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OJOS DE PERRO AZUL

GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ

Indice

La tercera resignación.....................................................5

La otra costilla de la muerte .......................................... 10

Eva está dentro de su gato............................................ 15

Amargura para tres sonámbulos .................................... 21

Diálogo del espejo........................................................ 23

Ojos de perro azul ........................................................ 27

La mujer que llegaba a las seis ...................................... 31

Nabo, el negro que hizo esperar a los ángeles.................. 38

Alguien desordena estas rosas ....................................... 43

La noche de los alcaravanes .......................................... 45

 

Gabriel García Márquez 5

Ojos de perro azul

La tercera resignación

Allí estaba otra vez ese ruido. Aquel ruido frío, cortante, vertical, que ya tanto conocía

pero que ahora se le presentaba agudo y doloroso, como si de un día a otro se hubiera

desacostumbrado a él.

Le giraba dentro del cráneo vacío, sordo y punzante. Un panal se había levantado en

las cuatro paredes de su calavera. Se agrandaba cada vez más en espirales sucesivas, y

le golpeaba por dentro haciendo vibrar su tallo de vértebras con una vibración

destemplada, desentonada, con el ritmo seguro de su cuerpo. Algo se había desadaptado

en su estructura material de hombre firme; algo que las otras veces había funcionado

normalmente y que ahora le estaba martillando la cabeza por dentro con un golpe seco y

duro dado por unos huesos de mano descarnada, esquelética, y le hacía recordar todas

las sensaciones amargas de la vida. Tuvo el impulso animal de cerrar los puños y

apretarse la sien brotada de arterias azules, moradas, con la firme presión de su dolor

desesperado. Hubiera querido localizar entre las palmas de sus dos manos sensitivas el

ruido que le estaba taladrando el momento con su aguda punta de diamante. Un gesto

de gato doméstico contrajo sus músculos cuando lo imaginó perseguido por los rincones

atormentados de su cabeza caliente, desgarrada por la fiebre. Ya iba a alcanzarlo. No. El

ruido tenía la piel resbaladiza, intangible casi. Pero él estaba dispuesto a alcanzarlo con

su estrategia bien aprendida y apretarlo larga y definitivamente con toda la fuerza de su

desesperación. No permitiría que penetrara otra vez por su oído; que saliera por su boca,

por cada uno de sus poros o por sus ojos que se desorbitarían a su paso y se quedarían

ciegos mirando la huida del ruido desde el fondo de su desgarrada oscuridad. No

permitiría que le estrujara más sus cristales molidos, sus estrellas de hielo, contra las

paredes interiores del cráneo. Así era el ruido aquel: interminable como el golpear de la

cabeza de un niño contra un muro de concreto. Como todos los golpes duros dados

contra las cosas firmes de la naturaleza. Pero ya no le atormentaría más si pudiera

cercarlo, aislarlo. Ir cortando contra su propia sombra la figura variable. Y agarrarlo.

Apretarlo ahora sí definitivamente, arrojarlo con todas sus fuerzas contra el pavimento y

pisotearlo con ferocidad hasta cuando ya no pudiera moverse verdaderamente, hasta

cuando pudiera decir, jadeante, que había dado muerte al ruido que lo atormentaba, que

lo enloquecía y que ahora estaba tirado en el suelo como cualquier cosa común

convertido en un muerto integral.

Pero le era imposible apretarse las sienes. Sus brazos se habían reducido y eran ahora

los brazos de un enano; unos brazos pequeños, regordetes, adiposos. Trató de sacudir la

cabeza. La sacudió. El ruido apareció entonces con mayor fuerza dentro del cráneo que

se había endurecido, agrandado y que se sentía atraído con mayor fuerza por la

gravedad. Estaba pesado y duro aquel ruido. Tan pesado y duro que de haberlo

alcanzado y destruido habría tenido la impresión de estar deshojando una flor de plomo.

Había sentido ese ruido “las otras veces”, con la misma insistencia. Lo había sentido,

por ejemplo, el día en que murió por primera vez. Cuando —ante la vista de un

cadáver— se dio cuenta de que era su propio cadáver. Lo miró y se palpó. Se sintió

intangible, inespacial, inexistente. Él era verdaderamente un cadáver y estaba sintiendo

ya, sobre su cuerpo joven y enfermizo, el tránsito de la muerte. La atmósfera se había

endurecido en toda la casa como si hubiera sido rellena de cemento, y en medio de aquel

bloque —en el que había dejado los objetos como cuando era una atmósfera de aire—

estaba él, cuidadosamente colocado dentro del ataúd, de un cemento duro pero

transparente. Aquella vez, en su cabeza estaba también “ese ruido”. Qué lejanas y qué

6 Gabriel García Márquez

Ojos de perro azul

frías sentía las plantas de sus pies, allá, en el otro extremo del ataúd, donde habían

puesto una almohada, porque la caja le quedaría aún demasiado grande y hubo que

ajustarlo, adaptar el cuerpo muerto a su nuevo y último vestido. Lo cubrieron de blanco y

alrededor de su mandíbula apretaron un pañuelo. Se sintió bello envuelto en su mortaja;

mortalmente bello.

Estaba en su ataúd, listo a ser enterrado, y sin embargo, él sabía que no estaba

muerto. Que si hubiera tratado de levantarse lo hubiera hecho con toda facilidad. Al

menos “espiritualmente”. Pero no valía la pena. Era mejor dejarse morir allí; morirse de

muerte que era su enfermedad. Hacía tiempo que el médico había dicho a su madre,

secamente:

—Señora, su niño tiene una enfermedad grave: está muerto. Sin embargo —

prosiguió— haremos todo lo posible por conservarle la vida más allá de su muerte.

Lograremos que continúen sus funciones orgánicas por un complejo sistema de

autonutrición. Sólo variarán las funciones motrices, los movimientos espontáneos.

Sabremos de su vida por el crecimiento que continuará también normalmente. Es

simplemente “una muerte viva”. Una real y verdadera muerte...

Recordaba las palabras pero confundidas. Tal vez no las oyó nunca y fue creación de

su cerebro cuando subía la temperatura en las crisis de la fiebre tifoidea.

Cuando se sumergía en el delirio. Cuando leía la historia de los faraones

embalsamados. Al subir la fiebre, él mismo se sentía protagonista de ella. Allí había

empezado una especie de vacío en su vida. Desde entonces no podía distinguir, recordar,

cuáles acontecimientos eran parte de su delirio y cuáles de su vida real. Por lo tanto,

ahora dudaba. Tal vez el médico nunca habló de esa extraña “muerte viva”. Es ilógica,

paradojal, sencillamente contradictoria. Y eso lo hacía sospechar ahora que,

efectivamente, estaba muerto de verdad. Que hacía dieciocho años que lo estaba.

Desde entonces —en el tiempo de su muerte tenía siete años— su madre le mandó

hacer un ataúd pequeño, de madera verde, un ataúd para un niño, pero el médico

ordenó que le hicieran una caja más grande, una caja para un adulto normal, pues

aquélla, pequeña, podría atrofiar el crecimiento y llegaría a ser un muerto deforme o un

vivo anormal. O la detención del crecimiento impediría darse cuenta de la mejoría. En

vista de aquella advertencia, su madre le hizo construir un ataúd grande, para un

cadáver adulto, y le colocó tres almohadas a los pies, con el fin de ajustarlo.

Pronto empezó a crecer dentro de la caja, de tal manera que cada año podían sacarle

un poco de lana a la almohada extrema para darle margen al crecimiento. Había pasado

así media vida. Dieciocho años. (Ahora tenía veinticinco.) Y había llegado a su estatura

definitiva, normal. El carpintero y el médico se equivocaron en el cálculo e hicieron el

ataúd medio metro más grande. Supusieron que él tendría la estatura de su padre, que

era un gigante semibárbaro. Pero no fue así. Lo único que de él heredó fue la barba

poblada. Una barba azul, espesa, que su madre acostumbraba arreglar para verlo

decentemente dentro de su ataúd. Esa barba le molestaba terriblemente en los días de

calor.

¡Pero había algo que le preocupaba más que “ese ruido”! Eran los ratones.

Precisamente, cuando niño, nada había en el mundo que le preocupara más, que le

produjera más terror, que los ratones. Y eran precisamente esos animales asquerosos los

que habían acudido al olor de las bujías que ardían a sus pies. Ya habían roído sus ropas

y sabía que muy pronto empezarían a roerlo a él, a comerse su cuerpo. Un día pudo

verlos: eran cinco ratones lucios, resbaladizos, que subían a la caja por la pata de la

mesa y lo estaban devorando. Cuando su madre lo advirtiera, no quedaría ya de él sino

los escombros, los huesos duros y fríos. Lo que más horror le producía no era

exactamente que se lo comieran los ratones. Al fin y al cabo podría seguir viviendo con

su esqueleto. Lo que lo atormentaba era el terror innato que sentía hacía esos

animalitos. Se le erizaba la piel con sólo pensar en esos seres velludos que recorrían todo

su cuerpo, que penetraban por los pliegues de su piel y le rozaban los labios con sus

patas heladas. Uno de ellos subió hasta sus párpados y trató de roer su córnea. Le vio

grande, monstruoso, en su lucha desesperada por taladrarle la retina. Creyó entonces

una nueva muerte y se entregó, todo entero, a la inminencia del vértigo.

Gabriel García Márquez 7

Ojos de perro azul

Recordó que había llegado a la mayor edad. Tenía veinticinco años y eso significaba

que no crecería ya más. Sus facciones se volverían firmes, serias. Pero cuando estuviera

sano no podría hablar de su infancia. No la había tenido. La pasó muerto.

Su madre había tenido meticulosos cuidados durante el tiempo que duró la transición

de la infancia a la pubertad. Se preocupó por la higiene perfecta del ataúd y de la

habitación en general. Cambiaba frecuentemente las flores de los jarrones y abría las

ventanas todos los días para que penetrara el aire fresco. ¡Con qué satisfacción miró la

cinta métrica en aquel tiempo cuando, después de medirlo, comprobaba que había

crecido varios centímetros! Tenía la maternal satisfacción de verlo vivo. Cuidó asimismo

de evitar la presencia de extraños en la casa. Al fin y al cabo era desagradable y

misteriosa la existencia de un muerto por largos años en una habitación familiar. Fue una

mujer abnegada. Pero muy pronto empezó a decaer su optimismo. En los últimos años la

vio mirar con tristeza la cinta métrica. Su niño no crecía ya más. En los meses pasados

no progresó el crecimiento un milímetro siquiera. Su madre sabía que iba a ser difícil

ahora encontrar la manera de advertir la presencia de la vida en su muerto querido.

Tenía el temor de que una mañana amaneciera “realmente” muerto y tal vez por eso

aquel día él pudo observar que se acercaba a su caja discretamente, y olfateaba su

cuerpo. Había caído en una crisis de pesimismo. Últimamente descuidó las atenciones y

ya ni siquiera tenía la precaución de llevar la cinta métrica. Sabía que ya no crecería

más.

Y él sabía que ahora estaba “realmente” muerto. Lo sabía por aquella apacible

tranquilidad con que su organismo se dejaba llevar. Todo había cambiado

intempestivamente. Los latidos imperceptibles que sólo él podía percibir se habían

desvanecido ahora de su pulso. Se sentía pesado, atraído por una fuerza reclamadora y

potente hacia la primitiva sustancia de la tierra. La fuerza de gravedad parecía atraerlo

ahora con un poder irrevocable. Estaba pesado como un cadáver positivo, innegable.

Pero estaba más descansado así. Ni siquiera tenía que respirar para vivir su muerte.

Imaginariamente, sin tocarse, recorrió uno a uno cada uno de sus miembros. Allí sobre

una almohada dura, estaba su cabeza levemente vuelta hacia la izquierda. Imaginó su

boca entreabierta por la delgada orilla de frío que le llenaba la garganta de granizo.

Estaba tronchado como un árbol de veinticinco años. Quizá trató de cerrar la boca. El

pañuelo que había apretado a su quijada estaba flojo. No pudo colocarse, componerse,

tomar una “pose” siquiera para parecer un muerto decente. Ya los músculos, los

miembros, no acudían como antes, puntuales al llamado de su sistema nervioso. Ya no

era el de dieciocho años atrás, un niño normal que podía moverse a gusto. Sintió sus

brazos caídos, tumbados para siempre, apretados contra las paredes acojinadas del

ataúd. Su vientre duro como una corteza de nogal. Y más allá las piernas íntegras,

exactas, complementando su perfecta anatomía de adulto. Su cuerpo reposaba con

pesadez pero apaciblemente, sin malestar alguno, como si el mundo se hubiera detenido

de repente y nadie interrumpiera el silencio; como si todos los pulmones de la tierra

hubieran dejado de respirar para no interrumpir la liviana quietud del aire. Se sentía feliz

como un niño bocarriba sobre la hierba fresca y apretada contemplando una nube alta

que se aleja por el cielo de la tarde. Era feliz aunque sabía que estaba muerto, que

reposaba para siempre en la caja recubierta de seda artificial. Tenía una gran lucidez. No

era como antes, después de su primera muerte, en que se sintió embotado, bruto. Las

cuatro bujías que habían puesto en derredor suyo y que eran renovadas cada tres meses,

empezaban a agotarse nuevamente; precisamente cuando iban a ser indispensables.

