y sacadlo de la lid. Y nosotros dos, que tenernos igual
ánimo, llevamos el mismo nombre y siempre hemos sostenido juntos el vivo combate, os
seguiremos, peleando a vuestra espalda con los troyanos y el divino Héctor.
722 Así dijo. Aquéllos cogieron al muerto y alzáronlo muy alto; y gritó el ejército
troyano al ver que los aqueos levantaban el cadáver. Arremetieron los troyanos como los
perros que, adelantándose a los jóvenes cazadores, persiguen al jabalí herido; así como
éstos corren detrás del jabalí y anhelan despedazarlo, pero, cuando el animal, fiado en su
fuerza, se vuelve, retroceden y espantados se dispersan; del mismo modo los troyanos
seguían en tropel y herían a los aqueos con las espadas y lanzas de doble filo; pero,
cuando los Ayantes volvieron la cara y se detuvieron, a todos se les mudó el color del
semblante y ninguno osó adelantarse para disputarles el cadáver.
733 De tal manera ambos caudillos llevaban presurosos el cadáver desde la batalla
hacia las cóncavas naves. Tras ellos suscitóse feroz combate: como el fuego que prende
en una ciudad, se levanta de pronto y resplandece, y las caws se arruinan entre grandes
llamas que el viento, enfurecido, mueve; de igual suerte, un horrísono tumulto de caballos
y guerreros acompañaba a los que se iban retirando. Así como mulos vigorosos sacan del
monte y arrastran por áspero camino una viga o un gran tronco destinado a mástil de
navío, y apresuran el paso, pero su ánimo está abatido por el cansancio y el sudor: de la
misma manera ambos caudillos transportaban animosamente el cadáver. Detrás de ellos,
los Ayantes contenían a los troyanos como el valladar selvoso extendido por gran parte
de la llanura refrena las corrientes perjudiciales de los ríos de curso arrebatado, les hace
torcer el camino y les señala el cauce por donde todos han de correr, y jamás los ríos
pueden romperlo con la fuerza de sus aguas; de semejante modo, los Ayantes apartaban a
los troyanos que les seguían peleando, especialmente Eneas Anquisíada y el preclaro
Héctor. Como vuela una bandada de estorninos o grajos, dando horribles chillidos,
cuando ven al gavilán que trae la muerte a los pajarillos, así entonces los aqueos,
perseguidos por Eneas y Héctor, corrían chillando horriblemente y se olvidaban de
combatir. Muchas armas hermosas de los dánaos fugitivos cayeron en el foso o en sus
orillas, y la batalla continuaba sin intermisión alguna.
CANTO XVIII *
Fabricación de las armas
* Aquiles, al enterarse de la noticia de la muerte de su amigo Patroclo, ansía vengarlo. Su madre, Tetis,
pide a Hefesto que fabrique un escudo que reemplace al que Héctor tomó como botín del cadáver de
Patroclo.
1 Mientras los troyanos y los aqueos combatían con el ardor de abrasadora llama,
Antíloco, mensajero de veloces pies, fue en busca de Aquiles. Hallóle junto alas naves, de
altas popas, y ya el héroe presentía lo ocurrido; pues, gimiendo, a su magnánimo espíritu
así le hablaba:
6 -¡Ay de mí! ¿Por qué los melenudos aqueos vuelven a ser derrotados, y corren
aturdidos por la llanura con dirección a las naves? Temo que los dioses me hayan
causado la desgracia cruel para mi corazón, que me anunció mi madre diciendo que el
más valiente de los mirmidones dejaría de ver la luz del sol, a manos de los troyanos,
antes de que yo falleciera. Sin duda ha muerto el esforzado hijo de Menecio. ¡Infeliz! Yo
le mandé que, tan pronto como apartase el fuego enemigo, regresara a los bajeles y no
quisiera pelear valerosamente con Héctor.
15 Mientras tales pensamientos revolvía en su mente y en su corazón, llegó el hijo del
ilustre Néstor; y, derramando ardientes lágrimas, diole la triste noticia:
18-¡Ay de mí, hijo del aguerrido Peleo! Sabrás una infausta nueva, una cosa que no
hubiera de haber ocurrido. Patroclo yace en el suelo, y troyanos y aqueos combaten en
torno del cadáver desnudo, pues Héctor, el de tremolante casco, tiene la armadura.
22 Así dijo; y negra nube de pesar envolvió a Aquiles. El héroe cogió ceniza con ambas
manos, derramóla sobre su cabeza, afeó el gracioso rostro y la negra ceniza manchó la divina
túnica; después se tendió en el polvo, ocupando un gran espacio, y con las manos se
arrancaba los cabellos. Las esclavas que Aquiles y Patroclo habían cautivado salieron
afligidas; y, dando agudos gritos, fueron desde la puerta a rodear a Aquiles; todas se
golpeaban el pecho y sentían desfallecer sus miembros. Antíloco también se lamentaba,
vertía lágrimas y tenía de las manos a Aquiles, cuyo gran corazón deshacíase en suspiros,
por el temor de que se cortase la garganta con el hierro. Dio Aquiles un horrendo gemido;
oyóle su veneranda madre, que se hallaba en el fondo del mar, junto al padre anciano, y
prorrumpió en sollozos; y cuantas diosas nereidas había en aquellas profundidades, todas
se congregaron a su alrededor. Allí estaban Glauce, Talía, Cimódoce, Nesea, Espío, Toe,
Halia, la de ojos de novilla, Cimótoe, Actea, Limnorea, Mélite, Yera, Anfítoe, Ágave,
Doto, Proto, Ferusa, Dinámene, Dexámene, Anfínome, Calianira, Dóride, Pánope, la
célebre Galatea, Nemertes, Apseudes, Calianasa, Clímene, Yanira, Yanasa, Mera, Oritía,
Amatía, la de hermosas trenzas, y las restantes nereidas que habitan en el hondo del mar.
La blanquecina gruta se llenó de ninfas, y todas se golpeaban el pecho. Y Tetis, dando
principio a los lamentos, exclamó:
52 -Oíd, hermanas nereidas, para que sepáis cuántas penas sufre mi corazón. ¡Ay de mí,
desgraciada! ¡Ay de mí, madre infeliz de un valiente! Parí a un hijo ilustre, fuerte a
insigne entre los héroes, que creció semejante a un árbol; le crié como a una planta en
terreno fértil y to mandé a Ilio en las corvas naves para que combatiera con los troyanos;
y ya no le recibiré otra vez, porque no volverá a mi casa, a la mansión de Peleo. Mientras
vive y ve la luz del sol está angustiado, y no puedo, aunque a él me acerque, llevarle
socorro. Iré a ver al hijo querido y me dirá qué pesar le aflige ahora que no interviene en
las batallas.
65 Así diciendo, salió de la gruta; las nereidas la acompañaron llorosas, y las olas del
mar se rompían en torno de ellas. Cuando llegaron a la fértil Troya, subieron todas a la
playa donde las muchas naves de los mirmidones habían sido colocadas junto a la del
veloz Aquiles. La veneranda madre se acercó al héroe, que suspiraba profundamente; y,
rompiendo el aire con agudos clamores, abrazóle la cabeza, y en tono lastimero
pronunció estas aladas palabras:
73 -¡Hijo! ¿Por qué lloras? ¿Qué pesar te ha llegado al alma? Habla; no me to ocultes.
Zeus ha cumplido lo que tú, levantando las manos, le pediste: que todos los aqueos,
privados de ti, fueran acorralados junto a las naves y padecieran vergonzosos desastres.
78 Exhalando profundos suspiros, contestó Aquiles, el de los pies ligeros:
79 -¡Madre mía! El Olímpico, efectivamente, lo ha cumplido; pero ¿qué placer puede
producirme, habiendo muerto Patroclo, el fiel amigo a quien apreciaba sobre todos los
compañeros y tanto como a mi propia cabeza? Lo he perdido, y Héctor, después de
matarlo, le despojó de las armas prodigiosas, encanto de la vista, magníficas, que los
dioses regalaron a Peleo, como espléndido presente, el día en que lo colocaron en el
tálamo de un hombre mortal. Ojalá hubieras seguido habitando en el mar con las
inmortales ninfas, y Peleo hubiese tomado esposa mortal. Mas no sucedió así, para que
sea inmenso el dolor de tu alma cuando muera tu hijo, a quien ya no recibirás vuelto a la
patria, pues mi ánimo no me incita a vivir, ni a permanecer entre los hombres, si Héctor
no pierde la vida, atravesado por mi lanza, recibiendo de este modo la condigna pena por
la muerte de Patroclo Menecíada.
94 Respondióle Tetis, derramando lágrimas:
95 -Breve será tu existencia, a juzgar por lo que dices, pues la muerte te aguarda así que
Héctor perezca.
97 Contestó muy afligido Aquiles, el de los pies ligeros:
9e -Muera yo en el acto, ya que no pude socorrer al amigo cuando lo mataron: ha
perecido lejos de su país y sin tenerme al lado para que le librara de la desgracia. Ahora,
puesto que no he de volver a la patria tierra, ni he salvado a Patroclo ni a los muchos
amigos que murieron a manos del divino Héctor, permanezco en las naves cual inútil
peso de la tierra, siendo tal en la batalla como ninguno de los aqueos, de broncíneas
corazas, pues en el ágora otros me superan. Ojalá pereciera la discordia para los dioses y
para los hombres, y con ella la ira, que encruelece hasta al hombre sensato cuando más
dulce que la miel se introduce en el pecho y va creciendo como el humo. Así me irritó el
rey de hombres, Agamenón. Pero dejemos to pasado, aunque afligidos, pues es preciso
refrenar el furor del pecho. Iré a buscar al matador del amigo querido, a Héctor; y yo
recibiré la muerte cuando lo dispongan Zeus y los demás dioses inmortales. Pues ni el
fornido Heracies pudo librarse de ella, con ser carísimo al soberano Zeus Cronida, sino
que la parca y la cólera funesta de Hera le hicieron sucumbir. Así yo, si he de tener igual
muerte, yaceré en la tumba cuando muera; mas ahora ganaré gloriosa fama y haré que
algunas de las matronas troyanas o dardanias, de profundo seno, den fuertes suspiros y
con ambas manos se enjuguen las lágrimas de sus tiernas mejillas. Conozcan que durante
largo tiempo me he abstenido de combatir. Y tú, aunque me ames, no me prohíbas que
pelee, que no lograrás persuadirme.
127 Respondióle Tetis, la de argénteos pies:
128 -Sí, hijo, es justo, y no puede reprobarse que libres a los afligidos compañeros de
una muerte terrible; pero to magnífica armadura de luciente bronce la tienen los troyanos,
y Héctor, el de tremolante casco, se vanagloria de cubrir con ella sus hombros. Con todo
eso, me figuro que no durará mucho su jactancia, pues ya la muerte se le avecina. Tú no
penetres en la contienda de Ares hasta que con tus ojos me veas volver; y mañana, al
romper el alba, vendré a traerte una hermosa armadura fabricada por Hefesto.
138 Cuando así hubo hablado, dejó a su hijo; y volviéndose a sus hermanas de la mar,
les dijo:
140 -Bajad vosotras al anchuroso seno del mar para ver al anciano marino y el palacio
del padre, a quien se lo contaréis todo; y yo subiré al elevado Olimpo para que Hefesto, el
ilustre artífice, dé a mi hijo una magnífica y reluciente armadura.
14s Así habló. Las nereidas se sumergieron prestamente en las olas del mar, y Tetis, la
diosa de argénteos pies, enderezó sus pasos al Olimpo para procurar a su hijo las magníficas
armas.
148 Mientras la diosa se encaminaba al Olimpo, los aqueos, de hermosas grebas,
huyendo con gritería inmensa a vista de Héctor, matador de hombres, llegaron a las naves
y al Helesponto; y ya no podían sacar fuera de los tiros el cadáver de Patroclo, escudero
de Aquiles, porque de nuevo los alcanzaron los troyanos con sus carros y Héctor, hijo de
Príamo, que por su vigor parecía una llama. Tres veces el esclarecido Héctor asió a
Patroclo por los pies a intentó arrastrarlo, exhortando con horrendos gritos a los troyanos;
tres veces los dos Ayantes, revestidos de impetuoso valor, le rechazaron. Héctor, conEste
fiando en su fuerza, unas veces se arrojaba a la pelea, otras se detenía y daba grandes
voces, pero nunca se retiraba del todo. Como los pastores pasan la noche en el campo y
no consiguen apartar de la presa a un fogoso león muy hambriento; de semejante modo,
los belicosos Ayantes no lograban ahuyentar del cadáver a Héctor Priámida. Y éste to
arrastrara, consiguiendo inmensa gloria, si no se hubiese presentado al Pelión, para
aconsejarle que tomase las armas, la veloz Iris, de pies ligeros como el viento; a la cual
enviaba Hera, sin que to supieran Zeus ni los demás dioses. Colocóse la diosa cerca de
Aquiles y pronunció estas aladas palabras:
170 -¡Levántate, Pelida, el más portentoso de los hombres! Ve a defender a Patroclo,
por cuyo cuerpo se ha trabado un vivo combate cerca de las naves. Mátanse a11í los
aqueos defendiendo el cadáver, y los troyanos acometiendo con el fin de arrastrarlo a la
ventosa Ilio. Y el que más empeño tiene en llevárselo es el esclarecido Héctor, porque su
ánimo le incita a cortarle la cabeza del tierno cuello para clavarla en una estaca.
Levántate, no yazgas más; avergüéncese tu corazón de que Patroclo llegue a ser juguete
de los perros troyanos; pues será para ti motivo de afrenta que el cadáver reciba algún
ultraje.
181 Respondióle el divino Aquiles, el de los pies ligeros:
182 -¡Diosa Iris! ¿Cuál de las deidades te envía como mensajera?
183 Díjole la veloz Iris, de pies ligeros como el viento:
184 -Me manda Hera, la ilustre esposa de Zeus, sin que lo sepan el excelso Cronida ni
los demás dioses inmortales que habitan el nevado Olimpo.
187 Replicóle Aquiles, el de los pies ligeros:
188 -¿Cómo puedo ir a la batalla? Los troyanos tienen mis armas, y mi madre no me
permite entrar en combate hasta que con estos ojos la vea volver, pues aseguró que me
traería una hermosa armadura fabricada por Hefesto. Entre tanto no sé de cuál guerrero
podría vestir las armas, a no ser que tomase el escudo de Ayante Telamoníada; pero creo
que éste se halla entre los combatientes delanteros y pelea con la lanza por el cadáver de
Patroclo.
196 Contestóle la veloz Iris, de pies ligeros como el viento:
197 -Bien sabemos nosotros que aquéllos tienen tu magnífica armadura; pero muéstrate
a los troyanos en la orilla del foso para que, temiéndote, cesen de pelear; los belicosos
aqueos, que tan abatidos están, se reanimen, y la batalla tenga su tregua, aunque sea por
breve tiempo.
202 En diciendo esto, fuese Iris, ligera de pies. Aquiles, caro a Zeus, se levantó, y
Atenea cubrióle los fornidos hombros con la égida floqueada, y además la divina entre las
diosas circundóle la cabeza con áurea nube, en la cual ardía resplandeciente llama. Como
se ve desde lejos el humo que, saliendo de una isla donde se halla una ciudad sitiada por
los enemigos, llega al éter, cuando sus habitantes, después de combatir todo el día en
horrenda batalla, fuera de la ciudad, al ponerse el sol encienden muchos fuegos, cuyo
resplandor sube a to alto, para que los vecinos los vean, se embarquen y les libren del
apuro, de igual modo el resplandor de la cabeza de Aquiles llegaba al éter. Y acercándose
a la orilla del foso, fuera de la muralla, se detuvo, sin mezclarse con los aqueos, porque
respetaba el prudente mandato de su madre. Allí dio recias voces y a alguna distancia
Palas Atenea vocifer6 también y suscitó un inmenso tumulto entre los troyanos. Como se
oye la voz sonora de la trompeta cuando vienen a cercar la ciudad enemigos que la vida
quitan, tan sonora fue entonces la voz del Eácida. Cuando se dejó oír la voz de bronce del
héroe, a todos se les conturbó el corazón, y los caballos, de hermosas crines, volvíanse
hacia atrás con los carros porque en su ánimo presentían desgracias. Los aurigas se
quedaron atónitos al ver el terrible a incesante fuego que en la cabeza del magnánimo
Pelión hacía arder Atenea, la diosa de ojos de lechuza. Tres veces el divino Aquiles gritó
a orillas del foso, y tres veces se turbaron los troyanos y sus ínclitos auxiliares; y doce de
los más valientes guerreros murieron atropellados por sus carros y heridos por sus propias
lanzas. Y los aqueos, muy alegres, sacaron a Patroclo fuera del alcance de los tiros y
colocáronlo en un lecho. Los amigos le rodearon llorosos, y con ellos iba Aquiles, el de
los pies ligeros, derramando ardientes lágrimas, desde que vio al fiel compañero
desgarrado por el agudo bronce y tendido en el féretro. Habíale mandado a la batalla con
su carro y sus corceles, y ya no podía recibirlo, porque de ella no tornaba vivo.
239 Hera veneranda, la de ojos de novilla, obligó al sol infatigable a hundirse, mal de
su grado, en la corriente del Océano. Y una vez puesto, los divinos aqueos suspendieron
la enconada pelea y el general combate.
243 Los troyanos, por su parte, retirándose de la dura contienda, desuncieron de los
carros los veloces corceles y se reunieron en el ágora antes de preparar la cena.
Celebraron el ágora de pie y nadie osó sentarse; pues a todos les hacía temblar el que
Aquiles se presentara después de haber permanecido tanto tiempo apartado del funesto
combate. Fue el primero en arengarles el prudente Polidamante Pantoida, el único que
conocía to futuro y to pasado: era amigo de Héctor, y ambos nacieron en la misma noche;
pero Polidamante superaba a Héctor en la elocuencia, y éste descollaba más que él en el
manejo de la lanza. Y arengándoles benévolo, así les dijo:
254 -Pensadlo bien, amigos, pues yo os exhorto a volver a la ciudad en vez de aguardar
a la divinal aurora en la llanura, junto a las naves, y tan lejos del muro como al presente
nos hallamos. Mientras ese hombre estuvo irritado con el divino Agamenón, fue más fácil
combatir contra los aqueos; y también yo gustaba de pernoctar junto a las veleras naves,
esperando que acabaríamos tomando los corvos bajeles. Ahora temo mucho al Pelida, de
pies ligeros, que con su ánimo arrogante no se contentará con quedarse en la llanura,
donde troyanos y aqueos sostienen el furor de Ares, sino que luchará para apoderarse de
la ciudad y de las mujeres. Volvamos a la población; seguid mi consejo, antes de que
ocurra to que voy a decir. La noche inmortal ha detenido al Pelida, de pies ligeros; pero,
si mañana nos acomete armado y nos encuentra aquí, conoceréis quién es, y llegará
gozoso a la sagrada Ilio el que logre escapar, pues a muchos de los troyanos se los
comerán los perros y los buitres. ¡Ojalá que tal noticia nunca llegue a mis oídos! Si, aunque
estéis afligidos, seguís mi consejo, tendremos el ejército reunido en el ágora durante
la noche, pues la ciudad queda defendida por las torres y las altas puertas con sus tablas
grandes, labradas, sólidamente unidas. Por la mañana, al apuntar la aurora, subiremos
armados a las torres; y si aquél viniere de las naves a combatir con nosotros al pie del
muro, peor para él; pues habrá de volverse después de cansar a los caballos, de erguido
cuello, con carreras de todas clases, llevándolos errantes en torno de la ciudad. Pero no
tendrá ánimo para entrar en ella, y nunca podrá destruirla; antes se to comerán los veloces
perros.
284 Mirándole con torva faz, exclamó Héctor, el de tremolante casco:
285 -¡Polidamante! No me place lo que propones de volver a la ciudad y encerrarnos en
ella. ¿Aún no os cansáis de vivir dentro de los muros? Antes todos los hombres dotados
de palabra llamaban a la ciudad de Príamo rica en oro y en bronce, pero ya las hermosas
joyas desaparecieron de las casas: muchas riquezas han sido llevadas a la Frigia y a la encantadora
Meonia para ser vendidas, desde que Zeus se irritó contra nosotros. Y ahora
que el hijo del artero Crono me ha concedido alcanzar gloria junto a las naves y acorralar
contra el mar a los aqueos, no des, ¡oh necio!, tales consejos al pueblo. Ningún troyano to
obedecerá, porque no lo permitiré. Ea, procedamos todos como voy a decir. Cenad en el
campamento, sin romper las filas; acordaos de la guardia y vigilad todos. Y el troyano
que sienta gran temor por sus bienes, júntelos y entréguelos al pueblo para que en común
se consuman; pues es mejor que los disfrute éste que no los aqueos. Mañana, al apuntar la
aurora, vestiremos la armadura y suscitaremos un reñido combate junto alas cóncavas naves.
Y si verdaderamente el divino Aquiles pretende salir del campamento, le pesará
tanto más, cuanto más se arriesgue. Porque intento no huir de él, sino afrontarle en la
batalla horrísona; y alcanzará una gran victoria, o seré yo quien la consiga. Que Enialio
es a todos común y suele causar la muerte del que matar deseaba.
310 Así se expresó Héctor, y los troyanos le aclamaron, ¡oh necios!, porque Palas
Atenea les quitó el juicio. ¡Aplaudían todos a Héctor por sus funestos propósitos y ni uno
siquiera a Polidamante, que les daba un buen consejo! Tomaron, pues, la cena en el
campamento; y los aqueos pasaron la noche dando gemidos y llorando a Patroclo. El
Pelida, poniendo sus manos homicidas sobre el pecho del amigo, dio comienzo a las
sentidas lamentaciones, mezcladas con frecuentes sollozos. Como el melenudo león a
quien un cazador ha quitado los cachorros en la poblada selva, cuando vuelve a su
madriguera se aflige y, poseído de vehemente cólera, recorre los valles en busca de aquel
hombre, de igual modo, y despidiendo profundos suspiros, dijo Aquiles entre los
mirmidones:
324 -¡Oh dioses! Vanas fueron las palabras que pronuncié un día en el palacio para
tranquilizar al héroe Menecio, diciendo que a su ilustre hijo le llevaría otra vez a Opunte
tan pronto como, tomada Ilio, recibiera su parte de botín. Zeus no les cumple a los
hombres todos sus deseos; y el hado ha dispuesto que nuestra sangre enrojezca una
misma tierra, aquí en Troya; porque ya no me recibirán en su palacio ni el anciano
caballero Peleo, ni Tetis, mi madre, sino que esta tierra me contendrá en su seno. Ahora,
ya que tengo de penetrar en la tierra, oh Patroclo, después que tú, no to haré las honras
fúnebres hasta que traiga las armas y la cabeza de Héctor, tu magnánirno matador.
Degollaré ante la pira, para vengar to muerte, doce hijos de ilustres troyanos. Y en tanto
permanezcas tendido junto a las corvas naves, te rodearán, llorando noche y día, las
troyanas y dardanias de profundo seno que conquistamos con nuestro valor y la ingente
lanza, al entrar a saco opulentas ciudades de hombres de. voz articulada.
343 Cuando esto hubo dicho, el divino Aquiles mandó a sus compañeros que pusieran
al fuego un gran trípode para que cuanto antes le lavaran a Patroclo las manchas de sangre.
Y ellos colocaron sobre el ardiente fuego una caldera propia para baños, sostenida
por un trípode; llenáronla de agua, y metiendo leña debajo la encendieron: el fuego rodeó
la caldera y calentó el agua. Cuando ésta hirvió en la caldera de bronce reluciente,
lavaron el cadáver, ungiéronlo con pingüe aceite y taparon las heridas con un unguento
que tenía nueve años; después, colocándolo en el lecho, lo envolvieron de pies a cabeza
en fina tela de lino y lo cubrieron con un velo blanco. Los mirmidones pasaron la noche
alrededor de Aquiles, el de los pies ligeros, dando gemidos y llorando a Patroclo. Y Zeus
habló de este modo a Hera, su hermana y esposa:
357 -Lograste al fin, Hera veneranda, la de ojos de novilla, que Aquiles, ligero de pies,
volviera a la batalla. Sin duda nacieron de ti los melenudos aqueos.
360 Respondió Hera veneranda, la de ojos de novilla:
361 -¡Terribilísimo Cronida! ¡Qué palabras proferiste! Si un hombre, no obstante su
condición de mortal y no saber Canto, puede realizar su propósito contra otro hombre,
¿cómo yo, que me considero la primera de las diosas por mi abolengo y por llevar el
nombre de esposa tuya, de ti que reinas sobre los inmortales todos, no había de causar
males a los troyanos estando irritada contra ellos?
368 Así éstos conversaban. Tetis, la de argénteos pies, llegó al palacio imperecedero de
Hefesto, que brlllaba como una estrella, lucía entre los de las deidades, era de bronce y
habíalo edificado el cojo en persona. Halló al dios bañado en sudor y moviéndose en
torno de los fuelles, pues fabricaba veinte trípodes que debían permanecer arrimados a la
pared del bien construido palacio y tenían ruedas de oro en los pies para que de propio
impulso pudieran entrar donde los dioses se congregaban y volver a la casa. ¡Cosa
admirable! Estaban casi terminados, faltándoles tan sólo las labradas asas, y el dios
preparaba los clavos para pegárselas. Mientras hacía tales obras con sabia inteligencla,
llegó Tetis, la diosa de argénteos pies. La bella Caris, que llevaba luciente diadema y era
esposa del ilustre cojo, viola venir, salió a recibirla, y, asiéndola por la mano, le dijo:
385 -¿Por qué, oh Tetis, la de largo peplo, venerable y cara, vienes a nuestro palacio?
Antes no solías frecuentarlo. Pero sígueme, y to ofreceré los dones de la hospitalidad.
388 Dichas estas palabras, la divina entre las diosas introdujo a Tetis y la hizo sentar en
un hermoso trono labrado, tachonado con clavos de plata y provisto de un escabel para
los pies. Y, llamando a Hefesto, ilustre artífice, le dijo:
392 -¡Hefesto! Ven acá, pues Tetis to necesita para algo.
393 Respondió el ilustre cojo de ambos pies:
394 -Respetable y veneranda es la diosa que ha venido a este palacio. Fue mi salvadora
cuando me tocó padecer, pues vime arrojado del cielo y caí a lo lejos por la voluntad de
mi insolente madre, que me quería ocultar a causa de la cojera. Entonces mi corazón
hubiera tenido que soportar terribles penas, si no me hubiesen acogido en su seno
Eurínome y Tetis; Eurínome, hija del retluente Océano. Nueve años viví con ellas
fabricando muchas piezas de bronce -broches, redondos brazaletes, sortijas y collares- en
una cueva profunda, rodeada por la inmensa, murmurante y espumosa corriente del
Océano. De todos los dioses y los mortales hombres, sólo to sabían Tetis y Eurínome, las
mismas que antes me salvaron. Hoy que Tetis, la de hermosas trenzas, viene a mi casa,
tengo que pagarle el beneficio de haberme conservado la vida. Sírvele hermosos
presentes de hospitalidad, mientras recojo los fuelles y demás herramientas.
410 Dijo; y levantóse de cabe al yunque el gigantesco e infatigable numen que al andar
cojeaba arrastrando sus gráciles piernas. Apartó de la llama los fuelles y puso en un arcón
de plata las herramientas con que trabajaba; enjugóse con una esponja el sudor del rostro,
de las manos, del vigoroso cuello y del velludo pecho, vistió la túnica, tomó el fornido
cetro, y salió cojeando, apoyado en dos estatuas de oro que eran semejantes a vivientes
jóvenes, pues tenían inteligencia, voz y fuerza, y hallábanse ejercitadas en las obras
propias de los inmortales dioses. Ambas sostenían cuidadosamente a su señor, y éste,
andando, se sentó en un trono reluciente cerca de Tetis, asió la mano de la deidad, y le
dijo:
424 -¿Por qué, oh Tetis, la de largo peplo, venerable y cara, vienes a nuestro palacio?
Antes no solías frecuentarlo. Di qué deseas; mi corazón me impulsa a ejecutarlo, si puedo
ejecutarlo y es hacedero.
428 Respondióle Tetis, derramando lágrimas:
429 -¡Hefesto! ¿Hay alguna entre las diosas del Olimpo que haya sufrido en su ánimo
tantos y tan graves pesares como a mí me ha enviado el Cronida Zeus? De las ninfas del
mar, únicamente a mí me sujetó a un hombre, a Peleo Eácida, y tuve que tolerar, contra
toda mi voluntad, el tálamo de un hombre que yace ya en el palacio, rendido a la triste
vejez. Ahora me envía otros males: concedióme que pariera y alimentara un hijo insigne
entre los héroes, que creció semejante a un árbol, to crié como a una planta en terreno
fértil y to mandé a Ilio en las corvas naves, para que combatiera con los troyanos; y ya no
le recibiré otra vez, porque no volverá a mi casa, a la mansión de Peleo. Mientras vive y
ve la luz del sol está angustiado, y no puedo, aunque a él me acerque, llevarle socorro.
Los aqueos le habían asignado, como recompensa, una joven, y el rey Agamenón se la
quitó de las manos. Apesadumbrado por tal motivo, consumía su corazón, pero los
troyanos acorralaron a los aqueos junto a los bajeles y no les dejaban salir del
campamento, y los próceres argivos intercedieron con Aquiles y le ofrecieron espléndidos
regalos. Entonces, aunque se negó a librarles de la ruina, hizo que vistiera sus armas
Patroclo y envióle a la batalla con muchos hombres. Combatieron todo el día en las
puertas Esceas; y los aqueos hubieran destruido la ciudad, a no haber sido por Apolo, el
cual mató entre los combatientes delanteros al esforzado hijo de Menecio, que tanto estrago
causaba, y dio gloria a Héctor. Y yo vengo a abrazar tus rodillas por si quieres dar a
mi hijo, cuya vida ha de ser breve, escudo, casco, hermosas grebas ajustadas con broches,
y coraza; pues las armas que tenía las perdió su fiel amigo al morir a manos de los
troyanos, y Aquiles yace en tierra con el corazón afligido.
462 Contestóle el ilustre cojo de ambos pies:
463 -Cobra ánimo y no to apures por las armas. Ojalá pudiera ocultarlo a la muerte
horrísona cuando el terrible destino se le presence, como tendrá una hermosa armadura
que admirarán cuantos la vean.
468 Así habló; y, dejando a la diosa, encaminóse a los fuelles, los volvió hacia la llama
y les mandó que trabajasen. Estos soplaban en veinte hornos, despidiendo un aire que avivaba
el fuego y era de varias clases: unas veces fuerte, como lo necesita el que trabaja de
prisa, y otras al contrario, según Hefesto lo deseaba y la obra to requería. El dios puso al
fuego duro bronce, estaño, oro precioso y plata; colocó en el tajo el gran yunque, y cogió
con una mano el pesado martillo y con la otra las tenazas.
478 Hizo lo primero de todo un escudo grande y fuerte, de variada labor, con triple
cenefa brillante y reluciente, provisto de una abrazadera de plata. Cinco capas tenía el
escudo, y en la superior grabó el dios muchas artísticas figuras, con sabia inteligencia.
483 A11í puso la tierra, el cielo, el mar, el sol infatigable y la luna llena; a11í las
estrellas que el cielo coronan, las Pléyades, las Híades, el robusto Orión y la Osa, llamada
por sobrenombre el Carro, la cual gira siempre en el mismo sitio, mira a Orión y es la
única que deja de bañarse en el Océano.
490 Allí representó también dos ciudades de hombres dotados de palabra. En la una se
celebraban bodas y festines: las novias salían de sus habitaciones y eran acompañadas por
la ciudad a la luz de antorchas encendidas, oíanse repetidos cantos de himeneo, jóvenes
danzantes formaban ruedos, dentro de los cuales sonaban flautas y cítaras, y las matronas
admiraban el espectáculo desde los vestíbulos de las casas.- Los hombres estaban
reunidos en el ágora, pues se había suscitado una contienda entre dos varones acerca de la
multa que debía pagarse por un homicidio: el uno, declarando ante el pueblo, afirmaba
que ya la tenía satisfecha; el otro negaba haberla recibido, y ambos deseaban terminar el
pleito presentando testigos. El pueblo se hallaba dividido en dos bandos, que aplaudían
sucesivamente a cada litigante; los heraldos aquietaban a la muchedumbre, y los
ancianos, sentados sobre pulimentadas piedras en sagrado círculo, tenían en las manos los
cetros de los heraldos, de voz potente, y levantándose uno tras otro publicaban el juicio
que habían formado. En el centro estaban los dos talentos de oro que debían darse al que
mejor demostrara la justicia de su causa.
509 La otra ciudad aparecía cercada por dos ejércitos cuyos individuos, revestidos de
lucientes armaduras, no estaban acordes: los del primero deseaban arruinar la plaza, y los
otros querían dividir en dos partes cuantas riquezas encerraba la agradable población.
Pero los ciudadanos aún no se rendían, y preparaban secretamente una emboscada.
