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LAS ENSEÑANZAS DE DON JUAN

 

(Una forma Yaqui de conocimiento)

 

 

 

 

Carlos Castaneda

 

 

 

 

 

 

 



 

 


Índice

 

 

Introducción................................................................................................................ 2

 

Las enseñanzas

Capítulo I ................................................................................................................... 6

Capítulo II ................................................................................................................ 10

Capítulo III ............................................................................................................... 16

Capítulo IV ............................................................................................................... 28

Capítulo V ............................................................................................................... 34

Capítulo VI ............................................................................................................... 40

Capítulo VII .............................................................................................................. 43

Capítulo VIII ............................................................................................................. 48

Capítulo IX ............................................................................................................... 51

Capítulo X ............................................................................................................... 54

Capítulo XI ............................................................................................................... 59

 

INTRODUCCIÓN

 

DURANTE el verano de 1960, siendo estudiante de antro­pología en la Universidad de California, los Ángeles, hice varios viajes al suroeste para recabar información sobre las plantas medicinales usadas por los indios de la zona. Los hechos que aquí describo empezaron durante uno de mis viajes. Esperaba yo un autobús Greyhound en un pueblo fronterizo, platicando con un amigo que había sido mi guía y ayudante en la investigación. De pronto se inclinó hacia mí y dijo que el hombre sentado junto a la ventana, un indio viejo de cabello blanco, sabía mucho de plantas, del peyote sobre todo. Pedía mi amigo presentarme a ese hombre.

Mi amigo lo saludó, luego se acercó a darle la mano. Después de que ambos hablaron un rato, mi amigo me hizo seña de unírmeles, pero inmediatamente me dejó solo con el viejo, sin molestarse siquiera en presentarnos. El no se sintió incomodado en lo más mínimo. Le dije mi nombre y él respondió que se llamaba Juan y que estaba a mis órdenes. Me hablaba de "usted". Nos dimos la mano por iniciativa mía y luego permanecimos un tiempo callados. No era un silencio tenso, sino una quietud natural y rela­jada por ambas partes. Aunque las arrugas de su rostro moreno y de su cuello revelaban su edad, me fijé en que su cuerpo era ágil y musculoso.

Le dije que me interesaba obtener informes sobre plantas medicinales. Aunque de hecho mi ignorancia con respecto al peyote era casi total, me descubrí fingiendo saber mucho, e incluso insinuando que tal vez le conviniera platicar con­migo. Mientras yo parloteaba así, él asentía despacio y me miraba, pero sin decir nada. Esquivé sus ojos y terminamos por quedar los dos en silencio absoluto. Finalmente, tras lo que pareció un tiempo muy largo, don Juan se levantó y miró por la ventana. Su autobús había llegado. Dijo adiós y salió de la terminal.

Me molestaba haberle dicho tonterías, y que esos ojos notables hubieran visto mi juego. Al volver, mi amigo trató de consolarme por no haber logrado algo de don Juan. Explicó que el viejo era a menudo callado o evasivo; pero el efecto inquietante de ese primer encuentro no se disipó con facilidad.

Me propuse averiguar dónde vivía don Juan, y más tarde lo visité varias veces. En cada visita intenté llevarlo a ha­blar del peyote, pero sin éxito. No obstante, nos hicimos muy buenos amigos, y mi investigación científica fue rele­gada, o al menos reencaminada por cauces que se hallaban mundos aparte de mi intención original.

El amigo que me presentó a don Juan explicó más tarde que el viejo no era originario de Arizona, donde nos conocimos, sino un indio yaqui de Sonora.

Al principio vi a don Juan simplemente, como un hom­bre algo peculiar que sabía mucho sobre el peyote y que hablaba el español notablemente bien. Pero la gente con quien vivía lo consideraba dueño de algún "saber secre­to", lo creía "brujo". Como se sabe, la palabra denota esen­cialmente a una persona que, posee poderes extraordinarios, por lo general malignos.

Después de todo un año de conocernos, don Juan fue franco conmigo. Un día me explicó que poseía ciertos conocimientos recibidos de un maestro, un "benefactor como él lo llamaba, que lo había dirigido en una especie de aprendizaje. Don Juan, a su vez, me había escogido como aprendiz, pero me advirtió que yo debería comprome­terme a fondo, y que el proceso era largo y arduo.

Al describir a su maestro, don Juan usó la palabra "dia­blero". Más tarde supe que ése es un término usado sólo por los indios de Sonora. Denota a una persona malvada que practica la magia negra y puede transformarse en ani­mal: en pájaro, perro, coyote o cualquier otra criatura. En una de mis visitas a Sonora tuve una experiencia pecu­liar que ilustraba el sentir de los indios hacia los diableros. Iba yo conduciendo un auto de noche, en compañía de dos amigos indios, cuando vi a un animal, al parecer un perro, cruzar la carretera. Uno de mis compañeros dijo que no era un perro, sino un coyote enorme. Disminuí la velocidad, y me acerqué a la cuneta para verlo bien. Permaneció unos cuantos segundos más al alcance de los faros y luego corrió a adentrarse en el chaparral. Era sin duda un coyote, pero del doble del tamaño ordinario. Hablando excitadamente, mis amigos convinieron en que era un animal muy fuera de lo común, y uno de ellos indicó que podía tratarse de un diablero. Decidí relatar aquella experiencia para interrogar a los indios de aquella zona sobre sus creencias en cuanto a la existencia de los diableros. Hablé con muchas personas, contando la anécdota y haciendo preguntas. Las tres conver­saciones siguientes indican sus creencias al respecto.

 

‑¿Crees que era un coyote, Choy? ‑pregunté a un joven después de que oyó la historia.

‑Quién sabe. Un perro, de seguro. Demasiado grande para coyote.

‑¿Crees que pudo ser un diablero?

‑Esos son puros cuentos. Esas cosas no existen.

‑¿Por qué dices eso, Choy?

‑La gente se imagina cosas. Te apuesto a que si hubieran cogido al animal habrían visto que era un perro. Una vez tenía yo que hacer un trabajo en otro pueblo, y me levanté antes del amanecer y ensillé un caballo. De ida, me encontré en el camino con una sombra oscura que parecía un animal enorme. Mi caballo se encabritó y me tiró de la silla. Yo también casi me muero del susto, pero resultó que la sombra era una mujer que iba caminando al pueblo.

‑¿O sea, Choy, que no crees que existan los diableros?

‑¡Diableros! ¿Qué es un diablero? ¡Dime qué es un diablero!

‑No sé, Choy. Manuel iba conmigo esa noche y dijo que el coyote podría haber sido un diablero. ¿Tú no puedes decirme qué es un diablero?

‑Dizque un diablero es un brujo que cambia de forma y toma la que quiere. Pero todo el mundo sabe que eso es puro cuento. Los viejos de aquí están llenos de historias sobre diableros. No las vas a hallar entre nosotros los más jóvenes.

 

‑¿Qué clase de animal piensa usted que fue, doña Luz? ‑pregunté a una mujer de edad madura.

‑Eso sólo Dios lo sabe, pero creo que no era un co­yote. Hay cosas que parecen coyotes, pero no son. ¿Iba corriendo el coyote, o estaba comiendo?

‑Estuvo inmóvil casi todo el tiempo, pero creo que cuando lo vi al principio estaba comiendo algo.

‑¿Está usted seguro de que no llevaba nada en el hocico?

‑A lo mejor sí. Pero dígame, ¿tendría eso algo que ver?

‑Sí, si tendría. Si llevaba algo en el hocico, no era un coyote.

‑¿Qué era entonces?

‑Era un hombre o una mujer.

‑¿Cómo se llaman esas personas, doña Luz?

No respondió. La interrogué un rato más, pero sin éxito. Finalmente dijo no saber. Le pregunté si aquellas personas se llamaban diableros, y respondió que "diablero" era uno de los nombres que se les daban.

‑¿Conoce usted a algún diablero? ‑pregunté.

‑Conocí a una mujer ‑dijo‑. La mataron. Eso pasó cuando yo era niña. Dizque la mujer se convertía en perra. Y cierta noche una perra entró en la casa de un blanco a robar queso. El blanco la mató con una escopeta, y en el mismo instante en que la perra murió en la casa del blanco, la mujer murió en su choza. Sus parientes se juntaron y fueron al blanco a exigirle pago. El blanco les pagó buen dinero por haber matado a la mujer.

‑¿Cómo pudieron exigirle pago si sólo mató un perro?

‑Dijeron que el blanco sabía que no era perro, porque había otros hombres con él y todos vieron que el animal se paró en dos patas, como gente, para alcanzar el queso, que estaba en una bandeja colgada del techo. Los hombres estaban esperando al ladrón porque todas las noches le ro­baban queso al blanco. Así que el blanco mató al ladrón sabiendo que no era perro.

‑¿Hay muchos diableros en estos días, doña Luz?

‑Esas cosas son muy secretas. Dicen que ya no hay dia­bleros, pero yo lo dudo, porque alguien de la familia del diablero tiene que aprender lo que el diablero sabe. Los dia­bleros tienen sus propias leyes, y una de ellas es que un diablero debe enseñar sus secretos a algún pariente suyo.

 

‑¿Qué cree que era el animal, don Genaro? ‑pregunté a un hombre muy anciano.

‑Un perro de algún rancho de por ahí. ¿Qué otra cosa?

‑¡Podría haber sido un diablero!

‑¿Un diablero? ¡Está loco! No hay diableros.

‑¿Quiere usted decir que ya no hay, o que nunca hubo?

‑En un tiempo sí hubo. Es cosa sabida de todos, Pero la gente les tenía mucho miedo y los mató.

‑¿Quién los mató, don Genaro?

‑Toda la gente de la tribu. El último diablero que yo conocí fue S . . . Mató docenas, quizá hasta cientos de per­sonas con su brujería. No podíamos tolerar eso y la gente se juntó y una noche le cayeron por sorpresa y lo quema­ron vivo.

‑¿Cuándo fue eso, don Genaro?

‑En mil novecientos cuarenta y dos.

‑¿Lo vio usted?

‑No, pero la gente todavía lo comenta. Dicen que no quedaron cenizas, aunque la estaca era de madera verde. Todo lo que quedó al final fue un gran charco de grasa.

 

Aunque don Juan tildaba de diablero a su benefactor, nunca mencionó el sitio donde había adquirido su saber ni identificó a su maestro. De hecho, don Juan revelaba muy poco de su vida personal. Sólo decía que nació en el suroes­te en 1891; que había pasado casi toda su vida en Mé­xico; que en 1900 su familia fue exiliada por el gobierno a la parte central del país, junto con miles de otros indios sonorenses, y que él vivió en el centro y el sur de México hasta 1940, Así, como don Juan había viajado mucho, su conocimiento podía ser producto de múltiples influencias. Y aunque se consideraba indio de Sonora, yo no podía tener certeza para catalogar totalmente su saber en la cultura de los indios sonorenses. Pero no es mi intención determinar aquí su medio cultural preciso.

En junio de 1961 inicié mi aprendizaje con don Juan. Anteriormente lo había visto en diversas ocasiones, pero siempre en calidad de observador antropológico. Durante esas primeras conversaciones, yo tomaba notas en forma en­cubierta. Luego, confiando en mi memoria, reconstruía toda la conversación. Pero cuando empecé a participar como aprendiz, tal método de tomar notas se dificultó mucho, pues nuestras conversaciones se referían a muchos temas di­ferentes. Entonces don Juan me permitió ‑aunque tras de vigorosa protesta‑ anotar abiertamente cuanto se dijera. También me habría gustado tomar fotos y hacer grabacio­nes, pero no quiso permitírmelo.

Serví como aprendiz primero en Arizona y después en Sonora, porque don Juan se mudó a México durante el curso de mi preparación. El procedimiento que seguí fue verlo durante unos cuantos días cada determinado tiempo. Mis visitas se hicieron más frecuentes y más largas durante los meses de verano de 1961, 1962, 1963 y 1964. En retrospec­tiva, pienso que este método de conducir el aprendizaje impidió que la enseñanza fuera completa, porque retrasó la venida del compromiso pleno indispensable para con­vertirme en brujo. Sin embargo, el método fue benéfico desde mi punto de vista personal, porque me dio un poco de distancia, y eso fomentó a su vez un sentido de examen crítico que habría sido imposible de lograr si yo hubiera participado continuamente, sin interrupción. En septiembre de 1965 interrumpí voluntariamente el aprendizaje.

 

Varios meses después de mi retirada, medité por primera vez en la idea de ordenar sistemáticamente mis notas de campo. Como los datos que había reunido eran bastante voluminosos e incluían mucha información miscelánea, em­pecé por tratar de establecer un sistema de clasificación. Dividí los datos en grupos de conceptos y procedimientos interrelacionados y dispuse tales grupos en orden jerárquico de importancia subjetiva, es decir, de acuerdo con el efecto que cada uno había tenido sobre mí. En esa forma llegué a la siguiente clasificación: usos de plantas alucinógenas; pro­cedimientos y fórmulas empleados en la brujería; adquisición y manipulación de objetos de poder; usos de plantas medicinales; canciones y leyendas.

Reflexionando sobre los fenómenos experimentados, ad­vertí que mi intento de clasificación no había producido sino un inventario de categorías; cualquier intento de refi­nar mi plan no daría, por tanto, sino un inventario más complejo. Eso no era lo que yo deseaba. Durante los meses siguientes a mi abandono del aprendizaje, necesité compren­der lo que había experimentado, y lo que había experimen­tado era la enseñanza de un sistema coherente de creencias por medio de un método pragmático y experimental. Desde la primera sesión en que participé, se me había hecho ma­nifiesto que las enseñanzas de don Juan poseían cohesión interna. Una vez decidido definitivamente a comunicarme su saber, procedió a hacer sus explicaciones por pasos orde­nados. Descubrir ese orden y comprenderlo resultó para mí una tarea en extremo difícil.

Mi incapacidad de lograr una comprensión parece haber nacido del hecho de que, tras cuatro años como aprendiz, seguía siendo un principiante. Resultaba claro que el cono­cimiento de don Juan y su método de trasmitirlo eran los de su benefactor; así, mis dificultades para comprender sus enseñanzas debieron de ser análogas a las que él mismo experimentó. Don Juan aludía a nuestra similitud como principiantes en comentarios incidentales sobre la incapaci­dad de comprender a su maestro durante su propio apren­dizaje. Tales observaciones me llevaron a creer que para cualquier principiante, indio o no, el conocimiento de la brujería se hacía incomprensible por las características ex­tranjeras de los fenómenos que el aprendiz experimentaba. Personalmente, como occidental, dichas características me resultaron tan ajenas que me fue prácticamente imposible explicarlas según mi propia vida cotidiana, y me vi forzado a concluir que sería inútil cualquier intento de clasificar mis datos de campo en mis propios términos.

Así se hizo obvio que el saber de don Juan debía ser examinado como él mismo lo comprendía; sólo en esos términos podría manifestarse en forma convincente. Sin embargo, al tratar de reconciliar mis puntos de vista con los de don Juan advertí que, cuando trataba de explicarme su saber, usaba siempre conceptos que lo hicieran "inteligible". Como esos conceptos eran ajenos a mí, tratar de comprender los conocimientos de don Juan como él los comprendía me colocaba en otra posición insostenible. Por tanto, mi prime­ra tarea era determinar el orden de conceptualización em­pleado por don Juan. Trabajando en ese sentido, vi que él mismo había hecho hincapié particular en cierto terreno de sus enseñanzas: específicamente, los usos de plantas alu­cinógenas. Sobre la base de este descubrimiento, revisé mi propio esquema de categorías.

Don Juan usó, por separado y en distintas ocasiones, tres plantas alucinógenas: peyote (Lophophora williamsii), toloache (Datura inoxia syn. D. meteloicles) y un hongo (posiblemente Psilocybe mexicana). Desde antes de su con­tacto con europeos, los indios americanos conocían las pro­piedades alucinógenas de estas tres plantas. A causa de sus propiedades, han sido muy usadas por placer, para curar, en la brujería, y para alcanzar un estado de éxtasis. En el contexto específico de sus enseñanzas, don Juan relacionaba el uso de la Datura inoxia y la Psilocybe mexicana con la adquisición de poder, un poder que él llamaba un "aliado". Relacionaba el uso de la Lophophora williamsii con la adqui­sición de sabiduría, o conocimiento de la buena manera de vivir.

La importancia de las plantas consistía, para don Juan, en su capacidad de producir etapas de percepción pecu­liar en un ser humano. Así, me guió al experimentar una serie de tales etapas con el propósito de exponer y validar su conocimiento. Las he llamado "estados de realidad no ordinaria", en el sentido de realidad inusitada contrapues­ta a la realidad ordinaria de la vida cotidiana. La distinción se basa en el significado inherente a los estados de reali­dad no ordinaria. En el contexto del saber de don Juan se consideraban reales, aunque su realidad se diferenciaba de la realidad ordinaria.

Don Juan consideraba los estados de realidad no ordina­ria como única forma de aprendizaje pragmático y único medio de adquirir el poder. Daba la impresión de que otras partes de sus enseñanzas eran incidentales a la adquisición de poder. Este punto de vista permeaba la actitud de don Juan hacia todo lo que no estaba conectado directamente con los estados de realidad no ordinaria. A través de mis notas de campo hay referencias dispersas al sentir de don Juan. Por ejemplo, en una conversación insinuó que algu­nos objetos poseen en sí mismos cierta cantidad de poder. Aunque él en lo particular no tenía ninguna respeto por los objetos de poder, decía que los brujos menores a me­nudo se valían de ellos. Le pregunté frecuentemente sobre esos objetos, pero pareció no tener interés en discutirlos. Sin embargo, cuando el tema se trajo a colación. en otra oportunidad, consintió, con renuencia en hablar de ellos.

 

‑Hay ciertos objetos empapados de poder ‑dijo‑. Hay cantidades de objetos así cultivados por hombres poderosos con ayuda de espíritus amigos. Estos objetos son herramien­tas; no son herramientas comunes, sino herramientas de muerte. Pero no son más que objetos; no tienen poder de enseñar. Hablando con propiedad, están en el terreno de los objetos de guerra; están hechos para la lucha; están hechos para matar, cuando se los arroja.

‑¿Qué clase de objetos son, don Juan?

‑No son en realidad objetos; más bien son modos de poder.

‑¿Cómo puede uno obtener esos modos de poder, don Juan?

‑Depende de la clase de objeto que quieras.

‑¿Cuántas clases de objetos hay?

‑Ya te dije, docenas. Cualquier cosa puede ser un obje­to de poder.

‑Bueno, entonces, ¿cuáles son los más poderosos?

‑El poder de un objeto depende de su dueño, de la clase de hombre que sea. Un objeto de poder cultivado por uno de esos brujos de mala muerte es una idiotez; en cam­bio, un brujo fuerte y poderoso da su fuerza a sus herra­mientas.

‑¿Cuáles son entonces los objetos de poder más co­munes? ¿Cuáles prefieren la mayoría de los brujos?

‑No hay preferencias. Todos son objetos de poder, todos son lo mismo,

‑¿Usted tiene alguno, don Juan?

No respondió; sólo me miró y se echó a reír. Permane­ció callado largo rato, y pensé que mis preguntas lo molestaban.

‑Hay limites para esos modos de poder ‑prosiguió‑. Pero de esto yo tengo la seguridad que no entiendes ni una palabra. A mi me ha llevado casi una vida entender que, por sí solo, un aliado puede revelar todos los secretos de esos poderes menores y volverlos cosa de niños. Yo tuve herramientas así en un tiempo, cuando era muy joven.

‑¿Qué objetos de poder tenía usted?

‑Maíz pinto, cristales y plumas.

‑¿Qué es el maíz pinto, don Juan?

‑Un grano de maíz que tiene una raya de color rojo en la mitad.

‑¿Es un solo grano?

‑No. Un brujo tiene cuarenta y ocho.

‑¿Qué hacen esos granos de maíz, don, Juan?

‑Cada uno puede matar a un hombre entrando en su cuerpo.

‑¿Y cómo entra en el cuerpo?

‑Es un objeto de poder y su poder consiste, entre otras cosas, en entrar en el cuerpo.

‑¿Y qué hace cuando entra?

‑Se hunde; se acomoda en el pecho o en los intestinos. El hombre se enferma y, a menos que el brujo que lo atien­da sea más fuerte que el que le hizo la brujería, muere tres meses después del momento en que el grano de maíz le entró en el cuerpo.

‑¿Hay alguna manera de curarlo?

‑El único modo es sacándole el maicito, pero muy pocos brujos se atreven a hacerlo. Puede que un brujo logre chuparlo, pero si no es lo bastante fuerte para rechazarlo, el maíz se le mete en el propio cuerpo y lo mata en lugar del otro.

‑Pero ¿cómo logra un grano de maíz entrar en el cuer­po de alguien?

‑Para explicar eso debo hablarte de la brujería del maíz pinto, que es una de las brujerías más poderosas que conoz­co. La brujería se hace con dos maicitos. A uno se lo es­conde en el botón fresco de una flor amarilla. Luego, a la flor se la deja en algún lugar donde pueda quedar en con­tacto con la víctima: en el camino por donde él pase a diario, o en cualquier parte donde acostumbre llegar. Ape­nas la víctima pisa la flor, o la toca de cualquier manera, la brujería está hecha. El maicito pinto se hunde en su cuerpo.

‑¿Qué pasa con el grano de maíz después de que el hombre lo toca?

‑Todo su poder entra en el hombre, y el grano queda libre. Se convierte en un maíz cualquiera. Puede dejarse en el sitio de la brujería, o puede barrerse; no importa. Es mejor barrerlo y echarlo al matorral para que algún pájaro se lo coma.

‑¿Puede comérselo un pájaro antes de que el hombre lo toque?

‑No. Ningún pájaro es tan estúpido, te lo aseguro. Los pájaros no se le acercan.

Don Juan describió entonces un procedimiento muy com­plejo por medio del cual pueden obtenerse tales maíces de poder,

‑Debes tener en cuenta que el maíz pinto es un simple instrumento, no un aliado ‑dijo‑. Cuando hayas hecho esa distinción no tendrás problema. Pero si consideras que esas herramientas son supremas, serás un tonto.

‑¿Son los objetos de poder tan poderosos como un alia­do? ‑pregunté.

Don Juan rió desdeñoso antes de contestar. Parecía estar esforzándose por tenerme paciencia.

‑El maíz pinto, los cristales y las plumas son simples juguetes en comparación con un aliado ‑dijo‑. Un hom­bre necesita objetos de poder sólo cuando no tiene un aliado. Buscarlos es perder el tiempo, sobre todo para ti. Tú deberías tratar de ganarte un aliado; cuando lo logres comprenderás lo que te estoy diciendo ahora. Los objetos de poder son como juego de niños.

‑No me entienda mal, don Juan ‑protesté‑. Por supuesto que quiero tener un aliado, pero también quiero saber todo lo que pueda acerca de los objetos de poder. Usted mismo ha dicho que saber es poder,

‑¡No! ‑dijo categórico‑. El poder depende de la cla­se de saber que se tenga. ¿De qué sirve saber cosas que no valen la pena?

En el sistema de creencias de don Juan, la adquisición de un aliado significaba exclusivamente la explotación de los estados de realidad no ordinaria que produjo en mí usando plantas alucinógenas. Creía que enfocando dichos estados y omitiendo otros aspectos del saber que él impar­tía, yo llegaría a una visión coherente de los fenómenos experimentados.

Por tanto, he dividido este libro en dos partes. En la primera, presento selecciones de mis notas de campo, rela­tivas a los estados de realidad no ordinaria que atravesé durante el aprendizaje. Como he ordenado mis notas de acuerdo con la continuidad del relato, no siempre tienen una secuencia cronológica exacta. Nunca describí por es­crito un estado de realidad no ordinaria hasta varios días después de haberlo experimentado, cuando ya podía tratar­lo con calma y objetividad. En cambio, mis conversaciones con don Juan fueron anotadas conforme ocurrían, inmediatamente después de cada estado de realidad no ordinaria. Por ello, mis informes de estas conversaciones tienen a veces fecha anterior a la descripción completa de una expe­riencia.

Mis notas de campo revelan la versión subjetiva de lo que yo percibía al atravesar la experiencia. Esa versión se presenta aquí tal como la narraba a don Juan, quien exigía una reminiscencia completa y fiel de cada detalle y un recuento en pleno de cada experiencia. Al anotar dichas experiencias, añadí detalles incidentales, en un intento por recuperar el ámbito total de cada estado de realidad no ordinaria. Quería describir en la forma más completa posi­ble el efecto emotivo que había experimentado.

Mis notas de campo manifiestan asimismo el contenido del sistema de creencias de don Juan. He condensado largas páginas de preguntas y respuestas entre don Juan y yo, con el fin de no reproducir la repetitividad propia de toda conversación. Pero como también quiero reflejar con exacti­tud el tono general de nuestras conversaciones, he quitado únicamente el diálogo que no aportó nada a mi comprensión de los conocimientos que don Juan me impartía. La infor­mación que él me daba era siempre esporádica, y por cada arranque de parte suya había horas de sondeo por la mía. Sin embargo, en muchas ocasiones expuso libremente sus co­nocimientos.

En la segunda parte de este libro, presento un análisis estructural sacado exclusivamente de los datos ofrecidos en la primera parte. A través de mi análisis intento cimentar los siguientes argumentos: 1) don Juan presentaba sus enseñanzas como un sistema de pensamiento lógico; 2) el sistema sólo tenía sentido examinado a la luz de sus propias unidades estructurales, y 3) el sistema estaba planeado para guiar al aprendiz a un nivel de conceptualización que expli­caba el orden de los fenómenos que había experimentado el mismo aprendiz.

 

 

PRIMERA PARTE

“LAS ENSEÑANZAS”

 

I

 

LAS NOTAS sobre mi primera sesión con don Juan están fechadas el 23 de junio de 1961, En esa ocasión principia­ron las enseñanzas. Yo había visto a don Juan varias veces antes, únicamente en calidad de observador. En cada opor­tunidad le había pedido instruirme sobre el peyote. Siempre hacia caso omiso de mi petición, pero jamás rechazaba de plano el tema y yo interpretaba sus titubeos como una posibilidad de que, rogándole más, podría inclinarse a ha­blar de sus conocimientos.

En esta sesión inicial me dio a entender claramente que podría tener en cuenta mi petición siempre y cuando yo poseyera claridad de mente y propósito ‑con respecto a lo que le había preguntado. Me era imposible cumplir tal condición, pues yo sólo le había pedido enseñanza sobre el peyote como medio de establecer con él un lazo de comunicación. Pensé que su familiaridad con el tema podía predisponerlo a estar más abierto y más dispuesto a hablar, permitiéndome así el ingreso en su conocimiento de las propiedades de las plantas. Sin embargo, él había tomado mi petición en sentido literal, y le preocupaba mi propó­sito de desear aprender sobre el peyote.

 

Viernes, 23 de junio, 1961

‑¿Me va usted a enseñar, don Juan?

‑¿Por qué quieres emprender un aprendizaje así?

‑Quiero, de veras que me enseñe usted lo que se hace con el peyote. ¿No es buena razón nada más que querer saber?

‑¡No! Debes buscar en tu corazón y descubrir por qué un joven como tú quiere emprender tamaña tarea de apren­dizaje.

‑¿Por qué aprendió usted, don Juan?

‑¿Por qué preguntas eso?

‑Quizá los dos tenemos las mismas razones,

‑Lo dudo. Yo soy indio. No andamos por los mismos caminos.

‑Mi única razón es que quiero aprender, sólo por saber. Pero le aseguro, don Juan, que mis intenciones no son malas.

‑Te creo. Te he fumado.

‑¿Cómo dice?

‑No importa ya. Conozco tus intenciones.

‑¿Quiere usted decir que vio a través de mí?

‑Puedes decirlo así.

‑¿Entonces me enseñará?

‑¡No!

‑¿Porque no soy indio?

‑No. Porque no conoces tu corazón. Lo importante es que sepas exactamente por qué quieres comprometerte. Aprender los asuntos del "Mescalito" es un acto de lo más serio. Si fueras indio, tu solo deseo seria suficiente. Muy pocos indios tienen ese deseo.

 

Domingo, 25 de junio, 1961

Me quedé con don Juan toda la tarde del viernes. Iba a marcharme a eso de las 7 p.m. Estábamos sentados en el zaguán de su casa y yo resolví preguntarle una vez más acerca de la enseñanza. Era casi una pregunta de rutina y esperaba que él volviese a negarse. Le pregunté si había alguna forma de aceptar mi solo deseo de saber, como si yo fuera indio. Tardó un rato largo en responder. Me sentí obligado a quedarme, porque don Juan parecía estar tra­tando de decidir algo.

Finalmente me dijo que había una forma, y procedió a delinear un problema. Señaló que yo estaba muy cansado sentado en el suelo, y que lo adecuado era hallar un "sitio" en el suelo donde pudiera sentarme sin fatiga. Yo tenía las rodillas contra el pecho y los brazos enlazados en torno a las pantorrillas. Cuando don Juan dijo que yo estaba cansado, advertí que me dolía la espalda y me hallaba casi exhausto.

Esperé su explicación con respecto a lo de un "sitio", pero don Juan no hizo ningún intento abierto de aclarar el punto. Pensé que acaso quería indicarme cambiar de posi­ción, de modo que me levanté y fui a sentarme más cerca de él. Don Juan protestó por mi movimiento y recalcó claramente que un sitio significaba un lugar donde uno podía sentirse feliz y fuerte de manera natural. Palmeó el lugar donde se hallaba sentado y dijo que ése era su sitio, añadiendo que me había puesto una adivinanza: yo debía resolverla solo y sin más deliberación.

Lo que él había planteado como un problema que ha de ser resuelto era ciertamente una adivinanza. Yo no tenía idea de cómo empezar, ni idea de lo que él tenía en mente. Varias veces pedí una pista, o al menos un indicio, sobre cómo proceder a la localización de un punto donde me sintiera feliz y fuerte. Insistí y argumenté que no tenía la menor idea de qué quería decir él en realidad, porque no me era posible concebir el problema. El me sugirió caminar por el zaguán, hasta hallar el sitio.

Me levanté y empecé a recorrer el suelo. Me sentí ridículo y fui a sentarme frente a don Juan.

El se enojó mucho conmigo y me acusó de no escuchar, diciendo que acaso no quisiera aprender. Tras un rato se calmó y me explicó que no cualquier lugar era bueno para sentarse o para estar en él, y que dentro de los confines del zaguán había un único sitio donde yo podía estar en las mejores condiciones. Mi tarea consistía en distinguirlo entre todos los demás lugares. La norma general era "sentir" to­dos los sitios posibles a mi alcance hasta determinar sin lugar a dudas cuál era el sitio correspondiente.

.Argüí que, si bien el zaguán no era demasiado grande (3.5 X 2.5 metros), el número de sitios posibles era avasa­llador, que requeriría un tiempo muy largo para probarlos todos y que como él no especificaba el tamaño del sitio, las posibilidades podían ser infinitas. Mis argumentos resulta­ron fútiles. Don Juan se puso en pie y, con mucha seve­ridad, me advirtió que resolver el problema tal vez requirie­ra días, pero de no resolverlo daba igual que me marchara, porque él no tendría nada que decirme. Recalcó que él sabía dónde era mi sitio, y que por tanto yo no podría men­tirle; dijo que sólo en esta forma le sería posible aceptar como razón válida mi deseo de aprender los asuntos del Mescalito. Añadió que nada en este mundo era un regalo: todo cuanto hubiera que aprender debía aprenderse por el camino difícil.

Dio vuelta a la casa para ir a orinar en el chaparral. De regreso entró directamente en su casa por la parte trasera.

Pensé que la misión de hallar el supuesto sitio de felici­dad era su propio modo de deshacerse de mí, pero me levanté y empecé a pasear de un lado a otro. El cielo estaba claro. Podía ver cuanto había en el zaguán y sus inmedia­ciones. Debí de caminar una hora o más, pero no ocurrió nada que revelase la ubicación del sitio. Me cansé de andar y tomé asiento; tras unos cuantos minutos me senté en otro lugar, y luego en otro, hasta cubrir todo el piso en forma semisistemática. Deliberadamente procuraba "sentir" dife­rencias entre lugares, pero carecía de criterio para la diferen­ciación. Sentí que estaba perdiendo el tiempo, pero me quedé. Mi racionalización fue que había venido de lejos sólo para ver a don Juan, y en realidad no tenía otra cosa que hacer.

Me acosté de espaldas y puse las manos bajo la cabeza a manera de almohada. Luego rodé y permanecí un rato sobre mi estómago. Repetí este proceso rodando por todo el piso. Por primera vez me pareció haber tropezado con un vago criterio. Sentía más calor acostado de espaldas.

Rodé nuevamente, ahora en dirección contraria, y otra vez cubrí el largo del piso, yaciendo boca abajo en los sitios donde estuve boca arriba en mi primera gira rodante. Expe­rimenté las mismas sensaciones de tibieza y frío según la postura, pero no diferencia entre los sitios.

Entonces se me ocurrió una idea que creí brillante: ¡el sitio de don Juan! Me senté allí y luego me acosté, boca abajo al principio y después de espaldas, pero el lugar era igual a los otros. Me levanté. Estaba harto. Quería despedir­me de don Juan, pero no me atrevía a despertarlo. Miré mi reloj. ¡Eran las 2 de la mañana! Había estado rodando durante seis horas.

En ese momento don Juan salió y rodeó la casa para ir al chaparral. Regresó y se detuvo junto a la puerta. Me sentía completamente abatido, y quise decirle algo desagra­dable y marcharme. Pero me di cuenta de que no era culpa suya; yo mismo había querido prestarme a todas esas tonterías. Le declaré mi fracaso: llevaba toda la noche rodando en el suelo, como un idiota y aún no podía hallar pies ni cabeza a la adivinanza.

Don Juan rió y dijo que eso no lo sorprendía, porque yo no había procedido, correctamente. No había usado los ojos. Eso era cierto, pero yo estaba muy seguro de que él me había indicado sentir la diferencia. Señalé esto, y él argu­yó que es posible sentir con los ojos, cuando no están mi­rando de lleno las cosas. En mi propio caso, dijo, no tenía yo otro medio de resolver el problema que usar cuanto tenia: mis ojos.

Entró en la casa. Tuve la certeza de que me había obser­vado. No tenía, pensé, otra forma de saber que yo no había estado usando los ojos.

Empecé a rodar de nuevo, porque ése era el procedimien­to más cómodo. Esta vez, sin embargo, apoyé la barbilla en las manos y miré cada detalle.

Tras un intervalo cambió la oscuridad en torno mío. Mientras enfocaba el punto directamente frente a mí, toda la zona periférica de mi campo de visión adquirió una co­loración brillante, un amarillo verdoso homogéneo. El efec­to fue pasmoso. Mantuve los ojos fijos en el punto frente a mí y empecé a reptar de lado, boca abajo, trecho por trecho.

De pronto, en un punto cercano a la mitad del piso, ad­vertí otro cambio de color. En un sitio, a mi derecha, aún en la periferia de mi campo de visión, el amarillo verdoso se hacía intensamente púrpura. Concentré allí la atención. El púrpura se desvaneció en un color pálido, pero brillante todavía, que permaneció estable mientras detuve en él mi atención.

Marqué el sitio con mi chaqueta y llamé a don Juan. Salió al zaguán. Yo estaba realmente excitado; había visto clara­mente el cambio de matices. Don Juan no pareció impresio­narse, pero me indicó sentarme en el sitio e informarle de qué clase de sensación era aquélla.

Tomé asiento y luego me tendí de espaldas. En pie junto a mí, don Juan preguntó repetidamente cómo me sentía, pero yo no experimenté nada diferente. Durante unos quince minutos traté de sentir o ver una diferencia, mientras don Juan aguardaba paciente junto a mí. Me sentí fastidiado. Tenía un sabor metálico en la boca. De un momento a otro me dolía la cabeza. Estaba a punto de vomitar. La idea de mis esfuerzos absurdos me irritaba hasta la furia. Me levanté.

Don Juan debió notar mi profunda amargura. No rió: dijo con mucha seriedad que, si quería yo aprender, debía ser inflexible conmigo mismo. Sólo una opción me estaba abierta, dijo: renunciar y marcharme, caso en el cual ja­más aprendería, o resolver la adivinanza.

Entró de nuevo. Yo quería irme en el acto, pero me ha­llaba demasiado cansado para conducir; además, el percibir los colores había sido tan asombroso que yo no vacilaba en considerar aquello como un criterio de algún tipo, y acaso pudieran percibirse otros cambios.

De cualquier modo, era demasiado tarde para irme. Me senté, estiré las piernas hacia atrás y volvía comenzar desde el principio.

Durante esta ronda atravesé rápidamente cada lugar, pa­sando por el sitio de don Juan, hasta el final del piso, y luego viré para cubrir el lado exterior. Al llegar al centro advertí que otro cambio de coloración estaba ocurriendo de nuevo en el borde de mi campo de visión. El color verdoso pálido percibido en toda el área se convertía, en cierto sitio a mi derecha, en un verdigrís nítido. Permaneció un momento y luego se metamorfoseó súbitamente en otro matiz fijo, distinto del que yo había percibido antes. Me quité un zapato para marcar el punto, y seguí rodando hasta cubrir el suelo en todas las direcciones posibles. No hubo ningún otro cambio de coloración.

Volví al punto indicado por mi zapato y lo examiné. Quedaba a metro y medio o poco más del sitio indicado por mi chaqueta, aproximadamente en dirección sureste. Ha­bía una piedra grande junto a él. Estuve tendido allí un buen rato, tratando de descubrir pistas, observando cada detalle, pero no sentí nada diferente.

Decidí probar el otro sitio. Rápidamente giré sobre mis rodillas, y estaba a punto de acostarme en la chaqueta cuan­do sentí una aprensión insólita. Era más bien como la sen­sación física de que algo empujaba mi estómago. Me levanté de un salto, retrocediendo con el mismo impulso. El ca­bello de mi nuca se erizó. Mis piernas se habían arqueado ligeramente, mi tronco estaba echado hacia adelante y mis brazos se proyectaban rígidamente frente a mí, con los dedos contraídos como garras. Advertí la extraña postura, y mi sobresalto aumentó.

Retrocediendo involuntariamente, tomé asiento en la pie­dra junto a mi zapato. De allí me dejé resbalar al suelo. Intenté aclarar qué cosa había podido ocurrir para producir­me tal susto. Pensé que debía haber sido mi fatiga. Ya casi era de día, Me sentí ridículo y confuso. Sin embargo, no tenía modo de explicar qué cosa me asustó, ni había descubierto lo que deseaba don Juan.

Resolví hacer un último intento. Me levanté, me acerqué despacio al lugar marcado por mi chaqueta, y de nuevo sentí la misma aprensión. Esta vez hice un vigoroso esfuer­zo por dominarme. Tomé asiento y luego me arrodillé para tenderme boca abajo, pero no pude acostarme pese a mi voluntad. Puse las manos en el suelo. Mi aliento se aceleró; se me revolvió el estómago. Tuve una clara sensación de pánico y luché por no salir corriendo, Pensé que tal vez don Juan me vigilaba. Lentamente repté de regreso al otro sitio y apoyé la espalda contra la piedra. Quería descansar un rato para poner en orden mis ideas, pero me quedé dormido.

Oí a don Juan hablar y reír por encima de mi cabeza. Desperté.

‑Hallaste el sitio ‑dijo.

Al principio no entendí, pero él me aseguró de nuevo que el lugar donde me había quedado dormido era el sitio en cuestión. Una vez más preguntó qué sentía allí tendido. Le dije que en realidad no advertía ninguna diferencia.

Me pidió comparar mis sensaciones en aquel momento con lo que había sentido al yacer en el otro sitio. Por vez primera se me ocurrió conscientemente que me era imposi­ble explicar mi aprensión de la noche anterior, Don Juan me instó, con una especie de actitud de reto, a sentarme en el otro sitio.

Por algún motivo inexplicable, yo tenía miedo a ese lugar, y no me senté en él. Don Juan aseveró que sólo un tonto podía dejar de ver la diferencia.

Le pregunté si cada uno de los dos lugares tenía un nombre especial. Dijo que el bueno se llamaba el sitio y el malo el enemigo; dijo que estos dos lugares eran la clave del bienestar de un hombre, especialmente si buscaba cono­cimiento. El mero acto de sentarse en el sitio propio creaba fuerza superior; en cambio, el enemigo debilitaba e incluso podía causar la muerte. Dijo que yo había repuesto mi ener­gía, dispendiada la noche anterior, echando una siesta en mi sitio.

También dijo que los colores percibidos por mí en asocia­ción con cada sitio específico tenían el mismo efecto general de dar fuerza o de reducirla.

Le pregunté si existían para mí otros sitios como los dos que había hallado y cómo debería hacer para localizarlos. Dijo que muchos lugares en el mundo serían comparables a esos dos, y que la mejor manera de hallarlos era determi­nar sus colores respectivos.

Yo no sabía a ciencia cierta si había resuelto el problema o no; de hecho, ni siquiera me hallaba convencido de que hubiese habido algún problema; no podía dejar de sentir que la experiencia era totalmente forzada y arbitraria. Esta­ba seguro de que don Juan me había observado toda la noche para luego seguirme la corriente diciendo que el sitio donde me quedara dormido era el buscado. Sin embargo, no veía yo motivo lógico de tal acción, y cuando me retó a sentarme en el otro sitio no pude hacerlo. Había una extra­ña separación entre mi experiencia pragmática de temer al "otro sitio" y mis consideraciones racionales sobre todo el episodio.

Don Juan, en cambio, se hallaba muy seguro de que yo había triunfado y, actuando en concordancia con mi éxito, me hizo saber que iba a instruirme con respecto al peyote.

‑Me pediste que te enseñara los asuntos del Mescalito ‑dijo‑. Yo quería ver si tenías espinazo como para cono­cerlo cara a cara. Mescalito no es chiste. Debes ser dueño de tus recursos. Ahora sé que puedo aceptar tu solo deseo como una buena razón para aprender.

‑¿De veras va usted a enseñarme los asuntos del peyote?

‑Prefiero llamarlo Mescalito. Haz tú lo mismo.

‑¿Cuándo va usted a empezar?

‑No es tan sencillo. Primero debes estar listo,

‑Creo que estoy listo.

‑Esto no es un chiste. Debes esperar hasta que no haya duda, y entonces lo conocerás.

‑¿Tengo qué prepararme?

‑No. Nada más tienes que esperar. A lo mejor te olvi­das de todo el asunto después de un tiempo. Te cansas rápi­damente. Anoche estabas a punto de irte a tu casa apenas se te puso difícil. Mescalito pide una intención muy seria.

 

II

 

Lunes, 7 de agosto, 1961

Llegué a la casa de don Juan en Arizona la noche del viernes, a eso de las siete. Otros cinco indios estaban sen­tados con él en el zaguán de su casa. Lo saludé y tomé asiento esperando que alguien dijera algo. Tras un silencio formal, uno de los hombres se levantó, vino a mí y dijo: "Buenas noches." Me levanté y respondí: "Buenas noches". Entonces todos los otros se pusieron de pie y se acercaron y todos murmuramos "buenas noches" y nos dimos la mano, tocando apenas las puntas de los dedos del otro o bien sos­teniendo la mano un instante y luego dejándola caer con brusquedad.