Sintió la vecindad de la frescura en las violetas húmedas que su madre había llevado

aquella mañana. La sintió en las azucenas, en las rosas. Pero toda aquella terrible

realidad no le causaba ninguna inquietud; al contrario, era feliz allí, solo con su soledad.

¿Sentiría miedo después?

Quién sabe. Era duro pensar en el momento en que el martillo golpeara los clavos

sobre la madera verde y crujiera el ataúd bajo la esperanza segura de volver a ser árbol.

Su cuerpo, atraído ahora con mayor fuerza por el imperativo de la tierra, quedaría

ladeado en un fondo húmedo, arcilloso y blando, y allá arriba, sobre cuatro metros

cúbicos, se irían apagando los últimos golpes de los sepultureros. No. Allí tampoco

8 Gabriel García Márquez

Ojos de perro azul

sentiría miedo. Eso sería la prolongación de su muerte, la prolongación más natural de su

nuevo estado.

No quedaría ya ni un grado de calor en su cuerpo, su médula se habría enfriado para

siempre y unas estrellitas de hielo penetrarían hasta el tuétano de sus huesos. ¡Qué bien

se acostumbraría a su nueva vida de muerto! Un día —sin embargo— sentirá que se

derrumba su armadura sólida; y cuando trate de citar, de repasar cada uno de sus

miembros, no los encontrará. Sentirá que no tiene forma exacta definida, y sabrá

resignadamente que ha perdido su perfecta anatomía de veinticinco años y que se ha

convertido en un puñado de polvo sin forma, sin definición geométrica.

En el polvillo bíblico de la muerte. Acaso sienta entonces una ligera nostalgia; nostalgia

de no ser un cadáver formal, anatómico, sino un cadáver imaginario, abstracto, armado

únicamente en el recuerdo borroso de sus parientes. Sabrá entonces que va a subir por

los vasos capilares de un manzano y a despertarse mordido por el hambre de un niño en

una mañana otoñal. Sabrá entonces —y eso sí le entristecía— que ha perdido su unidad;

que ya no es —siquiera— un muerto ordinario, un cadáver común.

La última noche la había pasado feliz, en la solitaria compañía de su propio cadáver.

Pero al nuevo día, al penetrar los primeros rayos de sol tibio por la ventana abierta,

sintió que su piel se había reblandecido. Observó un momento. Quieto, rígido. Dejó que

el aire corriera sobre su cuerpo. No pudo dudarlo: allí estaba el “olor”. Durante la noche

la cadaverina había empezado a hacer sus efectos. Su organismo había empezado a

descomponerse, a pudrirse, como el cuerpo de todos los muertos. El “olor” era,

indudablemente, un olor inconfundible a carne manida, que desaparecía y reaparecía

después más penetrante. Su cuerpo se había descompuesto con el calor de la noche

anterior. Sí. Se estaba pudriendo. Dentro de pocas horas vendría su madre a cambiar las

flores y desde el umbral la azotaría el tufo de la carne descompuesta. Entonces sí lo

llevarían a dormir su segunda muerte entre los otros muertos.

Pero de pronto el miedo le dio una puñalada por la espalda. ¡El miedo! ¡Qué palabra

tan honda, tan significativa! Ahora tenía miedo, un miedo “físico”, verdadero. ¿A qué se

debía? Él lo comprendía perfectamente y se le estremecía la carne: probablemente no

estaba muerto. Lo habían metido allí, en esa caja que ahora sentía perfectamente,

blanda, acolchonada, terriblemente cómoda: y el fantasma del miedo le abrió la ventana

de la realidad: ¡Lo iban a enterrar vivo!

No podía estar muerto, porque se daba cuenta exacta de todo; de la vida que giraba

en torno suyo, murmurante. Del olor tibio de los heliotropos que penetraba por la

ventana abierta y se confundía con el otro “olor”. Se daba perfecta cuenta del lento caer

del agua en el estanque. Del grillo que se había quedado en el rincón y seguía cantando,

creyendo que aún duraba la madrugada.

Todo le negaba su muerte. Todo menos el “olor”. Pero, ¿cómo podía saber que ese olor

era suyo? Tal vez su madre había olvidado el día anterior cambiar el agua de los

jarrones, y los tallos estaban pudriéndose. O tal vez el ratón que el gato había arrastrado

hasta su pieza se descompuso con el calor. No. El “olor” no podía ser de su cuerpo.

Hacía unos momentos estaba feliz con su muerte, porque creía estar muerto. Porque

un muerto puede ser feliz con su situación irremediable. Pero un vivo no puede

resignarse a ser enterrado vivo. Sin embargo, sus miembros no respondían a su llamado.

No podía expresarse y era eso lo que le causaba terror; el mayor terror de su vida y de

su muerte. Lo enterrarían vivo. Podría sentir. Darse cuenta del momento en que clavaran

la caja. Sentiría el vacío del cuerpo suspendido en hombros de los amigos, mientras su

angustia y su desesperación se irían agrandando a cada paso de la procesión.

Inútilmente tratará de levantarse, de llamar con todas sus fuerzas desfallecidas, de

golpear por dentro del ataúd oscuro y estrecho para que supieran que aún vivía, que iban

a enterrarlo vivo. Sería inútil; allí tampoco responderían sus miembros al urgente y

último llamado de su sistema nervioso.

Oyó ruidos en la pieza contigua. ¿Estaría dormido? ¿Habría sido una pesadilla toda esa

vida de muerto? Pero el ruido de la vajilla no continuó. Se puso triste y quizá tuvo

disgusto por ello. Hubiera querido que todas las vajillas de la tierra se quebraran de un

Gabriel García Márquez 9

Ojos de perro azul

solo golpe, allí a su lado, para despertar por una causa exterior, ya que su voluntad

había fracasado.

Pero no. No era un sueño. Estaba seguro de que de haber sido un sueño no habría

fallado el último intento de volver a la realidad. Él no despertaría ya más. Sentía la

blandura del ataúd y el “olor” había vuelto ahora con mayor fuerza; con tanta fuerza que

ya dudaba de que era su propio olor. Hubiera querido ver allí a sus parientes antes de

que comenzara a deshacerse y el espectáculo de la carne putrefacta les produjera asco.

Los vecinos huirían espantados del féretro con un pañuelo en la boca. Escupirían. No. Eso

no. Era mejor que lo enterraran. Era preferible salir de “eso” cuanto antes. Él mismo

quería ahora deshacerse de su propio cadáver. Ahora sabía que estaba verdaderamente

muerto o al menos inapreciablemente vivo. Daba lo mismo. De todos modos persistía el

“olor”.

Resignado oiría las últimas oraciones, los últimos latinajos mal respondidos por los

acólitos. El frío lleno de polvo y de huesos del cementerio penetrará hasta sus huesos y

tal vez disipe un poco ese “olor”. Tal vez —¡quién sabe!— la inminencia del momento le

haga salir de ese letargo. Cuando se sienta nadando en su propio sudor, en una agua

viscosa, espesa, como estuvo nadando antes de nacer en el útero de su madre. Tal vez

entonces esté vivo.

Pero estará ya tan resignado a morir, que acaso muera de resignación.

(1947)

10 Gabriel García Márquez

Ojos de perro azul

La otra costilla de la muerte

Sin saber por qué, despertó sobresaltado. Un acre olor a violeta y a formaldehído

venía, robusto y ancho, desde la otra habitación a confundirse con el aroma de flores

recién abiertas que mandaba el jardín amaneciente. Trató de serenarse, de recobrar ese

ánimo que bruscamente había perdido en el sueño. Debía de ser ya la madrugada porque

afuera, en el huerto, había empezado a cantar el chorro entre las legumbres y el cielo era

azul por la ventana abierta. Repasó la sombría habitación tratando de explicarse aquel

despertar brusco, inesperado. Tenía la impresión, la certidumbre física de que alguien

había entrado mientras él dormía. Sin embargo estaba solo, y la puerta, cerrada por

dentro, no daba muestra alguna de violencia. Sobre el aire de la ventana despertaba un

lucero. Quedó quieto un momento como tratando de aflojar la tensión nerviosa que lo

había empujado hacia la superficie del sueño, y cerrando los ojos, bocarriba, empezó a

buscar nuevamente el hilo de la serenidad. La sangre, arracimada, se le desgajó en la

garganta en tanto que más allá, en el pecho, se le desesperaba el corazón robustamente

marcando, marcando un ritmo acentuado y ligero como si viniera de una carrera

desbocada. Repasó mentalmente los minutos anteriores. Tal vez tuvo un sueño extraño.

Pudo ser una pesadilla. No. No había nada de particular, ningún motivo de sobresalto en

“eso”.

Iba en un tren (ahora puedo recordarlo) a través de un paisaje (este sueño lo he

tenido frecuentemente) de naturalezas muertas, sembrado de árboles artificiales, falsos,

frutecidos de navajas, tijeras y otros diversos (ahora recuerdo que debo hacerme

arreglar el cabello) instrumentos de barbería. Este sueño lo había tenido frecuentemente

pero nunca le produjo ese sobresalto. Detrás de un árbol estaba su hermano, el otro, su

gemelo, el que había sido enterrado aquella tarde, gesticulando (esto me ha sucedido

alguna vez en la vida real) para que hiciera detener el tren. Convencido de la inutilidad

de su mensaje comenzó a correr detrás del vagón hasta cuando se derrumbó, jadeante,

con la boca llena de espuma. Ciertamente era su sueño absurdo, irracional, pero que no

motivaba en modo alguno ese despertar desasosegado. Cerró los ojos nuevamente con

las sienes golpeadas aún por la corriente de sangre que le subía firme como un puño

cerrado. El tren penetró a una geografía árida, estéril, aburrida, y un dolor que sintió en

la pierna izquierda le hizo desviar la atención del paisaje. Observó que tenía (no debo

seguir usando estos zapatos apretados) un tumor en el dedo central del pie. De manera

natural, y como si estuviera acostumbrado a ello, sacó del bolsillo un destornillador con

el que extrajo la cabeza del tumor. La depositó cuidadosamente en una cajita azul (¿se

ven los colores en el sueño?) y por la cicatriz vio asomarse el extremo de un cordón

grasiento y amarillo. Sin alterarse, como si hubiera esperado la presencia de ese cordón,

tiró de él lentamente, con cuidadosa exactitud. Fue una cinta larga, larguísima, que

surgía espontáneamente, sin molestias ni dolor. Un segundo después levantó la vista y

vio que el vagón había sido desocupado y que solo, en otro compartimiento del tren,

estaba su hermano vestido de mujer frente a un espejo, tratando de extraerse el ojo

izquierdo con unas tijeras.

En efecto, le disgustaba aquel sueño, pero no podía explicarse por qué le alteraba la

circulación si las veces anteriores, cuando las pesadillas eran horripilantes, había logrado

mantener la serenidad. Sintió las manos frías. El olor a violetas y formaldehído persistía y

se tornaba desagradable, casi agresivo. Con los ojos cerrados, tratando de quebrar el

tono alzado de la respiración, intentó buscar un tema trivial para hundirse otra vez en el

Gabriel García Márquez 11

Ojos de perro azul

sueño que se había interrumpido minutos antes. Podía pensar, por ejemplo, que dentro

de tres horas tengo que ir a la agencia funeraria a cancelar los gastos. En el rincón un

grillo trasnochado levantó su cascabel y llenó la habitación con su garganta aguda,

cortante. La tensión nerviosa empezó a ceder lenta pero eficazmente y advirtió, otra vez,

la flojedad, la laxitud de los músculos; se sintió tumbado sobre la colcha blanda y espesa

mientras el cuerpo, liviano, ingrávido, traspasado por una dulce sensación de beatitud y

cansancio iba perdiendo conciencia de su propia estructura material, de esa sustancia

terrena, pesada, que lo definía, que lo situaba en una zona inconfundible y exacta de la

escala zoológica, y soportaba en su difícil arquitectura toda una suma de sistemas, de

órganos definidos geométricamente que le elevaban a la arbitraria jerarquía de los

animales racionales. Los párpados, dóciles ahora, caían sobre la córnea con la

misma naturalidad con que los brazos y las piernas se confundían en un conjunto de

miembros que, lentamente, fueron perdiendo independencia; como si todo el organismo

se hubiera revuelto en un solo órgano grande, total, y él —el hombre— hubiera dejado

sus raíces mortales para penetrar en otras raíces más hondas y firmes, en las raíces

eternas de un sueño integral y definitivo. Oyó que afuera, del otro lado del mundo, el

canto del grillo se iba debilitando hasta desaparecer de sus sentidos que se habían vuelto

hacia adentro, sumergiéndolo a él en una nueva y descomplicada noción de tiempo y

espacio; borrando la presencia de ese mundo material; físico y doloroso, lleno de

insectos y de acres olores de violetas y formaldehídos.