Mujeres, niños y ancianos subidos en la muralla la defendían. Los sitiados marchaban
llevando al frente a Ares y a Palas Atenea, ambos de oro y con áureas vestiduras,
hermosos, grandes, armados y distinguidos, coino dioses; pues los hombres eran de
estatura menor. Luego en el lugar escogido para la emboscada, que era a orillas de un río
y cerca de un abrevadero que utilizaba todo el ganado, sentábanse, cubiertos de reluciente
bronce, y ponían dos centinelas avanzados para que les avisaran la llegada de las ovejas y
de los bueyes de retorcidos cuernos. Pronto se presentaban los rebaños con dos pastores
que se recreaban tocando la zampoña, sin presentir la asechanza. Cuando los emboscados
los veían venir, corrían a su encuentro y al punto se apoderaban de los rebaños de bueyes
y de los magníficos hatos de blancas ovejas y mataban a los guardianes. Los sitiadores,
que se hallaban reunidos en junta, oían el vocerío que se alzaba en torno de los bueyes, y,
montando ágiles corceles, acudían presurosos. Pronto se trababa a orillas del río una
batalla en la cual heríanse unos a otros con broncíneas lanzas. Allí se agitaban la
Discordia, el Tumulto y la funesta Parca, que a un tiempo cogía a un guerrero vivo y
recientemente herido y a otro ileso, y arrastraba, asiéndolo de los pies, por el campo de la
batalla a un tercero que ya había muerto; y el ropaje que cubría su espalda estaba teniño
de sangre humana. Movíanse todos como hombres vivos, peleaban y retiraban los
muertos.
541 Representó también una blanda tierra noval, un campo fértil y vasto que se labraba
por tercera vez: acá y acullá muchos labradores guiaban las yuntas, y, al llegar al confín
del campo, un hombre les salía al encuentro y les daba una copa de dulce vino; y ellos
volvían atrás, abriendo nuevos surcos, y deseaban llegar al otro extremo del noval
profundo. Y la tierra que dejaban a su espalda negreaba y parecía labrada, siendo toda de
oro; to cual constituía una singular maravilla.
550 Grabó asimismo un campo real donde los jóvenes se gaban las mieses con hoces
afiladas: muchos manojos caíar al suelo a lo largo del surco, y con ellos formaban gavilla:
los atadores. Tres eran éstos, y unos rapaces cogían los manojos y se los llevaban a
brazados. En medio, de pie en un surco, estaba el rey sin desplegar los labios, con el
corazón alegre y el cetro en la mano. Debajo de una encina, los heraldos preparaban para
el banquete un corpulento buey que habían matado. Y las mujeres aparejaban la comida
de los trabajadores, haciendo abundantes puches de blanca harina.
561 También entalló una hermosa viña de oro, cuyas cepas, cargadas de negros
racimos, estaban sostenidas por rodrigones de plata. Rodeábanla un foso de negruzco
acero y un seto de estaño, y conducía a ella un solo camino por donde pasaban los
acarreadores ocupados en la vendimia. Doncellas y mancebos, pensando en cosas tiernas,
llevaban el dulce fruto en cestos de mimbre; un muchacho tañía suavemente la
harmoniosa cítara y entonaba con tenue voz un hermoso lino, y todos le acompañaban
cantando, profiriendo voces de júbilo y golpeando con los pies el suelo.
573 Puso luego un rebaño de vacas de erguida cornamenta: los animales eran de oro y
estaño, y salían del establo, mugiendo, para pastar a orillas de un sonoro río, junto a un
flexible cañaveral. Cuatro pastores de oro guiaban a las vacas y nueve canes de pies
ligeros los seguían. Entre las primeras vacas, dos terribles leones habían sujetado y
conducían a un toro que daba fuertes mugidos. Perseguíanlos mancebos y perros. Pero los
leones lograban desgarrar la piel del corpulento toro y tragaban los intestinos y la negra
sangre; mientras los pastores intentaban, aunque inútilmente, estorbario, y azuzaban a los
ágiles canes: éstos se apartaban de los leones sin morderlos, ladraban desde cerca y
rehuían el encuentro de las fieras.
587 Hizo también el ilustre cojo de ambos pies un gran prado en hermoso valle, donde
pacían las cándidas ovejas, con establos, chozas techadas y apriscos.
590 El ilustre cojo de ambos pies puso luego una danza como la que Dédalo concertó
en la vasta Cnoso en obsequio de Ariadna, la de lindas trenzas. Mancebos v doncellas de
rico dote, cogidos de las manos, se divertían bailando: éstas llevaban vestidos de sutil lino
y bonitas guirnaldas, y aquéllos, túnicas bien tejidas y algo lustrosas, como frotadas con
aceite, y sables de oro suspendidos de argénteos tahalíes. Unas veces, moviendo los
diestros pies, daban vueltas a la redonda con la misma facilidad con que el alfarero,
sentándose, aplica su mano al torno y to prueba para ver si corre, y en otras ocasiones se
colocaban por hileras y bailaban separadamente. Gentío inmenso rodeaba el baile y se
holgaba en contemplarlo. Entre ellos un divino aedo cantaba, acompañándose con la
cítara; y así que se oía el preludio, dos saltadores hacían cabriolas en medio de la
muchedumbre.
606 En la orla del sólido escudo representó la poderosa corriente del río Océano.
609 Después que construyó el grande y fuerte escudo, hizo para Aquiles una coraza
más reluciente que el resplandor del fuego; un sólido casco, hermoso, labrado, de áurea
cimera, y que a sus sienes se adaptara, y unas grebas de dúctil estaño.
614 Cuando el ilustre cojo de ambos pies hubo fabricado todas las armas, entrególas a
la madre de Aquiles. Y Tetis saltó, como un gavilán desde el nevado Olimpo, llevando la
reluciente armadura que Hefesto había construido.
CANTO XIX*
Renunciamiento de la cólera
* Penrechado con la armadura que le había fabricado Hefesto, Aquiles se remncilia con Agamenón.
Briseide lamenta la muerte de Patroclo y el ejército aqueo se prepara para la batalla que va a tener lugar.
1 La Aurora, de azafranado velo, se levantaba de la corriente del Océano para llevar la
luz a los dioses y a los hombres, cuando Tetis llegó a las naves con la armadura que
Hefesto le había entregado. Halló al hijo querido reclinado sobre el cadáver de Patroclo,
Ilorando ruidosamente y en torno suyo a muchos amigos que derramaban lágrimas. La divina
entre las diosas se puso en medio, asió la mano de Aquiles y hablóle de este modo:
8 -¡Hijo mío! Aunque estamos afligidos, dejemos que ése yazga, ya que sucumbió por
la voluntad de los dioses; y tú recibe la armadura fabricada por Hefesto, tan excelente y
bella como jamás varón alguno la haya Ilevado para proteger sus hombros.
12 La diosa, apenas acabó de hablar, colocó en el suelo delante de Aquiles las labradas
armas, y éstas resonaron. A todos los mirmidones les sobrevino temblor; y, sin atreverse
a mirarlas de frente, huyeron espantados. Mas Aquiles, así que las vio, sintió que se le
recrudecía la cólera; los ojos le centellearon terriblemente, como una llama, debajo de los
párpados; y el héroe se gozaba teniendo en las manos el espléndido presente de la deidad.
Y, cuando bubo deleitado su ánimo con la contemplación de la labrada armadura, dirigió
a su madre estas aladas palabras:
21 -¡Madre mía! El dios te ha dado unas armas como es natural que sean las obras de
los inmortales y como ningún hombre mortal las hiciera. Ahora me armaré, pero temo
que mientras tanto penetren las moscas por las heridas que el bronce causó al esforzado
hijo de Menecio, engendren gusanos, desfiguren el cuerpo -pues le falta la vida- y corrompan
todo el cadáver.
28 Respondióle Tetis, la diosa de argénteos pies:
29 -Hijo, no te turbe el ánimo tal pensamiento. Yo procuraré apartar los importunos
enjambres de moscas, que se ceban en la carne de los varones muertos en la guerra. Y,
aunque estuviera tendido un año entero, su cuerpo se conservaría igual que ahora o mejor
todavía. Tú convoca al ágora a los héroes aqueos, renuncia a la cólera contra Agamenón,
pastor de pueblos, ármate en seguida para el combate y revístete de valor.
37 Dicho esto, infundióle fortaleza y audacia, y echó unas gotas de ambrosía y rojo
néctar en la nariz de Patroclo, para que el cuerpo se hiciera incorruptible.
40 El divino Aquiles se encaminó a la orilla del mar, y, dando horribles voces, convocó
a los héroes aqueos. Y cuantos solían quedarse en el recinto de las naves, y hasta los pilotos
que las gobernaban, y como despenseros distribuían los víveres, fueron entonces al
ágora, porque Aquiles se presentaba, después de haber permanecido alejado del triste
combate durante mucho tiempo. El intrépido Tidida y el divino Ulises, servidores de
Ares, acudieron cojeando, apoyándose en el arrimo de la lanza -aún no tenían curadas las
graves heridas-, y se sentaron delante de todos. Agamenón, rey de hombres, Ilegó el
último y también estaba herido, pues Coón Antenórida habíale clavado su broncínea pica
durante la encarnizada lucha. Cuando todos los aqueos se hubieron congregado,
levantándose entre ellos dijo Aquiles, el de los pies ligeros:
56 -¡Atrida! Mejor hubiera sido para entrambos, para ti y para mí, continuar unidos que
sostener, con el corazón angustiado, roedora disputa por una joven. Así la hubiese muerto
Ártemis en las naves con una de sus flechas el mismo día que la cautivé al tomar a
Lirneso; y no habrían mordido el anchuroso suelo tantos aqueos como sucumbieron a
manos del enemigo mientras duró mi cólera. Para Héctor y los troyanos fue el beneficio,
y me figuro que los aqueos se acordarán largo tiempo de nuestra disputa. Mas dejemos lo
pasado, aunque nos hallemos afligidos, puesto que es preciso refrenar el furor del pecho.
Desde ahora depongo la cólera, que no sería razonable estar siempre irritado. Mas, ea,
incita a los melenudos aqueos a que peleen; y veré, saliendo al encuentro de los troyanos,
si querrán pasar la noche junto a los bajeles. Creo que con gusto se entregará al descanso
el que logre escapar del feroz combate, puesto en fuga por mi lanza.
74 Así habló; y los aqueos, de hermosas grebas, holgáronse de que el magnánimo
Pelión renunciara a la cólera. Y el rey de hombres, Agamenón, les dijo desde su asiento,
sin levantarse en medio del concurso:
78 -¡Oh amigos, héroes dánaos, servidores de Ares! Bueno será que escuchéis sin
interrumpirme, pues lo contrario molesta hasta al que está ejercitado en hablar. ¿Cómo se
podría oír o decir algo en medio del tumulto producido por muchos hombres? Turbaríase
el orador aunque fuese elocuente. Yo me dirigiré al Pelida; pero vosotros, los demás
argivos, prestadme atención y cada uno penetre bien mis palabras. Muchas veces los
aqueos me han dirigido las mismas Palabras, increpándome por to ocurrido, y yo no soy
el culpable, sino Zeus, la Parca y Erinia, que vaga en las tinieblas; los cuales hicieron
padecer a mi alma, durante el ágora, cruel ofuscación el día en que le arrebaté a Aquiles
la recompensa. Mas, ¿qué podía hacer? La divinidad es quien lo dispone todo. Hija
veneranda de Zeus es la perniciosa Ofuscación, a todos tan funesta: sus pies son
delicados y no los acerca al suelo, sino que anda sobre las cabezas de los hombres, a
quienes causa daño, y se apodera de uno, por lo menos, de los que contienden. En otro
tiempo fue aciaga para el mismo Zeus, que es tenido por el más poderoso de los hombres
y de los dioses; pues Hera, no obstante ser hembra, le engañó cuando Alcmena había de
parir al fornido Heracles en Teba, ceñida de hermosas murallas. El dios, gloriándose, dijo
así ante todas las deidades: «Oídme todos, dioses y diosas, para que os manifieste lo que
en el pecho mi corazón me dicta. Hoy Ilitia, la que preside los partos, sacará a luz un
varón que, perteneciendo a la familia de los hombres engendrados de mi sangre, reinará
sobre todos sus vecinos.» Y hablándole con astucia, le replicó la venerable Hera:
«Mentirás, y no llevarás al cabo to que dices. Y si no, ea, Olímpico, jura solemnemente
que reinará sobre todos sus vecinos el niño que, perteneciendo a la familia de los hombres
engendrados de to sangre, caiga hoy entre los pies de una mujer.» Así dijo; Zeus, no
sospechando el dolo, prestó el gran juramento que tan funesto le había de ser. Pues Hera
dejó en raudo vuelo la cima del Olimpo, y pronto llegó a Argos de Acaya, donde vivía la
esposa ilustre de Esténelo Persida; y, como ésta se hallara encinta de siete meses
cumplidos, la diosa sacó a luz el niño, aunque era prematuro, y retardó el parto de
Alcmena, deteniendo a las Ilitias. Y en seguida participóselo a Zeus Cronida, diciendo:
«¡Padre Zeus, fulminador! Una noticia tengo que darte. Ya nació el noble varón que
reinará sobre los argivos: Euristeo, hijo de Esténelo Persida, descendiente tuyo. No es
indigno de reinar sobre aquéllos.» Así dijo, y un agudo dolor penetró el alma del dios,
que, irritado en su corazón, cogió a Ofuscación por los nítidos cabellos y prestó solemne
juramento de que Ofuscación, tan funesta a todos, jamás volvería al Olimpo y al cielo
estrellado. Y, volteándola con la mano, la arrojó del cielo. En seguida llegó Ofuscación a
los campos cultivados por los hombres. Y Zeus gemía por causa de ella, siempre que
contemplaba a su hijo realizando los penosos trabajos que Euristeo le iba imponiendo.
Por esto, cuando el gran Héctor, el de tremolante casco, mataba a los argivos junto a las
popas de las naves, yo no podía olvidarme de Ofus cación, cuyo funesto influjo había
experimentado. Pero ya que falté y Zeus me hizo perder el juicio, quiero aplacarte y
hacerte muchos regalos, y tú ve al combate y anima a los demás guerreros. Voy a darte
cuanto ayer lo ofreció en tu tienda el divino Ulises. Y si quieres, aguarda, áunque estés
impaciente por combatir, y mis servidores traerán de la nave los presentes para que veas
si son capaces de apaciguar tu ánimo los que te brindo.
14s Respondióle Aquiles, el de los pies ligeros:
146 -¡Atrida gloriosísimo, rey de hombres, Agamenón! Luego podrás regalarme estas
cosas, como es justo, o retenerlas. Ahora pensemos solamente en la batalla. Preciso es
que no perdamos el tiempo hablando, ni difiramos la acción -la gran empresa está aún por
acabar-, para que vean nuevamente a Aquiles entre los combatientes delanteros,
aniquilando con su broncínea lanza las falanges teucras. Y vosotros pensad también en
combatir con los enemigos.
154 Contestó el ingenioso Ulises:
155 -Aunque seas valiente, deiforme Aquiles, no exhortes a los aqueos a que peleen en
ayunas con los troyanos, cerca de Ilio; que no durará poco tiempo la batalla cuando las
falanges vengan a las manos y la divinidad excite el valor de ambos ejércitos. Ordénales,
por el contrario, a los aqueos que en las veleras naves se harten de manjares y vino, pues
esto da fuerza y valor. Estando en ayunas no puede el varón combatir todo el día, hasta la
puesta del sol, con el enemigo; aunque su corazón lo desee, los miembros se le entorpecen
sin que él lo advierta, le rinden el hambre y la sed, y las rodillas se le doblan al
andar. Pero el que pelea todo el día con los enemigos, saciado de vino y de manjares,
tiene en el pecho un corazón audaz y sus miembros no se cansan hasta que todos se han
retirado de la lid. Ea, despide las tropas y manda que preparen el desayuno; el rey de
hombres, Agamenón, traiga los regalos en medio del ágora para que los vean todos los
aqueos con sus propios ojos y to regocijes en el corazón; jure el Atrida, de pie entre los
argivos, que nunca subió al lecho de Briseide ni se juntó con ella, como es costumbre, oh
rey, entre hombres y mujeres; y tú, Aquiles, procura tener en el pecho un ánimo benigno.
Que luego se te ofrezca en el campamento un espléndido banquete de reconciliación, para
que nada falte de lo que se te debe. Y el Atrida sea en adelante más justo con todos; pues
no se puede reprender que se apacigue a un rey, a quien primero se injurió.
184 Dijo entonces el rey de hombres, Agamenón:
185 -Con agrado escuché tus palabras, Laertíada, pues en todo lo que narraste y
expusiste has sido oportuno. Quiero hacer el juramento; mi ánimo me lo aconseja, y no
será para un perjurio mi invocación a la divinidad. Aquiles aguarde, aunque esté
impaciente por combatir, y los demás continuad reunidos aquí hasta que traigan de mi
tienda los presentes y consagremos con un sacrificio nuestra fiel amistad. A ti mismo lo
te encargo y ordeno: escoge entre los jóvenes aqueos los más principales; y,
encaminándoos a mi nave, traed cuanto ayer ofrecimos a Aquiles, sin dejar las mujeres. Y
Taltibio, atravesando el anchuroso campamento aqueo, vaya a buscar y prepare un jabalí
para inmolarlo a Zeus y al Sol.
198 Replicó Aquiles, el de los pies ligeros:
199 -¡Atrida gloriosísimo, rey de hombres, Agamenón! Todo esto debierais hacerlo
cuando se suspenda el combate y no sea tan grande el ardor que inflama mi pecho.
¡Yacen insepultos los que mató Héctor Priámida cuando Zeus le dio gloria, y vosotros
nos aconsejáis que comamos! Yo mandana a los aqueos que combatieran en ayunas, sin
tomar nada; y que a la puesta del sol, después de vengar la afrenta, celebraran un gran
banquete. Hasta entonces no han de entrar en mi garganta ni manjares ni bebidas, a causa
de la muerte de mi compañero; el cual yace en la tienda, atravesado por el agudo bronce,
con los pies hacia el vestíbulo y rodeado de amigos que le lloran. Por esto, aquellas cosas
en nada interesan a mi espíritu, sino tan sólo la matanza, la sangre y el triste gemir de los
guerreros.
215 Respondióle el ingenioso Ulises:
216 -¡Oh Aquiles, hijo de Peleo, el más valiente de todos los aqueos! Eres más fuerte
que yo y me superas no poco en el manejo de la lanza, pero to aventajo mucho en el
pensar, porque nací antes y mi experiencia es mayor. Acceda, pues, to corazón a to que
voy a decir. Pronto se cansan los hombres de pelear, si, haciendo caer el bronce muchas
espigas al suelo, la mies es escasa, porque Zeus, el árbitro de la guerra humana, inclina al
otro lado la balanza. No es justo que los aqueos lloren al muerto con el vientre, pues
siendo tantos los que sucumben unos en pos de otros todos los días, ¿cuándo podríamos
respirar sin pena? Se debe enterrar con ánimo firme al que muere y llorarle un día, y
luego cuantos hayan escapado del combate funesto piensen en comer y beber para vestir
otra vez el indomable bronce y pelear continuamente y con más tesón aún contra los
enemigos. Ningún guerrero deje de salir aguardando otra exhortación, que para su daño la
esperará quien se quede junto a las naves argivas. Vayamos todos juntos y excitemos al
cruel Ares contra los troyanos, domadores de caballos.
238 Dijo; mandó que le siguiesen los hijos del glorioso Néstor, Meges Filida, Toante,
Meriones, Licomedes Creontíada y Melanipo, y encaminóse con ellos a la tienda de
Agamenón Atrida. Y apenas hecha la proposición, ya estaba cumplida. Lleváronse de la
tienda los siete trípodes que el Atrida había ofrecido, veinte calderas relucientes y doce
caballos; a hicieron salir siete mujeres, diestras en primorosas labores, y a Briseide, la de
hermosas mejillas, que fue la octava. Al volver, Ulises iba delante con los diez talentos de
oro que él mismo había pesado, y le seguían los jóvenes aqueos con los presentes. Pusiéronio
todo en medio del ágora; alzóse Agamenón, y al lado del pastor de hombres se
puso Taltibio, cuya voz parecía la de una deidad, sujetando con la mano a un jabalí. El
Atrida sacó el cuchillo que llevaba colgado junto a la gran vaina de la espada, cortó por
primicias algunas cerdas del jabalí y oró, levantando las manos a Zeus; y todos los
argivos, sentados en silencio y en buen orden, escuchaban las palabras del rey. Éste,
alzando los ojos al anchuroso cielo, hizo esta plegaria:
258 -Sean testigos Zeus, el más excelso y poderoso de los dioses, y luego la Tierra, el
Sol y las Erinias que debajo de la tierra castigan a los muertos que fueron perjuros, de que
jamás he puesto la mano sobre la joven Briseide para yacer con ella ni para otra cosa
alguna, sino que en mi tienda ha permanecido intacta. Y si en algo perjurare, envíenme
los dioses los muchísimos males con que castigan al que, jurando, contra ellos peca.
266 Dijo; y con el cruel bronce degolló el jabalí que Taltibio arrojó, haciéndole dar
vueltas, a gran abismo del espumoso mar para pasto de los peces. Y Aquiles,
levantándose entre los belicosos argivos, habló en estos términos:
270 -¡Zeus padre! Grandes son los infortunios que mandas a los hombres. Jamás el
Atrida me hubiera suscitado el enojo en el pecho, ni hubiese tenido poder para arrebatarme
la joven contra mi voluntad; pero sin duda quería Zeus que muriesen muchos aqueos.
Ahora id a comer para que luego trabemos el combate.
276 Así se expresó; y al momento disolvió el ágora. Cada uno volvió a su respectiva
nave. Los magnánimos mirmidones se hicieron cargo de los presentes, y, llevándolos
hacia , el bajel del divino Aquiles, dejáronlos en la tienda, dieron sillas a las mujeres, y
servidores ilustres guiaron a los caballos al sitio en que los demás estaban.
282 Briseide, que a la áurea Afrodita se asemejaba, cuando vio a Patroclo atravesado
por el agudo bronce, se echó sobre el mismo y prorrumpió en fuertes sollozos, mientras
con las manos se golpeaba el pecho, el delicado cuello y el f lindo rostro. Y, llorando
aquella mujer semejante a una diosa, así decía:
287 -¡Oh Patroclo, amigo carísimo al corazón de esta desventurada! Vivo te dejé al
partir de la tienda, y te encuentro difunto al volver, oh príncipe de hombres. ¡Cómo me
persigue una desgracia tras otra! Vi al hombre a quien me entregaron mi padre y mi
venerable madre, atravesado por el agudo bronce al pie de los muros de la ciudad; y los
tres hermanos queridos que una misma madre me diera murieron también. Pero tú,
cuando el ligero Aquiles mató a mi esposo y tomó la ciudad del divino Mines, no me
dejabas llorar, diciendo que lograrías que yo fuera la mujer legítima del divino Aquiles,
que éste me llevaría en su nave a Ftía y que allí, entre los mirmidones, celebraríamos el
banquete nupcial. Y ahora que has muerto no me cansaré de llorar por ti, que siempre has
sido afable.
301 Así dijo llorando, y las mujeres sollozaron, aparentemente por Patroclo, y en
realidad por sus propios males. Los caudillos aqueos se reunieron en torno de Aquiles y
le suplicaron que comiera; pero él se negó, dando suspiros:
305 -Yo os ruego, si alguno de mis compañeros quiere obedecerme aún, que no me
invitéis a saciar-el deseo de comer o de beber; porque un grave dolor se apodera de mí.
Aguardaré hasta la puesta del sol y soportaré la fatiga.
309 Así diciendo, despidió a los demás reyes, y sólo se quedaron los dos Atridas, el
divino Ulises, Néstor, Idomeneo y el anciano jinete Fénix para distraer a Aquiles, que
estaba profundamente afligido. Pero nada podía alegrar el corazón del héroe, mientras no
entrara en sangriento combate. Y acordándose de Patroclo, daba hondos y frecuentes
suspi ros, y así decía:
315 -En otro tiempo, tú, infeliz, el más amado de los compañeros, me servías en esta
tienda, diligente y solícito, el agradable desayuno cuando los aqueos se daban prisa por
traba el luctuoso combate con los troyanos, domadores de caba Ilos. Y ahora yaces,
atravesado por el bronce, y yo estoy ayuno de comida y de bebida, a pesar de no faltarme,
por la soledad que de ti siento. Nada peor me puede ocurrir; ni que supiera que ha muerto
mi padre, el cual quizás llora allá en Ftía por no tener a su lado un hijo como yo, mientras
peleo con los troyanos en país extranjero a causa de la odiosa Helena; ni que falleciera mi
hijo amado que se cría en Esciro, si el deiforme Neoptólemo vive todavía. Antes el
corazón abrigaba en mi pecho la esperanza de que sólo yo perecería aquí en Troya, lejos
de Argos, criador de caballos, y de que tú, volviendo a Ftía, irías en una veloz nave negra
a Esciro, recogerías a mi hijo y le mostrarías todos mis bienes: las posesiones, los
esclavos y el palacio de elevado techo. Porque me figuro que Peleo ya no existe; y, si le
queda un poco de vida, estará afligido, se verá abrumado por la odiosa vejez y temerá
siempre recibir la triste noticia de mi muerte.
338 Así dijo, llorando, y los caudillos gimieron, porque cada uno se acordaba de
aquéllos a quienes había dejado en su respectivo palacio. El Cronión, al verlos sollozar,
se compadeció de ellos, y al instante dirigió a Atenea estas aladas palabras:
342 -¡Hija mía! Desamparas de todo en todo a ese eximio varón. ¿Acaso tu espíritu ya
no se cuida de Aquiles? Hállase junto a las naves de altas popas, llorando a su compañero
amado; los demás se fueron a comer, y él sigue en ayunas y sin probar bocado. Ea, ve y
derrama en su pecho un poco de néctar y ambrosía para que el hambre no le atormente.
349 Con tales palabras instigóle a hacer to que ella misma deseaba. Atenea emprendió
el vuelo, cual si fuese un halcón de anchas alas y aguda voz, desde el cielo a través del
éter. Ya los aqueos se armaban en el ejército, cuando la diosa derramó en el pecho de
Aquiles un poco de néctar y de ambrosía deliciosa, para que el hambre molesta no hiciera
flaquear las rodillas del héroe; y en seguida regresó al sólido palacio del prepotente
padre. Los guerreros afluyeron a un lugar algo distante de las veleras naves. Cuan
numerosos caen los copos de nieve que envía Zeus y vuelan helados al impulso del
Bóreas, nacido en el éter, en tan gran número veíanse salir del recinto de las naves los
refulgentes cascos, los abollonados escudos, las fuertes corazas y las lanzas de fresno. El
brillo llegaba hasta el cielo; toda la tierra se mostraba risueña por los rayos que el bronce
despedía, y un gran ruido se levantaba de los pies de los guerreros. Armábase entre éstos
el divino Aquiles: rechinándole los dientes, con los ojos centelleantes como encendida
llama y el corazón traspasado por insoportable dolor, lleno de ira contra los troyanos,
vestía el héroe la armadura regalo del dios Hefesto, que la había fabricado. Púsose en las
piernas elegantes grebas ajustadas con broches de plata; protegió su pecho con la coraza;
colgó del hombro una espada de bronce guarnecida con argénteos clavos y embrazó el
grande y fuerte escudo cuyo resplandor semejaba desde lejos al de la luna. Como aparece
el fuego encendido en un sitio solitario en to alto de un monte a los navegantes que vagan
por el mar, abundante en peces, porque las tempestades los alejaron de sus amigos; de la
misma manera, el resplandor del hermoso y labrado escudo de Aquiles llegaba al éter.
Cubrió después la cabeza con el fornido yelmo de crines de caballo que brillaba como un
astro; y a su alrededor ondearon las áureas y espesas crines que Hefesto había colocado
en la cimera. El divino Aquiles probó si la armadura se le ajustaba, y si, Ilevándola
puesta, movía con facilidad los miembros; y las armas vinieron a ser como alas que
levantaban al pastor de hombres. Sacó del estuche la lanza paterna, pesada, grande y
robusta, que entre todos los aqueos solamente él podía manejar: había sido cortada de un
fresno de la cumbre del Pelio y regalada por Quirón al padre de Aquiles para que con ella
matara héroes. En tanto, Automedonte y Álcimo se ocupaban en uncir los caballos:
sujetáronlos con hermosas correas, les pusieron el freno en la boca y tendieron las riendas
hacia atrás, atándolas al fuerte asiento. Sin dilación cogió Automedonte el magnífico
látigo y saltó al carro. Aquiles, cuya armadura relucía como el fúlgido Hiperión, subió
también y exhortó con horribles voces a los caballos de su padre:
400-¿Janto y Balio, ilustres hijos de Podarga! Cuidad de traer salvo a la muchedumbre
de los dánaos al que hoy os guía cuando nos hayamos saciado de combatir, y no le dejéis
muerto a11á como a Patroclo.
404 Y Janto, el corcel de ligeros pies, bajó la cabeza -sus crines, cayendo en torno de la
extremidad del yugo, llegaban al suelo, y, habiéndole dotado de voz Hera, la diosa de los
níveos brazos, respondió desde debajo del yugo:
408 -Hoy te salvaremos aún, impetuoso Aquiles; pero está cercano el día de tu muerte,
y los culpables no seremos nosotros, sino un dios poderoso y la Parca cruel. No fue por
nuestra lentitud ni por nuestra pereza que los troyanos quitaron la armadura de los
hombros de Patroclo; sino que el más fuerte de los dioses, a quien parió Leto, la de
hermosa cabellera, matóle entre los combatientes delanteros y dio gloria a Héctor.
Nosotros correríamos tan veloces como el soplo del Céfiro, que es tenido por el más
rápido. Pero también tú estás destinado a sucumbir a manos de un dios y de un hombre.
418 Dichas estas palabras, las Erinias le cortaron la voz. Y muy indignado, Aquiles, el
de los pies ligeros, le dijo:
420 -¡Janto! ¿Por qué me vaticinas la muerte? Ninguna necesidad tienes de hacerlo. Ya
sé que mi destino es perecer aquí, lejos de mi padre y de mi madre; mas, con todo eso, no
he de descansar hasta que harte de combate a los troyanos.
424 Dijo; y, dando voces, dirigió los solípedos caballos por las primeras filas.
CANTO XX *
Combate de los dioses
* Los dioses, en asamblea extraordinaria, no se ponen de acuerdo sobre a quién habia que favorecer.
Aquiles, enfurecido, vuelve al combate y mata a tantos troyanos que los cadáveres obstruyen la corriente
del río Janto.
1 Mientras los aqueos se armaban junto a los corvos bajeles, alrededor de ti, oh hijo de
Peleo, incansable en la batalla, los troyanos se apercibían también para el combate en una
eminencia de la llanura.
4 Zeus ordenó a Temis que, partiendo de las cumbres del Olimpo, en valles abundante,
convocase al ágora a los dioses, y ella fue de un lado para otro y a todos les mandó que
acudieran al palacio de Zeus. No faltó ninguno de los ríos, a excepción del Océano; y de
cuantas ninfas habitan los bellos bosques, las fuentes de los nos y los herbosos prados,
ninguna dejó de presentarse. Tan luego como llegaban al palacio de Zeus, que amontona
las nubes, sentábanse en bruñidos pórticos, que para el padre Zeus había construido
Hefesto con sabia inteligencia.
13 Allí, pues, se reunieron. Tampoco el que bate la tierra desobedeció a la diosa, sino
que, dirigiéndose desde el mar a los dioses, se sentó en medio de todos y exploró la
voluntad de Zeus:
16 -¿Por qué, oh tú que lanzas encendidos rayos, llamas de nuevo a los dioses al ágora?
¿Acaso tienes algún propósito acerca de los troyanos y de los aqueos? El combate y la
pelea vuelven a encenderse entre ambos pueblos.
19 Respondióle Zeus, que amontona las nubes:
20 -Entendiste, tú que bates la tierra, el designio que encierra mi pecho y por el cual os
he reunido. Me cuido de ellos, aunque van a perecer. Yo me quedaré sentado en la
cumbre del Olimpo y recrearé mi espíritu contemplando la batalla; y los demás ¡dos hacia
los troyanos y los aqueos y cada uno auxilie a los que quiera. Pues, si Aquiles combatiese
sólo con los troyanos, éstos no resistirían ni un instante la acometida del Pelión, el de los
pies ligeros. Ya antes huían espantados al verlo; y temo que ahora, que tan enfurecido
tiene el ánimo por la muerte de su compañero, destruya el muro de Troya contra la
decisión del hado.
31 Así habló el Cronida y promovió una gran batalla. Los dioses fueron al combate
divididos en dos bandos: encamináronse a las naves Hera, Palas Atenea, Posidón, que
ciñe la tierra, el benéfico Hermes de prudente espíritu, y con ellos Hefesto, que, orgulloso
de su fuerza, cojeaba arrastrando sus gráciles piernas; y enderezaron sus pasos a los
troyanos Ares, el de tremolante casco, el intonso Febo, Ártemis, que se complace en tirar
flechas, Leto, el Janto y la risueña Afrodita.