Todos nos sentamos de nuevo. Parecían algo tímidos: sin saber qué decir, aunque todos hablaban español.

Como a las siete y media, todos se levantaron de repente y fueron hacia la parte trasera de la casa. Nadie había pronunciado palabra en largo rato. Don Juan me hizo seña de seguirlos y todos subimos en una camioneta de carga estacionada allí. Yo iba en la parte trasera, con don Juan y dos hombres más jóvenes. No había cojines ni bancas y el piso de metal resultó dolorosamente duro, sobre todo cuando dejamos la carretera y nos metimos por un camino de tierra. Don Juan susurró que íbamos a la casa de un amigo suyo, quien tenía siete mescalitos para mí.

‑¿Usted no tiene, don Juan? ‑le pregunté.

‑sí, pero no te los puedo ofrecer. Verás: otra gente tiene que hacerlo.

‑¿Puede usted decirme por qué?

‑A lo mejor "él" no te ve con agrado y no le caes bien, y entonces nunca podrás conocerlo con afecto, como debe ser, y nuestra amistad quedará rota.

‑¿Por qué no iba yo a caerle bien? Nunca le he hecho nada.

‑No tienes que hacer nada para caer bien o mal. O te acepta o te tira de lado.

‑Pero si no me acepta, ¿hay algo que pueda yo hacer para caerle bien?

Los otros dos hombres parecieron haber oído mi pregun­ta y rieron.

‑¡No! No se me ocurre nada que pueda uno hacer ‑dijo don Juan.

Volvió la cara a un lado y ya no pude hablarle.

Debimos haber viajado al menos una hora antes de dete­nernos frente a una casa pequeña. Estaba bastante oscuro, y una vez que el conductor hubo apagado los faros, yo apenas discernía el contorno vago del edificio.

Un mujer joven, mexicana a juzgar por la inflexión de su voz, le gritaba a un perro para hacerlo cesar sus la­dridos. Bajamos de la camioneta y entramos en la casa. Los hombres murmuraban "buenas noches" al pasar junto a la mujer. Ella respondía y continuaba gritándole al perro.

La habitación era amplia y contenía pilas de objetos diver­sos. La luz opaca de un foco eléctrico muy pequeño hacia la escena bastante lóbrega. Reclinadas contra la pared había varias sillas con patas rotas y asientos hundidos. Tres de los hombres se instalaron en un sofá, el mueble más grande del aposento. Era muy viejo y se había vencido hasta el piso; a la luz indistinta, parecía rojo y sucio. Los demás ocupamos sillas. Estuvimos largo rato sentados en silencio.

De pronto, uno de los hombres se levantó y fue a otro cuarto. Tendría cincuenta y tantos años; era moreno, alto y fornido. Regresó al momento con un frasco de café. Quitó la tapa y me lo dio; dentro había siete cosas de aspecto raro. Variaban en tamaño y consistencia. Algunas eran casi redondas, otras alargadas. Se sentían al tacto como la pulpa de la castaña o la superficie del corcho. Su color pardusco las hacia semejar cáscaras de nuez duras y secas. Las mani­pulé, frotándolas durante un buen rato.

‑Esto se masca ‑dijo don Juan en un susurro.

Sólo cuando habló me di cuenta de que se había sentado junto a mí. Miré a los otros hombres, pero ninguno me miraba; estaban hablando entre sí en voz muy baja. Fue un momento de indecisión y temor agudos. Me sentí casi incapaz de dominarme,

‑Tengo que ir al retrete ‑le dije‑. Voy afuera a dar una vuelta.

Don Juan me entregó el frasco de café y yo puse den­tro los botones de peyote. Iba a salir de la habitación cuando el hombre que me había dado el frasco se levantó, se me acercó y dijo que tenía un excusado en el otro cuarto.

El excusado estaba casi contra la puerta. Junto a ésta, casi tocándolo, había una cama grande que llenaba más de la mitad del aposento. La mujer estaba durmiendo allí. Permanecí un rato inmóvil junto a la puerta; luego regresé a la habitación donde estaban los otros hombres.

El dueño de la casa me habló en inglés:

‑Don Juan dice que usted es de Sudamérica. ¿Hay mescal allí?

Le dije que nunca había oído siquiera hablar de él.

Parecían interesados en Sudamérica y hablamos de los indios durante un rato. Luego, uno de los hombres me preguntó por qué quería comer peyote. Le dije que quería saber cómo era. Todos rieron con timidez.

Don Juan me urgió suavemente:

‑Masca, masca.

Mis manos se hallaban húmedas y mi estómago se con­traía. El frasco con los botones de peyote estaba en el piso junto a la silla. Me agaché, tomé al azar un botón y lo puse en mi boca. Tenía un sabor rancio. Lo partí en dos con los dientes y empecé a mascar uno de los trozo. Sentí un amargor fuerte, acerbo; en un momento toda mi boca quedó adormecida. El amargor crecía conforme yo mascaba, provocando un increíble fluir de saliva. Sentía las encías y el interior de la boca como si hubiera comido carne o pescado salados y secos, que parecen forzar a masticar más. Tras un rato masqué el otro pedazo; mi boca estaba tan entumecida que ya no pude sentir el amargor. El botón de peyote era un haz de hebras, como la parte fibrosa de una naranja o como caña de azúcar, y yo no sabía si tra­garlo o escupirlo. En ese momento, el dueño de la casa se puso en pie e invitó a todos a salir al zaguán.

Salimos y nos sentamos en la oscuridad. Afuera se estaba bastante cómodo, y el anfitrión sacó una botella de tequila.

Los hombres se hallaban sentados en fila con la espalda contra la pared. Yo ocupaba el extremo derecho de la línea. Don Juan, instalado junto a mí, puso entre mis piernas el frasco con los botones de peyote. Luego me pasó la bo­tella, que circulaba a lo largo de la línea, y me dijo que tomara algo de tequila para quitarme el sabor amargo.

Escupí las hebras del primer botón y tomé un sorbo. Me dijo que no lo tragara, que sólo me enjuagara la boca para detener la saliva. No sirvió de gran cosa para la sali­va, pero sí ayudó a disipar un poco el sabor amargo.

Don Juan me dio un trozo de albaricoque seco, o quizá era un higo seco ‑no podía verlo en la oscuridad, ni per­cibir el sabor‑ y me dijo que lo mascara detenida y len­tamente, sin prisas. Tuve dificultad para tragarlo; parecía que no quisiera bajar.

Tras una pausa corta la botella dio otra vuelta. Don Juan me entregó un pedazo de carne seca, quebradiza. Le dije que no tenía ganas de comer.

‑Esto no es comer ‑dijo con firmeza.

El ciclo se repitió seis veces. Recuerdo que había mascado seis botones de peyote cuando la conversación se puso muy animada; aunque yo no lograba distinguir qué idioma se estaba hablando, el tema de la conversación, en la que todo mundo participaba, era muy interesante, y procuré escuchar con cuidado para poder intervenir. Pero al hacer el intento de hablar me di cuenta de que no podía; las palabras se desplazaban sin objeto en mi mente.

Reclinando la espalda contra la pared, escuché lo que decían los hombres. Hablaban en italiano y repetían conti­nuamente una frase sobre la estupidez de los tiburones. El tema me pareció lógico y coherente. Yo había dicho antes a don Juan que los primeros españoles llamaron al río Co­lorado, en Arizona, "el río de los tizones", y alguien escri­bió o leyó mal "tizones" y el río se llamó "de los tibu­rones". Me hallaba seguro de que discutían esa anécdota, pero nunca se me ocurrió pensar que ninguno de ellos sabía italiano.

Tenía un deseo muy fuerte de vomitar, pero no recuerdo el acto en sí. Pregunté si alguien me traería un vaso de agua. Experimenté una sed insoportable.

Don Juan trajo una cacerola grande. La puso en el suelo junto a la pared. También trajo una taza o lata pequeña. La llenó en la cacerola y me la dio, y dijo que yo no podía beber: sólo debía refrescarme la boca.

El agua parecía extrañamente brillante, reluciente, como barniz espeso, Quise preguntarle de ello a don Juan y labo­riosamente traté de formular mis pensamientos en inglés, pero entonces tomé conciencia de que él no sabía inglés. Experimenté un momento muy confuso y advertí el hecho de que, aun habiendo en mi mente un pensamiento muy claro, no podía hablar. Quería comentar la extraña apariencia del agua, pero lo que sobrevino no fue habla; fue sentir que mis pensamientos no dichos salían de mi boca en una especie de forma líquida. Era la sensación de vomitar sin esfuerzo, sin contracciones del diafragma. Era un fluir agra­dable de palabras líquidas.

Bebí. Y la impresión de que estaba vomitando desapare­ció. Para entonces todos los ruidos se habían desvanecido y hallé que me costaba trabajo enfocar las cosas. Busqué a don Juan y al volver la cabeza noté que mi campo de visión se había reducido a una zona circular frente a mis ojos. Esta sensación no me atemorizaba ni me inquietaba; al con­trario, era una novedad: me era posible barrer literalmente el terreno enfocando un sitio y luego moviendo despacio la cabeza en cualquier dirección. Al salir al zaguán había adver­tido que todo estaba oscuro, excepto el brillo distante de las luces de la ciudad. Pero dentro del área circular de; ni visión todo era claro. Olvidé mi interés en don Juan y los otros hombres, y me entregué por entero a explorar el terreno con un enfoque absolutamente preciso.

Vi la juntura de la pared y el piso del zaguán. Lenta­mente volví la cabeza a la derecha, siguiendo el muro, y vi a don Juan sentado contra él. Moví la cabeza a la izquierda para enfocar el agua. Hallé el fondo de la cacerola; alcé ligeramente la cabeza y vi acercarse un perro negro de tama­ño mediano. Lo vi venir hacia el agua. El perro empezó a beber. Alcé la mano para apartarlo de mi agua; enfoqué en él mi visión concentrada para llevar a cabo el movimien­to de empujarlo, y de pronto lo vi transparentarse. El agua era un líquido reluciente, viscoso. La vi bajar por la gar­ganta del perro al interior de su cuerpo. La vi correr pareja a todo lo largo del animal y luego brotar por cada uno de los pelos. Vi el fluido iridiscente viajar a lo largo de cada pelo individual y proyectarse más allá de la pelambre para formar una melena larga, blanca, sedosa.

En ese momento tuve la sensación de unas convulsiones intensas, y en cosa de instantes un túnel. se formó a mi alrededor, muy bajo y estrecho, duro y extrañamente frío. Parecía al tacto una pared de papel aluminio sólido. Me encontré sentado en el piso del túnel. Traté de levantarme, pero me golpeé la cabeza en el techo de metal, y el túnel se comprimió hasta empezar a sofocarme. Recuerdo haber tenido que reptar hacia una especie de punto redondo don­de terminaba el túnel; cuando por fin llegué, si es que llegué, me había olvidado por completo del perro, de don Juan y de mí mismo. Me hallaba exhausto. Mis ropas esta­ban empapadas en un líquido frío, pegajoso. Rodé en una y en otra dirección tratando de encontrar una postura en la cual descansar, una postura en que mi corazón no golpeara tan fuerte. En una de esas vueltas vi de nuevo al perro.

Los recuerdos regresaron en el acto, y de improviso todo estuvo claro en mi mente. Me volví en busca de don Juan, pero no pude distinguir nada ni a nadie. Todo cuanto po­día ver era al perro, que se volvía iridiscente; una luz intensa irradiaba de su cuerpo. Vi otra vez el flujo del agua atra­vesarlo, encenderlo como una hoguera. Me llegué al agua, hundí el rostro en la cacerola y bebí con él. Tenía yo las manos en el suelo frente a mí, y al beber veía el fluido correr por mis venas produciendo matices de rojo y amari­llo y verde. Bebí más y más. Bebí hasta hallarme todo en llamas; resplandecía de pies a cabeza. Bebí hasta que el fluido salió de mi cuerpo a través de cada poro y se proyec­tó al exterior en fibras como de seda, y también yo adquirí una melena larga, lustrosa, iridiscente. Miré al perro y su melena era como la mía. Una felicidad suprema llenó mi cuerpo, y corrimos juntos hacia una especie de tibieza amari­lla procedente de algún lugar indefinido. Y allí jugamos. Jugamos y forcejeamos hasta que yo supe sus deseos y él supo los míos. Nos turnábamos para manipularnos mutuamente, al estilo de una función de marionetas. Torciendo los dedos de los pies, yo podía hacerle mover las patas, y cada vez que él cabeceaba yo sentía un impulso irresistible de saltar. Pero su mayor travesura consistía en agitar las orejas de un lado a otro para que yo, sentado, me rascara la cabeza con el pie. Aquella acción me parecía total e insoportablemente cómica. ¡Qué toque de ironía y de gracia, qué maestría!, pensaba yo. Me poseía una euforia indescrip­tible. Reí hasta que casi me fue imposible respirar.

Tuve la clara sensación de no poder abrir los ojos; me encontraba mirando a través de un tanque de agua. Fue un estado largo y muy doloroso, lleno de la angustia de no poder despertar y de a la vez, estar despierto. Luego; lentamente, el inundo se aclaró y entró en foco. Mi campo de visión se hizo de nuevo muy redondo y amplio, y con ello sobrevino un acto consciente ordinario, que fue volver la vista en busca de aquel ser maravilloso. En este punto empezó la transición más difícil. La salida de mi estado normal había sucedido casi sin que yo me diera cuenta: es­taba consciente, mis pensamientos y sentimientos eran un corolario de esa conciencia, y el paso fue suave y claro. Pero este segundo cambio, el despertar a la conciencia se­ria, sobria, fue genuinamente violento. ¡Había olvidado que era un hombre! La tristeza de tal situación irreconci­liable fue tan intensa que lloré.

 

Sábado, 5 de agosto, 1961

Más tarde, aquella mañana después del desayuno, el dueño de la casa, don Juan y yo regresamos a donde vivía don Juan. Yo estaba muy cansado, pero no pude dormirme en la camioneta. Sólo después de que el hombre se marchó, me quedé dormido, en el zaguán de la casa de don Juan.

Cuando desperté era de noche don Juan me había tapado con una cobija. Lo busqué, pero no estaba en la casa. Regresó más tarde con una olla de frijoles refritos y un ‑montón de tortillas. Yo tenía mucha hambre.

Después de comer, mientras descansábamos, me pidió narrarle cuanto me hubiera ocurrido la noche anterior. Re­laté mis experiencias en gran detalle y con la mayor exacti­tud posible. Cuando terminé, él asintió y dijo:

‑Creo que andas muy bien. Se me dificulta explicarte ahora cómo y por qué. Pero creo que te fue bien. Verás: a veces él es juguetón como un niño; otras veces es terri­ble, espantoso. O hace travesuras o es muy serio. No se puede saber de antemano cómo va a ser con otra persona. Pero cuando uno lo conoce bien . . . a veces. Tú anoche ju­gaste con él. Eres la única persona que conozco que ha tenido un encuentro así.

‑¿En qué forma difiere mi experiencia de la de otros?

‑Tú no eres indio; por eso se me dificulta aclarar qué es qué. Pero él o toma a las gentes o las rechaza, sin impor­tarle que sean indias o no. Eso lo sé. Las he visto por doce­nas. También sé que travesea, hace reír a algunos, pero jamás lo he visto con nadie.

‑¿Puede usted decirme ahora, don Juan, cómo protege el peyote . . . ?

No me dejó terminar. Me tocó vigorosamente el hom­bro.

‑No lo nombres nunca así. Todavía no lo has visto lo bastante para conocerlo.

‑¿Cómo protege Mescalito a la gente?

‑Aconseja. Responde cualquier cosa que le preguntes.

‑¿Entonces Mescalito es real? Digo, ¿es algo que puede verse?

Pareció desconcertado por mi pregunta. Me miró con una especie de expresión vacía.

‑Lo que quise decir es que Mescalito . . .

‑Oí lo que dijiste, ¿Qué no lo viste anoche?

Quise decirle que sólo había visto un perro, pero noté su mirada de extrañeza.

‑¿Entonces cree usted que lo que vi anoche era él?

Me miró con desprecio. Chasqueó la lengua, sacudió la cabeza como si no pudiera creerlo, y en tono muy belicoso añadió:

‑¿A poco crees que era tu . . . mamá?

Hizo una pausa antes de "mamá" porque lo que iba a decir era "tu chingada madre". La palabra "mamá" resultó tan incongruente que ambos reímos largo tiempo.

Luego me di cuenta de que se había quedado dormido sin responder a mi pregunta.

 

Domingo, 6 de agosto, 1961

Llevé a don Juan en mi auto a la casa donde yo había to­mado peyote. En el camino me dijo que el hombre que me "ofreció a Mescalito" se llamaba John. Al llegar a la casa encontramos a John sentado en el zaguán con dos hombres jóvenes. Todos se mostraron en extremo joviales. Reían y charlaban con gran desenvoltura. Los tres hablaban inglés perfectamente. Dije a John que iba a darle las gracias por haberme ayudado:

Quería saber su opinión sobre mi conducta durante la experiencia alucinógena, y les dije que había estado tratando de pensar en lo que hice aquella noche y no podía recordar. Rieron y se mostraron renuentes a hablar del asunto. Pa­recían contenerse a causa de don Juan. Todos lo miraban de reojo, como esperando su autorización para hablar. Don Juan debió de dársela con alguna seña, aunque yo no adver­tí nada, porque de pronto John empezó a decirme qué había hecho yo aquella noche.

Dijo haber sabido que yo estaba "prendido" cuando me oyó vomitar. Calculó que había yo vomitado unas treinta veces. Don Juan rectificó y dijo que sólo diez.

‑Luego todos nos acercamos a ti ‑continuó John‑. Estabas tieso y tenlas convulsiones. Durante largo rato, acos­tado bocabajo, moviste los labios como si hablaras. Luego empezaste a pegar en el suelo con la cabeza, y don Juan te puso un sombrero viejo, y te detuviste. Estuviste horas temblando y gimiendo tirado en el piso. Creo que enton­ces todos nos dormimos, pero entre sueños yo te oía reso­plar y gruñir. Luego te oí resoplar y gruñir. Luego te oí gritar, y desperté. Te vi saltar por los aires, gritando. Te abalanzaste sobre el agua, tiraste la cacerola y empe­zaste a nadar en el charco.

"Don Juan te trajo más agua. Te quedaste quieto un rato, sentado frente a la cacerola. Luego te levantaste de golpe y te quitaste toda la ropa. Estuviste de rodillas frente al agua, bebiendo a grandes tragos. Luego nada más te quedaste ahí sentado, mirando el aire. Pensamos que ahí te ibas a quedar para siempre. Casi todo el mundo estaba dormido, hasta don Juan, cuando de repente te le­vantaste otra vez, aullando, y te fuiste detrás del perro. El perro se asustó, y aulló también, y corrió para atrás de la casa. Entonces, todo el mundo despertó.

"Todos nos levantamos. Regresaste por el otro lado, toda­vía persiguiendo al perro. El perro corría delante de ti ladrando y aullando. Debiste dar como veinte vueltas a la casa, corriendo en círculos, ladrando como perro. Tuve miedo de que a la gente le entrara curiosidad. No hay vecinos cerca, pero tus aullidos eran tan fuertes que podían haberse oído a millas de distancia.

‑Alcanzaste al perro ‑agregó uno de los jóvenes‑ y lo trajiste al zaguán en brazos.

‑Entonces te pusiste a jugar con el perro ‑prosiguió John‑. Luchabas con él, y el perro y tú se mordían y jugaban. Eso me hizo gracia. Mi perro no acostumbra jugar.

Pero esta vez tú y el perro estaban rodando uno encima de otro.

‑Luego corriste al agua y el perro bebió contigo ‑dijo el joven‑. Corriste cinco o seis veces al agua, con el perro.

-¿Cuánto duró eso? ‑pregunté.

‑Horas ‑dijo John‑. Durante un rato los perdimos de vista a los dos. Creo que corrieron para atrás de la casa. Nada más los oíamos ladrar y gruñir. Tú parecías de veras un perro; no podíamos distinguirlos.

‑A lo mejor era el perro solo ‑dije.

Rieron, y John dijo:

‑¡Tú estabas ahí ladrando, muchacho!

‑¿Qué pasó después?

Los tres hombres se miraron y parecieron tener dificul­tades para decidir qué pasó después. Finalmente, habló el joven que aún no decía nada.

‑Se atragantó ‑dijo mirando a John.

‑Sí, te atragantaste en serio. Comenzaste a llorar muy raro y luego caíste al piso. Pensamos que te estabas mor­diendo la lengua, don Juan te abrió las quijadas y te echó agua en la cara. Entonces empezaste otra vez a temblar y a tener convulsiones. Luego estuviste inmóvil un rato largo. Don Juan dijo que todo había terminado. Para en­tonces ya era de mañana, así que te tapamos con una cobija y te dejamos a dormir en el zaguán.

Calló en ese punto y miró a los otros hombres, que obvia­mente trataban de contener la risa. Se volvió a don Juan y le preguntó algo. Don Juan sonrió y respondió a la pre­gunta. John se volvió hacia mí y dijo:

‑Te dejamos en el porche porque teníamos miedo de que fueras a orinarte por los cuartos.

Todos rieron muy fuerte.

‑¿Qué me pasaba? ‑pregunté‑. ¿Hice yo. . . ?

‑¿Hiciste tú? -remedó John-. No íbamos a mencio­narlo, pero don Juan dice que está bien. ¡Te orinaste en mi perro!

‑¿Qué cosa?

‑No pensarás que el perro corría porque te tenía miedo, ¿verdad? Corría porque lo estabas orinando.

Hubo risa general en este punto. Traté de interrogar a uno de los jóvenes, pero todos reían, y no me escuchó.

‑Pero mi perro se desquitó ‑prosiguió John-: ¡tam­bién él se orinó en ti!

Esta afirmación era al parecer el colmo de lo cómico, porque todos rieron a carcajadas, incluso don Juan. Cuan­do se calmaron, pregunté con toda sinceridad:

‑¿Es cierto de verdad? ¿Pasó realmente?

‑Juro que mi perro te orinó de verdad ‑repuso John, todavía riendo.

De regreso rumbo a la casa de don Juan, le pregunté:

-¿Pasó en realidad todo eso, don Juan?

‑Sí ‑dijo él‑, pero ellos no saben lo que viste. No se dan cuenta de que estabas jugando con "él". Por eso no te molesté.

‑Pero este asunto del perro y yo orinándonos, ¿es verdad?

‑¡No era un perro! ¿Cuántas veces tengo que decírtelo? Esa es la única manera de entenderlo. ¡La única! Fue "él" quien jugó contigo.

‑¿Sabía usted que todo esto ocurrió antes de que yo se lo contara?

Vaciló un instante antes de responder.

‑No; después de que lo contaste, recordé el aspecto raro que tenías. Nada más supuse que te estaba yendo muy bien porque no parecías asustado.

‑¿De veras jugó el perro conmigo como dicen?

‑¡Carajo! ¡No era un perro!

 

Jueves, 17 de agosto, 1961

Expuse a don Juan mi sentir con respecto a la experiencia. Desde el punto de vista de mi propuesto trabajo, había sido desastrosa. Dije que no me apetecía otro "encuentro" similar con Mescalito. Acepté que cuanto me ocurrió había sido más que interesante, pero añadí que nada de ello po­día realmente impulsarme a buscarlo de nuevo. Creía seria­mente no estar hecho para ese tipo de empresas. El peyote me había producido, como reacción posterior, una extraña clase de incomodidad física. Era un miedo o una desdicha indefinidos; una cierta melancolía, que yo no podía definir con exactitud. Y tal estado no me parecía noble en modo alguno.

Don Juan rió y dijo:

-Estás empezando a aprender.

‑Este tipo de aprendizaje no es para mí. No estoy hecho para él, don Juan.

‑Tú eres muy exagerado.

‑Esta no es ninguna exageración.

‑Lo es. El único problema es que solamente exageras los malos aspectos.

‑En lo que a mí toca, no hay buenos aspectos. Todo lo que sé es que me da miedo.

‑No hay nada malo en tener miedo. Cuando uno teme, ve las cosas en forma distinta.

‑Pero a mi no me importa ver las cosas en forma dis­tinta, don Juan. Creo que voy a dejar en paz el aprendizaje sobre Mescalito. No puedo con él, don Juan, Esta es en realidad una mala situación para mi.

‑Claro que es mala . . . hasta para mi. Tú no eres el único sorprendido.

‑¿Por qué iba a estar sorprendido usted, don Juan?

‑He estado pensando en lo que vi la otra noche. Mescalito de veras jugó contigo. Eso me extrañó, porque fue una señal,

‑¿Qué clase de señal, don Juan?

‑Mescalito te señaló.

‑¿Para qué?

‑No lo tenía yo claro entonces, pero ahora sí. Quería decirme que tú eras el escogido. Mescalito te señaló y con eso me dijo que tú eras el escogido.

‑¿Quiere usted decir que me escogió entre otros para alguna tarea, o algo así?

‑No. Quiero decir que Mescalito me dijo que tú podías ser el hombre que busco.

‑¿Cuándo se lo dijo, don Juan?

‑Al jugar contigo me lo dijo. Eso te hace mi escogido.

‑¿Qué significa ser el escogido?

‑Tengo secretos. Tengo secretos que no podré revelar a nadie si no encuentro a mí escogido. La otra noche, cuando te vi jugar con Mescalito, se me aclaró que eras tú. Pero no eres indio. ¡Qué extraño!

‑Pero ¿qué significa para mí, don Juan? ¿Qué tengo que hacer?

‑Me he decidido y voy a enseñarte los secretos que co­rresponden a un hombre de conocimiento.

‑¿Quiere usted decir sus secretos sobre Mescalito?

‑Sí, pero ésos no son los únicos secretos que tengo. Hay otros, de distinta clase, que me gustaría revelar a al­guien. Yo mismo tuve un maestro, mi benefactor, y también me convertí en su escogido al realizar cierta hazaña. El me enseñó todo lo que sé.

Le pregunté de nuevo qué requeriría de mí este nuevo papel; dijo que sólo se trataba de aprender, en el sentido de lo que yo había experimentado en las sesiones con él.

La manera en que la situación había evolucionado era bastante extraña. Yo había decidido decirle que iba a abandonar la idea de aprender sobre el peyote, pero antes de que pudiera lograrlo realmente él me ofreció enseñarme sus "secretos". Ignoraba qué quería decir con eso, pero sentía que esta vuelta súbita era muy seria. Argumenté que no llenaba los requisitos para una tarea así, pues ésta requería una rara ciase de valor que yo no poseía. Le dije que la inclinación de mi carácter era hablar de actos que otros realizaban. Yo quería oír sus pareceres y opiniones acerca de todo. Le dije que sería feliz de poder estar allí sentado, escuchándolo durante días enteros. Para mí, eso seria aprender.

Escuchó sin interrumpirme. Hablé mucho tiempo. Luego dijo:

‑Todo eso es muy fácil de entender. El miedo es el primer enemigo natural que un hombre debe derrotar en el camino del saber. Además, tú eres curioso. Eso compensa. Y aprenderás a pesar tuyo; ésa es la regla.

Protesté un rato más, tratando de disuadirlo. Pero él parecía convencido de que no me quedaba otra alternativa sino aprender.

‑No estás pensando bien ‑dijo‑. Mescalito de veras jugó contigo. Eso es lo único que hay que tener en cuenta. ¿Por qué no te ocupas de eso y no de tu miedo?

‑¿Fue tan poco común?

‑Eres la primera persona que he visto jugar con él. No estás acostumbrado a esta clase de vida; por eso las seña­les se te escapan. Así y todo eres una persona seria, pero tu seriedad está ligada a lo que tú haces, no a lo que pasa fuera de ti. Te ocupas demasiado de ti mismo. Ese es el problema. Y eso produce una tremenda fatiga.

‑¿Pero qué otra cosa puede uno hacer, don Juan?

‑Busca y ve las maravillas que te rodean. Te cansarás de mirarte a ti mismo, y el cansancio te hará sordo y ciego a todo lo demás.

‑Dice usted bien, don Juan, pero ¿cómo puedo cambiar? ‑Piensa en la maravilla de que Mescalito jugara conti­go. No pienses en otra cosa; ,lo demás te llegará por su propia cuenta.

 

Domingo, 20 de agosto, 1961

La noche pasada, don Juan procedió a introducirme en el terreno de su saber. Estábamos sentados frente a su casa, en la oscuridad. De improviso, tras un largo silencio, em­pezó a hablar. Dijo que iba a aconsejarme con las mismas palabras usadas por su propio benefactor el día en que lo tomó como aprendiz. Al parecer, don Juan había memori­zado las palabras, pues las repitió varias veces para ase­gurarse de que no se me fuera ninguna,

‑Un hombre va al saber como a la guerra: bien despier­to, con miedo, con respeto y con absoluta confianza. Ir en cualquier otra forma al saber o a la guerra es un error, y quien lo cometa vivirá para lamentar sus pasos.

Le pregunté por qué era así, y dijo que, cuando un hombre ha cumplido estos cuatro requisitos, no hay erro­res por los que deba rendir cuentas; en tales condiciones sus actos pierden la torpeza de las acciones de un tonto. Si tal hombre fracasa, o sufre una derrota, sólo habrá per­dido una batalla, y eso no provocará deploraciones lasti­mosas.

Declaró luego su intención de enseñarme lo que es un "aliado" en la misma forma exacta como su benefactor se lo había enseñado a él. Recalcó con fuerza las palabras "misma forma exacta.", repitiendo la frase varias veces.

Un "aliado", dijo, es un poder que un hombre puede traer a su vida para que lo ayude, lo aconseje y le dé la fuerza necesaria para ejecutar acciones, grandes o pequeñas, justas o injustas. Este aliado es necesario para engrandecer la vida de un hombre, guiar sus actos y fomentar su conocimiento. De hecho, un aliado es la ayuda indispensable para saber. Don Juan decía esto con gran convicción y fuer­za. Parecía elegir cuidadosamente sus palabras. Repitió cua­tro veces la siguiente frase:

‑Un aliado te hará ver y entender cosas sobre las que ningún ser humano podría jamás iluminarte.

‑¿Es un aliado algo parecido a un espíritu guardián?

‑No es ni espíritu ni guardián. Es una ayuda.

‑¿Es Mescalito el aliado de usted?

‑¡No! Mescalito es otra clase de poder. ¡Un poder único! Un protector, un maestro.

‑¿En qué se diferencia Mescalito de un aliado?

‑A Mescalito no se le puede domar y usar como se doma y se usa a un aliado. Mescalito está fuera de uno mismo. Escoge mostrarse en muchas formas a quienquiera que tenga enfrente, sin importarle que sea un brujo o un peón.

Don Juan hablaba con hondo fervor de que Mescalito era el maestro de la buena manera de vivir. Le pregunté cómo enseñaba Mescalito a "vivir como se debe", y don Juan repuso que Mescalito muestra cómo vivir.

-¿Cómo lo muestra? ‑pregunté.

‑Tiene muchos modos de hacerlo. A veces lo enseña en su mano, o en las piedras, o los árboles, o nomás enfrente de uno.

‑¿Es como una imagen enfrente de uno?

‑No. Es una enseñanza enfrente de uno.

‑¿Habla Mescalito a la persona?

‑Sí. Pero no con palabras.

‑¿Entonces cómo habla?

-A cada hombre le habla distinto.

Sentí que mis preguntas lo molestaban. No hice ninguna más. El siguió explicando que no había pasos exactos para conocer a Mescalito; por tanto, nadie podía instruir sobre él a excepción de Mescalito mismo, Esta característica lo hacía un poder único; no era el mismo para todos los hombres.

En cambio, dijo don Juan, la adquisición de un aliado requería la enseñanza más precisa y el seguir, sin desviación, una serie de etapas o pasos. Hay muchos de esos poderes aliados en el mundo, dijo, pero él sólo conocía bien dos de ellos. E iba a guiarme a ellos y a sus secretos, pero de mí dependía escoger uno de los dos, pues sólo uno podía tener. El aliado de su benefactor estaba en la yerba del diablo, dijo, pero a él en lo personal no le gustaba, aun­que gracias al benefactor sabía sus secretos. Su propio aliado estaba en el "humito", dijo, pero no concretó la naturale­za del humo.

Inquirí al respecto. Permaneció callado. Tras una larga pausa le pregunté:

-¿Qué clase de poder es un aliado?

‑Ya te dije: es una ayuda.

‑¿Cómo ayuda?

‑Un aliado es un poder capaz de llevar a un hombre más allá de sus propios límites. Así es como un aliado puede revelar cosas que ningún ser humano podría.

‑Pero Mescalito también lo saca a uno de sus propios límites. ¿No lo convierte eso en un aliado?

‑No. Mescalito te saca de ti mismo para enseñarte. Un aliado te saca para darte poder.

Le pedí explicarme el punto con más detalle, o describir la diferencia entre ambos efectos. Me miró largo rato y rió. Dijo que aprender por medio de la conversación era no sólo un desperdicio sino uno estupidez, porque el apren­der era la tarea más difícil que un hombre podía echarse encima. Me pidió recordar la vez que traté de hallar mi sitio, y cómo quería yo encontrarlo sin trabajo porque espe­raba que él me diese toda la información. Si lo hubiera hecho, dijo, yo jamás habría aprendido. Pero el saber cuán difícil era hallar mi sitio, y sobre todo el saber que existía, me darían un peculiar sentido de confianza. Dijo que mien­tras yo permaneciese enclavado en mi "sitio bueno" nada podría causarme daño corporal, porque yo tenía la seguri­dad de que en ese sitio específico me hallaba lo mejor po­sible. Tenía el poder de rechazar cuanto pudiera serme dañino. Pero si él me hubiese dicho dónde estaba el sitio, yo jamás habría tenido la confianza necesaria para conside­rar esto como verdadero saber. Así, saber era ciertamente poder.

Don Juan dijo entonces que, siempre que un hombre se propone aprender, debe laborar tan arduamente como yo lo hice para encontrar aquel sitio, y los límites de su apren­dizaje están determinados por su propia naturaleza. Así, no veía objeto en hablar del conocimiento. Dijo que ciertas clases de saber eran demasiado poderosas para la fuerza que yo tenía: hablar de ellas sólo me acarrearía daño. Al parecer sintió que no había nada más que quisiera decir. Se levantó y fue rumbo a su casa. Le dije que la situación me abrumaba. No era lo que yo había pensado ni deseado.

Dijo que los temores son naturales; todos los sentimos y no podemos evitarlo. Pero por otra parte, pese a lo ate­morizante que sea el aprender, es más terrible pensar en un hombre sin aliado o sin conocimientos.

 

III

 

Pasaron más de dos años entre el tiempo en que don Juan decidió instruirme acerca de los poderes aliados y el tiem­po en que me consideró listo para aprender sobre ellos en la forma pragmática y partícipe que él consideraba aprendizaje; en dicho lapso definió gradualmente las característi­cas generales de los dos aliados en cuestión. Me preparó para el corolario indispensable de todas las verbalizaciones y la consolidación de todas las enseñanzas: los estados de realidad no ordinaria.

Al principio, se refería de un modo muy casual a los poderes aliados. Las primeras menciones, en mis notas, están intercaladas entre otros temas de conversación

 

Miércoles, 23 de agosto, 1961

‑La yerba del diablo [toloache] era el aliado de mi bene­factor. Podría haber sido también el mío, pero no me gustó.

‑¿Por qué no le gustó la yerba del diablo, don Juan?

‑Tiene una desventaja seria.

‑¿Es inferior a otros poderes aliados?

‑No. No me estás entendiendo. La yerba del diablo es tan poderosa como el mejor de los aliados, pero tiene algo que a mí en lo personal no me gusta.

‑¿Me puede decir qué es?

‑Malogra a los hombres. Los hace probar el poder de­masiado pronto, sin fortificar sus corazones, y los hace domi­nantes y caprichosos. Los hace débiles en medio de gran poder.

‑¿No hay alguna manera de evitarlo?

‑Hay una manera de superar todo esto, pero no de evitarlo. Quien se hace aliado de la yerba debe pagar ese precio.

‑¿Cómo puede uno superar ese efecto, don Juan?

‑La yerba del diablo tiene cuatro cabezas: la raíz, el tallo y las hojas, las flores, y las semillas. Cada una es dife­rente, y quien se haga su aliado tiene que aprenderlas en ese orden. La cabeza más importante está en las raíces. El poder de la yerba del diablo se conquista por las raí­ces. El tallo y las hojas son la cabeza que cura enfermedades; bien usada, esta cabeza es un don a la humanidad. La tercera cabeza está en las flores y se usa para volver locos a los hombres, o para hacerlos obedientes, o para ma­tarlos. El hombre que tiene a la yerba de aliado nunca torna las flores, ni tampoco toma el tallo y las hojas, a no ser que esté enfermo, pero las raíces y las semillas se toman siempre, sobre todo las semillas: son la cuarta cabe­za de la yerba del diablo, y la más poderosa de todas.

 

"Mi benefactor decía que las semillas son la 'cabeza sobria': la única parte capaz de fortificar el corazón del hombre. La yerba del diablo es dura con sus protegidos, decía él, porque busca matarlos aprisa, y por lo común lo logra antes de que puedan llegar a los secretos de la 'cabe­za sobria'. Sin embargo, por ahí dicen que hubo hombres que averiguaron los secretos de la cabeza sobria. ¡Qué prue­ba para un hombre de conocimiento!"

-¿Averiguó su benefactor tales secretos?

‑No, él no.

‑¿Conoce usted a alguien que lo haya hecho?

‑No. Pero vivieron en un tiempo en que ese saber era

importante.

‑¿Conoce a alguien que sepa de gente así?

‑No, yo no.

‑¿Conocía a alguien su benefactor?

-El sí,

‑¿Por qué no llegó su benefactor a los secretos de la cabeza sobria?

‑Domar la yerba del diablo para hacerla un aliado es una de las tareas más difíciles que conozco. Ella y yo, por ejemplo, jamás nos hicimos alianza, quizá porque nunca le tuve cariño.

‑¿Puede usted usarla todavía como aliado, aunque no le tenga cariño?

‑Puedo, sólo que prefiero no hacerlo. Tal vez contigo sea diferente.

‑¿Por qué se llama yerba del diablo?

Don Juan hizo un gesto de indiferencia, alzó los hom­bros y permaneció callado algún tiempo. Finalmente dijo que "yerba del diablo" era su nombre de leche. Había, añadió, otros nombres para la yerba del diablo, pero no debían usarse porque el pronunciar un nombre era asunto serio, sobre todo si uno estaba aprendiendo a domar un poder aliado. Le pregunté por qué el pronunciar un nombre era cosa tan grave. Dijo que los nombres se reservaban para usarse sólo al pedir ayuda, en momentos de gran apuro y necesidad, y me aseguró que tales momentos ocu­rren tarde o temprano en la vida de quien busca el conoci­miento.

 

Domingo, 3 de septiembre, 1961

Hoy en la tarde don Juan recogió del campo dos plantas Datura.

Inesperadamente trajo a colación el terna de la yerba del diablo, y luego me pidió acompañarlo a los cerros a bus­car una.

Fuimos en coche hasta las montañas cercanas. Saqué de la cajuela una pala y nos adentramos por una de las caña­das. Caminamos bastante rato, vadeando el chaparral que crecía denso en la tierra suave, arenosa. Don Juan se detuvo junto a una planta pequeña con hojas de color verde oscuro y flores grandes, blancuzcas, acampanadas.

‑Esta ‑dijo.

Inmediatamente empezó a cavar. Traté de ayudarlo, pero él me rechazó con una vigorosa sacudida de cabeza y siguió cavando un hoyo circular en torno a la planta: un hoyo de forma cónica, hondo hacia el borde exterior, con un mon­tículo en el centro del círculo. Dejando de cavar, se arrodilló cerca del tallo y limpió con los dedos la tierra suave en torno, descubriendo unos diez centímetros de una raíz grande, tuberosa, bifurcada, cuyo grosor contrastaba mar­cadamente con el del tallo, que parecía frágil por compa­ración.

Don Juan me miró y dijo que la planta era "macho" porque la raíz se bifurcaba desde el punto exacto en que se unía al tallo. Luego se levantó y echó a andar buscando algo.

‑¿Qué busca usted, don Juan?

‑Quiero hallar un palo.

Empecé a mirar en torno, pero él me detuvo.

‑¡Tú no! Tú siéntate allí ‑señaló unas rocas como a seis metros de distancia‑. Yo lo encontraré.

Volvió tras un rato con una rama larga y seca. Usándola a manera de coa, aflojó cuidadosamente la tierra a lo lar­go de los dos ramales divergentes de la raíz. Limpió en torno a ellos hasta una profundidad aproximada de medio metro. Cuanto más ahondaba, más apretada estaba la tierra, hasta el punto de ser prácticamente impenetrable a la vara.

Dejó de cavar y se sentó a recobrar el aliento. Me senté junto a él. Pasamos largo rato sin hablar.

‑¿Por qué no la saca usted con la pala? ‑pregunté.

‑Podría cortar y dañar a la planta. Tuve que conse­guirme un palo de este sitio para que así, en caso de pegarle a la raíz, el daño no fuera tanto como el que haría una pala o un objeto extraño.

‑¿Qué clase de palo trajo usted?

‑Cualquier rama seca de paloverde es buena. Si no hay ramas secas, tienes que cortar una fresca.

‑¿Pueden usarse las ramas de cualquier otro árbol?

‑Ya te dije: sólo de paloverde y de ningún otro.

‑¿Por qué, don Juan?

‑Porque la yerba del diablo tiene muy pocos amigos, y el paloverde es el único árbol de por aquí que se lleva bien con ella: lo único que prende. Si dañas la raíz con una pala, no crecerá cuando la vuelvas a plantar, pero si la lastimas con un palo de ésos, lo más probable es que ni lo sienta.

‑¿Qué va usted a hacer ahora con la raíz?

‑Voy a cortarla. Debes dejarme. Vete a buscar otra planta y espera que te llame.

‑¿No quiere que lo ayude?

‑¡Sólo puedes ayudarme si te lo pido!

Alejándome, empecé a buscar otra planta, combatiendo el fuerte deseo de rondar a hurtadillas y observar a don Juan. Tras un rato se me unió.

‑Ahora vamos a buscar la hembra ‑dijo.

‑¿Cómo los distingue usted?

‑La hembra es más alta y crece por encima del suelo, así que realmente parece un arbolito. El macho es grande y se extiende cerca del suelo y más parece un matorral espeso. Cuando saquemos a la hembra verás que la raíz se hunde por un buen trecho antes de hacerse horcón. El macho, en cambio, tiene el horcón de la raíz pegada al tallo.

Buscamos juntos por el campo de daturas. Luego, seña­lando una planta, dijo: "Esa es hembra." Y procedió a cavar en torno de ella como había hecho antes. Apenas descubrió la raíz pude ver que ésta se ajustaba a su pre­dicción. Lo dejé nuevamente cuando se disponía a cortarla.