Apaciblemente, envuelto en el tibio clima de serenidad codiciada sintió la liviandad de

su muerte artificial y diaria. Se hundió en una amable geografía, en un mundo fácil,

ideal; un mundo como diseñado por un niño, sin ecuaciones algebraicas, sin despedidas

amorosas y sin fuerzas de gravedad.

No podía precisar cuánto tiempo estuvo así, entre esa noble superficie de sueños y

realidades; pero sí recordaba que bruscamente, como si le hubiera sido cortada la

garganta por una cuchillada, dio un salto en el lecho y sintió que su hermano gemelo, su

hermano muerto, estaba sentado al borde de la cama.

Otra vez, como antes, el corazón fue un puño que le vino a la boca y lo empujó a

saltar. La luz naciente, el grillo que seguía moliendo la soledad con su organillo

destemplado, el aire fresco que subía del universo del jardín, todo contribuyó a hacerlo

volver nuevamente al mundo real; pero esta vez podía comprender a qué se debía su

sobresalto. Durante los breves minutos de somnolencia y (ahora me doy cuenta),

durante toda la noche en que creyó tener un sueño apacible, sencillo, sin pensamientos,

su memoria había estado fija en una sola imagen, constante, invariable; en una imagen

autónoma que se imponía a su pensamiento a pesar de la voluntad y de la resistencia del

pensamiento mismo. Sí. Casi sin que él lo advirtiera “ese” pensamiento se había ido

apoderando de él, llenándolo, habitándolo entero, convirtiéndose en un telón de fondo

que permanecía fijo detrás de los otros pensamientos, constituyendo el soporte, la

vértebra definitiva en el drama mental de su día y de su noche. La idea del cadáver de su

hermano gemelo se le había clavado en todo el centro de la vida. Y ahora, cuando ya lo

había dejado allá, en su parcela de tierra, con los párpados estremecidos de lluvia, ahora

tenía miedo de él.

Nunca creyó que el golpe sería tan fuerte. Por la ventana entreabierta volvió a entrar

el olor confundido ya con otro olor a tierra húmeda, a huesos sumergidos, y su olfato le

salió al encuentro regocijado, con una tremenda alegría de hombre bestial. Habían pasado

ya muchas horas desde el momento en que lo vio retorcerse como un perro

malherido debajo de las sábanas, aullando, mordiendo ese grito último que le llenaba la

garganta de sal; tratando de romper con las uñas el dolor que se le trepaba por la

espalda hasta las raíces del tumor. No podía olvidar sus maceteros de animal agonizante,

rebelde ante la verdad que se le había parado enfrente, que se había amarrado a su

cuerpo con tenacidad, con una constancia imperturbable, definitivamente como la muerte

misma. Él lo vio como en los últimos momentos de su agonía bárbara. Cuando se rompió

las uñas contra las paredes, rasguñando ese último pedazo de vida que se le iba por

entre los dedos, que se le desangraba, mientras la gangrena se le metía por el costado

como una mujer implacable. Después lo vio tumbarse sobre el lecho revuelto, con un

12 Gabriel García Márquez

Ojos de perro azul

mínimo de cansancio resignado, sudoroso, cuando los dientes llenos de espuma le tiraron

al mundo una sonrisa horrible, monstruosa, y la muerte empezó a correrle por los huesos

como un río de cenizas.

Fue entonces cuando pensé en el tumor que había dejado de dolerle en el vientre. Lo

imaginé redondo (ahora sintió él la misma sensación), hinchado como un sol interior,

insoportable como un insecto amarillo que alargaba sus filamentos viciosos hacia el fondo

de los intestinos. (Sintió que las vísceras se le desajustaron como ante la inminencia de

una necesidad fisiológica.) Tal vez yo tenga alguna vez un tumor como el suyo. Al

principio será una esfera pequeña pero creciente que se irá ramificando, agrandándose

dentro de mi vientre como un feto. Probablemente lo sienta cuando empiece a moverse,

a desplazarse hacia adentro con una furia de niño sonámbulo, transitando por mis

intestinos, ciego (se llevó las manos al estómago para contener el dolor agudo), con las

manos ansiosas tendidas hacia la sombra, buscando la matriz tibia, el útero hospitalario

que no ha de encontrar nunca; en tanto que sus cien patas de animal fantástico se irán

enredando en un largo y amarillo cordón umbilical. Sí. Quizás yo (¡el estómago!), como

este hermano que acaba de morir, tenga un tumor en la raíz de las vísceras. El olor que

había mandado el jardín regresaba ahora fuerte, repugnante, envuelto en una tufarada

nauseabunda. El tiempo parecía haberse detenido al borde de la madrugada. Contra el

cristal el lucero estaba cuajado, en tanto que la pieza vecina, en donde toda la noche

anterior estuvo el cadáver, seguía empujando su fuerte mensaje de formaldehído. Era,

ciertamente, un olor distinto al del jardín. Éste era un olor más angustioso, más

específico que ese confundido olor de las flores desiguales. Un olor que siempre, después

de conocido, relacionó con los cadáveres. Era el olor glacial y exuberante que le dejó el

aldehído fórmico de los anfiteatros. Pensó en el laboratorio. Recordó las vísceras

conservadas en alcohol absoluto; en las aves disecadas. A un conejo saturado de formol

se le vuelve dura la carne, se deshidrata y pierde su dócil elasticidad hasta convertirse en

un conejo perpetuo, eternizado. Formaldehído. ¿De dónde saldrá ese olor? La única

manera de contener la podredumbre. Si los hombres tuviéramos formol entre las venas

seríamos como las piezas anatómicas sumergidas en alcohol absoluto.

Oyó, allá afuera, el golpeteo de la lluvia creciente que se venía martillando los cristales

de la ventana entreabierta. Un aire fresco, regocijado y nuevo entró cargado de

humedad. El frío de las manos se intensificó haciéndole sentir la presencia del formol en

las arterias; como si la humedad del patio hubiese entrado hasta sus huesos. Humedad.

“Allá” hay mucha humedad. Pensó con cierto disgusto en las noches de invierno en que la

lluvia traspasará la hierba y la humedad irá a dormir sobre el costado de su hermano, a

circularle por el cuerpo como una corriente concreta. Le parecía que los muertos tuvieran

necesidad de otro sistema circulatorio que los fuera precipitando hacia otra muerte

irremediable y última. En ese momento deseaba que no lloviera más, que el verano fuera

una estación eterna y dominante. Por lo que estaba pensando le disgustaba la

persistencia de ese tableteo húmedo sobre los cristales. Quería que la arcilla de los

cementerios fuera seca, siempre seca, porque lo inquietaba pensar que pasados quince

días, cuando la humedad empiece a correrle por el tuétano, ya no habrá otro hombre

igual, exactamente igual a él debajo de la tierra.

Sí. Ellos eran dos hermanos gemelos, exactos, que a primera vista nadie podía

diferenciar. Antes, cuando estuvieron los dos viviendo sus vidas separadas no eran sino

dos hermanos gemelos, simples y apartados como dos hombres diferentes.

Espiritualmente no había ningún factor común entre ellos. Pero ahora, cuando la rigidez,

la terrible realidad que se le trepaba por la espalda como un animal invertebrado: algo se

había disuelto en su atmósfera integral, algo que se pronunciaba como un vacío, como si

a su costado se hubiera abierto un precipicio, o como si, bruscamente, le hubiera sido

cercenada de un hachazo la mitad de su cuerpo; no de ese cuerpo exacto, anatómico,

sometido a una perfecta definición geométrica; no de ese cuerpo físico que ahora sentía

miedo, sino de otro cuerpo que venía más allá del suyo, que había estado con él hundido

en la noche líquida del vientre materno y se remontaba con él por las ramas de una

genealogía antigua; que estuvo con él en la sangre de sus cuatro pares de bisabuelos y

vino desde el atrás, desde el principio del mundo, sosteniendo con su peso, con su

Gabriel García Márquez 13

Ojos de perro azul

misteriosa presencia, todo el equilibrio universal. Podía ser que él estuviera con la sangre

de Isaac y Rebeca, que fuera su otro hermano el que nació trabado en su calcañal y que

vino dando tumbos de generación en generación, noche a noche, de beso en beso, de

amor en amor, descendiendo por arterias y testículos hasta llegar, como en un viaje

nocturno, a la matriz de su madre reciente. El misterioso itinerario ancestral se le

presentaba ahora doloroso y verdadero, ahora que había sido roto el equilibrio y la

ecuación resuelta definitivamente. Sabía que algo faltaba a su armonía personal, a su

integridad formal y cotidiana: ¡Jacob se había libertado irremediablemente de sus

tobillos!

Durante los días en que su hermano estuvo enfermo no tuvo esta sensación porque el

rostro demacrado, transfigurado por la fiebre y el dolor, con la barba crecida, se había

diferenciado altamente del suyo.

Pero una vez que estuvo inmóvil, tendido sobre su muerte total se llamó a un barbero

para que “arreglara” el cadáver. Él estuvo presente, pegado contra el muro, cuando llegó

el hombre vestido de blanco y armado con el limpio instrumental de su profesión... Con

la precisión de un maestro cubrió de espuma la barba del muerto (la boca espumosa. Así

lo vi antes de morir) y, lentamente, como quien va revelando un secreto tremendo, empezó

a rasurarlo. Fue entonces cuando lo asaltó “esa” idea horrible. A medida que, al

paso de la navaja, iba surgiendo el rostro pálido y terroso del hermano gemelo, él iba

sintiendo que aquel cadáver no era una cosa extraña a él, sino que estaba fabricado de

su misma sustancia terrena, que era su propia repetición... Sentía la extraña sensación

de que sus parientes habían extraído del espejo la imagen suya, la que él veía reflejada

en el cristal cuando se afeitaba. Ahora que esa imagen respondía a cada uno de sus

movimientos había tomado independencia. Él la había visto afeitarse otras veces, todas

las mañanas. Pero asistía a la dramática experiencia de que otro hombre estuviera

quitándole la barba a la imagen de su espejo, prescindiendo de su propia presencia física.

Tuvo la certeza, la seguridad de que si en aquel momento se hubiera acercado a un

cristal lo habría encontrado en blanco aunque la física no tuviera una explicación exacta

para aquel fenómeno. ¡Era la conciencia del desdoblamiento! ¡Su doble era un cadáver!

Desesperado, tratando de reaccionar, palpó el muro firme que le subió por el tacto como

una corriente de seguridad. El barbero terminó su labor y con la punta de las tijeras cerró

los párpados del cadáver. La noche le quedó temblando adentro, en la irrevocable

soledad del cuerpo desgajado. Así eran exactos. Dos hermanos idénticos, inquietamente

repetidos.

Fue entonces, al observar lo íntimamente ligadas que estaban esas dos naturalezas,

cuando se le ocurrió que algo extraordinario, inesperado, iba a acontecer. Imaginó que la

separación de los dos cuerpos en el espacio no era más que aparente cuando, en

realidad, ambos tenían una naturaleza única, total. Tal vez cuando llegue hasta el muerto

la descomposición orgánica, él, el vivo, empiece a podrirse también dentro del mundo

animado.

Oyó que la lluvia empezó a gotear con mayor fuerza sobre los cristales y que el grillo

reventó su cuerda de repente. Sus manos estaban ahora intensamente frías con una

larga frialdad deshumanizada. El olor a formaldehído, acentuado, le hizo pensar en la

posibilidad de traerse a la podredumbre que le estaba comunicando su hermano gemelo

desde allá, desde su helado hueco de tierra. ¡Eso es absurdo! Tal vez el fenómeno sea

inverso: la influencia debía ejercerla él que permanecía con vida, con su energía, con su

célula vital. Quizás —en este plano— tanto él como su hermano permanezcan intactos,

sosteniendo un equilibrio entre la vida y la muerte para defenderse de la putrefacción.