41 Mientras los dioses se mantuvieron alejados de los hombres, mostráronse los aqueos
muy ufanos porque Aquiles volvía a la batalla después del largo tiempo en que se había
abstenido de tener parte en la triste guerra, y los troyanos se espantaron y un fuerte
temblor les ocupó los miembros, tan pronto como vieron al Pelión, ligero de pies, que con
su reluciente armadura semejaba al dios Ares, funesto a los mortales. Mas, luego que las
olímpicas deidades penetraron por entre la muchedumbre de los guerreros, levantóse la
terrible Discordia, que enardece a los varones; Atenea daba fuertes gritos, unas veces a
orillas del foso cavado al pie del muro, y otras en los altos y sonoros promontorios; y
Ares, que parecía un negro torbellino, vociferaba también y animaba vivamente a los
troyanos, ya desde el punto más alto de la ciudad, ya corriendo por la Bella Colina, a
orillas del Simoente.
54 De este modo los felices dioses, instigando a unos y a otros, los hicieron venir a las
manos y promovieron una reñida contienda. El padre de los hombres y de los dioses tronó
horriblemente en las alturas; Posidón, por debajo, sacudió la inmensa tierra y las excelsas
cumbres de los montes; y retemblaron así las laderas y las cimas del Ida, abundante en
manantiales, como la ciudad troyana y las naves aqueas. Asustóse Aidoneo, rey de los
infiernos, y saltó del trono gritando; no fuera que Posidón, que sacude la tierra, la
desgarrase y se hicieran visibles las mansiones horrendas y tenebrosas que las mismas
deidades aborrecen. ¡Tanto estrépito se produjo cuando los dioses entraron en combate!
A1 soberano Posidón le hizo frente Febo Apolo con sus aladas flechas; a Enialio, Atenea,
la diosa de ojos de lechuza; a Hera, Ártemis, que lleva arco de oro, ama el bullicio de la
caza, se complace en tirar saetas y es hermana del que hiere de lejos; a Leto, el poderoso
y benéfico Hermes; y a Hefesto, el gran río de profundos vórtices, llamado por los dioses
Janto y por los hombres Escamandro.
75 Así los dioses salieron al encuentro los unos de los otros. Aquiles deseaba romper
por el gentío en derechura a Héctor Priámida, pues el ánimo le impulsaba a saciar con la
sangre del héroe a Ares, infatigable luchador. Mas Apolo, que enardece a los guerreros,
movió a Eneas a oponerse al Pelión, infundiéndole gran valor y hablándole así, después
de tomar la voz y la figura de Licaón, hijo de Príamo:
83 -¡Eneas, consejero de los troyanos! ¿Qué es de aquellas amenazas hechas por ti en
los banquetes de los reyes troyanos, de que saldrías a combatir con el Pelida Aquiles?
86 Y a su vez Eneas le respondió diciendo:
87 -¡Priámida! ¿Por qué me ordenas que luche, sin desearlo mi voluntad, con el
animoso Pelión? No fuera la primera vez que me viese frente a Aquiles, el de los pies
ligeros: en otro tiempo, cuando vino adonde pacían nuestras vacas y tomó a Lirneso y a
Pédaso, persiguióme por el Ida con su lanza; y Zeus me salvó, dándome fuerzas y
agilizando mis rodillas. Sin su ayuda hubiese sucumbido a manos de Aquiles y de
Atenea, que le precedía, le daba la victoria y le animaba a matar léleges y troyanos con la
broncínea lanza. Por eso ningún hombre puede combatir con Aquiles, porque a su lado
asiste siempre alguna deidad que le libra de la muerte. En cambio, su lanza vuela recta y
no se detiene hasta que ha atravesado el cuerpo de un enemigo. Si un dios igualara las
condiciones del combate, Aquiles no me vencería fácilmente; aunque se gloriase de ser
todo de bronce.
103 Replicóle el soberano Apolo, hijo de Zeus:
104 -¡Héroe! Ruega tú también a los sempiternos dioses, pues dicen que naciste de
Afrodita, hija de Zeus, y aquél es hijo de una divinidad inferior. La primera desciende de
Zeus, ésta tuvo por padre al anciano del mar. Levanta el indomable bronce y no to
arredres por oír palabras duras o amenazas.
110 Apenas acabó de hablar, infundió grandes bríos al pastor de hombres; y éste, que
llevaba una reluciente armadura de bronce, se abrió paso por los combatientes delanteros.
Hera, la de los níveos brazos, no dejó de advertir que el hijo de Anquises atravesaba la
muchedumbre para salir al encuentro del Pelión; y, llamando a otros dioses, les dijo:
115 -Considerad en vuestra mente, Posidón y Atenea, cómo esto acabará; pues Eneas,
armado de reluciente bronce, se encamina en derechura al Pelión por excitación de Febo
Apolo. Ea, hagámosle retroceder, o alguno de nosotros se ponga junto a Aquiles, le
infunda gran valor y no deje que su ánimo desfallezca; para que conozca que le quieren
los inmortales más poderosos, y que son débiles los dioses que en el combate y la pelea
protegen a los troyanos. Todos hemos bajado del Olimpo a intervenir en esta batalla, para
que Aquiles no padezca hoy ningún daño de parte de los troyanos; y luego sufrirá to que
la Parca dispuso, hilando el lino, cuando su madre te dio a luz. Si Aquiles no se entera
por la voz de los dioses, sentirá temor cuando en el combate le salga al encuentro alguna
deidad; pues los dioses, en dejándose ver, son terribles.
132 Respondióle Posidón, que sacude la tierra:
133 -¡Hera! No te irrites más de to razonable, pues no te es preciso. Ni yo quisiera que
nosotros, que somos los más fuertes, promoviéramos la contienda entre los dioses. Vayámonos
de este camino y sentémonos en aquella altura, y de la batalla cuidarán los
hombres. Y si Ares o Febo Apolo dieren principio a la pelea o detuvieren a Aquiles y no
le dejaren combatir, iremos en seguida a luchar con ellos, y me figuro que pronto tendrán
que retirarse y volver al Olimpo, a la reunión de los demás dioses, vencidos por la fuerza
de nuestros brazos.
144 Dichas estas palabras, el dios de los cerúleos cabellos llevólos al alto terraplén que
los troyanos y Palas Atenea habían levantado en otro tiempo para que el divino Heracles
se librara de la ballena cuando, perseguido por ésta, pasó de la playa a la llanura. Allí
Posidón y los otros dioses se sentaron, extendiendo en derredor de sus hombros una
impenetrable nube; y al otro lado, en la cima de la Bella Colina, en torno de ti, oh Febo,
que hieres de lejos, y de Ares, que destruye las ciudades, acomodáronse las deidades
protectoras de los troyanos.
153 Así unos y otros, sentados en dos grupos, deliberaban y no se decidían a empezar el
funesto combate. Y Zeus desde lo alto les incitaba a comenzarlo.
156 Todo el campo, lleno de hombres y caballos, resplandecía con el lucir del bronce; y
la tierra retumbaba debajo de los pies de los guerreros que a luchar salían. Dos varones,
señalados entre los más valientes, deseosos de combatir, se adelantaron a los suyos para
encontrarse entre ambos ejércitos: Eneas, hijo de Anquises, y el divino Aquiles.
Presentóse primero Eneas, amenazador, tremolando el sólido casco: protegía el pecho con
el fuerte escudo y vibraba broncínea lanza. Y el Pelida desde el otro lado fue a oponérsele
como un voraz león, para matar al cual se reúnen los hombres de todo un pueblo; y el
león al principio sigue su camino despreciándolos; mas, así que uno de los belicosos
jóvenes le hiere con un venablo, se vuelve hacia él con la boca abierta, muestra los
dientes cubiertos de espuma, siente gemir en su pecho el corazón valeroso, se azota con
la cola muslos y caderas para animarse a pelear, y con los ojos centelleantes arremete
fiero hasta que mata a alguien o él mismo perece en la primera fila; así le instigaban a
Aquiles su valor y ánimo esforzado a salir al encuentro del magnánimo Eneas. Y tan
pronto como se hallaron frente a frente, el divino Aquiles, el de los pies ligeros, habló
diciendo:
178 -¡Eneas! ¿Por qué te adelantas tanto a la turba y me aguardas? ¿Acaso el ánimo te
incita a combatir conmigo por la esperanza de reinar sobre los troyanos, domadores de
caballos, con la dignidad de Príamo? Si me matases, no pondría Príamo en tu mano tal
recompensa; porque tiene hijos, conserva entero el juicio y no es insensato. ¿O quizás te
han prometido los troyanos acotarte un hermoso campo de frutales y sembradío que a los
demás aventaje, para que puedas cultivarlo, si me quitas la vida? Me figuro que te será
difícil conseguirlo. Ya otra vez te puse en fuga con mi lanza. ¿No recuerdas que,
hallándote solo, te aparté de tus bueyes y te perseguí por el monte Ida corriendo con
ligera planta? Entonces huías sin volver la cabeza. Luego te refugiaste en Lirneso y yo
tomé la ciudad con la ayuda de Atenea y del padre Zeus, y me llevé las mujeres
haciéndolas esclavas; mas a ti te salvaron Zeus y los demás dioses. No creo que ahora te
guarden, como espera tu corazón; y te aconsejo que vuelvas a tu ejército y no te quedes
frente a mí, antes que padezcas algún daño; que el necio sólo conoce el mal cuando ha
llegado.
199 Y a su vez Eneas le respondió diciendo:
200 -¡Pelida! No creas que con esas palabras me asustarás como a un niño, pues
también sé proferir injurias y baldones. Conocemos el linaje de cada uno de nosotros y
cuáles fueron nuestros respectivos padres, por haberlo oído contar a los mortales
hombres; que ni tú viste a los míos, ni yo a los tuyos. Dicen que eres prole del eximio
Peleo y tienes por madre a Tetis, ninfa marina de hermosas trenzas; mas yo me glorío de
ser hijo del magnánimo Anquises y mi madre es Afrodita: aquéllos o éstos tendrán que
llorar hoy la muerte de su hijo, pues no pienso que nos separemos sin combatir, después
de dirigirnos pueriles insultos. Si deseas saberlo, to diré cuál es mi linaje, de muchos
conocido. Primero Zeus, que amontona las nubes, engendró a Dárdano, y éste fundó la
Dardania al pie del Ida, en manantiales abundoso; pues aún la sacra Ilio, ciudad de
hombres de voz articulada, no había sido edificada en la llanura. Dárdano tuvo por hijo al
rey Erictonio, que fue el más opulento de los mortales hombres: poseía tres mil yeguas
que, ufanas de sus tiernos potros, pacían junto a un pantano.- El Bóreas enamoróse de
algunas de las que vio pacer, y, transfigurado en caballo de negras crines, hubo de ellas
doce potros que en la fértil tierra saltaban por encima de las mieses sin romper las espigas
y en el ancho dorso del espumoso mar corrían sobre las mismas olas.- Erictonio fue padre
de Tros, que reinó sobre los troyanos; y éste dio el ser a tres hijos irreprensibles: Ilo,
Asáraco y el deiforme Ganimedes, el más hermoso de los hombres, a quien arrebataron
los dioses a causa de su belleza para que escanciara el néctar a Zeus y viviera con los
inmortales. Ilo engendró al eximio Laomedonte, que tuvo por hijos a Titono, Príamo,
Lampo, Clitio a Hicetaón, vástago de Ares. Asáraco engendró a Capis, cuyo hijo fue
Anquises. Anquises me engendró a mí, y Príamo al divino Héctor. Tal alcurnia y tal
sangre me glorío de tener. Pero Zeus aumenta o disminuye el valor de los guerreros como
le place, porque es el más poderoso. Ea, no nos digamos más palabras como si fuésemos
niños, parados así en medio del campo de batalla. Fácil nos sería inferimos tantas
injurias, que una nave de cien bancos de remeros no podría Ilevarlas. Es voluble la lengua
de los hombres, y de ella salen razones de todas clases; hállanse muchas palabras acá y
a11á, y cual hablares tal oirás la respuesta. Mas ¿qué necesidad tenemos de altercar,
disputando a injuriándonos, como mujeres irritadas, las cuales, movidas por roedor
encono, salen a la calle y se zahieren diciendo muchas cosas, verdaderas unas y falsas
otras, que la cólera les dicta? No lograrás con tus palabras que yo, estando deseoso de
combatir, pierda el valor antes de que con el bronce y frente a frente peleemos. Ea,
acometámonos en seguida con las broncíneas lanzas.
259 Dijo; y, arrojando la fornida lanza, clavóla en el terrible y horrendo escudo de
Aquiles, que resonó grandemente en torno de ella. El Pelida, temeroso, apartó el escudo
con la robusta mano, creyendo que la luenga lanza del magnánimo Eneas lo atravesaría
fácilmente. ¡Insensato! No pensó en su mente ni en su espíritu que los eximios presentes
de los dioses no pueden ser destruidos con facilidad por los mortales hombres, ni ceder a
sus fuerzas. Y así la pesada lanza de Eneas no perforó entonces la rodela por haberlo impedido
la lámina de oro que el dios puso en medio, sino que atravesó dos capas y dejó
tres intactas, porque eran cinco las que el dios cojo había reunido: las dos de bronce, dos
interiores de estaño, y una de oro, que fue donde se detuvo la lanza de fresno.
273 Aquiles despidió luego la ingente lanza, y acertó a dar en el borde del liso escudo
de Eneas, sitio en que el bronce era más delgado y el boyuno cuero más tenue: el fresno
del Pelión atravesólo, y todo el escudo resonó. Eneas, amedrentado, se encogió y levantó
el escudo; la lanza, deseosa de proseguir su curso, pasóle por cima del hombro, después
de romper los dos círculos de la rodela, y se clavó en el suelo; y el héroe, evitado ya el
golpe, quedóse inmóvil y con los ojos muy espantados de ver que aquélla había caído tan
cerca. Aquiles desnudó la aguda espada; y, profiriendo horribles voces, arremetió contra
Eneas; y éste, a su vez, cogió una gran piedra que dos de los hombres actuales no podrían
llevar y que él manejaba fácilmente. Y Eneas tirara la piedra a Aquiles y le acertara en el
casco o en el escudo que habría apartado del héroe la triste muerte, y el Pelida privara de
la vida a Eneas, hiriéndole de cerca con la espada, si al punto no lo hubiese advertido
Posidón, que sacude la tierra, el cual dijo entre los dioses inmortales:
293 -¡Oh dioses! Me causa pesar el magnánimo Eneas, que pronto, sucumbiendo a
manos del Pelión, descenderá al Hades por haber obedecido las palabras de Apolo, que
hiere de lejos. ¡Insensato! El dios no le librará de la triste muerte. Mas ¿por qué ha de
padecer, sin ser culpable, las penas que otros merecen, habiendo ofrecido siempre gratos
presentes a los dioses que habitan el anchuroso cielo? Ea, librémosle de la muerte, no sea
que el Cronida se enoje si Aquiles lo mata, pues el destino quiere que se salve a fin de
que no perezca sin descendencia ni se extinga del todo el linaje de Dárdano, que fue
amado por el Cronida con preferencia a los demás hijos que tuvo de mujeres mortales. Ya
el Cronión aborrece a los descendientes de Príamo; pero el fuerte Eneas reinará sobre los
troyanos, y luego los hijos de sus hijos que sucesivamente nazcan.
309 Respondióle Hera veneranda, la de ojos de novilla:
310 -¡Oh tú que sacudes la tierra! Resuelve tú mismo si has de salvar a Eneas o permitir
que, no obstante su valor, sea muerto por el Pelida Aquiles. Pues así Palas Atenea como
yo hemos jurado repetidas veces a vista de los inmortales todos, que jamás libraríamos a
los troyanos del día funesto, aunque Troya entera fuese pasto de las voraces llamas por
haberla incendiado los belicosos aqueos.
318 Cuando Posidón, que sacude la tierra, oyó estas palabras, fuese; y andando por la
liza, entre el estruendo de las lanzas, llegó adonde estaban Eneas y el ilustre Aquiles. Al
momento cubrió de niebla los ojos del Pelida Aquiles, arrancó del escudo del magnánimo
Eneas la lanza de fresno con punta de bronce que depositó a los pies de aquél, y arrebató
al troyano alzándolo de la tierra. Eneas, sostenido por la mano del dios, pasó por cima de
muchas filas de héroes y caballos hasta llegar al otro extremo del impetuoso combate,
donde los caucones se armaban para pelear. Y entonces Posidón, que sacude la tierra, se
le presentó, y le dijo estas aladas palabras:
332 -¡Eneas! ¿Cuál de los dioses te ha ordenado que cometieras la locura de luchar
cuerpo a cuerpo con el animoso Pelión, que es más fuerte que tú y más caro a los
inmortales? Retírate cuantas veces le encuentres, no sea que lo haga descender a la
morada de Hades antes de lo dispuesto por el hado. Mas, cuando Aquiles haya muerto,
por haberse cumplido su destino, pelea confiadamente entre los combatientes delanteros,
que no te matará ningún otro aqueo.
340 Así diciendo, dejó a Eneas allí, después que le hubo amonestado y apartó la
obscura niebla de los ojos de Aquiles. Éste volvió a ver con claridad, y, gimiendo, a su
magnánimo espíritu le decía:
344 -¡Oh dioses! Grande es el prodigio que a mi vista se ofrece: esta lanza yace en el
suelo y no veo al varón contra quien la arrojé, con intención de matarle. Ciertamente a
Eneas le aman los inmortales dioses; ¡y yo creía que se jactaba de ello vanamente!
Váyase, pues; que no tendrá ánimo para medir de nuevo sus fuerzas conmigo, quien
ahora huyó gustoso de la muerte. Exhortaré a los belicosos dánaos y probaré el valor de
los demás enemigos, saliéndoles al encuentro.
333 Dijo; y, saltando por entre las filas, animaba a los guerreros:
334 -¡No permanezcáis alejados de los troyanos, divínos aqueos! Ea, cada hombre
embista a otro y sienta anhelo por pelear. Difícil es que yo solo, aunque sea valiente,
persiga a tantos guerreros y con todos luche; y ni a Ares, que es un dios inmortal, ni a
Atenea, les sería posible recorrer un campo de batalla tan vasto y combatir en todas
panes. En to que puedo hacer con mis manos, mis pies o mi fuerza, no me muestro
remiso. Entraré por todos lados en las hileras de las falariges enemigas, y me figuro que
no se alegrarán los troyanos que a mi lanza se acerquen.
364 Con estas palabras los animaba. También el esclarecido Héctor exhortaba a los
troyanos, dando gritos, y aseguraba que saldría al encuentro de Aquiles:
366 -¡Animosos troyanos! ¡No temáis al Pelión! Yo de palabra combatiría hasta con los
inmortales; pero es difícil hacerlo con la lanza, siendo, como son, mucho más fuertes.
Aquiles no llevará al cabo todo cuanto dice, sino que en parte lo cumplirá y en parte lo
dejará a medio hacer. Iré a encontrarlo, aunque por sus manos se parezca a la llama; sí,
aunque por sus manos se parezca a la llama, y por su fortaleza al reluciente hierro
373 Con tales voces los excitaba. Los troyanos calaron las lanzas; trabóse el combate y
se produjo gritería, y entonces Febo Apolo se acercó a Héctor y le dijo:
376 -¡Héctor! No te adelantes para luchar con Aquiles; espera su acometida mezclado
con la muchedumbre, confundido con la turba. No sea que consiga herirte desde lejos con
arma arrojadiza, o de cerca con la espada.
379 Así habló. Héctor se fue, amedrentado, por entre la multitud de guerreros apenas
acabó de oír las palabras del dios. Aquiles, con el corazón revestido de valor y dando
horribles gritos, arremetió a los troyanos, y empezó por matar al valeroso Ifitión
Otrintida, caudillo de muchos hombres, a quien una ninfa náyade había tenido de
Otrinteo, asolador de ciudades, en el opulento pueblo de Hida, al pie del nevado Tmolo:
el divino Aquiles acertó a darle con la lanza en medio de la cabeza, cuando arremetía
contra él, y se la dividió en dos partes. El troyano cayó con estrépito, y el divino Aquiles
se glorió diciendo:
389 -¡Yaces en el suelo, Otrintida, el más portentoso de todos los hombres! En este
lugar te sorprendió la muerte; a ti, que habías nacido a orillas del lago Gigeo, donde
tienes la heredad paterna, junto al Hilo, abundante en peces, y el Hermo voraginoso.
393 Así dijo jactándose. Las tinieblas cubrieron los ojos de Ifitión, y los carros de los
aqueos lo despedazaron con las llantas de sus ruedas en el primer reencuentro. Aquiles
hirió, después, en la sien, atravesándole el casco de broncíneas carrilleras, a Demoleonte,
valiente adalid en el combate, hijo de Anténor; y el casco de bronce no detuvo la lanza,
pues la punta entró y rompió el hueso, conmovióse interiormente el cerebro, y el troyano
sucumbió cuando peleaba con ardor. Luego, como Hipodamante saltara del carro y se
diese a la fuga, le envasó la pica en la espalda: aquél exhalaba el aliento y bramaba como
el toro que los jóvenes arrastran a los altares del soberano Heliconio y el dios que sacude
la tierra se goza al verlo; así bramaba Hipodamante cuando el alma valerosa dejó sus
huesos. Seguidamente acometió con la lanza al deiforme Polidoro Priámida, a quien su
padre no permitía que fuera a las batallas porque era el menor y el predilecto de sus hijos.
Nadie vencía a Polidoro en la carrera; y entonces, por pueril petulancia, haciendo gala de
la ligereza de sus pies, agitábase el troyano entre los combatientes delanteros, hasta que
perdió la vida: al verlo pasar, el divino Aquiles, ligero de pies, hundióle la lanza en medio
de la espalda, donde los anillos de oro sujetaban el cinturón y era doble la coraza, y la
punta salió al otro lado cerca del ombligo; el joven cayó de rodillas dando lastimeros
gritos; obscura nube le envolvió; e, inclinándose, procuraba sujetar con sus manos los
intestinos, que le salían por la herida.
419 Tan pronto como Héctor vio a su hermano Polidoro cogiéndose las entrañas y
encorvado hacia el suelo, se le puso una nube ante los ojos y ya no pudo combatir a
distancia; sino que, blandiendo la aguda lanza a impetuoso como una llama, se dirigió al
encuentro de Aquiles. Y éste, al advertirlo, saltó hacia él, y dijo muy ufano estas
palabras:
425 -Cerca está el hombre que ha inferido a mi corazón la más grave herida, el que
mató a mi compañero amado. Ya no huiremos asustados, el uno del otro, por los senderos
del combate.
428 Dijo; y mirando con torva faz al divino Héctor, le gritó:
429 -iAcércate para que más pronto llegues de tu perdición al término!
430 Sin turbarse, le respondió Héctor, el de tremolante casco:
431 -¡Pelida! No esperes amedrentarme con palabras como a un niño; también yo sé
proferir injurias y baldones. Reconozco que eres valiente y que te soy muy inferior. Pero
en la mano de los dioses está si yo, siendo inferior, te quitaré la vida con mi lanza; pues
también tiene afilada punta.
438 En diciendo esto, blandió y arrojó su lanza; pero Atenea con un tenue soplo
apartóla del glorioso Aquiles, y el arma volvió hacia el divino Héctor y cayó a sus pies.
Aquiles acometió, dando horribles gritos, a Héctor, con intención de matarlo; pero Apolo
arrebató al troyano, haciéndolo con gran facilidad por ser dios, y to cubrió con densa
niebla. Tres veces el divino Aquiles, ligero de pies, atacó con la broncínea lanza, tres
veces dio el golpe en el aire. Y cuando, semejante a un dios, arremetía por cuarta vez,
increpó el héroe a Héctor con voz terrible, dirigiéndole estas aladas palabras:
449 -¡Otra vez te has librado de la muerte, perro! Muy cerca tuviste la perdición, pero
te salvó Febo Apolo, a quien debes de rogar cuando sales al campo antes de oír el
estruendo de los dardos. Yo acabaré contigo si más tarde te encuentro y un dios me
ayuda. Y ahora perseguiré a los demás que se me pongan al alcance.
453 Así dijo; y con la lanza hirió en medio del cuello a Dríope, que cayó a sus pies.
Dejóle, y al momento detuvo a Demuco Filetórida, valeroso y alto, a quien pinchó con la
lanza en una rodilla, y luego quitóle la vida con la gran espada. Después acometió a
Laógono y a Dárdano, hijos de Biante: habiéndolos derribado del carro en que iban, a
aquél le hizo perecer arrojándole la lanza, y a éste hiriéndole de cerca con la espada.
También mató a Tros Alastórida, que vino a abrazarle las rodillas por si
compadeciéndose de él, que era de la misma edad del héroe, en vez de matarlo le hacía
prisionero y to dejaba vivo. ¡Insensato! No conoció que no podría persuadirle, pues
Aquiles no era hombre de condición benigna y mansa, sino muy violento. Ya aquél le
tocaba las rodillas con intención de suplicarle, cuando le hundió la espada en el hígado:
derramóse éste, llenando de negra sangre el pecho, y las tinieblas cubrieron los ojos del
troyano, que quedó exánime. Inmediatamente Aquiles se acercó a Mulio; y, metiéndole la
lanza en una oreja, la broncínea punta salió por la otra. Más tarde hirió en medio de la
cabeza a Equeclo, hijo de Agenor, con la espada provista de empuñadura: la hoja entera
se calentó con la sangre, y la purpúrea muerte y la parca cruel velaron los ojos del
guerrero. Posteriormente atravesó con la broncínea lanza el brazo de Deucalión, en el
sitio donde se juntan los tendones del codo; y el troyano esperóle, con la mano
entorpecida y viendo que la muerte se le acercaba: Aquiles le cercenó de un tajo la
cabeza, que con el casco arrojó a to lejos, la medula salió de las vértebras y el guerrero
quedó tendido en el suelo. Dirigióse acto seguido contra Rigmo, ilustre hijo de Píroo, què
había llegado de la fértil Tracia, y le hirió en medio del cuerpo: clavóle la broncínea lanza
en el pulmón, y le derribó del carro. Y, como viera que su escudero Areítoo torcía la
rienda a los caballos, envasóle la aguda lanza en la espalda, y también le derribó en tierra,
mientras los corceles huían espantados.
490 De la suerte que, al estallar abrasador incendio en los hondos valles de árida
montaña, arde la poblada selva, y el viento mueve las llamas que giran a todos lados; de
la misma manera, Aquiles se revolvía furioso con la lanza, persiguiendo, cual una deidad,
a los que estaban destinados a morir; y la negra tierra manaba sangre. Como, uncidos al
yugo dos bueyes de ancha frente para que trillen la blanca cebada en una era bien
dispuesta, se desmenuzan presto las espigas debajo de los pies de los mugientes bueyes;
así los solípedos corceles, guiados por el magnánimo Aquiles, hollaban a un mismo
tiempo cadáveres y escudos; el eje del carro tenía la parte inferior cubierta de sangre y los
barandales estaban salpicados de sanguinolentas gotas que los casos de los corceles y las
llantas de las ruedas despedían. Y el Pelida deseaba alcanzar gloria y tenía las invictas
manos manchadas de sangre y polvo.
CANTO XXI *
Batalla junto al río
* Este río pide ayuda al río Simoente y quiere sumergir a Aquiles, pero el dios Hefesto le obliga a volver
a su cauce. Apolo se transfigure en troyano y se hace perseguir por el héroe para que los demás puedan
entrar en la ciudad; conseguido su objeto, el dios se descubre.
1 Así que los troyanos llegaron al vado del vortiginoso Janto, río de hermosa corriente a
quien el inmortal Zeus engendró, Aquiles los dividió en dos grupos. A los del primero
echólos el héroe por la llanura hacia la ciudad, por donde los aqueos huían espantados el
día anterior, cuando el esclarecido Héctor se mostraba furioso; por allí se derramaron
entonces los troyanos en su fuga, y Hera, para detenerlos, los envolvió en una densa
niebla. Los otros rodaron al caudaloso río de argénteos vórtices, y cayeron en él con gran
estrépito: resonaba la corriente, retumbaban ambas orillas y los troyanos nadaban acá y
acullá, gritando, mientras eran arrastrados en torno de los remolinos. Como las langostas
acosadas por la violencia de un fuego que estalla de repente vuelan hacia el río y se echan
medrosas en el agua, de la misma manera la corriente sonora del Janto de profundos
vórtices se llenó, por la persecución de Aquiles, de hombres y caballos que en el mismo
caían confundidos.
17 Aquiles, vástago de Zeus, dejó su lanza arrimada a un tamariz de la orilla, saltó al
río, cual si fuese una deidad, con sólo la espada y meditando en su corazón acciones
crueles, y comenzó a herir a diestro y a siniestro: al punto levantóse un horrible clamoreo
de los que recibían los golpes, y el agua bermejeó con la sangre. Como los peces huyen
del ingente delfín, y, temerosos, llenan los senos del hondo puerto, porque aquél devora a
cuantos coge, de la misma manera los troyanos iban por la impetuosa corriente del río y
se refugiaban, temblando, debajo de las rocas. Cuando Aquiles tuvo las manos cansadas
de matar, cogió vivos, dentro del río, a doce mancebos para inmolarlos más tarde en
expiación de la muerte de Patroclo Menecíada. Sacólos atónitos como cervatos, les ató
las manos por detrás con las correas bien cortadas que llevaban en las flexibles túnicas y
encargó a los amigos que los condujeran a las cóncavas naves. Y el héroe acometió de
nuevo a los troyanos, para hacer en ellos gran destrozo.
34 Allí se encontró Aquiles con Licaón, hijo de Príamo Dardánida; el cual, huyendo,
iba a salir del río. Ya anteriormente le había hecho prisionero encaminándose de noche a
un campo de Príamo: Licaón cortaba con el agudo bronce los ramos nuevos de un
cabrahígo para hacer los barandales de un carro, cuando el divinal Aquiles, presentándose
cual imprevista calamidad, se to llevó mal de su grado. Transportóle luego en una nave a
la bien construida Lemnos, y a11í to puso en venta: el hijo de Jasón pagó el precio.
Después Eetión de Imbros, que era huésped del troyano, dio por él un cuantioso rescate y
enviólo a la divina Arisbe. Escapóse Licaón, y, volviendo a la casa paterna, estuvo
celebrando con sus amigos durance once días su regreso de Lemnos; mas, al duodécimo,
un dios le hizo caer nuevamente en manos de Aquiles, que debía mandarle al Hades, sin
que Licaón to deseara. Como el divino Aquiles, el de los pies ligeros, le viera inerme -sin
casco, escudo ni lanza, porque todo to había tirado al suelo- y que salía del río con el
cuerpo abatido por el sudor y las rodillas vencidas por el cansancio, sorprendióse, y a su
magnánimo espíritu así le habló:
54 -¡Oh dioses! Grande es el prodigio que a mi vista se ofrece. Ya es posible que los
troyanos a quienes maté resuciten de las sombrías tinieblas; cuando éste, librándose del
día cruel, ha vuelto de la divina Lemnos, donde fue vendido, y las olas del espumoso mar
que a tantos detienen no han impedido su regreso. Mas, ea, haré que pruebe la punta de
mi lanza para ver y averiguar si volverá nuevamente o se quedará en el seno de la fértil
tierra que hasta a los fuertes retiene.
64 Pensando en tales cosas, Aquiles continuaba inmóvil. Licaón, asustado, se le acercó
a tocarle las rodillas; pues en su ánimo sentía vivo deseo de lfbrarse de la triste muerte y
de la negra Parca. El divino Aquiles levantó en seguida la enorme lanza con intención de
herirlo, pero Licaón se encogió y corriendo le abrazó las rodillas; y aquélla, pasándole
por cima del dorso, se clavó en el suelo, codiciosa de cebarse en el cuerpo de un hombre.
En tanto Licaón suplicaba a Aquiles; y, abrazando con una mano sus rodillas y
sujetándole con la otra la aguda lanza, sin que la soltara, estas aladas palabras le decía:
74 -Te lo ruego abrazado a tus rodillas, Aquiles: respétame y apiádate de mí. Has de
tenerme, oh alumno de Zeus, por un suplicante digno de consideración; pues comí en to
tienda el fruto de Deméter el día en que me hiciste prisionero en el campo bien cultivado,
y, llevándome lejos de mi padre y de mis amigos, me vendiste en Lemnos: cien bueyes te
valió mi persona. Ahora te daría el triple por rescatarme. Doce días ha que, habiendo
padecido mucho, volví a Ilio; y otra vez el hado funesto me pone en tus manos. Debo de
ser odioso al padre Zeus, cuando nuevamente me entrega a ti. Para darme una vida corta,
me parió Laótoe, hija del anciano Altes, que reina sobre los belicosos léleges y posee la
excelsa Pédaso junto al Satnioente. A la hija de aquél la tuvo Príamo por esposa con otras
muchas; de la misma nacimos dos varones y a entrambos nos habrás dado muerte. Ya
hiciste sucumbir entre los infantes delanteros al deiforme Polidoro, hiriéndole con la
aguda pica; y ahora la desgracia llegó para mí, pues no espero escapar de tus manos
después que un dios me ha echado en ellas. Otra cosa to diré que fijarás en la memoria:
No me mates; pues no soy del mismo vientre que Héctor, el que dio muerte a to dulce y
esforzado amigo.