Al llegar a su casa, abrió el bulto donde había puesto las daturas. Sacó primero la más grande, el macho, y la lavó en una amplia bandeja de metal. Limpió cuidadosa­mente toda la tierra de la raíz, el tallo y las hojas. Después de esa limpieza minuciosa, separó el tallo de la raíz haciendo una incisión superficial en torno a su juntura con un cu­chillo corto y serrado, y quebrando la planta por allí. Tomó el tallo y separó cada una de sus partes haciendo montones individuales con las hojas, las flores y las espinosas vainas de semilla. Tiró cuanto estaba seco o comido de gusanos, y conservó sólo las partes intactas. Unió ambos ramales de la raíz atándolos con dos trozos de cordel, los quebró por la mitad tras hacer un corte superficial en la juntura, y obtuvo dos pedazos de raíz de igual tamaño,

Luego tomó un trozo de arpillera áspera y colocó en él los dos pedazos de raíz atados; encima puso las hojas en un montón ordenado, luego las flores, las vainas y el tallo. Dobló la arpillera e hizo un nudo con las puntas.

Repitió exactamente los mismos pasos con la otra planta, la hembra, sólo que al llegar a la raíz, en vez de cortarla, dejó intacta la horqueta, como una letra Y invertida. Luego puso todos los pedazos en otro bulto de tela. Cuando ter­minó, ya había oscurecido.

 

Miércoles, 6 de septiembre, 1961

Hoy, al atardecer, volvimos al tema de la yerba del diablo.

-Creo que deberíamos empezar otra vez con esa planta ‑dijo de pronto don Juan.

Tras un silencio cortés pregunté:

‑¿Qué va usted a hacer con las plantas?

‑Las plantas que saqué y corté son mías ‑dijo‑. Es como si fueran yo mismo; con ellas voy a enseñarte la ma­nera de domar a la yerba del diablo.

‑¿Cómo lo hará usted?

‑La yerba del diablo se divide en partes. Cada parte es distinta; cada una tiene su propósito y su servicio únicos.

Abrió la mano izquierda y midió sobre el piso desde la punta del pulgar hasta la del dedo anular.

‑Esta es mi parte. Tú medirás la tuya con tu propia mano. Ahora bien, para establecer dominio sobre la yerba del diablo, debes empezar por tomar la primera parte de la raíz. Pero como yo te he traído con ella, debes tomar la primera parte de la raíz de mi planta. Yo la he medido por ti, de modo que en realidad es mi parte la que debes tomar al principio.

Entró en la casa y sacó uno de los bultos de arpillera. Se sentó y lo abrió. Advertí que era la planta macho. También noté que sólo había un pedazo de raíz. Don Juan tomó el trozo restante de los dos originales y lo sostu­vo frente a mi cara,

‑Esta es mi primera parte ‑dijo‑. Yo te la doy. Yo mismo la he cortado para ti. La he medido como mía; ahora te la doy.

Por un instante, se me ocurrió que debería masticar la raíz como una zanahoria, pero él la metió en una bolsita blanca de algodón.

Fue a la parte trasera de la casa. Allí tomó asiento en el piso, cruzando las piernas, y con una "mano" redonda empezó a macerar la raíz dentro de la bolsa. Trabajaba sobre una piedra lisa que servía de mortero. De vez en vez lavaba las dos piedras, conservando el agua en un pequeño recipiente plano, labrado en un trozo de madera.

Al golpear cantaba, en forma muy suave y monótona, una cantilena ininteligible. Cuando hubo convertido la raíz en una pulpa blanda dentro de la bolsa, la colocó en el recipiente de madera. Volvió a meter allí el metate y la mano, llenó de agua la palangana y después la llevó a una especie de bebedero rectangular para cerdos colocado con­tra la cerca trasera.

Dijo que la raíz debía remojarse toda la noche y tenia que dejarse afuera de la casa para que recibiera el sereno.

‑Si mañana es día de sol y calor, será muy buena señal.

 

Domingo, 1° de septiembre, 1961

El jueves 7 de septiembre fue un día muy claro y caluroso. Don Juan parecía muy complacido con el buen augurio y repitió varias veces que probablemente yo le había caído bien a la yerba del diablo. La raíz se había remojado toda la noche, y a eso de las 10 a.m. fuimos detrás de la casa.

El sacó la palangana de la artesa, la puso en el suelo y se sentó al lado. Tomó la bolsa y la frotó contra el fondo. La alzó unos centímetros por encima del agua y la expri­mió, para luego dejarla caer. Repitió los mismos pasos tres veces más; luego desechó la bolsa, tirándola en la artesa, y dejó la palangana bajo el sol ardiente.

Regresamos dos horas después. Don Juan sacó una tetera de tamaño mediano, con agua amarillenta hirviendo. Ladeó la palangana con mucho tiento y vació el agua de encima, conservando el sedimento espeso acumulado en el fondo. Vació el agua hirviendo sobre el sedimento y dejó nueva­mente la palangana en el sol.

Esta secuencia se repitió tres veces a intervalos de más de una hora. Finalmente, vació casi toda el agua de la palangana, inclinó ésta a modo de que recibiera el sol del atardecer, y la dejó.

Cuando regresamos horas después, estaba oscuro. En el fondo de la palangana había una capa de sustancia gomosa. Parecía almidón a medio cocer, blancuzco o gris claro. Ha­bía quizá toda una cucharada cafetera de esa sustancia. Don Juan llevó la palangana a la casa, y mientras él ponía agua a hervir, yo quité trozos de tierra que el viento había echado en el sedimento. Se rió de mí.

‑Ese poquito de tierra no le hace daño a nadie.

Cuando el agua hervía, virtió poco más o menos una taza en la palangana. Era la misma agua amarillenta usada antes. Disolvió el sedimento formando una especie de sustancia lechosa.

‑¿Qué clase de agua es ésa, don Juan?

‑Agua de flores y frutas de la cañada.

Vació el contenido de la palangana en un viejo jarro de barro que parecía florero. Todavía estaba. muy caliente, de modo que sopló para enfriarlo. Tomó un sorbo y me pasó el jarro,

‑¡Bebe ya! ‑dijo.

Lo tomé automáticamente, y sin deliberación bebí toda el agua. Era un poco amarga, aunque su amargor era ape­nas perceptible. Lo que resaltaba mucho era el olor acre del agua. Olía a cucarachas.

Casi inmediatamente empecé a sudar. Me dio mucho calor y la sangre se me agolpó en las orejas. Vi una man­cha roja delante de mis ojos, y los músculos de mi estómago empezaron a contraerse en dolorosos retortijones. Tras un rato, aunque ya no sentía dolor, empecé a enfriarme; el sudor literalmente me empapaba.

Don Juan me preguntó si veía negrura o manchas negras frente a mis ojos. Le dije que lo veía todo rojo,

Mis dientes castañeteaban a causa de un nerviosismo in­controlable que me llegaba en oleadas, como irradiando del centro de mi pecho.

Luego me preguntó si tenía miedo. No encontraba yo sentido a sus preguntas. Le dije que obviamente tenía mie­do, pero él me preguntó nuevamente si tenía miedo de ella. No comprendí a qué se refería y dije que sí. El rió y dijo que yo no tenía miedo en realidad. Me preguntó si seguía viendo rojo. Todo lo que yo veía era una enorme mancha roja frente a mis ojos.

Tras un rato me sentí mejor. Gradualmente desaparecie­ron los espasmos nerviosos, dejando sólo un cansancio do­liente, agradable, y un intenso deseo de dormir. No podía tener los ojos abiertos, aunque aún oía la voz de don Juan. Me dormí. Pero la sensación de estar sumergido en un rojo profundo persistió toda la noche. Incluso soñé en rojo.

Desperté el sábado, alrededor de las 3 p.m. Había dormido casi dos días. Tenía una leve jaqueca y el estómago revuelto, y dolores intermitentes, muy agudos, en los intes­tinos. A excepción de eso, todo era como un despertar ordinario. Encontré a don Juan dormitando frente a su casa. Me sonrió.

‑Todo salió muy bien la otra noche ‑dijo‑. Viste rojo y eso es todo lo que importa.

‑¿Qué habría pasado si no hubiera visto rojo?

‑Habrías visto negro, y eso es mala señal.

‑¿Por qué es mala?

‑Cuando un hombre ve negro, quiere decir que no está hecho para la yerba del diablo, y vomita las entrañas, todas verdes y negras.

‑¿Y se muere?

‑No creo que nadie muera de esto, pero sí se puede enfermar por mucho tiempo.

‑¿Qué les pasa a quienes ven rojo?

‑No vomitan, y la raíz les produce un efecto de placer, lo cual significa que son fuertes y de naturaleza violenta: eso le gusta a la yerba. Así es como incita. Lo único malo es que los hombres terminan siendo esclavos suyos a cam­bio del poder que les da. Pero sobre esas cosas no tenemos control. El hombre vive sólo para aprender. Y si aprende es porque ésa es la naturaleza de su suerte, para bien o para mal.

‑¿Qué debo hacer luego, don Juan?

‑Luego debes plantar un brote que he cortado de la otra mitad de la primera parte de raíz. Tú la otra noche tomaste la mitad, y ahora hay que meter en la tierra la otra mitad. Tiene que crecer y dar semilla antes de que puedas emprender la verdadera tarea de domar a la planta.

‑¿Cómo la domaré?

‑La yerba del diablo se doma por la raíz. Paso a paso, debes aprender los secretos de cada parte de la raíz. Debes tomarlas para aprender los secretos y conquistar el poder.

‑¿Se preparan las distintas partes en la misma forma en que usted preparó la primera?

‑No, cada parte es distinta.

‑¿Cuáles son los efectos específicos de cada parte?

‑Ya te dije: cada una enseña una forma distinta de poder. Lo que tomaste la otra noche no es nada todavía. Cualquiera puede con eso. Pero sólo el brujo puede tomar las partes más hondas. No puedo decirte qué hacen porque todavía no sé si ella irá a tomarte. Hay que esperar. ,

‑¿Cuándo me dirá, entonces?

‑Cuando tu planta crezca y dé semilla.

‑Si cualquiera puede tomar la primera parte, ¿para qué se usa?

‑Diluida, es buena para todas las cosas de la hombría: gente vieja que ha perdido el vigor, o jóvenes que buscan aventuras, o hasta mujeres que quieren pasión.

‑Dijo usted que la raíz se usa sólo para el poder, pero veo que también se usa para otras cosas aparte del poder. ¿Estoy en lo cierto?

Me miró durante un rato muy largo, con una mirada firme que me hizo sentir incómodo. Sentí que mi pregunta lo había enojado, pero no podía comprender por qué.

‑La yerba se usa sólo para el poder ‑dijo finalmente con tono seco, severo‑. El hombre que quiere recobrar su vigor, la gente joven que busca soportar la fatiga y el ham­bre, el hombre que quiere matar a otro hombre, la mujer que quiere estar caliente: todos desean poder. ¡Y la yerba se lo da! ¿Sientes que la quieres? ‑preguntó tras una pausa.

‑Siento un vigor extraño ‑dije, y era verdad. Lo había advertido al despertar y lo sentía entonces. Era una sensa­ción muy peculiar de incomodidad, de amargura; todo mi cuerpo se movía y se estiraba con ligereza y fuerza inusita­das. Tenía comezón en los brazos y en las piernas. Mis hombros parecían henchirse; los músculos de mi espalda y de mi cuello me hacían sentir deseos de empujar árbo­les o frotarme contra ellos. Me sentía capaz de demoler un muro.

No dijimos más. Estuvimos un rato sentados en el za­guán. Noté que don Juan se estaba quedando dormido; cabeceó un par de veces y luego, sencillamente, estiró las piernas, se acostó en el piso con las manos tras la cabeza y se durmió. Me levanté y fui detrás de la casa, donde que­mé mi energía física extra limpiando la basura; don Juan, recordaba yo, había dicho que le gustaría que yo lo ayudase a limpiar detrás de su casa.

Más tarde, cuando él se despertó y vino al traspatio, yo me hallaba más relajado.

Nos sentamos a comer, y durante la comida me preguntó tres veces cómo me sentía. Siendo esto una rareza, terminé por preguntar:

‑¿Por qué le preocupa cómo me siento, don Juan? ¿Es­pera que tenga una mala reacción por haber tomado el jugo?

Rió. Pensé que se estaba portando como un niño travieso que ha armado una jugarreta e investiga los resultados de vez en cuando. Todavía riendo, dijo:

‑No pareces enfermo. Hace rato‑hasta me hablaste mal.

‑No es cierto, don Juan ‑protesté‑. No recuerdo haberle hablado nunca así.

Tomé muy en serio ese punto porque no recordaba haber­me sentido molesto con él.

‑Saliste en su defensa ‑dijo.

‑¿En defensa de quién?

‑Estabas defendiendo a la yerba del diablo. Ya pare­cías su amante.

Yo iba a protestar aún más vigorosamente, pero me con­tuve.

‑De veras no me di cuenta de que estaba defendiéndola.

‑Claro que no. Ni siquiera te acuerdas de lo que dijis­te, ¿verdad?

‑No, no me acuerdo. Tengo que admitirlo.

‑Ya ves. Así es la yerba del diablo. Se te cuela como una mujer. Ni siquiera te das cuenta. Todo lo que sabes es que te hace sentirte bien y con poder: los músculos se hinchan de vigor, los puños dan comezón, las plantas de. los pies arden por perseguir a alguien. Cuando un hombre la conoce es cuando de veras se llena de ansias. Mi benefactor decía que la yerba del diablo se queda con los hombres que quieren poder y se deshace de los que no pueden con ella. Pero el poder era más común entonces; se buscaba con más ganas. Mi benefactor era un hombre poderoso y, según lo que me dijo, su benefactor era todavía más dado a buscar poder. Pero en esos días había razón para ser poderoso.

‑¿Piensa usted que ya no hay razón para el poder en estos di as?

‑El poder está bien para ti, ahora. ‑Eres joven. No eres indio. Acaso la yerba del diablo sea buena en tus manos. Parece que te gustó. Te hizo sentirte fuerte. Yo mismo sentí todo eso. Y sin embargo no me gustó.

‑¿Puede decirme por qué, don Juan?

‑¡No me gusta su poder! Ya no sirve de nada. En otros tiempos, como aquellos de los que mi benefactor me contaba, había razón para buscar poder. Los hombres reali­zaban hazañas fenomenales, eran admirados por su fuerza y temidos y respetados por su saber. Mi benefactor me con­taba historias de hazañas verdaderamente fenomenales que se realizaron hace mucho, mucho. Pero ahora nosotros, los indios, ya no buscamos ese poder. Hoy en día, los indios usan la yerba para darse friegas. Usan las hojas y las flores para otras cosas; hasta dicen que les curan los granos. Pero no buscan su poder: un poder que actúa como un imán, más potente y más peligroso de manejar cuanto más se ahonda la raíz en la tierra. Cuando uno llega a los cuatro metros ‑dicen que algunos han llegado‑ encuentra el sitio del poder permanente, poder sin fin. Muy pocos seres humanos han hecho esto en el pasado, y nadie lo hace hoy.

Te lo digo, nosotros los indios ya no necesitamos el poder de la yerba del diablo. Creo que poco a poco he­mos perdido el interés, y ahora el poder ya no importa. Yo mismo no lo busco, y sin embargo una vez, cuando tenía tu edad, también sentía por dentro su hinchazón. Me sentía como tú te sentiste hoy, sólo que quinientas veces más fuerte. Maté a un hombre con un solo golpe de mi brazo. Podía aventar peñascos, peñascos enormes que ni veinte hombres podían mover. Una vez salté tan alto que tronché las copas de los árboles más altos. ¡Pero todo eso fue de balde! Lo único que hacía era asustar a los indios: nada más a los indios. Los demás, que no sabían nada de eso, no lo creían. Veían un indio loco, o bien algo que se movía en las copas de los árboles.

Estuvimos callados largo tiempo. Yo necesitaba decir algo.

‑Era distinto cuando había gente en el mundo ‑pro­siguió‑, gente que sabia que, un hombre podía conver­tirse en león de montaña o en pájaro, o que un hombre podía volar así nomás. Por eso ya no uso la yerba del diablo. ¿Para qué? ¿Para asustar a los indios?

Y lo vi triste, y una honda simpatía me llenó. Quise decirle algo, aunque fuera una perogrullada,

‑Tal vez, don Juan, ése sea el destino de todos los hom­bres que quieren saber.

‑Tal vez ‑dijo suavemente.

 

Jueves, 23 de noviembre, 1961

Al llegar en el auto, no vi a don Juan sentado en su za­guán. Eso me pareció extraño. Lo llamé en voz alta y su nuera salió de la casa.

‑Está adentro ‑dijo.

Resultó que don Juan se había dislocado el tobillo varias semanas antes. Había hecho su propio enyesado remojando tiras de tela en una papilla de cacto y hueso molido. Las ti­ras, atadas estrechamente en torno del tobillo, habían for­mado al secarse un molde ligero, ajustado. Tenía la dureza del yeso, pero no su amplitud de volumen.

‑¿Cómo pasó? ‑pregunté.

La nuera, una yucateca, que lo estaba atendiendo, me contestó,

‑Fue un accidente. ¡Se cayó y casi se rompe el pie!

Don Juan rió y esperó que la mujer saliera de la casa antes de responder.

‑¡Qué accidente ni qué nada! Tengo cerca una enemi­ga. ¡La Catalina! Me empujó en un momento de debilidad y yo caí.

‑¿Por qué hizo eso ella?

‑Porque quería matarme, por eso.

‑¿Estuvo aquí con usted?

‑¡Sí!

‑¿Por qué la dejó entrar?

‑Yo no la dejé. Ella entró volando,

‑¡Cómo dice!

‑Es chanate. Y muy buena para eso. Me cogió desprevenido. Ha estado tratando de acabarme desde hace mucho. Esta vez anduvo muy cerca.

‑¿Dijo usted que es un chanate? Digo, ¿es la Catalina un pájaro?

‑Ahí vas otra vez con tus preguntas. ¡Es un chanate! Igual que yo soy un cuervo. ¿Soy un hombre o un pájaro?

Soy un hombre que sabe cómo volverse pájaro. Pero hablan­do otra vez de la Catalina: ¡es una bruja del demonio! Su intención de matarme es tan fuerte que a duras penas logré quitármela de encima. El chanate se metió hasta mi casa y no pude detenerlo.

‑¿Puede usted convertirse en pájaro, don Juan?

‑¡Sí! Pero eso es algo que veremos después.

‑¿Por qué quiere matarlo?

‑Oh, hay un viejo problema entre nosotros. Se pasó de la raya, y ahora parece que tendré que acabar con ella antes de que ella acabe conmigo.

‑¿Va usted a usar brujería? ‑pregunté con gran expec­tación.

‑No seas tonto. Ninguna brujería trabajaría contra ella. ¡Tengo otros planes! Algún día te los diré.

‑¿Puede su aliado protegerlo de ella?

‑¡No! El humito nada más me dice qué hacer. Luego yo debo protegerme solo.

‑¿Y Mescalito? ¿Puede protegerlo de ella?

‑¡No! Mescalito es un maestro, no un poder que se use por motivos personales.

‑¿Y la yerba del diablo?

‑Ya te dije que debo protegerme solo, siguiendo las indicaciones de mi aliado el humito. Y hasta donde yo sé, el humito puede hacer cualquier cosa. Si quieres saber de lo que sea, el humo te dice. Y no sólo te da conocimiento, sino también los medios para proseguir. Es el aliado más maravilloso que un hombre pueda tener.

‑¿Es el humito el mejor aliado posible para todo el mundo?

‑Todos nosotros no somos iguales. Muchos le tienen miedo y no lo tocan, ni siquiera se le acercan. El humito es como todo lo demás; no se hizo para todos nosotros.

‑¿Qué clase de humo es, don Juan?

‑¡El humo de los adivinos!

había en su voz una reverencia perceptible; un estado de ánimo que yo nunca había notado anteriormente,

‑Empezaré por decirte exactamente lo que me dijo mi benefactor cuando empezó a enseñarme acerca de él. Aun­que en ese entonces, igual que tú ahora, yo no tenía modo de entender. "La yerba del diablo es para los que quieren poder. El humito es para los que quieren observar y ver." Y en mi opinión, el humito no tiene rival, Una vez que un hombre entra en su campo, todos los otros poderes están a su disposición. ¡Es magnífico! Y por supuesto, re­quiere una vida entera. Años nada más para familiarizarse con sus dos partes vitales: la pipa y la mezcla de fumar. La pipa me la dio mi benefactor, y después de tantos años de acariciarla se ha vuelto mía. Se ha hecho a mis manos. Pasarla a tus manos, por ejemplo, será una verdade­ra faena para mí, y una gran hazaña para ti, ¡si salimos con bien! La pipa sentirá la tensión de que alguien más la manosee, y si alguno de nosotros comete un error no habrá manera de evitar que la pipa se parta sola por su propia fuerza o se escape de nuestras manos para romperse, aun­que se caiga en un montón de paja. Si eso llega a suceder, será el fin de los dos. Sobre todo el mío. El humito se volvería contra mí en formas increíbles.

‑¿Cómo podría volverse contra usted si es su aliado?

Mi pregunta pareció alterar el curso de sus pensamientos. Pasó largo rato sin hablar.

La dificultad de los ingredientes ‑prosiguió de súbito- ­hace a la mezcla de fumar una de las sustancias más pe­ligrosas que conozco. Nadie puede prepararla sin que le enseñen. ¡Es veneno mortal para cualquiera que no sea el protegido del humito! La pipa y la mezcla deben tratarse con extremo cuidado. Y el hombre que trata de aprender debe prepararse llevando una vida dura, tranquila. Los efectos son tan terribles que sólo un hombre fuerte puede soportar la más pequeña fumada. Al principio todo es ate­rrador y confuso, pero cada fumada define más las cosas. ¡Y de pronto el mundo se abre de nuevo! ¡Increíble! Cuan­do esto sucede, el humito se ha hecho aliado de uno y le resolverá cualquier problema permitiéndole entrar en mun­dos inconcebibles.

"Esta es la mayor propiedad del humito, su mayor don. Y lleva a cabo su función sin dañar en lo más mínimo. ¡Yo llamo al humito un verdadero aliado!"

Como de costumbre, estábamos sentados frente a su casa, donde el suelo de tierra está siempre limpio y bien apiso­nado. Don Juan se levantó de pronto y entró en la casa. Tras unos momentos regresó con un bulto angosto y volvió a sentarse.

‑Esta es mi pipa ‑dijo.

Se inclinó hacia mí para mostrarme una pipa que sacó de una funda de lienzo verde. Medía unos veintidós o veinticinco centímetros. El tallo era de madera rojiza, sen­cillo, sin ornamentación. El cuenco parecía también de madera, y era un poco voluminoso en comparación con el delgado tallo. Tenía un acabado pulido y era de color gris oscuro, casi del color del carbón.

Don Juan sostuvo la pipa frente a mi cara Pensé que me la estaba entregando. Alargué la mano para tomarla, pero él la apartó rápidamente,

‑Esta pipa me la dio mi benefactor ‑dijo-. A su tiempo yo te la pasaré a ti. Pero primero debes conocerla. Cada vez que vengas te la daré. Empieza por tocarla. Agárrala un rato muy corto, al principio, hasta que tú y la pipa se acostumbren el uno al otro. Luego métela en tu bol­sa, o acaso en tu camisa. Y finalmente póntela en la boca. Todo esto se hace poco a poco, despacio y con tiento. Cuando la amistad está hecha, fumas en ella. Si sigues mi consejo y no te apuras, a lo mejor el humito se hace tam­bién tu aliado preferido.

Me entregó la pipa, pero sin soltarla. Alargué hacia ella el brazo derecho.

‑Con las dos manos ‑dijo él.

Toqué la pipa con ambas manos durante un momento muy breve. No me la acercó lo suficiente para asirla, sino sólo lo bastante para tocarla, Luego la apartó,

‑El primer paso es que la pipa te guste. ¡Eso lleva tiempo!

‑¿Puedo yo disgustar, a la pipa, don Juan?

‑No. No puedes disgustarle, pero debes aprender a que te guste para que, cuando te llegue la hora de fumar, la pipa te ayude a no tener miedo.

‑¿Qué fuma usted, don Juan?

‑¡Esto!

Abrió el cuello de su camisa dejando ver una bolsita que llevaba colgada como un medallón. La sacó, la desató, y con mucho cuidado virtió parte del contenido en la palma de su mano.

Hasta donde pude ver, la mezcla parecía hojas de té finamente deshebradas cuyo color variaba del café oscuro al verde claro, con unas cuantas pizcas de amarillo brillante.

Reintegró la mezcla a la bolsa, cerró la bolsa, la ató con una tirilla de cuero y la puso nuevamente bajo su camisa.

‑¿Qué clase de mezcla es?

‑Lleva muchas cosas. Conseguir todos los ingredientes es empresa muy difícil. Hay que viajar lejos. Los honguitos que se necesitan para preparar la mezcla crecen sólo en cier­tas épocas del año, y sólo en ciertos sitios.

‑¿Tiene usted una mezcla diferente para cada tipo de ayuda que necesita?

‑¡No! Sólo hay un humito, y no hay otro como él.

Señaló la bolsa colgada contra su pecho y alzó la pipa que descansaba entre sus piernas.

‑¡Estas dos son una! Una no puede ir sin la otra. Esta pipa y el secreto de esta mezcla pertenecían a mi benefactor. A él se los entregaron en la misma forma en que mi bene­factor me los dio a mi. Aunque la mezcla es difícil de pre­parar, uno puede volver a abastecerse. El secreto está en los ingredientes, y en la manera como se tratan y se mezclan. En cambio, la pipa es para toda la vida. Debe tratársela con cuidado infinito. Es resistente y fuerte, pero nunca hay que golpearla ni hacerla rodar de aquí para allá. Hay que manejarla con las manos secas, nunca cuando las manos están sudadas, y nada más debe usarse cuando se esté a solas. Y nadie, absolutamente nadie debe verla nunca, a menos que uno quiera dársela a alguien. Así me enseñó mi benefactor, y así he tratado a la pipa toda mi vida.

‑¿Qué pasaría si usted perdiera o rompiera la pipa?

Meneó la cabeza, muy lentamente, y me miró.

‑¡Me moriría!

-¿Son como la suya todas las pipas de los brujos?

‑No todos tienen pipas como la mía. Pero conozco algunos que sí.

‑¿Puede usted mismo hacer una pipa como ésta, don Juan? ‑insistí‑. Suponga que no la tuviera: ¿cómo po­dría darme una si quisiera?

‑Si no tuviera la pipa, no podría ni querría darla. Te darla cualquier otra cosa.

Parecía algo hosco conmigo. Metió con mucho cuidado la pipa en la funda, que debía de estar forrada de algún material suave, pues la pipa, que encajaba con justeza, se deslizó fácilmente al interior. Don Juan entró en la casa para guardar su pipa.

‑¿Está usted enojado conmigo, don Juan? ‑le pregun­té cuando volvió. Pareció sorprenderse de mi pregunta.

‑¡No! ¡Nunca me enojo con nadie! Ningún ser huma­no puede hacer nada lo bastante importante para enojarme. Uno se enoja con la gente cuando siente que sus actos son importantes. Yo ya no siento eso.

 

Martes, 26 de diciembre, 1961

El tiempo específico de replantar el "brote", como don Juan llamaba a la raíz, no estaba fijado, aunque se suponía que era el siguiente paso para domar el poder vegetal.

Llegué a casa de don Juan el sábado 23 de diciembre, temprano por la tarde. Estuvimos un rato sentados en si­lencio, como de costumbre. El día era cálido y nublado. Habían pasado meses desde que don Juan me diera la pri­mera parte.

‑Es tiempo de devolver la yerba a la tierra ‑dijo de pronto‑. Pero antes voy a prepararte una protección. Tú la guardarás, y sólo tú debes verla. Como yo voy a prepa­rarla, también yo la veré. Eso no es bueno porque, como te dije, no le tengo buena voluntad a la yerba del diablo. No somos uno. Pero mi recuerdo no vivirá mucho; soy demasiado viejo. Sin embargo, debes guardarla de los ojos de otros porque, mientras dura su recuerdo de haberla visto, el poder de la protección sufre daño.

Entró en su cuarto y sacó tres bultos‑de arpillera debajo de un petate viejo. Volvió al zaguán y tomó asiento.

Tras largo silencio abrió uno de los bultos. Era la datura hembra que había recogido en mi compañía; todas las hojas, flores y vainas apiladas con anterioridad estaban secas. Tomó el trozo largo de raíz en forma de Y, y luego ató nuevamente el bulto.

La raíz se había secado y enjutado y las barras de la horqueta se hallaban más separadas y contorsionadas. Puso la raíz en su regazo, abrió el morral de cuero y extrajo su cuchillo. Sostuvo la raíz seca frente a mí.

‑Esta parte es para la cabeza ‑dijo, e hizo la primera incisión en la cola de la Y, que vista al revés semejaba la forma de un hombre con las piernas abiertas.

-Ésta es para el corazón ‑dijo, y cortó cerca del ángulo de la Y. Luego cortó las puntas de la raíz, dejando unos siete centímetros en cada barra de la Y. Luego, con lenti­tud y paciencia, talló la forma de un hombre.

La raíz era seca y fibrosa. Para tallarla, don Juan hacía dos incisiones y pelaba las fibras entre ambas hasta la hon­dura de los cortes. Sin embargo, cuando se trataba de deta­lles, como dar forma a brazos y manos, cincelaba la madera. El producto final fue una figurilla como de alambre: un hombre con los brazos cruzados sobre el pecho y las manos en posición de aferrar.

Don Juan se levantó y fue hasta una agave azul que cre­cía frente a la casa, junto al porche. Asió la dura espina de una de las pulposas hojas centrales, la dobló y le dio dos o tres vueltas. El movimiento circular casi separó la espina de la hoja, dejándola colgada. El la mordió, o más bien la tomó entre los dientes, y dio un tirón. La espina salió de la pulpa, arrastrando consigo un manojo de largas fibras: hebras de sesenta centímetros de largo unidas a la parte leñosa como una cola blanca. Aún sosteniendo la espi­na con los dientes, don Juan trenzó las fibras entre las palmas de sus manos e hizo un cordel que ató alrededor de las piernas de la figurilla, para juntarlas. Envolvió la parte inferior del cuerpo hasta que el cordel se terminó; luego, con gran pericia, utilizó la espina como una lezna dentro de la parte delantera del cuerpo, bajo los brazos cruzados, hasta que la aguda punta salió, como brotando de las manos de la figurilla. Usó de nuevo los dientes y, jalando con suavidad, sacó la espina casi por entero. Pa­recía una larga lanza sobresaliendo del pecho de la figura. Sin mirar ya la estatuilla, don Juan la metió en su morral.

Parecía exhausto por el esfuerzo. Se acostó en el piso y se quedó dormido.

Ya estaba oscuro cuando despertó. Comimos las provisio­nes que yo le había llevado y estuvimos un rato más sen­tados en el zaguán. Luego don Juan caminó hacia la parte trasera de la casa, llevando los tres bultos de arpillera‑ Cor­tó varias ramas secas y encendió una fogata. Nos sentamos cómodamente frente a ella y don Juan abrió los tres bultos. Además del que contenía los pedazos secos de la planta hembra, había otro con todo lo que aún quedaba de la planta macho, y un tercero, voluminoso, que contenía peda­zos verdes de datura, recién cortados.

Don Juan fue a la artesa y regresó con un mortero muy hondo, que más parecía una jarra con el fondo en suave curva. Hizo un hoyo poco profundo y asentó firmemente el mortero en la tierra‑ Echó más ramas secas en el fuego; después tomó los dos bultos con los pedazos secos de las plantas macho y hembra y los vació juntos en el mortero. Sacudió la arpillera para asegurarse de que todos los peda­zos habían caído en el mortero. Del tercer bulto extrajo dos trozos frescos de raíz de datura.

-Voy a prepararlos sólo para ti -dijo.

‑¿Qué clase de preparación es, don Juan?

‑Lino de estos pedazos viene de una planta macho, el otro de una planta hembra. Esta es la única vez que se deben juntar las dos plantas. Los pedazos vienen de un me­tro de hondo.

Los maceró con golpes parejos de la mano del mortero. Al hacerlo cantaba en voz baja: una especie de zumbido monótono, sin ritmo. Las palabras me resultaron ininteligi­bles. Se hallaba absorto en su tarea.

Cuando las raíces estuvieron completamente maceradas, tomó del bulto algunas hojas de datura. Estaban limpias y recién cortadas, todas intactas, sin cortes ni agujeros de gusano. Las echó en el mortero una por una. Tomó un pu­ñado de flores de datura y también las echó en el mortero, en la misma forma deliberada. Conté catorce de cada cosa. Luego sacó un manojo de vainas frescas, verdes: conserva­ban sus espinas y no estaban abiertas. No pude contarlas porque las echó todas juntas en el mortero, pero supuse que también eran catorce. Añadió tres tallos de datura, sin ho­jas. Eran rojos oscuros y estaban limpios y, a juzgar por sus ramificaciones múltiples, parecían haber pertenecido a unas plantas grandes.

Tras poner en el mortero todos estos ingredientes, los convirtió en una pulpa con los mismos golpes parejos. En determinado momento inclinó el mortero y con la mano empujó la mezcla a una olla vieja. Me alargó la mano; pensé que quería que se la secara. En vez de ello, tomó mi mano izquierda y con un movimiento muy rápido separó los dedos medio y anular tanto como pudo. Luego, con la punta de su cuchillo, me hirió entre ambos dedos y desga­rró hacia abajo la piel del anular. Actuó con tanta habilidad y rapidez que cuando retraje la mano ésta tenía una cor­tada honda, y la sangre fluía en abundancia. Cogió nueva­mente mi mano, la puso sobre la olla y la apretó para forzar la salida de más sangre.

El brazo se me adormeció. Me hallaba en un estado de shock: extrañamente frío y rígido, con una sensación opre­siva en el pecho y en los oídos. Sentí que resbalaba sobre mi asiento. ¡Me estaba desmayando! Don Juan soltó mi mano y agitó el contenido de la olla. Al recuperarme del shock, me sentí realmente enojado con él. Tardé bastante tiempo en recobrar la compostura.

Colocó tres piedras en torno al fuego y puso encima la olla. A todos los ingredientes añadió algo que me pareció ser un gran trozo de cola de carpintero, así como una olla de agua, y dejó hervir la mezcla. Las plantas de datura tienen, por sí solas, un olor muy peculiar. Combinadas con la cola, que produjo un fuerte olor cuando la mezcla empezó a hervir, creaban un vapor tan acerbo que yo debía contenerme para no vomitar.

La mezcla hirvió largo rato mientras seguíamos inmóvi­les, sentados frente a ella. A ratos, cuando el viento lle­vaba el vapor en mi dirección, la pestilencia me envolvía, y yo aguantaba el aliento en un esfuerzo por evitarla.

Don Juan abrió su morral y sacó la figurilla; me la dio cuidadosamente y me indicó ponerla en la olla sin quemarme las manos. La dejé resbalar suavemente hacia la papilla hirviente. El sacó su cuchillo, y por un segundo creí que iba a cortarme de nuevo; en vez de ello, empujó la figurita con la punta del cuchillo y la hundió.

Observó la papilla hervir durante un rato más, y luego empezó a limpiar el mortero. Lo ayudé. Cuando termina­mos, puso contra la cerca el mortero y la mano. Entramos en la casa, y la olla quedó toda la noche sobre las piedras.

Al amanecer, don Juan me dio instrucciones de sacar la figurilla de la goma y colgarla del techo mirando hacia el este, para que se secara al sol. A mediodía estaba tiesa como alambre. El calor había sellado el pegamento, y el color verde de las hojas se había mezclado con él. La figu­rilla tenía un acabado brillante, extraño.‑

Don Juan me pidió descolgarla. Luego me dio un morral pequeño que había hecho con una vieja chaqueta de ante que yo le llevé tiempo atrás. El morral era igual al que él mismo tenía. La única diferencia era que el suyo era de cuero café suave.

‑Mete tu "imagen" en el morral y ciérralo -dijo,

No me miraba, y deliberadamente mantenía apartado el rostro. Una vez que tuve la figurilla dentro del morral me dio una red para cargar y me indicó poner allí la olla de barro.

Caminó hasta mi coche, me quitó a red de las manos y la ató a la tapa abierta del compartimiento de guantes.

‑Ven conmigo ‑dijo.

Lo seguí. Rodeó la casa, describiendo un círculo comple­to en el sentido de las manecillas del reloj. Se detuvo en el zaguán y circundó la casa de nuevo, esta vez en dirección contraria, regresando otra vez al zaguán. Permaneció inmóvil algún tiempo, y luego se sentó.

Estaba yo condicionado a suponer un significado en todo cuanto don Juan hacía. Me preguntaba cuál podría ser el de dar vueltas a la casa, cuando él dijo:

‑¡Caramba! Se me olvidó dónde lo puse.

Le pregunté qué buscaba. Dijo haber olvidado dónde dejó el brote que yo debía replantar. Rodeamos la casa una vez más antes de que recordara el sitio.

Me mostró un pequeño frasco de vidrio sobre un pedazo de tabla clavado a la pared, debajo del techo. El frasco contenía la otra mitad de la primera parte de la raíz de datura. El brote mostraba un incipiente crecimiento de hojas en su extremo superior. El frasco contenía una pequeña cantidad de agua, pero nada de tierra,

‑¿Por qué no tiene tierra? ‑pregunté.

‑No todas las tierras son la. misma, y la yerba del diablo debe conocer sólo la tierra en que vivirá y crecerá. Y ahora es tiempo de devolverla a la tierra, antes que la dañen los gusanos.

‑¿Podemos plantarla aquí cerca de la casa? ‑pregunté.

‑¡No! ¡No! Cerca de aquí no. Debe regresar a un sitio de tu gusto.

‑¿Pero dónde puedo encontrar un sitio de mi gusto?

‑Eso yo no sé. Puedes plantarla donde quieras. Pero hay que velar por ella, porque debe vivir para que tú tengas el poder que necesitas. Si muere, eso significa que no te quiere, y no debes molestarla más. Significa que no tendrás poder sobre ella. Por eso debes cuidarla y velar por ella, para que crezca. Pero no vayas a consentirla.

‑¿Por qué no?

-Porque si no es su voluntad crecer, de nada sirve sonsacarla. Pero, eso sí, demuéstrale que te preocupas. Tenla limpia de gusanos y dale agua cuando la visites. Esto debe hacerse cada cierto tiempo hasta que tenga semilla. Después de que las primeras semillas germinen, estaremos segu­ros de que te quiere.

‑Pero, don Juan, no me es posible cuidar la raíz como usted dice,

‑¡Si quieres su poder, debes hacerlo! ¡No hay otra manera!

‑¿Puede usted cuidármela mientras no estoy aquí, don Juan?

‑¡No! ¡Yo no! ¡No puedo! Cada quien debe alimen­tar su propio brote. Yo tuve el mío. Ahora tú debes tener el tuyo. Y sólo cuando dé semillas, como te dije, podrás considerarte listo para aprender.

‑¿Dónde piensa usted que debo replantarla?

‑¡Eso es para que tú solo lo decidas! ¡Y nadie debe saber el lugar, ni siquiera yo! Así es como hay que replan­tar. Nadie, pero nadie, puede saber dónde está tu planta. Si un extraño te sigue, o te ve, toma el brote y corre para otro lado. Cualquiera podría causarte un‑ daño como no te imaginas con sólo manosear el brote. Podría lisiarte o ma­tarte. Por eso ni siquiera yo debo saber dónde está tu planta.

Me alargó el frasquito con el brote.

‑Agárralo ya.

Lo tomé. Entonces me llevó casi a rastras a mi coche.

‑Ahora debes irte. Ve y escoge el sitio donde replan­tarás el brote. Escarba un agujero hondo en tierra blanda, junto a un lugar con agua. Acuérdate: tiene que estar cerca del agua para crecer. Haz el agujero con las puras manos, aunque sangren. Pon el brote en el centro del agujero y haz un pilón alrededor, Luego remójalo con agua. Cuando el agua se hunda, llena el hoyo con tierra blanda. Después escoge un sitio a dos pasos del brote, en esa dirección [se­ñaló hacia el sureste]. Haz allí otro agujero hondo, tam­bién con las manos, y tira en él lo que hay en la olla. Luego quiebra la olla y entiérrala hondo en otro lugar, lejos del si­tio donde está tu brote. Cuando hayas enterrado la olla, regresa con tu brote y riégalo otra vez. Entonces saca tu imagen, sostenla entre los dedos donde está la cortada y, parad; en el sitio donde enterraste la cola, toca apenas el brote con la punta de la aguja. Da tres vueltas al brote, parándote cada vez en el mismo sitio a tocarlo.

‑¿Tengo que seguir una dirección específica al dar vuel­tas a la raíz?

‑Cualquier dirección‑ es buena. Pero debes siempre re­cordar en qué dirección enterraste la cola y qué dirección tomaste al rodear el brote. Toca apenitas el brote con la punta todas las veces menos la última: entonces la clavas hondo. Pero hazlo con cuidado; arrodíllate para afirmar la mano, porque no debes romper la punta dentro del brote. Si la rompes, estás acabado. La raíz no te servirá de nada.

‑¿Tengo que decir algo mientras doy la vuelta al brote?

‑No, eso lo haré yo por ti.

 

Sábado, 27 de enero, 1962

Apenas llegué a su casa esta mañana, don Juan me dijo que iba a enseñarme cómo se prepara la mezcla de fumar. Caminamos hasta los cerros y nos adentramos bastante por una de las cañadas. Se detuvo junto a un arbusto alto y es­belto cuyo color contrastaba marcadamente con el de la vegetación circundante. El chaparral en torno era amarillen­to, pero el arbusto era verde brillante.

‑De este arbolito debes tomar las hojas y las flores -dijo‑. El momento justo para cortarlas es el día de las ánimas.

Sacó su cuchillo y tronchó la punta de uña rama delgada. Eligió otra rama similar y también le tronchó la punta. Repitió esta operación hasta tener un puñado de puntas de rama. Luego se sentó en el suelo.

‑Mira ‑dijo‑. Corté todas las ramas encima de la horqueta que hacen dos o más hojas y el tallo. ¿Ves? Todas son iguales. Nada más usé la punta de cada rama, donde las hojas están frescas y tiernas. Ahora hay que buscar un lugar sombreado.

Caminamos hasta que pareció hallar lo que buscaba. Sacó del bolsillo un largo cordel y lo ató al tronco y a las ramas bajas de dos arbustos, haciendo una especie de tendedero donde colgó de cabeza las puntas de rama. Las ordenó con pulcritud a lo largo del cordel; enganchadas por la horque­ta entre las hojas y el tallo, parecían formar una larga fila de jinetes verdes.

‑Hay que ver que las hojas se sequen en la sombra ‑dijo‑. El sitio debe ser apartado y difícil de alcanzar. Así las hojas están protegidas Hay que dejarlas a secar en un sitio donde sea casi imposible encontrarlas. Después de que se secan, hay que ponerlas en un paquete y sellarlas.