¿Pero quién podía asegurarlo? ¿No era posible asimismo que el hermano sepultado

continuara incorruptible en tanto que la podredumbre invadía al vivo con sus pulpos

azules?

Pensó que la última hipótesis era la más probable y se resignó a esperar la llegada de

su hora tremenda. La carne se le había puesto suave, adiposa, y creyó sentir que una

sustancia azul lo cubría por entero. Olfateó hacia abajo la llegada de sus propios olores

corporales, pero sólo el formol de la pieza vecina le agitó las membranas olfativas con un

estremecimiento helado, inconfundible. Nada le preocupó después. En su rincón el grillo

14 Gabriel García Márquez

Ojos de perro azul

trató de reiniciar la cantilena mientras una gota gruesa y exacta empezó a colarse por el

cielo raso en todo el centro de la habitación. La oyó caer sin sorpresa porque sabía que

en ese sitio la madera estaba envejecida, pero se imaginó aquella gota formada por una

agua fresca, buena y amiga que venía del cielo, de una vida mejor, más ancha y menos

llena de fenómenos idiotas como el amor o como la digestión y la gemelidad. Tal vez esa

gota iba a llenar la habitación dentro de una hora o dentro de mil años y a disolver esa

armadura mortal, esa sustancia vana que tal vez —¿por qué no?— dentro de breves

instantes no sería ya sino una pastosa mezcla de albúmina y de suero. Ahora todo era

igual. Entre él y su tumba sólo se interponía su propia muerte. Resignado, oyó la gota,

gruesa, pesada, exacta, que golpeaba en el otro mundo, en el mundo equivocado y

absurdo de los animales racionales.

(1948)

Gabriel García Márquez 15

Ojos de perro azul

Eva está dentro de su gato

De pronto notó que se le había derrumbado su belleza que llegó a dolerle físicamente

como un tumor o como un cáncer. Todavía recordaba el peso de ese privilegio que llevó

sobre su cuerpo durante la adolescencia y que ahora había dejado caer —¡quién sabe

dónde!— con un cansancio resignado, con un último gesto de animal decadente. Era

imposible seguir soportando esa carga por más tiempo. Había que dejar en cualquier

parte ese inútil adjetivo de su personalidad; ese pedazo de su propio nombre que a la

fuerza de acentuarse había llegado a sobrar. Sí; había que abandonar la belleza en

cualquier parte; a la vuelta de una esquina, en un rincón suburbano. O dejarla olvidada

en el ropero de un restaurante de segunda clase como un viejo abrigo inservible. Estaba

cansada de ser el centro de todas las atenciones, de vivir asediada por los ojos largos de

los hombres. En la noche, cuando clavaba en sus párpados los alfileres del insomnio,

hubiera deseado ser mujer ordinaria, sin atractivos. Dentro de las cuatro paredes de su

habitación todo le era hostil. Desesperada, sentía prolongarse la vigilia por debajo de su

piel, por su cabeza, empujando la fiebre hacia arriba, hacia la raíz de su cabello. Era

como si sus arterias se hubieran poblado de unos insectos diminutos y calientes que con

la cercanía de la madrugada, diariamente, se despertaban y recorrían con sus patas

movedizas, en una desgarradora aventura subcutánea, ese pedazo de barro frutecido

donde se había localizado su belleza anatómica. En vano luchaba por ahuyentar aquellos

animales terribles. No podía. Eran parte de su propio organismo. Habían estado allí,

vivos, desde mucho antes de su existencia física. Venían desde el corazón de su padre

que los había alimentado dolorosamente en sus noches de soledad desesperada. O tal

vez habían desembocado a sus arterias por el cordón que la llevó atada a su madre

desde el principio del mundo. Era indudable que esos insectos no habían nacido

espontáneamente dentro de su cuerpo. Ella sabía que venían de atrás, que todos los que

llevaron su apellido tuvieron que soportarlos, que tuvieron que sufrirlos como ella cuando

el insomnio se hacía invencible hasta la madrugada. Eran esos insectos los mismos que

pintaban ese gesto amargo, esa tristeza inconsolable en el rostro de sus antepasados.

Ella los había visto mirar desde su apagada existencia, desde su retrato, antiguo,

víctimas de esa misma angustia. Todavía recordaba el rostro inquietante de la bisabuela

que desde su lienzo envejecido pedía un minuto de descanso, un segundo de paz a esos

insectos que allá, en los canales de su sangre, seguían martirizándola y embelleciéndola

despiadadamente. No; esos insectos no eran suyos. Venían transmitiéndose de

generación a generación sosteniendo con su diminuta armadura todo el prestigio de una

casta selecta; dolorosamente selecta. Esos insectos habían nacido en el vientre de la

primera madre que tuvo una hija bella. Pero era necesario, urgente, detener esa

herencia. Alguien tenía que renunciar a seguir transmitiendo esa belleza artificial. De

nada valía a las mujeres de su estirpe admirarse de sí mismas al regresar del espejo, si

durante las noches esos animales hacían su labor lenta y eficaz, sin descanso, con una

constancia de siglos. Ya no era una belleza, era una enfer-medad que había que detener,

que había que cortar en forma enérgica y radical.

Todavía recordaba las horas interminables en aquel lecho sembrado de agujas

calientes. Aquellas noches en que ella trataba de empujar el tiempo para que con la

llegada del día esas bestias dejaran de doler. ¿De qué servía una belleza así? Noche a

noche, hundida en su desesperación, pensaba que más le hubiera valido ser una mujer

16 Gabriel García Márquez

Ojos de perro azul

vulgar, o ser hombre; pero no tener esa virtud inútil, alimentada por insectos de remotos

orígenes que le estaban precipitando la llegada irrevocable de la muerte. Tal vez sería

feliz si tuviera el mismo desgarbo, esa misma fealdad desolada de su amiga checoslovaca

que tenía nombre de perro. Más le hubiera valido ser fea, para tener un sueño apacible

como el de cualquier cristiano.

Maldijo a sus antepasados. Ellos tenían la culpa de su vigilia. Ellos, que habían

transmitido esa belleza invariable, exacta, como si después de muertas las madres

sacudieran y renovaran las cabezas para injertarlas en los troncos de las hijas. Era como

si la misma cabeza, una cabeza sola, hubiera venido transmitiéndose, con unas mismas

orejas, con igual nariz, con idéntica boca, con su pesada inteligencia, en todas las

mujeres, quienes tenían que recibirla irremediablemente como un doloroso patrimonio de

belleza. Era allí, en la transmisión de la cabeza, donde venía ese microbio eterno que a

través de las generaciones se había acentuado, había tomado personalidad, fuerza, hasta

convertirse en un ser invencible, en una enfermedad incurable que al llegar a ella,

después de haber pasado por un complicado proceso de censuración, ya ni podía

soportarse y era amarga y dolorosa... Exactamente como un tumor o como un cáncer.

En esas horas de desvelo era cuando se acordaba de las cosas desagradables a su fina

sensibilidad. Recordaba esos objetos que constituían el universo sentimental donde se

habían cultivado, como en un caldo químico, aquellos microbios desesperantes. En esas

noches, con los redondos ojos abiertos y asombrados, soportaba el peso de la oscuridad

que caía sobre sus sienes como un plomo derretido. En derredor suyo dormían todas las

cosas. Y desde su rincón, ella trataba de repasar, para distraer su sueño, sus recuerdos

infantiles.

Pero siempre esa recordación terminaba con un terror por lo desconocido. Siempre su

pensamiento, después de vagar por los oscuros rincones de la casa, se encontraba frente

a frente con el miedo. Entonces empezaba la lucha. La verdadera lucha contra tres

enemigos inconmovibles. No podría —no, no podría jamás— sacudir el miedo de su

cabeza. Tenía que soportarlo apretado a su garganta. Y todo por vivir en ese caserón

antiguo, por dormir sola en aquel rincón, apartada del resto del mundo.

Siempre su pensamiento se iba por los húmedos pasadizos oscuros sacudiendo de los

retratos el polvo seco cubierto de telarañas. Ese polvo inquietante y tremendo que caía

de arriba, desde ese sitio en que se estaban deshaciendo los huesos de sus antepasados.

Invariablemente se acordaba de “el niño”. Allá lo imaginaba, sonámbulo, debajo de la

hierba, en el patio, junto al naranjo con un puñado de tierra mojada dentro de la boca.

Le parecía verlo en su fondo arcilloso, cavando hacia arriba con las uñas, con los

dientes, huyéndole al frío que le mordía la espalda; buscando la salida al patio por ese

pequeño túnel donde lo habían metido con los caracoles. En el invierno lo oía llorar con

su llanto chiquito, sucio de barro, traspasado por la lluvia. Lo imaginaba completo. Tal

como lo habían dejado cinco años atrás, en aquel hueco lleno de agua. No podía pensar

que se hubiera descompuesto. Al contrario, debía de ser bellísimo navegando en esa

agua espesa como en un viaje sin salida. O lo veía vivo pero asustado, miedoso de

sentirse solo, enterrado en un patio tan sombrío. Ella misma se había opuesto a que lo

dejaran allí, debajo del naranjo, tan cercano a la casa. Le tenía miedo. Sabía que en las

noches en que la persiguiera la vigilia él lo adivinaría. Regresaría por los anchos

corredores a pedirle que lo acompañara, a pedirle que lo defendiera de esos otros

insectos que se estaban comiendo la raíz de sus violetas. Volvería a que lo dejara dormir

a su lado como cuando era vivo. Ella tenía miedo de sentirlo de nuevo a su lado después

de haber saltado el muro de la muerte. Tenía miedo de robar esas manos que “el niño”

traería siempre cerradas para calentar su pedacito de hielo. Ella quería, después de que

lo vio convertido en cemento como la estatua del miedo tumbada sobre el lino, quería

que se lo llevaran lejos para no recordarlo en la noche. Y sin embargo lo habían dejado

allí donde ahora estaba imperturbable, astroso, alimentando su sangre con el barro de

las lombrices. Y ella tenía que resignarse a verlo regresar desde su fondo de tinieblas.

Porque siempre invariablemente, cuando se desvelaba se ponía a pensar en “el niño” que

debía estar llamándola desde su pedazo de tierra para que lo ayudara a fugarse de esa

muerte absurda.

Gabriel García Márquez 17

Ojos de perro azul

Pero ahora, en su nueva vida intemporal, inespacial, estaba más tranquila. Sabía que

allá, fuera de su mundo, todo seguía marchando con el mismo ritmo de antes; que su

habitación debía de estar aún sumida en la madrugada y que sus cosas, sus muebles,

sus trece libros favoritos, permanecían en su puesto. Y que en su lecho, desocupado,

apenas empezaba a desvanecerse el aroma corpóreo que ocupaba ahora su vacío de

mujer entera. Pero, ¿cómo pudo suceder “eso”? ¿Cómo ella, después de ser una mujer

bella, con la sangre poblada de insectos, perseguida por el miedo en la noche total, había

dejado la pesadilla inmensa, insomne, para ingresar ahora a un mundo extraño,

desconocido, en donde habían sido eliminadas todas las dimensiones? Recordó. Aquella

noche —la de su tránsito— hacía más frío que de costumbre y ella estaba sola en la casa,

martirizada por el insomnio. Nadie perturbaba el silencio, y el olor que subía del jardín,

era un olor a miedo. El sudor brotaba de su cuerpo como si la sangre de sus arterias se

estuviera derramando con su carga de insectos. Deseaba que alguien pasara por la calle,

alguien que gritara, que rompiera aquella atmósfera detenida. Que se moviera algo en la

naturaleza, que volviera la tierra a girar alrededor del sol. Pero fue inútil. Ni siquiera

despertarían esos hombres imbéciles que se habían quedado dormidos debajo de su

oreja, dentro de la almohada. Ella también estaba inmóvil. Las paredes manaban un

fuerte olor a pintura fresca, ese olor espeso, grande, que no se siente con el olfato sino

con el estómago. Y sobre la mesa el reloj único, golpeando el silencio con su máquina

mortal. “¡El tiempo... oh, el tiempo...!”, suspiró ella recordando a la muerte. Y allá, en el

patio, debajo del naranjo, seguía llorando “el niño” con su llanto chiquito desde el otro

mundo.