97 Con tales palabras el preclaro hijo de Príamo suplicaba a Aquiles, pero fue amarga
la respuesta que escuchó:
99 -¡Insensato! No me hables del rescate, ni to menciones siquiera. Antes que a
Patroclo le llegara el día fatal, me era grato abstenerme de matar a los troyanos y fueron
muchos los que cogí vivos y vendí luego; mas ahora ninguno escapará de la muerte, si un
dios lo pone en mis manos delante de Ilio y especialmente si es hijo de Príamo. Por Canto,
amigo, muere tú también. ¿Por qué te lamentas de este modo? Murió Patroclo, que
tanto te aventajaba. ¿No ves cuán gallardo y alto de cuerpo soy yo, a quien engendró un
padre ilustre y dio a luz una diosa? Pues también me aguardan la muerte y la Parca cruel.
Vendrá una mañana, una tarde o un mediodía en que alguien me quitará la vida en el
combate, hiriéndome con la lanza o con una flecha despedida por el arco.
114 Así dijo. Desfallecieron las rodillas y el corazón del troyano que, soltando la lanza,
se sentó y tendió ambos brazos. Aquiles puso mano a la tajante espada a hirió a Licaón en
la clavícula, junto al cuello: metióle dentro toda la hoja de dos filos, el troyano dio de
ojos por el suelo y su sangre fluía y mojaba la tierra. El héroe cogió el cadáver por el pie,
arrojólo al río para que la corriente se to llevara, y profirió con jactancia estas aladas
palabras:
122 -Yaz ahí entre los peces que tranquilos te lamerán la sangre de la herida. No te
colocará tu madre en un lecho para llorarte, sino que serás llevado por el voraginoso
Escamandro al vasto seno del mar. Y algún pez, saliendo de las olas a la negruzca y
encrespada superficie, comerá la blanca grasa de Licaón. Así perezcáis los demás
troyanos hasta que lleguemos a la sacra ciudad de Ilio, vosotros huyendo y yo detrás haciendo
gran riza. No os salvará ni siquiera el río de hermosa corriente y argénteos
remolinos, a quien desde antiguo sacrificáis muchos toros y en cuyós vórtices echáis
vivos los solípedos caballos. Así y todo, pereceréis miserablemente unos en pos de otros,
hasta que hayáis expiado la muerte de Patrocio y el estrago y la matanza que hicisteis en
los aqueos junto a las naves, mientras estuve alejado de la lucha.
136 Así habló, y el río, con el corazón irritado, revolvía en su mente cómo haría cesar
al divinal Aquiles de combatir y libraría de la muerte a los troyanos. En tanto, el hijo de
Peleo dirigió su ingente lanza a Asteropeo, hijo de Pelegón, con ánimo de matarlo. A
Pelegón le habían engendrado el Axio, de ancha corriente, y Peribea, la hija mayor de
Acesámeno; que con ésta se unió aquel río de profundos remolinos. Encaminóse, pues,
Aquiles hacia Asteropeo, el cual salió a su encuentro llevando dos lanzas; y el Janto,
irritado por la muerte de los jóvenes a quienes Aquiles había hecho perecer sin
compasión en la misma corriente, infundió valor en el pecho del troya-no. Cuando ambos
guerreros se hallaron frente a frente, el divino Aquiles, el de los pies ligeros, fue el
primero en hablar, y dijo:
150 -¿Quién eres tú y de dónde, que osas salirme al encuentro? Infelices de aquéllos
cuyos hijos se oponen a mi furor.
152 Respondióle el preclaro hijo de Pelegón:
153 -¡Magnánimo Pelida! ¿Por qué sobre el abolengo me interrogas? Soy de la fértil
Peonia, que está lejos; vine mandando a los peonios, que combaten con largas picas, y
hace once días que llegué a Ilio. Mi linaje trae su origen del Axio de ancha corriente, del
Axio que esparce su hermosísimo raudal sobre la tierra: Axio engendró a Pelegón,
famoso por su lanza, y de éste dicen que he nacido. Pero peleemos ya, esclarecido
Aquiles.
161 Así habló, en son de amenaza. El divino Aquiles levantó el fresno del Pelión, y el
héroe Asteropeo, que era ambidextro, tiróle a un tiempo las dos lanzas: la una dio en el
escudo, pero no to atravesó porque la lámina de oro que el dios puso en el mismo la
detuvo; la otra rasguñó el brazo derecho del héroe, junto al codo, del cual brotó negra
sangre; mas el arma pasó por encimá y se clavó en el suelo, codiciosa de la carne.
Aquiles arrojó entonces la lanza, de recto vuelo, a Asteropeo con intención de matarlo, y
erró el tiro: la lanza de fresno cayó en la elevada orilla y se hundió hasta la mitad del
palo. El Pelida, desnudando la aguda espada que llevaba junto al muslo, arremetió
enardecido a Asteropeo, quien con la mano robusta intentaba arrancar del escarpado
borde la lanza de Aquiles: tres veces la meneó para arrancarla, y otras tantas careció de
fuerza. Y cuando, a la cuarta vez, quiso doblar y romper la lanza de fresno del Eácida,
acercósele Aquiles y con la espada le quitó la vida: hirióle en el vientre, junto al ombligo;
derramáronse en el suelo todos los intestinos, y las tinieblas cubrieron los ojos del
troyano, que cayó anhelante. Aquiles se abalanzó a su pecho, le quitó la armadura; y,
blasonando del triunfo, dijo estas palabras:
184 -Yaz ahí. Difícil era que tú, aunque engendrado por un río, pudieses disputar la
victoria a los hijos del prepotente Cronión. Dijiste que to linaje procede de un río de
ancha corriente; mas yo me jacto de pertenecer al del gran Zeus. Engendróme un varón
que reina sobre muchos mirmidones, Peleo, hijo de Éaco; y este último era hijo de Zeus.
Y como Zeus es más poderoso que los nos, que corren al mar, así también los
descendientes de Zeus son más fuertes que los de los ríos. A tu lado tienes uno grande, si
es que puede auxiharte. Mas no es posible combatir con Zeus Cronión. A éste no le
igualan ni el fuerte Aqueloo, ni el grande y poderoso Océano de profunda corriente del
que nacen todos los ríos, todo el mar y todas las fuentes y grandes pozos; pues también el
Océano teme el rayo del gran Zeus y el espantoso trueno, cuando retumba desde el cielo.
200 Dijo; arrancó del escarpado borde la broncínea lanza y abandonó a Asteropeo a11í,
tendido en la arena, tan pronto como le hubo quitado la vida: el agua turbia bañaba el
cadáver, y anguilas y peces acudieron a comer la grasa que cubría los riñones. Aquiles se
fue para los peonios que peleaban en carros; los cuales huían por las márgenes del voraginoso
río, desde que vieron que el más fuerte caía en el duro combate, vencido por las
manos y la espada del Pelida. Éste mató entonces a Tersíloco, Midón, Astípilo, Mneso,
Trasio, Enio y Ofelestes. Y a más peonios diera muerte el veloz Aquiles, si el río de
profundos remolinos, irritado y transfigurado en hombre, no le hubiese dicho desde uno
de los profundos vórtices:
214 -¡Oh Aquiles! Superas a los demás hombres tanto en el valor como en la comisión
de acciones nefandas; porque los propios dioses te prestan constantemente su auxilio. Si
el hijo de Crono te ha concedido que destruyas a todos los troyanos, apártalos de mí y
ejecuta en el llano tus proezas. Mi hermosa corriente está llena de cadáveres que
obstruyen el cauce y no me dejan verter el agua en la mar divina; y tú sigues matando de
un modo atroz. Pero, ea, cesa ya; pues me tienes asombrado, oh príncipe de hombres.
222 Respondióle Aquiles, el de los pies ligeros:
223 -Se hará, oh Escamandro, alumno de Zeus, como tú lo ordenas; pero no me
abstendré de matar a los altivos troyanos hasta que los encierre en la ciudad y, peleando
con Héctor, él me mate a mí o yo acabe con él.
227 Esto dicho, arremetió a los troyanos, cual si fuese un dios. Y entonces el río de
profundos remolinos dirigióse a Apolo:
229 -¡Oh dioses! Tú, el del arco de plata, hijo de Zeus, no cumples las órdenes del
Cronión, el cual to encargó muy mucho que socorrieras a los troyanos y les prestaras to
auxilio hasta que, llegada la tarde, se pusiera el sol y quedara a obscuras el fértil campo.
233 Dijo. Aquiles, famoso por su lanza, saltó desde la escarpada orilla al centro del río.
Pero éste le atacó enfurecido: hinchó sus aguas, revolvió la corriente, y, arrastrando
muchos cadáveres de hombres muertos por Aquiles, que había en el cauce, arrojólos a la
orilla mugiendo como un toro, y en Canto salvaba a los vivos dentro de la hermosa
corriente, ocultándolos en los profundos y anchos remolinos. Las revueltas olas rodeaban
a Aquiles, la corriente caía sobre su escudo y le empujaba, y el héroe ya no se podía tener
en pie. Asióse entonces con ambas manos a un olmo corpulento y frondoso; pero éste,
arrancado de raíz, rompió el borde escarpado, oprimió la hermosa corriente con sus
muchas ramas, cayó entero al río y se convirtió en un puente. Aquiles, amedrentado, dio
un salto, salió del abismo y voló con pie ligero por la llanura. Mas no por esto el gran
dios desistió de perseguirlo, sino que lanzó tras él olas de sombría cima con el propósito
de hacer cesar al divino Aquiles de combatir y librar de la muerte a los troyanos. El
Pelida salvó cerca de un tiro de lanza, dando un brinco con la impetuosidad de la rapaz
águila negra, que es la más forzuda y veloz de las aves; parecido a ella, el héroe coma y
el bronce resonaba horriblemente sobre su pecho. Aquiles procuraba huir, desviándose a
un lado; pero la corriente se iba tras él y le perseguía con gran ruido. Como el fontanero
conduce el agua desde el profundo manantial por entre las plantas de un huerto y con un
azadón en la mano quita de la reguera los estorbos; y la corriente sigue su curso, y mueve
las piedrecitas, pero al llegar a un declive murmura, acelera la marcha y pasa delante del
que la guía; de igual modo, la corriente del río alcanzaba continuamente a Aquiles,
porque los dioses son más poderosos que los hombres. Cuantas veces el divino Aquiles,
el de los pies ligeros, intentaba esperarla, para ver si le perseguían todos los inmortales
que tienen su morada en el espacioso cielo, otras tantas, las grandes olas del río, que las
celestiales lluvias alimentan, le azotaban los hombros. El héroe, afiigido en su corazón,
saltaba; pero el río, siguiéndole con la rápida y tortuosa corriente, le cansaba las rodillas y
le robaba el suelo a11í donde ponía los pies. Y el Pelida, levantando los ojos al vasto
cielo, gimió y dijo:
273 -¡Zeus padre! ¿Cómo no viene ningún dios a salvarme a mí, miserando, de la
persecución del río, y luego sufriré cuanto sea preciso? Ninguna de las deidades del cielo
tiene tanta culpa como mi madre, que me halagó con falsas predicciones: dijo que me
matarían al pie del muro de los troyanos, armados de coraza, las veloces flechas de
Apolo. ¡Ojalá me hubiese muerto Héctor, que es aquí el más bravo! Entonces un valiente
hubiera muerto y despojado a otro valiente. Mas ahora quiere el destino que yo perezca
de miserable muerte, cercado por un gran río; como el niño pórquerizo a quien arrastran
las aguas invernales del torrente que intentaba atravesar.
284 Así se expresó. En seguida Posidón y Atenea, con figura humana, se le acercaron y
le asieron de las manos mientras le animaban con palabras. Posidón, que sacude la tierra,
fue el primero en hablar y dijo:
288 -¡Pelida! No tiembles, ni te asustes. ¡Tal socorro vamos a darte, con la venia de
Zeus, nosotros los dioses, yo y Palas Atenea! Porque no dispone el hado que seas muerto
por el río, y éste dejará pronto de perseguirte, como verás tú mismo. Te daremos un
prudente consejo, por si quieres obedecer: no descanse to brazo en la batalla funesta hasta
haber encerrado dentro de los ínclitos muros de Ilio a cuantos troyanos logren escapar. Y
cuando hayas privado de la vida a Héctor, vuelve a las naves; que nosotros to
concederemos que alcánces gloria.
298 Dichas estas palabras, ambas deidades fueron a reunirse con los demás inmortales.
Aquiles, impelido por el mandato de los dioses, enderezó sus pasos a la llanura inundada
por el agua del río, en la cual flotaban cadáveres y hermosas armas de jóvenes muertos en
la pelea. El héroe caminabá derechamente, saltando por el agua, sin que el anchuroso río
lograse detenerlo; pues Atenea le había dado muchos bríos. Pero el Escamandro no cedía
en su furor; sino que, irritándose aún más contra el Pelión, hinchaba y levantaba a to alto
sus olas, y a gritos llamaba al Simoente:
308 -¡Hermano querido! Juntémonos para contener la fuerza de ese hombre, que pronto
tomará la gran ciudad del rey Príamo, pues los troyanos no le resistirán en la batalla. Ven
al momento en mi auxilio: aumenta to caudal con el agua de las fuentes, concita a todos
los arroyos, levanta grandes olas y arrastra con estrépito troncos y piedras, para que anoEste
nademos a ese feroz guerrero que ahora triunfa y piensa en hazañas propias de los dioses.
Creo que no le valdrán ni su fuerza, ni su hermosura, ni sus magníficas armas, que han de
quedar en el fondo de este lago cubiertas de cieno. A él to envolveré en abundante arena,
derramando en torno suyo mucho cascajo; y ni siquiera sus huesos podrán ser recogidos
por los aqueos: tanto limo amontonaré encima. Y tendrá su túmulo aquí mismo, y no
necesitará que los aqueos se to erijan cuando le hagan las exequias.
324 Dijo; y, revuelto, arremetió contra Aquiles, alzándose furioso y mugiendo con la
espuma, la sangre y los cadáveres. Las purpúreas ondas del río, que las celestiales lluvias
alimentan, se mantenían levantadas y arrastraban al Pelida. Pero Hera, temiendo que el
gran río derribara a Aquiles, gritó, y dijo en seguida a Hefesto, su hijo amado:
331 -¡Levántate, estevado, hijo querido; pues creemos que el Janto voraginoso es tu
igual en el combate! Socorre pronto a Aquiles, haciendo aparecer inmensa llama. Voy a
suscitar con el Céfiro y el veloz Noto una gran borrasca, para que viniendo del mar
extienda el destructor incendio y se quemen las cabezas y las armas de los troyanos. Tú
abrasa los árboles de las orillas del Janto, métele en el fuego, y no to dejes persuadir ni
con palabras dulces ni con amenazas. No cese tu furia hasta que yo te lo diga gritando; y
entonces apaga el fuego infatigable.
342 Así dijo; y Hefesto, arrojando una abrasadora llama, incendió primeramente la
llanura y quemó muchos cadáveres de guerreros a quienes había muerto Aquiles; secóse
el campo, y el agua cristalina dejó de correr. Como el Bóreas seca en el otoño un campo
recién inundado y se alegra el que to cultiva, de la misma suerte, el fuego secó la llanura
entera y quemó los cadáveres. Luego Hefesto dirigió al río la resplandeciente llama y
ardieron, así los olmos, los sauces y los tamariscos, como el loto, el junco y la juncia que
en abundancia habían crecido junto a la hermosa corriente. Anguilas y peces padecían y
saltaban acá y allá, en los remolinos o en la corriente, oprimidos por el soplo del
ingenioso Hefesto. Y el río, quemándose también, así habiaba:
357 -¡Hefesto! Ninguno de los dioses te iguala y no quiero luchar contigo ni con tu
llama ardiente. Cesa de perseguirme y en seguida el divino Aquiles arroje de la ciudad a
los troyanos. ¿Qué interés tengo en la contienda ni en auxiliar a nadie?
361 Así habló, abrasado por el fuego; y la hermosa corriente hervía. Como en una
caldera puesta sobre un gran fuego, la grasa de un puerco cebado se funde, hierve y
rebosa por todas partes, mientras la leña seca arde debajo; así la hermosa corriente se
quemaba con el fuego y el agua hervía, y, no pudiendo it hacia adelante, paraba su curso
oprimida por el vapor que con su arte produjera el ingenioso Hefesto. Y el río, dirigiendo
muchas súplicas a Hera, estas aladas palabras le decía:
369 -¡Hera! ¿Por qué tu hijo maltrata mi corriente, atacándome a mí solo entre los
dioses? No debo de ser para ti tan culpable como todos los demás que favorecen a los
troyanos. Yo desistiré de ayudarlos, si tú lo mandas; pero que éste cese también. Y juraré
no librar a los troyanos del día fatal, aunque Troya entera llegue a ser pasto de las voraces
llamas por haberla incendiado los belicosos aqueos.
377 Cuando Hera, la diosa de los níveos brazos, oyó estas palabras, dijo en seguida a
Hefesto, su hijo amado:
379 -¡Hefesto hijo ilustre! Cesa ya, pues no conviene que, a causa de los mortales, a un
dios inmortal atormentemos.
381 Así dijo. Hefesto apagó la abrasadora llama, y las olas retrocedieron a la hermosa
corriente.
383 Y tan pronto como el ánimo del Janto fue abatido, ellos cesaron de luchar porque
Hera, aunque irritada, los contuvo; pero una reñida y espantosa pelea se suscitó entonces
entre los demás dioses: divididos en dos bandos, vinieron a las manos con fuerte
estrépito; bramó la vasta tierra, y el gran cielo resonó como una trompeta. Oyólo Zeus,
sentado en el Olimpo, y con el corazón alegre reía al ver que los dioses iban a embestirse.
Y ya no estuvieron separados largo tiempo; pues el primero Ares, que horada los escudos,
acometiendo a Atenea con la broncínea lanza, estas injuriosas palabras le decía:
394 -¿Por qué nuevamente, oh mosca de perro, promueves la contienda entre los dioses
con insaciable audacia? ¿Qué poderoso afecto to mueve? ¿Acaso no te acuerdas de
cuando incitabas a Diomedes Tidida a que me hiriese, y cogiendo tú misma la reluciente
pica la enderezaste contra mí y me desgarraste el hermoso cutis? Pues me figuro que
ahora pagarás cuanto me hiciste.
400 Apenas acabó de hablar, dio un bote en el escudo floqueado, horrendo, que ni el
rayo de Zeus rompería, allí acertó a dar Ares, manchado de homicidios, con la ingente
lanza. Pero la diosa, volviéndose, aferró con su robusta mano una gran piedra negra y
erizada de puntas que estaba en la llanura y había sido puesta por los antiguos como linde
de un campo; e, hiriendo con ella al furibundo Ares en el cuello, dejóle sin vigor los
miembros. Vino a tierra el dios y ocupó siete yeguadas, el polvo manchó su cabellera y
las armas resonaron. Rióse Palas Atenea; y, gloriándose de la victoria, profirió estas
aladas palabras:
410-¡Necio! Aún no has comprendido que me jacto de ser mucho más fuerte, puesto
que osas oponer tu furor al mío. Así padecerás, cumpliéndose las imprecaciones de tu
airada madre que maquina males contra ti porque abandonaste a los aqueos y favoreces a
los orgullosos troyanos.
415 Cuando esto hubo dicho, volvió a otra parte los ojos refulgentes. Afrodita, hija de
Zeus, asió por la mano a Ares y le acompañaba, mientras el dios daba muchos suspiros y
apenas podía recobrar el aliento. Pero la vio Hera, la diosa de los níveos brazos, y al
punto dijo a Atenea estas aladas palabras:
420 -¡Oh dioses! ¡Hija de Zeus, que lleva la égida! ¡Indómita! Aquella mosca de perro
vuelve a sacar del dañoso combate, por entre el tumulto, a Ares, funesto a los mortales.
¡Anda tras ella!
423 De tal modo habló. Alegrósele el alma a Atenea, que corrió hacia Afrodita, y
alzando la robusta mano descargóle un golpe sobre el pecho. Desfallecieron las rodillas y
el corazón de la diosa, y ella y Ares quedaron tendidos en la fértil tierra. Y Atenea,
vanagloriándose, pronunció estas aladas palabras:
428 -¡Ojalá fuesen tales cuantos auxilian a los troyanos en las batallas contra los
argivos, armados de coraza; así, tan audaces y atrevidos como Afrodita que vino a
socorrer a Ares desafiando mi furor; y tiempo ha que habríamos puesto fin a la guerra con
la toma de la bien construida ciudad de Ilio!
434 Así se expresó. Sonrióse Hera, la diosa de los níveos brazos. Y el soberano
Posidón, que sacude la tierra, dijo entonces a Apolo:
436 -¡Febo! ¿Por qué nosotros no luchamos también? No conviene abstenerse, una vez
que los demás han dado principio a la pelea. Vergonzoso fuera que volviésemos al Olimpo,
a la morada de Zeus erigida sobre bronce, sin haber combatido. Empieza tú, pues eres
el menor en edad y no parecería decoroso que comenzara yo que nací primero y tengo
más experiencia. ¡Oh necio, y cuán irreflexivo es to corazón! Ya no te acuerdas de los
muchos males que en torno de Ilio padecimos los dos, solos entre los dioses, cuando
enviados por Zeus trabajamos un año entero para el soberbio Laomedonte; el cual, con la
promesa de darnos el salario convenido, nos mandaba como señor. Yo cerqué la ciudad
de los troyanos con un muro ancho y hermosísimo, para hacerla inexpugnable; y tú, Febo,
pastoreabas los flexípedes bueyes de curvas astas en los bosques y selvas del Ida, en
valles abundoso. Mas cuando las alegres horas trajeron el término del ajuste, el soberbio
Laomedonte se negó a pagarnos el salario y nos despidió con amenzas. A ti te amenazó
con venderte, atado de pies y manos, en lejanas islas; aseguraba además que con el
bronce nos cortaría a entrambos las orejas; y nosotros nos fuimos pesarosos y con el
ánimo irritado porque no nos dio la paga que había prometido. ¡Y todavía se lo
agradeces, favoreciendo a su pueblo, en vez de procurar con nosotros que todos los
troyanos perezcan de mala muerte con sus hijos y castas esposas!
461 Contestó el soberano Apolo, que hiere de lejos:
462 -¡Batidor de la tierra! No me tendrías por sensato si combatiera contigo por los
míseros mortales que, semejantes a las hojas, ya se hallan florecientes y vigorosos
comiendo los frutos de la tierra, ya se quedan exánimes y mueren. Pero abstengámonos
en seguida de combatir y peleen ellos entre sí.
468 Así diciendo, le volvió la espalda; pues por respeto no quería llegar a las manos
con su tío paterno. Y su hermana, la campestre Ártemis, que de las fieras es señora, lo
increpó duramente con injuriosas voces:
472 -¿Huyes ya, tú que hieres de lejos, y das la victoria a Posidón, concediéndole
inmerecida gloria? ¡Necio! ¿Por qué llevas ese arco inútil? No oiga yo que te jactes en el
palacio de mi padre, como hasta aquí to hiciste ante los inmortales dioses, de luchar
cuerpo a cuerpo con Posidón.
478 Así dijo, y Apolo, que hiere de lejos, nada respondió. Pero la venerable esposa de
Zeus, irritada, increpó con injuriosas voces a la que se complace en tirar flechas:
481 -¿Cómo es que pretendes, perra atrevida, oponerte a mí? Difícil to será resistir mi
fortaleza, aunque lleves arco y Zeus to haya hecho leona entre las mujeres y te permita
matar, a la que te plazca. Mejor es cazar en el monte fieras agrestes o ciervos, que luchar
denodadamente con quienes son más poderosos. Y, si quieres probar el combate,
empieza, para que sepas bien cuánto más fuerte soy que tú; ya que contra mí quieres
emplear tus fuerzas.
489 Dijo; asióla con la mano izquierda por ambas muñecas, quitóle de los hombros, con
la derecha, el arco y el carcaj, y riendo se puso a golpear con éstos las orejas de Ártemis,
que volvía la cabeza, ora a un lado, ora a otro, mientras las veloces flechas se esparcían
por el suelo. Ártemis huyó llorando, como la paloma que perseguida por el gavilán vuela
a refugiarse en el hueco de excavada roca, porque no había dispuesto el hado que aquél la
cogiese. De igual manera huyó la diosa, vertiendo lágrimas y dejando allí arco y aljaba. Y
el mensajero Argicida dijo a Leto:
498 -¡Leto! Yo no pelearé contigo, porque es arriesgado luchar con las esposas de Zeus,
que amontona las nubes. Jáctate muy satisfecha, delante de los inmortales dioses, de que
me venciste con to poderosa fuerza.
502 Así dijo. Leto recogió el corvo arco y las saetas que habían caído acá y acullá, en
medio de un torbellino de polvo; y se fue en pos de su hija. Llegó ésta al Olimpo, a la
morada de Zeus erigida sobre bronce; sentóse llorando en las rodillas de su padre, y el
divino velo temblaba alrededor de su cuerpo. El padre Cronida cogióla en el regazo; y,
sonriendo dulcemente, le preguntó:
509-¿Cuál de los celestes dioses, hija querida, de tal modo te ha maltratado, como si en
su presencia hubieses cometido alguna falta?
511 Respondióle Ártemis, que se recrea con el bullicio de la caza y lleva hermosa
diadema:
512 -Tu esposa Hera, la de los níveos brazos, me ha maltratado, padre; por ella la
discordia y la contienda han surgido entre los inmortales.
514 Así éstos conversaban. En tanto, Febo Apolo entró en la sagrada Ilio, temiendo por
el muro de la bien edificada ciudad: no fuera que en aquella ocasión lo destruyesen los
dánaos, contra lo ordenado por el destino. Los demás dioses sempiternos volvieron al
Olimpo, irritados unos y envanecidos otros por el triunfo; y se sentaron junto a Zeus, el
de las sombrías nubes. Aquiles, persiguiendo a los troyanos, mataba hombres y solípedos
caballos. De la suerte que cuando una ciudad es presa de las llamas y llega el humo al
anchuroso cielo, porque los dioses se irritaron contra ella, todos los habitantes trabajan y
muchos padecen grandes males, de igual modo Aquiles causaba a los troyanos fatigas y
daños.
526 El anciano Príamo estaba en la sagrada torre; y, como viera al ingente Aquiles, y a
los troyanos puestos en confusión, huyendo espantados y sin fuerzas para resistirle,
empezó a gemir y bajó de aquélla para exhortar a los ínclitos varones que custodiaban las
puertas de la muralla:
531 Abrid las puertas y sujetadlas con la mano hasta que lleguen a la ciudad los
guerreros que huyen espantados. Aquiles es quien los estrecha y pone en desorden, y
temo que han de ocurrir desgracias. Mas, tan pronto como aquéllos respiren, refugiados
dentro del muro, entornad las hojas fuertemente unidas; pues estoy con miedo de que ese
hombre funesto entre por el muro.
537 Así dijo. Abrieron las puertas, quitando los cerrojos, y a esto se debió la salvación
de las tropas. Apolo saltó fuera del muro para librar de la ruina a los troyanos. Éstos,
acosados por la sed y llenos de polvo, huían por el campo en derechura a la ciudad y su
alta muralla. Y Aquiles los perseguía impetuosamente con la lanza, teniendo el corazón
poseído de violenta rabia y deseando alcanzar gloria.
544 Entonces los aqueos hubieran tomado a Troya, la de altas puertas, si Febo Apolo no
hubiese incitado al divino Agenor, hijo ilustre y valiente de Anténor, a esperar a Aquiles.
El dios infundióle audacia en el corazón, y, para apartar de él a las crueles Parcas, se
quedó a su lado, recostado en una encina y cubierto de espesa niebla. Cuando Agenor vio
llegar a Aquiles, asolador de ciudades, se detuvo, y en su agitado corazón vacilaba sobre
el partido que debería tomar. Y gimiendo, a su magnánimo espíritu le decía:
553 -¡Ay de mí! Si huyo del valiente Aquiles por donde los demás corren espantados y
en desorden, me cogerá también y me matará sin que me pueda defender. Si dejando que
éstos sean derrotados por el Pelida Aquiles, me fuese por la llanura troyana, lejos del
muro, hasta llegar a los bosques del Ida, y me escondiera en los matorrales, podría volver
a Ilio por la tarde, después de tomar un baño en el río para refrescarme y quitarme el
sudor. Mas ¿por qué en tales cosas me hace pensar el corazón? No sea que aquél advierta
que me alejo de la ciudad por la llanura, y persiguiéndome con ligera planta me dé
alcance; y ya no podré evitar la muerte y las Parcas, porque Aquiles es el más fuerte de
todos los hombres. Y si delante de la ciudad le salgo al encuentro... Vulnerable es su
cuerpo por el agudo bronce, hay en él una sola alma y dicen los hombres que el héroe es
mortal; pero Zeus Cronida le da gloria.
571 Esto, pues, se decía; y, encogiéndose, aguardó a Aquiles, porque su corazón
esforzado estaba impaciente por luchar y combatir. Como la pantera, cuando oye el
ladrido de los perros, sale de la poblada selva y va al encuentro del cazador, sin que
arrebaten su ánimo ni el miedo ni el espanto, y si aquél se le adelanta y la hiere desde
cerca o desde lejos, no deja de luchar, aunque esté atravesada por la jabalina, hasta venir
con él a las manos o sucumbir, de la misma suerte, el divino Agenor, hijo del preclaro
Anténor, no quería huir antes de entrar en combate con Aquiles. Y, cubriéndose con el
liso escudo, le apuntaba la lanza, mientras decía con fuertes voces:
583 -Grandes esperanzas concibe tu ánimo, esclarecido Aquiles, de tomar en el día de
hoy la ciudad de los altivos troyanos. ¡Insensato! Buen número de males habrán de padecerse
todavía por causa de ella. Estamos dentro muchos y fuertes varones que,
peleando por nuestros padres, esposas e hijos, salvaremos a Ilio; y tú recibirás aquí
mismo la muerte, a pesar de ser un terrible y audaz guerrero.
590 Dijo. Con la robusta mano arrojó el agudo dardo, y no erró el tiro; pues acertó a dar
en la pierna del héroe, debajo de la rodilla. La greba de estaño recién construida resonó
horriblemente, y el bronce fue rechazado sin que lograra penetrar, porque lo impidió la
armadura, regalo del dios. El Pelida arremetió a su vez con Agenor, igual a una deidad;
pero Apolo no le dejó alcanzar gloria, pues, arrebatando al troyano, le cubrió de espesa
niebla y le mandó a la ciudad para que saliera tranquilo de la batalla.
599 Luego el que hiere de lejos apartó del ejército al Pelión, valiéndose de un engaño.
Tomó la figura de Agenor, y se puso delante del héroe, que se lanzó a perseguirlo. Mientras
Aquiles iba tras de Apolo, por un campo paniego, hacia el río Escamandro, de
profundos vórtices, y corría muy cerca de él, pues el odio le engañaba con esta astucia a
fin de que tuviera siempre la esperanza de darle alcance en la carrera, los demás troyanos,
huyendo en tropel, llegaron alegres a la ciudad, que se llenó con los que a11í se
refugiaron. Ni siquiera se atrevieron a esperarse los unos a los otros, fuera de la ciudad y
del muro, para saber quiénes habían escapado y quiénes habían muerto en la batalla, sino
que afluyeron presurosos a la ciudad cuantos, merced a sus pies y a sus rodillas, lograron
salvarse.
CANTO XXII*
Muerte de Héctor
* Aquiles, después de decirle que se vengaría de él si pudiera, torna al campo de batalla y delante de las
puertas de la ciudad encuentra a Héctor, que le esperaba; huye éste, aquél le persigue y dan tres vueltas a
la ciudad de Troya; Zeus coge la balanza de oro y ve que el destino condena a Héctor, el cual, engañado
por Atenea se detiene y es vencido y muerto por Aquiles, no obstante saber éste que ha de sucumbir poco
después que muera el caudillo troyano.
1 Los troyanos, refugiados en la ciudad como cervatos, se recostaban en los hermosos
baluartes, refrigeraban el sudor y bebían para apagar la sed; y en tanto los aqueos se iban
acercando a la muralla, con los escudos levantados encima de los hombros. La Parca
funesta sólo detuvo a Héctor para que se quedara fuera de Ilio, en las puertas Esceas. Y
Febo Apolo dijo al Pelión:
8 -¿Por qué, oh hijo de Peleo, persigues en veloz carrera, siendo tú mortal, a un dios
inmortal? Aún no conociste que soy una deidad, y no cesa to deseo de alcanzarme. Ya no
te cuidas de pelear con los troyanos, a quienes pusiste en fuga; y éstos han entrado en la
población, mientras to extraviabas viniendo aquí. Pero no me matarás, porque el hado no
me condenó a morir.
14 Muy indignado le respondió Aquiles, el de los pies ligeros:
15 -¡Oh tú, que hieres de lejos, el más funesto de todos los dioses! Me engañaste,
trayéndome acá desde la muralla, cuando todavía hubieran mordido muchos la tierra
antes de llegar a Ilio. Me has privado de alcanzar una gloria no pequeña, y has salvado
con facilidad a los troyanos, porque no temías que luego me vengara. Y ciertamente me
vengaría de ti, si mis fuerzas to permitieran.