Quitó las hojas del cordel y las tiró en los arbustos cercanos. Al parecer sólo había querido mostrarme el proce­dimiento.

Seguimos caminando y don Juan cortó tres flores distin­tas, diciendo que eran parte de los ingredientes y debían juntarse al mismo tiempo. Pero las flores se ponían en sendas vasijas de barro y se secaban en la oscuridad; había que poner una tapa en cada vasija para que las flores crearan moho dentro del recipiente. Dijo que la función de las hojas y las flores consistía en endulzar la mezcla del humito.

Salimos de la cañada y nos encaminamos al lecho del río. Tras un largo rodeo volvimos a su casa; En la noche estu­vimos sentados hasta hora avanzada en su propio cuarto, cosa que rara vez me permitía, y me habló del ingrediente final de la mezcla: los hongos.

‑El verdadero secreto de la mezcla está en los honguitos ‑dijo‑. Son el ingrediente más difícil de juntar. El viaje al sitio donde crecen es largo y peligroso, y seleccionar los buenos es todavía más arriesgado. Hay otras clases de hon­gos que crecen allí mismo y que no sirven; echan a perder a los buenos si se secan juntos. Requiere tiempo conocer bien los hongos, para no cometer un error. Hay daño grave si se usan los que no son: daño para el hombre y para la pipa. Sé de hombres que cayeron muertos por usar el humo sucio.

"En cuanto los honguitos se cortan, se meten en un guaje, así que no hay modo de revisarlos. Ves, hay que deshebrar­los para hacerlos pasar por el cuello del guaje."

‑¿Cómo se puede prevenir un error?

‑Teniendo cuidado y sabiendo escoger. Te dije que es difícil. No cualquiera puede domar el humito; la mayoría de la gente ni siquiera hace el intento.

‑¿Cuánto tiempo se dejan los hongos dentro del guaje?

‑Un año. Todos los demás ingredientes también se se­llan un año, Luego se miden por partes iguales y se muelen por separado, hasta que quede un polvo muy fino. Los hon­guitos no necesitan molerse porque ellos solos se convierten en polvo finito; nada más hay que desmoronar los trozos. Cuatro partes de hongos se añaden a una parte de todos los demás ingredientes juntos. Luego se mezclan y se ponen en una bolsa como la mía ‑señaló el saquito colga­do bajo su camisa.

‑Entonces todos los ingredientes se juntan otra vez, y cuando se han puesto a secar ya estás listo para fumar la mezcla que acabas de preparar. En tu caso, fumarás el año entrante. Y el año después de ése, la mezcla será toda tuya porque la habrás juntado solo. La primera vez que fumes, yo te encenderé la pipa. Fumas toda la mezcla del cuenco y esperas. El humito vendrá. Lo sentirás. Te dará libertad de ver todo cuanto quieras ver. Hablando con pro­piedad, es un aliado sin rival. Pero quien lo busque debe tener una intención y tina voluntad irreprochables. Las ne­cesita, porque si no tiene intención v voluntad de volver, el humito no lo dejará. Y después, también, debe tener intención y voluntad de recordar lo que el humito le per­mita ver; de otro modo no será más que una mancha de niebla en su mente.

 

Sábado, 8 de abril, 1962

En nuestras conversaciones, don Juan usaba a menudo la frase "hombre de conocimiento", o se refería a ella, pero nunca explicaba qué quería decir. Inquirí al respecto.

‑Un hombre de conocimiento es alguien que ha seguido de verdad las penurias de aprender –dijo-. Un hombre que, sin apuro, sin vacilación ha ido lo más lejos que puede en desenredar los secretos del poder y el conocimiento.

‑¿Puede cualquiera ser un hombre de conocimiento?

-No, no cualquiera,

-¿Entonces qué debe hacer un hombre para volverse hombre de conocimiento?

-Debe desafiar y vencer a sus cuatro enemigos naturales.

-¿Será un hombre de conocimiento tras derrotar a estos cuatro enemigos?

‑Si. Un hombre puede llamarse hombre de conocimiento sólo si es capaz de vencer a los cuatro.

-Entonces, ¿puede cualquiera que venza a estos enemi­gos ser un hombre de conocimiento?

‑Todo el que los venza se convierte en un hombre de conocimiento.

‑¿Pero hay requisitos especiales que un hombre debe cumplir antes de luchar con estos enemigos?

‑No hay requisitos. Cualquiera puede tratar de llegar a ser hombre de conocimiento; muy pocos llegan a serlo, pero eso es natural. Los enemigos que un hombre encuentra en el camino para llegar a ser un hombre de conocimiento son de veras formidables, de verdad poderosos; y la ma­yoría, pues, se pierde.

‑¿Qué clase de enemigos son, don Juan.

Se negó a hablar de los enemigos. Dijo que pasaría largo tiempo antes de que el tema tuviera algún sentido para mí. Traté de mantener vivo ese tema, y le pregunté si pen­saba que yo podía volverme hombre de conocimiento. Dijo que nadie podía decir eso de seguro. Pero yo insistí en preguntar si había algunas pistas que él pudiera usar para determinar si yo tenía o no oportunidad de convertirme en un hombre de conocimiento. Dijo que dependería de mi batalla contra los cuatro enemigos ‑de si podía yo vencer­los o salía vencido‑ pero que era imposible predecir el resultado de esa lucha.

Le pregunté si podía usar brujería o adivinación para ver el desenlace de la batalla. Dijo terminantemente que los resultados de la contienda no podían anticiparse por nin­gún medio, porque volverse hombre de conocimiento era cosa temporal. Cuando le pedí explicar este punto, replicó:

‑Ser hombre de conocimiento no tiene permanencia. Uno no es nunca en realidad un hombre de conocimiento. Más bien, uno se hace hombre de conocimiento por un ins­tante muy corto, después de vencer a las cuatro enemigos naturales.

‑Debe usted decirme, don Juan, qué clase de enemigos son.

No respondió. Insistí de nuevo, pero él abandonó el tema y se puso a hablar de otra cosa.

 

Domingo, 15 de abril, 1962

Cuando me disponía a partir, decidí preguntarle una vez más por los enemigos de un hombre de conocimiento. Aduje que no podría regresar en algún tiempo y serla buena idea escribir lo que él dijese y meditar en ello mien­tras estaba fuera.

Titubeó un rato, pero luego comenzó a hablar.

‑Cuando un hombre empieza a aprender, nunca sabe lo que va a encontrar. Su propósito es deficiente; su inten­ción es vaga. Espera recompensas que nunca llegarán, pues no sabe nada de los trabajos que cuesta aprender.

"Pero uno aprende así, poquito a poquito al comienzo, luego más y más. Y sus pensamientos se dan de topetazos y se hunden en la nada. Lo que se aprende no es nunca lo que uno creía. Y así se comienza a tener miedo. El conoci­miento no es nunca lo que uno se espera. Cada paso del aprendizaje es un atolladero, y el miedo que el hombre experimenta empieza a crecer sin misericordia, sin ceder. Su propósito se convierte en un campo de batalla.

"Y así ha tropezado con el primero de sus enemigos naturales: ¡el miedo! Un enemigo terrible: traicionero y enredado como los cardos. Se queda oculto en cada recodo del camino, acechando, esperando. Y si el hombre, aterra­do en su presencia, echa a correr, su enemigo habrá puesto fin a su búsqueda."

‑¿Qué le pasa al hombre si corre por miedo?

‑Nada le pasa, sólo que jamás aprenderá. Nunca llega­rá a ser hombre de conocimiento. Llegará a ser un ma­leante, o un cobarde cualquiera, un hombre inofensivo, asus­tado; de cualquier modo, será un hombre vencido. Su primer enemigo habrá puesto fin a sus ansias.

‑¿Y qué puede hacer para superar el miedo?

‑La respuesta es muy sencilla. No debe correr. Debe desafiar a su miedo, y pese a él debe dar el siguiente paso en su aprendizaje, y el siguiente, y el siguiente. Debe estar lleno de miedo, pero no debe detenerse. ¡Esa es la regla! Y llega un momento en que su primer enemigo se retira. El hombre empieza a sentirse seguro de si. Su propósito se fortalece. Aprender no es ya una tarea ate­rradora.

"Cuando llega ese momento gozoso, el hombre puede decir sin duda que ha vencido a su primer enemigo na­tural."

‑¿Ocurre de golpe, don Juan, o poco a poco?

‑Ocurre poco a poco, y sin embargo el miedo se con­quista rápido y de repente.

‑¿Pero no volverá el hombre a tener miedo si algo nuevo le pasa?

‑No. Una vez que un hombre ha conquistado el miedo, está libre de él por el resto de su vida, porque a cambio del miedo ha adquirido la claridad: una claridad de mente que borra el miedo. Para entonces, un hombre conoce sus deseos; sabe cómo satisfacer esos deseos. Puede prever los nuevos pasos del aprendizaje, y una claridad nítida lo rodea todo. El hombre siente que nada está oculto,

"Y así ha encontrado a su segundo enemigo: ¡la clari­dad! Esa claridad de mente, tan difícil de obtener, dispersa el miedo, pero también ciega.

"Fuerza al hombre a no dudar nunca de sí. Le da la seguridad de que puede hacer cuanto se le antoje, porque todo lo que ve lo ve con claridad. Y tiene valor porque tiene claridad, y no se detiene en nada porque tiene clari­dad. Pero todo eso es un error; es como si viera algo claro peto incompleto. Si el hombre se rinde a esa ilusión. de poder, ha sucumbido a su segundo enemigo y será torpe para aprender. Se apurará cuando debía ser paciente, o será paciente cuando debería apurarse. Y tonteará con el apren­dizaje, hasta que termine incapaz de aprender nada más.

‑¿Qué pasa con un hombre derrotado en esa forma, don Juan? ¿Muere en consecuencia?

-No, no muere. Su segundo enemigo nomás ha parado en seco sus intentos de hacerse hombre de conocimiento; en vez de eso, el hombre puede volverse un guerrero impetuo­so, o un payaso. Pero la claridad que tan caro ha pagado no volverá a transformarse en oscuridad y miedo. Será claro mientras viva, pero ya no aprenderá ni ansiará nada.

‑Pero ¿qué tiene que hacer para evitar la derrota?

-Debe hacer lo que hizo con el miedo: debe desafiar su claridad y usarla sólo para ver, y esperar con paciencia y medir con tiento antes de dar otros pasos; debe pensar, sobre todo, que su claridad es casi un error. Y vendrá un momento en que comprenda que su claridad era sólo un punto delante de sus ojos. Y así habrá vencido a su segundo enemigo, y llegará a una posición donde nada puede ya dañarlo. Esto no será un error ni tampoco una ilusión. No será solamente un punto delante de sus ojos. Ése será el verdadero poder.

"Sabrá entonces que el poder tanto tiempo perseguido es suyo por fin. Puede hacer con él lo que se le antoje. Su aliado está a sus órdenes. Su deseo es la regla. Ve claro y parejo todo cuanto hay alrededor. Pero también ha tro­pezado con su tercer enemigo: ¡el poder!

"El poder es el más fuerte de todos los enemigos. Y natu­ralmente, lo más fácil es rendirse; después de todo, el hombre es de veras invencible. Él manda; empieza toman­do riesgos calculados y termina haciendo reglas, porque es el amo del poder.

"Un hombre en esta etapa apenas advierte que su tercer enemigo se cierne sobre él. Y de pronto, sin saber, habrá sin duda perdido la batalla. Su enemigo lo habrá transfor­mado en un hombre cruel, caprichoso."

‑¿Perderá su poder?

-No, nunca perderá su claridad ni su poder.

-¿Entonces qué lo distinguirá de un hombre de conoci­miento?

‑Un hombre vencido por el poder muere sin saber real­mente cómo manejarlo. El poder es sólo un carga sobre su destino. Un hombre así no tiene dominio de si mismo, ni puede decir cómo ni cuándo usar su poder.

‑La derrota a manos de cualquiera de estos enemigos ¿es definitiva?

‑Claro que es definitiva. Cuando uno de estos enemigos vence a un hombre, no hay nada que hacer.

‑¿Es posible, por ejemplo, que el hombre vencido por el poder vea su error y se corrija?

‑No. Una vez que un hombre se rinde, está acabado.

‑¿Pero si el poder lo ciega temporalmente y luego él lo rechaza?

‑Eso quiere decir que la batalla sigue. Quiere decir que todavía está tratando de volverse hombre de conocimiento. Un hombre está vencido sólo cuando ya no hace la lucha y se abandona.

‑Pero entonces, don Juan, es posible que un hombre se abandone al miedo durante años, pero finalmente lo conquiste,

‑No, eso no es cierto. Si se rinde al miedo nunca lo conquistará, porque se asustará de aprender y no volverá a hacer la prueba. Pero si trata de aprender durante años, en medio de su miedo, terminará conquistándolo porque nunca se habrá abandonado a él en realidad.

‑¿Cómo puede vencer a su tercer enemigo, don Juan?

‑Tiene que desafiarlo, con toda intención. Tiene que llegar a darse cuenta de que el poder que aparentemente ha conquistado no es nunca suyo en verdad. Debe tenerse a raya a todas horas, manejando con tiento, y con fe todo lo que ha aprendido. Si puede ver que, sin control sobre sí mismo, la claridad y el poder son peores que los errores, llegará a un punto en el que todo se domina. Entonces sabrá cómo y cuándo usar su poder. Y así habrá vencido a su tercer enemigo.

"El hombre estará, para entonces, al fin de su travesía por el camino del conocimiento, y casi sin advertencia tro­pezará con su último enemigo: ¡la vejez! Este enemigo es el más cruel de todos, el único al que no se puede vencer por completo; el enemigo al que solamente podrá ahuyen­tar por un instante.

"Este es el tiempo en que un hombre ya no tiene miedos, ya no tiene claridad impaciente; un tiempo en que todo su poder está bajo control, pero también el tiempo en el que siente un deseo constante de descansar. Si se rinde por ente­ro a su deseo de acostarse y olvidar, si se arrulla en la fatiga, habrá perdido el último asalto, y su enemigo lo reducirá a una débil criatura vieja. Su deseo de retirarse vencerá toda su claridad, su poder y su conocimiento.

"Pero si el hombre se sacude el cansancio y vive su destino hasta el final, puede entonces ser llamado hombre de conocimiento, aunque sea tan sólo por esos momentitos en que logra ahuyentar al último enemigo, el enemigo invencible. Esos momentos de claridad, poder y conoci­miento son suficientes."

 

 

IV

 

Don Juan casi nunca hablaba abiertamente de Mescalito. Cada vez que yo lo interrogaba sobre el tema se negaba a contestar, pero siempre decía lo suficiente para crear una impresión de Mescalito: impresión que siempre era antropo­mórfica. Mescalito era masculino, no sólo por el género gra­matical de su nombre, sino también por sus constantes cuali­dades de ser protector y maestro. Don Juan reafirmaba estas características en formas diversas cada vez que hablábamos.

 

Domingo, 24 de diciembre, 1961

‑La yerba del diablo nunca ha protegido a nadie. Sólo sirve para dar poder. Mescalito, en cambio, es manso, como un niñito.

‑Pero dijo usted que Mescalito es a veces aterrador.

‑Claro que es aterrador, pero una vez que lo conoces es manso y bondadoso.

‑¿Cómo muestra su bondad?

‑Es un protector y un maestro.

‑¿Cómo protege?

‑Puedes guardarlo contigo a toda hora y él verá que nada malo te ocurra.

‑¿Cómo puede uno guardarlo consigo a toda hora?

‑En una bolsita, amarrada con un cordón debajo del brazo o alrededor del cuello.

‑¿Lo tiene usted consigo?

‑No, porque yo tengo un aliado. Pero otra gente si.

‑¿Qué enseña?

‑Enseña a vivir como se debe.

‑¿Cómo enseña?

‑Enseña las cosas y te dice lo que son.

‑¿Cómo?

‑Tendrás que ver por ti mismo.

 

Martes, 30 de enero, 1962

‑¿Qué ve usted cuando Mescalito lo lleva consigo, don Juan?

‑De esas cosas no se platica. No puedo decirte eso.

‑¿Le pasaría algo malo si me dijera?

‑Mescalito es un protector, un protector manso y bueno, pero eso no quiere decir que pueda uno burlarse de él. Por ser un protector bueno también puede ser el horror mismo para los que no le gustan.

‑No quiero burlarme de él. Sólo quiero saber qué hace hacer o ver a otras personas. Yo le describí a usted todo cuanto Mescalito me hizo ver, don Juan.

‑Contigo es diferente, a lo mejor porque no conoces sus modos. Hay que enseñarte sus modos como se enseña a caminar a un niño.

‑¿Cuánto tiempo más hay que enseñarme?

‑Hasta que él mismo empiece a tener sentido para ti.

‑¿Y entonces?

‑Entonces comprenderás solo. Ya no tendrás que decir­me nada.

‑¿Puede usted decirme solamente a dónde lo lleva Mescalito?

-No puedo hablar de eso.

‑Nada más quiero saber si hay otro mundo al cual lleva a la gente.

‑Hay.

‑¿Es el cielo?

‑Te lleva a través del cielo.

-Quiero decir, ¿es el cielo donde está Dios?

‑Ya te estás haciendo el pendejo. No sé dónde está Dios.

-¿Es, Mescalito, Dios el único Dios? ¿O es uno de los dioses?

-Es sólo un protector y un maestro. Es un poder.

‑¿Es un poder dentro de nosotros mismos?

‑No. Mescalito no tiene nada que ver con nosotros mismos. Está fuera de nosotros.

‑Entonces todo el que ve a Mescalito debe verlo en la misma forma.

‑No, de ninguna manera. No es el mismo para todos.

 

Jueves, 12 de abril, 1962

‑¿Por qué no me dice más sobre Mescalito, don Juan?

‑No hay nada que decir.

‑Ha de haber miles de cosas que yo debería saber antes de encontrarme de nuevo con él.

‑No. A lo mejor para ti no hay nada que debas saber. Como ya te dije, no es el mismo para todos.

‑Lo sé, pero de cualquier modo me gustaría saber qué opinan otros acerca de él.

‑La opinión de aquellos que se preocupan por hablar de él no vale mucho. Ya verás. Lo más probable es que hables de él hasta cierto punto, y de allí en adelante no vuelvas a mencionarlo.

‑¿Puede usted contarme de sus primeras experiencias?

‑¿Para qué?

‑Así sabré cómo portarme con Mescalito.

‑Tú ya sabes más que yo, Jugaste de verdad con él. Algún día verás cuán bueno fue contigo el protector. Estoy seguro de que esa primera vez te dijo muchas, muchas cosas, pero estabas sordo y ciego.

 

Sábado, 14 de abril, 1962

‑¿Toma Mescalito cualquier forma cuando se muestra?

‑Sí, cualquier forma.

‑Entonces, ¿cuáles son las formas más comunes que us­ted conoce?

‑No hay formas comunes.

‑¿Quiere usted decir, don Juan, que se aparece en cual­quier forma hasta a los hombres que lo conocen bien?

‑No. Se aparece en cualquier forma a los que apenas lo conocen un poco, pero para quienes lo conocen bien es siempre constante.

‑¿Cómo es constante?

‑A veces se les aparece como un hombre, igual que nosotros, o como una luz. Nada más una luz.

-¿Cambia alguna vez Mescalito su forma permanente con quienes lo conocen bien?

‑No que yo sepa.

 

Viernes, 6 de julio, 1962

Don Juan y yo iniciamos un viaje el sábado 23 de junio, al atardecer. Dijo que íbamos a buscar honguitos en el estado de Chihuahua. Dijo que sería un viaje largo y duro. Tenía razón. Llegamos a un pequeño pueblo minero en el norte de Chihuahua a las 10 p.m. del miércoles 27 de junio. Caminamos desde el sitio donde estacioné el coche, en las afueras del pueblo, hasta la casa de sus amigos, un indio tarahumara y su esposa. Allí dormimos.

A la mañana siguiente, el hombre nos despertó a eso de las cinco. Nos llevó atole y frijoles. Tomó asiento y habló con don Juan mientras comíamos, pero nada dijo sobre nuestro viaje.

Después del desayuno, el hombre puso agua en mi can­timplora y dos panes de dulce en mi mochila. Don Juan me entregó la cantimplora, se colgó la mochila a la espal­da con un cordón, agradeció al hombre su cortesía y, vol­viéndose hacia mi, dijo:

‑Es hora de irse.

Anduvimos cosa de kilómetro y medio sobre el camino de tierra. Después cortamos a través de los campos, y en dos horas nos hallamos al pie de los cerros al sur del pueblo. Ascendimos las suaves laderas en dirección suroeste aproxi­mada: Cuando llegamos a las pendientes más abruptas, don Juan cambió de dirección y seguimos hacia el este, sobre un valle alto. Pese a su edad avanzada, don Juan mantenía un paso tan increíblemente rápido que al medio­día yo estaba agotado por completo. Nos sentamos y él abrió el saco de pan.

‑Puedes comer todo si quieres ‑dijo,

‑¿Y usted?

‑No tengo hambre, y después no necesitaremos esta comida,

Yo estaba muy cansado y hambriento y acepté su oferta. Sentí que aquél era un buen momento para hablar sobre el propósito de nuestro viaje, y como incidentalmente pre­gunté:

‑¿Piensa usted que nos quedaremos aquí mucho tiempo?

‑Estamos aquí para juntar un poco de Mescalito. Nos quedaremos hasta mañana,

‑¿Dónde está Mescalito?

‑En todo el rededor.

Cactos de muchas especies crecían en profusión por toda la zona, pero no pude ver peyote entre ellos.

Echamos a andar de nuevo y a eso de las 3 llegamos a un valle largo y angosto, con empinadas colinas a los lados.

Me sentía extrañamente excitado ante la idea de hallar peyote, que nunca había visto en su medio natural. Entra­mos en el valle, y hemos de haber caminado unos ciento veinte metros cuando de pronto localicé tres inconfundibles plantas de peyote. Estaban agrupadas, unos centímetros por encima del terreno frente a mí, a la izquierda del sendero. Parecían rosas verdes redondas y pulposas. Corrí hacia ellas, señalándolas a don Juan.

El no me hizo caso y deliberadamente me dio la espalda al alejarse. Me di cuenta que había hecho lo que no debía, y durante el resto de la tarde caminamos en silencio, cru­zando despacio el suelo llano del valle, cubierto de piedras pequeñas y agudas. Pasábamos entre los cactos, espantando multitudes de lagartijas y a veces un pájaro solitario. Y yo dejé atrás veintenas de plantas de peyote sin decir una palabra.

A las 6 estábamos al pie de las montañas que marca­ban el final del valle. Trepamos a una saliente. Don Juan dejó su saco y se sentó.

Yo tenía hambre de nuevo, pero no nos quedaba comida; sugerí que recogiéramos el Mescalito y volviéramos al pue­blo. Pareció molestarse y chasqueó los labios. Dijo que íbamos a pasar la noche allí.

Permanecimos sentados en silencio. Había una pared de roca a la izquierda, y a la derecha estaba el valle recién atravesado. Se extendía una distancia considerable y pare­cía ser más ancho y menos llano de lo que yo pensaba. Desde esta perspectiva, se le veía lleno de cerritos y pro­tuberancias.

‑Mañana echamos a andar de regreso ‑dijo don Juan sin mirarme y señalando el valle. Caminamos de vuelta y lo recogemos al cruzar el campo. Es decir, lo recogeremos sólo cuando se nos presente en nuestro camino. El nos encontrará y no al revés. El nos encontrará . . . si quiere.

Don Juan se reclinó contra el farallón y, con la cabeza vuelta hacia un lado, continuó hablando como si hubiera allí otra persona aparte de mi.

‑Otra cosa. Sólo yo puedo recogerlo. Tú a lo mejor pue­das cargar la bolsa, o caminar delante de mi; todavía no sé. Pero mañana ¡no vayas a señalarlo como hiciste hoy!

‑Lo siento, don Juan.

‑Está bien. No sabías.

‑¿Le enseñó su benefactor todo esto sobre Mescalito?

‑¡No! Nadie me ha enseñado sobre él. Mi maestro fue el mismo protector.

‑¿Entonces mescalito es como una persona con quien se puede hablar?

-No, no es.

-¿Entonces cómo enseña?

Permaneció callado un rato.

‑¿Te acuerdas de la vez que jugaste con él? Entendiste lo que quería decir, ¿no?

‑¡SI!

-Así enseña. No lo sabías entonces, pero si le hubieras prestado atención te habría hablado.

‑¿Cuándo?

‑Cuando lo viste por primera vez.

Parecía muy molesto por mis preguntas. Le dije que tenia que preguntar todo esto porque deseaba averiguar cuanto pudiese.

-¡No me preguntes a ! ‑sonrió con malicia‑. Pre­gúntale a él. La próxima vez que lo veas, pregúntale todo lo que quieres saber.

-Entonces Mescalito es como una persona con quien se puede . . .

No me dejó terminar. Se dio vuelta, recogió la cantim­plora, bajó de la saliente y desapareció al rodear la roca. Yo no quería estar allí solo, y aunque no me había pedido acompañarlo fui tras él. Caminamos unos ciento cincuen­ta metros hasta un arroyuelo. Se lavó manos y cara y llenó la cantimplora. Hizo buches de agua, pero no la tra­gó. Saqué un poco de agua en el hueco de mis manos y bebí, pero él me detuvo y dijo que era innecesario beber.

Me dio la cantimplora y echó a andar de regreso a la saliente. Al llegar volvimos a sentarnos mirando el valle, de espaldas contra el farallón. Pregunté si podíamos en­cender un fuego. Reaccionó como si fuera inconcebible pre­guntar tal cosa. Dijo que por esa noche éramos huéspedes de Mescalito y que él nos daría calor.

Ya anochecía. Don Juan extrajo de su saco dos delgadas cobijas de algodón, echó una en mi regazo y, con la otra sobre los hombros, se sentó cruzando las piernas. Abajo, el valle estaba oscuro, sus contornos ya difusos en la bruma del atardecer.

Don Juan estaba inmóvil, encarando el campo de peyote. Un viento continuo soplaba en mi rostro.

‑El crepúsculo es la raja entre los mundos ‑dijo él suavemente, sin volverse hacia mí.

No pregunté qué quería decir. Mis ojos se cansaron. De súbito me sentí exaltado, tenía un deseo extraño y ava­sallador de llorar.

Me acosté boca abajo. El piso de roca era duro e incó­modo y yo tenía que cambiar de postura cada pocos minu­tos. Finalmente me senté y crucé las piernas, poniendo la cobija sobre mis hombros. Para mi sorpresa, tal posición era perfectamente cómoda, y me quedé dormido.

Al despertar, oía don Juan hablarme. Estaba muy oscu­ro. No podía verlo bien. No comprendí qué cosa decía, pero le seguí cuando empezó a descender de la saliente. Nos desplazamos cuidadosamente, o al menos yo, a causa de la oscuridad. Nos detuvimos al pie del farallón. Don Juan tomó asiento y con una seña me indicó sentarme a su izquierda. Desabotonó su camisa y sacó una bolsa de cuero, la cual abrió y colocó en el suelo frente a él. Contenía botones secos de peyote.

Tras una pausa larga tomó uno de los botones. Lo sostu­vo en la mano derecha, frotándolo varias veces entre pul­gar e índice mientras canturreaba suavemente. De pronto dejó escapar un grito tremendo,

‑¡Aíííí!

Fue sobrecogedor, inesperado. Me aterró. Vagamente lo vi poner el botón de peyote en su boca y empezar a mas­carlo. Tras un momento recogió el saco, se inclinó hacia mí y me susurró que tomara el saco, cogiera un mescalito, volviera a poner el saco frente a nosotros, y luego hiciera exactamente lo que él.

Tomando un botón de peyote, lo froté como él había hecho. Mientras tanto, don Juan canturreaba, oscilando a un lado y a otro. Traté varias veces de meter el botón en mi boca, pero me avergonzaba gritar. Entonces, como en un sueño, un alarido increíble salió de mí: ¡Aíííí! Por un momento pensé que se trataba de alguien más. De nuevo sentí en el estómago los efectos de un shock nervioso. Estaba cayendo hacia atrás. Me estaba desmayando. Metí en mi boca el botón de peyote y lo masqué. Tras un rato don Juan tomó otro de la bolsa. Me sentí aliviado al ver que lo ponía en su boca tras un canturreo corto. Me pasó la bolsa, y volvía dejarla frente a nosotros después de sacar un botón. Este ciclo se repitió cinco veces antes de que yo notara algo de sed. Recogí la cantimplora para beber, pero don Juan me dijo que sólo me lavara la boca, y que no bebiera porque vomitaría.

Agité repetidamente el agua dentro de mi boca. En deter­minado momento la tentación de beber fue formidable, y tragué un poco. Inmediatamente mi estómago empezó a con­vulsionarse. Esperaba yo un fluir indoloro y fácil, como durante mi primera experiencia con el peyote, pero para mi sorpresa tuve sólo la sensación común de vomitar. No duró mucho, sin embargo.

Don Juan cogió otro botón y me entregó la bolsa, y el ciclo se renovó y repitió hasta que hube mascado catorce botones. Para entonces, todas mis sensaciones iniciales de sed, frío e incomodidad habían desaparecido. En su lugar tenía una novedosa sensación de tibieza y excitación. Tomé la cantimplora para refrescarme la boca, pero estaba vacía.

 

‑¿Podemos ir al arroyo, don Juan?

En vez de proyectarse hacia afuera, el sonido de mi voz pegó en el velo del paladar, rebotó hacia la garganta y resonó entre ambos en una y otra dirección. El eco era suave y musical, y parecía aletear dentro de mi garganta. El roce de las alas me apaciguaba. Seguí sus movimientos de ida y vuelta hasta que desapareció.

Repetí la pregunta. Mi voz sonó como si me hallase ha­blando dentro de una bóveda.

Don Juan no respondió. Me levanté y me volví en direc­ción del arroyo, Lo miré para ver si venía, pero él parecía escuchar algo atentamente.

Hizo un ademán imperativo de guardar silencio.

-¡Abuhtol [?] ya está aquí! -dijo.

Yo nunca había oído esa palabra, y meditaba si pre­guntarle sobre ella cuando percibí un ruido que parecía ser un zumbido dentro de mis orejas. El sonido se hizo gradualmente más fuerte, hasta semejar la vibración causa­da por un enorme zumbador. Duró un momento breve y se fue apagando hasta que todo estuvo otra vez en silencio. La violencia y la intensidad del ruido me aterraron. Tem­blaba tanto que apenas podía permanecer en pie; sin embar­go, mi estado era perfectamente racional. Si unos minutos antes me hallaba soñoliento, esta sensación había desapare­cido por entero, dando paso a una lucidez extrema. El ruido me recordó una película de ficción científica en que las alas de una abeja gigantesca zumbaban al salir de un área de radiación atómica. Reí de la idea. Vi a don Juan recli­narse para recuperar su postura relajada. Y de pronto volvió a acosarme la imagen de una abeja gigantesca. La imagen era más real que los pensamientos comunes. Estaba sola, rodeada de una claridad extraordinaria. Todo lo demás fue expulsado de mi mente. Este estado de claridad mental, sin precedente en mi vida, produjo otro momento de terror.

Empecé a sudar. Me incliné hacia don Juan para decirle que tenía miedo. Su rostro estaba a unos centímetros del mío. Me miraba, pero sus ojos eran los ojos de una abeja. Parecían anteojos redondos, con luz propia en la oscuridad. Sus labios formaban una trompa y de ellos surgía un ruido acompasado: "Pehtuh‑peh‑tuh‑peh‑tuh." Salté hacia atrás, casi chocando contra el muro de roca. Durante un tiempo al parecer infinito experimenté un miedo insoportable. Ja­deaba y gemía. El sudor se había congelado sobre mi piel, dándome una rigidez incómoda. Entonces oí la voz de don Juan diciendo:

‑¡Levántate! ¡Muévete! ¡Levántate!

La imagen se desvaneció y de nuevo pude ver su rostro familiar.

-Voy por agua ‑dije tras otro momento interminable. Mi voz se quebraba. Apenas me era posible articular las palabras. Don Juan asintió. Mientras me alejaba, advertí que el miedo se había ido en forma tan rápida y misterio­sa como su llegada.

Al acercarme al arroyo noté que podía ver cada objeto en el camino. Recordé que acababa de ver claramente a don Juan, cuando antes apenas podía distinguir sus contor­nos. Me detuve y miré la distancia, y pude ver incluso el otro lado del valle. Algunos peñascos que había allí se hicieron perfectamente visibles. Pensé que debería ser de madrugada, pero se me ocurrió que tal vez hubie­ra perdido la noción del tiempo. Miré mi reloj. ¡Eran las 12 :10! Revisé el reloj para ver si estaba funcionando. No podía ser mediodía: ¡tenía que ser medianoche! Pla­neaba correr por el agua y volver a las rocas, pero vi acercarse a don Juan y lo esperé. Le dije que podía ver en la oscuridad.

El se quedó mirándome largo rato sin decir palabra; si acaso habló, no lo oí, pues me hallaba concentrado en mi nueva y única capacidad de ver en lo oscuro. Podía distin­guir los guijarros minúsculos en la arena. En momentos todo estaba tan claro que parecía ser madrugada o atardecer. Luego se oscurecía; luego se aclaraba de nuevo. Pronto ad­vertí que la luminosidad correspondía a la diástole de mi corazón, y la oscuridad a la sístole. El mundo se hacía brillante y oscuro y brillante de nuevo con cada latido de mi corazón.

Estaba absorto en este descubrimiento cuando el extraño sonido que había oído antes se hizo audible otra vez. Mis músculos se tensaron.

‑Anuhctal [según oí la palabra en esta ocasión] está aquí ‑dijo don Juan. Yo imaginaba el bramido tan atronante, tan avasallador, que nada más importaba. Cuando amainó, percibí un aumento súbito en el volumen de agua. El arroyo, que un minuto antes había tenido una anchura de menos de treinta centímetros, se expandió hasta ser un lago enorme. Luz que parecía venir de encima de él tocaba la superficie como brillando a través de follaje espeso. De tiempo en tiempo el agua cintilaba un segundo: dorada y negra. Luego quedaba oscura, sin luz, casi fuera de vis­ta y sin embargo extrañamente presente.

No recuerdo cuánto tiempo permanecí allí, nada más que observando, acuclillado a la orilla del lago negro. El rugido debió de calmarse mientras tanto, pues lo que me hizo re­gresar con violencia (¿a la realidad?) fue otro zumbido aterrador. Me volví para buscar a don Juan. Lo vi trepar y desaparecer tras la saliente de roca. Sin embargo, el sen­timiento de estar solo no me molestaba en absoluto; reposa­ba allí en un estado de abandono y confianza totales. El bramido se hizo audible de nuevo; era muy intenso, como el ruido causado por un viento alto. Escuchándolo con todo el cuidado posible, logré reconocer una melodía defini­da. Era un conglomerado de sonidos agudos, como voces humanas, acompañado por un tambor bajo, grave. Enfoqué toda mi atención en la melodía, y nuevamente noté que la sístole y la diástole de mi corazón coincidían con el sonido del tambor y con la pauta de la música.

Me levanté y la melodía cesó. Traté de escuchar mi co­razón, pero el latido no era localizable. Me acuclillé de nuevo, pensando que acaso la posición de mi cuerpo había causado o inducido los sonidos. ¡Pero nada ocurrió! ¡Ni un sonido! ¡Ni siquiera mi corazón! Pensé que ya era bastante, pero al ponerme en pie para marcharme sentí un temblor de tierra. El suelo bajo mis pies se estremecía. Perdí el equilibrio. Caí hacia atrás y quedé bocarriba mien­tras la tierra se sacudía con violencia. Traté de aferrar una roca o una planta, pero algo se deslizaba debajo de mí. Me incorporé de un salto, estuve de pie un momento y volví a caer. El terreno donde me hallaba se movía, desli­zándose hacia el agua como una balsa. Permanecí inmóvil, atontado por un terror que, como todo lo demás, era úni­co, ininterrumpido y absoluto.

Surqué las aguas del lago negro encaramado en un frag­mento de la ribera que parecía un tronco de barro. Tenía la sensación de ir más o menos hacia el sur, transportado por la corriente. Podía ver el agua moverse y arremolinarse en torno mío. Se sentía fría al tacto, y curiosamente pesada. La imaginé viva.

No había orillas ni puntos de referencia discernibles, ni puedo evocar las ideas o sentimientos que debieron de asal­tarme durante aquel viaje. Tras lo que parecieron horas de ir a la deriva, mi balsa dio un viraje en ángulo recto hacia la izquierda, el este. Siguió deslizándose sobre el agua por una distancia muy corta, e inesperadamente chocó contra algo. El golpe me aventó hacia adelante. Cerré los ojos y sentí un dolor agudo al golpear el suelo con las ro­dillas y con los brazos extendidos. Después de un momento, alcé la mirada. Yacía sobre el polvo. Era como si mi tronco de barro se hubiese fundido con la tierra. Me senté y volví la cara. ¡El agua retrocedía! Se desplazaba hacia atrás, como una ola en la resaca, hasta desaparecer.

Quedé allí sentado largo tiempo, tratando de organizar mis pensamientos y de integrar en una unidad coherente todo lo ocurrido. Mi cuerpo entero estaba adolorido. Sen­tía la garganta como llaga viva; me había mordido los labios al "desembarcar". Me incorporé. El viento me dio concien­cia de tener frío, Mi ropa estaba mojada. Las manos y quijadas y rodillas me temblaban con tal violencia que hube de acostarme nuevamente. Gotas de sudor resbalaban a mis ojos, quemándolos hasta hacerme gritar de dolor.

Tras un rato recobré en cierta medida la estabilidad y me levanté. En el crepúsculo oscuro, la escena era muy clara. Di unos pasos. Me llegó distintamente el sonido de muchas voces humanas. Parecían estar hablando alto. Seguí el so­nido; caminé menos de cincuenta metros y me detuve de pronto. Había llegado al final del camino. El sitio donde me hallaba era un corral formado por grandes peñascos. Podía yo distinguir otra fila, y otra, y otra, hasta que se fundían con la montaña empinada. De entre ellos surgía la música más exquisita. Era un fluir sonoro ágil, cons­tante, extraño.

Al pie de un peñasco vi a un hombre sentado en el suelo, con el rostro vuelto casi de perfil. Me acerqué hasta ha­llarme quizá a tres metros de él; entonces volvió la cabeza y me miró. Me detuve: ¡sus ojos eran el agua que yo acababa de ver! Tenían el mismo volumen enorme, el cinti­lar de oro y negro. La cabeza del hombre era puntiaguda como una fresa; su piel era verde, salpicada de innumera­bles verrugas. A excepción de la forma en punta, su cabeza era exactamente como la superficie de la planta del peyote. Me quedé inmóvil, mirándolo; no podía apartar los ojos de él.

Sentí que me estaba presionando deliberadamente el pecho con el peso de sus ojos. Me ahogaba. Perdí el equi­librio y me desplomé. Sus ojos se desviaron. Oí que me hablaba. Al principio su voz fue como el manso crujir de una brisa ligera. Luego la percibí como música -como una melodía cantada‑ y "supe" que estaba diciendo:

‑¿Qué quieres?

Me arrodillé frente a él y hablé de mi vida. Luego lloré. Me miró de nuevo. Sentí que sus ojos tiraban de mi y pensé que ese sería el momento de mi muerte. Me hizo seña de acercarme. Vacilé un segundo antes de dar un paso. Mientras me acercaba, él apartó de mí los ojos y me enseñó el dorso de su mano. La melodía dijo: "¡Mira!" En me­dio de la mano había un agujero redondo. "¡Mira!", dijo otra vez la melodía. Me asomé al agujero y me vi a mí mismo. Estaba muy viejo y débil y corría encorvado; chispas brillantes volaban en todo mi derredor. Luego tres de las chispas me golpearon, dos en la cabeza y una en el hombro izquierdo. Mi figura, en el agujero, se irguió por un mo­mento hasta hallarse totalmente vertical, y luego desapare­ció junto con el hoyo.

Mescalito volvió de nuevo los ojos a mí. Estaban tan cerca que yo los "oía" retumbar suavemente con ese sonido peculiar tantas veces oído esa noche. Fueron apaciguándose hasta ser como un estanque quieto, ondulado por destellos de oro y negro.

Apartó los ojos una vez más y, saltando como grillo, se alejó cosa de cincuenta metros. Saltó otra y otra vez, y des­apareció en la lejanía.

Lo siguiente que recuerdo es haber echado a andar. Muy racionalmente, traté de reconocer puntos de referencia, tales como montañas en la distancia, para orientarme. Durante toda la experiencia me habían obsesionado los puntos car­dinales, y creía yo que el norte debía estar a mi izquierda. Caminé en esa dirección bastante rato antes de advertir que ya era de día y que ya no estaba usando mi "visión noc­turna". Recordé que tenía reloj y vi la hora. Eran las 8.

A eso de las 10 llegué a la saliente donde había estado la noche anterior. Don Juan yacía dormido en el suelo.

‑¿Dónde has estado? ‑dijo.

Me senté a tomar aire. Tras un largo silencio, don Juan preguntó:

-¿Lo viste?

Empecé a narrar la sucesión de mis experiencias desde el principio, pero me interrumpió diciendo que todo cuanto importaba era si lo había yo visto o no. Me preguntó si Mescalito había estado cerca de mí. Le dije que casi lo había tocado.

Esa parte de mi relato le interesó. Escuchó atentamente cada detalle, sin comentar, interrumpiendo sólo para inqui­rir sobre la forma del ente que yo había visto, su talante, y otros detalles acerca de él. Era como mediodía cuando don Juan pareció haber oído suficiente. Se levantó y ama­rró a mi pecho un saco de lona; me ordenó caminar tras él y dijo que él iba a cortar a Mescalito y que yo debía recibirlo en mis manos y meterlo con delicadeza en el saco.

Bebimos un poco de agua y empezamos a caminar. Cuan­do llegamos al borde del valle, don Juan pareció titubear un momento sobre la dirección a seguir. Una vez que hubo elegido anduvimos en línea recta.

Cada vez que llegábamos a una planta de peyote, se acu­clillaba frente a ella y muy gentilmente cortaba la parte superior con su cuchillo corto y serrado. Hacía una incisión al nivel del suelo y rociaba la "herida", como él la lla­maba, con polvo puro de azufre que llevaba en una bolsa de cuero. Sostenía el botón fresco en la mano izquierda y esparcía el polvo con la derecha. Luego se ponía en pie para entregarme el botón, que yo recibía con ambas manos, como él había prescrito, y colocaba dentro del saco.

‑Mantente derecho y no dejes que la bolsa toque la tierra ni las matas ni ninguna otra cosa ‑me decía repeti­damente, como si pensara que yo lo olvidaría.

Recogimos sesenta y cinco botones. Cuando el saco estu­vo completamente lleno, lo puso sobre mi espalda y ama­rró otro a mi pecho. Al terminar de cruzar la meseta te­níamos dos sacos llenos, que contenían ciento diez botones de peyote. Los sacos eran tan pesados y voluminosos que yo apenas podía caminar bajo su bulto y su peso.