Acudió a todas sus creencias. ¿Por qué no amanecía en aquel momento o se moría de

una vez? Nunca creyó que la belleza fuera a costarle tantos sacrificios. En aquel

momento —como de costumbre— seguía doliéndole por encima del miedo. Y por debajo

del miedo seguían martirizándola esos implacables insectos. La muerte se le había

apretado a la vida como una araña que la mordía rabiosamente, dispuesta a hacerla

sucumbir. Pero estaba de-morando el último instante. Sus manos, esas manos que los

hombres apretaban imbécilmente, con manifiesta nerviosidad animal, estaban inmóviles,

paralizadas por el miedo, por ese terror irracional que venía de adentro, sin ningún

motivo, sólo por saberse abandonada en aquella casa antigua. Trató de reaccionar y no

pudo. El miedo la había absorbido totalmente y continuaba allí, fijo, tenaz, casi corpóreo;

como si fuera una persona invisible que se había propuesto no salir de su habitación. Y lo

que más la intranquilizaba era que ese miedo no tuviera justificación alguna, que fuera

un miedo único, sin razón; un miedo porque sí.

La saliva se había vuelto espesa en su lengua. Era mortificante entre sus dientes esa

goma dura que se le pegaba al paladar y fluía sin que ella pudiera contenerla. Era un

deseo distinto a la sed. Un deseo superior que estaba experimentando por primera vez

en su vida. Por un momento se olvidó de su belleza, de su insomnio y de su miedo

irracional. Se desconoció a sí misma. Por un instante creyó que habían salido los

microbios de su cuerpo. Sentía que se habían venido pegados a su saliva. Sí; todo eso

estaba muy bien. Bien que los insectos la hubieran despoblado y que ahora pudiera

dormir. Pero era necesario encontrar un medio para disolver aquella resina que le

embotaba la lengua. Si pudiera llegar hasta la despensa y... ¿Pero en qué estaba

pensando? Tuvo un golpe de sorpresa. Nunca había sentido “ese deseo”. La urgencia de

la acidez la había debilitado, volviendo inútil la disciplina que había seguido fielmente

durante tantos años, desde el día en que sepultaron a “el niño”. Era una tontería, pero

sentía asco de comerse una naranja. Sabía que “el niño” había subido hasta los azahares

y que las frutas del próximo otoño estarían hinchadas de su carne, refrescadas con la

tremenda frescura de su muerte. No. No podía comerlas. Sabía que debajo de cada

naranjo, en todo el mundo, había un niño enterrado que endulzaba las frutas con la cal

de sus huesos. Sin embargo ahora tenía que comerse una naranja. Era el único remedio

para esa goma que la estaba ahogando. Era una tontería pensar que “el niño” estaba

dentro de una fruta. Aprovecharía ese momento en que la belleza había dejado de dolerle

para llegar hasta la despensa. Pero... ¿no era raro aquello? Era la primera vez en su vida

que sentía verdaderos deseos de comerse una naranja. Se puso alegre, alegre. ¡Ah, qué

18 Gabriel García Márquez

Ojos de perro azul

placer! ¡Comerse una naranja! No sabía por qué, pero nunca tuvo un deseo más

imperativo. Se levantaría. feliz de ser otra vez una mujer normal; cantando alegremente

llegaría hasta la despensa; cantando alegremente, como una mujer nueva, recién nacida.

Llegaría inclusive hasta el patio y...

Su recuerdo se tronchaba de pronto. Recordaba que había tratado de levantarse y que

ya no estaba en su cama, que había desaparecido su cuerpo, que no estaban allí sus

trece libros favoritos y que ella no era ya ella. Ahora estaba incorpórea, flotando,

vagando sobre una nada absoluta, convertida en un punto amorfo, pequeñísimo, sin

dirección. No podía precisar lo sucedido. Estaba confundida. Sólo tenía la sensación de

que alguien la había empujado al vacío desde lo alto de un precipicio. Y nada más. Pero

ahora no sentía ninguna reacción. Se sentía convertida en un ser abstracto, imaginario.

Se sentía convertida en una mujer incorpórea; algo como si de pronto hubiera ingresado

en ese alto y desconocido mundo de los espíritus puros.

Volvió a tener miedo. Pero era un miedo distinto al del momento anterior. Ya no era el

miedo al llanto de “el niño”. Era un terror por lo extraño, por lo misterioso y desconocido

de su nuevo mundo. ¡Y pensar que después todo eso había sucedido tan inocentemente,

con tanta ingenuidad de su parte! ¿Qué iba a decir a su madre cuando al llegar a la casa

se iba a enterar de lo acontecido? Empezó a pensar en la alarma que se produciría en los

vecinos cuando abrieran la puerta de su habitación y descubrieran que el lecho estaba

vacío, que las cerraduras no habían sido tocadas, que nadie había podido entrar o salir y

que sin embargo ella no estaba allí. Imaginó el gesto desesperado de su madre

buscándola por toda la habitación, haciendo conjeturas, preguntándose a sí misma “qué

habría sido de esa niña”. La escena se le presentaba clara. Acudirían los vecinos y

empezarían a tejer comentarios —algunos maliciosos— sobre su desaparición. Cada cual

pensaría según su propio y particular modo de pensar. Cada cual trataría de dar la

explicación más lógica, la más aceptable al menos, en tanto que su madre correría por

los pasadizos del caserón, desesperada, llamándola por su nombre.

Y ella estaría allí. Contemplaría el momento detalle a detalle desde su rincón, desde el

techo, desde las hendiduras del muro, desde cualquier parte; desde el ángulo más

propicio, escudada en su estado incorpóreo, en su inespacialidad. La intranquilizaba

pensarlo. Ahora se daba cuenta de su error. No podría dar ninguna explicación, aclarar

nada, consolar a nadie. Ningún ser vivo podría ser informado de su transformación.

Ahora —quizás la única vez que los necesitaba— no tendría una boca, unos brazos, para

que todos supieran que ella estaba allí, en su rincón, separada del mundo tridimensional

por una distancia insalvable. En su nueva vida estaba aislada, totalmente impedida de

captar sensaciones. Pero a cada momento algo vibraba en ella, un estremecimiento que

la recorría, inundándola, la hacía saber de ese otro universo físico que se movía fuera de

su mundo. No oía, no veía, pero sabía de ese sonido y de esa visión. Y allá, en la altura

de su mundo superior, empezó a saber que un ambiente de angustia la rodeaba.

Hacía apenas un segundo —de acuerdo con nuestro mundo temporal— que se había

realizado el tránsito, de manera que sólo ahora empezaba ella a conocer las

modalidades, las características de su nuevo mundo. En torno suyo giraba una oscuridad

absoluta, radical. ¿Hasta cuándo durarían esas tinieblas? ¿Tendría que acostumbrarse a

ellas eternamente? Su angustia aumentó de concentración al saberse hundida en esa

niebla espesa, impenetrable: ¿estaría en el limbo? Se estremeció. Recordó todo lo que

había oído decir alguna vez sobre el limbo. Si en verdad estaba allí, a su lado flotaban

otros espíritus puros de niños que murieron sin bautismo, que habían estado muriendo

durante mil años. Trató de buscar en la sombra la vecindad de esos seres que debían de

ser mucho más puros, mucho más simples que ella. Aislados por completo del mundo

físico, condenados a una vida sonámbula y eterna. Tal vez estaba “el niño” persiguiendo

una salida para llegar hasta su cuerpo.

Pero no. ¿Por qué tendría que estar en el limbo? ¿Acaso había muerto? No.

Simplemente fue un cambio de estado, un tránsito normal del mundo físico a un mundo

más fácil, descomplicado, en el que habían sido eliminadas todas las dimensiones.

Ahora no tenía que sufrir esos insectos subcutáneos. Su belleza se había derrumbado.

Ahora, en esa situación elemental, podía ser feliz. Aunque... —¡oh!— no completamente

Gabriel García Márquez 19

Ojos de perro azul

feliz porque ahora su más grande deseo, el deseo de comerse una naranja, se había

hecho irrealizable. Era por lo único que hubiera querido estar todavía en su primera vida.

Para poder satisfacer la urgencia de la acidez que persistía aún después del tránsito.

Trató de orientarse a fin de llegar hasta la despensa y sentir, siquiera, la fresca y agria

compañía de las naranjas. Fue entonces cuando descubrió una nueva modalidad de su

mundo: estaba en todas partes de la casa, en el patio, en el techo, hasta en el propio

naranjo de “el niño”. Estaba en todo el mundo físico más allá. ¡Y sin embargo no estaba

en ninguna parte! De nuevo se intranquilizó. Había perdido el control sobre sí misma.

Ahora estaba sometida a una voluntad superior, era un ser inútil, absurdo, inservible. Sin

saber por qué empezó a ponerse triste. Casi comenzó a sentir nostalgia por su belleza:

por esa belleza que ella había desperdiciado tontamente.

Pero una idea suprema la reanimó. ¿No había oído decir acaso que los espíritus puros

pueden penetrar a voluntad en cualquier cuerpo? Después de todo, ¿qué perdía con

intentarlo? Trató de recordar cuál de los habitantes de la casa podría ser sometido a la

prueba. Si lograba realizar su propósito quedaría satisfecha: podría comerse la naranja.

Recordó. A esa hora la gente del servicio no acostumbraba estar allí. Su madre no había

llegado todavía. Pero la necesidad de comerse una naranja unida ahora a la curiosidad de

verse encarnada en un cuerpo distinto al suyo, la obligaba a actuar cuanto antes. Pero no

había allí nadie en quien encarnarse. Era una razón desoladora: no había nadie en la

casa. Tendría que vivir eternamente aislada del mundo exterior, en su mundo

adimensional, sin poder comerse la primera naranja. Y todo por una tontería. Hubiera

sido mejor seguir soportando unos años más esa belleza hostil y no anularse para

siempre, inutilizarse como una bestia vencida. Pero ya era demasiado tarde.

Iba a retirarse, decepcionada, a una región distante del universo, a una comarca

donde pudiera olvidarse de todos sus pasados deseos terrenos. Pero algo la hizo desistir

bruscamente. En su comarca desconocida se abrió la promesa de un futuro mejor. Sí:

había alguien en la casa en quien podría reencarnarse: ¡en el gato! Vaciló luego. Era

difícil resignarse a vivir dentro de un animal. Tendría una piel suave, blanca, y habría en

sus músculos concentrada una gran energía para el salto. En la noche sentiría brillar sus

ojos en la sombra como dos brasas verdes. Y tendría unos dientes blancos, agudos, para

sonreírle a su madre desde su corazón felino con una ancha y buena sonrisa animal.

¡Pero no...! No podía ser. Se imaginó de pronto metida dentro del cuerpo del gato,

recorriendo otra vez los pasadizos de la casa, manejando cuatro patas incómodas y

aquella cola se movería suelta, sin ritmo, ajena a su voluntad. ¿Cómo sería la vida desde

esos ojos verdes y luminosos? En la noche se iría a maullarle al cielo para que no

derramara su cemento enlunado sobre el rostro de “el niño” que estaría bocarriba

bebiéndose el rocío. Tal vez en su situación de gato también sienta miedo. Y tal vez, al

fin de todo no podría comerse la naranja con esa boca carnívora. Un frío venido de allí

mismo, nacido en la propia raíz de su espíritu tembló en su recuerdo. No. No era posible

encarnarse en el gato. Tenía miedo de sentir un día en su paladar, en su garganta, en

todo su organismo cuadrúpedo, el deseo irrevocable de comerse un ratón.

Probablemente cuando su espíritu empiece a poblar el cuerpo del gato ya no sentiría

deseos de comerse una naranja sino el repugnante y vivo deseo de comerse un ratón. Se

estremeció al imaginarlo preso entre sus dientes después de la cacería. Lo sintió

debatirse en sus últimos intentos de fuga, tratando de liberarse para llegar otra vez

hasta su cueva. No. Todo menos eso. Era preferible seguir allí eternamente, en ese

mundo lejano y misterioso de los espíritus puros.

Pero era difícil resignarse a vivir olvidada para siempre. ¿Por qué tenía que sentir

deseos de comerse un ratón? ¿Quién primaría en esa síntesis de mujer y gato? ¿Primaría

el instinto animal, primitivo, del cuerpo, o la voluntad pura de mujer? La respuesta fue

clara, cristalina. Nada había que temer. Se encarnaría en el gato y se comería su

deseada naranja. Además sería un ser extraño, un gato con inteligencia de mujer bella.

Volvería a ser el centro de todas las atenciones... Fue entonces, por primera vez, cuando

comprendió que por sobre todas sus virtudes estaba imperando su vanidad de mujer

metafísica.