21 Dijo y, muy alentado, se encaminó apresuradamente a la ciudad; como el corcel
vencedor en la carrera de carros trota veloz por el campo, tan ligeramente movía Aquiles
pies y rodillas.
25 EI anciano Príamo fue el primero que con sus propios ojos le vio venir por la
llanura, tan resplandeciente como el astro que en el otoño se distingue por sus vivos rayos
entre muchas estrellas durante la noche obscura y recibe el nombre de "perro de Orión",
el cual con ser brillantísimo constituye una señal funesta porque trae excesivo calor a los
míseros mortales; de igual manera centelleaba el bronce sobre el pecho del héroe,
mientras éste corría. Gimió el viejo, golpeóse la cabeza con las manos levantadas y profirió
grandes voces y lamentos, dirigiendo súplicas a su hijo. Héctor continuaba inmóvil
ante las puertas y sentía vehemence deseo de combatir con Aquiles. Y el anciano, tendiéndole
los brazos, le decía en tono lastimero:
38 -¡Héctor, hijo querido! No aguardes, solo y lejos de los amigos, a ese hombre, para
que no mueras presto a manos del Pelión, que es mucho más vigoroso. ¡Cruel! Así fuera
tan caro a los dioses, como a mí: pronto se lo comerían, tendido en el suelo, los perros y
los buitres, y mi corazón se libraría del terrible pesar. Me ha privado de muchos y
valientes hijos, matando a unos y vendiendo a otros en remotas islas. Y ahora que los
troyanos se han encerrado en la ciudad, no acierto a ver a mis dos hijos Licaón y
Polidoro, que parió Laótoe, ilustre entre las mujeres. Si están vivos en el ejército, los
rescataremos con bronce y oro, que todavía to hay en el palacio; pues a Laótoe la dotó
espléndidamente su anciano padre, el ínclito Altes. Pero, si han muerto y se hallan en la
morada de Hades, el mayor dolor será para su madre y para mí que los engendramos;
porque el del pueblo durará menos, si no mueres tú, vencido por Aquiles. Ven adentro del
muro, hijo querido, para que salves a los troyanos y a las troyanas; y no quieras procurar
inmensa gloria al Pelida y perder tú mismo la existencia. Compadécete también de mí, de
este infeliz y desgraciado que aún conserva la razón; pues el padre Cronida me quitará la
vida en la senectud y con aciaga suerte, después de presenciar muchas desventuras: muertos
mis hijos, esclavizadas mis hijas, destruidos los tálamos, arrojados los niños por el
suelo en el terrible combate y las nueras arrastradas por las funestas manos de los aqueos.
Y cuando, por fin, alguien me deje sin vida los miembros, hiriéndome con el agudo
bronce o con arma arrojadiza, los voraces perros que con comida de mi mesa crié en el
palacio para que lo guardasen despedazarán mi cuerpo en la puerta exterior, beberán mi
sangre, y, saciado el apetito, se tenderán en el pórtico. Yacer en el suelo, habiendo sido
atravesado en la lid por el agudo bronce, es decoroso para un joven, y cuanto de él pueda
verse todo es bello, a pesar de la muerte; pero que los perros destrocen la cabeza y la
barba encanecidas y las panes verendas de un anciano muerto en la guerra es to más triste
de cuanto les puede ocurrir a los míseros mortales.
77 Así se expresó el anciano, y con las manos se arrancaba de la cabeza muchas canas,
pero no logró persuadir a Héctor. La madre de éste, que en otro sitio se lamentaba llorosa,
desnudó el seno, mostróle el pecho, y, derramando lágrimas, dijo estas aladas palabras:
82 -¡Héctor! ¡Hijo mío! Respeta este seno y apiádate de mí. Si en otro tiempo te daba el
pecho para acallar tu lloro, acuérdate de tu niñez, hijo amado; y penetrando en la muralla,
rechaza desde la misma a ese enemigo y no salgas a su encuentro. ¡Cruel! Si te mata, no
podré llorarte en tu lecho, querido pimpollo a quien parí, y tampoco podrá hacerlo tu rica
esposa, porque los veloces perros te devorarán muy lejos de nosotras, junto a las naves
argivas.
90 De esta manera Príamo y Hécuba hablaban a su hijo, llorando y dirigiéndole muchas
súplicas, sin que lograsen persuadirle, pues Héctor seguía aguardando a Aquiles, que ya
se acercaba. Como silvestre dragón que, habiendo comido hierbas venenosas, espera ante
su guarida a un hombre y con feroz cólera echa terribles miradas y se enrosca en la
entrada de la cueva, así Héctor, con inextinguible valor, permanecía quieto, desde que
arrimó el terso escudo a la torre prominente. Y gimiendo, a su magnánimo espíritu le
decía:
99 -¡Ay de mí! Si traspongo las puertas y el muro, el primero en dirigirme baldones
será Polidamante, el cual me aconsejaba que trajera el ejército a la ciudad la noche funesEste
ta en que el divinal Aquiles decidió volver a la pelea. Pero yo no me dejé persuadir
-mucho mejor hubiera sido aceptar su consejo--, y ahora que he causado la ruina del
ejército con mi imprudencia temo a los troyanos y a las troyanas, de rozagantes peplos, y
que alguien menos valiente que yo exclame: «Héctor, fiado en su pujanza, perdió las
tropas». Así hablarán; y preferible fuera volver a la población después de matar a
Aquiles, o morir gloriosamente delante de ella. ¿Y si ahora, dejando en el suelo el
abollonado escudo y el fuerte casco y apoyando la pica contra el muro, saliera al encuentro
del irreprensible Aquiles, le dijera que permitía a los Atridas llevarse a Helena y las
riquezas que Alejandro trajo a Ilio en las cóncavas naves, que esto fue to que originó la
guerra, y le ofreciera repartir a los aqueos la mitad de lo que la ciudad contiene; y más
tarde tomara juramento a los troyanos de que, sin ocultar nada, formarian dos lotes con
cuantos bienes existen dentro de esta hermosa ciudad?... Mas ¿por qué en tales cosas me
hace pensar el corazón? No, no iré a suplicarle; que, sin tenerme compasión ni respeto,
me mataría inerme, como a una mujer, tan pronto como dejara las armas. Imposible es
mantener con él, desde una encina o desde una roca, un coloquio, como un mancebo y
una doncella; como un mancebo y una dondella suelen mantener. Mejor será empezar el
combate cuanto antes, para que veamos pronto a quién el Olímpico concede la victoria.
131 Tales pensamientos revolvía en su mente, sin moverse de aquel sitio, cuando se le
acercó Aquiles, igual a Enialio, el impetuoso luchador, con el terrible fresno del Pelión
sobre el hombro derecho y el cuerpo protegido por el bronce que brillaba como el
resplandor del encendido fuego o del sol naciente. Héctor, al verlo, se puso a temblar y ya
no pudo permanecer allí; sino que dejó las puertas y huyó espantado. Y el Pelida,
confiando en sus pies ligeros, corrió en seguimiento del mismo. Como en el monte el
gavilán, que es el ave más ligera, se lanza con fácil vuelo tras la tímida paloma, ésta huye
con tortuosos giros y aquél la sigue de cerca, dando agudos graznidos y acometiéndola
repetidas veces, porque su ánimo le incita a cogerla, así Aquiles volaba enardecido y
Héctor movía las ligeras rodillas huyendo azorado en torno de la muralla de Troya.
Corrían siempre por la carretera, fuera del muro, dejando a sus espaldas la atalaya y el
lugar ventoso donde estaba el cabrahígo; y llegaron a los dos cristalinos manantiales, que
son las fuentes del Escamandro voraginoso. El primero tiene el agua caliente y lo cubre el
humo como si hubiera allí un fuego abrasador; el agua que del segundo brota es en el
verano como el granizo, la fría nieve o el hielo. Cerca de ambos hay unos lavaderos de
piedra, grandes y hermosos, donde las esposas y las bellas hijas de los troyanos solían
lavar sus magníficos vestidos en tiempo de paz, antes que llegaran los aqueos. Por a11í
pasaron, el uno huyendo y el otro persiguiéndolo: delante, un valiente huía, pero otro más
fuerte le perseguía con ligereza; porque la contienda no era por una víctima o una piel de
buey, premios que suelen darse a los vencedores en la carrera, sino por la vida de Héctor,
domador de caballos. Como los solípedos corceles que tomán parte en los juegos en
honor de un difunto corren velozmente en torno de la meta donde se ha colocado como
premio importante un trípode o una mujer, de semejante modo aquéllos dieron tres veces
la vuelta a la ciudad de Príamo, corriendo con ligera planta. Todas las deidades los
contemplaban. Y Zeus, padre de los hombres y de los dioses, comenzó a decir:
168 -¡Oh dioses! Con mis ojos veo a un caro varón perseguido en torno del muro. Mi
corazón se compadece de Héctor, que tantos muslos de buey ha quemado en mi obsequio
en las cumbres del Ida, en valles abundoso, y en la ciudadela de Troya; y ahora el divino
Aquiles le persigue con sus ligeros pies en derredor de la ciudad de Príamo. Ea, deliberad,
oh dioses, y decidid si lo salvaremos de la muerte ó dejaremos que, a pesar de ser
esforzado, sucumba a manos del Pelida Aquiles.
177 Respondióle Atenea, la diosa de ojos de lechuza:
178 -¡Oh padre, que lanzas el ardiente rayo y amontonas las nubes! ¿Qué dijiste? ¿De
nuevo quieres librar de la muerte horrísona a ese hombre mortal, a quien tiempo ha que el
hado condenó a morir? Hazlo, pero no todos los dioses te lo aprobaremos.
182 Contestó Zeus, que amontona las nubes:
183 Tranquilízate, Tritogenia, hija querida. No hablo con ánimo benigno, pero contigo
quiero ser complaciente. Obra conforme a tus deseos y no desistas.
186 Con tales voces instigóle a hacer lo que ella misma deseaba, y Atenea bajó en
raudo vuelo de las cumbres del Olimpo.
188 Entre canto; el veloz Aquiles perseguía y estrechaba sin cesar a Héctor. Como el
perro va en el monte por valles y cuestas tras el cervatillo que levantó de la cama, y, si
éste se esconde, azorado, debajo de los arbustos, corre aquél rastreando hasta que
nuevamente lo descubre; de la misma manera, el Pelión, de pies ligeros, no perdía de
vista a Héctor. Cuantas veces el troyano intentaba encaminarse a las puertas Dardanias, al
pie de las tomes bien construidas, por si desde arriba le socorrían disparando flechas;
otras tantas Aquiles, adelantándosele, lo apartaba hacia la llanura, y aquél volaba sin descanso
cerca de la ciudad. Como en sueños ni el que persigue puede alcanzar al
perseguido, ni éste huir de aquél; de igual manera, ni Aquiles con sus pies podía dar
alcance a Héctor, ni Héctor escapar de Aquiles. ¿Y cómo Héctor se hubiera librado
entonces de las Parcas de la muerte que le estaba destinada, si Apolo, acercándosele por
la postrera y última vez, no le hubiese dado fuerzas y agilizado sus rodillas?
205 El divino Aquiles hacía con la cabeza señales negativas a los guerreros, no
permitiéndoles disparar amargas flechas contra Héctor: no fuera que alguien alcanzara la
gloria de herir al caudillo y él llegase el segundo. Mas cuando en la cuarta vuelta llegaron
a los manantiales, el padre Zeus tomó la balanza de oro, puso en la misma dos suertes de
la muerte que tiende a lo largo -la de Aquiles y la de Héctor, domador de caballos-, cogió
por el medio la balanza, la desplegó, y tuvo más peso el día fatal de Héctor, que
descendió hasta el Hades. Al instante Febo Apolo desamparó al troyano. Atenea, la diosa
de ojos de lechuza, se acercó al Pelión, y le dijo estas aladas palabras:
216 -Espero, oh esclarecido Aquiles, caro a Zeus, que nosotros dos procuraremos a los
aqueos inmensa gloria, pues al volver a las naves habremos muerto a Héctor, aunque sea
infatigable en la batalla. Ya no se nos puede escapar, por más cosas que haga Apolo, el
que hiere de lejos, postrándose a los pies del padre Zeus, que lleva la égida. Párate y
respira; a iré a persuadir a Héctor para que luche contigo frente a frente.
224 Así habló Atenea. Aquiles obedeció, con el corazón alegre, y se detuvo en seguida,
apoyándose en el arrimo de la pica de asta de fresno y broncínea punta. La diosa dejóle y
fue a encontrar al divino Héctor. Y tomando la figura y la voz infatigable de Deífobo,
llegóse al héroe y pronunció estas aladas palabras:
229 -¡Mi buen hermano! Mucho te estrecha el veloz Aquiles, persiguiéndote con ligero
pie alrededor de la ciudad de Príamo. Ea, detengámonos y rechacemos su ataque.
232 Respondióle el gran Héctor, de tremolante casco:
233 -¡Deífobo! Siempre has sido para mí el hermano predilecto entre cuantos somos
hijos de Hécuba y de Príamo, pero desde ahora hago cuenta de tenerte en mayor aprecio,
porque al verme con tus ojos osaste salir del muro y los demás han permanecido dentro.
238 Contestó Atenea, la diosa de ojos de lechuza:
239 -¡Mi buen hermano! El padre, la venerable madre y los amigos abrazábanme las
rodillas y me suplicaban que me quedara con ellos -¡de tal modo tiemblan todos!-, pero
mi ánimo se sentía atormentado por grave pesar. Ahora peleemos con brio y sin dar
reposo a la pica, para que veamos si Aquiles nos mata y se lleva nuestros sangrientos
despojos a las cóncavas naves, o sucumbe vencido por to lanza.
246 Así diciendo, Atenea, para engañarlo, empezó a caminar. Cuando ambos guerreros
se hallaron frente a frente, dijo el primero el gran Héctor, el de tremolante casco:
250-No huiré más de ti, oh hijo de Peleo, como hasta ahora. Tres veces di la vuelta,
huyendo, en torno de la gran ciudad de Príamo, sin atreverme nunca a esperar tu
acometida. Mas ya mi ánimo me impele a afrontarte, ora te mate, ora me mates tú. Ea,
pongamos a los dioses por testigos, que serán los mejores y los que más cuidarán de que
se cumplan nuestros pactos: Yo no te insultaré cruelmente, si Zeus me concede la victoria
y logro quitarte la vida; pues tan luego como te haya despojado de las magníficas armas,
oh Aquiles, entregaré el cadáver a los aqueos. Pórtate tú conmigo de la misma manera.
260 Mirándole con torva faz, respondió Aquiles, el de los pies ligeros:
261 -¡Héctor, a quien no puedo olvidar! No me hables de convenios. Como no es
posible que haya fieles alianzas entre los leones y los hombres, ni que estén de acuerdo
los lobos y los corderos, sino que piensan continuamente en causarse daño unos a otros,
tampoco puede haber entre nosotros ni amistad ni pactos, hasta que caiga uno de los dos
y sacie de sangre a Ares, infatigable combatiente. Revístete de toda clase de valor, porque
ahora te es muy preciso obrar como belicoso y esforzado campeón. Ya no te puedes
escapar. Palas Atenea te hará sucumbir pronto, herido por mi lanza, y pagarás todos
juntos los dolores de mis amigos, a quienes mataste cuando manejabas furiosamente la
pica.
273 En diciendo esto, blandió y arrojó la fornida lanza. El esclarecido Héctor, al verla
venir, se inclinó para evitar el golpe: clavóse la broncínea lanza en el suelo, y Palas
Atenea la arrancó y devolvió a Aquiles, sin que Héctor, pastor de hombres, lo advirtiese.
Y Héctor dijo al eximio Pelión:
279 -¡Erraste el golpe, oh Aquiles, semejante a los dioses! Nada te había revelado Zeus
acerca de mi destino, como afirmabas; has sido un hábil forjador de engañosas palabras,
para que, temiéndote, me olvidara de mi valor y de mi fuerza. Pero no me clavarás la pica
en la espalda, huyendo de ti: atraviésame el pecho cuando animoso y frente a frente to
acometa, si un dios te lo permite. Y ahora guárdate de mi broncínea lanza. ¡Ojalá que
toda ella penetrara en tu cuerpo! La guerra sería más liviana para los troyanos, si tú
murieses; porque eres su mayor azote.
289 Así habló; y, blandiendo la ingente lanza, despidióla sin errar el tiro, pues dio un
bote en medio del escudo del Pelida. Pero la lanza fue rechazada por la rodela, y Héctor
se irritó al ver que aquélla había sido arrojada inútilmente por su brazo; paróse, bajando
la cabeza, pues no tenía otra lanza de fresno; y con recia voz llamó a Deífobo, el de
luciente escudo, y le pidió una larga pica. Deífobo ya no estaba a su lado. Entonces
Héctor comprendiólo todo, y exclamó:
297 -¡Oh! Ya los dioses me llaman a la muerte. Creía que el héroe Deífobo se hallaba
conmigo, pero está dentro del muro, y fue Atenea quien me engañó. Cercana tengo la perniciosa
muerte, que ni tardará, ni puedo evitarla. Así les habrá placido que sea, desde
hace tiempo, a Zeus y a su hijo, el que hiere de lejos; los cuales, benévolos para conmigo,
me salvaban de los peligros. Ya la Parca me ha cogido. Pero no quisiera morir
cobardemente y sin gloria, sino realizando algo grande que llegara a conocimiento de los
venideros.
306 Esto dicho, desenvainó la aguda espada, grande y fuerte, que llevaba en el costado.
Y encogiéndose, se arrojó como el águila de alto vuelo se lanza a la llanura, atravesando
las pardas nubes, para arrebatar la tierna corderilla o la tímida liebre; de igual manera
arremetió Héctor, blandiendo la aguda espada. Aquiles embistióle, a su vez, con el
corazón rebosante de feroz cólera: defendía su pecho con el magnífico escudo labrado, y
movía el luciente casco de cuatro abolladuras, haciendo ondear las bellas y abundantes
crines de oro que Hefesto había colocado en la cimera. Como el Véspero, que es el lucero
más hermoso de cuantos hay en el cielo, se presenta rodeado de estrellas en la obscuridad
de la noche, de tal modo brillaba la pica de larga punta que en su diestra blandía Aquiles,
mientras pensaba en causar daño al divino Héctor y miraba cuál parte del hermoso cuerpo
del héroe ofrecería menos resistencia. Éste lo tenía protegido por la excelente armadura
de bronce que quitó a Patroclo después de matarlo, y sólo quedaba descubierto el lugar en
que las clavículas separan el cuello de los hombros, la garganta que es el sitio por donde
más pronto sale el alma: por a11í el divino Aquiles envasóle la pica a Héctor, que ya lo
atacaba, y la punta, atravesando el delicado cuello, asomó por la nuca. Pero no le cortó el
garguero con la pica de fresno que el bronce hacía ponderosa, para que pudiera hablar
algo y responderle. Héctor cayó en el polvo, y el divino Aquiles se jactó del triunfo,
diciendo:
331 -¡Héctor! Cuando despojabas el cadáver de Patroclo, sin duda te creíste salvado y
no me temiste a mí porque me hallaba ausente. ¡Necio! Quedaba yo como vengador, mucho
más fuerte que él, en las cóncavas naves, y te he quebrado las rodillas. A ti los perros
y las aves te despedazarán ignominiosamente, y a Patroclo los aqueos le harán honras
fúnebres.
336 Con lánguida voz respondióle Héctor, el de tremolante casco:
337 -Te lo ruego por tu alma, por tus rodillas y por tus padres: ¡No permitas que los
perros me despedacen y devoren junto a las naves aqueas! Acepta el bronce y el oro que
en abundancia te darán mi padre y mi veneranda madre, y entrega a los míos el cadáver
para que lo lleven a mi casa, y los troyanos y sus esposas lo entreguen al fuego.
344 Mirándole con torva faz, le contestó Aquiles, el de los pies ligeros:
345 -No me supliques, ¡perro!, por mis rodillas ni por mis padres. Ojalá el furor y el
coraje me incitaran a cortar tus carnes y a comérmelas crudas. ¡Tales agravios me has
inferido! Nadie podrá apartar de tu cabeza a los perros, aunque me traigan diez o veinte
veces el debido rescate y me prometan más, aunque Príamo Dardánida ordene redimirte a
peso de oro; ni, aun así, la veneranda madre que te dio a luz te pondrá en un lecho para
llorarte, sino que los perros y las aves de rapiña destrozarán to cuerpo.
355 Contestó, ya moribundo, Héctor, el de tremolante casco:
356 -Bien lo conozco, y no era posible que te persuadiese, porque tienes en el pecho un
corazón de hierro. Guárdate de que atraiga sobre ti la cólera de los dioses, el día en que
Paris y Febo Apolo te darán la muerte, no obstante tu valor, en las puertas Esceas.
361 Apenas acabó de hablar, la muerte le cubrió con su manto: el alma voló de los
miembros y descendió al Hades, llorando su suerte, porque dejaba un cuerpo vigoroso y
joven. Y el divino Aquiles le dijo, aunque muerto lo viera:
365 -¡Muere! Y yo recibiré la Parca cuando Zeus y los demás dioses inmortales
dispongan que se cumpla mi destino.
367 Dijo; arrancó del cadáver la broncínea lanza y, dejándola a un lado, quitóle de los
hombros las ensangrentadas armas. Acudieron presurosos los demás aqueos, admiraron
todos el continente y la arrogante figura de Héctor y ninguno dejó de herirlo. Y hubo
quien, contemplándole, habló así a su vecino:
373 -¡Oh dioses! Héctor es ahora mucho más blando en dejarse palpar que cuando
incendió las naves con el ardiente fuego.
375 Así algunos hablaban, y acercándose to herían. El divino Aquiles, ligero de pies,
tan pronto como hubo despojado el cadáver, se puso en medio de los aqueos y pronunció
estas aladas palabras:
378 -¡Oh amigos, capitanes y príncipes de los argivos! Ya que los dioses nos
concedieron vencer a ese guerrero que causó mucho más daño que todos los otros juntos,
ea, sin dejar las armas cerquemos la ciudad para conocer cuál es el propósito de los
troyanos: si abandonarán la ciudadela por haber sucumbido Héctor, o se atreverán a
quedarse todavía a pesar de que éste ya no existe. Mas ¿por qué en tales cosas me hace
pensar el corazón? En las naves yace Patroclo muerto, insepulto y no llorado; y no lo
olvidaré, mientras me halle entre los vivos y mis rodillas se muevan; y si en el Hades se
olvida a los muertos, aun a11í me acordaré del compañero amado. Ahora, ea, volvamos
cantando el peán a las cóncavas naves, y llevémonos este cadáver. Hemos ganado una
gran victoria: matamos al divino Héctor, a quien dentro de la ciudad los troyanos dirigían
votos cual si fuese un dios.
395 Dijo; y, para tratar ignominiosamente al divino Héctor, le horadó los tendones de
detrás de ambos pies desde el tobillo hasta el talón; introdujo correas de piel de buey, y lo
ató al carro, de modo que la cabeza fuese arrastrando; luego, recogiendo la magnífica
armadura, subió y picó a los caballos para que arrancaran, y éstos volaron gozosos. Gran
polvareda levantaba el cadáver mientras era arrastrado; la negra cabellera se esparcía por
el suelo, y la cabeza, antes tan graciosa, se hundía toda en el polvo; porque Zeus la entregó
entonces a los enemigos, para que allí, en su misma patria, la ultrajaran.
405 Así toda la cabeza de Héctor se manchaba de polvo. La madre, al verlo, se
arrancaba los cabellos; y, arrojando de sí el blanco velo, prorrumpió en tristísimos
sollozos. El padre suspiraba lastimeramente, y alrededor de él y por la ciudad el pueblo
gemía y se lamentaba. No parecía sino que toda la excelsa Ilio fuese desde su cumbre
devorada por el fuego. Los guerreros apenas podían contener al anciano, que, excitado
por el pesar, quería salir por las puertas Dardanias; y, revolcándose en el estiércol, les
suplicaba a todos llamando a cada varón por sus respectivos nombres:
416 -Dejadme, amigos, por más intranquilos que estéis; permitid que, saliendo solo de
la ciudad, vaya a las naves aqueas y ruegue a ese hombre pernicioso y violento: acaso
respete mi edad y se apiade de mi vejez. Tiene un padre como yo, Peleo, el cual le
engendró y crió para que fuese una plaga de los troyanos; pero es a mí a quien ha causado
más pesares. ¡A cuántos hijos míos mató, que se hallaban en la flor de la juventud! Pero
no me lamento tanto por ellos, aunque su suerte me haya afligido, como por uno cuya
pérdida me causa el vivo dolor que me precipitará en el Hades: por Héctor, que hubiera
debido morir en mis brazos, y entonces nos hubiésemos saciado de llorarle y plañirle la
infortunada madre que le dio a luz y yo mismo.
429 Así habló llorando, y los ciudadanos suspiraron. Y Hécuba comenzó entre las
troyanas el funeral lamento:
431 -¡Oh hijo! ¡Ay de mí, desgraciada! ¿Por qué, después de haber padecido terribles
penas, seguiré viviendo ahora que has muerto tú? Día y noche eras en la ciudad motivo
de orgullo para mí y el baluarte de todos, de los troyanos y de las troyanas, que to
saludaban como a un dios. Vivo, constituías una excelsa gloria para ellos; pero ya la
muerte y la Parca to alcanzaron.
437 Así dijo llorando. La esposa de Héctor nada sabía, pues ningún veraz mensajero le
llevó la noticia de que su marido se quedara fuera de las puertas; y en lo más hondo del
alto palacio tejía una tela doble y purpúrea, que adornaba con labores de variado color.
Había mandado en su casa a las esclavas de hermosas trenzas que pusieran al fuego un
trípode grande, para que Héctor se bañase en agua caliente al volver de la batalla.
¡Insensata! Ignoraba que Atenea, la de ojos de lechuza, le había hecho sucumbir muy
lejos del baño a manos de Aquiles. Pero oyó gemidos y lamentaciones que venían de la
torre, estremeciéronse sus miembros, y la lanzadera le cayó al suelo. Y al instante dijo a
las esclavas de hermosas trenzas:
450 -Venid, seguidme dos; voy a ver qué ocurre. Oí la voz de mi venerable suegra; el
corazón me salta en el pecho hacia la boca y mis rodillas se entumecen: algún infortunio
amenaza a los hijos de Príamo. ¡Ojalá que tal noticia nunca llegue a mis oídos! Pero
mucho temo que el divino Aquiles haya separado de la ciudad a mi Héctor audaz, le
persiga a él solo por la llanura y acabe con el funesto valor que siempre tuvo; porque
jamás en la batalla se quedó entre la turba de los combatientes, sino que se adelantaba
mucho y en bravura a nadie cedía.
460 Dicho esto, salió apresuradamente del palacio como una loca, palpitándole el
corazón, y dos esclavas la acompañaron. Mas, cuando llegó a la torre y a la multitud de
gente que a11í se encontraba, se detuvo, y desde el muro registró el campo; en seguida
vio a Héctor arrastrado delante de la ciudad, pues los veloces caballos lo arrastraban
despiadadamente hacia las cóncavas naves de los aqueos; las tinieblas de la noche
velaron sus ojos, cayó de espaldas y se le desmayó el alma. Arrancóse de su cabeza los
vistosos lazos, la diadema, la redecilla, la trenzada cinta y el velo que la áurea Afrodita le
había dado el día en que Héctor se la llevó del palacio de Eetión, constituyéndole una
gran dote. A su alrededor hallábanse muchas cuñadas y concuñadas suyas, las cuales la
sostenían aturdida como si fuera a perecer. Cuando volvió en sí y recobró el aliento,
lamentándose con desconsuelo dijo entre las troyanas:
477 -¡Héctor! ¡Ay de mí, infeliz! Ambos nacimos con la misma suerte, tú en Troya, en
el palacio de Príamo; yo en Teba, al pie del selvoso Placo, en el alcázar de Eetión, el cual
me crió cuando niña para que fuese desventurada como él. ¡Ojalá no me hubiera
engendrado! Ahora tú desciendes a la mansión de Hades, en el seno de la tierra, y me
dejas en el palacio viuda y sumida en triste duelo. Y el hijo, aún infante, que
engendramos tú y yo, infortunados... Ni tú serás su amparo, oh Héctor, pues has fallecido;
ni él el tuyo. Si escapa con vida de la luctuosa guerra de los aqueos, tendrá siempre
fatigas y pesares; y los demás se apoderarán de sus campos, cambiando de sitio los
mojones. El mismo día en que un niño queda huérfano, pierde todos los amigos; y en adelante
va cabizbajo y con las mejillas bañadas en lágrimas. Obligado por la necesidad,
dirígese a los amigos de su padre, tirándoles ya del manto, ya de la túnica; y alguno,
compadecido, le alarga un vaso pequeño con el cual mojará los labios, pero no llegará a
humedecer la garganta. El niño que tiene los padres vivos le echa del festín, dándole
puñadas a increpándole con injuriosas voces: "¡Vete, enhoramala!, le dice, que tu padre
no come a escote con nosotros". Y volverá a su madre viuda, llorando, el huérfano
Astianacte, que en otro tiempo, sentado en las rodillas de su padre, sólo comía medula y
grasa pingüe de ovejas, y, cuando se cansaba de jugar y se entregaba al sueño, dormía en
blanda cama, en brazos de la nodriza, con el corazón lleno de gozo; mas ahora que ha
muerto su padre, mucho tendrá que padecer Astianacte, a quien los troyanos llamaban así
porque sólo tú, oh Héctor, defendías las puertas y los altos muros. Y a ti, cuando los perros
se hayan saciado con tu carne, los movedizos gusanos te comerán desnudo, junto a
las corvas naves, lejos de tus padres; habiendo en el palacio vestiduras finas y hermosas,
que las esclavas hicieron con sus manos. Arrojaré todas estas vestiduras al ardiente fuego;
y ya que no te aprovechen, pues no yacerás en ellas, constituirán para ti un motivo de
gloria a los ojos de los troyanos y de las troyanas.
515 Así dijo llorando, y las mujeres gimieron.
CANTO XXIII *
Juegos en honor de Patroclo
* Luego Aquiles celebra unos espléndidos funerales en honor de Patroclo, mientras ata el cadáver de
Hédor por los pies a su carro y se to lleva arrastrándolo por el polvo; y desde entonces todos los días, al
aparecer la aurora, to vuelve a arrastrar hasta dar tres vueltas alrededor del túmulo de Patroclo.
1 Así gemían los troyanos en la ciudad. Los aqueos, una vez llegados a las naves y al
Helesponto, se fueron a sus respectivos bajeles. Pero a los mirmidones no les permitió
Aquiles que se dispersaran; y, puesto en medio de los belicosos compañeros, les dijo:
6 -¡Mirmidones, de rápidos corceles, mis compañeros amados! No desatemos del yugo
los solípedos corceles; acerquémonos con ellos y los carros a Patroclo, y llorémoslo, que
éste es el honor que a los muertos se les debe. Y cuando nos hayamos saciado de triste
llanto, desunciremos los caballos y aquí mismo cenaremos todos.
12 Así habló. Ellos seguían a Aquiles en compacto grupo y gemían con frecuencia. Y
sollozando dieron tres vueltas alrededor del cadáver con los caballos de hermoso pelo:
Tetis se hallaba entre los guerreros y les excitaba el deseo de llorar. Regadas de lágrimas
quedaron las arenas, regadas de lágrimas se veían las armaduras de los hombres. ¡Tal era
el héroe, causa de fuga para los enemigos, de quien entonces padecían soledad! Y el
Pelida comenzó entre ellos el funeral lamento colocando sus manos homicidas sobre el
pecho de su amigo:
19 -¡Alégrate, oh Patroclo, aunque estés en el Hades! Ya voy a cumplirte cuanto te
prometiera: he traído arrastrando el cadáver de Héctor, que entregaré a los perros para
que lo despedacen cruelmente; y degollaré ante tu pira a doce hijos de troyanos ilustres,
por la cólera que me causó tu muerte.
24 Dijo; y, para tratar ignominiosamente al divino Héctor, lo tendió boca abajo en el
polvo, cabe al lecho del Menecíada. Quitáronse todos la luciente armadura de bronce, desuncieron
los corceles de sonoros relinchos, y sentáronse en gran número cerca de la nave
del Eácida, el de los pies ligeros, que les dio un banquete funeral espléndido. Muchos
bueyes blancos, ovejas y balantes cabras palpitaban al ser degollados con el hierro; gran
copia de grasos puercos, de albos dientes, se asaban, extendidos sobre la llama de Hefesto;
y en tomo del cadáver la sangre corría en abundancia por todas partes.