Don Juan me susurró que las bolsas estaban pesadas por­que Mescalito quería regresar a la tierra. Dijo que la triste­za de dejar su morada era lo que hacía pesado a Mescalito; mi verdadera tarea era no dejar que los sacos tocaran el suelo, porque si lo hacía, Mescalito jamás me permitiría tomarlo de nuevo.

En un momento particular la presión de las correas sobre mis hombros se hizo insoportable. Algo estaba ejerciendo una fuerza tremenda, tirando hacia abajo. Sentí mucha aprensión. Noté que había empezado a caminar más rápida­mente, casi a correr; iba por así decirlo trotando detrás de don Juan.

De pronto disminuyó el peso sobre mi pecho y mi espal­da. La carga se hizo esponjosa y ligera. Corrí libremente para alcanzar a don Juan, que iba delante de mí. Le dije que ya no sentía el peso. Me explicó que ya habíamos dejado la morada de Mescalito.

 

Martes, 3 de julio, 1962

‑Creo que Mescalito casi te ha aceptado ‑dijo don Juan.

‑¿Por qué dice usted que casi me ha aceptado, don Juan?

‑No te mató, ni siquiera te hizo daño. Te dio un buen susto, pero no uno malo de verdad. Si no te hubiera acep­tado para nada, se te habría aparecido monstruoso y lleno de ira. Algunas gentes han aprendido lo que significa el horror al encontrárselo y no ser aceptadas.

‑Si es tan terrible, ¿por qué no me lo dijo usted antes de llevarme al campo?

‑No tienes valor suficiente para buscarlo a propósito. Pensé que era mejor que no supieses.

‑¡Pero pude haber muerto, don Juan!

‑sí, pudiste. Pero yo estaba seguro de que te iba a ir bien. Una vez jugó contigo. No te hizo daño. Pensé que también esta vez tendría compasión de ti.

Le pregunté si realmente pensaba que Mescalito me ha­bía tenido compasión. La experiencia había sido aterradora; yo sentía casi haber muerto de susto.

Dijo que Mescalito fue de lo más bondadoso conmigo; me enseñó una escena que era una respuesta a una pregun­ta. Don Juan dijo que Mescalito me había dado una lec­ción. Le pregunté cuál era la lección y qué significaba. Dijo que sería imposible responder a esa pregunta porque yo había tenido demasiado miedo para saber exactamente qué le preguntaba a Mescalito.

Don Juan sondeó mi memoria con respecto a lo que había dicho a Mescalito antes de que él me enseñara la escena en su mano. Pero yo no podía acordarme. Todo cuanto recordaba era haber caído de rodillas a "confesarle mis pe­cados".

Don Juan no pareció tener interés en hablar más de eso. Le pregunté:

‑¿Puede enseñarme la letra de las canciones que usted cantaba?

‑No, no puedo. Esas palabras son mías, las palabras que el protector mismo me enseñó. Las canciones son mis canciones. No puedo decirte cuáles son.

‑¿Por qué no puede decirme, don Juan?

‑Porque esas canciones son un lazo entre el protector y yo. Estoy seguro de que algún día él te enseñará tus propias canciones. Espera hasta entonces, y nunca jamás copies ni preguntes las canciones que pertenecen a otra gente.

‑¿Cuál era el nombre que usted pronunció? ¿Puede decirme eso, don Juan?

‑No. Su nombre nunca puede pronunciarse más que para llamarlo.

‑¿Y si yo quiero llamarlo?

‑Si algún día te acepta, te dirá su nombre. Ese nom­bre será para qué tú solo lo uses, ya sea para llamarlo en voz alta o para decírtelo en silencio a ti mismo. A. lo mejor te dirá que su nombre es José. Quién sabe.

-¿Por qué es malo usar su nombre para hablar de él?

‑Ya viste sus ojos, ¿no? Con el protector no se juega. ¡Por eso no puedo explicarme el hecho de que escogiera jugar contigo!

‑¿Cómo puede ser él un protector si también hace mal a la gente?

‑La respuesta es muy sencilla. Mescalito es un protec­tor porque está a la disposición de cualquiera que lo busque.

‑Pero, ¿no es cierto que todo en el mundo está a la dis­posición de cualquiera que lo busque?

‑No, eso no es cierto. Los poderes aliados sólo están a disposición de los brujos, pero cualquiera puede dispo­ner de Mescalito.

‑Pero entonces ¿por qué daña a cierta gente?

-No a todos les gusta Mescalito, pero todos lo buscan con la idea de sacar provecho sin trabajar. Naturalmente, su encuentro con él siempre es horrendo.

-¿Qué ocurre cuando acepta por entero a alguien?

‑Se le aparece como un hombre, o como una luz. Cuando alguien ha ganado esta clase de aceptación, Mes­calito es constante. Ya no vuelve a cambiar después. A lo mejor cuando te lo encuentres de nuevo será una luz, y al­gún día hasta puede llevarte a volar y revelarte todos sus secretos.

‑¿Qué tengo que hacer para llegar a ese punto, don Juan?

‑Tienes que ser un hombre fuerte, y tu vida tiene que ser verdadera.

‑¿Qué es una vida verdadera?

‑Una vida que se vive con la certeza nítida de estar viviéndola; una vida buena, fuerte.

 

 

V

 

Don Juan inquiría periódicamente, en forma casual, sobre el estado de mi datura. En el año transcurrido desde que replanté la raíz, la planta se había convertido en un arbus­to grande. Había dado semillas y las vainas de las semillas se habían secado. Y don Juan juzgó que era hora de que yo aprendiera algo más sobre la yerba del diablo.

 

Domino, 27 de enero, 1963

Don Juan me dio hoy la información preliminar sobre la "segunda parte" de la raíz de datura, el segundo paso en el aprendizaje de la tradición. Dijo que la segunda parte de la raíz era el verdadero principio del aprendizaje; en comparación con ella, la primera parte era juego de niños. Había que dominar la segunda parte; había que tomarla veinte veces por lo menos, dijo, antes de poder avanzar al tercer paso.

‑¿Qué hace la segunda parte? ‑pregunté.

‑La segunda parte de la yerba del diablo se usa para ver. Con ella, un hombre puede remontarse por los aires y ver qué está pasando en cualquier sitio que escoja.

‑¿Puede en verdad un hombre volar por los aires, don Juan?

‑¿Por qué no? Como ya te dije, la yerba del diablo es para aquellos que buscan poder. El hombre que domina la segunda parte puede usar la yerba del diablo para ganar más poder haciendo cosas que nadie se imagina.

-¿Qué clase de cosas, don Juan?

-No te lo puedo decir. Cada hombre es distinto.

 

Lunes, 28 de enero, 1963

‑Si completas con bien el segundo paso ‑dijo don Juan‑, sólo podré enseñarte otro paso más. Al ir aprendiendo so­bre la yerba del diablo me di cuenta de que no era para mí, y ya no adelanté más en su camino.

‑¿Qué le hizo decidir en contra de ello, don Juan?

‑La yerba del diablo estuvo a punto de matarme todas las veces que traté de usarla. Una vez me fue tan mal que me di por acabado. Y sin embargo, yo habría podido evitar todo ese dolor.

‑¿Cómo? ¿Hay alguna manera especial de evitar el dolor?

‑Sí, hay una manera,

‑¿Es una fórmula, o un procedimiento, o qué?

‑Es una manera de agarrarse a las cosas. Por ejemplo, cuando yo estaba aprendiendo sobre la yerba del diablo, era demasiado ansioso. Me agarraba a las cosas de la misma manera que los niños agarran dulces. La yerba del diablo es sólo un camino entre cantidades de caminos. Cualquier cosa es un camino entre cantidades de caminos. Por eso debes tener siempre presente que un camino es sólo un camino; si sientes que no deberías seguirlo, no debes seguir en él bajo ninguna condición. Para tener esa claridad debes llevar una vida disciplinada. Sólo entonces sabrás que un camino es nada más un camino, y no hay afrenta, ni para ti ni para otros, en dejarlo si eso es lo que tu corazón te dice. Pero tu decisión de seguir en el camino o de dejarlo debe estar libre de miedo y de ambición. Te prevengo. Mira cada camino de cerca y con intención. Pruébalo tantas veces como consideres necesario. Luego hazte a ti mismo, y a ti solo, una pregunta. Es una pregunta que sólo se hace un hombre muy viejo. Mi benefactor me habló de ella una vez cuando yo era joven, y mi sangre era demasiado vigorosa para que yo la entendiera, Ahora sí la entiendo. Te diré cuál es: ¿tiene corazón este camino? Todos los caminos son lo mismo: no llevan a ninguna par­te. Son caminos que van por el matorral. Puedo decir que en mi propia vida he recorrido caminos largos, largos, pero no estoy en ninguna parte. Ahora tiene sentido la pregunta de mi benefactor, ¿Tiene corazón este camino? Si tiene, el camino es bueno; si no, de nada sirve. Ningún camino lleva a ninguna parte, pero uno tiene corazón y el otro no. Uno hace gozoso el viaje; mientras lo sigas, eres uno con él. El otro te hará maldecir tu vida. Uno te hace fuerte; el otro te debilita.

 

Domingo, 21 de abril, 1963

La tarde del martes 16 de abril, don Juan y yo fuimos a los cerros donde están sus daturas. Me pidió dejarlo solo allí, y esperarlo en el coche. Volvió casi tres horas des­pués cargando un paquete envuelto en una tela roja. Cuan­do iniciábamos el regreso a su casa, señaló el bulto y dijo que era su último regalo para mí.

Pregunté si quería decir que ya no iba a enseñarme. Ex­plicó que se refería al hecho de que yo tenía una planta plenamente madura y ya no necesitaría de las suyas.

Al atardecer tomamos asiento en su cuarto; él sacó un mortero y una mano, ambos de acabado pulido. El cuenco del mortero tenía unos quince centímetros de diámetro. Desató un gran paquete lleno de bultos pequeños, seleccio­nó dos y los puso sobre un petate, a mi lado; luego añadió otros cuatro bultos del mismo tamaño, extraídos del paquete que trajo a casa. Dijo que eran semillas, y yo debía moler­las hasta convertirlas en polvo fino. Abrió el primer bulto y virtió parte de su contenido en el mortero. Las semillas secas eran redondas, de color amarillo caramelo.

Empecé a trabajar con la mano del mortero; tras un rato don Juan me corrigió. Me dijo que primero empujase la mano contra un lado del recipiente y luego la deslizara sobre el fondo para hacerla subir contra el otro lado. Le pregunté qué iba a hacer con el polvo. No quiso hablar de ello.

El primer lote de semillas resultó extremadamente duro de moler. Tardé cuatro horas en terminar el trabajo. La espalda me dolía a causa de la postura en que había estado sentado. Me acosté y quise dormirme allí mismo, pero don Juan abrió la siguiente bolsa y vació parte de su contenido en el mortero. Esta vez las semillas eran un poco más oscuras que las primeras y se hallaban apelotonadas. El resto del contenido de la bolsa era una especie de polvo, consistente en gránulos muy pequeños, redondos y oscuros.

Yo quería algo de comer, pero don Juan dijo que si deseaba aprender tenía que seguir la regla, y la regla sólo me permitía beber un poco de agua mientras aprendía los secretos de la segunda parte.

La tercera bolsa contenía un puñado de gorgojos negros, vivos. Y en la última había algunas semillas frescas: blancas y casi pulposas en su blancura, pero fibrosas y difíciles de convertir en pasta fina, como don Juan esperaba de mí. Cuando hube terminado de moler el contenido de las cuatro bolsas, él midió dos tazas de un agua verdosa, la virtió en una olla de barro y puso la olla al fuego. Cuan­do el agua hervía, añadió el primer lote de semillas pulve­rizadas. Agitó el líquido con un pedazo largo y puntiagudo de hueso o madera, que llevaba en su morral de cuero. Apenas hirvió nuevamente el agua, añadió las otras sustan­cias una por una, siguiendo el mismo procedimiento. Luego añadió otra taza de la misma agua y dejó la mezcla hervir a fuego lento.

Entonces me dijo que era hora de macerar la raíz, Extra­jo cuidadosamente un largo pedazo de raíz de datura del bulto que había traído a casa. La raíz tenía unos cuarenta centímetros de largo. Era gruesa, como de cuatro centíme­tros de diámetro. Dijo que era la segunda parte, y también la había medido él mismo porque aún era su raíz. La pró­xima vez que yo probara la yerba del diablo, dijo, tendría que medir mi propia raíz.

Empujó hacia mi el gran mortero, y procedí a macerar la raíz exactamente como él había hecho con la primera parte. Me guió a través de los mismos pasos, y nuevamente dejamos la raíz macerada remojándose en agua, expuesta al sereno. Para entonces, la mezcla hirviente se había soli­dificado en la olla de barro. Don Juan retiró la olla del fuego, la puso dentro de una red y la colgó de una viga a mitad del aposento.

El 17 de abril, a eso de las 8 de la mañana, don Juan y yo empezamos a colar con agua el extracto de raíz. Era un día claro, soleado, y don Juan interpretó el buen tiempo como augurio de que yo le simpatizaba a la yerba del diablo; dijo que, conmigo allí, nada más se acordaba de lo mala que la yerba había sido con él.

El procedimiento que seguimos para filtrar el extracto de raíz fue el mismo que yo había observado para la primera parte. Al atardecer, tras vaciar el agua de encima por octava vez, quedó en el fondo del recipiente una cucharada de sustancia amarillenta.

Volvimos al cuarto de don Juan, donde aún había dos bolsitas sin tocar. Abrió una, metió la mano y con la otra plegó el extremo abierto en torno de su muñeca. Parecía estar sosteniendo algo, a juzgar por la forma como su mano se movía dentro de la bolsa. De pronto, con un mo­vimiento rápido, peló la bolsa de su mano como quitándose un guante, volteándola al revés, y acercó la mano a mi rostro. Estaba sosteniendo una lagartija. La cabeza del animal se hallaba a pocos centímetros de mis ojos. Había algo extraño en el hocico. Observé un momento, y luego me retraje involuntariamente. El hocico de la lagartija es­taba cosido con puntadas toscas. Don Juan me ordenó coger la lagartija con la mano izquierda. La aferré; se revolvió contra mi palma. Sentí náuseas. Mis manos empe­zaron a sudar.

Don Juan tomó la última bolsa y, repitiendo los mismos movimientos, extrajo otra lagartija. También la acercó a mi cara. Vi que los ojos del animal estaban cosidos. Me ordenó coger esta lagartija con la mano derecha.

Para cuando tuve ambas lagartijas en las manos, me ha­llaba a punto de vomitar. Tenía un deseo avasallador de dejarlas caer y largarme de allí.

‑¡No las apachurres! ‑dijo, y su voz me trajo un sentido de alivio y de propósito. Preguntó qué me pasaba. Trataba de estar serio, pero no pudo contener la risa. In­tenté aflojar las manos, pero sudaban tan profusamente que las lagartijas, retorciéndose, empezaron a escapárseme. Sus garritas agudas arañaban mis manos, produciendo una increíble sensación de asco y náusea. Cerré los ojos y apreté los dientes. Una de las lagartijas ya se deslizaba a mi muñeca; sólo necesitaba dar un tirón para sacar la cabeza de entre mis dedos y quedar libre. Yo experimentaba una sensación peculiar de desesperación física, de incomodidad suprema. Gruñía a don Juan, entre dientes, que me quitara esas porquerías. Mi cabeza se sacudía involuntariamente. El me miró con curiosidad. Gruñí como un oso, sacudien­do el cuerpo. Don Juan echó las lagartijas en sus bolsas y empezó a reír. Yo quería reír también, pero tenía el estó­mago revuelto. Me acosté.

Le expliqué que lo que me había afectado era la sen­sación de las garras en mis palmas; él dijo que muchas cosas podían volver loco a un hombre, sobre todo si no tenía la decisión, el propósito necesario para aprender; pero cuando un hombre poseía una intención clara y recia, los sen­timientos no resultaban en modo alguno un obstáculo, pues era capaz de controlarlos.

Don Juan esperó un rato y entonces, repitiendo los mis­mos movimientos, me entregó de nuevo las lagartijas. Me dijo que alzara sus cabezas y las frotara suavemente contra mis sienes, mientras les preguntaba cualquier cosa que qui­siera saber.

Al principio no comprendí qué deseaba de mí. Me dijo otra vez que preguntara a las lagartijas cualquier cosa que yo no pudiese averiguar por mi mismo. Me dio toda una serie de ejemplos: podía yo descubrir cosas sobre personas que por lo común no veía, o sobre objetos perdidos, o sobre sitios que no conociera. Entonces advertí que se refería a la adivinación. Me puse muy excitado. Mi corazón empezó a latir con fuerza. Sentí que perdía el aliento.

Me advirtió que esta primera vez no preguntara sobre asuntos personales: dijo que mejor pensara en algo que no tuviese nada que ver conmigo. Debía pensar rápidamente y con claridad, porque no habría modo de revocar mis pensamientos.

Traté frenéticamente de pensar en algo que deseara saber. Don Juan me instaba con imperiosidad, y quedé atónito al darme cuenta de que no podía pensar nada que quisiese "preguntar" a las lagartijas.

Tras una espera penosamente larga, se me ocurrió algo. Tiempo antes, habían robado un buen número de libros de un salón de lectura. No era un asunto personal, y sin em­bargo me interesaba. Yo no tenía ideas preconcebidas acer­ca de la identidad de la persona, o personas, que habían tomado los libros. Froté las lagartijas contra mis sienes, preguntándoles quién era el ladrón.

Tras un rato, don Juan metió las lagartijas en las bolsas y dijo que no había ningún secreto profundo con respecto a la raíz ni a la pasta. La pasta se hacía para dar dirección; la raíz aclaraba las cosas. Pero el verdadero misterio eran las lagartijas. Ellas eran el secreto de toda la brujería de la segunda parte, dijo don Juan. Le pregunté si eran un tipo especial de lagartijas. Respondió que sí lo eran. Tenían que venir de la zona de la propia planta de uno; tenían que ser amigas de uno. Y para trabar amistad con las lagartijas, había que cultivarla un largo período. Había que desarro­llar una fuerte amistad con ellas dándoles comida y hablán­doles con bondad.

Pregunté por qué era tan importante su amistad. Don Juan dijo que las lagartijas sólo se dejan capturar si co­nocen al hombre, y quien tomara en serio la yerba del diablo debía tratar con seriedad a las lagartijas. Dijo que, como regla, las lagartijas debían cogerse después de que la pasta y la raíz estuvieran preparadas. Debían cogerse al atardecer. Si uno no estaba en confianza con las lagartijas, dijo, podía pasarse días tratando, sin éxito, de cogerlas, y la pasta sólo duraba un día. Luego me dio una larga serie de instrucciones concernientes al procedimiento a seguir una vez capturadas las lagartijas.

‑Una vez que hayas cogido las lagartijas, ponlas en bolsas separadas. Luego saca a la primera y háblale. Discúlpate por causarle dolor y ruégale que te ayude. Y cósele la boca con una aguja de madera. Haz la costura con fibras de ágave y una espina de choya. Aprieta bien las puntadas. Luego dile las mismas cosas a la otra lagartija y cósele los párpados. A la hora en que la noche empiece a caer estarás listo. Toma la lagartija de la boca cosida y explícale el asunto del que quieres saber. Pídele que vaya a ver por ti. Dile que tuviste que coserle la boca para que se apure a volver y no hable con nadie más. Déjala revolcarse en la pasta después de que se la embarres en la cabeza; luego ponla en el suelo. Si toma la dirección de tu buena fortuna, la brujería saldrá bien y fácil. Si agarra la dirección con­traria, saldrá mal. Si la lagartija se acerca a ti (hacia el sur) puedes esperar mejor suerte que de costumbre, pero si se aleja de ti (hacia el norte), la brujería será terriblemente difícil, ¡Puedes hasta morir! De modo que, si se aleja de ti, estás a tiempo de rajarte. A estas alturas puedes tomar la decisión de rajarte. Si te rajas, perderás tu autoridad sobre las lagartijas, pero mejor eso que perder la vida. O también puede ser que decidas seguir con la brujería a pesar de mi advertencia. En ese caso, el paso siguiente es tomar la otra lagartija y decirle que escuche el relato de su hermana y luego te lo describa.

‑¿Pero cómo puede la lagartija de la boca cosida decir­me lo que ve? ¿No se le cosió la boca para que no hablara?

‑Coserle la boca le impide contar su relato a los extra­ños. La gente dice que las lagartijas son platicadoras; en cualquier parte se paran a platicar. Bueno, el paso siguien­te es embarrarle la pasta atrás de la cabeza, y luego frotar la cabeza de la lagartija contra tu sien izquierda, sin que la pasta toque el centro de tu frente. Al comienzo del apren­dizaje, es buena idea enlazar a la lagartija por en medio, con un cordón, y amarrártela al hombro derecho. Así no la pierdes ni la lastimas. Pero conforme progresas y te vas familiarizando con el poder de la yerba del diablo, las lagartijas aprenden a obedecer tus órdenes y se quedan trepadas en tu hombro. Después que te hayas untado pasta en la sien derecha, con la lagartija, mete en la olla los dedos de las dos manos; úntate la pasta primero en las sienes y luego extiéndela bien sobre ambos lados de tu cabe­za. La pasta se seca muy rápido, y puede aplicarse tantas veces como sea necesario. Cada vez, empieza por usar pri­mero la cabeza de la lagartija y después tus dedos. Tarde o temprano la lagartija que fue a ver regresa y le cuenta a su hermana todo el viaje, y la lagartija ciega te lo des­cribe como si fueras de su especie. Cuando la brujería esté terminada, pon a la lagartija en el suelo y déjala ir, pero no mires a dónde va. Escarba con las manos un agujero hondo y entierra en él todo lo que usaste.

Alrededor de las 6 p.m., don Juan recogió del recipiente el extracto de raíz, depositándolo sobre un trozo liso de pizarra; había menos de una cucharadita de almidón ama­rillo. Puso la mitad en una taza y añadió agua amarillenta. Dio vueltas a la taza para disolver la sustancia. Me en­tregó la taza y me dijo que bebiera la mezcla. Era insípida, pero dejó en mi boca un sabor levemente amargo. El agua estaba demasiado caliente y eso me molestó. Mi corazón empezó a golpear aprisa, pero pronto me tranquilicé de nuevo.

Don Juan trajo la olla de la pasta. Esta parecía sólida y tenía una superficie reluciente. Quise penetrar la costra con el dedo, pero don Juan saltó hacía mi y apartó mi mano de la olla. Se molestó mucho; dijo que era mucho descuido de mi parte el tratar de hacer eso, y que si yo de veras quería aprender no había necesidad de ser descuidado. Eso era poder, dijo señalando la pasta, y nadie sabia qué clase de poder era en realidad. Era suficiente injuria, ya que nos metiéramos con él para nuestros propios fines ‑algo que no podemos evitar porque somos hombres, dijo‑, pero al menos había que tratarlo con el debido respeto. La mezcla semejaba avena cocida. Al parecer tenía almidón suficiente para darle esa consistencia. Don Juan me pidió traer las bolsas con las lagartijas. Tomó la lagartija del hocico cosido y me la entregó cuidadosamente. Me hizo cogerla con la mano izquierda y me dijo que tomara con el dedo un poco de pasta y lo frotara en la cabeza de la lagartija y luego pusiera a la lagartija en la olla y la sostuviera allí hasta que la pasta cubriese todo su cuerpo.

Luego me indicó sacar a la lagartija de la olla. Recogió la olla y me guió a una zona rocosa no demasiado lejos de su casa. Señaló una gran roca y me dijo que me sentara frente a ella, como si fuera mi datura, y, sosteniendo la la­gartija frente a mi rostro, le explicara nuevamente lo que deseaba saber y le rogara ir a buscarme la respuesta. Me aconsejó decir a la lagartija que sentía haber tenido que causarle molestias, y prometerle que a cambio seria bueno con todas las lagartijas. Y luego me indicó sostenerla entre los dedos tercero y cuarto de mi mano izquierda, donde una vez él hizo un corte, y bailar alrededor de la roca haciendo exactamente lo que había hecho al replantar la raíz de la yerba del diablo; me preguntó si recordaba cuan­to había hecho entonces. Dije que sí. Subrayó que todo tenía que ser exactamente igual, y que si no me acordaba debía esperar hasta que todo se hallase claro en mi memoria. Me advirtió con gran apremio que si actuaba en forma pre­cipitada, sin deliberar, me haría daño a mí mismo. Su últi­ma indicación fue que yo pusiera en tierra a la lagartija del hocico cosido y observara hacia dónde se iba, para poder determinar el resultado de la experiencia. Dijo que no debía yo apartar los ojos de la lagartija ni por un instante, pues una treta común de las lagartijas era distraerlo a uno y luego salir corriendo.

Todavía no acababa de oscurecer. Don Juan miró el cielo.

‑Te dejo solo ‑dijo, y se alejó.

Seguí todas sus instrucciones y luego puse a la lagartija en el suelo. La lagartija permaneció inmóvil donde la dejé. Luego me miró, y corrió a las rocas, hacia el este, y desapa­reció entre ellas.

Me senté en el suelo frente a la roca, como si estuviera ante mi planta. Una profunda tristeza me invadió. Me pregunté por la lagartija del hocico cosido. Pensé en su extraño viaje y en cómo me miró antes de correr. Era un pensamiento extraño, una proyección molesta. A mi modo yo también era una lagartija, realizando otro viaje extraño. Mi destino, acaso, era sólo el de ver; en ese mo­mento sentía que nunca me sería posible decir lo que había visto. Para entonces ya estaba muy oscuro. Apenas podía ver las rocas que estaban frente a mí. Pensé en las palabras de don Juan: “El crepúsculo: ¡allí está la rendija entre los mundos!”

Tras largo titubeo empecé a seguir los pasos prescritos. Aunque la pasta parecía avena cocida, no tenía ese tacto. Era muy lisa y fría. Olía en forma peculiar, acre. Producía en la piel una sensación de frescura y se secaba rápidamente. Me froté las sienes once veces, sin notar efecto alguno. Traté con mucho cuidado de tomar en cuenta cualquier cam­bio en percepción o estado de ánimo, pues ni siquiera sabía qué anticipar. De hecho, no era yo capaz de concebir la naturaleza de la experiencia, e insistía en buscar pistas.

La pasta se había secado y desprendido en escamas de mis sienes, Estaba a punto de untarme más cuando advertí que me hallaba sentado sobre los tobillos, a la japonesa. Había estado sentado con las piernas cruzadas y no recordaba haber cambiado de postura. Tardé algún tiempo en tomar

plena conciencia de que me encontraba sobre el piso de una especie de claustro con arcadas altas. Pensé que eran de la­drillo, pero al examinarlas vi que eran de piedra.

Esta transición fue muy difícil. Sobrevino tan repentina­mente que yo no estaba listo para seguirla. Mi percepción de los elementos de la visión era difusa, como si soñara. Pero los componentes no cambiaban. Permanecían fijos, y yo podía detenerme junto a cualquiera de ellos y exami­narlo concretamente. La visión no era tan clara ni tan real como una inducida por el peyote. Tenía un carácter nebulo­so, un matiz pastel intensamente placentero.

Me pregunté si podría levantarme o no, y en seguida noté que me había movido. Estaba en la parte superior de una escalera y H, una amiga mía, se hallaba al pie de ella. Sus ojos eran febriles. Había en ellos un brillo de locura. Rió fuertemente, con tal intensidad que resultó aterradora su risa, Empezó a subir la escalera. Quise huir o refugiarme, porque "ella había estado chiflada una vez". Ese fue el pensamiento que acudió a mi mente. Me oculté detrás de una columna y H pasó ante mí sin mirar, "Ahora se va a un largo viaje", fue otro pensamiento que se me ocurrió entonces, y finalmente la última idea que recordé fue: "Se ríe cada vez que está a punto de tronar."

De pronto la escena se hizo muy clara; ya no era como un sueño. Era como una escena común, pero yo parecía estar viéndola a través de un cristal. Traté de tocar una columna, pero todo cuanto noté fue que no podía moverme; sin embargo, sabía que podía quedarme cuanto quisiera, contemplando la escena. Estaba en ella pero no era parte de ella.

Sentí que levantaba un dique de pensamientos y argu­mentos racionales. Me hallaba, hasta donde podía juzgar, en un estado ordinario de conciencia sobria. Cada elemento pertenecía al terreno de mis procesos normales. Y sin em­bargo, yo sabía que no se trataba de un estado ordinario.

La escena cambió súbitamente. Era de noche. Me encon­traba en el vestíbulo de un edificio. La oscuridad dentro del edificio me hizo consciente de que en la escena an­terior la luz del sol tenía una hermosa claridad. Pero había sido algo tan común que en ese momento no lo advertí. Al seguir mirando la nueva visión, vi a un joven salir de un cuarto con una mochila grande sobre los hombros. No sabía yo quién era, aunque lo había visto una o dos veces. Pasó frente a mí y descendió las escaleras. Para entonces yo había olvidado mi aprensión, mis dilemas racionales. "¿Quién es ese tipo?" pensé. "¿Por qué lo vi?"

La escena cambió de nuevo y me hallé observando al joven mutilar libros: pegaba algunas páginas con goma, borraba marcas. Luego lo vi acomodar los libros con cui­dado en una caja de madera, Había una pila de cajas. No estaban en su cuarto sino en algún almacén. Otras imá­genes acudieron a mi mente, pero no estaban claras. La escena se hizo nebulosa. Tuve la sensación de girar.

Don Juan me sacudió por los hombros y desperté. Me ayudó a levantarme y caminamos de regreso a su casa. Habían pasado tres horas y media desde el momento en que empecé a untar la pasta en mis sienes hasta la hora en que desperté, pero el estado visionario no pudo haber durado más de diez minutos. Yo no sentía ningún mal efecto; sólo hambre y sueño.

 

jueves, 18 de abril, 1963

Don Juan me pidió anoche describir mi reciente experien­cia, pero yo estaba demasiado adormecido para hablar de ella. No podía concentrarme. Hoy, apenas desperté, repitió su petición.

‑¿Quién te dijo que esta muchacha H había estado chiflada? ‑preguntó cuándo terminé mi historia.

‑Nadie. Fue sólo uno de los pensamientos que tuve.

‑¿Crees que eran tus pensamientos?

Le dije que eran mis pensamientos, aunque yo no tenía motivo para pensar que H hubiese estado enferma. Eran pensamientos extraños. Parecían brotar en mi mente surgi­dos de ninguna parte. Don Juan me miró inquisitivo. Le pregunté si no me creía; rió y dijo que mi costumbre era ser descuidado con mis actos.

‑¿Qué hice mal, don Juan?

‑Debiste haber escuchado a las lagartijas.

-¿Cómo debí escuchar?

-La lagartijita encima de tu hombro te estaba descri­biendo todo lo que veía su hermana. Te estaba hablando. Te estaba diciendo todo, y tú no hiciste caso. En cambio, creíste que las palabras de la lagartija eran tus propios pensamientos.

‑Pero si eran mis propios pensamientos, don Juan.

‑No lo eran. Esa es la naturaleza de esta brujería, Para decirte la verdad, la visión es más para escucharse que para mirarse. Lo mismo me pasó a mí. Estaba a punto de advertírtelo cuando recordé que mi benefactor no me lo advirtió a mi tampoco.

‑¿Fue su experiencia como la mía, don Juan?

‑No. La mía fue un viaje infernal. Casi me muero.

‑¿Por qué fue infernal?

‑A lo mejor porque yo no le caía bien a la yerba del diablo, o porque no tenía claro lo que quería preguntar. Como tú ayer. Has de haber estado pensando en esa mu­chacha cuando preguntaste por los libros.

‑No me acuerdo de eso.

-Las lagartijas nunca yerran; toman cada pensamiento como una pregunta. La lagartija volvió y te dijo cosas de H que nadie podrá entender jamás, porque ni siquiera tú sabes cuáles eran tus pensamientos.

‑¿y la otra visión que tuve?

‑Tus pensamientos han de haber estado firmes cuando hiciste esa pregunta. Y así es como hay que conducir esta brujería: con claridad.

‑¿O sea que la visión de la muchacha no debe tomarse en serio?

‑¿Cómo puede tomarse en serio si no sabes qué pregun­tas estaban contestando las lagartijitas?

‑¿Sería más claro para la lagartija si uno hiciera una sola pregunta?

‑Sí, sería más claro. Si pudieras sostener con firmeza un solo pensamiento.

‑¿Pero qué ocurriría, don Juan, si la única pregunta no fuera sencilla?

‑Mientras tu pensamiento sea firme y no se meta en otras cosas, es claro para las lagartijitas, y entonces su respuesta es clara para ti.

‑¿Puede uno hacer más preguntas a las lagartijas mien­tras va avanzando en la visión?

‑No. La visión es para mirar lo que las lagartijas te estén diciendo. Por eso dije que es una visión para oír más que una visión para ver. Por eso te pedí tratar asuntos no personales. Por lo general, cuando la pregunta trata de personas, tu ansia de tocarlas o de hablarles es demasiado fuerte, y la lagartija deja de hablar y la brujería se deshace. Deberás saber mucho más que ahora antes de querer ver cosas que te conciernan en lo personal. La próxima vez debes escuchar con cuidado. Estoy seguro de que las lagartijitas te dijeron muchas, muchas cosas, pero no estabas escuchando.

 

Viernes, 19 de abril, 1963

‑¿Qué son todas las cosas que molí para la pasta, don Juan?

‑Semillas de yerba del diablo y los gorgojos que viven de las semillas. La medida es un puño de cada cosa ‑ahue­có la mano derecha para mostrarme cuánto.

Le pregunté qué ocurriría si un elemento se usara solo, sin los demás. Dijo que tal procedimiento sólo produciría el antagonismo de la yerba del diablo y de las lagartijas.

‑No debes enemistarte con las lagartijas ‑dijo‑, por­que al otro día, cuando esté atardeciendo, tienes que re­gresar al sitio de tu planta. Háblales a todas las lagartijas y pide que salgan otra vez a las dos que te ayudaron en la brujería. Busca por todas partes hasta que esté oscuro. Si no puedes hallarlas, debes intentarlo de nuevo al otro día. Sí eres fuerte hallarás a las dos, y entonces tendrás que comértelas allí mismo. Y tendrás por siempre la facultad de ver lo desconocido. Ya nunca necesitarás coger lagartijas para practicar esta brujería. Vivirán dentro de ti desde entonces.

‑¿Qué hago si nada más encuentro una?

‑Si nada más encuentras una, debes dejarla ir al final de tu búsqueda. Si la encuentras el primer día, no la guardes con la esperanza de coger a la otra al día siguiente. Eso nada más echaría a perder tu amistad con ellas.

‑¿Qué sucede si no puedo hallarlas para nada?

‑Creo que eso seria lo mejor para ti. Quiere decir que debes coger dos lagartijas cada vez que necesites su ayuda, pero también quiere decir que eres libre.

‑¿Cómo, libre?

‑Libre de ser esclavo de la yerba del diablo. Si las lagartijas viven dentro de ti, la yerba del diablo no te dejará ir jamás.

‑¿Es malo eso?

‑Claro que es malo. Te apartará de todo lo demás. Tendrás que pasar la vida cultivándola como aliado. Es posesiva. Una vez que te domina, sólo hay un camino a seguir: el suyo.

‑¿Y si hallo muertas a las lagartijas?

‑Si hallas muerta a una o a las dos, no debes tratar de hacer esta brujería durante un tiempo. Déjala descansar un rato.

"Creo que sólo esto necesito decirte; lo que te he dicho es la regla. Cada vez que practiques por tu cuenta esta brujería, debes sentarte frente a tu planta y seguir todos los pasos que te he descrito. Otra cosa, No debes comer ni beber hasta que la brujería esté terminada."

 

 

VI

 

El siguiente paso en las enseñanzas de don Juan fue un nuevo aspecto en el dominio de la segunda parte de la raíz de datura. En el tiempo transcurrido entre las dos eta­pas del aprendizaje, don Juan inquirió únicamente acerca del desarrollo de mi planta.

 

Jueves, 27 de junio, 1963

‑Es buena costumbre probar la yerba del diablo antes de emprender de líen, su camino ‑dijo don Juan.

-¿Cómo se le prueba, don Juan?

‑Debes probar otra brujería con las lagartijas. Tienes todos los elementos que se necesitan para hacerles una pre­gunta más, esta vez sin mi ayuda.

 

‑¿Es muy necesario que haga yo esta brujería, don Juan?

‑Es la mejor forma de probar los sentimientos de la yerba del diablo hacia ti. Ella te prueba todo el tiempo, así que es justo que tú también la pruebes, y si en cualquier punto a lo largo de su camino sientes que por algún mo­tivo no deberías seguir, entonces simplemente te detienes.

 

Sábado, 29 de junio, 1963

Saqué a colación el tema de la yerba del diablo. Quería que don Juan me dijese más sobre ella, y sin embargo no quería comprometerme a participar.

‑La segunda parte se usa nada más para adivinar, ¿no es así, don Juan? ‑pregunté para iniciar la conversación.

‑No solamente para adivinar. Con ayuda de la segunda parte, uno aprende la brujería de las lagartijas, y al mismo tiempo prueba a la yerba del diablo; pero en realidad la segunda parte se usa para otros propósitos. La brujería de las lagartijas es apenas el principio.

‑Entonces, ¿para qué se usa, don Juan?

No respondió. Cambiando súbitamente el tema, me pre­guntó de qué tamaño estaban las daturas que crecían alre­dedor de mi propia planta. Señalé la altura con un gesto. Don Juan dijo:

‑Te he enseñado a distinguir el macho de la hembra. Ahora, ve a tus plantas y tráeme los dos. Ve primero a tu planta vieja y observa con cuidado el cauce hecho por la lluvia. A estas alturas, el agua ha de haber llevado muy lejos las semillas. Observa las zanjitas hechas por el desagüe y de ellas determina la dirección de la corriente. Luego encuentra la planta que esté creciendo en el punto más alejado a tu planta. Todas las plantas de yerba del diablo que crezcan en medio son tuyas. Más tarde, cuando vayan soltando semilla, puedes extender el tamaño de tu territorio siguiendo el cauce desde cada planta a lo largo del camino.

Me dio instrucciones minuciosas sobre cómo procurarme una herramienta cortante. El corte de la raíz, dijo, debía hacerse en la forma siguiente. Primero, debía yo escoger la planta que iba a cortar y apartar la tierra en torno al sitio donde la raíz se unía al tallo. Segundo, debía repetir exactamente la misma danza que había ejecutado al replantar la raíz. Tercero, debía cortar el tallo y dejar la raíz en la tierra. El paso final era cavar para extraer cuarenta centí­metros de raíz. Me instó a no hablar ni delatar sentimiento alguno durante este acto.

‑Deberás llevar dos trozos de tela ‑dijo‑. Extiéndelos en el suelo y pon las plantas encima. Luego córtalas en partes y amontónalas. El orden depende de ti, pero debes recordar siempre qué orden usaste, porque así es como tienes que hacerlo siempre. Tráeme las plantas tan pronto como las tengas.

 

Sábado, 6 de julio, 1963

El lunes 1° de julio corté las daturas que don Juan había pedido. Esperé a que estuviera bastante oscuro antes de bailar alrededor de las plantas, pues no quería que nadie me viera. Me sentía lleno de aprensión. Estaba seguro de que alguien iba a presenciar mis extrañas acciones. Previamente había yo elegido dos plantas que me parecieron macho y hembra. Tenía que cortar cuarenta centímetros de la raíz de cada una, y no fue tarea fácil cavar a esa pro­fundidad con un palo. Requirió horas. Tuve que terminar el trabajo en la oscuridad completa, y ya listo para cortarlas debí usar una lámpara de mano. Mi aprensión original de que alguien fuera a verme resultó mínima en comparación con el miedo de que alguien notara la luz en los ma­torrales,

Llevé las plantas a casa de don Juan el martes 2 de julio. El abrió los bultos y examinó los trozos. Dijo que aún tenía que darme semillas de sus plantas. Empujó un morte­ro frente a mí. Tomó un frasco de vidrio y vació su conte­nido ‑semillas secas aglomeradas‑ en el mortero.

Le pregunté qué eran, y repuso que semillas comidas de gorgojo. Había entre ellas bastantes bichos: pequeños gorgojos negros. Dijo que eran bichos especiales, que debía­mos sacarlos y ponerlos en un frasco aparte. Me entregó otro frasco, lleno hasta la tercera parte del mismo tipo de gorgojos. Un trozo de papel metido en el frasco les im­pedía escapar.

‑La próxima vez tendrás que usar los bichos de tus propias plantas ‑dijo don Juan‑. Lo que haces es cor­tar las vainas que tengan agujeritos: están llenas de gor­gojos. Abres la vaina y raspas todo y lo echas en un frasco. Junta un puñado de gorgojos y guárdalos aparte. Trátalos mal. No les tengas miramientos ni consideraciones. Mide un puño de las semillas apelmazadas comidas de gorgojo y un puño del polvo de los bichos, y entierra lo demás en cualquier sitio en esa dirección [señaló el sureste] de tu planta. Luego juntas semillas buenas, secas, y las guardas por separado. Junta todas las que quieras. Siempre puedes usarlas. Es buena idea sacar allí las semillas de las vainas, para poder enterrar todo de una vez.

Luego, don Juan me dijo que moliera primero las semi­llas apelmazadas, después los huevos de gorgojo, después los bichos y finalmente las semillas buenas y secas.

Cuando todo estuvo bien pulverizado, don Juan tomó los pedazos de datura que yo había cortado y amontonado. Separó la raíz macho y la envolvió con delicadeza en un trozo de tela. Me entregó lo demás y me dijo que lo cor­tara en pedacitos, lo moliera bien y pusiera en una olla hasta la última gota del jugo. Dijo que yo debía macerar las partes en el mismo orden en que las había amontonado.

Después de que terminé, me hizo medir una taza de agua hirviendo y agitarla con todo en la olla, y luego añadir otras dos tazas. Me entregó una barra de hueso de acabado pulido. Agité con ella la papilla y puse la olla en el fuego. Don Juan dijo entonces que debíamos preparar la raíz, usando para ello el mortero grande porque la raíz macho no podía cortarse para nada. Fuimos atrás de la casa. Don Juan tenía listo el mortero, y procedía macha­car la raíz como había hecho antes. La dejamos remojando, al sereno, y entramos en la casa.

Me indicó vigilar la mezcla en la olla. Debía dejarse her­vir hasta que tuviera cuerpo: hasta que fuese difícil de agitar. Luego se acostó en su petate y se durmió. La papilla llevaba al menos una hora hirviendo cuando noté que cada vez era más difícil agitarla. Juzgué que debía estar lista y la quité del fuego. La puse en la red bajo las tejas y me dormí.

Desperté al levantarse don Juan. El sol brillaba en un cielo despejado. Era un día cálido y seco. Don Juan comen­tó de nuevo su certeza de que yo le caía bien a la yerba del diablo.