20 Gabriel García Márquez

Ojos de perro azul

Como un insecto cuando pone en guardia sus antenas así orientó ella su energía por

toda la casa en busca del gato. A esa hora debía de estar aún sobre la estufa soñando

que despertará con un tallo de valeriana entre los dientes. Pero no estaba allí. Volvió a

buscarlo, pero ya no encontró la estufa. La cocina no era la misma. Los rincones de la

casa le eran extraños; ya no eran aquellos oscuros rincones llenos de telaraña. El gato no

estaba en ninguna parte. Buscó por los tejados, en los árboles, en los canales, debajo de

la cama, en la despensa. Todo lo encontró confundido. Donde creyó encontrar, otra vez,

los retratos de sus antepasados, no encontró sino un frasco con arsénico. De allí en

adelante encontró arsénico en toda la casa, pero el gato había desaparecido. La casa no

era ya la misma de antes. ¿Qué había sido de sus cosas? ¿Por qué sus trece libros

favoritos estaban cubiertos ahora de una espesa capa de arsénico? Recordó el naranjo

del patio. Lo buscó y trató de encontrar otra vez “el niño’’ en su hueco de agua. Pero no

estaba el naranjo en su sitio y “el niño” no era ya sino un puño de arsénico con ceniza

bajo una pesada plataforma de concreto. Ahora sí dormía definitivamente. Todo era

distinto. Y la casa tenía un fuerte olor arsenical que golpeaba el olfato como desde el

fondo de una droguería.

Sólo entonces comprendió ella que habían pasado ya tres mil años desde el día en que

tuvo deseos de comerse la primer naranja.

(1948)

Gabriel García Márquez 21

Ojos de perro azul

Amargura para tres sonámbulos

Ahora la teníamos allí, abandonada en un rincón de la casa. Alguien nos dijo, antes de

que trajéramos sus cosas —su ropa olorosa a madera reciente, sus zapatos sin peso para

el barro— que no podía acostumbrarse a aquella vida lenta, sin sabores dulces, sin otro

atractivo que esa dura soledad de cal y canto, siempre apretada a sus espaldas. Alguien

nos dijo —y había pasado mucho tiempo antes de que lo recordáramos— que ella

también había tenido una infancia. Quizás no lo creímos, entonces. Pero ahora, viéndola

sentada en el rincón, con los ojos asombrados, y un dedo puesto sobre los labios, tal vez

aceptábamos que una vez tuvo una infancia, que alguna vez tuvo el tacto sensible a la

frescura anticipada de la lluvia, y que soportó siempre de perfil a su cuerpo, una sombra

inesperada.

Todo eso —y mucho más— lo habíamos creído aquella tarde en que nos dimos cuenta

de que, por encima de su submundo tremendo, era completamente humana. Lo supimos,

cuando de pronto, como si adentro se hubiera roto un cristal, empezó a dar gritos

angustiados; empezó a llamarnos a cada uno por su nombre, hablando entre lágrimas

hasta cuando nos sentamos junto a ella, nos pusimos a cantar y a batir palmas, como si

nuestra gritería pudiera soldar los cristales esparcidos. Sólo entonces pudimos creer que

alguna vez tuvo una infancia. Fue como si sus gritos se parecieran en algo a una

revelación; como si tuvieran mucho de árbol recordado y río profundo, cuando se

incorporó, se inclinó un poco hacia adelante, y todavía sin cubrirse la cara con el

delantal, todavía sin sonarse la nariz y todavía con lágrimas, nos dijo: “No volveré a

sonreír”.

Salimos al patio, los tres, sin hablar, acaso creíamos llevar pensamientos comunes. Tal

vez pensamos que no sería lo mejor encender las luces de la casa. Ella deseaba estar

sola —quizás—, sentada en el rincón sombrío, tejiéndose la trenza final, que parecía ser

lo único que sobreviviría de su tránsito hacia la bestia.

Afuera, en el patio, sumergidos en el profundo vaho de los insectos, nos sentamos a

pensar en ella. Lo habíamos hecho otras veces. Podíamos haber dicho que estábamos

haciendo lo que habíamos hecho todos los días de nuestras vidas.

Sin embargo, aquella noche era distinto; ella había dicho que no volvería a sonreír, y

nosotros que tanto la conocíamos, teníamos la certidumbre de que la pesadilla se había

vuelto verdad. Sentados en un triángulo la imaginábamos allá adentro, abstracta,

incapacitada, hasta para escuchar los innumerables relojes que medían el ritmo, marcado

y minucioso, en que se iba convirtiendo en polvo: “Si por lo menos tuviéramos valor para

desear su muerte”, pensábamos a coro.

Pero la queríamos así, fea y glacial como una mezquina contribución a nuestros ocultos

defectos.

Éramos adultos desde antes, desde mucho tiempo atrás. Ella era, sin embargo, la

mayor de la casa. Esa misma noche habría podido estar allí, sentada con nosotros,

sintiendo el templado pulso de las estrellas, rodeada de hijos sanos. Habría sido la

señora respetable de la casa si hubiera sido la esposa de un buen burgués o concubina

de un hombre puntual. Pero se acostumbró a vivir en una sola dimensión, como la línea

recta, acaso porque sus vicios o sus virtudes no pudieran conocerse de perfil. Desde

varios años atrás ya lo sabíamos todo. Ni siquiera nos sorprendimos una mañana,

después de levantados, cuando la encontramos boca abajo en el patio, mordiendo la

tierra en una dura actitud estática. Entonces sonrió, volvió a mirarnos, que había caído

22 Gabriel García Márquez

Ojos de perro azul

desde la ventana del segundo piso hasta la dura arcilla del patio y había quedado allí,

tiesa y concreta, de bruces al barro húmedo. Pero después supimos que lo único que

conservaba intacto era el miedo a las distancias, el natural espanto frente al vacío. La

levantamos por los hombros. No estaba dura como nos pareció al principio. Al contrario,

tenía los órganos sueltos, desasidos de la voluntad, como un muerto tibio que no hubiera

empezado a endurecerse.

Tenía los ojos abiertos, sucia la boca de esa tierra que debía saberle ya a sedimento

sepulcral, cuando la pusimos de cara al sol y fue como si la hubiéramos puesto frente a

un espejo. Nos miró a todos con una apagada expresión sin sexo, que nos dio —

teniéndola ya entre mis brazos— la medida de su ausencia. Alguien nos dijo que estaba

muerta; y se quedó después sonriendo con esa sonrisa fría y quieta que tenía durante las

noches cuando transitaba despierta por la casa. Dijo que no sabía cómo llegó hasta el

patio. Dijo que había sentido mucho calor, que estuvo oyendo un grillo penetrante,

agudo, que parecía (así lo dijo) dispuesto a tumbar la pared de su cuarto, y que ella se

había puesto a recordar las oraciones del domingo, con la mejilla apretada al piso de

cemento.

Sabíamos, sin embargo, que no podía recordar ninguna oración, como supimos después

que había perdido la noción del tiempo cuando dijo que se había dormido

sosteniendo por dentro la pared que el grillo estaba empujando desde afuera, y que

estaba completamente dormida cuando alguien cogiéndola por los hombros, apartó la

pared y la puso a ella de cara al sol.

Aquella noche sabíamos, sentados en el patio, que no volvería a sonreír. Quizá nos dolió

anticipadamente su seriedad inexpresiva, su oscuro y voluntarioso vivir arrinconado.

Nos dolía hondamente, como nos dolía el día que la vimos sentarse en el rincón adonde

ahora estaba; y le oímos decir que no volvería a deambular por la casa. Al principio no

pudimos creerle. La habíamos visto durante meses enteros transitando por los cuartos a

cualquier hora, con la cabeza dura y los hombros caídos, sin detenerse, sin fatigarse

nunca. De noche oíamos su rumor corporal, denso, moviéndose entre dos oscuridades, y

quizás nos quedamos muchas veces, despiertos en la cama, oyendo su sigiloso andar,

siguiéndola con el oído por toda la casa. Una vez nos dijo que había visto el grillo dentro

de la luna del espejo, hundido, sumergido en la sólida transparencia y que había

atravesado la superficie de cristal para alcanzarlo. No supimos, en realidad, lo que quería

decirnos, pero todos pudimos comprobar que tenía la ropa mojada, pegada al cuerpo,

como si acabara de salir de un estanque. Sin pretender explicarnos el fenómeno

resolvimos acabar con los insectos de la casa; destruir los objetos que la obsesionaban.

Hicimos limpiar las paredes, ordenamos cortar los arbustos del patio, y fue como si

hubiéramos limpiado de pequeñas basuras el silencio de la noche. Pero ya no la oíamos

caminar, ni la oíamos hablar de grillos, hasta el día en que, después de la última comida,

se quedó mirándonos, se sentó en el suelo de cemento todavía sin dejar de mirarnos, y

nos dijo: “Me quedaré aquí, sentada”; y nos estremecimos, porque pudimos ver que

había empezado a parecerse a algo que era ya casi completamente como la muerte.

De eso hacía ya mucho tiempo y hasta nos habíamos acostumbrado a verla allí,

sentada, con la trenza siempre a medio tejer, como si se hubiera disuelto en su soledad y

hubiera perdido, aunque se le estuviera viendo, la facultad natural de estar presente. Por

eso ahora sabíamos que no volvería a sonreír; porque lo había dicho en la misma forma

convencida y segura en que una vez nos dijo que no volvería a caminar. Era como si

tuviéramos la certidumbre de que más tarde nos diría: “No volveré a ver” o quizá: “No

volveré a oír” y supiéramos que era lo suficientemente humana para ir eliminando a

voluntad sus funciones vitales, y que, espontáneamente, se iría acabando sentido a

sentido, hasta el día en que la encontráramos recostada a la pared, como si se hubiera

dormido por primera vez en su vida. Quizás faltaba mucho tiempo para eso, pero los

tres, sentados en el patio, habríamos deseado aquella noche sentir su llanto afilado y

repentino, de cristal roto, al menos para hacernos la ilusión de que habría nacido un

(una) niña dentro de la casa. Para creer que había nacido nueva.

(1949)

Gabriel García Márquez 23

Ojos de perro azul

Diálogo del espejo

El hombre de la estancia anterior después de haber dormido largas horas como un

santo, olvidado de las preocupaciones y desasosiegos de la madrugada reciente,

despertó cuando el día era alto y el rumor de la ciudad invadía —total— el aire de la

habitación entreabierta. Debió pensar —de no habitarlo otro estado de alma— en la

espesa preocupación de la muerte, en su miedo redondo, en el pedazo de barro —arcilla

de sí mismo— que tendría su hermano debajo de la lengua. Pero el sol regocijado que

clarificaba el jardín le desvió la atención hacia otra vida más ordinaria, más terrenal y

acaso menos verdadera que su tremenda existencia interior. Hacía su vida de hombre

corriente, de animal cotidiano, que le hizo recordar —sin contar para ello con su sistema

nervioso, con su hígado alterable— la irremediable imposibilidad de dormir como un

burgués. Pensó —y había allí, por cierto, algo de matemática burguesa— en el

trabalenguas de cifras, en los rompecabezas financieros de la oficina.

Las ocho y doce. Definitivamente llegaré tarde. Paseó la yema de los dedos por la mejilla.

La piel áspera, sembrada de troncos retoñados, le dejó la impresión del pelo duro

por las antenas digitales. Después, con la palma de la mano entreabierta, se palpó el

rostro distraído, cuidadosamente, con la serena tranquilidad del cirujano que conoce el

núcleo del tumor; y de la superficie blanda fue surgiendo hacia adentro, la dura sustancia

de una verdad que, en ocasiones, le había blanqueado la angustia. Allí, bajo las yemas —

y después de las yemas, hueso contra hueso— su irrevocable condición anatómica había

sepultado un orden de compuestos, un apretado universo de tejidos, de mundos

menores, que lo venían soportando, levantando su armadura carnal hacia una altura

menos duradera que la natural y última posición de sus huesos.

Sí. Contra la almohada, hundida la cabeza en la blanda materia, tumbando el cuerpo

sobre el reposo de sus órganos, la vida tenía un sabor horizontal, un mejor

acomodamiento a sus propios principios. Sabía que, con el esfuerzo mínimo de cerrar los

párpados, esa larga, esa fatigante tarea que le aguardaba empezaría a resolverse en un

clima descomplicado, sin compromisos con el tiempo ni con el espacio: sin necesidad de

que, al realizarla, esa aventura química que constituía su cuerpo sufriera el más ligero

menoscabo. Por el contrario, así, con los párpados cerrados, había una economía total de

recursos vitales, una ausencia absoluta de orgánicos desgastes. Su cuerpo, hundido en el

agua de los sueños, podría moverse, vivir, evolucionar hacia otras formas existenciales

en las que su mundo real tendría, para su necesidad íntima, una idéntica densidad de

emociones —si no mayor— con las que la necesidad de vivir quedaría completamente

satisfecha sin detrimento de su integridad física. Sería —entonces— mucho más fácil la

tarea de convivir con los seres y las cosas, actuando, sin embargo, en igual forma que en

el mundo real. La tarea de rasurarse, de tomar el ómnibus, de resolver las ecuaciones de

la oficina, sería simple y descomplicada en su sueño, y le produciría, a la postre, la

misma satisfacción interior.