33 Los reyes aqueos llevaron al Pelida, el de los pies ligeros, que tenía el corazón
afligido por la muerte del compáñero, a la tienda de Agamenón Atrida, después de
persuadirlo con mucho trabajo; ya en ella, mandaron a los heraldos, de voz sonora, que
pusieron al fuego un gran trípode por si lograban que aquél se lavase las manchas de
sangre y polvo. Pero Aquiles se negó obstinadamente, a hizo, además, un juramento:
43 -¡No, por Zeus, que es el supremo y más poderoso de los dioses! No es justo que el
baño moje mi cabeza hasta que ponga a Patroclo en la pira, le erija un túmulo y me corte
la cabellera; porque un pesar tan grande no volverá lamas a sentirlo mi corazón mientras
me cuente entre los vivos. Ahora celebremos el triste banquete; y, cuando se descubra la
aurora, manda, oh rey de hombres, Agamenón, que traigan leña y la coloquen como
conviene a un muerto que baja a la región sombría, para que pronto el fuego infatigable
consuma y haga desaparecer de nuestra vista el cadáver de Patroclo, y los guerreros
vuelvan a sus ocupaciones.
34 Así dijo; y ellos le escucharon y obedecieron. Dispuesta con prontitud la cena,
comieron todos, y nadie careció de su respectiva porción. Mas, después que hubieron
satisfecho de comida y de bebida al apetito, se fueron a dormir a sus tiendas. Quedóse el
Pelida con muchos mirmidones, dando profundos suspiros, a orillas del estruendoso mar,
en un lugar limpio donde las olas bañaban la playa; pero no tardó en vencerlo el sueño,
que disipa los cuidados del ánimo, esparciéndose suave en torno suyo; pues el héroe
había fatigado mucho sus fornidos miembros persiguiendo a Héctor alrededor de la
ventosa Ilio. Entonces vino a encontrarle el alma del mísero Patroclo, semejante en un
todo a éste cuando vivía, tanto por su estatura y hermosos ojos, como por las vestiduras
que llevaba; y, poniéndose sobre la cabeza de Aquiles, le dijo estas palabras:
69 -¿Duermes, Aquiles, y me tienes olvidado? Te cuidabas de mí mientras vivía, y
ahora que he muerto me abandonas. Entiérrame cuanto antes, para que pueda pasar las
puertas del Hades; pues las almas, que son imágenes de los difuntos, me rechazan y no
me permiten que atraviese el río y me junte con ellas; y de este modo voy errante por los
alrededores del palacio, de anchas puertas, de Hades. Dame la mano, te lo pido llorando;
pues ya no volveré del Hades cuando hayáis entregado mi cadáver al fuego. Ni ya,
gozando de vida, conversaremos separadamente de los amigos; pues me devoró la odiosa
muerte que el hado, cuando nací, me deparara. Y tu destino es también, oh Aquiles
semejante a los dioses, morir al pie de los muros de los nobles troyanos. Otra cosa te diré
y encargaré, por si quieres complacerme. No dejes mandado, oh Aquiles, que pongan tus
huesos separados de los míos: ya que juntos nos hemos criado en tu palacio, desde que
Menecio me llevó de Opunte a vuestra casa por un deplorable homicidio -cuando
encolerizándome en el juego de la taba maté involuntariamente al hijo de Anfidamante-,
y el caballero Peleo me acogió en su morada, me crió con regalo y me nombró tu
escudero; así también, una misma urna, la ánfora de oro que te dio tu veneranda madre,
guarde nuestros huesos.
93 Respondióle Aquiles, el de los pies ligeros:
94 -¿Por qué, cabeza querida, vienes a encargarme estas cosas? Te obedeceré y lo
cumpliré todo como lo mandas. Pero acércate y abracémonos, aunque sea por breves
instantes, para saciarnos de triste llanto.
99 En diciendo esto, le tendió los brazos, pero no consiguió asirlo: disipóse el alma cual
si fuese humo y penetró en la tierra dando chillidos. Aquiles se levantó atónito, dio una
palmada y exclamó con voz lúgubre:
103 -¡Oh dioses! Cierto es que en la morada de Hades quedan el alma y la imagen de
los que mueren, pero la fuerza vital desaparece por entero. Toda la noche ha estado cerca
de mí el alma del mísero Patroclo, derramando lágrimas y despidiendo suspiros, para
encargarme to que debo hacer; y era muy semejante a él cuando vivía.
108 Así dijo, y a todos les excitó el deseo de llorar. Todavía se hallaban alrededor del
cadáver, sollozando lastimeramente, cuando despuntó la Aurora de rosáceos dedos.
Entonces el rey Agamenón mandó que de todas las tiendas saliesen hombres con mulos
para ir por leña; y a su frente se puso un varón excelente, Meriones, escudero del valeroso
Idomeneo. Los mulos iban delante; tras ellos caminaban los hombres, llevando en sus
manos hachas de cortar madera y sogas bien torcidas; y así subieron y bajaron cuestas, y
recorrieron atajos y veredas. Mas, cuando llegaron a los bosques del Ida, abundante en
manantiales, se apresuraron a cortar con el afilado bronce encinas de alta copa que caían
con estrépito. Los aqueos las partieron en rajas y las cargaron sobre los mulos. En
seguida éstos, midiendo con sus pasos la tierra, volvieron atrás por los espesos matorrales,
deseosos de regresar a la llanura. Todos los leñadores llevaban troncos, porque así to
había ordenado Meriones, escudero del valeroso Idomeneo. Y los fueron dejando sucesivamente
en un sitio de la orilla del mar, que Aquiles indicó para que a11í se erigiera
el gran túmulo de Patroclo y de sí mismo.
127 Después que hubieron descargado la inmensa cantidad de leña, se sentaron todos
juntos y aguardaron. Aquiles mandó en seguida a los belicosos mirmidones que tomaran
las armas y uncieran los caballos; y ellos se levantaron, vistieron la armadura, y los
caudillos y sus aurigas montaron en los carros. Iban éstos al frente, seguíales la nube de la
copiosa infantería, y en medio los amigos llevaban a Patroclo, cubierto de cabello que en
su honor se habían cortado. El divino Aquiles sosteníale la cabeza, y estaba triste porque
despedía para el Hades al eximio compañero.
138 Cuando llegaron al lugar que Aquiles les señaló, dejaron el cadáver en el suelo, y
en seguida amontonaron abundante leña. Entonces el divino Aquiles, el de los pies
ligeros, tuvo otra idea: separándose de la pira, se cortó la rubia cabellera, que conservaba
espléndida para ofrecerla al río Esperqueo; y exclamó apenado, fijando los ojos en el
vinoso ponto:
144 -¡Esperqueo! En vano mi padre Peleo te hizo el voto de que yo, al volver a la tierra
patria, me cortaría la cabellera en tu honor y te inmolaría una sacra hecatombe de cincuenta
carneros cerca de tus fuentes, donde están el bosque y el perfumado altar a ti
consagrados. Tal voto hizo el anciano, pero tú no has cumplido su deseo. Y ahora, como
no he de volver a la tierra patria, daré mi cabellera al héroe Patrocio para que se la lleve
consigo.
152 Habiendo hablado así, puso la cabellera en las manos del compañero querido, y a
todos les excitó el deseo de llorar. Y entregados al llanto los dejara el sol al ponerse, si
Aquiles no se hubiese acercado a Agamenón para decirle:
156 -¡Atrida! Puesto que la gente aquea to obedecerá más que a nadie, y tiempo habrá
para saciarse de llanto, aparta de la pira a los guerreros y mándales que preparen la cena;
y de to que resta nos cuidaremos nosotros, a quienes corresponde de un modo especial
honrar al muerto. Quédense tan sólo los caudillos.
161 Al oírlo, el rey de hombres, Agamenón, despidió la gente para que volviera a las
naves bien proporcionadas; y los que cuidaban del funeral amontonaran leña, levantaron
una pira de cien pies por lado, y, con el corazón alligido, pusieron en lo alto de ella el
cuerpo de Patrocio. Delante de la pira mataron y desollaron muchas pingües ovejas y
flexípedes bueyes de curvas astas; y el magnánimo Aquiles tomó la grasa de aquéllas y
de éstos, cubrió con la misma el cadáver de pies a cabeza, y hacinó alrededor los cuerpos
desollados. Llevó también a la pira dos ánforas, llenas respectivamente de miel y de
aceite, y las abocó al lecho; y, exhalando profundos suspiros, arrojó a la hoguera cuatro
corceles de erguido cuello. Nueve perros tenía el rey que se alimentaban de su mesa, y,
degollando a dos, echólos igualmente en la pira. Siguiéronles doce hijos valientes de
troyanos ilustres, a quienes mató con el bronce, pues el héroe meditaba en su corazón
acciones crueles. Y entregando la pira a la violencia indomable del fuego para que la
devorara, gimió y nombró al compañero amado:
179 -¡Alégrate, oh Patroclo, aunque estés en el Hades! Ya te cumplo cuanto te prometí.
El fuego devora contigo a doce hijos valientes de troyanos ilustres; y a Héctor Priámida
no le entregaré a la hoguera para que to consuma, sino a los perros.
184 Así dijo en son de amenaza. Pero los canes no se acercaron a Héctor. La diosa
Afrodita, hija de Zeus, los apartó día y noche, y ungió el cadáver con un divino aceite
rosado para que Aquiles no lo lacerase al arrastrarlo. Y Febo Apolo cubrió el espacio
ocupado por el muerto con una sombna nube que hizo pasar del cielo a la llanura, a fin de
que el ardor del sol no secara el cuerpo, con sus nervios y miembros.
192 En tanto, la pira en que se hallaba el cadáver de Patroclo no ardía. Entonces el
divino Aquiles, el de los pies ligeros, tuvo otra idea: apartóse de la pira, oró a los vientos
Bóreas y Céfiro y votó ofrecerles solemnes sacrificios; y, haciéndoles repetidas
libaciones con una copa de oro, les rogó que acudieran para que la leña ardiese bien y los
cadáveres fueran consumidos prestamente por el fuego. La veloz Iris oyó las súplicas, y
fue a avisar a los vientos, que estaban reunidos celebrando un banquete en la morada del
impetuoso Céfiro. Iris llegó corriendo y se detuvo en el umbral de piedra. Así que la
vieron, levantáronse todos, y cada uno la ¡lamaba a su lado. Pero ella no quiso sentarse, y
pronunció estas palabras:
205 -No puedo sentarme; porque voy, por cima de la corriente del Océano, a la tierra de
los etíopes, que ahora ofrecen hecatombes a los inmortales, para entrar a la parte en los
sacrificios. Aquiles ruega al Bóreas y al estruendoso Céfiro, prometiéndoles solemnes
sacrificios, que vayan y hagan arder la pira en que yace Patroclo, por el cual gimen los
aqueos todos.
212 Habló así y fuese. Los vientos se levantaron con inmenso ruido, esparciendo las
nubes; pasaron por cima del ponto, y las olas crecían al impulso del sonoro soplo,
llegaron, por fin, a la fértil Troya, cayeron en la pira y el fuego abrasador bramó
grandemente. Durante toda la noche, los dos vientos, soplando con agudos silbidos,
agitaron la llama de la pira, durante toda la noche, el veloz Aquiles, sacando vino de una
cratera de oro, con una copa de doble asa, to vertió y regó la tierra, a invocó el alma del
mísero Patroclo. Como solloza un padre, quemando los huesos del hijo recién casado,
cuya muerte ha sumido en el dolor a sus progenitores, de igual modo sollozaba Aquiles al
quemar los huesos del amigo; y, arrastrándose en torno de la hoguera, gemía sin cesar.
226 Cuando el lucero de la mañana apareció sobre la tierra anunciando el día, y poco
después la aurora, de azafranado velo, se esparció por el mar, apagábase la hoguera y
moría la llama. Los vientos regresaron a su morada por el ponto de Tracia, que gemía a
causa de la hinchazón de las olas alborotadas, y el Pelida, habiéndose separado un poco
de la pira, acostóse, rendido de cansancio, y el dulce sueño le venció. Pronto los caudillos
se reunieron en gran número alrededor del Atrida; y el alboroto y ruido que hacían al
llegar despertaron a Aquiles. Incorporóse el héroe; y, sentándose, les dijo estas palabras:
236 -¡Atrida y demás príncipes de los aqueos todos! Primeramente apagad con negro
vino cuanto de la pira alcanzó la violencia del fuego; recojamos después los huesos de
Patroclo Menecíada, distinguiéndolos bien -fácil será reconocerlos, porque el cadáver
estaba en medio de la pira y en los extremos se quemaron confundidos hombres y
caballos-, y pongámoslos en una urna de oro, cubiertos por doble capa de grasa donde se
guarden hasta que yo descienda al Hades. Quiero que le erijáis un túmulo no muy grande,
sino cual corresponde al muerto; y más adelante, aqueos, los que estéis vivos en las naves
de muchos bancos cuando yo muera, hacedIo anchuroso y alto.
249 Así dijo, y ellos obedecieron al Pelión, de pies ligeros. Primeramente apagaron con
negro vino la parte de la pira a que alcanzó la llama, y la ceniza cayó en abundancia; después
recogieron, llorando, los blancos huesos del dulce amigo y los encerraron en una
urna de oro, cubiertos por doble capa de grasa; dejaron la urna en la tienda, tendiendo
sobre la misma un sutil velo; trazaron el ámbito del túmulo en torno de la pira, echaron
los cimientos, a inmediatamente amontonaron la tierra que antes habían excavado. Y,
erigido el túmulo, volvieron a su sitio. Aquiles detuvo al pueblo y le hizo sentar,
formando un gran circo; y al momento sacó de las naves, para premio de los que
vencieren en los juegos, calderas, trípodes, caballos, mulos, bueyes de robusta cabeza,
mujeres de hermosa cintura y luciente hierro.
262 Empezó exponiendo los premios destinados a los veloces aurigas: el que primero
llegara se llevaría una mujer diestra en primorosas labores y un trípode con asas, de veintidós
medidas; para el segundo ofreció una yegua de seis años, indómita, que llevaba en
su vientre un feto de mulo; para el tercero, una hermosa caldera no puesta al fuego y luciente
aún, cuya capacidad era de cuatro medidas; para el cuarto, dos talentos de oro; y
para el quinto, un vaso con dos asas no puesto al fuego todavía. Y, estando en pie, dijo a
los argivos:
272 -¡Atrida y demás aqueos de hermosas grebas! Estos premios que en medio he
colocado son para los aurigas. Si los juegos se celebraran en honor de otro difunto, me
llevaría a mi tienda los mejores. Ya sabéis cuánto mis caballos aventajan en ligereza a los
demás, porque son inmortales: Posidón se los regaló a mi padre Peleo, y éste me los ha
dado a mí. Pero yo me quedaré, y también los solípedos corceles, porque perdieron al
ilustre y benigno auriga que tantas veces derramó aceite sobre sus crines, después de
lavarlos con agua pura. Ambos, habiéndose quedado quietos, sienten soledad de él; y con
las crines colgando hasta tocar la tierra permanecen en pie y afligidos en su corazón.
¡Adelantaos, pues, los aqueos que confiéis en vuestros corceles y sólidos carros!
287 Así hablo el Pelida, y los veloces aurigas se reunieron. Levantóse mucho antes que
nadie el rey de hombres Eumelo, hijo amado de Admeto, que descollaba en el arte de
guiar el carro. Presentóse después el fuerte Diomedes Tidida, el cual puso el yugo a los
corceles de Tros, que había quitado a Eneas cuando Apolo salvó a este héroe. Alzóse
luego el rubio Menelao Atrida, del linaje de Zeus, y unció al carro una yegua y un caballo
veloces: Eta, propia de Agamenón, y Podargo, que era suyo. Había dado la yegua a
Agamenón, como presente, Equepolo, hijo de Anquises, por no seguirle a la ventosa Ilio
y gozar tranquilo en la vasta Sición, donde moraba, de la abundante riqueza que Zeus le
había concedido; ésta fue la yegua que Menelao unció al yugo, la cual estaba deseosa de
corren- Fue el cuarto en aparejar los corceles de hermoso pelo Antíloco, hijo ilustre del
magnánimo rey Néstor Nelida: de su carro tiraban caballos de Pilos, de pies ligeros. Y su
padre se le acercó y empezó a darle buenos consejos, aunque no le faltaba inteligencia:
306 -¡Antíloco! Si bien eres joven, Zeus y Posidón to quieren y to han enseñado todo el
arte del auriga. No es preciso, por tanto, que yo lo instruya. Sabes perfectamente cómo
los caballos deben dar la vuelta en torno de la meta, pero tus corceles son los más lentos
en correr, y temo que algún suceso desagradable ha de ocurrirte. Empero, si otros
caballos son más veloces, sus conductores no to aventajan en obrar sagazmente. Ea, pues,
querido, piensa en emplear toda clase de habilidades para que los premios no se to
escapen. El leñador más hace con la habilidad que con la fuerza; con su habilidad el
piloto gobierna en el vinoso ponto la veloz nave combatida por los vientos; y con su
habilidad puede un auriga vencer a otro. El que confía en sus caballos y en su carro les
hace dar vueltas imprudentemente acá y acullá, y luego los corceles divagan en la carrera
y no los puede sujetar, mas el que conoce los arbitrios del arte y guía caballos inferiores
clava los ojos continuamente en la meta, da la vuelta cerca de la misma, y no le pasa
inadvertido cuándo debe aguijar a aquéllos con el látigo de piel de buey: así los domina
siempre, a la vez que observa a quien le precede. La meta de ahora es muy fácil de
conocer, y voy a indicártela para que no dejes de verla. Un tronco seco de encina o de
pino, que la lluvia no ha podrido aún, sobresale un codo de la tierra; encuéntranse a uno y
otro lado del mismo, cuando el camino acaba, sendas piedras blancas; y luego el terreno
es llano por todas partes y propio para las carreras de carros: el tronco debe de haber
pertenecido a la tumba de un hombre que ha tiempo murió, o fue puesto como mojón por
los antiguos; y ahora el divino Aquiles, el de los pies ligeros, to ha elegido por meta.
Acércate a ésta y den la vuelta casi tocándola carro y caballos; y tú inclínate en el fuerte
asiento hacia la izquierda y anima con imperiosas voces al corcel del otro lado afojándole
las riendas. El caballo izquierdo se aproxime tanto a la meta, que parezca que el cubo de
la bien construida rueda haya de llegar al tronco, pero guárdate de chocar con la piedra:
no sea que hieras a los corceles, rompas el carro y causes el regocijo de los demás y la
confusión de ti mismo. Procura, oh querido, ser cauto y prudente. Pero, si aguijando los
caballos, logras dar la vuelta a la meta, ya nadie se to podrá anticipar ni alcanzarte
siquiera, aunque guíe al divino Arión -el veloz caballo de Adrasto, que descendía de un
dios- o sea arrastrado por los corceles de Laomedonte, que se criaron aquí tan excelentes.
349 Así dijo Néstor Nelida, y volvió a sentarse cuando hubo enterado a su hijo de to
más importante de cada cosa.
351 Meriones fue el quinto en aparejar los caballos de hermoso pelo. Subieron los
aurigas a los carros y echaron suertes en un casco que agitaba Aquiles. Salió primero la
de Antíloco Nestórida; después, la del rey Eumelo; luego, la de Menelao Atrida, famoso
por su lanza; en seguida, la de Meriones; y por último, la del Tidida, que era el más hábil.
Pusiéronse en fila, y Aquiles les indicó la meta a to lejos, en el terreno llano; y encargó a
Fénix, escudero de su padre, que se sentara cerca de aquélla como observador de la
carrera, a fin de que, reteniendo en la memoria cuanto ocurriese, les dijese luego la
verdad.
362 Todos a un tiempo levantaron el látigo, dejáronlo caer sobre los caballos y los
animaron con ardientes voces. Y éstos, alejándose de las naves, corrían por la llanura con
suma rapidez; la polvareda que levantaban envolvíales el pecho como una nube o un
torbellino, y las crines ondeaban al soplo del viento. Los carros unas veces tocaban al
fértil suelo, y otras daban saltos en el aire; los aurigas permanecían en los asientos con el
corazón palpitante por el deseo de la victoria; cada cual animaba a sus corceles, y éstos
volaban, levantando polvo, por la llanura.
373 Mas, cuando los veloces caballos llegaron a la segunda mitad de la carrera y ya
volvían hacia el espumoso mar, entonces se mostró la pericia de cada conductor, pues
todos aquéllos empezaron a galopar. Venían delante las yeguas, de pies ligeros, de
Eumelo Feretíada. Seguíanlas los caballos de Diomedes, procedentes de los de Tros; y
estaban tan cerca del primer carro, que parecía que iban a subir en él: con su aliento
calentaban la espalda y anchos hombros de Eumelo, y volaban poniendo la cabeza sobre
el mismo. Diomedes le hubiera pasado delante, o por to menos hubiera conseguido que la
victoria quedase indecisa si Febo Apolo, que estaba irritado con el hijo de Tideo, no le
hubiese hecho caer de las manos el lustroso látigo. Afligióse el héroe, y las lágrimas
humedecieron sus ojos al ver que las yeguas corrían más que antes, y en cambio sus
caballos aflojaban, porque ya no sentían el azote. No le pasó inadvertido a Atenea que
Apolo jugara esta treta al Tidida; y, corriendo hacia el pastor de hombres, devolvióle el
látigo, a la vez que daba nuevos bríos a sus caballos. Y la diosa, irritada, se encaminó al
momento hacia el hijo de Admeto y le rompió el yugo: cada yegua se fue por su lado,
fuera de camino; el timón cayó a tierra, y el héroe vino al suelo, junto a una rueda, hirióse
en los codos, boca y narices, se rompió la frente por encima de las cejas, se le arrasaron
los ojos de lágrimas, y la voz, vigorosa y sonora, se le cortó. El Tidida guió los solípedos
caballos, desviándolos un poco, y se adelantó un gran espacio a todos los demás; porque
Atenea dio vigor a sus corceles y le concedió a él la gloria del triunfo. Seguíale el rubio
Menelao Atrida. E inmediato a él iba Antíloco, que animaba a los caballos de su padre:
403 -Corred y alargad el paso cuanto podáis. No os mando que compitáis con aquéllos,
con los caballos del aguerrido Tidida, a los cuales Atenea dio ligereza, concediéndole a él
la gloria del triunfo. Mas alcanzad pronto a los corceles del Atrida y no os quedéis
rezagados para que no os avergüence Eta con ser hembra. ¿Por qué os atrasáis, excelentes
caballos? Lo que os voy a decir se cumplirá: se acabarán para vosotros los cuidados en el
palacio de Néstor, pastor de hombres, y éste os matará en seguida con el agudo bronce si
por vuestra desidia nos llevamos el peor premio. Seguid y apresuraos cuanto podáis. Y yo
pensaré cómo, valiéndome de la astucia, me adelanto en el lugar donde se estrecha el
camino; no se me escapará la ocasión.
417 Así dijo. Los corceles, temiendo la amenaza de su señor, corrieron más
diligentemente un breve rato. Pronto el belicoso Antíloco alcanzó a descubrir el punto
más estrecho del camino -había allí una hendedura de la tierra, producida por el agua
estancada durante el invierno, la cual robó parte de la senda y cavó el suelo-, y por aquel
sitio guiaba Menelao sus corceles, procurando evitar el choque con los demás carros.
Pero Antíloco, torciendo la rienda a sus caballos, sacó el carro fuera del camino, y por un
lado y de cerca seguía a Menelao. El Atrida temió un choque, y le dijo gritando:
426 -¡Antíloco! De temerario modo guías el carro. Detén los corceles; que ahora el
camino es angosto, y en seguida, cuando sea más ancho, podrás ganarme la delantera. No
sea que choquen los carros y seas causa de que recibamos daño.
429 Así dijo. Pero Antíloco, como si no le oyese, hacía correr más a sus caballos
picándolos con el aguijón. Cuanto espacio recorre el disco que tira un joven desde lo alto
de su hombro para probar la fuerza, tanto aquéllos se adelantaron. Las yeguas del Atrida
cejaron, y él mismo, voluntariamente, dejó de avivarlas; no fuera que los solípedos
caballos, tropezando los unos con los otros, volcaran los fuertes carros, y ellos cayeran en
el polvo por el anhelo de alcanzar la victoria. Y el rubio Menelao, reprendiendo a
Antíloco, exclamó:
439 -¡Antíloco! Ningún mortal es más funesto que tú. Ve enhoramala; que los aqueos
no estábamos en to cierto cuando to teníamos por sensato. Pero no te llevarás el premio
sin que antes jures.
442 Después de hablar así, animó a sus caballos con estas palabras:
443 -No aflojéis el paso, ni tengáis el corazón afligido. A aquéllos se les cansarán los
pies y las rodillas antes que a vosotros, pues ya ambos pasaron de la edad juvenil.
446 Así dijo. Los corceles, temiendo la amenaza de su señor, corrieron más
diligentemente, y pronto se hallaron cerca de los otros.
448 Los argivos, sentados en el circo, no quitaban los ojos de los caballos; y éstos
volaban, levantando polvo por la llanura. Idomeneo, caudillo de los cretenses, fue quien
distinguió antes que nadie los primeros corceles que llegaban; pues era el que estaba en el
sitio más alto por haberse sentado en un altozano, fuera del circo. Oyendo desde lejos la
voz del auriga que animaba a los corceles, la reconoció; y al momento vio que corría,
adelantándose a los demás, un caballo magnífico, todo bermejo, con una mancha en la
frente, blanca y redonda como la luna. Y poniéndose en pie, dijo estas palabras a los
argivos:
457 -¡Oh amigos, capitanes y príncipes de los argivos! ¿Veo los caballos yo solo o
también vosotros? Paréceme que no son los mismos de antes los que vienen delanteros, ni
el mismo el auriga: deben de haberse lastimado en la llanura las yeguas que poco ha eran
vencedoras. Las vi cuando doblaban la meta; pero ahora no puedo distinguirlas, aunque
registro con mis ojos todo el campo troyano. Quizá las riendas se le fueron al auriga, y,
siéndole imposible gobernar las yeguas al llegar a la meta, no dio felizmente la vuelta: me
figuro que habrá caído, el carro estará roto, y las yeguas, dejándose llevar por su ánimo
enardecido, se habrán echado fuera del camino. Pero levantaos y mirad, pues yo no lo
distingo bien: paréceme que el que viene delante es un varón etolio, el fuerte Diomedes,
hijo de Tideo, domador de caballos, que reina sobre los argivos.
473 Y el veloz Ayante de Oileo increpóle con injuriosas voces:
474 -¡ldomeneo! ¿Por qué charlas antes de to debido? Las voladoras yeguas vienen
corriendo a lo lejos por la llanura espaciosa. Tú no eres el más joven de los argivos, ni tu
vista es la mejor, pero siempre hablas mucho y sin substancia. Preciso es que no seas tan
gárrulo, estando presentes otros que to son superiores. Esas yeguas que aparecen las
primeras son las de antes, las de Eumelo, y él mismo viene en el carro y tiene las riendas.
482 El caudillo de los cretenses le respondió enojado:
483 -Ayante, valiente en la injuria, detractor; pues en todo lo restante estás por debajo
de los argivos a causa de tu espíritu perverso. Apostemos un trípode o una caldera y nombremos
árbitro al Atrida Agamenón para que manifieste cuáles son las yeguas que vienen
delante y tú lo aprendas perdiendo la apuesta.
488 Así habló. En seguida el veloz Ayante de Oileo se alzó colérico para contestarle
con palabras duras. Y la contienda habría pasado más adelante entre ambos, si el propio
Aquiles, levantándose, no les hubiese dicho:
492 -¡Ayante a Idomeneo! No alterquéis con palabras duras y pesadas, porque no es
decoroso; y vosotros mismos os irritaríais contra el que así to hiciera. Sentaos en el circo
y fijad la. vista en los caballos, que pronto vendrán aquí por el anhelo de alcanzar la
victoria, y sabréis cuáles corceles argivos son los delanteros y cuáles los rezagados.
499 Así dijo; el Tidida, que ya se había acercado un buen trecho, aguijaba a los
corceles, y constantemente les azotaba la espalda con el látigo, y ellos, levantando en alto
los pies, recorrían velozmente el camino y rociaban de polvo al auriga. El carro,
guarnecido de oro y estaño, corría arrastrado por los veloces caballos y las llantas casi no
dejaban huella en el tenue polvo. ¡Con tal ligereza volaban los corceles! Cuando
Diomedes llegó al circo, detuvo el luciente carro; copioso sudor corría de la cerviz y del
pecho de los corceles hasta el suelo, y el héroe, saltando a tierra, dejó el látigo colgado
del yugo. Entonces no anduvo remiso el esforzado Esténelo, sino que al instante tomó el
premio y to entregó a los magnánimos compañeros; y mientras éstos conducían la cautiva
a la tienda y se llevaban el trípode con asas, desunció del carro a los corceles.
514 Después de Diomedes llegó Antíloco, descendiente de Neleo, el cual se había
anticipado a Menelao por haber usado de fraude y no por la mayor ligereza de su carro;
pero, así y todo, Menelao guiaba muy cerca de él los veloces caballos. Cuando el corcel
dista de las ruedas del carro en que lleva a su señor por la llanura (las últimas cerdas de la
cola tocan la llanta y un corto espacio los separa mientras aquél corre por el campo
inmenso): tan rezagado estaba Menelao del eximio Antíloco; pues, si bien al principio se
quedó a la distancia de un tiro de disco, pronto volvió a alcanzarle porque el fuerte vigor
de la yegua de Agamenón, de Etá, de hermoso pelo, iba aumentando. Y si la carrera
hubiese sido más larga, el Atrida se le habría adelantado, sin dejar dudosa la victoria.-
Meriones, el buen escudero de Idomeneo, seguía al ínclito Menelao, como a un tiro de
lanza; pues sus corceles, de hermoso pelo, eran más tardos y él muy poco diestro en guiar
el carro en un certamen.- Presentóse, por último, el hijo de Admeto tirando de su hermoso
carro y conduciendo por delante los caballos. Al verlo, el divino Aquiles, el de los pies
ligeros, se compadeció de él, y dirigió a los argivos estas aladas palabras:
536 -Viene el último con los solípedos caballos el varón que más descuella en guiarlos.
Ea, démosle, como es justo, el segundo premio, y llévese el primero el hijo de Tideo.
539 Así habló y todos aplaudieron lo que proponía. Y le hubiese entregado la yegua
-pues los aqueos lo aprobaban-, si Antíloco, hijo del magnánimo Néstor, no se hubiera
levantado para decir con razón al Pelida Aquiles:
544 -¡Oh Aquiles! Mucho me irritaré contigo si llevas a cabo to que dices. Vas a
quitarme el premio, atendiendo a que recibieron daño su carïo y los veloces corceles y él
es esforzado, pero tenía que rogar a los inmortales y no habría llegado el último de todos.
Si le compadeces y es grato a to corazón, como hay en tu tienda abundante oro y posees
bronce, rebaños, esclavas y solípedos caballos, entrégale, tomándolo de estas cosas, un
premio aún mejor que éste, para que los aqueos to alaben. Pero la yegua no la daré, y
pruebe de quitármela quien desee llegar a las manos conmigo.
555 Así habló. Sonrióse el divino Aquiles, el de los pies figeros, holgándose de que
Antíloco se expresara en tales términos, porque era amigo suyo; y en respuesta, díjole
estas aladas palabras:
558 -¡Antíloco! Me ordenas que dé a Eumelo otro premio, sacándolo de mi tienda, y así
lo haré. Voy a entregarle la coraza de bronce que quité a Asteropeo, la cual tiene en sus
orillas una franja de luciente estaño, y constituirá para él un presente de valor.
563 Dijo, y mandó a Automedonte, el compañero querido, que la sacara de la tienda;
fue éste y llevósela; y Aquiles la puso en las manos de Eumelo, que la recibió alegremente.
566 Pero levantóse Menelao, afligido en su corazón y muy irritado contra Antíloco. El
heraldo le dio el cetro, y ordenó a los argivos que callaran. Y el varón igual a un dios
habló diciendo:
570 -¡Antíloco! Tú, que antes eras sensato, ¿qué has hecho? Desluciste mi habilidad y
atropellaste mis corceles, haciendo pasar delante a los tuyos, que son mucho peores. ¡Ea,
capitanes y príncipes de los argivos! Juzgadnos imparcialmente a entrambos: no sea que
alguno de los aqueos, de broncíneas corazas, exclame: "Menelao, violentando con
mentiras a Antíloco, ha conseguido llevarse la yegua, a pesar de la inferioridad de sus
corceles, por ser más valiente y poderoso." Y si queréis, yo mismo lo decidiré; y creo que
ningún dánao me podrá reprender, porque el fallo será justo. Ea, Antíloco, alumno de
Zeus, ven aquí y, puesto, como es costumbre, delante de los caballos y el carro, teniendo
en la mano el flexible látigo con que los guiabas y tocando los corceles, jura, por el que
ciñe y sacude la tierra, que si detuviste mi carro fue involuntariamente y sin dolo.
586 Respondióle el prudente Antíloco:
587 -Perdóname, oh rey Menelao, pues soy más joven y tú eres mayor y más valiente.
No te son desconocidas las faltas que comete un mozo, porque su pensamiento es rápido
y su juicio escaso. Apacígüese, pues, tu corazón: yo mismo te cedo la yegua que he
recibido; y, si de cuanto tengo me pidieras algo de más valor que este premio, preferina
dártelo en seguida, oh alumno de Zeus, a perder para siempre tu afecto y ser culpable
delante de los dioses.