Procedimos a tratar la raíz, y al finalizar el día tenía­mos una buena cantidad de sustancia amarillenta en el fondo del cuenco. Don Juan escurrió el agua de encima. Pensé que ése era el fin del proceso, pero él volvió a llenar el recipiente con agua hirviendo.

Bajó la olla de la papilla. Esta parecía casi seca. Llevó la olla dentro de la casa, la colocó cuidadosamente en el piso y se sentó. Luego empezó a hablar.

‑Mi benefactor me dijo que se permitía mezclar la plan­ta con manteca. Y eso es lo que vas a hacer. Mi benefactor me la mezcló a mi con manteca, pero, como. ya te he dicho, yo nunca le tuve afición a la planta ni traté realmente de hacerme uno con ella. Mi benefactor decía que para mejo­res resultados, para quienes de veras quieren dominar el poder, lo debido es revolver la planta con sebo de jabalí. El sebo de tripa es el mejor. Pero escoge tú. Acaso la vuelta de la rueda decida que tomes como aliado a la yerba del diablo, y en ese caso te aconsejo, como mi benefactor me aconsejó a mí, cazar un jabalí y sacar el sebo de tripa.

En otros tiempos, cuando la yerba del diablo era lo mejor, los brujos acostumbraban ir de cacería nada más para traer sebo de jabalí. Buscaban a los machos más grandes y fuertes. Tenían una magia especial para jabalíes; tomaban de ellos un poder especial, tan especial que hasta en esos días cos­taba trabajo creerlo. Pero ese poder se perdió. No sé nada de él. Ni conozco a nadie que sepa. A lo mejor la misma yerba te enseña todo eso.

Don Juan midió un puño de manteca y lo echó en el cuenco donde estaba la pasta seca, limpiándose la mano en el borde de la olla. Me dijo que agitara el contenido hasta que estuviera suave y bien revuelto.

Batí la mezcla durante casi tres horas. Don Juan la mira­ba de tiempo en tiempo, sin considerarla terminada aún. Por fin pareció satisfecho. El aire batido en la pasta le había dado un color gris claro, y consistencia de jalea. Colgó la olla del techo, junto al otro recipiente. Dijo que iba a dejarlo allí hasta el otro día, porque preparar esta segunda parte requería dos días. Me dijo que no comie­ra nada entre tanto. Podía tomar agua, pero rada de co­mida.

El día siguiente, jueves 4 de julio, cuatro veces hice escu­rrir la raíz, dirigido por don Juan. La última vez que escurrí el agua del cuenco, ya estaba oscuro. Nos sentamos en el porche. Don Juan puso ambos recipientes frente a mí. El extracto de raíz consistía en una cucharadita de almidón blancuzco. Lo puso en una taza y añadió agua. Dio vueltas a la taza para disolver la sustancia y luego me entregó la taza. Me dijo que bebiera todo lo que había en la taza. Lo bebí rápido y luego puse la taza en el piso y me recliné. Mi corazón empezó a golpear; sentí perder el aliento. Don Juan me ordenó, como si tal cosa, quitarme toda la ropa. Le pregunté por qué, y dijo que para untarme la pasta. Vacilé. No sabia si desvestirme.

Don Juan me instó a apurarme. Dijo que había muy poco tiempo para tonterías. Me quité toda la ropa.

Tomó su barra de hueso y cortó dos líneas horizontales en la superficie de la pasta, dividiendo así el contenido de la olla en tres partes iguales. Luego, empezando en el centro de la línea superior, trazó una raya vertical perpendicular a las otras dos, dividiendo la pasta en cinco partes. Se­ñaló el área inferior de la derecha y dijo que era para mi pie izquierdo. El área encina de ésa era para mi pierna izquierda. La parte superior, la más grande, era para mis genitales. La que seguía hacia abajo, del lado izquierdo, era para mi pierna derecha, y el área inferior izquierda para mi pie derecho. Me dijo que aplicara la parte destina­da al pie izquierdo en la planta del pie y la frotara a con­ciencia. Luego me guió en la aplicación de la pasta a la parte interior de toda mi pierna izquierda, a mis genitales, hacia abajo por toda la parte interior de la pierna derecha, y finalmente a la planta del pie derecho.

Seguí sus instrucciones. La pasta estaba fría y tenía un olor particularmente fuerte. Al terminar de aplicarla me enderecé. El olor de la mezcla entraba en mi nariz. Me esta­ba sofocando. El olor acre literalmente me asfixiaba. Era como un gas de algún tipo. Traté de respirar por la boca y traté de hablarle a don Juan, pero no pude.

Don Juan me miraba con fijeza. Di un paso hacia él. Mis piernas eran como de hule y largas, extremadamente largas. Di otro paso. Las junturas de mis rodillas parecían tener resorte, como una garrocha para salto de altura; se sacudían y vibraban y se contraían elásticamente. Avancé. El movimiento de mi cuerpo era lento y tembloroso: más bien un estremecimiento ascendente y hacia adelante. Bajé la mirada y vi a don Juan sentado debajo de mí: muy por debajo de mí. El impulso me hizo dar otro paso, aun más largo y elástico que el precedente. Y entonces me elevé. Recuerdo haber descendido una vez; entonces empujé con ambos pies, salté hacia atrás y me deslicé bocarriba. Veía el cielo oscuro sobre mí, y las nubes que pasaban a mi lado. Moví el cuerpo a tirones para ver hacia abajo. Vi la masa oscura de las montañas. Mi velocidad era extra­ordinaria. Tenía los brazos fijos, plegados contra los flan­cos. Mi cabeza era la unidad directriz. Manteniéndola echada hacia atrás, describía yo círculos verticales. Cambiaba de dirección moviendo la cabeza hacia un lado. Disfrutaba de libertad y ligereza como nunca antes había conocido. La maravillosa oscuridad me producía un sentimiento de triste­za, de añoranza tal vez. Era como haber hallado un sitio al cual correspondía: la oscuridad de la noche. Traté de mirar en torno, pero todo cuanto percibía era que la noche estaba serena, y sin embargo pletórica de poder.

De pronto supe que era hora de bajar; fue como recibir una orden que debía obedecer. Y empecé a descender como una pluma, con movimientos laterales. Ese tipo de trayec­toria me hacía sentir enfermo. Era lento y a sacudidas, como si estuvieran bajándome con poleas. Me dio náusea. Mi cabeza estallaba a causa de un dolor torturante en extre­mo. Una especie de negrura me envolvía. Tenía mucha conciencia del sentimiento de hallarme suspendido en ella.

Lo siguiente que recuerdo es la sensación de despertar. Estaba en mi cama, en mi propio cuarto. Me senté. Y la imagen de mi cuarto se disolvió. Me levanté, ¡Estaba des­nudo! Al ponerme en pie, volvió la náusea.

Reconocí algunos puntos de referencia. Me encontraba a menos de un kilómetro de la casa de don Juan, cerca del sitio de sus daturas. De pronto todo encajó donde le correspondía y me di cuenta de que debería regresar cami­nando hasta la casa, desnudo. Hallarme privado de ropa era una profunda desventaja psicológica, pero nada podía yo hacer para resolver el problema. Pensé en improvisarme una falda con ramas, pero la idea parecía ridícula y además pronto amanecería, pues el crepúsculo matutino ya estaba claro. Olvidé mi incomodidad y mi náusea y eché a andar rumbo a la casa. Me obsesionaba el temor de ser descu­bierto. Iba a la expectativa de gente o perros. Traté de correr, pero me herí los pies en las piedritas agudas. Cami­né despacio. Ya había clareado mucho. Entonces vi a alguien acercarse por el camino, y rápidamente salté tras los mato­rrales. La situación me parecía de lo más incongruente. Un momento antes me hallaba disfrutando el increíble placer de volar; al minuto siguiente estaba escondido, aver­gonzado de mi propia desnudez. Pensé en saltar de nuevo al camino y correr con todas mis fuerzas pasando junto a la persona que se acercaba. Pensé que se sobresaltaría tanto que, cuando advirtiera que se trataba de un hombre desnu­do, yo ya la habría dejado muy atrás. Pensé todo eso, pero no me atrevía moverme.

La persona que venía por el camino estaba casi junto a mí y se detuvo. La oí decir mi nombre. Era don Juan, y traía mi ropa. Riendo, me miró vestirme; rió tanto que acabé por reír también yo.

El mismo día, viernes 5 de julio, al caer la tarde, don Juan me pidió narrarle los detalles de mi experiencia. Relaté todo el episodio con el mayor cuidado posible.

‑La segunda parte de la yerba del diablo se usa para volar ‑dijo cuando hube terminado‑. El ungüento por sí solo no basta. Mi benefactor decía que la raíz es la que dirige y da sabiduría, y es la causa del volar. Conforme vayas aprendiendo, y la tomes seguido para volar, empeza­rás a ver todo con gran claridad. Puedes remontarte por los aires cientos de kilómetros para saber qué está pasando en cualquier lugar que quieras, o para descargar un golpe mortal sobre tus enemigos lejanos. Conforme te vayas fami­liarizando con la yerba del diablo, ella te enseñará a hacer esas cosas. Por ejemplo, ya te ha enseñado a cambiar de dirección. Así, te enseñará cosas que ni te imaginas.

‑¿Cómo qué, don Juan?

‑Eso no te lo puedo decir. Cada hombre es distinto. Mi benefactor jamás me dijo lo que había aprendido. Me dijo cómo proceder, pero jamás lo que él vio. Eso es nada más para uno mismo.

-Pero yo le digo a usted todo lo que veo, don Juan.

‑Ahora sí. Más tarde no. La próxima vez que tomes la yerba del diablo la tomarás solo, alrededor de tus propias plantas, porque allí es donde aterrizarás: alrededor de tus plantas. Recuérdalo. Por eso vine aquí a mis plantas a buscarte.

No dijo más y me quedé dormido. Al despertar por la noche, me sentía revigorizado. Por alguna razón exudaba una especie de contento físico. Estaba feliz, satisfecho. Don Juan me preguntó:

‑¿Te gustó la noche? ¿O te asustó?

Le dije que la noche había sido en verdad magnífica.

‑¿Y tu dolor de cabeza? ¿Era muy fuerte? ‑preguntó.

‑Tan fuerte como todas las otras sensaciones. Fue el peor dolor que he sentido ‑dije.

‑¿Te impediría eso querer probar otra vez el poder de la yerba del diablo.

-No sé. No quiero ahora, pero más tarde quizá. De veras no sé, don Juan.

Había una pregunta que yo deseaba hacerle, Supe que él la evadiría, de modo que había esperado que él mismo tocara el tema; esperé todo el día. Por fin, aquella noche antes de irme, tuve que preguntarle:

‑¿De verdad volé, don Juan?

‑Eso me dijiste. ¿No?

‑Ya lo sé, don Juan. Quiero decir, ¿voló mi cuerpo? ¿Me elevé como un pájaro?

‑Siempre me preguntas cosas que no puedo responder. Tú volaste. Para eso es la segunda parte de la yerba del diablo. Conforme vayas tomando más, aprenderás a volar a la perfección. No es asunto sencillo. Un hombre vuela con ayuda de la segunda parte de la yerba del diablo. Nada más eso puedo decirte. Lo que tú quieres saber no tiene sentido. Los pájaros vuelan como pájaros y el enyerbado vuela así.

-¿Así como los pájaros?

‑No, así como los enyerbados.

‑Entonces no volé de verdad, don Juan. Volé sólo en mi imaginación, en mi mente. ¿Dónde estaba mi cuerpo?

‑En las matas ‑repuso cortante, pero inmediatamente echó a reír de nuevo‑, El problema contigo es que nada más entiendes las cosas de un modo. No piensas que un hombre vuele, y sin embargo un brujo puede recorrer mil kilómetros en un segundo para ver qué está pasando. Puede descargar un golpe sobre sus enemigos a grandes distancias. Conque ¿vuela o no vuela?

‑Mire, don Juan, usted y yo tenemos orientaciones diferentes. Pongamos por caso que uno de mis compañeros estudiantes hubiera estado aquí conmigo cuando tomé la yerba del diablo. ¿Habría podido verme volar?

‑Ahí vas de vuelta con tus preguntas de qué pasaría si. . . Es inútil hablar así. Si tu amigo, o cualquier otro, toma la segunda parte de la yerba, no le queda otra cosa sino volar. Ahora, si nada más te está viendo, puede que te vea volar, o puede que no. Depende del hombre,

-Pero lo que quiero decir, don Juan, es que si usted y yo miramos un pájaro y lo vemos volar, estamos de acuerdo en que vuela. Pero si dos de mis amigos me hubie­ran visto volar como anoche, ¿habrían estado de acuerdo en que yo volaba?

‑Bueno, a lo mejor. Tú estás de acuerdo en que los pájaros vuelan porque los has visto volar. Volar es cosa común para los pájaros. Pero no estarás de acuerdo en otras cosas que hacen los pájaros, porque nunca los has visto hacerlas. Si tus amigos supieran de hombres que vuelan con la yerba del diablo, entonces estarían de acuerdo.

‑Vamos a ponerlo de otro modo, don Juan. Lo que quise decir es que, si me hubiera amarrado a una roca con una cadenota pesada, habría volado de todos modos, por­que mi cuerpo no tuvo nada que ver con el vuelo.

Don Juan me miró incrédulo.

‑Si te amarras a una roca ‑dijo‑, mucho me temo que tendrás que volar cargando la roca con su pesada ca­denota.

 

VII

 

juntar los ingredientes y prepararlos para la mezcla de fu­mar formaba un ciclo anual. El primer año, don Juan me enseñó el procedimiento. En diciembre de 1962, el segundo año, al renovarse el ciclo, don Juan se limitó a dirigirme; yo mismo recolecté los ingredientes, los preparé, y los guardé hasta el año siguiente.

En diciembre de 1963, empezó un nuevo ciclo. Don Juan me enseñó entonces a combinar los ingredientes secos que yo había juntado y preparado el año anterior. Echó la mezcla de fumar en una bolsita de cuero, y nos pusimos a reunir una vez más los diversos ingredientes, para el pró­ximo año.

Don Juan rara vez mencionó el "humito" durante el año transcurrido entre ambas recolecciones. Sin embargo, siempre qué iba a verlo me daba a sostener su pipa, y el proceso de "hacer amistad" con la pipa se desarrolló tal como él había prescrito. Puso la pipa en mis manos muy gradualmente. Exigía concentración y cautela absoluta en esa acción, y me daba instrucciones explícitas. Cualquier torpeza con la pipa produciría inevitablemente mi muerte o la suya propia, decía.

Apenas hubimos terminado el tercer ciclo de recolección y preparación, don Juan empezó a hablar del humo como aliado por primera vez en más de un año.

 

Lunes, 23 de diciembre, 1963

Regresábamos en el coche a su casa, tras recolectar unas flores amarillas para la mezcla. Eran uno de los ingredien­tes necesarios. Hice la observación de que aquel año, al juntar los ingredientes, no habíamos seguido el mismo orden que el pasado. Rió y dijo que el humito no era caprichoso ni mezquino, como la yerba del diablo. Para el humito, el orden de recolección carecía de importancia; lo único que se requería era que quien usara la mezcla fuese certero y exacto.

Pregunté a don Juan qué íbamos a hacer con la mezcla que él preparó y me dio a guardar. Repuso que era mía, y añadió que yo debía usarla lo más pronto posible. Pre­gunté cuánto se necesitaba cada vez. La bolsita que me había dado contenía aproximadamente el triple de la canti­dad que cabría en una bolsa pequeña de tabaco. Me dijo que en un año tenía que usar todo el contenido de mi bolsa, y la cantidad necesaria cada vez que fumase era asunto personal.

Quise saber qué pasaría si nunca me acababa la bolsa. Don Juan dijo que nada pasaría; el humito no exigía nada. El mismo ya no necesitaba fumar, y sin embargo cada año hacia una mezcla nueva. Luego se corrigió y dijo que rara vez tenía que fumar. Le pregunté qué hacía con la mezcla no usada, pero no respondió. Dijo que la mezcla ya no servía si no se usaba en un año.

En este punto nos metimos en una larga discusión. Yo no formulaba correctamente mis preguntas, y sus respuestas parecían confusas. Yo deseaba saber si la mezcla perdería sus propiedades alucinógenas, o poder, después de un año, haciendo así necesario el ciclo anual, pero él insistió en que la mezcla no perdía su poder después de ningún tiempo. Sólo pasaba, dijo, que uno ya no la necesitaba porque había hecho nueva provisión; debía disponer del resto de la vieja mezcla en una forma especifica, que don Juan no quiso revelarme en ese punto.

 

Martes, 24 de diciembre, 1963

‑Dijo usted, don Juan, que ya no necesita fumar.

‑Sí; como el humito es mi aliado, ya no necesito fumar. Puedo llamarlo en donde sea y cuando sea.

‑¿Quiere decir que viene con usted aunque usted no fume?

‑Quiero decir que yo voy libremente con él.

-¿Podré hacer eso yo también?

‑Podrás, si logras ganártelo como aliado.

 

Martes, 31 de diciembre, 1963

El jueves 26 de diciembre tuve mi primera experiencia con el aliado de don Juan, el humito. Durante todo el día llevé a don Juan en coche de un lado a otro e hice encargos suyos. Regresamos a su casa al atardecer. Observé que no habíamos comido nada en todo el día. Eso no le preocu­paba en absoluto; en cambio, empezó a decir que me era imperativo entrar en confianza con el humito. Dijo que debía experimentarlo yo mismo para ver cuán importante era como aliado.

Sin darme oportunidad de responder nada, don Juan anunció, que en ese preciso momento iba a encenderme su pipa. Intenté disuadirlo, argumentando que no me consideraba listo. Le dije que no sentía haber manejado la pipa el tiempo suficiente. Pero él dijo que no me quedaba mucho tiempo para aprender, y que yo debía usar la pipa muy pronto. La sacó de su funda y la acarició. Sentado en el piso, junto a él, yo trataba frenéticamente de ponerme mal y desmayarme: de hacer cualquier cosa por aplazar este paso inevitable.

La habitación estaba casi oscura. Don Juan había encen­dido, y puesto en un rincón, la lámpara de kerosén. Por lo general, ésta mantenía el cuarto en una semioscuridad relajante, su luz amarillenta siempre apacible. Pero esta vez la luz parecía inusitadamente roja; sacaba de quicio. Don Juan desató su pequeña bolsa de mezcla sin quitarla del cordón amarrado en torno a su cuello. Acercó la pipa a sí, la puso dentro de su camisa y virtió parte de la mezcla en el cuenco. Me hizo observar el procedimiento, señalando que si la mezcla se derramaba caería dentro de su camisa.

Don Juan llenó tres cuartas partes del cuenco; luego ató la bolsa con una mano sosteniendo la pipa en la otra. Recogió un pequeño plato de barro, me lo entregó y me pidió ir afuera a traer brasitas del fuego. Fui atrás de la casa y saqué un montón de carbones de la estufa de adobe. Regresé apresurado al cuarto de don Juan. Sentía una angus­tia profunda. Era como una premonición.

Me senté junto a don Juan y le di el plato. Lo miró y dijo calmadamente que las brasas eran demasiado grandes. Las quería más chicas, que encajaran en el cuenco de la pipa. Volví a la estufa y traje algunas. Tomó el nuevo plato de brasas y lo puso frente a sí. Estaba sentado con las piernas cruzadas y metidas bajo el cuerpo. Me miró con el rabillo del ojo y se inclinó hasta casi tocar los carbones con la barbilla. Sostuvo la pipa en la mano izquierda, y con un movimiento extremadamente veloz de la derecha recogió una brasa ardiente y la puso en el cuenco de la pipa; luego irguió la espalda y, tomando la pipa con ambas manos, se la puso en la boca y dio tres fumadas. Extendió los brazos hacia mí y me dijo, en susurro enérgico, que tomase la pipa en las dos manos y fumara.

La idea de rechazar la pipa y salir corriendo cruzó por un segundo mi mente, pero don Juan exigió de nuevo ‑todavía susurrando‑ que tomara la pipa y fumase. Lo miré. Sus ojos estaban fijos en mi. Pero su mirada era amistosa, preocupada. Resultaba claro que yo había hecho la elección largo tiempo atrás; no había más alternativa que hacer lo que él decía.

Tomé la pipa y casi la dejé caer. ¡Estaba caliente! Me la llevé a la boca con gran cuidado porque imaginé que su calor sería insoportable. Pero no sentí calor alguno.

Don Juan me indicó inhalar. El humo fluyó entrando en mi boca y pareció circular allí. Sentí como si tuviera la boca llena de masa. El símil se me ocurrió aunque nunca había tenido la boca llena de masa. El humo era también como mentol, y el interior de mi boca se enfrió de repente. La sensación fue refrescante.

‑¡Otra vez! ¡Otra vez! ‑oí susurrar a don Juan. Yo sentía que el humo se filtraba libremente dentro de mi cuerpo, casi sin mi control. No necesité más apremio de don Juan. Mecánicamente seguí inhalando.

De pronto, don Juan se inclinó y me quitó la pipa de las manos. Con golpes suaves vació la ceniza en el plato de las brasas, luego se mojó el dedo con saliva y le dio vueltas dentro del cuenco para limpiar las paredes de éste. Sopló repetidas veces a través del tallo. Lo vi devolver la pipa a su funda. Sus acciones retenían mi interés.

Cuando hubo limpiado y guardado la pipa, me miró, y por vez primera advertí que todo mi cuerpo se hallaba insensible, mentolado. Me pesaba el rostro y me dolían las quijadas. No podía tener cerrada la boca, pero no había flujo de saliva. Mi boca ardía de tan seca, y sin embargo yo no tenía sed. Empecé a percibir un calor insólito enci­ma de toda mi cabeza. ¡Un calor frío! Cada vez que exhalaba, el aliento parecía cortarme los orificios nasales y el labio superior. Pero no quemaba; dolía como un trozo de hielo.

Don Juan estaba sentado junto a mí, a mi derecha, y sin moverse sostenía contra el suelo la funda de la pipa, como impidiéndole elevarse. Mis manos pesaban. Los brazos se me vencían, tirando de los hombros hacia abajo. Mi nariz cho­rreaba. La limpié con el dorso de la mano ¡y se borró mi labio superior! Enjuagué mi cara y toda la carne desapa­reció. ¡Estaba derritiéndome! Sentí que mi carne en verdad se fundía. Levantándome de un salto, traté de agarrar algo ‑cualquier cosa‑ para sostenerme. Experimentaba un te­rror nunca antes sentido. Aferré una enorme estaca que don Juan tiene clavada en el piso, en el centro de su cuarto. Permanecí allí en pie un momento; luego me volvía mirar­lo. Seguía sentado, inmóvil, deteniendo la pipa, mirándome con fijeza.

Mi aliento era dolorosamente cálido (¿o frío?). Me asfi­xiaba. Incliné la cabeza hacia adelante para apoyarla en la estaca, pero al parecer no di en ella: mi cabeza siguió des­cendiendo más allá del punto donde se encontraba la estaca. Me detuve casi llegando al suelo. Me enderecé. ¡La estaca estaba allí frente a mis ojos! Intenté nuevamente apoyar en ella la cabeza. Traté de controlarme y de estar consciente, y mantuve los ojos abiertos al inclinarme para tocar la es­taca con la frente. Se hallaba a unos centímetros de mis ojos, pero al poner la cabeza contra ella tuve la extraña sensación de estar atravesándola.

Buscando desesperadamente una explicación racional, con­cluí que mis ojos estaban alterando la distancia, y que la estaca debía hallarse a tres metros, aunque yo la viera frente a mi cara. Entonces concebí una forma lógica y racional de corroborar la posición de la estaca. Empecé a caminar de lado en torno a ella, paso a pasito. Mi idea era que, rodeando así la estaca, no me sería posible en forma alguna describir un circulo mayor de metro y medio en diámetro; si la estaca se encontraba en realidad a tres metros de mí, o fuera de mi alcance, llegaría el momento en que yo le diera la espalda. Confiaba en que, en ese instante, la estaca se desvanecería, porque de hecho estaría detrás de mi.

Procedí entonces a rodear la estaca, pero durante toda la vuelta siguió frente a mis ojos. En un arranque de ira la agarré con ambas manos, pero mis manos la atravesaron. Estaba agarrando el aire. Calculé cuidadosamente la distan­cia hasta la estaca. Concluí que seria menos de un metro. Es decir, mis ojos la percibían como un metro. Jugué un momento con mi percepción de profundidad moviendo la cabeza de un lado a otro, enfocando por turno cada ojo, primero sobre la estaca y luego sobre lo de atrás. Según mi manera de juzgar la profundidad, la estaca se hallaba sin duda frente a mi, posiblemente a un metro. Estirando los brazos para proteger mi cabeza, embestí con todas mis fuerzas.

La sensación fue la misma: atravesé la estaca. Esta oca­sión fui a dar contra el piso. Me levanté. Y ésa fue tal vez la más insólita de todas las acciones que ejecuté aquella noche. ¡Me levanté con el pensamiento! No usé, al levan­tarme, mis músculos ni mi esqueleto en la forma que acos­tumbro, porque ya no tenía control sobre ellos. Lo supe en el instante de chocar contra el piso. Pero mi curiosidad con respecto a la estaca era tan fuerte que me "levanté con el pensamiento" en una especie de acción refleja. Y antes de haber tomado plena conciencia de que no podía mo­verme, estaba ya de pie.

Pedí ayuda a don Juan. En determinado momento grité frenéticamente, a voz en cuello, pero don Juan no se movió. Seguía mirándome, de soslayo, como no queriendo volver la cabeza para encararme de lleno. Di un paso hacia él, pero en vez de avanzar trastabillé hacia atrás y caí contra la pared. Supe que mi‑ espalda la había arremetido, pero no sentí dureza alguna; me hallaba suspendido por entero en una sustancia blanda, esponjosa: era la pared. Tenía los brazos extendidos lateralmente, y poco a poco mi cuerpo parecía hundirse en el muro. Sólo podía ver al frente, ha­cia el cuarto. Don Juan seguía observándome, pero sin hacer el menor movimiento para ayudarme. Realicé un es­fuerzo supremo por sacar mi cuerpo de la pared, pero sólo se hundía más y más. Con un terror indescriptible, sentí que la pared esponjosa me cubría la cara. Traté de cerrar los ojos, pero estaban fijos y abiertos.

No recuerdo qué más sucedió. De pronto vi a don Juan enfrente, a poca distancia. Nos hallábamos en el otro cuarto. Vi la mesa de don Juan y la estufa de tierra, encendida, y con el rabo del ojo distinguí la cerca fuera de la casa. Veía todo muy claro. Don Juan había traído la linterna de kerosén, ahora colgada de la viga en mitad de la habi­tación, Traté de mirar en dirección distinta, pero mis ojos estaban colocados exclusivamente para ver en línea recta ha­cia adelante. No podía distinguir, ni sentir, parte alguna de mi cuerpo. Mi respiración tampoco se notaba. Pero mis ideas eran lúcidas en extremo. Tenía clara conciencia de todo cuanto ocurría frente a mí. Don Juan se acercó, y mi claridad mental cesó. Algo pareció detenerse en mi interior. No había más ideas. Vi venir a don Juan y lo odié. Quería hacerlo pedazos. Lo habría matado entonces, pero no podía moverme. Al principio percibí vagamente una presión sobre mi cabeza, pero también desapareció. Sólo una cosa quedaba: una ira incontenible contra don Juan. Lo vi a unos centímetros de mí. Quise destrozarlo con las manos. Sentí estar gruñendo. Algo en mi empezó a retorcer­se. Oí que don Juan me hablaba. Su voz era suave y tranqui­lizadora y, sentía yo, infinitamente agradable. Se acercó más aún y comenzó a recitar una canción de cuna.

 

Señora Santa Ana, ¿Por qué llora el niño?

Por una manzana que se le ha Perdido.

Yo le daré una. Yo le daré dos.

Una para el niño y otra para vos.

 

Una calidez me saturó. Era una tibieza de corazón y senti­mientos. Las palabras de don Juan eran un eco distante. Revivían los recuerdos olvidados de la niñez.

La violencia antes sentida desapareció. El resentimiento se hizo añoranza: afecto gozoso que ya no tenía cuerpo y me hallaba en libertad de convertirme en lo que quisiera. Retrocedió. Mis ojos ocupaban un nivel normal, como si me encontrara de pie frente a él. Extendió ambos brazos hacia mí y me dijo que entrara en ellos.

O avancé, o él se me acercó. Sus manos estaban casi sobre mi rostro: sobre mis ojos, aunque yo no las sentía.

‑Métete en mi pecho -le oí decir. Sentí que me envol­vía. Era la misma sensación esponjosa de la pared.

Luego sólo pude oír su voz ordenándome mirar y ver. Ya no me era posible distinguirlo. Al parecer mis ojos estaban abiertos, pues veían relámpagos en un campo rojo; era como mirar una luz a través de párpados cerrados. Entonces mis pensamientos volaron de nuevo. Regresaron en un bombar­deo de imágenes: rostros, paisajes. Escenas sin la menor coherencia brotaban y desaparecían. Era como uno de esos sueños rápidos en que las imágenes se enciman y cambian.

Luego los pensamientos empezaron a disminuir en número e intensidad, y pronto se fueron otra vez. Había sólo una conciencia de afecto, de ser feliz. No discernía yo formas ni luz. De pronto tiraron de mí hacia arriba. Claramente sentí que me alzaban. Y me hallaba libre, moviéndome en agua o en aire con tremenda ligereza y velocidad. Nadaba como una anguila; me contorsionaba y viraba y me elevaba y des­cendía a voluntad. Sentí soplar un viento frío en todo mi derredor y empecé a flotar como una pluma de un lado a otro, bajando, y bajando, y bajando.

 

Sábado, 28 de diciembre, 1963

Desperté ayer, al terminar la tarde. Don Juan me dijo que yo había dormido apaciblemente casi dos días. La cabeza me dolía como si fuera a romperse. Bebí un poco de agua y vomité. Me sentía cansado, extremadamente cansado, y des­pués de comer volví a dormirme.

Hoy me hallaba perfectamente relajado de nuevo. Don Juan y yo hablamos de mi experiencia con el humito. Pen­sando que él deseaba, como siempre, el relato completo, empecé a describir mis impresiones, pero me detuvo dicien­do que no era necesario. Dijo que yo en realidad no había hecho nada y me había quedado dormido inmediatamente, así que no había nada de qué hablar.

‑¿Y cómo me sentí? ¿No importa para nada? ‑insistí.

‑No, con el humito no. Más tarde, cuando aprendas a viajar, hablaremos; cuando aprendas a meterte en las cosas.

‑¿De veras se "mete" uno en las cosas?

‑¿No recuerdas? Te metiste en ‑esa pared y saliste por el otro lado.

‑Pienso que en realidad me salí de mis cabales.

‑No, no fue eso.

‑¿Se portó usted igual que yo cuando fumó por prime­ra vez, don Juan?

-No, igual no. Tenemos distinto carácter.

-¿Cómo se portó usted? .

Don Juan no respondió. Planteé de otro modo la pre­gunta y la hice de nuevo. Pero él afirmó no recordar sus experiencias, y dijo que mi pregunta era comparable a inte­rrogar a un pescador sobre lo que había sentido la primera vez que pescó.

Dijo que el humito como aliado era único, y le recordé que también había llamado único a Mescalito. Arguyó que cada uno era único, pero que diferían en especie.

‑Mescalito es un protector porque te habla y puede guiar tus actos ‑dijo-. Mescalito enseña la forma debida de vivir. Y puedes verlo porque está fuera de ti. El humito, en cambio, es un aliado. Te transforma y te da poder sin mostrarse jamás. No puedes hablarle. Pero sabes que existe porque se lleva tu cuerpo y te hace ligero como el aire. No obstante, nunca lo ves. Pero allí está, dándote poder para que lleves a cabo cosas que ni te imaginas, como cuando se lleva tu cuerpo.

‑Sentí de veras que había perdido mi cuerpo, don Juan. ‑Pues si.

-¿Quiere usted decir que yo en realidad no tenía cuerpo?

-¿ qué piensas?

‑Bueno, no sé. Nada más puedo decirle lo que sentí.

‑Eso es todo lo que hay en realidad: lo que sentiste.

‑¿Pero cómo me vio usted, don Juan? ¿Qué parecía yo? ‑No importa cómo te haya visto. Es como cuando aga­rraste la estaca. Sentiste que no estaba allí y le diste vuelta para estar seguro de que estaba allí. Pero cuando saltaste vol­viste a sentir que no estaba de veras allí.

‑Pero usted me vio como soy ahora, ¿no?

‑¡No! ¡No eras como eres ahora!

‑¡Cierto! Lo admito. Pero ¿tenía mi cuerpo, verdad, aunque yo no pudiera sentirlo?

‑¡No! ¡Carajo! ¡No tenías un cuerpo como el cuerpo que tienes hoy!

‑¿Qué pasó entonces con mi cuerpo?

‑Creí que entendías. Tu cuerpo se lo llevó el humito.

‑Pero, ¿adónde fue a dar?

‑¿Cómo demonios quieres que sepa eso?

Era inútil persistir en tratar de obtener una explicación "racional". Le dije que no quería discutir ni hacer preguntas estúpidas, pero si aceptaba la idea de que era posible perder mi cuerpo, perdería toda mi racionalidad.

Dijo que yo exageraba, como de costumbre, y que no per­dí ni iba a perder nada a causa del humito.

 

Martes, 28 de enero, 1964

Pregunté a don Juan qué pensaba de la idea de dar el humi­to a todo el que deseara la experiencia.

Repuso con indignación que dar el humito a cualquiera sería igual que matarlo, porque no tendría a nadie que lo guiara. Pedí a don Juan explicar sus palabras. Repuso que yo estaba allí, vivo y hablando con él, porque él me había hecho regresar. Había recobrado mi cuerpo. Sin él, yo jamás habría despertado.

‑¿Cómo recobró usted mi cuerpo, don Juan?

-Eso lo aprenderás más tarde, pero tendrás que apren­derlo por tu propia cuenta. Por ese motivo quiero que aprendas lo más posible mientras yo ande todavía por aquí. Has perdido ya bastante tiempo haciendo preguntas estúpi­das sobre cosas absurdas. Pero quizá no sea tu suerte apren­der todo lo del humito.

‑Bueno, ¿qué hago entonces?

‑Deja que el humito te enseñe cuanto puedas aprender.

‑¿También el humito enseña?

‑Claro que enseña.

‑¿Enseña como Mescalito?

‑No, no es un maestro como Mescalito. No enseña las mismas cosas.

‑Pero entonces, ¿qué enseña el humito?

‑Te enseña a manejar su poder, y para aprender eso de­bes tomarlo todas las veces que puedas.

‑Su aliado da mucho miedo, don Juan. Lo que sentí no se parecía a nada que yo hubiera experimentado jamás. Creí haber perdido la razón.

Por algún motivo, esta fue la imagen más aguda que acudió a mi mente. Veía yo el sucedido total desde la peculiar perspectiva de haber tenido otras experiencias aluci­nógenas con las cuales trazar una comparación, y lo único que se me ocurría, una y otra vez, era que con el humito uno pierde la razón.

Don Juan descartó mi símil, diciendo que lo que yo sentí fue el poder inimaginable del humito. Y para manejar ese poder, dijo, hay que vivir una vida fuerte. La idea de la vida fuerte no atañe sólo al periodo de preparación, sino también se vincula a la actitud del sujeto después de la experiencia. Don Juan dijo que el humito es tan fuerte que sólo con fuerza es posible hermanarlo; de otro modo, la vida de uno se quebraría en pedazos.

Le pregunté si el humito tenía el mismo efecto sobre cualquiera. Dijo que producía una transformación, pero no en cualquiera.

‑Entonces, ¿cuál es la razón especial de que el humito produjera la transformación en mí? ‑pregunté.

‑Esa creo que es una pregunta muy tonta. Has seguido con obediencia todos los pasos que se necesitan. No es nin­gún misterio que el humito te transformara.

Nuevamente le pedí hablar de mi apariencia. Quería saber cómo me había visto, pues la imagen de un ser incorpóreo que don Juan había plantado en mi mente, comprensible­mente era insoportable.

Dijo que, a decir verdad, le dio miedo mirarme; sintió lo mismo que su benefactor debió de sentir al ver a don Juan fumar por vez primera.

‑¿Por qué le daba miedo? ‑pregunté‑. ¿Me veía tan mal?

‑Jamás habla‑visto fumar a nadie.

‑¿No veía fumar a su benefactor?

‑No.

‑¿Ni siquiera se ha visto nunca usted mismo?

‑¿Y cómo me voy a ver?

‑Podría fumar frente a un espejo.

No respondió, pero se quedó mirándome y sacudió la cabeza. Volví a preguntarle si era posible mirarse en un espejo. Dijo que seria posible, aunque resultaría inútil, porque probablemente uno se moriría del susto, si no es que de otra cosa,

‑Entonces ha de verse uno espantoso ‑dije.

‑Toda mi vida me ha intrigado la misma cosa ‑dijo‑. Y sin embargo no pregunté, ni me vi en un espejo. Ni siquiera pensé en eso.

‑Entonces, ¿cómo puedo averiguar?

‑Tendrás que esperar, como yo, hasta que le des el humito a otro. Si es que llegas a dominarlo, claro. Entonces verás cómo parece un hombre. Esa es la regla.

‑¿Qué pasaría si fumara yo frente a una cámara y me tomara un retrato?

‑No sé. Quizás el humito se volvería en tu contra. Pero a ti eso no te importa porque ha de parecerte tan inofensivo que te crees capaz de jugar con él.

Le dije que no me proponía jugar, pero que antes él me había dicho que el humito no requería pasos, y yo pen­saba que no había mal en querer saber qué aspecto tenía uno. Me corrigió: había querido decir que no existía la necesidad de seguir un orden especifico, como con la yerba del diablo; con el humito, todo cuanto se necesitaba era la actitud debida. Desde ese punto de vista, dijo, había que ser exacto al seguir la regia. Me dio un ejemplo, explican­do que no importaba cuál de los ingredientes para la mez­cla se recogiese primero, siempre y cuando la cantidad fuese la necesaria.

Pregunté si habría algún mal en contar a otros mi expe­riencia. Repuso que los únicos secretos que nunca debían revelarse eran cómo hacer la mezcla, cómo desplazarse y cómo regresar; otros asuntos relativos al tema carecían de importancia.

 

VIII

 

Mi último encuentro con Mescalito fue una serie de cuatro sesiones celebradas en cuatro días consecutivos. Don Juan llamaba "mitote" a esta larga sesión. Era una ceremonia de peyote para "peyoteros" y aprendices. Había dos hom­bres mayores, como de la edad de don Juan, uno de los cuales era el guía, y cinco hombres más jóvenes, contándo­me a mí.

La ceremonia tuvo lugar en el estado de Chihuahua, cerca de la frontera con Tejas. Consistía en cantar y en ingerir peyote durante la noche. En el día las mujeres de servicio, que permanecían fuera de los confines del sitio de la ceremonia, proveían de agua a todos los hom­bres, y sólo un simulacro de comida ritual se consumía diariamente.

 

Sábado, 12 de septiembre, 1964

Durante la primera noche de la ceremonia, el jueves 3 de septiembre, tomé ocho botones de peyote. No tuvieron efecto sobre mí, o si lo hubo fue muy ligero. Mantuve cerra­dos los ojos la mayor parte de la noche. Me sentía mucho mejor así. No me dormí, ni estaba cansado. Al final de la sesión, el canto se hizo extraordinario. Por un breve momen­to me sentí exaltado y quise llorar, pero al concluir la can­ción se desvaneció el sentimiento.

Todos nos levantamos y salimos. Las mujeres nos dieron agua. Unos la bebieron, otros hicieron gárgaras. Los hom­bres no hablaban en absoluto, pero las mujeres charlaban y soltaban risitas de la mañana a la noche. La comida ritual se sirvió al mediodía. Era maíz cocido.

Al ponerse el sol el viernes 4 de septiembre, empezó la segunda sesión. El guía cantó su canción de peyote y el ciclo de canciones e ingestión de botones de peyote se inició nue­vamente. Terminó en la mañana con todos los hombres cantando al unísono, cada quién su propia canción.

Al salir, no vi tantas mujeres como el día anterior. Al­guien me dio agua, pero yo ya no me ocupaba de mi alre­dedor. Otra vez había ingerido ocho botones, pero el efecto fue distinto.

Debió de ser hacia el final de la sesión cuando el canto se aceleró grandemente, con todos cantando a la vez. Per­cibí que algo o alguien fuera de la casa quería entrar. No podía yo saber si el canto era para impedirle entrar o para atraerlo al interior.

Yo era el único que no tenía canción. Los demás parecían mirarme inquisitivamente, sobre todo los jóvenes. Terminé por sentirme incómodo y cerrar los ojos.

Entonces advertí que con los ojos cerrados me era posi­ble percibir mucho mejor lo que pasaba. Esta idea concen­tró por entero mi atención. Cerraba los ojos y veía a los hombres frente a mi. Abría los ojos y la imagen no se alteraba. Las cosas en torno eran exactamente las mismas para mí, estuvieran mis ojos cerrados o abiertos.

De pronto todo se desvaneció, o se desmoronó, y en su lugar surgió la figura casi humana de Mescalito que yo había visto dos años antes. Se hallaba sentado a alguna distancia, de perfil hacia mí. Lo observé fijamente, pero él no me miró; ni una sola vez volvió la cara.

Creía estar haciendo algo mal, algo que lo mantenía a distancia. Me levanté y caminé hacia él para preguntarle al respecto. Pero el acto de moverme dispersó la imagen. Empezó a palidecer, y las figuras de los hombres con quie­nes yo estaba se superpusieron a ella, volvía oír el canto fuerte, frenético.

Salí a los matorrales cercanos y anduve un rato. Todo resaltaba con mucha claridad. Noté que veía en la oscuri­dad, pero esta vez importaba muy poco. El punto impor­tante era: ¿por qué me rehuía Mescalito?

Regresé a unirme al grupo, y a punto de entrar en la casa oí un pesado retumbar y sentí un temblor. La tierra se sacudía. Era el mismo ruido que dos años atrás yo había oído en el valle del peyote.

Corrí de nuevo al matorral. Sabia que Mescalito estaba allí, y que iba a encontrarlo. Pero no estaba. Esperé hasta la mañana, y me uní a los otros poco antes de terminar la sesión.

El procedimiento habitual se repitió el tercer día. Yo no me hallaba cansado, pero dormí durante la tarde.

La noche del sábado 5 de septiembre, el viejo entonó su canción de peyote para iniciar el ciclo una vez más. Durante esta sesión masqué un solo botón y no escuché ninguna de las canciones ni presté atención a nada de lo que ocurría. Desde el primer momento, todo mi ser se concentró exclu­sivamente en un punto. Sabía que faltaba algo terriblemente importante para mi bienestar.