Sí. Era mejor hacerlo en esa forma artificial, como lo estaba haciendo ya; buscando en

la habitación iluminada el rumbo del espejo. Como lo hubiera seguido haciendo si, en

aquel instante, una pesada máquina, brutal y absurda, no hubiera deshecho la tibia

sustancia de su sueño incipiente. Ahora, regresando al mundo convencional, el problema

revestía ciertamente mayores caracteres de gravedad. Sin embargo, la curiosa teoría que

acababa de inspirarle su molicie, lo había desviado hacia una comarca de comprensión y

desde adentro de su hombre sintió el desplazamiento de la boca hacia los lados, en un

gesto que debió ser una sonrisa involuntaria. Fastidioso. (En el fondo continuaba

24 Gabriel García Márquez

Ojos de perro azul

sonriendo.) Tener que afeitarme cuando debo estar sobre los libros en veinte minutos.

Baño ocho rápidamente cinco desayuno siete. Salchichas viejas desagradables almacén

de Mabel salsamentaria tornillos drogas licores eso es como una caja de qué sé yo quién

se me olvidó la palabra. (El ómnibus se daña los martes y demora siete.) Pendora. No:

Peldora. No es así. Total media hora. No hay tiempo. Se me olvidó la palabra, una caja

donde hay de todo. Pedora. Empieza con pe.

Con la bata puesta, ya frente al lavabo, un rostro somnoliento, desgreñado y sin

afeitar, le echó una mirada aburrida desde el espejo. Un ligero sobresalto le subió, como

un hilillo frío, al descubrir en aquella imagen a su propio hermano muerto cuando

acababa de levantarse. El mismo rostro cansado, la misma mirada que no terminaba aún

de despertar.

Un nuevo movimiento envió al espejo una cantidad de luz destinada a conducir un

gesto agradable, pero el regreso simultáneo de aquella luz le trajo —contrariando sus

propósitos— una mueca grotesca. Agua. El chorro caliente se ha abierto torrencial,

exuberante y la oleada de vapor blanco y espeso está interpuesta entre él y el cristal.Así

—aprovechando la interrupción con un rápido movimiento— logra ponerse de acuerdo

con su propio tiempo y con el tiempo interior del azogue.

Sobre la cinta de cuero se levantó llenando de cortantes orillas, de helados metales; y

la nube —desvanecida ya— le mostró de nuevo la otra cara, turbia de complicaciones

físicas, de leyes matemáticas, en las que la geometría intentaba una nueva manera de

volumen, una forma concreta de la luz. Allí, frente a él, estaba el rostro, con pulso, con

latidos de su propia presencia, transfigurado en un gesto, que era simultáneamente, una

seriedad sonriente y burlona, asomada al otro cristal húmedo que había dejado la

condensación del vapor.

Sonrió. (Sonrió.) Mostró —a sí mismo— la lengua. (Mostró —al de la realidad— la lengua.)

El del espejo la tenía pastosa, amarilla: “Andas mal del estómago”, diagnosticó

(gesto sin palabras) con una mueca. Volvió a sonreír. (Volvió a sonreír.) Pero ahora él

pudo observar que había algo de estúpido, de artificial y de falso en esa sonrisa que se le

devolvía. Se alisó el cabello (.) (Se alisó el cabello) con la mano derecha (izquierda),

para, inmediatamente, volver la mirada avergonzado (y desaparecer). Extrañaba su

propia conducta de pararse frente al espejo a hacer gestos como un cretino. Sin

embargo, pensó que todo el mundo observaba frente al espejo idéntica conducta y su

indignación fue entonces mayor, ante la certeza de que, siendo todo el mundo cretino, él

no estaba sino rindiéndole tributo a la vulgaridad. Ocho y diecisiete.

Sabía que era necesario apresurarse si no quería ser despedido de la agencia. De esa

agencia que se había convertido, desde hacía algún tiempo, en el sitio de partida de sus

propios funerales diarios.

El jabón, al contacto con la brocha, había levantado ya una blancura azul liviana que lo

recuperaba de sus preocupaciones. Era el momento en que la pasta jabonosa se subía

por el cuerpo, por la red de las arterias, y le facilitaba el funcionamiento de toda la

maquinaria vital... Así, regresado a la normalidad, le pareció más cómodo buscar en el

cerebro saponificado la palabra con que quería comparar el almacén de Mabel. Peldora.

La cacharrería de Mabel. Paldora. La salsamentaria o droguería. O todo a la vez:

Pendora.

Sobre la jabonería hervía la espuma suficiente. Pero siguió frotando la brocha, casi con

pasión. El espectáculo pueril de las burbujas le daba una clara alegría de niño grande que

se le trepara al corazón pesada y dura, como un licor barato. Un nuevo esfuerzo en

persecución de la sílaba habría sido entonces suficiente para que la palabra reventara,

madura y frutal; para que saliera a flote en aquella agua espesa, turbia, de su esquiva

memoria. Pero esta vez, como las anteriores, las piececillas dispersas, desarmadas, de

un mismo sistema, no ajustarán con exactitud para lograr la totalidad orgánica y él se

dispuso a desistir para siempre de la palabra. ¡Pendora!

Y era ya tiempo de que desistiera de aquella búsqueda inútil, porque (ambos alzaron la

vista y se encontraron en los ojos) su hermano gemelo, con la brocha espumeante,

había empezado a cubrirse el mentón de frescura blancurazul, dejando correr la mano

izquierda (él lo imitó con la derecha) con suavidad y precisión, hasta cubrir la zona

Gabriel García Márquez 25

Ojos de perro azul

abrupta. Desvió la vista y la geometría de las manecillas se le presentó empeñada en

la solución de un nuevo teorema de angustia: ocho y dieciocho. Lo estaba haciendo muy

lentamente. Así que, con el firme propósito de terminar pronto, afirmó la navaja de cuerno

obediente a la movilidad del meñique.

Calculando que en tres minutos estaría terminado el trabajo, levantó el brazo derecho

(izquierdo) hasta la altura de la oreja derecha (izquierda), haciendo de paso la observación

de que nada debía resultar tan difícil como afeitarse en la forma en que lo

estaba haciendo la imagen del espejo. Había derivado de allí toda una serie de cálculos

complicadísimos con el propósito de averiguar la velocidad de la luz que, CASI

simultáneamente, realizaba el viaje de ida y regreso para reproducir cada movimiento.

Pero el esteta que lo habitaba, tras una lucha aproximadamente igual a la raíz cuadrada

de la velocidad que hubiera podido averiguar, venció al matemático, y el pensamiento del

artista se fue hacia los movimientos de la hoja que verdeazulblanqueaba con los

diferentes golpes de luz. Rápidamente —y el matemático y esteta estaban ahora en paz—

bajó el filo por la mejilla derecha (izquierda) hasta el meridiano del labio, y observó con

satisfacción que la mejilla izquierda de la imagen aparecía limpia entre sus bordes de

espuma.

No acababa aún de sacudir la hoja cuando, de la cocina, empezó a llegar el humo

cargado con un acre olor a carne guisada. Sintió el estremecimiento debajo de la lengua,

y el torrente de saliva fácil, delgada, que le llenó la boca con el sabor enérgico de la

manteca caliente. Riñones guisados. Por fin hubo un cambio en la condenada tienda de

Mabel. Pendora. Tampoco. El ruido de la glándula entre la salsa le reventó en el oído, con

un recuerdo de lluvia martilleante, que era, en efecto, el mismo de la madrugada

reciente. Por tanto, no debía olvidar los zapatones y el impermeable. Riñones en salsa.

No hay duda.

De todos sus sentidos ninguno le merecía tanta desconfianza como el del olfato. Pero,

aun por encima de sus cinco sentidos y aun cuando aquella fiesta no fuera más que un

optimismo de su pituitaria, la necesidad de terminar cuanto antes era, en aquel

momento, la más urgente necesidad de sus cinco sentidos. Con precisión y ligereza (el

matemático y el artista se mostraron los dientes) subió la hoja de adelante (atrás) hacia

atrás (adelante) hasta la comisura (derecha) izquierda, mientras con la mano izquierda

(derecha) se alisaba la piel, facilitando así el paso de la orilla metálica, de adelante

(atrás) hacia (adelante) atrás, y de arriba (arriba) hacia abajo, terminando (ambos

jadeantes) el trabajo simultáneo.

Pero, ya al finalizar, y cuando daba los últimos toques a la mejilla izquierda con la

mano derecha, alcanzó a ver su propio codo contra el espejo. Lo vio, grande, extraño,

desconocido, y observó con sobresalto que, por encima del codo, otros ojos igualmente

grandes e igualmente desconocidos, buscaban desorbitados la dirección del acero.

Alguien está tratando de ahorcar a mi hermano. Un brazo poderoso. ¡Sangre! Siempre

sucede lo mismo cuando lo hago de prisa.

Buscó, en su rostro, el sitio correspondiente; pero su dedo quedó limpio y no denunció

el tacto solución alguna de continuidad. Se sobresaltó. No había heridas en su piel, pero

allá, en el espejo, el otro estaba sangrando ligeramente. Y en su interior volvió a ser

verdad el fastidio de que se repitieran las inquietudes de la noche anterior. De que ahora,

frente al espejo, fuera a tener otra vez la sensación, la conciencia del desdoblamiento.

Pero allí estaba ya el mentón (redondo: caras iguales). Esos pelos en el hoyuelo

necesitan una navaja en punta.

Creyó observar que una nube de desconcierto velaba el gesto apresurado de su

imagen. ¿Sería posible que, debido a la gran rapidez con que se estaba rasurando (y el

matemático se adueñó por entero de la situación) la velocidad de la luz no alcance a

cubrir la distancia para registrar todos los movimientos? ¿Podría él, en su premura,

adelantarse a la imagen del espejo y terminar la tarea un movimiento antes que ella? ¿O

sería posible (y el artista tras una breve lucha, logró desalojar al matemático) que la

imagen hubiera tomado vida propia y resuelto —por vivir en un tiempo descomplicado—

terminar con mayor lentitud que su sujeto externo?

26 Gabriel García Márquez

Ojos de perro azul

Visiblemente preocupado abrió el grifo del agua caliente y sintió la subida del vapor

tibio y espeso, mientras el chapoteo de su rostro entre el agua nueva le llenaba los oídos

de un rumor gutural. Sobre la piel, la amable aspereza de la toalla recién lavada le hizo

respirar una honda satisfacción de animal higiénico. ¡Pandora! Ésa es la palabra:

Pandora.

Miró la toalla con sorpresa y cerró los ojos, desconcertado, mientras allá, en el espejo,

un rostro igual al suyo lo contemplaba con unos grandes ojos estúpidos y el rostro

cruzado por un hilo cárdeno.

Abrió los ojos y sonrió (sonrió). Ya nada le importaba. ¡El almacén de Mabel es una

caja de Pandora!

El olor caliente de los riñones en salsa le agasajó el olfato, ahora con mayor urgencia.

Y sintió satisfacción —con positiva satisfacción— que dentro de su alma un perro grande

se había puesto a menear la cola.

(1949)

Gabriel García Márquez 27

Ojos de perro azul

Ojos de perro azul

Entonces me miró. Yo creía que me miraba por primera vez. Pero luego, cuando dio la

vuelta por detrás del velador y yo seguía sintiendo sobre el hombro, a mis espaldas, su

resbaladiza y oleosa mirada, comprendí que era yo quien la miraba por primera vez. Encendí

un cigarrillo. Tragué el humo áspero y fuerte, antes de hacer girar el asiento,

equilibrándolo sobre una de las patas posteriores. Después de eso la vi ahí, como había

estado todas las noches, parada junto al velador, mirándome. Durante breves minutos

estuvimos haciendo nada más que eso: mirándonos. Yo mirándola desde el asiento,

haciendo equilibrio en una de sus patas posteriores. Ella de pie, con una mano larga y

quieta sobre el velador, mirándome. Le veía los párpados iluminados como todas las

noches. Fue entonces cuando recordé lo de siempre, cuando le dije: “Ojos de perro azul”.

Ella me dijo, sin retirar la mano del velador: “Eso. Ya no lo olvidaremos nunca”. Salió de

la órbita, suspirando: “Ojos de perro azul. He escrito eso por todas partes”.