596 Así habló el hijo del magnánimo Néstor, y, conduciendo la yegua adonde estaba el
Atrida, se la puso en la mano. A éste se le alegró el alma: como el rocío cae en torno de
las espigas cuando las mieses crecen y los campos se erizan, del mismo modo, oh
Menelao, tu espíritu se bañó en gozo. Y, respondiéndole, pronunció estas aladas palabras:
602 -¡Antíloco! Aunque estaba irritado, seré yo quien ceda; porque hasta aquí no has
sido imprudente ni ligero y ahora la juventud venció a la razón. Absténte en lo sucesivo
de querer engañar a los que to son superiores. Ningún otro aqueo me ablandaría tan
pronto, pero has padecido y trabajado mucho por mi causa, y tu padre y tu hermano
también; accederé, pues, a tus súplicas y te daré la yegua, que es mía, para que éstos
sepan que mi corazón no fue nunca ni soberbio ni cruel.
612 Dijo; entregó a Noemón, compañero de Antíloco, la yegua para que se la llevara, y
tomó la reluciente caldera. Meriones, que había llegado el cuarto, recogió los dos talentos
de oro. Quedaba el quinto premio, el vaso con dos asas; y Aquiles levantólo, atravesó el
circo y lo ofreció a Néstor con estas palabras:
618 -Toma, anciano; sea tuyo este presente como recuerdo de los funerales de Patroclo,
a quien no volverás a ver entre los argivos. Te doy el premio porque no podrás ser parte
ni en el pugilato, ni en la lucha, ni en el certamen de los dardos, ni en la carrera, que ya to
abruma la vejez penosa.
624 Así diciendo, se to puso en las manos. Néstor recibiólo con alegría, y respondió
con estas aladas palabras:
626 -Sí, hijo, oportuno es cuanto acabas de decir. Ya mis miembros no tienen el vigor
de antes, ni mis pies, ni mis brazos se mueven ágiles a partir de los hombros. Ojalá fuese
tan joven y mis fuerzas tan robustas como cuando los epeos enterraron en Buprasio al
poderoso Amarinceo, y los hijos de éste sacaron premios para los juegos que debían
celebrarse en honor del rey. Allí ninguno de los epeos, ni de los pilios, ni de los
magnánimos etolios, pudo igualarse conmigo. Vencí en el pugilato a Clitomedes, hijo de
Énope, y en la lucha a Anceo Pleuronio, que osó afrontarme; en la carrera pasé delante de
Ificlo, que era robusto; y en arrojar la lanza superé a Fileo y a Polidoro. Sólo los hijos de
Áctor mé dejaron atrás con su carro porque eran dos; y me disputaron la victoria a causa
de haberse reservado los mejores premios para este juego. Eran aquéllos hermanos
gemelos, y el uno gobernaba con firmeza los caballos, sí, gobernaba con firmeza los
caballos, mientras el otro con el látigo los aguijaba. Así era yo en aquel tiempo. Ahora los
más jóvenes entren en las luchas; que ya debo ceder a la triste senectud, aunque entonces
sobresaliera entre los héroes. Ve y continúa celebrando los juegos fúnebres de tu amigo.
Acepto gustoso el presente, y se me alegra el corazón al ver que to acuerdas siempre del
buen Néstor y nó dejas de advertir con qué honores he de ser honrado entre los aqueos.
Las deidades to concedan por ello abundantes gracias.
651 Así habló; y el Pelida, oído todo el elogio que de él hizo el Nelida, fuese por entre
la muchedumbre de los aqueos. En seguida sacó los premios del duro pugilato: condujo al
circo y ató en medio de él una mula de seis años, cerril, difícil de domar, que había de ser
sufridora del trabajo; y puso para el vencido una copa de doble asa. Y, estando en pie,
dijo a los argivos:
658 -¡Atrida y demás aqueos de hermosas grebas! Invitemos a los dos varones que sean
más diestros, a que levanten los brazos y combatan a puñadas por estos premios. Aquél a
quien Apolo conceda la victoria, reconociéndolo así todos los aqueos, conduzca a su
tienda la mula sufridora del trabajo; el vencido se llevará la copa de doble asa.
664 Así habló. Levantóse al instante un varón fuerte, alto y experto en el pugilato:
Epeo, hijo de Panopeo. Y, poniendo la mano sobre la mula paciente en el trabajo, dijo:
667 -Acérquese el que haya de llevarse la copa de doble asa, pues no creo que ningún
aqueo consiga la mula, si ha de vencerme en el pugilato. Me glorío de mantenerlo mejor
que nadie. ¿No basta acaso que sea inferior a otros en la batalla? No es posible que un
hombre sea diestro en todo. Lo que voy a decir se cumplirá: al campeón que se me
oponga le rasgaré la piel y le aplastaré los huesos; los que de él hayan de cuidar quédense
aquí reunidos, para llevárselo cuando sucumba a mis manos.
676 Así se expresó. Todos enmudecieron y quedaron silenciosos. Y tan sólo se levantó
para luchar con él Euríalo, varón igual a un dios, hijo del rey Mecisteo Talayónida, el
cual fue a Teba cuando murió Edipo y en los juegos fúnebres venció a todos los cadmeos.
El Tidida, famoso por su lanza, animaba a Euríalo con razones, pues tenía un gran deseo
de que alcanzara la victoria, y le ayudaba a disponerse para la lucha: atóle el cinturón y le
dio unas bien cortadas correas de piel de buey salvaje. Ceñidos ambos contendientes,
comparecieron en medio del circo, levantaron las robustas manos, acometiéronse y los
fornidos brazos se entrelazaron. Crujían de un modo horrible las mandíbulas y el sudor
brotaba de todos los miembros. El divino Epeo, arremetiendo, dio un golpe en la mejilla
de su rival que le espiaba; y Euríalo no siguió en pie largo tiempo, porque sus hermosos
miembros desfallecieron. Como, encrespándose la mar al soplo del Bóreas, salta un pez
en la orilla poblada de algas y las negras olas to cubren en seguida, así Euríalo, al recibir
el golpe, dio un salto hacia atrás. Pero el magnánimo Epeo, cogiéndole por las manos, lo
levantó; rodeáronle los compañeros y se to llevaron del circo -arrastraba los pies, escupía
espesa sangre y la cabeza se le inclinaba a un lado; sentáronle entre ellos, desvanecido, y
fueron a recoger la copa doble.
700 El Pelida sacó después otros premios para el tercer juego, la penosa lucha, y se los
mostró a los dánaos: para el vencedor un gran trípode, apto para ponerlo al fuego, que los
aqueos apreciaban en doce bueyes; para el vencido, una mujer diestra en muchas labores
y valorada en cuatro bueyes, que sacó en medio de ellos. Y, estando en pie, dijo a los argivos:
707 -Levantaos, los que hayáis de entrar en esta lucha.
708 Así habló. Alzóse en seguida el gran Ayante Telamonio y luego el ingenioso
Ulises, fecundo en ardides. Puesto el ceñidor, fueron a encontrarse en medio del circo y
se cogieron con los robustos brazos como se enlazan las vigas que un ilustre artífice une,
al construir alto palacio, para que resistan el embate de los vientos. Sus espaldas crujían,
estrechadas fuertemente por los vigorosos brazos; copioso sudor les brotaba de todo el
cuerpo; muchos cruentos cardenales iban apareciendo en los costados y en las espaldas; y
ambos contendientes anhelaban siempre alcanzar la victoria y con ella el bien construido
trípode. Pero ni Ulises lograba hacer caer y derribar por el suelo a Ayante, ni éste a aquél,
porque la gran fuerza de Ulises se to impedía. Y cuando los aqueos mosas grebas ya
empezaban a cansarse de la lucha, dijo el gran Ayante Telamonio:
723 -¡Laertíada, del linaje de Zeus, Ulises, fecundo en ardides! Levántame, o te
levantaré yo; y Zeus se cuidará del resto.
725 Habiendo hablado así, lo levantaba; mas Ulises no se olvidó de sus ardides, pues,
dándole por detrás un golpe en la corva, dejóle sin vigor los miembros, le hizo venir al
suelo, de espaldas, y cayó sobre su pecho: la muchedumbre quedó admirada y atónita al
contemplarlo. Luego, el divino y paciente Ulises alzó un poco a Ayante, pero no
consiguió sóstenerlo en vilo; porque se le doblaron las rodillas y ambos cayeron al suelo,
el uno cerca del otro, y se mancharon de polvo. Levantáronse, y hubieran luchado por
tercera vez, si Aquiles, poniéndose en pie, no los hubiese detenido:
735 -No luchéis ya, ni os hagáis más daño. La victoria quedó por ambos. Recibid igual
premio y retiraos para que entren en los juegos otros aqueos.
738 Así dijo. Ellos le escucharon y obedecieron; pues en seguida, después de haberse
limpiado el polvo, vistieron la túnica.
740 El Pelida sacó otros premios para la velocidad en la carrera. Expuso primero una
cratera de plata labrada, que tenía seis medidas de capacidad y superaba en hermosura a
todas las de la tierra. Los sidonios, eximios artífices, la fabricaron primorosa; los fenicios,
después de llevarla por el sombrío ponto de puerto en puerto, se la regalaron a Toante;
más tarde, Euneo Jasónida la dio al héroe Patroclo para rescatar a Licaón, hijo de Príamo;
y entonces Aquiles la ofreció como premio, en honor del difunto amigo, al que fuese más
veloz en correr con los pies ligeros. Para el que llegase el segundo señaló un buey
corpulento y pingüe, y para el último, medio talento de oro. Y estando en pie, dijo a los
argivos:
753 -Levantaos, los que hayáis de entrar en esta lucha.
754 Así habló. Levantóse al instante el veloz Ayante de 0ileo, después el ingenioso
Ulises, y por fin Antíloco, hijo de Néstor, que en la carrera vencía a todos los jóvenes.
Pusiéronse en fila y Aquiles les indicó la meta. Empezaron a correr desde el sitio
señalado, y el Oilíada se adelantó a los demás, aunque el divino Ulises le seguía de cerca.
Cuanto dista del pecho el huso que una mujer de hermosa cintura revuelve en su mano,
mientras devana el hilo de la trama, y tiene constantemente junto al seno, tan inmediato a
Ayante corría el divinal Ulises: pisaba las huellas de aquél antes de que el polvo cayera
en torno de las mismas y le echaba el aliento a la cabeza, corriendo siempre con suma
rapidez. Todos los aqueos aplaudían los esfuerzos que realizaba Ulises por el deseo de
alcanzar la victoria, y le animaban con sus voces. Mas cuando les faltaba poco para
terminar la carrera, Ulises oró en su corazón a Atenea, la de ojos de lechuza:
770 -Óyeme, diosa, y ven a socorrerme propicia, dando a mis pies más ligereza.
771 Así dijo rogando. Palas Atenea le oyó, y agilitóle los miembros todos y
especialmente los pies y las manos. Ya iban a coger el premio, cuando Ayante, corriendo,
dio un resbalón -pues Atenea quiso perjudicarle- en el lugar que habían llenado de
estiércol los bueyes mugidores sacrificados por Aquiles, el de los pies ligeros, en honor
de Patroclo; y el héroe llenóse de boñiga la boca y las narices. El divino y paciente Ulises
le pasó delante y se llevó la craters; y el preclaro Ayante se detuvo, tomó el buey
silvestre, y, asiéndolo por el asta, mientras escupía el estiércol, habló así a los argivos:
782 -¡Oh dioses! Una diosa me.dañó los pies; aquélla que desde antiguo acorre y
favorece a Ulises cual una madre.
784 Así dijo, y todos rieron con gusto. Antíloco recibió, sonriente, el último premio; y
dirigió estas palabras a los argivos:
787-Os diré, argivos, aunque todos lo sabéis, que los dioses honran a los hombres de
más edad, hasta en los juegos. Ayante es un poco mayor que yo; Ulises pertenece a la generación
precedente, a los hombres antiguos, dicen que es ya de edad provecta, pero
vigoroso, y contender con él en la carrera es muy difícil para cualquier aqueo que no sea
Aquiles.
793 Así dijo, ensalzando al Pelida, de pies ligeros. Aquiles respondióle con estas
palabras:
795 -¡Antíloco! No en balde me habrás elogiado, pues añado a tu premio medio talento
de oro.
797 Así diciendo, se to puso en la mano, y Antíloco lo recibió con alegría. Acto
continuo el Pelida sacó y colocó en el circo una larga pica, un escudo y un casco, que
eran las armas que Patroclo había quitado a Sarpedón. Y puesto en pie, dijo a los argivos:
802 Invitemos a los dos varones que sean más esforzados, a que, vistiendo las armas y
asiendo el tajante bronce, pongan a prueba su valor ante el concurso. A1 primero que
logre tocar el gallardo cuerpo de su adversario, le rasguñe el vientre atrevesándole la
armadura y le haga brotar la negra sangre, daréle esta magnífica espada tracia, tachonada
con clavos de plata, que quité a Asteropeo. Ambos campeones se llevarán las restantes
armas y les daremos un espléndido banquete en nuestra tienda.
811 Así dijo. Levantóse en seguida el gran Ayante Telamonio y luego el fuerte
Diomedes Tidida. Tan pronto como se hubieron armado, separadamente de la
muchedumbre, fueron a encontrarse en medio del circo, deseosos de combatir y
mirándose con torva faz; y todos los aqueos se quedaron atónitos. Cuando se hallaron
frente a frente, tres veces se acometieron y tres veces procuraron herirse de cerca. Ayante
dio un bote en el escudo liso del adversario, peor no pudo llegar a su cuerpo, porque la
coraza to impidió. El Tidida intentaba alcanzar con la punta de la luciente lanza el cuello
de aquél, por cima del gran escudo. Y los aqueos, temiendo por Ayante, mandaron que
cesara la lucha y ambos contendientes se llevaran igual premio; pero el héroe dio al
Tidida la gran espada, ofreciéndosela con la vaina y el bien cortado ceñidor.
826 Luego el Pelida sacó la bola de hierro sin bruñir que en otro tiempo lanzaba el
forzudo Eetión: el divino Aquiles, el de los pies ligeros, mató a este príncipe y se llevó en
las naves la bola con otras riquezas. Y, puesto en pie, dijo a los argivos:
831 -¡Levantaos los que hayáis de entrar en esta lucha! La presente bola procurará al
que venciere cuanto hierro necesite durante cinco años, aunque sean muy extensos sus
fértiles campos; y sus pastores y labradores no tendrán que ir por hierro a la ciudad.
836 Así habló. Levantóse en seguida el intrépido Polipetes; después, el vigoroso
Leonteo, igual a un dios; luego, Ayante Telamoníada, y, por fin, el divino Epeo.
Pusiéronse en fila, y el divino Epeo cogió la bola y la arrojó, después de voltearla, y todos
los aqueos se rieron. La tiró el segundo, Leonteo, vástago de Ares. El gran Ayante
Telamonio la despidió también, con su robusta mano, y logró pasar las señales de los
anteriores tiros. Tomóla entonces el intrépido Polipetes y cuanta es la distancia a que
llega el cayado cuando to lanza el pastor y voltea por cima de la vacada, tanto pasó la
bola el espacio del circo; aplaudieron los aqueos, y los amigos del esforzado Polipetes,
levantándose, llevaron a las cóncavas naves el premio que su rey había ganado.
850 Luego sacó Aquiles azulado hierro para los arqueros, colocando en el circo diez
hachas grandes y otras diez pequeñas. Clavó en la arena, a lo lejos, un mástil de navío
después de atar en su punta, por el pie y con delgado cordel, una tímida paloma; a
invitóles a tirarle saetas, diciendo:
855 -El que hiera a la tímida paloma llévese a su casa Codas las hachas grandes; el que
acierte a dar en la cuerda sin tocar al ave, como más inferior, tomará las hachas pequeñas.
859 Así dijo. Levantóse en seguida el robusto caudillo Teucro y luego Meriones,
esforzado escudero de Idomeneo. Echaron dos suertes en un casco de bronce, y,
agitándolas, salió primero la de Teucro. Éste arrojó al momento y con vigor una flecha,
sin ofrecer a Apolo una hecatombe perfecta de corderos primogénitos; y, si bien no tocó
al ave -negóselo Apolo-, la amarga saeta rompió el cordel muy cerca de la pata por la
cual se había atado a la paloma: ésta voló al cielo, el cordel quedó colgando y los aqueos
aplaudieron. Meriones arrebató apresuradamente el arco de las manos de Teucro, acercó a
la cuerda la flecha que de antemano tenía preparada, votó a Apolo sacrificarle una
hecatombe de corderos primogénitos; y, viendo a la tímida paloma que daba vueltas a11á
en lo alto del aire, cerca de las nubes, disparó y le atravesó una de las alas. La flecha vino
al suelo, a los pies de Meriones; y el ave, posándose en el mástil del navío de negra proa,
inclinó el cuello y abatió las tupidas alas, la vida huyó veloz de sus miembros y aquélla
cayó del mástil a lo lejos. La gente lo contemplaba con admiración y asombro. Meriones
tomó, por tanto, todas las diez hachas grandes, y Teucro se llevó a las cóncavas naves las
pequeñas.
884 Luego el Pelida sacó y colocó en el circo una larga pica y una caldera no puesta
aún al fuego, que era del valor de un buey y estaba decorada con flores. Dos hombres
diestros en arrojar la lanza se levantaron: el poderoso Agamenón Atrida y Meriones,
escudero esforzado de Idomeneo. Y el divino Aquiles, el de los pies ligeros, les dijo:
890 -¡Atrida! Pues sabemos cuánto aventajas a todos y que así en la fuerza como en
arrojar la lanza eres el más señalado, toma este premio y vuelve a las cóncavas naves. Y
entregaremos la pica al héroe Meriones, si te place lo que te propongo.
895 Así habló. Agamenón, rey de hombres, no dejó de obedecerle. Aquiles dio a
Meriones la pica de bronce, y el héroe Atrida tomó el magnífico premio y se lo entregó al
heraldo Taltibio.
CANTO XXIV *
Rescate de Héctor
* Los dioses se apiadan de Héctor, y Zeus encarga a Tetis que amoneste a su hijo para que devuelva el
cadáver, a la vez que manda a Priamo, por medio de Iris, que con un solo heraldo vaya con magníficos
presentes a la tienda de Aquileo para rescatar el cuerpo de Héctor. Príamo obedece y parte con el
heraldo ideo y dos carros; antes de llegar al campamento se les aparece Hermes, que los guía hasta la
tienda del héroe; entra Príamo y, echándose a los pies de Aquiles, le dirige la súplica más
conmovedora; Aquiles entrega el cadáver, los dos ancianos lo conducen a Troya y se celebran con toda
solemnidad las honras fúnebres de Héctor, que era el principal sostén de la ciudad asediada.
1 Disolvióse la junta y los guerreros se dispersaron por las veloces naves, tomaron la
cena y se regalaron con el dulce sueño. Aquiles lloraba, acordándose del compañero
querido, sin que el sueño, que todo to rinde, pudiera vencerlo: daba vueltas acá y a11á, y
con amargura traía a la memoria el vigor y gran ánimo de Patroclo, to que de mancomún
con él había llevado al cabo y las penalidades que ambos habían padecido, ora
combatiendo con los hombres, ora surcando las temibles ondas. Al recordarlo,
prorrumpía en abundantes lágrimas; ya se echaba de lado, ya de espaldas, ya de pechos; y
al fin, levantándose, vagaba inquieto por la orilla del mar. Nunca le pasaba inadvertido el
despuntar de la aurora sobre el mar y sus riberas: entonces uncía al carro los ligeros corceles
y, atando al mismo el cadáver de Héctor, arrastrábalo hasta dar tres vueltas al
túmulo del difunto Menecíada; acto continuo volvía a reposar en la tienda, y dejaba el
cadáver tendido de cara al polvo. Mas Apolo, apiadándose del varón aun después de
muerto, le libraba de toda injuria y lo protegía con la égida de oro para que Aquiles no
lacerase el cuerpo mientras lo llevaba por el suelo.
22 De tal manera Aquiles, enojado, insultaba al divino Héctor. Al contemplarlo,
compadecíanse los bienaventurados dioses a instigaban al vigilante Argicida a que
hurtase el cadáver. A todos les gustaba tal propósito, menos a Hera, a Posidón y a la
virgen de ojos de lechuza, que odiaban como antes a la sagrada Ilio, a Príamo y a su
pueblo por la injuria que Alejandro había inferido a las diosas cuando fueron a su cabaña
y declaró vencedora a la que le había ofrecido funesta liviandad. Cuando, después de la
muerte de Héctor, llegó la duodécima aurora, Febo Apolo dijo a los ínmortales:
33 -Sois, oh dioses, crueles y maléficos. ¿Acaso Héctor no quemaba en vuestro honor
muslos de bueyes y de cabras escogidas? Ahora, que ha perecido, no os atrevéis a salvar
el cadáver y ponerlo a la vista de su esposa, de su madre, de su hijo, de su padre Príamo y
del pueblo, que al momento to entregarían a las llamas y le harían honras fúnebres; por el
contrario, oh dioses, queréis favorecer al pernicioso Aquiles, el cual concibe
pensamientos no razonables, tiene en su pecho un ánimo inflexible y medita cosas
feroces, como un león que, dejándose llevar por su gran fuerza y espíritu soberbio, se
encamina a los rebaños de los hombres para aderezarse un festín, de igual modo perdió
Aquiles la piedad y ni siquiera conserva el pudor que tanto favorece o daña a los varones.
Aquél a quien se le muere un ser amado, como el hermano carnal o el hijo, al fin cesa de
llorar y lamentarse, porque las Parcas dieron al hombre un corazón paciente. Mas
Aquiles, después que quitó al divino Héctor la dulce vida, ata el cadáver al carro y lo
arrastra alrededor del túmulo de su compañero querido; y esto ni a aquél le aprovecha, ni
es decoroso. Tema que nos irritemos contra él, aunque sea valiente, porque
enfureciéndose insulta a to que tan sólo es ya insensible tierra.
55 Respondióle irritada Hera, la de los níveos brazos:
56 -Sería como dices, oh tú que llevas arco de plata, si a Aquiles y a Héctor los
tuvierais en igual estima. Pero Héctor fue mortal y diole el pecho una mujer; mientras que
Aquiles es hijo de una diosa a quien yo misma alimenté y crié y casé luego con Peleo,
varón cordialmente amado por los inmortales. Todos los dioses presenciasteis la boda; y
tú pulsaste la cítara y con los demás tuviste parte en el festín; ¡oh amigo de los malos,
siempre pérfido!
64 Replicó Zeus, el que amontona las nubes:
63 -¡Hera! No te irrites tanto contra las deidades. No será el mismo el aprecio en que
los tengamos; pero Héctor era para los dioses, y también para mí, el más querido de
cuantos mortales viven en Ilio, porque nunca se olvidó de dedicamos agradables
ofrendas, jamás mi altar careció ni de libaciones ni de víctimas, que tales son los honores
que se nos deben. Desechemos la idea de robar el cuerpo del audaz Héctor: es imposible
que se haga a hurto de Aquiles, porque siempre, de noche y de día, le acompaña su
madre. Mas, si alguno de los dioses llamase a Tetis para que se me acercara, yo le diría a
ésta lo que fuere oportuno para que Aquiles, recibiendo los dones de Príamo, restituyera
el cadáver.
77 Así se expresó. Levantóse Iris, de pies rápidos como el huracán, para llevar el
mensaje; saltó al negro ponto entre Samos y la escarpada Imbros, y resonó el estrecho. La
diosa se lanzó a lo prófundo, como desciende el plomo asido al cuerno de un buey
montaraz que lleva la muerte a los voraces peces. En la profunda gruta halló a Tetis y a
otras muchas diosas marinas que la rodeaban: la ninfa lloraba, en medio de ellas, la suerte
de su hijo irreprensible, que había de perecer en la fértil Troya, lejos de la patria. Y,
acercándosele Iris, la de los pies ligeros, así le dijo:
88 -Ven, Tetis, pues to llama Zeus, el conocedor de los eternales decretos.
89 Respondióle la diosa Tetis, de argénteos pies:
90 -¿Por qué aquel gran dios me ordena que vaya? Me da vergüenza juntarme con los
inmortales, pues son muchas las penas que conturban mi corazón. Esto no obstante, iré
para que sus palabras no resulten vanas y sin efecto.
93 En diciendo esto, la divina entre las diosas tomó un velo tan obscuro que no había
otro que fuese más negro. Púsose en camino, precedida por la veloz Iris, de pies rápidos
como el viento, y las olas del mar se abrían al paso de ambas deidades. Salieron éstas a la
playa, ascendieron al cielo y hallaron al largovidente Cronida con los demás felices
sempiternos dioses congregados en torno suyo. Sentóse Tetis al lado de Zeus, porque
Atenea le cedió el sitio, y Hera púsole en la mano una copa de oro y la consoló con
palabras. Tetis devolvió la copa después de haber bebido. Y el padre de los hombres y de
los dioses comenzó a hablar de esta manera:
104 -Vienes al Olimpo, oh diosa Tetis, afligida y con el ánimo agobiado por vehemente
pesar. Lo sé. Pero, aun así y todo, voy a decirte por qué to he llamado. Hace nueve días
qúe se suscitó entre los inmortales una contienda acerca del cadáver de Héctor, y de
Aquiles, asolador de ciudades, a instigaban al vigilante Argicida a que hurtase el muerto,
pero yo prefiero dar a Aquiles la gloria de devolverlo, y conservar así tu respeto y
amistad. Ve en seguida al ejército y amonesta a tu hijo. Dile que los dioses están muy
irritados contra él y yo más indignado que ninguno de los inmortales, porque enfureciéndose
retiene a Héctor en las corvas naves y no permite que to rediman; por si,
temiéndome, consiente que el cadáver sea rescatado. Y enviaré la diosa Iris al
magnánimo Príamo para que vaya a las naves de los aqueos y redima a su hijo, llevando a
Aquiles dones que aplaquen su enojo.
120 Así se expresó; y Tetis, la diosa de argénteos pies no fue desobediente. Bajando en
raudo vuelo de las cumbres del Olimpo, llegó a la tienda de su hijo: éste gemía sin cesar,
y sus compañeros se ocupaban diligentemente en preparar la comida, habiendo inmolado
dentro de la tienda una grande y lanuda oveja. La veneranda madre se sentó muy cerca
del héroe, le acarició con la mano y hablóle en estos términos.
128 -¡Hijo mío! ¿Hasta cuándo dejarás que el llanto y la tristeza roan tu corazón, sin
acordarte ni de la comida ni de la cama? Bueno es que goces del amor con una mujer,
pues ya no has de vivir mucho tiempo; la muerte y el hado cruel se te avecinan. Y ahora
préstame atención, pues vengo como mensajera de Zeus. Dice que los dioses están muy
irritados contra ti, y él más indignado que ninguno de los inmortales, porque
enfureciéndote retienes a Héctor en las corvas naves y no permites que lo rediman. Ea,
entrega el cadáver y acepta su rescate.
138 Respondióle Aquiles, el de los pies ligeros:
139 -Sea así. Quien traiga el rescate se lleve el muerto, ya que con ánimo benévolo el
mismo Olímpico lo ha dispuesto.
141 De este modo, dentro del recinto de las naves, pasaban de madre a hijo muchas
aladas palabras. Y en tanto, el Cronida envió a Iris a la sagrada Ilio:
144 -¡Anda, ve, rápida Iris! Deja to asiento del Olimpo, entra en Ilio y di al magnánimo
Príamo que se encamine a las naves de los aqueos y rescate al hijo, Ilevando a Aquiles
Bones que aplaquen su enojo. Vaya solo, sin que ningún troyano se le junte, y
acompáñele un heraldo más viejo que él, para que guíe los mulos y el carro de hermosas
ruedas y conduzca luego a la población el cadáver de aquél a quien mató el divino
Aquiles. Ni la idea de la muerte ni otro temor alguno conturbe su ánimo, pues le daremos
por guía el Argicida, el cual le llevará hasta muy cerca de Aquiles. Y cuando haya
entrado en la tienda del héroe, éste no to matará, a impedirá que los demás to hagan. Pues
Aquiles no es insensato, ni temerario ni perverso, y tendrá buen cuidado de respetar a un
suplicante.
159 Así dijo. Levantóse Iris, la de pies rápidos como el huracán, para llevar el mensaje;
y, en llegando al palacio de Príamo, oyó llantos y alaridos. Los hijos, sentados en el patio
alrededor del padre, bañaban sus vestidos con lágrimas, y el anciano aparecía en medio,
envuelto en un manto muy ceñido, y tenía en la cabeza y en el cuello abundante estiércol
que al revolcarse por el suelo había recogido con sus manos. Las hijas y nueras se
lamentaban en el palacio, recordando los muchos varones esforzados que yacían en la
llanura por haber dejado la vida en manos de los argivos. Detúvose la mensajera de Zeus
cerca de Príamo, y hablándole quedo, mientras al anciano un temblor le ocupaba los
miembros, así le dijo:
171 -Cobra ánimo, Príamo Dardánida, y no te espantes; que no vengo a presagiarte
males, sino a participarte cosas buenas: soy mensajera de Zeus, que, aun estando lejos, se
interesa mucho por ti y te compadece. El Olímpico te manda rescatar al divino Héctor,
llevando a Aquiles dones que aplaquen su enojo. Ve solo, sin que ningún troyano se te
junte, acompañado de un heraldo más viejo que tú, para que guíe los mulos y el carro de
hermosas ruedas, y conduzca luego a la población el cadáver de aquél a quien mató el
divino Aquiles. Ni la idea de la muerte ni otro temor alguno conturbe to ánimo, pues
tendrás por guía el Argicida, el cual te llevará hasta muy cerca de Aquiles. Y cuando
hayas entrado en la tienda del héroe, éste no te matará a impedirá que los demás lo hagan.
Pues Aquiles no es insensato, ni temerario, ni perverso, y tendrá buen cuidado de respetar
a un suplicante.
188 Cuando esto hubo dicho, fuese Iris, la de los pies ligeros. Príamo mandó a sus hijos
que prepararan un carro de mulas, de hermosas ruedas, pusieran encima un arca y la sujetaran
con sogas. Bajó después al perfumado tálamo, que era de cedro, tenía elevado
techo y guardaba muchas preciosidades; y, llamando a su esposa Hécuba, hablóle en
estos términos:
194 -¡Oh infeliz! La mensajera del Olimpo ha venido, por orden de Zeus, a encargarme
que vaya a las naves de los aqueos y rescate al hijo, llevando a Aquiles dones que aplaquen
su enojo. Ea, dime: ¿qué piensas acerca de esto? Pues mi mente y mi corazón me
instigan vivamente a ir a11á, a las naves, al campamento vasto de los aqueos.
200 Así dijo. La mujer prorrumpió en sollozos y respondió diciendo:
201 -¡Ay de mí! ¿Qué es de la prudencia que antes to hizo célebre entre los extranjeros
y entre aquéllos sobre los cuales reinas? ¿Cómo quieres ir solo a las naves de los aqueos
y presentarte ante los ojos del hombre que te mató tantos y tan valientes hijos? De hierro
tienes el corazón. Si ese guerrero cruel y pérfido llega a verte con sus propios ojos y te
coge, ni se apiadará de ti, ni te respetará en lo más mínimo. Lloremos a Héctor desde
lejos, sentados en el palacio; ya que, cuando le di a luz, el hado poderoso hiló de esta
suerte el estambre de su vida: que habría de saciar con su carne a los veloces perros, lejos
de sus padres y junto al hombre violento cuyo hígado ojalá pudiera yo comer hincándole
los dientes. Entonces quedarían vengados los insultos que ha hecho a mi hijo; que éste,
cuando aquél to mató, no se portaba cobardemente, sino que a pie firme defendía a los
troyanos y a las troyanas de profundo seno, no pensando ni en huir ni en evitar el
combate.
217 Contestó el anciano Príamo, semejante a un dios:
218 -No te opongas a mi resolución, ni me seas ave de mal agüero en el palacio. No me
persuadirás. Si me diese la orden uno de los que viven en la tierra, aunque fuera adivino,
arúspice o sacerdote, la creeríamos falsa y desconfiaríamos aún más; pero ahora, como yo
mismo he oído a la diosa y la he visto delante de mí, iré y no serán ineficaces sus palabras.
Y si mi destino es morir en las naves de los aqueos, de broncíneas corazas, to
acepto: máteme Aquiles tan luego como abrace a mi hijo y satisfaga el deseo de llorarle.
228 Dijo, y, levantando las hermosas tapas de las arcas, cogió doce magníficos peplos,
doce mantos sencillos, doce tapetes, doce palios blancos, y otras tantas túnicas. Pesó
luego diez talentos de oro. Y, por fin, sacó dos trípodes relucientes, cuatro calderas y una
magnífica copa que los tracios le dieron cuando fue, como embajador, a su país, y era un
soberbio regalo; pues el anciano no quiso dejarla en el palacio a causa del vehemente
deseo que tenía de rescatar a su hijo. Y volviendo al pórtico, echó afuera a los troyanos,
increpándolos con injuriosas palabras:
239 -¡Idos ya, hombres infames y vituperables! ¿Por ventura no hay llanto en vuestra
casa, que venías a afligirme? ¿O creéis que son pocos los pesares que Zeus Cronida me
envía, con hacerme perder un hijo valiente? También los probaréis vosotros. Muerto él,
será mucho más fácil que los argivos os maten. Pero antes que con estos ojos vea la
ciudad tomada y destruida, descienda yo a la mansión de Hades.