Mientras los hombres cantaban pedí a Mescalito, en alta voz, enseñarme una canción. Mi súplica se confundió con el estentóreo canto de los hombres. De inmediato percibí una canción en mis oídos. Me volví y, sentado de espaldas al grupo, escuché. Oí las palabras y la tonada una y otra vez, y las repetí hasta aprenderme toda la canción. Era una canción larga, en español. Entonces la canté al grupo varias veces. Y poco después llegó a mis oídos una nueva canción. Al amanecer, había yo cantado ambas canciones incontables veces. Me sentía renovado, fortificado.

Después de que nos dieron agua, don Juan me entregó una bolsa y todos salimos a los cerros. Fue un recorrido largo y esforzado hasta una meseta baja. Allí vi varias plantas de peyote. Pero por alguna razón no quería mirar­las. Cuando hubimos cruzado la meseta, el grupo se dis­gregó. Don Juan y yo caminamos de retorno, juntando botones de peyote igual como habíamos hecho la primera vez que lo ayudé.

Regresamos al atardecer del domingo 6 de septiembre. En la noche, el guía abrió de nuevo el ciclo. Nadie había dicho una palabra, pero yo sabía perfectamente que se trataba de la única reunión. Esta vez el viejo cantó una canción nueva. Un saco con botones frescos de peyote se pasó de mano en mano. Era la primera vez que yo proba­ba un botón fresco. Era pulposo, pero difícil de masticar. Semejaba una fruta dura, verde, y era más acre y más amar­go que los botones secos. En lo personal, el peyote fresco me pareció infinitamente más vivo.

Masqué catorce botones. Los conté con cuidado. No ter­miné el último, pues oí el conocido retumbar que marcaba la presencia de Mescalito. Todo el mundo cantaba con fre­nesí, y supe que don Juan y todos los demás habían oído realmente el ruido. No quise pensar que su reacción fuera respuesta a una señal dada por alguno de ellos sólo para engañarme.

En ese momento sentí que me envolvía tina gran oleada de sabiduría. Una conjetura con la que llevaba tres años Ju­gando se convirtió en certeza. Había necesitado tres años advertir, o más bien descubrir, que cualquier cosa que esté contenida en el cacto Lophophora williamsii no tenía ningu­na necesidad de mí para existir como entidad; existía por sí misma allá afuera, libre. Lo supe entonces.

Canté febrilmente hasta no poder ya dar voz a las pala­bras. Sentía como si las canciones estuvieran dentro de mi cuerpo, sacudiéndome en forma incontrolable. Me era pre­ciso salir y hallar a Mescalito; de lo contrario, estallaría. Caminé hacia el campo de peyote. Seguía cantando mis can­ciones. Sabía que eran individualmente mías: la prueba incuestionable de mi peculiaridad. Percibía cada uno de mis pasos. Resonaban sobre la tierra; su eco producía la indescriptible euforia de ser un hombre.

Cada una de las plantas de peyote en el campo brillaba con una luz azulenca, cintilante. Una planta tenía una luz muy viva. Me senté frente a ella y le canté mis canciones. Mientras las cantaba, Mescalito salió de la planta: la mis­ma figura semihumana que yo había visto antes. Me miraba. Con gran audacia, para una persona de mi temperamento, le canté. Hubo un sonido de flautas o de viento, una vi­bración musical conocida. Mescalito parecía haber dicho, como dos años antes:

‑¿Qué quieres?

Hablé en voz muy alta. Sabia, dije, que algo estaba fuera de lugar en mi vida y en mis acciones, pero no podía des­cubrir qué era. Le rogué decirme qué andaba mal en mí, y también decirme su nombre para poder llamarlo cuando lo necesitara. Me miró, alargó la boca como una trompeta hasta alcanzar mi oído, y entonces me dijo su nombre.

De pronto vi a mi padre, en pie a mitad del campo de peyote; pero el campo había desaparecido y la escena era mi vieja casa, la casa de mi niñez. Mi padre y yo estábamos en pie junto a una higuera Abracé a mi padre y, aprisa, empecé a decirle cosas que nunca antes había podido decir. Cada una de mis ideas era concisa, e iba al grano. Era, en realidad, como si no hubiese tiempo y yo tuviera que decir todo de golpe. Dije cosas estremecedoras sobre mis senti­mientos hacia él, cosas que jamás habría podido pronunciar en circunstancias ordinarias.

Mi padre no habló. Solamente me escuchó, y luego fue jalado, o chupado, a otra parte. Me hallaba solo de nuevo. Lloré de remordimiento y de tristeza.

Crucé el campo de peyote clamando el nombre que Mes­calito me había enseñado. Algo surgió de una luz extraña, como estrella, en una planta de peyote. Era un objeto largo y brillante: una barra de luz del tamaño de un hombre. Por un momento iluminó todo el campo con un intenso res­plandor amarillento o ámbar; luego encendió el cielo crean­do una vista portentosa, maravillosa. Pensé que de seguir mirando me quedaría ciego; me cubrí los ojos y oculté la cabeza entre los brazos.

Tuve la clara noción de que Mescalito me indicaba comer un botón más de peyote. Pensé: "No puedo porque no tengo cuchillo para cortarlo."

‑Come uno de la tierra ‑me dijo en la misma extraña forma.

Me acosté boca abajo y masqué la parte superior de una planta. Me encendió. Llenó de tibieza e inmediatez cada rincón de mi cuerpo. Todo estaba vivo. Todo tenía detalle exquisito e intrincado, y sin embargo todo era simple. Yo estaba en todas partes; podía ver al mismo tiempo hacia arriba y hacia abajo y alrededor.

Este sentimiento particular duró lo bastante para que yo lo Advirtiera. Luego se tornó en un terror opresivo: terror que no me invadió súbitamente, sino, de alguna manera, efusivamente. Al principio, mi maravilloso mundo de silencio fue sacudido por ruidos agudos, pero no me preocupé. Luego los ruidos se hicieron más fuertes, ininterrumpidos, como si estuviesen cerrándose sobre mí. Y gradualmente perdí el sentimiento de flotar en un mundo indiferenciado, indiferente y hermoso. Los ruidos se volvieron pasos gigan­tescos. Algo enorme respiraba y se movía en mi derredor. Creí que estaba cazándome.

Corrí a esconderme detrás de un peñasco, y desde allí traté de precisar qué me seguía. En determinado momento repté fuera de mi escondite para mirar y mi. perseguidor, fuera el que fuera, me localizó. Era como un sargazo. Se arrojó encima de mí. Pensé que su peso me quebrantaría, pero en vez de ello me encontré dentro de un tubo o una cavidad.

Vi claramente que el sargazo no había cubierto toda la superficie en torno mío. Quedaba un poco de terreno libre debajo del peñasco. Empecé a reptar por allí. Vi enormes gotas liquidas caer del sargazo. "Supe" que estaba secretando ácido digestivo para disolverme. Una gota cayó sobre mi brazo; traté de limpiar el ácido con tierra y le apliqué saliva mientras continuaba escarbando. En cierto momento era yo casi vaporoso. Me empujaban hacia arriba, en dirección de una luz. Pensé que el sargazo me había disuelto. Advertí vagamente una luz ‑que se abrillantaba; empujaba desde abajo de la tierra hasta que por fin brotó en algo que reconocí como el sol saliendo detrás de las montañas.

Lentamente empecé a recobrar mis procesos sensoriales habituales. Yacía bocabajo con la barbilla sobre el brazo doblado. La planta de peyote frente a mí empezó a ilumi­narse de nuevo, y antes de que yo pudiese mover los ojos la luz larga surgió otra vez. Se cirnió sobre mí. Me senté. La luz tocó todo mi cuerpo con fuerza serena, y luego rodó hasta perderse de vista.

Corriendo durante todo el camino, llegué al sitio donde se hallaban los demás. Todos regresamos al pueblo. Don Juan y yo nos quedamos otro día con don Roberto, el guía peyotero. Yo dormí el tiempo que estuvimos allí. Cuando íbamos a marcharnos, los jóvenes que tomaron parte en el mitote se me acercaron. Me abrazaron uno por uno y rieron tímidamente. Cada uno se presentó. Pasé horas hablando con ellos acerca de todo, menos de las sesiones de peyote.

Don Juan dijo que era hora de irse. Los jóvenes volvie­ron a abrazarme.

‑Vuelve ‑dijo uno de ellos.

‑Ya te estamos esperando ‑añadió otro.

Manejé despacio, tratando de ver a los hombres mayores, pero ninguno estaba allí.

 

Jueves, 10 de septiembre, 1964

Hablar a don Juan de una experiencia me forzaba siempre a evocarla paso por paso, como mejor podía. Esta parecía ser la única manera de recordar todo.

Hoy le conté los detalles de mi último encuentro con Mes­calito. Escuchó atentamente mi historia hasta el punto en que Mescalito me dijo su nombre. Don Juan interrumpió allí.

‑Ya vas por cuenta propia ‑dijo‑. El protector te ha aceptado. De aquí en adelante, yo te seré de muy poca ayuda. Ya no tienes que decirme nada sobre tu relación con él. Ya sabes su nombre, y ni su nombre, ni sus tratos contigo, deben mencionarse nunca a ningún ser viviente.

Insistí en que deseaba narrarle todos los detalles de la experiencia, porque para mí no tenía sentido. Le dije que necesitaba su ayuda para interpretar lo que había visto. Dijo que eso podía hacerlo yo solo, que me convenía más empe­zar a pensar por mi cuenta. Argüí que me interesaba oír sus opiniones porque llegar a formular las mías requeriría de­masiado tiempo, y no sabía cómo proceder.

Dije:

‑Por ejemplo, las canciones. ¿Qué significan?

‑Eso nada más tú puedes decidirlo ‑dijo él‑, ¿Cómo voy yo a saber lo que significan? Sólo el protector puede decirte eso, igual que sólo él puede enseñarte sus canciones. Si yo te dijera lo que significan, sería lo mismo como si aprendieras las canciones de otra gente,

‑¿Qué quiere usted decir con eso, don Juan?

‑Oyendo cantar las canciones del protector, luego se conoce quiénes son los farsantes. Nada más las cancio­nes con alma son suyas y él las enseñó. Las otras son copias de canciones de otros hombres. La gente es a veces así de engañosa. Canta canciones ajenas sin siquiera saber qué dicen.

Dije que yo había querido preguntar qué propósito tenían las canciones. Repuso que las canciones que yo había apren­dido eran para llamar al protector, y que yo debía usarlas siempre, junto con su nombre, para llamarlo. Más tarde, probablemente Mescalito me enseñaría otras canciones con otros propósitos, dijo don Juan.

Le pregunté entonces si pensaba que el protector me había aceptado plenamente. Rió como si mi pregunta fuera tonta. El protector me había aceptado, dijo, y se había asegurado de que yo supiera que me había aceptado mostrán­doseme dos veces como una luz, Don Juan parecía muy im­presionado por el hecho de que yo había visto dos veces la luz. Recalcó ese aspecto de mi encuentro con Mescalito.

Le dije que no podía comprender cómo era posible ser aceptado y, a la vez, aterrorizado por el protector.

Pasó un rato muy largo sin responder. Parecía descon­certado. Por fin dijo:

‑¡Es tan claro! Lo que él quería es tan claro que no veo cómo puedes entender mal.

‑Todo es aún incomprensible para mí, don Juan.

‑Requiere tiempo ver y entender de veras lo que Mesca­lito quiere decir; hay que pensar en sus lecciones hasta que se aclaren.

 

Viernes, 11 de septiembre, 1964

Insistí nuevamente en que don Juan interpretara mis expe­riencias visionarias, Dio largas un rato. Luego habló como si ya hubiéramos estado conversando sobre Mescalito.

‑¿Ves cómo es idiota preguntar si es como una persona con quien se puede hablar? ‑dijo don Juan‑. No es como nada que hayas visto nunca. Es como un hombre, pero al mismo tiempo no tiene nada que ver con uno. Es difícil explicarle eso a la gente que no sabe rada de él y

quiere saberlo todo de golpe. Y además, sus lecciones son tan misteriosas como él mismo. Ninguno, que yo sepa, puede predecir sus actos. Le haces una pregunta y él te enseña el camino, pero no te habla de él de la misma manera en que tú y yo hablamos. ¿Entiendes ahora lo que hace?

‑No creo tener problemas para entender eso. Lo que no puedo figurarme es qué me quiso decir.

‑Le preguntaste qué anda mal en ti, y él te dio el pano­rama completo: ¡No puede haber error! No puedes salir con que no entiendes. No fue plática‑y sin embargo lo fue. Luego le hiciste otra pregunta, y te contestó exactamente del mismo modo. En cuanto a lo que quiso decir, no estoy seguro de entenderlo, porque tú decidiste no decirme cuál fue tu pregunta.

Repetí con mucho cuidado las preguntas que recordaba haber hecho, en el mismo orden: "¿Estoy haciendo lo co­rrecto? ¿Estoy en el buen camino? ¿Qué debería hacer con mi vida?" Don Juan dijo que las preguntas que yo había hecho eran sólo palabras; resultaba preferible no pronunciarlas, sino hacerlas desde adentro. Dijo que el protec­tor quiso darme una lección, y para probar que quería darme una lección y no asustarme ni ahuyentarme, dos veces se mostró como una luz.

Aún no podía yo comprender, dije, por qué Mescalito me aterrorizó si me había aceptado. Recordé a don Juan que, de acuerdo a sus postulados, ser aceptado por Mescalito implicaba que la forma del protector era constante y no pasaba de la beatitud a la pesadilla. Don Juan volvió a reírse de mí y dijo que, si pensaba en la pregunta que había tenido en mi corazón al hablar con Mescalito, yo mismo entendería la lección.

Pensar en la pregunta que había tenido en mi "corazón" era un problema difícil. Dije a don Juan haber tenido mu­chas cosas en mente. Cuando pregunté si estaba en el buen camino, quise decir: ¿Tengo un pie en un mundo y otro en otro? ¿Qué mundo es el bueno? ¿Qué curso debe seguir mi vida?

Don Juan escuchó mis explicaciones y concluyó que yo no tenía una visión clara del mundo, y que el protector me había dado una lección hermosamente clara.

‑Piensas que hay dos mundos para ti ‑dijo‑: dos caminos. Pero nada más hay uno. El protector te enseñó esto con claridad increíble. El único mundo a tu disposición es el mundo de los hombres, y de ese mundo no te puedes salir. ¡Eres un hombre! El protector te enseñó el mundo de la felicidad, donde no hay diferencias porque no hay nadie que pregunte por las diferencias. Pero ése no es el mundo de los hombres. El protector te sacó de él y te ense­ñó cómo piensa y lucha un hombre. ¡Ese es el mundo del hombre! Y ser hombre es estar condenado a ese mundo. Eres vanidoso, crees que vives en dos mundos, pero eso es pura vanidad. Hay un solo mundo para nosotros. Somos hombres, y debemos estar conformes con el mundo de los hombres.

"Creo que ésa fue la lección."

 

IX

 

Don Juan me dio a entender que deseaba que yo me fami­liarizara lo más posible con la yerba del diablo. Esta posi­ción era incongruente con su supuesto desagrado hacia la planta, pero él se explicó diciendo que era indispensable desarrollar un mejor conocimiento del poder de la yerba del diablo para entender el efecto del humito.

Sugirió repetidamente que al menos debía yo probar la yerba del diablo una vez más con una brujería con las la­gartijas. Di vueltas largo tiempo a la idea. La urgencia de don Juan creció continuamente hasta que me sentí obligado a tomar su demanda en serio. Y un día resolví adivinar acerca de unos objetos robados.

 

Lunes, 28 de diciembre, 1964

El sábado 19 de diciembre corté la raíz de la datura. Esperé a que estuviera bastante oscuro para bailar alrededor de la planta. Preparé el extracto de raíz durante la noche y el domingo, a eso de las 6 a.m., fui al lugar de mi datura. Me senté frente a la planta. Había anotado cuidadosamente las enseñanzas de don Juan relativas al procedimiento. Rele­yendo mis notas, vi que no tenía que moler allí las semillas. De alguna manera, el solo estar frente a la planta me pro­ducía un raro estado de estabilidad emocional, una claridad de pensamiento o un poder de concentrarme en mis accio­nes del que ordinariamente carezco.

Seguí minuciosamente todas las instrucciones, calculando mi tiempo de modo que la pasta y la raíz estuvieran listas al atardecer. A eso de las cinco, me hallaba ocupado en cazar un par de lagartijas. Durante hora y media probé cuanto método se me ocurrió, pero fracasé en cada intento. Sentado frente a la datura, trataba de descubrir un modo expedito de lograr mi propósito cuando de pronto recordé que a las lagartijas, según don Juan, había que hablarles. Al principio me sentí ridículo hablando a las lagartijas. Era como avergonzarse de hablar frente a un público. El senti­miento no tardó en desvanecerse, y seguí hablando. Era casi de noche. Alcé una roca. Debajo había una lagartija. Parecía hallarse entumida. La recogí. Y entonces vi otra lagartija, rígida debajo de otra roca. Ni siquiera se retor­cieron.

Coser el hocico y los ojos fue la tarea más difícil. Noté que don Juan había impartido a mis actos un sentido de irrevocabilidad. Su posición era que cuando uno empieza a actuar no hay modo de detenerse. Sin embargo, si yo hu­biera querido parar, no había nada que me lo impidiese. La verdad era que no quería parar.

Dejé libre una lagartija, y tomó una dirección más o menos hacia el noroeste: augurio de una experiencia buena, pero difícil. Até a mi hombro la otra lagartija y me emba­rré las sienes según lo prescrito. La lagartija estaba tiesa: por un momento pensé que había muerto, y don Juan nunca me había dicho qué hacer si eso ocurría. Pero sólo se hallaba entumida.

Bebí la poción y esperé un rato. No sentí nada fuera de lo ordinario. Empecé a untarme la pasta a las sienes. La apliqué veinticinco veces. Luego, en forma enteramente me­cánica, como distraído, la extendí repetidas veces sobre mi frente. Advertí el error y me limpié apresuradamente la pasta. Mi frente sudaba; me puse febril. Me aferraba una angustia intensa, ya que don Juan me había aconsejado enfáticamente no untarme la pasta en la frente. El miedo se convirtió en un sentimiento de soledad absoluta, el senti­miento del juicio final. Me hallaba allí solo. Si algo malo iba a pasarme, nadie había que me ayudara. Quise echar a correr. Tenía una alarmante sensación de indecisión, de no saber qué hacer. Un torrente de pensamientos irrumpió en mi mente, destellando con velocidad extraordinaria. Noté que eran pensamientos más bien extraños; es decir, extraños en el sentido de que parecían acudir en forma distinta de los pensamientos comunes. Conozco la manera como pienso. Mis pensamientos tienen un orden definido que me es pro­pio, y cualquier desviación resulta perceptible.

Uno de los pensamientos ajenos versaba sobre una aseve­ración hecha por un autor. Era, recuerdo vagamente, más como una voz, o algo dicho al fondo, en alguna parte. Fue tan rápido que me sobresaltó. Hice una pausa para examinarlo, pero se volvió un pensamiento común. Me hallaba seguro de haber leído el aserto, pero no podía recordar el nombre del autor. De pronto me acordé de que era Alfred Kroeber. Entonces otro pensamiento ajeno brotó para "decir" que no era Kroeber, sino Georg Simmel, quien había hecho la aseveración. Insistí en que era Kroeber, y sin saber cómo me vi envuelto en una discusión conmigo mismo. Y olvidé mi sentimiento de perdición total,

Los párpados me pesaban como si hubiera tomado pasti­llas para dormir. Aunque nunca las he tomado, esa fue la imagen que acudió a mi mente. Me estaba quedando dormi­do. Quise ir a mi coche a acostarme, pero no podía mo­verme.

Entonces, con bastante brusquedad, desperté, o mejor dicho, sentí claramente haber despertado. Mi primer pensa­miento fue sobre la hora del día. Miré en torno. No me hallaba enfrente de la datura. Despreocupadamente acepté el hecho de que estaba viviendo otra experiencia adivina­toria. Eran las 12:35 en un reloj por encima de mi cabeza. Yo sabía que era de tarde.

Vi a un hombre joven con un rimero de papeles en las manos. Yo estaba tan cerca de él que casi lo tocaba. Veía pulsar las venas de su cuello y oía el latir rápido de su corazón. Absorto en lo que veía, no había tomado concien­cia, hasta el momento, de la calidad de mis pensamientos. Entonces oí una "voz" en mi oído describiendo la escena, y me di cuenta de que la "voz" era el pensamiento ajeno en mi mente.

Me concentré tanto en escuchar que la escena perdió para mí su interés visual. Oía la voz junto a mi oreja derecha, sobre el hombro, Literalmente creaba la escena al describirla. Pero obedecía mi voluntad, pues yo podía dete­nerla en cualquier momento y examinar a mi antojo los detalles de lo que decía. "Oí‑vi" toda la secuencia de las acciones del joven. La voz seguía explicándolas en detalle, pero de algún modo la acción carecía de importancia. Lo extraordinario era la vocecita. Tres veces durante el curso de la experiencia quise volverme para ver quién hablaba. Traté de hacer girar mi cabeza totalmente hacia la derecha, o nada más de volverme inesperadamente para ver si había alguien allí. Pero cada vez que lo hacía, se nublaba mi visión. Pensé: "El motivo de que no pueda volverme es que la escena no está en el terreno de la realidad ordina­ria." Y ese pensamiento era mío.

Desde ese momento concentré mi atención sólo en la voz. Parecía venir de mi hombro. Era perfectamente clara, aunque pequeña. No era, sin embargo, una voz de niño ni una voz en falsete, sino la voz de un hombre en minia­tura. Tampoco era mi voz. Supuse que hablaba en inglés. Cada vez que me proponía atrapar a la voz, se apagaba por entero o se hacía vaga y la escena palidecía. Pensé en un símil. La voz era como la imagen creada por partículas de polvo en las pestañas, o por los vasos sanguíneos en la córnea del ojo: una forma como gusano que puede verse mientras uno no la mira directamente, pero en el momento en que tratamos de mirarla se desliza fuera del panorama con el movimiento del ojo.

Me desinteresé por completo de la acción. Conforme escuchaba, la voz se hacía más compleja. Lo que yo tomaba por voz era más bien como algo que susurrara pensamientos a mi oído. Pero eso no era exacto. Algo estaba pensando por mí. Los pensamientos estaban fuera de mí mismo. Supe que era así porque podía retener al mismo tiempo mis propios pensamientos y los pensamientos del "otro".

En cierto punto, la voz creaba escenas, actuadas por el joven, que nada tenían que ver con mi pregunta original sobre los objetos perdidos. El joven realizaba acciones muy complejas. La acción nuevamente había cobrado importancia y ya no presté atención a la voz. Empecé a perder la pa­ciencia; quería detenerme. "¿Cómo puedo acabar con esto?", pensé. La voz en mi oído dijo que debía volver a la ca­ñada. Pregunté cómo, y la voz respondió que pensara en mi planta.

Pensé en mi planta. Solía sentarme frente a ella. Lo ha­bía hecho tantas veces que me fue bastante fácil visualizarlo. Creí que verla, como la vi en ese momento, era otra alu­cinación, ¡pero la voz dijo que yo había “vuelto”! Me esforcé por escuchar. Sólo había silencio: La datura frente a mí parecía tan real como todo lo demás que yo había visto, pero podía tocarla, podía moverme.

Me levanté y caminé hacia mi coche. El esfuerzo me agotó; me senté cerrando los ojos. Estaba mareado y quería vomitar. Tenía un zumbido en las orejas.

Algo resbaló sobre mi pecho. Era la lagartija. Recordé la admonición de don Juan acerca de liberarla. Regresé a la planta y desaté la lagartija. No quise ver si estaba muerta o viva. Rompí la olla de barro que contenía la pasta y la cubrí de tierra con los pies. Subí en mi coche y me quedé dormido.

 
Jueves, 24 de diciembre, 1964

Hoy narré toda la experiencia a don Juan. Corno de cos­tumbre, escuchó sin interrumpirme. Al final tuvimos el siguiente diálogo.

‑No te fue bien porque hiciste algo muy malo.

‑Lo sé. Fue un error estúpido, un accidente.

‑Con la yerba del diablo no hay accidentes. Te dije que la yerba te probaría hasta lo último. Una de dos: o eres muy fuerte, o de veras la yerba te quiere. El centro de la frente es sólo para los grandes brujos que saben manejar su poder.

‑¿Qué pasa cuando un hombre se pasa la pasta en la frente, don Juan.

-A menos que el hombre sea un brujo de primera nun­ca vuelve del viaje.

-¿Se ha frotado usted la pasta en la frente, don Juan?

‑¡Jamás! Mi benefactor me dijo que muy pocas perso­nas vuelven de un viaje así. Uno podría quedarse ido meses enteros y tener que ser atendido por otros. Mi benefactor decía que las lagartijas pueden llevar a un hombre al fin del mundo y enseñarle los secretos más maravillosos, si así lo pide.

‑¿Conoce usted a alguien que haya emprendido ese viaje?

‑Sí, mi benefactor. Pero nunca me dijo cómo volvió.

‑¿Es tan difícil volver, don Juan?

‑Sí. Por eso lo que tú hiciste de veras me sorprende. No sabías el camino, y debemos seguir ciertos pasos, por­que es en los pasos donde el hombre halla fuerza. Sin ellos no somos nada.

Permanecimos horas en silencio. El parecía sumergido en una meditación muy profunda.

 

Sábado, 26 de diciembre, 1964

Don Juan me preguntó si había buscado a las lagartija. Le dije que sí, pero que no pude hallarlas. Le pregunté qué habría pasado si una de las lagartijas hubiera muerto mientras yo la sostenía. Dijo que la muerte de una lagartija era un suceso infortunado. Si la lagartija del hocico cosido hubiera muerto en cualquier momento, no habría tenido ob­jeto proseguir con la brujería. La muerte de esa lagartija también significaría que las lagartijas en general habían retirado su amistad, y yo tendría que abandonar el apren­dizaje de los secretos de la yerba del diablo durante un buen tiempo.

‑¿Cuánto tiempo, don Juan? ‑pregunté.

‑Dos años o más.

‑¿Qué habría pasado si muere la otra lagartija?

‑Si muere la segunda lagartija, estás en verdadero peli­gro. Te quedas solo, sin guía. Si muere antes de que em­pieces la brujería, puedes suspenderla, pero entonces tam­bién tienes que dejar para siempre a la yerba del diablo. Si la lagartija muere estando en tu hombro, ya empezada la brujería, tendrías que seguir adelante, y eso es de veras la locura.

‑¿Por qué es la locura?

‑Porque en tales condiciones nada tiene sentido. Estás solo, sin guía, viendo cosas aterradoras, sin sentido.

-¿Qué quiere usted decir con "cosas sin sentido"?

‑Cosas que venos por nosotros mismos. Cosas que ve­mos cuando no tenemos rumbo. Significa también que la yerba del diablo está tratando de librarse de ti, empujándote al abismo.

‑¿Conoce usted a alguien que haya experimentado eso?

‑Sí. A mi me pasó eso. Sin la sabiduría de las lagarti­jas, me volví loco.

‑¿Qué vio usted, don Juan?

-Un montón de pendejadas. ¿Qué otra cosa habría podido ver si no tenía rumbo?

 

Lunes, 28 de diciembre, 1964

-Me dijo usted, don Juan, que la yerba del diablo prueba a los hombres. ¿A qué se refería usted?

‑La yerba del diablo es como una mujer, y como mujer halaga a los hombres. Les pone trampas a cada vuelta. Te puso una trampa forzándote a untarte la pasta en la frente. Y tratará de nuevo, y tú probablemente caerás. Te lo advier­to. No la tomes con pasión; la yerba del diablo es sólo un camino a los secretos de un hombre de conocimiento, hay otros caminos. Pero su trampa es hacerte creer que el único camino es el suyo. Yo digo que es inútil desperdiciar la vida en un solo camino, sobre todo si ese camino no tiene corazón.

‑Pero, ¿cómo sabe usted cuándo no tiene corazón un camino, don Juan?

‑Antes de embarcarte en cualquier camino tienes que hacer la pregunta: ¿tiene corazón este camino? Si la respues­ta es no, tú mismo lo sabrás, y deberás entonces escoger otro camino.

‑Pero ¿cómo sé de seguro si un camino tiene corazón o no?

‑Cualquiera puede saber eso. El problema es que nadie hace la pregunta, y cuando uno por fin se da cuenta de que ha tomado un camino sin corazón, el camino está ya a punto de matarlo. En esas circunstancias muy pocos hom­bres pueden pararse a considerar, y más pocos aún pueden dejar el camino.

‑¿Cómo debo proceder para hacer la pregunta apropia­da, don Juan?

‑Pregunta nada más.

‑Lo que quiero decir es si hay un método indicado para que yo no me mienta a mí mismo y crea que la respuesta es sí cuando en realidad es no,

‑¿Por qué habrías de mentir?

‑Tal vez porque en el momento el camino es agradable y me gusta.

‑Esas son tonterías. Un camino sin corazón nunca es disfrutable. Hay que trabajar duro tan sólo para tomarlo. En cambio, un camino con corazón es fácil: no te hace tra­bajar por tomarle gusto.

Don Juan cambió de pronto el rumbo de la conversación y me enfrentó directamente con la idea de que me gustaba la yerba del diablo. Tuve que admitir que al menos sentía cierta inclinación hacia ella. Me preguntó cómo me sentía con respecto a su aliado, el humito, y tuve que decirle que la sola idea de tener que usarlo me asustaba hasta hacerme perder los sentidos.

‑Te he dicho que para escoger un camino debes estar libre de miedo y de ambición. Pero el humito te ciega de miedo, y la yerba del diablo te ciega de ambición.

Argüí que se necesitaba ambición para emprender cual­quier camino, y que su aseveración de que había que estar libre de ambición carecía de sentido. Una persona tiene que tener ambición para poder aprender.

‑El deseo de aprender no es ambición ‑dijo‑. El que­rer saber, es nuestro destino como hombres, pero convidar a la yerba del diablo es solicitar poder, y eso es ambición, porque no lo estás haciendo para saber. No dejes que la yerba del diablo te ciegue. Ya te tiene enganchado. Invita a los hombres y les da una sensación de poder; los hace sentirse capaces de hacer cos" que ningún hombre común puede. Pero esa es su trampa. Y, luego, el camino sin corazón se vuelve contra los hombres y los destruye. No se necesita gran cosa para morir, y buscar la muerte es no bus­car nada.

 

 

X

 

En el mes de diciembre, 1964, don Juan y yo fuimos a recolectar las diversas plantas necesarias para hacer la mez­cla de fumar. Era el cuarto ciclo. Don Juan se limitó a super­visar mis acciones. Me instaba a no precipitarme, a observar y deliberar antes de cortar cualquiera de las plantas. En cuanto los ingredientes fueron reunidos y almacenados, me sugirió que debía tener un nuevo encuentro con su aliado.

 

Jueves, 31 de diciembre, 1964

‑Ahora que sabes un poco más sobre la yerba del diablo y el humito, puedes decir con más claridad a cuál de los dos prefieres ‑dijo don Juan.

‑En serio, el humito me da terror, don Juan. No sé exactamente por qué, pero no le tengo buen sentimiento.

‑Te gusta el halago, y la yerba del diablo te halaga Igual que una mujer, te hace sentir bien. El humito, en cambio, es el poder más noble, el que tiene el corazón más puro. Ni incita a los hombres ni los aprisiona; ni ama ni odia, Todo lo que requiere es fuerza. La yerba del diablo también requiere fuerza, pero distinta. Algo más parecido a ser ardiente con las mujeres. En cambio, la fuerza que el humito requiere es la fuerza del corazón. El no es como la yerba del diablo, llena de pasiones, celos y violencias. El humito es constante. No tienes que preocuparte de que a lo mejor se te olvidó algo y te va a llevar la chingada.

 

Miércoles, 27 de enero, 1965

El martes 19 de enero fumé nuevamente la mezcla alucinó­gena. Le había dicho a don Juan que el humito me asustaba, y que le tenía mucha aprensión. El dijo que yo debía probarlo de nuevo para evaluarlo con justicia.

Entramos en su cuarto. Eran casi las dos de la tarde. Sacó la pipa. Fui por las brasas y nos sentamos uno frente a otro. Dijo que iba a calentar la pipa y a despertarla, y que si me fijaba bien la vería relumbrar. Llevó la pipa a sus labios tres o cuatro veces y chupó a través de ella. La frotó con ternura. De pronto me hizo un signo casi imperceptible con la cabeza, indicándome que mirara el despertar de la pipa. Miré, pero no pude verlo.

Me entregó la pipa. Llené el cuenco con mi propia mez­cla, y luego recogí una brasa usando unas tenazas que había hecho con unas pinzas de madera para ropa y que ha­bía estado guardando para esta ocasión. Don Juan miró mis tenazas y empezó a reír. Vacilé un momento, y el carbón se pegó a las tenazas. No me atreví a golpearlas contra el cuenco de la pipa, y tuve que escupir en la brasa para apagarla.

Don Juan volvió la cabeza y se cubrió el rostro con el brazo. Su cuerpo se sacudía. Por un momento creí que llo­raba, pero estaba riendo en silencio.

La acción se interrumpió largo rato luego él mismo reco­gió velozmente una brasa, la puso en el cuenco y me ordenó fumar. Se requería todo un esfuerzo para chupar a través de la mezcla; parecía ser muy compacta. Tras el primer intento ya tenía yo el fino polvo en la boca. La adormeció al punto. Yo veía el resplandor en el cuenco, pero jamás sentí el humo como se siente el humo de un cigarro. Sin embargo, tenía la sensación de inhalar algo, algo que primero llenaba mis pulmones y luego se impul­saba hacia abajo para llenar el resto de mi cuerpo.

Conté veinte inhalaciones, y después la cuenta ya no im­portó. Empecé a sudar; don Juan me miró fijamente y me dijo que no tuviera miedo e hiciese exactamente lo que él me indicara. Traté de responder "bueno", pero en vez de ello produje un extraño sonido ululante. Continuó resonando después de que hube cerrado la boca. El sonido sobresaltó a don Juan, quien tuvo otro ataque de risa. Quise decir "sí" con la cabeza, pero ésta no podía moverla.

Don Juan me abrió suavemente las manos y se llevó la pipa. Me ordenó acostarme en el piso, pero sin dormirme. Pensé que tal vez me ayudaría a acostarme, pero no lo hizo. Sólo me miraba sin interrupción. De pronto vi girar el cuarto y me hallé mirando a don Juan desde una postura de costado. A partir de ese punto, las imágenes se hicieron extrañamente borrosas, como en un sueño. Puedo acordarme vagamente de haber oído a don Juan hablarme mucho du­rante el tiempo que estuve inmovilizado.

No experimenté miedo, ni desagrado, durante el estado en sí, ni me sentí mal al despertar el día siguiente. Lo único fuera de lo común fue que no pude pensar con claridad por un largo rato después de despertar. Luego, gradualmente, en un periodo de cuatro o cinco horas, volví a ser yo mismo.

 

Miércoles, 20 de enero, 1965

Don Juan no habló de mi experiencia ,ni me pidió que se la relatara. Solamente comentó que me había dormido de­masiado pronto.

‑La única forma de seguir despierto es convertirse en pájaro o grillo o algo por el estilo ‑dijo.

‑¿Cómo se hace eso, don Juan?

‑Es lo que te estoy enseñando. ¿Te acuerdas de lo que te dije ayer cuando estabas sin cuerpo?

‑No puedo recordar claramente.

Yo soy un cuervo. Te estoy enseñando a convertirte en cuervo. Cuando aprendas eso, seguirás despierto y te moverás con libertad; de otro modo siempre estarás pegado al suelo, dondequiera que caigas.

 

Domingo, 7 de febrero, 1965

Mi segunda prueba con el humito tuvo lugar a eso del me­diodía del domingo 31 de enero. Desperté al día siguiente, al empezar la noche. Me sentía poseedor de un poder fuera de lo común para recordar lo que don Juan me había dicho durante la experiencia. Sus palabras estaban impresas en mi mente. Yo seguía oyéndolas con claridad y persistencia extra­ordinarias. Durante esta prueba hubo otro hecho que se me hizo obvio: mi cuerpo entero se había entumido poco des­pués de que empecé a‑ tragar el polvo fino que se, metía en mi boca cada vez que yo chupaba la pipa. De modo que, no sólo inhalaba el humo, sino también ingería la mezcla.

Traté de narrar mi experiencia a don Juan; él dijo que yo no había hecho nada importante. Dije que podía recor­dar cuanto había ocurrido, pero él no quería saber de eso. Cada recuerdo era preciso e inconfundible. El proceso de fumar había sido el mismo que en el intento previo. Era casi como si ambas experiencias perfectamente pudieran yux­taponerse, y yo pudiese iniciar mi recuento desde el momen­to en que la primera experiencia terminaba. Recordaba con claridad que desde el instante de caer de costado sobre el piso estuve completamente privado de sentimiento y pensa­miento. Pero mi claridad no se menoscaba en modo alguno. Recuerdo haber tenido mi último pensamiento más o me­nos en el momento en que el cuarto se convirtió en un plano vertical: "Debí de golpearme la cabeza en el suelo, pero no siento dolor."

Desde ese‑ momento sólo pude ver y ‑oír. Me era posible repetir cada palabra que don Juan había dicho. Seguí una por una todas sus indicaciones. Parecían claras, lógicas y fáciles. Dijo que mi cuerpo estaba desapareciendo y sólo mi cabeza quedaría, y en tal circunstancia la única manera de seguir despierto y moverse era convertirse en cuervo. Me ordenó esforzarme por parpadear, añadiendo que cuando pudiese hacerlo estaría listo para proceder. Luego me dijo que mi cuerpo se había desvanecido por entero y que yo no tenía sino mi cabeza; dijo que la cabeza nunca desaparece porque es lo que se transforma en cuervo.

Me ordenó parpadear. Sin duda repitió esta orden, y todas las otras, incontables veces, pues yo podía acordarme de ellas con claridad extraordinaria. Debí de parpadear, pues don Juan dijo que me hallaba listo y me ordenó enderezar la cabeza y ponerla sobre la barbilla. Dijo que en la barbilla estaban las patas de cuervo. Me instó a sentir las patas y a observar que iban saliendo despacio. Luego dijo que yo no estaba sólido aún, que debía crecerme una cola, y que la cola saldría de mi cuello. Me ordenó exten­der la cola como un abanico y sentirla barrer el suelo.

Luego habló de las alas del cuervo, y dijo que saldrían de mis pómulos. Dijo que era duro y doloroso. Me ordenó desplegarlas. Dijo que habían de ser extremadamente lar­gas, tanto como me fuera posible extenderlas; de otro modo no podría yo volar. Me dijo que las alas estaban saliendo y eran largas y hermosas, y que yo debía agitarlas hasta que fueran alas de verdad.

Habló de la parte superior de mi cabeza y dijo que aún era muy grande y pesada; su bulto me impediría el vuelo. La manera de reducir su tamaño era parpadear; con cada parpadeo mi cabeza se achicaría más. Me ordenó parpadear hasta que el peso de arriba hubiese desaparecido y yo pudie­ra saltar libremente. Luego me dijo que había reducido mi cabeza al tamaño de un cuervo, y que debía caminar y saltar hasta perder la tiesura.

Antes de poder volar, dijo, tenía yo que cambiar una última cosa. Era el cambio más difícil, y para llevarlo a cabo debía ser dócil y hacer exactamente lo que él me dijera. Tenía que aprender a ver corro un cuervo. Dijo que mí boca y nariz iban a crecer entre mis ojos hasta do­tarme de un pico fuerte. Dijo que los cuervos ven directa­mente de lado, y me ordenó volver la cabeza y mirarlo con un ojo. Dijo que si deseaba cambiar y mirar con el otro ojo, sacudiera el pico hacia abajo, y que ese movimien­to me haría mirar con el otro ojo. Me ordenó alternar de uno a otro varias veces. Y entonces dijo que yo estaba listo para volar, y que el único modo de volar era que él me arrojase al aire.

No tuve la menor dificultad en despertar la sensación correspondiente a cada una de sus órdenes. Percibí cómo me crecían patas de ave, débiles y vacilantes al principio. Sentí una cola salir de mi nuca y alas de mis pómulos. Las alas estaban profundamente plegadas. Las sentí brotar por grados. El proceso era difícil pero no doloroso. Luego, parpadeando, reduje mi cabeza al tamaño de un cuervo. Pero el efecto más asombroso se llevó a cabo con mis ojos. ¡Mi vista de pájaro!

Cuando don Juan dirigió el crecimiento del pico, tuve una molesta sensación de falta de aire. Entonces brotó un bulto, creando un bloque frente a mí. Pero sólo cuando don Juan me indicó mirar lateralmente fueron mis ojos capaces de tener en realidad un panorama completo de lado. Podía yo cerrar un ojo y cambiar el enfoque al otro. Pero la visión del cuarto y de todos los objetos que había en él no era una visión ordinaria. Sin embargo, resultaba imposible decir en qué forma difería. Acaso estaba ladeada, o quizá las cosas se hallasen fuera de foco. Don Juan se hizo muy grande y resplandeciente. Algo en él era confor­tante y seguro. Luego las imágenes se borraron; perdieron sus contornos y se volvieron nítidos diseños abstractos que cintilaron un rato.

 

Domingo, 28 de marzo, 1965

El jueves 18 de marzo fumé de nuevo la mezcla alucinó­gena; El procedimiento inicial varió en pequeños detalles. Tuve que volver a llenar una vez el cuenco de la pipa. Cuando terminé la primera dotación, don Juan me indicó limpiar el cuenco, pero él mismo virtió la mezcla, pues yo carecía de coordinación muscular. Me costaba mucho esfuer­zo mover los brazos. Había en mi bolsa mezcla suficiente para una nueva carga. Don Juan miró la bolsa y dijo que aquélla era mi última prueba con el humito hasta el año siguiente, pues ya había agotado mis provisiones.

Volvió del revés la bolsita y sacudió el polvo sobre el plato de las brasas. Ardió con un resplandor naranja, como si don Juan hubiera puesto sobre los carbones una lámina de material transparente. La lámina estalló en llamas, y luego se quebró en un intrincado diseño de líneas. Algo describía zigzags dentro de las líneas, a gran velocidad. Don Juan me dijo que mirara el. movimiento en las líneas. Vi algo que parecía una canica pequeña rodando de un lado a otro en el área resplandeciente. El se agachó, metió la mano en el resplandor, recogió la canica y la colocó en el cuenco de la pipa. Me ordenó dar tina fumada. Tuve la clara im­presión de que había puesto la pequeña bola en la pipa para que yo la inhalase. En un momento el cuarto perdió su posición horizontal. Experimenté un entumecimiento pro­fundo, una sensación pesada.

Al despertar, yacía de espaldas en el fondo de una zanja de riego poca profunda, sumergido en agua hasta la barbi­lla. Alguien sostenía mi cabeza. Era don Juan. Mi primer pensamiento fue que el agua en la zanja tenía una calidad insólita: era fría y pesada. Me golpeaba suavemente, y mis ideas se aclaraban a cada uno de sus movimientos. Al prin­cipio el agua tenía un halo o fluorescencia verde brillante que pronto se disolvió, dejando sólo una corriente de agua común.

Pregunté la hora a don Juan. Dijo que era temprano, de mañana. Tras un rato, ya completamente despierto, salí del agua.

‑Debes decirme todo lo que viste -dijo don Juan cuando llegamos a su casa. También dijo que había estado tratando de "hacerme volver" durante tres días, y había te­nido muchas dificultades al hacerlo. Hice muchos intentos de describir lo que había visto, pero no podía concentrarme. Más tarde, al anochecer, me sentí listo para hablar con don Juan y empecé a contarle lo que recordaba desde el mo­mento en que caí de costado, pero él no quería oír de eso. Dijo que la única parte interesante era lo que vi e hice después de que él "me echó al aire y yo salí volando".

Todo cuanto recordaba era una serie de imágenes o esce­nas oníricas. No tenían orden de secuencia. Tuve la im­presión de que cada una era como una burbuja aislada, que flotaba hasta quedar en foco y luego se alejaba. Sin embargo, no eran simplemente escenas para mirar. Yo esta­ba dentro de ellas. Tomaba parte en ellas. Cuando traté de evocarlas, tuve al principio la sensación de que eran deste­llos vagos, difusos, pero pensándolas me di cuenta de que cada una era extremadamente clara, aunque sin relación alguna con mi forma ordinaria de ver las cosas, de allí la sensación de vaguedad. Las imágenes eran pocas y sen­cillas.

Apenas don Juan mencionó haberme "echado al aire", tuve un leve recuerdo de una escena absolutamente clara en la cual yo lo miraba de lleno, desde alguna distancia. Miraba sólo su cara. Tenía un tamaño monumental. Era plana, con un resplandor intenso. Su cabello era amarillen­to y se movía. Cada parte de su rostro se movía por sí mis­ma, proyectando una especie de luz ámbar.

La siguiente imagen era una en que don Juan me echaba realmente al aire, o me aventaba, en una dirección recta hacia adelante. Recuerdo que “extendí mis alas y volé”. Me sentía solo, rasgando el aire, avanzando derecho, penosa­mente. Era más como caminar que como volar. Cansaba mi cuerpo. No había sentimiento de fluir libre, no había júbilo.

Entonces recordé un instante hallarme inmóvil, miran­do una masa de filos agudos, oscuros, en un área que tenía una luz opaca y dolorosa; luego vi un campo con una variedad infinita de luces. Las luces se movían y parpa­deaban y cambiaban su luminosidad. Eran casi como colores. Su intensidad me deslumbraba.

En otro momento, había un objeto casi contra mi ojo. Era grueso y puntiagudo; tenía un definido brillo rosáceo. Sentí un temblor súbito en alguna‑ parte del cuerpo y vi una multitud de formas rosadas similares venir hacia mí. Todas se me acercaban. Me alejé de un salto.

La última escena que recordé fue de tres aves plateadas. Irradiaban una luz metálica, lustrosa, casi como acero inoxi­dable pero intensa y móvil y viva. Me gustaron. Volamos juntos.

Don Juan no hizo ningún comentario sobre mi recuento.

 

Martes, 23 de marzo, 1965

La siguiente conversación tuvo lugar al otro día, después del relato de mi experiencia. Don Juan dijo:

‑No se necesita gran cosa para volverse cuervo. Lo hicis­te y ahora siempre lo serás.

‑¿Qué pasó después de que me volví cuervo, don Juan? ¿Volé durante tres días?

‑No; regresaste al caer la noche, como yo te había dicho.

‑Pero, ¿cómo regresé?

‑Estabas muy cansado y te dormiste. Eso es todo.

‑Quiero decir, ¿volé de regreso?

‑Ya te dije. Me obedeciste y regresaste a la casa. Pero no te preocupes por ese asunto. No tiene importancia.

‑¿Qué es importante, entonces?

‑En todo tu viaje hubo una sola cosa de gran valor: ¡los pájaros plateados!

‑¿Qué tenían de especial? Sólo eran pájaros,

‑No. Eran cuervos.

‑¿Eran cuervos blancos, don Juan?

‑Las plumas negras del cuervo son en realidad platea­das. Los cuervos brillan tan fuerte que las demás aves no los molestan.

‑¿Por qué parecían plateadas sus plumas?

‑Porque estabas viendo como cuervo. Un ave que nos parece oscura le parece blanca a un cuervo. Las palomas blancas, por ejemplo, son rosas o azuladas para un cuervo; las gaviotas son amarillas. Ahora, trata de recordar cómo te juntaste con ellos.

Pensé en eso, pero los cuervos eran una imagen nebulo­sa, disociada, sin continuidad. Le dije que sólo podía recor­dar que sentí haber volado con ellos. Preguntó si me les había unido en el aire o en la tierra, pero yo no tenía modo de responder. Casi se enojó conmigo. Exigió que pensara en eso. Dijo:

‑Todo esto vale pura madre, no es sino un sueño de loco, a menos que recuerdes correctamente.

Me esforcé por hacer memoria, pero no pude.

 

Sábado, 3 de abril, 1965

Hoy pensé en otra imagen de mi "sueño" sobre los cuervos plateados. Recordé haber visto una masa oscura con miríadas de agujeros de alfiler. De hecho, la masa era un conglomerado de agujeritos, Ignoro por qué pensé que era blanda. Cuando estaba mirándola, tres aves volaron direc­tamente hacia mi. Una de ellas hizo un ruido; luego las tres se hallaban junto a mí, en tierra,

Describí la imagen a don Juan. Me preguntó de que dirección habían venido las aves. Le dije que no me era posible determinarlo. Se impacientó bastante y me acusó de ser rígido en mi pensamiento. Dijo que muy bien podría recordar si trataba de hacerlo, y que en realidad yo tenía miedo de volverme menos rígido. Dijo que yo estaba pen­sando en términos de hombres y cuervos, y que no era ni hombre ni cuervo en el momento del que deseaba acor­darme.

Me pidió recordar lo que me había dicho el cuervo. Traté de pensar en ello, pero mi mente jugaba con veinte­nas de cosas ajenas al asunto. No podía concentrarme.

 

Domingo, 4 de abril, 1965

Hoy di una larga caminata. Ya había oscurecido bastante cuando llegué a la casa de don Juan. Iba pensando en los cuervos cuando de pronto un "pensamiento" muy extraño cruzó por mi mente. Era como una impresión o sentimiento, más que pensamiento. El ave que había hecho el ruido dijo que venían del norte e iban al sur, y cuando nos encon­tráramos de nuevo vendrían por el mismo camino.

Conté a don Juan lo que había pensado, o quizá recor­dado. El dijo:

‑No pienses si lo recordastes o lo inventastes. Esos pensamientos pertenecen sólo a los hombres, no a los cuer­vos, y menos aún a los cuervos que vistes, porque son los emisarios de tu destino. Tú ya eres un cuervo. Nunca cam­biarás eso. De ahora en adelante, los cuervos te señalarán con su vuelo cada vuelta de tu destino. ¿Hacia dónde volaste con ellos?

‑¡No podría saber eso, don Juan!

‑Si piensas como se debe, recordarás. Siéntate en el suelo y dime en qué posición estabas cuando las aves vola­ron a ti. Cierra los ojos y haz una raya en el suelo.

Seguí su indicación y determiné el punto.

‑¡No abras todavía los ojos! ‑prosiguió: ‑¿Para dón­de volaron todos en relación con ese punto?

Hice otra marca en el piso.

Tomando como referencia estos puntos de orientación, don Juan interpretó las diferentes pautas de vuelo que los cuervos observarían para predecir mi futuro personal o des­tino. Puse los cuatro puntos cardinales como eje del vuelo de los cuervos.

Le pregunté si los cuervos siempre seguían los puntos cardinal‑es para anunciar el destino de un hombre. Dijo que la orientación era sólo mía; lo que los cuervos hicieron en mi primera reunión con ellos tenía importancia crucial. Insistió en que recordara cada detalle, porque el mensaje y la pauta de los "emisarios" eran un asunto individual, personalizado.

Había una cosa más de la cual me instaba a acordarme: la hora en que me dejaron los emisarios. Me pidió pensar en la diferencia de la luz a mi alrededor entre la hora en que "empecé a volar" y la hora en que las aves plateadas "volaron conmigo". Cuando tuve inicialmente la sensación de vuelo penoso, estaba oscuro. Pero cuando vi a las aves, todo se hallaba rojizo: rojo claro, o tal vez naranja.

‑Eso quiere decir que era casi el fin del día ‑dijo don Juan‑; pero todavía no se había metido el sol. Cuan­do está todo oscuro, un cuervo se ciega de blancura y no de oscuridad, como nosotros de noche. Esta indicación de la hora quiere decir que tus emisarios finales vendrán al fin del día. Te llamarán, y al volar sobre tu cabeza se volverán blancos plateados; los verás brillar contra el cielo y eso que­rrá decir que llegó tu hora final. Querrá decir que te vas a morir y a volverte cuervo por última vez.

‑¿Y si los veo de mañana?

‑¡No los verás de mañana!

‑Pero los cuervos vuelan todo el día.

‑¡Tus emisarios no, tonto!

‑¿Y sus emisarios, don Juan?

‑Los míos vendrán de mañana. También serán tres. Mi benefactor me dijo que, si uno no quiere morir, puede volverlos negros a gritos. Pero ahora sé que no vale la pena. Mi benefactor era dado a gritar, y a todo el barullo y la violencia de la yerba del diablo. Yo sé que el humito es diferente porque no tiene pasión. Es justo. Cuando tus emisarios plateados lleguen por ti, no hay necesidad de gri­tarles. Vuela con ellos como ya lo hiciste. Después de haberte recogido darán media vuelta, y los cuatro se irán volando.

 

Sábado, 1° de abril, 1965

Había estado experimentando breves destellos de disocia­ción, o estados superficiales de realidad no ordinaria.

Un elemento de la experiencia alucinógena con los hon­gos recurría sin cesar en mis pensamientos: la masa de agujeritos blanda y oscura. Continué visualizándola como una burbuja de grasa o de aceite que empezaba a tirar de mí hacia su centro. Era casi como si el centro fuera a abrir­se y a tragarme, y en momentos muy breves yo experimen­taba algo semejante a un estado de realidad no ordinaria. Como resultado, sufría instantes de profunda agitación, angustia e incomodidad, y luchaba por poner fin a las experiencias apenas comenzaban.

Hoy discutí esta condición con don Juan. Pedí consejo.

El no pareció preocuparse, y me indicó olvidarme de esas experiencias, porque carecían de significado o más bien de valor. Dijo que las únicas experiencias dignas de mi es­fuerzo y atención serían aquéllas en los que viera un cuer­vo; cualquier otra clase de "visión" no sería sino el produc­to de mis temores. Me recordó una vez más que para usar el humito era necesario llevar una vida fuerte, calmada. En lo personal, yo parecía haber alcanzado un umbral peli­groso. Le dije que me sentía incapaz de proseguir; había en los hongos algo verdaderamente aterrador.

Al repasar las imágenes evocadas de mi experiencia alucinógena, yo había llegado a la conclusión inevitable de que había visto el mundo en una forma estructuralmente distinta de la visión ordinaria. En otros estados de realidad no ordinaria que había atravesado, las formas y los diseños que visualizaba se hallaban siempre dentro de los confines de mi concepción visual del mundo. Pero la sensación de ver bajo la influencia de la mezcla alucinógena de fumar no era la misma. Todo lo que veía estaba frente a mí en una línea directa de visión; nada había encima ni abajo de esa línea de visión.

Cada imagen tenía una irritante planura, y sin embargo, desconcertantemente, una gran profundidad. Acaso seria más exacto decir que las imágenes eran un conglomerado de detalles increíblemente precisos colocados dentro de campos de luz diferente; la luz se movía en los campos, creando un efecto de rotación.

Después de aguijarme y esforzarme por recordar, me hallé obligado a hacer una serie de analogías o símiles para "entender" lo que había "visto". El rostro de don Juan, por ejemplo, parecía como sumergido en el agua. El agua parecía moverse en un fluir continuo sobre la cara y el cabello, Los amplificaba a tal grado que, cuando yo enfocaba mi visión, podía ver cada poro de la piel o cada cabello de la cabeza. Por otra parte, vi masas de materia planas y llenas de aristas, pero no se movían porque no había fluctuación en la luz proveniente de ellas.

Pregunté a don Juan qué eran las cosas que vi. Dijo que, siendo ésta la primera vez que yo veía como cuervo, las imágenes no eran claras ni importantes, y que más tarde, con la práctica, me sería posible reconocerlo todo.

Saqué a colación la diferencia que había notado en el movimiento de la luz.

‑Las cosas que están vivas ‑dijo él‑ se mueven por dentro, y tan cuervo puede ver con facilidad cuándo algo está muerto, o a punto de morir, porque el movimiento ya se paró o se va parando. Un cuervo sabe también cuando algo se mueve demasiado aprisa, y por lo mismo sabe cuando algo se mueve al paso justo.

‑¿Qué significa cuando algo se mueve demasiado apri­sa, o al paso justo?

‑Significa que un cuervo sabe de hecho qué evitar y qué buscar. Cuando algo se mueve demasiado aprisa por dentro, quiere decir que está a punto de estallar con violen­cia, o de pegar el brinco, y un cuervo lo evita. Cuando se mueve por dentro al paso justo, es una vista placentera y un cuervo la busca.

‑¿Se mueven las rocas por dentro?

‑No, ni las rocas ni los animales muertos ni los árboles muertos. Pero es hermoso mirarlos. Por eso los cuervos andan por donde hay cadáveres. Les gusta mirarlos. Nin­guna luz se mueve dentro de ellos.

‑Pero cuando la carne se pudre, ¿no cambia ni se mueve?

‑Sí, pero ese movimiento es distinto. Lo que el cuervo ve entonces son millones de cosas moviéndose dentro de la carne con luz propia, y eso es lo que le gusta ver. Ver­daderamente es una vista inolvidable.

‑¿La ha visto usted, don Juan?

‑Cualquiera que aprenda a volverse cuervo la puede ver. Tú mismo la verás.

En este punto hice a don. Juan la pregunta inevitable.

‑¿Me convertí realmente en cuervo? 0 mejor dicho, ¿habría pensado cualquiera, al verme, que era yo un cuervo común?

‑No. No puedes pensar así cuando tratas con el poder de los aliados. Esas preguntas no tienen sentido, y eso que volverse cuervo es lo más simple que hay. Es casi como travesura; tiene poca utilidad. Como ya te he dicho, el hu­mito no es para los que buscan poded. Es sólo para quienes anhelan ver. Yo aprendí a volverme cuervo porque son las aves más efectivas de todas. Ninguna otra las molesta, a menos que sean águilas grandes y hambrientas, pero los cuervos vuelan en parvadas y pueden defenderse. Tam­poco los hombres molestan a los cuervos, y eso es impor­tante, Cualquiera puede distinguir un águila grande, sobre todo un águila fuera de lo común, o cualquier otra ave grande y fuera de lo común, pero, ¿a quién le interesa un cuervo? Un cuervo está seguro. Es ideal en tamaño y en naturaleza. Puede meterse donde sea sin llamar la atención. En cambio, volverse oso o león es posible, pero sale bas­tante peligroso. Una criatura de ésas es demasiado gran­de; se necesita demasiada energía para convertirse en ella. También puede uno volverse grillo, o lagartija, o hasta hormiga, pero eso es todavía más arriesgado, porque los animales grandes cazan a las criaturas pequeñas.

Señalé que, según lo que él decía, uno se transformaba realmente en cuervo, o grillo, o cualquier otra cosa. Pero él insistió en que yo entendía mal.

‑Se necesita mucho tiempo para aprender a ser un cuervo cabal -dijo‑. Pero tú no cambiaste, ni dejaste de ser hombre. Es otra cosa lo que pasa.

‑¿Puede usted decirme qué es la otra cosa, don Juan? ‑A lo mejor a estas alturas ya tú mismo lo sabes. Qui­zá si no tuvieras tanto miedo de volverte loco, o de perder tu cuerpo, entenderías este secreto maravilloso. Pero a lo mejor debes esperar a perder tu miedo para entender lo que quiero decir.

 

 

XI

 

El último hecho que registré en mis notas de campo tuvo lugar en septiembre de 1965. Fue la última de las enseñan­zas de don Juan. Lo llamé "un estado especial de realidad no ordinaria" porque no los produjo ninguna de las plan­tas que yo había usado con anterioridad. Al parecer don Juan lo provocó por medio de una manipulación cuidado­sa de indicaciones acerca de si mismo; es decir, se portó frente a mi en una forma tan hábil. que creó la impresión clara y sostenida de no ser realmente él mismo, sino al­guien que lo suplantaba. Como resultado, experimenté un profundo sentido de conflicto; quería creer que se tra­taba de don Juan, y sin embargo no podía estar seguro. La concomitante del conflicto fue un terror consciente tan agudo que minó mi salud por varias semanas. Después pensé que habría sido prudente poner fin entonces a mi aprendizaje. Desde aquel tiempo, nunca he sido partici­pante, pero don Juan no ha cesado de considerarme apren­diz. Ha visto en mi retiro sólo un periodo necesario de recapitulación, otro paso de aprendizaje, que puede durar indefinidamente. Sin embargo, desde entonces, jamás me ha expuesto sus conocimientos.

Escribí la crónica detallada de mi última experiencia casi un mes después de que ocurrió, aunque tenía ya copiosas notas sobre sus puntos destacados, escritas al día siguiente, durante las horas de gran agitación emotiva que precedie­ron al punto más intenso de mi terror.

 

Viernes, 29 de octubre, 1965

El jueves 30 de septiembre de 1965 fui a ver a don Juan. Los estados breves y someros de realidad no ordinaria per­sistían a pesar de mis deliberados intentos por ponerles fin, o sacudírmelos de encima como don Juan había su­gerido. Yo sentía que mi condición iba empeorando, pues aumentaba la duración de tales estados. Tomé conciencia aguda del ruido de los aeroplanos. El ruido de sus motores al pasar por encima captaba inexorablemente mi atención y la fijaba, hasta el punto en que me parecía seguir al avión como si fuera dentro de él o volara con él. Esta sen­sación era muy molesta. La incapacidad de sacudírmela me producía una honda angustia.

Don Juan, tras escuchar atentamente todos los detalles, concluyó que yo sufría de pérdida del alma. Le dije que tenía estas alucinaciones desde la vez que fumé los hongos, pero él insistió en que eran cosa nueva. Dijo que antes yo tenía miedo y "soñaba cosas sin sentido", pero que ahora estaba en verdad embrujado. La prueba era que el ruido de los aviones en vuelo podía arrastrarme. Por lo común, dijo, el ruido de un arroyo o de un río puede atrapar a un embrujado que ha perdido el alma y arrastrarlo a su muerte. Luego me pidió describir todas mis actividades durante la época anterior a las alucinaciones. Enumeré to­das las actividades que pude recordar. Y de mi recuento, él dedujo el sitio donde yo había perdido el alma.

Don Juan parecía francamente preocupado, cosa del todo insólita en él. Esto, como es natural, aumentó mi apren­sión. Dijo que no tenía idea definida de quién había atra­pado mi alma, pero quienquiera que fuese pretendía sin duda matarme o enfermarme de gravedad. Luego me dio instrucciones precisas acerca de una "forma para pelear", una posición corporal especifica que yo debería mantener, permaneciendo en mi sitio benéfico. Tenía que conservar esta postura que él llamaba forma.

Le pregunté a qué venia todo eso y con quién iba yo a pelear. Repuso que él iría a ver quién había tomado mi alma y si era posible recuperarla. Mientras tanto, yo debía permanecer en mi sitio hasta su regreso. La forma para pelear era en realidad una precaución, dijo, en caso de que algo ocurriese durante su ausencia, y yo debía usarla si me atacaban. Consistía en palmotear contra la pantorri­lla y el muslo de mi pierna derecha y dar de saltos con el pie izquierdo en una especie de danza que yo había de ejecutar enfrentando al atacante.

Me advirtió que la forma debía adoptarse sólo en mo­mentos de crisis extrema; mientras no hubiera peligro a la vista, yo podía estar simplemente sentado en mi sitio, con las piernas cruzadas. Pero en circunstancias de peligro ex­tremo, tenía el recurso de un último medio de defensa: arrojar un objeto contra el enemigo. Me dijo que por lo común se arroja un objeto de poder, pero como yo no te­nía ninguno me era forzoso usar cualquier piedra que cu­piese en la palma de mi mano derecha, una piedra que yo pudiera sostener apretada entre la palma y el pulgar. Dijo que tal técnica debía usarse sólo si uno se hallaba indudable­mente en peligro de perder la vida. El lanzamiento del ob­jeto tenía que acompañarse con un grito de guerra, un alarido con la propiedad de dirigir el objeto a su blanco. Insistió en recomendarme cuidado y deliberación con el gri­tó, y no emplearlo al azar, sino sólo con "severas condicio­nes de seriedad".

Le pregunté qué quería decir con "severas condiciones de seriedad". Dijo que el clamor, o grito de guerra, era algo que se quedaba con un hombre toda la vida: por eso tenia que ser bueno desde el principio. Y la única manera de empezarlo correctamente era retener el miedo y la prisa naturales de uno hasta hallarse lleno por entero de‑poder, y entonces el alarido brotaría con dirección y fuerza. Dijo que éstas eran las condiciones de seriedad necesarias para soltar el grito.

Le pedí explicación sobre el poder que supuestamente lo llenaba a uno antes del clamor. Dijo que era algo que corría a través del cuerpo saliendo de la tierra donde uno estaba parado; era una especie de poder emanado del sitio benéfico, para ser exactos. Era una fuerza que empujaba el alarido para hacerlo salir. Si tal fuerza se manejaba de­bidamente, el grito de batalla sería perfecto.

De nuevo le pregunté si pensaba que algo iba a ocurrir­me. Dijo no saber nada de eso y me advirtió dramática­mente quedarme pegado a mi sitio cuanto fuese necesario, porque ésa era la única protección que yo tenía contra cualquier cosa que pudiera pasar.

Empecé a asustarme; le supliqué ser más explícito. Dijo que todo cuanto sabia era que yo no debía moverme en ninguna circunstancia; no debía entrar en la casa ni ir al matorral. Sobre todo, dijo, no debía hablar una sola pala­bra, ni siquiera a él. Dijo que si‑me daba mucho miedo po­día cantar mis canciones de Mescalito, y añadió que yo ya sabia demasiado sobre estos asuntos para que fuera necesa­rio señalarme, como a un niño, la importancia de hacer todo correctamente.

Sus admoniciones me provocaron un estado de angustia profunda. Estuve seguro de que él esperaba que algo ocu­rriese. Le pregunté por qué me recomendaba cantar las canciones de Mescalito, y qué cosa creía él que fuera a asustarme. Rió y dijo que tal vez me diese miedo de estar solo. Entró en la casa y cerró la puerta tras de sí. Miré mi reloj. Eran las 7 p.m. Estuve sentado en calma un largo rato. No salían ruidos del cuarto de don Juan. Todo estaba tran­quilo, Hacía viento. Pensé en correr a mi coche a sacar una mampara, pero no me atreví a actuar contra el consejo de don Juan. No tenía sueño, sino cansancio; el viento frío me imposibilitaba descansar.

Cuatro horas después oía don Juan caminar en torno a la casa. Pensé que podía haber salido por la parte trasera para orinar en el matorral. Entonces me llamó con voz fuerte.

‑¡Oye muchacho! ¡Oye muchacho! Ven aquí ‑dijo.

Casi me levanté para ir con él. Era su voz, pero no su tono, ni sus palabras de costumbre. Don Juan nunca me había dicho "oye muchacho". De modo que seguí donde me hallaba. Un‑escalofrío corrió a lo largo de mi espalda. El empezó a gritar de nuevo, usando la misma frase o una similar.

Lo oí dar vuelta a la pared trasera de su casa. Tropezó con una pila de leña como si no supiera que estaba allí. Luego llegó al zaguán y se sentó junto a la puerta, con la espalda contra la pared. Parecía más pesado que de costum­bre. Sus movimientos no eran lentos ni torpes, sólo más pesados. Se dejó caer a plomo en el suelo, en vez de des­lizarse ágilmente como solía. Además, ése no era su sitio, y don Juan nunca, en ninguna circunstancia, se sentaba en ningún otro lugar.

Entonces volvió a hablarme. Preguntó por qué me había yo negado a ir cuando él me necesitaba. Hablaba con voz fuerte. Yo no quería mirarlo, y sin embargo experimentaba una urgencia compulsiva de observarlo. Empezó a mecer­se levemente de un lado a otro. Cambié de postura, adopté la forma para pelear que él me enseñó, y me volvía en­cararlo. Mis músculos estaban tiesos y extrañamente tensos. No sé qué me movió a adoptar la forma dé pelea, acaso fue el creer que don Juan quería asustarme creando la impresión de que, en realidad, la persona que yo estaba viendo no era él mismo. Pensé que ponía mucho cuidado en hacer cosas fuera de costumbre, para implantar la duda en mi mente. Tuve miedo, pero aun así me sentía por encuna de todo aquello, porque de hecho me hallaba eva­luando y analizando la secuencia completa.

En ese punto, don Juan se levantó. Sus movimientos fue­ron completamente desconocidos. Puso los brazos frente al cuerpo y se empujó hacia arriba, alzando primero la es­palda; luego asió la puerta y enderezó la parte superior del cuerpo. Me asombró la honda familiaridad que yo tenia con sus movimientos, y el sentimiento terrible que él crea­ba al hacerme ver un don Juan que no se movía como don Juan.

Dio unos pasos hacia mí. Sostenía con ambas manos la parte inferior de su espalda, como si tratara de endere­zarse o sufriera un dolor. Gemía y resoplaba. Parecía tener tapada la nariz. Dijo que me iba a llevar, y me ordenó levantarme y seguirlo. Caminé hacia el lado oeste de la casa. Cambié de posición para encararlo. Se volvió hacia mí. Yo no me moví de mi sitio; estaba pegado a él.

-¡Oye muchacho! ‑vociferó‑. Te dije que vengas conmigo. ¡Si no vienes te llevo a empujones!

Se me acercó. Empecé a golpearme la pantorrilla y el muslo y a bailar aprisa. Don Juan llegó al filo del zaguán, frente a mi, y casi me tocó. Frenéticamente dispuse mi cuerpo para adoptar la posición de lanzamiento, pero él cambió de dirección y se alejó hacia los matorrales a mi izquierda. En cierto momento, mientras se alejaba, se volvió de pronto, pero yo le daba la cara.

Se perdió de vista. Conservé la postura de pelea un rato más, pero como ya no lo vi me senté de nuevo con las piernas cruzadas y la espalda contra la roca. A estas alturas me hallaba realmente asustado. Quise huir corriendo, pero esa idea me aterraba más aún. Sentí que, si él me atrapaba en el camino a mi coche, quedaría completamente a su merced. Empecé a cantar las canciones de peyote que sa­bía. Pero sentía de algún modo que allí eran impotentes. Sólo servían de pacificador, pero me serenaron. Las canté una y otra vez.

A eso de las 2:45 a.m. oí un ruido dentro de la casa. Inmediatamente cambié de postura. La puerta se abrió de golpe y don Juan salió trastabillando. Boqueaba y se aga­rraba la garganta. Se arrodilló frente a mí y gimió. Me pidió, en voz aguda y chillona, ir a ayudarlo. Luego voci­feró nuevamente y me ordenó ir. Hacía ruidos de gargaris­mo. Me suplicó ir a ayudarlo, porque algo lo ahogaba. Se arrastró sobre las manos y las rodillas hasta hallarse a poco más de un metro. Extendió las manos hacia mí.

‑¡Ven acá! ‑dijo. Entonces se levantó. Sus brazos estaban extendidos en mi dirección. Parecía dispuesto a afe­rrarme. Pateé el suelo y me di palmadas en la pantorrilla y el muslo. Estaba fuera de mí.

Don Juan se detuvo y caminó hacia el costado de la casa y se internó entre los matorrales. Cambié de postura para encararlo. Luego volví a sentarme. Ya no quería can­tar. Mi energía parecía desgastarse. Todo el cuerpo me dolía; cada músculo estaba tieso y dolorosamente contraído. No sabía qué pensar. No podía decidir si enojarme con don Juan o no. Pensé en saltarle encima, pero de alguna manera supe que él me derribaría de golpe como a un in­secto. Tuve verdaderas ganas de llorar. Experimentaba una honda desesperanza; la idea de que don Juan iba a tales extremos por asustarme provocaba en mí una sensación de llanto. Me resultaba imposible hallar un motivo para su tremendo despliegue histriónico; sus movimientos eran tan habilidosos que me confundían. No era como si tratara de moverse como mujer; era como si una mujer tratara de moverse igual que don Juan. Tuve la impresión de que esa mujer intentaba en verdad caminar y moverse con la de­liberación de don Juan, pero era demasiado pesada y no tenía la ligereza de don Juan. Quien estuviera frente a mí creaba la impresión de ser una mujer pesada, de menos edad, tratando de imitar los movimientos lentos de un an­ciano ágil.

Estos pensamientos me arrojaron a un estado de pánico. Un grillo empezó a clamar ruidosamente, muy cerca de mí. Noté la riqueza de su tono; imaginé que tenía voz de barítono. El canto empezó a disolverse. De pronto, todo mi cuerpo se contrajo. Volvía adoptar la forma de lucha y encaré la dirección de donde había venido el canto del grillo.

El sonido me estaba atrapando; había empezado a atra­parme antes de que yo me diera cuenta de que solamente era como de grillo. El sonido se acercó de nuevo. Se hizo terriblemente fuerte. Empecé a cantar mis canciones de peyote, más y más alto. De pronto el grillo calló. Inmedia­tamente‑ me senté, pero seguí cantando. Un momento des­pués vi la figura de un hombre correr hacia mí, viniendo de la dirección opuesta al llamado del grillo. Palmotee so­bre mi muslo y mi pantorrilla y pateé vigorosa, frenética­mente. La figura pasó muy aprisa, casi tocándome. Pa­recía un perro. Experimenté un miedo tan espantoso que quedé insensible. No recuerdo haber sentido ni pensado nada más.

El rocío de la mañana fue refrescante. Me sentí mejor. El fenómeno, fuera lo que fuese, parecía haberse retirado. Eran las 5:48 a.m. cuando don Juan abrió calladamente la puerta y salió. Estiró los brazos, bostezando, y me miró. Dio dos pasos hacia mí, prolongando su bostezo. Vi sus ojos mirar a través de párpados entornados. Me levanté de un salto; supe entonces que quienquiera, o lo que fuera, que estuviese frente a mí, no era don Juan.

Recogí del suelo una piedra pequeña, con filos agudos. Estaba junto a mi mano derecha. No la miré; únicamente la sostuve apretándola con el pulgar contra los dedos exten­didos‑ Adopté la forma que don Juan me había enseñado. En cuestión de segundos, sentí que me llenaba un extraño vigor. Entonces grité y arrojé la piedra. Me pareció un cla­mor magnífico. En ese momento, no me importaba vivir ni morir. Sentí que el grito era estremecedor en su poten­cia. Era penetrante y prolongado, y en verdad dirigió mi puntería. La figura frente a mí osciló y chilló y trastabilló hacia el costado de la casa, para internarse de nuevo en el matorral.

Tardé horas en calmarme. Ya no pude tomar asiento; trotaba de continuo en el mismo sitio. Tenía que respirar por la boca para recibir aire suficiente.

A las 11 a.m. don Juan volvió a salir. Yo iba a dar un salto, pero los movimientos eran suyos. Fue derecho a su sitio y se sentó como solía. Me miró y sonrió. ¡Era don Juan! Fui a él y, en vez de enojarme, besé su mano. Creía realmente que él no había actuado para crear un efecto dramático, sino que alguien lo había suplantado para ha­cerme daño o matarme.

La conversación se inició con especulaciones sobre la identidad de una persona femenina que supuestamente ha­bía tomado mi alma. Luego don Juan me pidió contarle cada detalle de mi experiencia.

Narré toda la secuencia de eventos en una forma muy deliberada. El rió todo el tiempo, como si fuera un chiste. Cuando terminé, dijo:

‑Te fue bien. Ganaste la batalla por tu alma. Pero el asunto es más serio de lo que yo creía. Anoche tu vida no valía ni un carajo. Tu buena suerte fue que sabías lo suficiente y te defendiste. De no haber tenido un poco de preparación, ahorita estarías muerto, porque lo que te vi­sitó anoche traía ganas de acabar contigo.

‑¿Cómo es posible, don Juan, que alguien tomara la forma de usted?

‑Muy sencillo. Lo que te visitó anoche es una diablera y tiene un buen ayudante del otro lado. Pero no fue muy buena para tomar mi apariencia, y tú diste con el truco.

‑¿Un ayudante del otro lado es lo mismo que un aliado?

‑No, un ayudante es la ayuda de un diablero. Un ayu­dante es un espíritu que vive del otro lado del mundo y ayuda al diablero a causar enfermedad y dolor. Lo ayuda a matar.

‑¿Puede un diablero tener también un aliado, don Juan?

‑Por supuesto, si son los diableros los que tienen alia­dos, pero antes de que un diablero pueda domar a un aliado, el diablero acostumbra tener un ayudante que lo auxilie en sus tareas.

‑¿Y la mujer que tomó su forma, don Juan? ¿Tiene sólo ayudante y no aliado?

‑No sé si tenga aliado o no. A algunas personas no les gusta el poder de un aliado y prefieren un ayudante. Domar un aliado es trabajo duro. Sale más fácil conseguir un ayudante del otro lado.

‑¿Piensa usted que yo podría conseguir un ayudante?

‑Para saberlo, tienes que aprender mucho más. Estamos otra vez al principio, casi como el primer día que viniste a pedirme hablar de Mescalito, y yo no podía porque no me habrías entendido ni una palabra. Ese otro lado es el mun­do de los diableros. Creo que lo mejor será decirte lo que yo creo y siento, como lo hizo mi benefactor. El era dia­blero y guerrero; su vida se inclinaba hacia la fuerza y la violencia del mundo. Pero yo no soy ninguna de las dos cosas. Esa. es mi naturaleza. Tú has visto mi mundo desde el principio. En cuanto a enseñarte el camino de mi bene­factor, nada más puedo dejarte en la puerta, y tú tendrás que decidir solo; tendrás que aprenderlo por tu propia cuenta. Debo reconocer ahora que cometí un error contigo. Habría sido mucho mejor, ahora lo veo, empezar como yo mismo empecé. Así es más fácil darse cuenta de cuán sencilla y a la vez cuán profunda es la diferencia. Un dia­blero es un diablero y un guerrero es un guerrero. O se puede ser las dos cosas. Hay bastante gente que es las dos cosas. Pero un hombre que sólo recorre los caminos de la vida lo es todo. Hoy no soy ni guerrero ni diablero. Para mí ya no hay nada de eso. Para mí sólo recorrer los caminos que tienen corazón, cualquier camino que tenga corazón. Esos recorro, y la única prueba que vale es atra­vesar todo su largo. Y esos recorro mirando, mirando, sin aliento,

Hizo una pausa. Su rostro reflejaba un estado de ánimo peculiar; parecía inusitadamente serio. Yo no sabía qué preguntar ni qué decir.

Don Juan prosiguió:

‑La cosa que hay que aprender es cómo llegar a la raja entre los mundos y cómo entrar en el otro mundo. Hay una raja entre los dos mundos, el mundo de los diableros y el mundo de los hombres vivos. Hay un lugar donde los dos mundos se montan el uno sobre el otro. La raja está allí. Se abre y se cierra como una puerta con el viento. Para llegar allí, un hombre debe ejercer su voluntad. Debe, di­ría yo, desarrollar un deseo indomable, una dedicación total. Pero debe hacerlo sin ayuda de ningún poder ni de ningún hombre. El hombre sólo debe reflexionar y desear hasta el momento en que su cuerpo esté listo para empren­der el viaje. Ese momento se anuncia con un temblor prolon­gado de los miembros y vómitos violentos. Por lo general, el hombre no puede dormir ni comer, y se va gastando.

Cuando las convulsiones ya no cesan, el hombre está listo para partir, y la raja entre los mundos aparece enfrente de sus ojos como una puerta monumental: una rendija que sube y baja. Cuando se abre, el hombre tiene que‑colarse por ella. Del otro lado de esa frontera es difícil distinguir. Hace viento, como polvareda. El viento se arremolina. El hombre debe entonces caminar en cualquier dirección. El viaje será corto o largo, según su fuerza de voluntad. Un hombre de voluntad fuerte hace viajes cortos. Un hombre débil, indeciso, viaja largo y con dificultades. Después de este viaje, el hombre llega a una especie de meseta. Se pue­den distinguir con claridad algunos de sus rasgos. Es un plano encima de la tierra. Se le reconoce por el viento, que allí sopla todavía más fuerte: golpea, ruge por todo el derredor. En la parte más alta de esa meseta está la entrada al otro mundo. Y hay una especie de piel que separa los dos mundos; los muertos la atraviesan sin ruido, pero nosotros tenemos que romperla con un grito. El viento reúne fuerza, el mismo viento indómito que sopla en la me­seta. Cuando el viento ha juntado fuerza suficiente, el hom­bre tiene que gritar y el viento lo empuja al otro lado. Aquí también su voluntad debe ser inflexible, para poder combatir al viento. Todo lo que necesita es un empujón suave, y no que el viento lo mande al fin del otro mundo. Una vez que está del otro lado, tiene que vagar por allí. Su buena suerte sería encontrar un ayudante cerca, no muy lejos de la entrada. El hombre tiene que pedirle ayuda. En sus propias palabras, tiene que pedir al ayudante que lo instruya y lo haga diablero. Cuando el ayudante acepta, mata al hombre allí mismo, y mientras está muerto le ense­ña. Cuando hagas el viaje, a lo mejor encuentras a un gran diablero en el ayudante que te mate y te enseñe; eso depende de tu suerte. Pero las más de las veces uno encuen­tra brujos de mala muerte sin gran cosa que enseñar. Pero ni tú ni ellos tienen el poder de negarse. El mejor de los casos es hallar un ayudante macho para no caer en manos de una diablera que lo haga a uno sufrir en forma increí­ble. Las mujeres siempre son así. Pero eso depende de la pura suerte, a no ser que el benefactor de uno sea también un gran diablero, caso en el cual tendrá muchos ayudan­tes en el otro mundo y puede mandarlo a uno a ver a un ayudante en particular. Mi benefactor era uno de esos hom­bres.

"Me guió al encuentro de su espíritu ayudante. Des­pués de que regreses, ya no serás el mismo. Estás compro­metido a volver y a ver seguido a tu ayudante. Y estás comprometido a alejarte más y más de la entrada, hasta que por fin un día irás demasiado lejos y no podrás re­gresar. A veces un diablero pesca un alma y la empuja por la entrada y la deja a la custodia de su ayudante mien­tras él le roba a la persona toda su voluntad. En otros casos, el tuyo por ejemplo, el alma pertenece a una persona de voluntad fuerte, y el diablero sólo puede guardarla en su morral, porque es demasiado difícil llevársela al otro lado. En tales casos, como en el tuyo, una batalla puede resolver el problema: una batalla en que el diablero se juega el todo por el todo. Esta vez perdió el combate y tuvo que soltar tu alma. De haber ganado, se la llevaba a su ayudante para que se quede con ella."

‑Pero ¿cómo le gané?

‑No te moviste de tu sitio. Si te hubieras apartado un centímetro, te habría hecho polvo. La diablera escogió el momento en que yo no estaba como la mejor hora para atacar, y lo hizo bien. Falló porque no contaba con tu pro­pia naturaleza, que es violenta, y también porque no te saliste del sitio en el que eres invencible.

-¿Cómo me habría matado de haberme movido?

‑Te habría golpeado como un rayo. Pero sobre todo se habría quedado con tu alma, y tú te habrías ido gastando.

‑¿Qué va a suceder ahora, don Juan?

-Nada. Recobraste tu alma. Fue una buena batalla‑Ano­che aprendiste muchas cosas.

Después nos pusimos a buscar la piedra que yo había lanzado. Don Juan dijo que, de encontrarla, podríamos estar absolutamente seguros de que el asunto había termina­do. Buscamos durante casi tres horas. Yo tenía el senti­miento de que la reconocería. Pero no pude.

Ese mismo día, empezando a anochecer, don Juan me llevó a los cerros cerca de su casa. Allí me dio instruccio­nes largas y detalladas sobre procedimientos específicos de pelea. En determinado momento, mientras repetía ciertos pasos prescritos, me hallé solo. Había subido corriendo una ladera y estaba sin aliento. Sudaba en abundancia, pero tenía frío. Llamé varias veces a don Juan, pero no contestó, y empecé a experimentar una aprensión extraña. Oí un cru­jir en el matorral, como si algo viniera hacia mí. Escuché atentamente, pero el ruido cesó. Luego volvió a oírse, más fuerte y más Cerca. En ese instante se me ocurrió que iban a repetirse los eventos de la noche anterior. En cuestión de segundos, mi miedo creció fuera de toda proporción. El crujir en las matas se acercó más, y mi fuerza menguó. Quería gritar o llorar, correr o desmayarme, Mis rodillas se vencieron; caí por tierra, chillando. Ni siquiera pude cerrar los ojos. Después de eso, sólo recuerdo que don Juan encendió una hoguera y frotó los músculos agarrotados de mis brazos y piernas.

Permanecí varias horas en un estado de profunda zozobra. Más tarde, don Juan explicó mi reacción desproporcionada como un hecho común. Me declaré incapaz de descubrir lógicamente qué había ocasionado mi pánico; y él repuso que no fue el miedo de morir, sino más bien el miedo a perder el alma, un temor común entre los hombres que no poseen una intención indomable.

 

Esa experiencia fue la última enseñanza de don Juan. Desde entonces me he abstenido de buscar sus lecciones. Y, aunque don Juan no ha alterado su actitud de benefac­tor hacia mí, creo en verdad haber sucumbido al primer enemigo de un hombre de conocimiento.

 

FIN

 

*    *    *

 

 

El sabio no dice lo que sabe, y el necio no sabe lo que dice.

Si los hombres han nacido con dos ojos, dos orejas y una sola lengua es porque se debe escuchar y mirar dos veces antes de hablar

Lo que importa verdaderamente en la vida no son los objetivos que nos marcamos, sino los caminos que seguimos para lograrlo.

Hay dos cosas que son infinitas: el universo y la estupidez humana; de la primera no estoy muy seguro.

Hay dos cosas que son infinitas: el universo y la estupidez humana; de la primera no estoy muy seguro.

El nacimiento y la muerte no son dos estados distintos, sino dos aspectos del mismo estado

Las personas son como la Luna. Siempre tienen un lado oscuro que no enseñan a nadie.

Las conversaciones son siempre peligrosas si se tiene algo que ocultar

El saber y la razón hablan, la ignorancia y el error gritan.

Todo está perdido cuando los malos sirven de ejemplo y los buenos de mofa

Algunas personas son tan falsas que ya no distinguen que lo que piensan es justamente lo contrario de lo que dicen.

Produce una inmensa tristeza pensar que la naturaleza habla mientras el género humano no escucha.

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