247 Dijo, y con el cetro echó a los hombres. Éstos salieron apremiados por el anciano.
Y en seguida Príamo reprendió a sus hijos Héleno, Paris, Agatón divino, Pamón,
Antífono, Polites valiente en la pelea, Deífobo, Hipótoo y el conspicuo Dío; a los nueve
los increpó y les dio órdenes, diciendo:
253 -¡Daos prisa, malos hijos, ruines! Ojalá que en lugar de Héctor hubieseis muerto
todos en las veleras naves. ¡Ay de mí, desventurado, que engendré hijos valentísimos en
la vasta Troya, y ya puedo decir que ninguno me queda! Al divino Méstor, a Troilo, que
combatía en carro, y a Héctor, que era un dios entre los hombres y no parecía hijo de un
mortal, sino de una divinidad, Ares les dio muerte; y restan los que son indignos,
embusteros, danzarines, señalados únicamente en los coros y hábiles en robar al pueblo
corderos y cabritos. Pero ¿no me prepararéis al instante el carro, poniendo en él todas
estas cosas, para que emprendamos el camino?
263 Así dijo. Ellos, temiendo la reconvención del padre, sacaron un carro de mulas, de
hermosas ruedas, magnífico, recién construido; pusieron encima el arca, que ataron bien;
descolgaron del clavo el corvo yugo de madera de boj, provisto de anillos, y tomaron una
correa de nueve codos que servía para atarlo. Colgaron después el yugo sobre la parte
anterior de la lanza, metieron el anillo en su clavija, y sujetaron a aquél, atándolo con la
correa, a la cual hicieron dar tres vueltas a cada lado y cuyos extremos reunieron en un
nudo. Luego fueron sacando de la cámara y acomodando en el pulimentado carro los
innumerables dones para el rescate de Héctor; uncieron las mulas de tiro, de fuertes
cascos, que en otro tiempo habían regalado los misios a Príamo como espléndido
presente, y acercaron al yugo dos corceles, a los cuales el anciano en persona daba de
comer en pulimentado pesebre.
281 Mientras el heraldo y Príamo, prudentes ambos, uncían los caballos en el alto
palacio, acercóseles Hécuba, con ánimo abatido, llevando en su diestra una copa de oro,
llena de dulce vino, para que hicieran la libación antes de partir; y, deteniéndose delante
del carro, dijo a Príamo:
287 Toma, haz la libación al padre Zeus y suplícale que puedas volver del campamento
de los enemigos a to casa; ya que tu ánimo lo incita a ir a las naves contra mi deseo. Ruega,
pues, al Cronión Ideo, el dios de las sombrías nubes que desde lo alto contempla a
Troya entera, y pídele que haga aparecer a tu derecha su veloz mensajera, el ave que le es
más querida y cuya fuerza es inmensa, para que, en viéndola con tus propios ojos, vayas,
alentado por el agüero, a las naves de los dánaos, de rápidos corceles. Y si el largovidente
Zeus no te enviase su mensajera, yo no te aconsejaría que fueras a las naves de los
argivos por mucho que lo desees.
299 Respondióle Príamo, semejante a un dios:
300 -¡Oh mujer! No dejaré de hacer lo que me recomiendas. Bueno es levantar las
manos a Zeus, para que de nosotros se apiade.
302 Dijo así el anciano, y mandó a la esclava despensera que le diese agua limpia a las
manos. Presentóse la cautiva con una fuente y un jarro. Y Príamo, así que se hubo lavado,
recibió la copa de manos de su esposa; oró, de pie, en medio del patio; libó el vino,
alzando los ojos al cielo, y pronunció estas palabras:
308 -¡Padre Zeus, que reinas desde el Ida, gloriosísimo, máximo! Concédeme que al
llegar a la tienda de Aquiles le sea yo grato y de mí se apiade; y haz que aparezca a mi
derecha to veloz mensajera, el ave que to es más querida y cuya fuerza es inmensa, para
que después de verla con mis propios ojos vaya, alentado por el agüero, a las naves de los
dánaos, de rápidos corceles.
314 Así dijo rogando. Oyóle el próvido Zeus, y al momento envió la mejor de las aves
agoreras, un águila rapaz de color obscuro, conocida con el nombre de percnón. Cuanta
anchura suele tener en la casa de un rico la puerta de la cámara de alto techo, bien
adaptada al marco y asegurada por un cerrojo, tanto espacio ocupaba con sus alas, desde
el uno al otro extremo, el águila que apareció volando a la derecha por cima de la ciudad.
A1 verla, todos se alegraron y la confianza renació en sus pechos.
322 El anciano subió presuroso al carro y to guió a la calle, pasando por el vestíbulo y
el pórtico sonoro. Iban delante las mulas que tiraban del carro de cuatro ruedas, y eran
gobernadas por el prudente Ideo; seguían los caballos que el viejo aguijaba con el látigo
para que atravesaran prestamente la ciudad; y todos los amigos acompañaban al rey,
derramando abundantes lágrimas, como si a la muerte caminara. Cuando hubieron bajado
de la ciudad al campo, hijos y yernos regresaron a Ilio. Mas, al atravesar Príamo y el
heraldo la Ilanura, no dejó de advertirlo el largovidente Zeus, que vio al anciano y se
compadeció de él. Y, llamando en seguida a su hijo Hermes, le habló diciendo:
334 -¡Hermes! Puesto que te es grato acompañar a los hombres y oyes las súplicas del
que quieres, anda, ve y conduce a Príamo a las cóncavas naves aqueas, de suerte que
ningún dánao le vea ni le descubra hasta que haya llegado a la tienda del Pelida.
339 Así habló. El mensajero Argicida no fue desobediente: calzóse al instante los
áureos divinos talares que le llevaban sobre el mar y la tierra inmensa con la rapidez del
viento, y tomó la vara con la cual adormece los ojos de cuantos quiere o despierta a los
que duermen. Llevándola en la mano, el poderoso Argicida emprendió el vuelo, llegó
muy pronto a Troya y al Helesponto, y echó a andar, transfigurado en un joven príncipe a
quien comienza a salir el bozo y está graciosísimo en la flor de la juventud.
349 Cuando Príamo y el heraldo llegaron más allá del gran túmulo de Ilo, detuvieron
las mulas y los caballos para que bebiesen en el río. Ya se iba haciendo noche sobre la
tierra. Advirtió el heraldo la presencia de Hermes, que estaba junto a él, y hablando a
Príamo dijo:
354 -Atiende, Dardánida, pues el lance que se presenta requiere prudencia. Veo a un
hombre y me figuro que al punto nos ha de matar. Ea, huyamos en el carro, o supliquémosle,
abrazando sus rodillas, para ver si se compadece de nosotros.
35d Así dijo. Turbósele al anciano la razón, sintió un gran terror, se le erizó el pelo en
los flexibles miembros y quedó estupefacto. Entonces el benéfico Hermes se llegó al
viejo, tomóle por la mano y le interrogó diciendo:
362 -¿Adónde, padre mío, diriges estos caballos y mulas durante la noche divina,
mientras duermen los demás mortales? ¿No temes a los aqueos, que respiran valor, los
cuales to son malévolos y enemigos y se hallan cerca de nosotros? Si alguno de ellos to
viera conducir tantas riquezas en. esta obscura y rápida noche, ¿qué resolución tomarías?
Tú no eres joven, éste que te acompaña es también anciano, y no podríais rechazar a
quien os ultrajara. Pero yo no te causaré ningún daño y, además, te defendería de cualquier
hombre, porque te encuentro semejante a mi querido padre.
372 Respondióle el anciano Príamo, semejante a un dios:
373 -Así es, como dices, hijo querido. Pero alguna deidad extiende la mano sobre mí,
cuando me hace salir al encuentro un caminante de tan favorable augurio como tú, que
tienes cuerpo y aspecto dignos de admiración y espíritu prudente, y naciste de padres
felices.
378 Díjole a su vez el mensajero Argicida:
379 -Sí, anciano, oportuno es cuanto acabas de decir. Pero, ea, habla y dime con
sinceridad: ¿mandas a gente extraña tantas y tan preciosas riquezas a fin de ponerlas en
cobro; o ya todos abandonáis, amedrentados, la sagrada Ilio, por haber muerto el varón
más fuerte, to hijo, que a ninguno de los aqueos cedía en el combate?
386 Contestóle el anciano Príamo, semejante a un dios:
387 -¿Quién eres, hombre excelente, y cuáles los padres de que naciste, que con tanta
oportunidad has mencionado la muerte de mi hijo infeliz?
389 Replicó el mensajero Argicida:
390 -Me quieres probar, oh anciano, y por eso me hablas del divino Héctor. Muchas
veces le vieron estos ojos en la batalla, donde los varones se hacen ilustres, y también
cuando llegó a las naves matando argivos, a quienes hería con el agudo bronce. Nosotros
le admirábamos sin movernos, porque Aquiles estaba irritado contra el Atrida y no nos
dejaba pelear. Pues yo soy servidor de Aquiles, con quien vine en la misma nave bien
construida; desciendo de mirmidones y tengo por padre a Políctor, que es rico y anciano
como tú. Soy el más joven de sus siete hijos y, como lo decidiéramos por suerte, tocóme
a mí acompañar al héroe. Y ahora he venido de las naves a la llanura, porque mañana los
aqueos, de ojos vivos, presentarán batalla en los contornos de la ciudad: se aburren de
estar ociosos, y los reyes aqueos no pueden contener su impaciencia por entrar en
combate.
405 Respondióle el anciano Príamo, semejante a un dios:
406 -Si eres servidor del Pelida Aquiles, ea, dime toda la verdad: ¿mi hijo yace aún
cerca de las naves, o Aquiles lo ha desmembrado y entregado a sus perros?
410 Contestóle el mensajero Argicida:
411 -¡Oh anciano! Ni los perros ni las aves lo han devorado, y todavía yace junto a la
nave de Aquiles, dentro de la tienda. Doce días lleva de estar tendido, y ni el cuerpo se
pudre, ni lo comen los gusanos que devoran a los hombres muertos en la guerra. Cuando
apunta la divinal aurora, Aquiles lo arrastra sin piedad alrededor del túmulo de su compañero
querido; pero ni aun así lo desfigura, y tú mismo, si a él te acercaras, lo admirarías
de ver cuán fresco está: la sangre le ha sido lavada, no presenta mancha alguna, y cuantas
heridas recibió -pues fueron muchos los que le envasaron el bronce- todas se han cerrado.
De tal modo los bienaventurados dioses cuidan de to buen hijo, aun después de muerto,
porque era muy caro a su corazón.
424 Así habló. Alegróse el anciano, y respondió diciendo:
425 -¡Oh hijo! Bueno es ofrecer a los inmortales los debidos dones. jamás mi hijo, si no
ha sido un sueño que haya existido, olvidó en el palacio a los dioses que moran en el
Olimpo, y por esto se acordaron de él en el fatal trance de la muerte. Mas, ea, recibe de
mis manos esta linda copa, para que la guardes, y guíame con el favor de los dioses hasta
que llegue a la tienda del Pelida.
432 Díjole a su vez el mensajero Argicida:
433 -Quieres tentarme, anciano, porque soy más joven; pero no me persuadirás con tus
ruegos a que acepte el regalo sin saberlo Aquiles. Le temo y me da mucho miedo defraudarle:
no fuera que después se me siguiese algún daño. Pero te acompañaría
cuidadosamente en una velera nave o a pie, aunque fuera hasta la famosa Argos, y nadie
osaría acometerte, despreciando al guía.
440 Dijo; y, subiendo el benéfico Hermes al carro, recogió al instante el látigo y las
riendas a infundió gran vigor a los corceles y mulas. Cuando llegaron al foso y a las
torres que protegían las naves, los centinelas comenzaban a preparar la cena, y el
mensajero Argicida los adormeció a todos; en seguida abrió la puerta, descorriendo los
cerrojos, a introdujo a Príamo y el carro que llevaba los espléndidos regalos. Llegaron,
por fin, a la elevada tienda que los mirmidones habían construido para el rey con troncos
de abeto, cubriéndola con un techo inclinado de frondosas cañas que cortaron en la
pradera; rodeábala una gran cerca de muchas estacas y tenía la puerta asegurada por una
barra de abeto que quitaban o ponían tres aqueos juntos, y sólo Aquiles la descorna sin
ayuda. Entonces el benéfico Hermes abrió la puerta a introdujo al anciano y los presentes
para el Pelida, el de los pies ligeros. Y apeándose del carro, dijo a Príamo:
460 -¡Oh anciano! Yo soy un dios inmortal, soy Hermes; y mi padre me envió para que
fuese tu guía. Me vuelvo antes de llegar a la presencia de Aquiles, pues sería indecoroso
que un dios inmortal se tomara públicamente tanto interés por los mortales. Entra tú,
abraza las rodillas del Pelida y suplícale por su padre, por su madre de hermosa cabellera
y por su hijo, para que conmuevas su corazón.
468 Cuando esto hubo dicho, Hermes se encaminó al vasto Olimpo. Príamo saltó del
carro a tierra, dejó a Ideo con el fin de que cuidase de los caballos y mulas, y fue derecho
a la tienda en que moraba Aquiles, caro a Zeus. Hallóle dentro y sus amigos estaban
sentados aparte; sólo dos de ellos, el héroe Automedonte y Álcimo, vástago de Ares, le
servían, pues acababa de cenar; y, si bien ya no comía ni bebía, aun la mesa continuaba
puesta. El gran Príamo entró sin ser visto, acercóse a Aquiles, abrazóle las rodillas y besó
aquellas manos terribles, homicidas, que habían dado muerte a tantos hijos suyos. Como
quedan atónitos los que, hallándose en la casa de un rico, ven llegar a un hombre que,
poseído de la cruel Ofuscación, mató en su patria a otro varón y ha emigrado a país
extraño, de igual manera asombróse Aquiles de ver al deiforme Príamo; y los demás se
sorprendieron también y se miraron unos a otros. Y Príamo suplicó a Aquiles,
dirigiéndole estas palabras:
486 Acuérdate de tu padre, Aquiles, semejante a los dioses, que tiene la misma edad
que yo y ha llegado al funesto umbral de la vejez. Quizá los vecinos circunstantes le
oprimen y no hay quien te salve del infortunio y de la ruina; pero al menos aquél,
sabiendo que tú vives, se alegra en su corazón y espera de día en día que ha de ver a su
hijo, llegado de Troya. Mas yo, desdichadísimo, después que engendré hijos excelentes
en la espaciosa Troya, puedo decir que de ellos ninguno me queda. Cincuenta tenía
cuando vinieron los aqueos: diez y nueve procedían de un solo vientre; a los restantes
diferentes mujeres los dieron a luz en el palacio. A los más el furibundo Ares les quebró
las rodillas; y el que era único para mí, pues defendía la ciudad y sus habitantes, a ése tú
to mataste poco ha, mientras combatía por la patria, a Héctor, por quien vengo ahora a las
naves de los aqueos, a fin de redimirlo de ti, y traigo un inmenso rescate. Pero, respeta a
los dioses, Aquiles, y apiádate de mí, acordándote de to padre; que yo soy todavía más
digno de piedad, puesto que me atreví a lo que ningún otro mortal de la tierra: a llevar a
mi boca la mano del hombre matador de mis hijos.
507 Así habló. A Aquiles le vino deseo de llorar por su padre; y, asiendo de la mano a
Príamo, apartóle suavemente. Entregados uno y otro a los recuerdos, Príamo, caído a los
pies de Aquiles, lloraba copiosamente por Héctor, matador de hombres; y Aquiles lloraba
unas veces a su padre y otras a Patroclo; y el gemir de entrambos se alzaba en la tienda.
Mas así que el divino Aquiles se hartó de llanto y el deseo de sollozar cesó en su alma y
en sus miembros, alzóse de la silla, tomó por la mano al viejo para que se levantara, y,
mirando compasivo su blanca cabeza y su blanca barba, díjole estas aladas palabras:
518 -¡Ah, infeliz! Muchos son los infortunios que tu ánimo ha soportado. ¿Cómo osaste
venir solo a las naves de los aqueos, a los ojos del hombre que te mató tantos y tan
valientes hijos? De hierro tienes el corazón. Mas, ea, toma asiento en esta silla; y, aunque
los dos estamos afligidos, dejemos reposar en el alma las penas, pues el triste llanto para
nada aprovecha. Los dioses destinaron a los míseros mortales a vivir en la tristeza, y sólo
ellos están descuitados. En los umbrales del palacio de Zeus hay dos toneles de dones que
el dios reparte: en el uno están los males y en el otro los bienes. Aquél a quien Zeus, que
se complace en lanzar rayos, se los da mezclados, unas veces topa con la desdicha y otras
con la buena ventura; pero el que tan sólo recibe penas vive con afrenta, una gran hambre
le persigue sobre la divina tierra y va de un lado para otro sin ser honrado ni por los
dioses ni por los hombres. Así las deidades hicieron a Peleo claros dones desde su
nacimiento: aventajaba a los demás hombres en felicidad y riqueza, reinaba sobre los
mirmidones, y, siendo mortal, le dieron por mujer una diosa. Pero también la divinidad le
impuso un mal: que no tuviese hijos que reinaran luego en el palacio. Tan sólo engendró
uno, a mí, cuya vida ha de ser breve; y no le cuido en su vejez, porque permanezco en
Troya, muy lejos de la patria, para contristarte a ti y a tus hijos. Y dicen que también tú,
oh anciano, fuiste dichoso en otro tiempo; y que en el espacio que comprende Lesbos,
donde reinó Mácar, y más arriba la Frigia hasta el Helesponto inmenso, descollabas entre
todos por tu riqueza y por to prole. Mas, desde que los dioses celestiales to trajeron esta
plaga, sucédense alrededor de la ciudad las batallas y las matanzas de hombres. Súfrelo
resignado y no dejes que de to corazón se apodere incesante pesar, pues nada conseguirás
afligiéndote por to hijo, ni lograrás que se levante, antes tendrás que padecer un nuevo
mal.
552 Respondió en seguida el anciano Príamo, semejante a un dios:
553 -No me hagas sentar en esta silla, alumno de Zeus, mientras Héctor yace insepulto
en la tienda. Entrégamelo cuanto antes para que lo contemple con mis ojos, y tú recibe el
cuantioso rescate que te traemos. Ojalá puedas disfrutar de él y volver al patrio suelo, ya
que ahora me has dejado vivir y ver la luz del sol.
559 Mirándole con torva faz, le dijo Aquiles, el de los pies ligeros:
56o -¡No me irrites más, oh anciano! Tengo acordado entregarte a Héctor, pues para
ello Zeus me envió como mensajera la madre que me dio a luz, la hija del anciano del
mar. Comprendo también, oh Príamo, y no se me oculta, que un dios te trajo a las veleras
naves de los aqueos; porque ningún mortal, aunque estuviese en la flor de la juventud, se
atrevería a venir al ejército, ni entraría sin ser visto por los centinelas, ni desatrancana con
facilidad nuestras puertas. Absténte, pues, de exacerbar los dolores de mi corazón; no sea
que a ti, oh anciano, no to respete en mi tienda, aunque siendo mi suplicante, y viole las
órdenes de Zeus.
571 Así dijo. El anciano sintió temor y obedeció el mandato. El Pelida, saltando como
un león, salió de la tienda, y no se fue solo, pues le siguieron dos de sus servidores: el
héroe Automedonte y Álcimo, que eran los compañeros a quienes más apreciaba desde
que había muerto Patroclo. En seguida desengancharon caballos y mulas, introdujeron el
heraldo, vocero del anciano, haciéndole sentar en una silla, y quitaron del lustroso carro
los inmensos rescates de la cabeza de Héctor. Tan sólo dejaron dos mantos y una túnica
bien tejida, para envolver el cadáver antes que lo entregara para que lo llevasen a casa.
Aquiles llamó entonces a las esclavas y les mandó que lo lavaran y ungieran,
trasladándolo a otra parte para que Príamo no viese a su hijo; no fuera que, afligiéndose
al verlo, no pudiese reprimir la cólera en su pecho a irritase el corazón de Aquiles, y éste
lo matara, quebrantando las órdenes de Zeus. Lavado ya y ungido con aceite, las esclavas
lo cubrieron con la túnica y el hermoso palio, después el mismo Aquiles lo levantó y
colocó en un lecho, y por fin los compañeros lo subieron al lustroso carro. Y el héroe
suspiró y dijo, nombrando a su amigo:
592 -No te enojes conmigo, oh Patroclo, si en el Hades te enteras de que he entregado
el divino Héctor a su padre; pues me ha traído un rescate digno, y de él te dedicaré la
debida parte.
596 Habló así el divino Aquiles y volvió a la tienda. Sentóse en la silla, labrada con
mucho arte, de que antes se había levantado y que se hallaba adosada al muro, y en
seguida dirigió a Príamo estas palabras:
599 -Tu hijo, oh anciano, rescatado está, como pedías: yace en un lecho, y al despuntar
la aurora podrás verlo y llevártelo. Ahora pensemos en cenar, pues hasta Níobe, la de
hermosas trenzas, se acordó de tomar alimento cuando en el palacio murieron sus dos
vástagos: seis hijas y seis hijos florecientes. A éstos Apolo, airado contra Níobe, los mató
disparando el arco de plata; a aquéllas dioles muerte Ártemis, que se complace en tirar
flechas; porque la madre osaba compararse con Leto, la de hermosas mejillas, y decía que
ésta sólo había dado a luz dos hijos, y ella había tenido muchos; y los de la diosa, no
siendo más que dos, acabaron con todos los de Níobe. Nueve días permanecieron
tendidos en su sangre, y no hubo quien los enterrara porque el Cronión a la gente la había
vuelto de piedra; pero, al llegar el décimo, los dioses celestiales los sepultaron. Y Níobe,
cuando se hubo cansado de llorar, pensó en el alimento. Hállase actualmente en las rocas
de los montes yermos de Sípilo, donde, según dice, están las grutas de las ninfas que
bailan junto al Aqueloo, y aunque convertida en piedra, devora aún los dolores que las
deidades le causaron. Mas, ea, divino anciano, cuidemos también nosotros de comer, y
más tarde, cuando hayas transportado el hijo a Ilio, podrás hacer llanto sobre el mismo, y
será por ti muy llorado.
626 En diciendo esto, el veloz Aquiles levantóse y degolló una blanca oveja; sus
compañeros la desollaron y prepararon bien como era debido; la descuartizaron con arte,
y, cogiendo con pinchos los pedazos, los asaron cuidadosamente y los retiraron del fuego.
Automedonte repartió pan en hermosas cestas, y Aquiles distribuyó la carne. Ellos
alargaron la diestra a los manjares que tenían delante; y, cuando hubieron satisfecho el
deseo de comer y de beber, Príamo Dardánida admiró la estatura y el aspecto de Aquiles,
pues el héroe parecía un dios; y, a su vez, Aquiles admiró a Príamo Dardánida, contemplando
su noble rostro y escuchando sus palabras. Y, cuando se hubieron deleitado,
mirándose el uno al otro, el anciano Príamo, semejante a un dios, dijo el primero:
635 -Mándame ahora, sin tardanza, a la cama, oh alumno de Zeus, para que,
acostándonos, gocemos del dulce sueño. Mis ojos no se han cerrado desde que mi hijo
murió a tus manos, pues continuamente gimo y devoro innumerables congojas,
revolcándome por el estiércol en el recinto del patio. Ahora he probado la comida y
rociado con el negro vino la garganta, pues desde entonces nada había probado.
643 Dijo. Aquiles mandó a sus compañeros y a las esclavas que pusieran camas debajo
del pórtico, las proveyesen de hermosos cobertores de púrpura, extendiesen sobre ellos
tapetes y dejasen encima afelpadas túnicas para abrigarse. Las esclavas salieron de la
tienda llevando antorchas en sus manos, y aderezaron diligentemente dos lechos. Y
Aquiles, el de los pies ligeros, chanceándose, dijo a Príamo:
650 -Acuéstate fuera de la tienda, anciano querido; no sea que alguno de los caudillos
aqueos venga, como suelen, a consultarme sobre sus proyectos; si alguno de ellos lo viera
durante la veloz y obscura noche, podría decirlo en seguida a Agamenón, pastor de
pueblos, y quizás se diferina la entrega del cadáver. Mas, ea, habla y dime con sinceridad
durante cuántos días quieres hacer honras al divino Héctor, para, mientras tanto,
permanecer yo mismo quieto y contener el ejército.
659 Respondióle en seguida el anciano Príamo, semejante a un dios:
660 -Si quieres que yo pueda celebrar los funerales del divino Héctor, haciendo lo que
voy a decirte, oh Aquiles, me dejarías complacido. Ya sabes que vivimos encerrados en
la ciudad; y la leña hay que traerla de lejos, del monte, y los troyanos tienen mucho
miedo. Durante nueve días to lloraremos en el palacio, el décimo to sepultaremos y el
pueblo celebrará el banquete fúnebre, el undécimo le erigiremos un túmulo y el
duodécimo volveremos a pelear, si necesario fuere.
668 Contestóle el divino Aquiles, el de los pies ligeros:
669 -Se hará como dispones, anciano Príamo, y suspenderé la guerra tanto tiempo como
me pides.
671 Así, pues, diciendo, estrechó por el puño la diestra del anciano para que no sintiera
en su alma temor alguno. El heraldo y Príamo, prudentes ambos, se acostaron, a11í en el
vestíbulo de la mansión. Aquiles durmió en el interior de la tienda, sólidamente
construida, y a su lado descansó Briseide, la de hermosas mejillas.
677 Las demás deidades y los hombres que combaten en carros durmieron toda la
noche, vencidos del dulce sueño; pero éste no se apoderó del benéfico Hermes, que
meditaba cómo sacaría del recinto de las naves al rey Príamo sin que lo advirtiesen los
sagrados guardianes de las puertas. E, inclinándose sobre la cabeza del rey, así le dijo:
683 -¡Oh anciano! No te inquieta el peligro cuando duermes así, en medio de los
enemigos, después que Aquiles te ha respetado. Acabas de rescatar a tu hijo, dando
muchos presentes; pero los otros hijos que a11á se quedaron tendrían que dar tres veces
más para redimirte vivo, si llegaran a descubrirte Agamenón Atrida y los aqueos todos.
689 Así dijo. El anciano sintió temor y despertó al heraldo. Hermes unció caballos y
mulas, y acto continuo los guió por entre el ejército sin que nadie to advirtiera.
692 Mas, al llégar al vado del vorraaginoso Janto, río de hermosa corriente que el
inmortal Zeus había engrendrado, Hermes se fue al vasto Olimpo. La Aurora de
azafranado velo se esparcía por toda la tierra, cuando ellos, gimiendo y lamentándose,
guiaban los corceles hacia la ciudad, y les seguían las mulas con el cadáver. Ningún
hombre ni mujer de hermosa cintura los vio llegar antes que Casandra, semejante a la
áurea Afrodita; pues, subiendo a Pérgamo, distinguió el carro y en él a su padre y al
heraldo, pregonero de la ciudad, y vio detrás a Héctor, tendido en un lecho que las mulas
conducían. En seguida prorrumpió en sollozos y fue clamando por toda la ciudad:
704 -Venid a ver a Héctor, troyanos y troyanas, si otras veces os alegrasteis de que
volviese vivo del combate; pues era el regocijo de la ciudad y de todo el pueblo.
707 Así dijo, y ningún hombre ni mujer se quedó allí, en la ciudad. Todos sintieron
intolerable congoja y fueron a juntarse cerca de las puertas con el que les traía el cadáver.
La esposa querida y la veneranda madre, echándose las primeras sobre el carro de
hermosas ruedas y tocando con sus manos la cabeza de Héctor, se arrancaban los
cabellos; y la turba las rodeaba llorando. Y hubieran permanecido delante de las puertas
todo el día, hasta la puesta del sol, derramando lágrimas por Hector, si el anciano no les
hubiese dicho desde el carro:
716 -Haceos a un lado para que yo pase con las mulas; y, una vez to haya conducido al
palacio, os hartaréis de llanto.
718 Así habló; y ellos, apartándose, dejaron que pasara el carro. Dentro ya del
magnífico palacio, pusieron el cadáver en torneado lecho a hicieron sentar a su alrededor
cantores que preludiaban el treno: éstos cantaban dolientes querellas, y las mujeres
respondían con gemidos. Y en medio de ellas Andrómaca, la de níveos brazos, que
sostenía con las manos la cabeza de Héctor, matador de hombres, dio comienzo a las
lamentaciones exclamando:
725 -¡Marido! Saliste de la vida cuando aún eras joven, y me dejas viuda en el palacio.
El hijo que nosotros ¡infelices! hemos engendrado es todavía infante y no creo que llegue
a la mocedad; antes será la ciudad arruinada desde su cumbre, porque has muerto tú que
eras su defensor, el que la salvaba, el que protegía a las venerables matronas y a los
tiernos infantes. Pronto se las llevarán en las cóncavas naves y a mí con ellas. Y tú, hijo
mío, o me seguirás y tendrás que ocuparte en oficios viles, trabajando en provecho de un
amo cruel; o algún aqueo to cogerá de la mano y to arrojará de lo alto de una torre,
¡muerte horrenda!, irritado porque Héctor le matara el hermano, el padre o el hijo; pues
muchos aqueos mordieron la vasta tierra a manos de Héctor. No era blando tu padre en la
funesta batalla, y por esto le lloran todos en la ciudad. ¡Oh Héctor! Has causado a tus
padres llanto y dolor indecibles, pero a mí me aguardan las penas más graves. Ni siquiera
pudiste, antes de morir, tenderme los brazos desde el lecho, ni hacerme saludables
advertencias que hubiera recordado siempre, de noche y de día, con lágrimas en los ojos.
746 Así dijo llorando, y las mujeres gimieron. Y entre ellas, Hécuba empezó a su vez el
funeral lamento:
748 -¡Héctor, el hijo más amado de mi corazón! No puede dudarse de que en vida
fueras caro a los dioses, pues no se olvidaron de ti en el fatal trance de la muerte. Aquiles,
el de los pies ligeros, a los demás hijos míos que logró coger vendiólos al otro lado del
mar estéril, en Samos, Imbros o Lemnos, de escarpada costa; a ti, después de arrancarte el
alma con el bronce de larga punta, lo arrastraba muchas veces en torno del sepulcro de su
compañero Patroclo, a quien mataste, mas no por esto resucitó a su amigo. Y ahora yaces
en el palacio, tan fresco como si acabaras de morir y semejante al que Apolo, el del
argénteo arco, mata con sus suaves flechas.
760 Así habló, derramando lágrimas, y excitó en todos vehemente llanto. Y Helena fue
la tercera en dar principio al funeral lamento:
762 -¡Héctor, el cuñado más querido de mi corazón! Mi marido, el deiforme Alejandro,
me trajo a Troya, ¡ojalá me hubiera muerto antes!; y en los veinte años que van
transcurridos desde que vine y abandoné la patria, jamás he oído de to boca una palabra
ofensiva o grosera; y si en el palacio me increpaba alguno de los cuñados, de las cuñadas
o de las esposas de aquéllos, o la suegra -pues el suegro fue siempre cariñoso como un
padre-, contenías su enojo aquietándolos con tu afabilidad y tus suaves palabras. Con el
corazón afligido lloro a la vez por ti y por mí, desgraciada; que ya no habrá en la vasta
Troya quien me sea benévolo ni amigo, pues todos me detestan.
776 Así dijo llorando, y la inmensa muchedumbre prorrumpió en gemidos. Y el
anciamo Príamo dijo al pueblo:
778 -Ahora, troyanos, traed leña a la ciudad y no temáis ninguna emboscada por parte
de los argivos; pues Aquiles, al despedirme en las negras naves, me prometió no causarnos
daño hasta que llegue la duodécima aurora.
782 Así dijo. Pronto la gente del pueblo, unciendo a los carros bueyes y mulas, se
reunió fuera de la ciudad. Por espacio de nueve días acarrearon abundante leña; y, cuando
por décima vez apuntó la aurora, que trae la luz a los mortales, sacaron llorando el
cadáver del audaz Héctor, lo pusieron en lo alto de la pira y le prendieron fuego.
788 Mas, así que se descubrió la hija de la mañana, la Aurora de rosáceos dedos,
congregóse el pueblo en torno de la pira del ilustre Héctor. Y cuando todos acudieron y
se hubieron reunido, apagaron con negro vino la parte de la pira a que la violencia del
fuego había alcanzado; y seguidamente los hermanos y los amigos, gimiendo y
corriéndoles las lágrimas por las mejillas, recogieron los blancos huesos y los colocaron
en una urna de oro, envueltos en fino velo de púrpura. Depositaron la urna en el hoyo,
que cubrieron con muchas y grandes piedras, y erigieron el túmulo. Habían puesto
centinelas por todos lados, para no ser sorprendidos si los aqueos, de hermosas grebas,
los acometían. Levantado el túmulo, volviéronse; y, reunidos después en el palacio del
rey Príamo, alumno de Zeus, celebraron un espléndido banquete fúnebre.
804 Así hicieron las honras de Héctor, domador de caballos.
FIN DE ILÍADA