La vi caminar hacia el tocador. La vi aparecer en la luna circular del espejo mirándome

ahora al final de una ida y vuelta de luz matemática. La vi seguir mirándome con sus

grandes ojos de ceniza encendida: mirándome mientras abría la cajita enchapada de

nácar rosado. La vi empolvarse la nariz. Cuando acabó de hacerlo, cerró la cajita y volvió

a ponerse en pie y caminó de nuevo hacia el velador, diciendo: “Temo que alguien sueñe

con esta habitación y me revuelva mis cosas”; y tendió sobre la llama la misma mano

larga y trémula que había estado calentando antes de sentarse al espejo. Y dijo: “No

sientes el frío”. Y yo le dije: “A veces”. Y ella me dijo: “Debes sentirlo ahora”. Y entonces

comprendí por qué no había podido estar solo en el asiento. Era el frío lo que me daba la

certeza de mi soledad. “Ahora lo siento”, dije. “Y es raro, porque la noche está quieta.

Tal vez se me ha rodado la sábana.” Ella no respondió. Empezó otra vez a moverse hacia

el espejo y volví a ella. Sin verla, sabía lo que estaba haciendo. Sabía que estaba otra

vez sentada frente al espejo, viendo mis espaldas que habían tenido tiempo para llegar

hasta el fondo del espejo y ser encontradas por la mirada de ella que también había

tenido el tiempo justo para llegar hasta el fondo y regresar (antes de que la mano tuviera

tiempo de iniciar la segunda vuelta) hasta los labios que estaban ahora untados de

carmín, desde la primera vuelta de la mano frente al espejo. Yo veía, frente a mí, la

pared lisa que era como otro espejo ciego donde yo no la veía a ella —sentada a mis

espaldas— pero imaginándola dónde estaría si en lugar de la pared hubiera sido puesto

un espejo. “Te veo”, le dije. Y vi en la pared como si ella hubiera levantado los ojos y me

hubiera visto de espaldas en el asiento, al fondo del espejo, con la cara vuelta hacia la

pared. Después la vi bajar los párpados, otra vez, y quedarse con los ojos quietos en su

corpiño; sin hablar. Y yo volví a decirle: “Te veo”. Y ella volvió a levantar los ojos desde

su corpiño. “Es imposible”, dijo. Yo pregunté por qué. Y ella, con los ojos otra vez quietos

en el corpiño: “Porque tienes la cara vuelta hacia la pared”. Entonces yo hice girar el

asiento. Tenía el cigarrillo apretado en la boca. Cuando quedé frente al espejo ella estaba

otra vez junto al velador. Ahora tenía las manos abiertas sobre la llama, como dos

abiertas alas de gallina, asándose y con el rostro sombreado por sus propios dedos.

“Creo que me voy a enfriar”, dijo. “Ésta debe ser una ciudad helada.” Volvió el rostro de

perfil y su piel de cobre al rojo se volvió repentinamente triste. “Haz algo contra eso”,

dije. Y ella empezó a desvestirse, pieza por pieza, empezando por arriba; por el corpiño.

Le dije: “Voy a voltearme contra la pared”. Ella dijo: “No. De todos modos me verás

como me viste cuando estaba de espaldas”. Y no había acabado de decirlo cuando ya

estaba desvestida casi por completo, con la llama lamiéndole la larga piel de cobre.

28 Gabriel García Márquez

Ojos de perro azul

“Siempre había querido verte así, con el cuero de la barriga lleno de hondos agujeros,

como si te hubieran hecho a palos.” Y antes de que yo cayera en la cuenta de que mis

palabras se habían vuelto torpes frente a su desnudez, ella se quedó inmóvil,

calentándose en la órbita del velador y dijo: “A veces creo que soy metálica”. Guardó

silencio un instante. La posición de las manos sobre la llama varió levemente. Yo dije: “A

veces, en otros sueños, he creído que no eres sino una estatuilla de bronce en el rincón

de algún museo. Tal vez por eso sientes frío”. Y ella dijo: “A veces, cuando me duermo

sobre el corazón, siento que el cuerpo se me vuelve hueco y la piel como una lámina.

Entonces, cuando la sangre me golpea por dentro, es como si alguien me estuviera

llamando con los nudillos en el vientre y siento mi propio sonido de cobre en la cama. Es

como si fuera así como tú dices: de metal laminado”. Se acercó más al velador. “Me

habría gustado oírte”, dije. Y ella dijo: “Si alguna vez nos encontramos pon el oído en

mis costillas, cuando me duerma sobre el lado izquierdo, y me oirás resonar. Siempre he

deseado que lo hagas alguna vez”. La oí respirar hondo mientras hablaba. Y dijo que

durante años no había hecho nada distinto de eso. Su vida estaba dedicada a encontrarme

en la realidad, a través de esa frase identificadora: “Ojos de perro azul”. Y en la

calle iba diciendo, en voz alta, que era una manera de decirle a la única persona que habría

podido entenderle:

“Yo soy la que llega a tus sueños todas las noches y te dice esto: Ojos de perro azul”.

Y dijo que iba a los restaurantes y les decía a los mozos, antes de ordenar el pedido:

“Ojos de perro azul”. Pero los mozos le hacían una respetuosa reverencia, sin que

hubieran recordado nunca haber dicho eso en sus sueños. Después escribía en las

servilletas y rayaba con el cuchillo el barniz de las mesas: “Ojos de perro azul”. Y en los

cristales empañados de los hoteles, de las estaciones, de todos los edificios públicos,

escribía con el índice: “Ojos de perro azul”. Dijo que una vez llegó a una droguería y

advirtió el mismo olor que había sentido en su habitación una noche, después de haber

soñado conmigo. “Debe estar cerca”, pensó, viendo el embaldosado limpio y nuevo de la

droguería. Entonces se acercó al dependiente y le dijo: “Siempre sueño con un hombre

que me dice: ‘Ojos de perro azul’ ”. Y dijo que el vendedor le había mirado a los ojos y le

dijo: “En realidad, señorita, usted tiene los ojos así”. Y ella le dijo: “Necesito encontrar al

hombre que me dijo en sueños eso mismo”. Y el vendedor se echó a reír y se movió

hacia el otro lado del mostrador. Ella siguió viendo el embaldosado limpio y sintiendo el

olor. Y abrió la cartera y se arrodilló y escribió sobre el embaldosado, a grandes letras

rojas, con la barrita de carmín para labios: “Ojos de perro azul”. El vendedor regresó de

donde estaba. Le dijo: “Señorita, usted ha manchado el embaldosado”. Le entregó un

trapo húmedo, diciendo: “Límpielo”. Y ella dijo, todavía junto al velador, que pasó toda la

tarde a gatas, lavando el embaldosado y diciendo “Ojos de perro azul” hasta cuando la

gente se congregó en la puerta y dijo que estaba loca.

Ahora, cuando acabó de hablar, yo seguía en el rincón, sentado, haciendo equilibrio en

la silla. “Yo trato de acordarme todos los días la frase con que debo encontrarte”, dije.

“Ahora creo que mañana no lo olvidaré. Sin embargo siempre he dicho lo mismo y siempre

he olvidado al despertar cuáles son las palabras con que puedo encontrarte.” Y ella

dijo: “Tú mismo las inventaste desde el primer día”. Y yo le dije: “Las inventé porque te

vi los ojos de ceniza. Pero nunca las recuerdo a la mañana siguiente”. Y ella, con los

puños cerrados junto al velador, respiró hondo: “Si por lo menos pudiera recordar ahora

en qué ciudad lo he estado escribiendo”.

Sus dientes apretados relumbraron sobre la llama. “Me gustaría tocarte ahora”, dije.

Ella levantó el rostro que había estado mirando la lumbre: levantó la mirada ardiendo,

asándose también como ella, como sus manos; y yo sentí que me vio, en el rincón,

donde seguía sentado, meciéndome en el asiento. “Nunca me habías dicho eso”, dijo.

“Ahora lo digo y es verdad”, dije. Al otro lado del velador ella pidió un cigarrillo. La colilla

había desaparecido de entre mis dedos. Había olvidado que estaba fumando. Dijo: “No sé

por qué no puedo recordar dónde lo he escrito”. Y yo le dije: “Por lo mismo que yo no

podré recordar mañana las palabras”. Y ella dijo, triste: “No. Es que a veces creo que eso

también lo he soñado”. Me puse en pie y caminé hacia el velador. Ella estaba un poco

más allá, y yo sabía caminando, con los cigarrillos y los fósforos en la mano, que no

Gabriel García Márquez 29

Ojos de perro azul

pasaría el velador. Le tendí el cigarrillo. Ella lo apretó entre los labios y se inclinó para

alcanzar la llama, antes de que yo tuviera el tiempo de encender el fósforo: “En alguna

ciudad del mundo, en todas las paredes, tienen que estar escritas esas palabras: ‘Ojos de

perro azul’ ”, dije. “Si mañana las recordara iría a buscarte.” Ella levantó otra vez la

cabeza y tenía ya la brasa encendida en los labios. “Ojos de perro azul”, sugirió,

recordando, con el cigarrillo caído sobre la barba y un ojo a medio cerrar. Aspiró después

el humo, con el cigarrillo entre los dedos, y exclamó: “Ya esto es otra cosa. Estoy

entrando en calor”. Y lo dijo con la voz un poco tibia y huidiza, como si no lo hubiera

dicho realmente sino como si lo hubiera escrito en un papel y hubiera acercado el papel a

la llama mientras yo leía: “Estoy entrando”, y ella hubiera seguido con el papelito entre

el pulgar y el índice, dándole vueltas, mientras se iba consumiendo y yo acababa de leer:

“... en calor”, antes de que el papelito se consumiera por completo y cayera al suelo

arrugado, disminuido, convertido en un liviano polvo de ceniza: “Así es mejor”, dije. “A

veces me da miedo verte así. Temblando junto al velador.”

Nos veíamos desde hacía varios años. A veces, cuando ya estábamos juntos, alguien

dejaba caer afuera un cucharita y despertábamos. Poco a poco habíamos ido

comprendiendo que nuestra amistad estaba subordinada a las cosas, a los

acontecimientos más simples. Nuestros encuentros terminaban siempre así, con el caer

de una cucharita en la madrugada.

Ahora, junto al velador, me estaba mirando. Yo recordaba que antes también me había

mirado así, desde aquel remoto sueño en que hice girar el asiento sobre sus patas

posteriores y quedé frente a una desconocida de ojos cenicientos. Fue en ese sueño en

el que le pregunté por primera vez: “¿Quién es usted?” Y ella me dijo: “No lo recuerdo”.

Yo le dije: “Pero creo que nos hemos visto antes”. Y ella dijo, indiferente: “Creo que

alguna vez soñé con usted, con este mismo cuarto”. Y yo le dije: “Eso es. Ya empieza a

recordarlo”. Y ella dijo: “Qué curioso. Es cierto que nos hemos encontrado en otros

sueños”.

Dio dos chupadas al cigarrillo. Yo estaba todavía parado frente al velador cuando me

quedé mirándola de pronto. La miré de arriba abajo y todavía era de cobre; pero no ya

de metal duro y frío, sino de cobre amarillo, blando, maleable. “Me gustaría tocarte”, volví

a decir. Y ella dijo: “Lo echarías todo a perder”. Yo dije: “Ahora no importa. Bastará

con que demos vuelta a la almohada para que volvamos a encontrarnos”. Y tendí la

mano por encima del velador. Ella no se movió. “Lo echarías todo a perder”, volvió a

decir, antes de que yo pudiera tocarla. “Tal vez, si das la vuelta por detrás del velador,

despertaríamos sobresaltados quién sabe en qué parte del mundo”. Pero yo insistí: “No

importa”. Y ella dijo: “Si diéramos vuelta a la almohada volveríamos a encontrarnos. Pero

tú, cuando despiertes, lo habrás olvidado”. Empecé a moverme hacia el rincón. Ella

quedó atrás, calentándose las manos sobre la llama. Y todavía no estaba yo junto al

asiento cuando le oí decir a mis espaldas: “Cuando despierto a media noche, me quedo

dando vueltas en la cama, con los hilos de la almohada ardiéndome en la rodilla y

repitiendo hasta el amanecer: Ojos de perro azul”.

Entonces yo me quedé con la cara contra la pared. “Ya está amaneciendo”, dije sin mirarla.

“Cuando dieron las dos estaba despierto y de eso hace mucho rato.” Yo me dirigí

hacia la puerta. Cuando tenía agarrada la manivela, oí otra vez su voz igual, invariable:

“No abras esa puerta”, dijo. “El corredor está lleno de sueños difíciles”. Y yo le dije:

“¿Cómo lo sabes?” Y ella me dijo: “Porque hace un momento estuve allí y tuve que

regresar cuando descubrí que estaba dormida sobre el corazón”. Yo tenía la puerta

entreabierta. Moví un poco la hoja y un airecillo frío y tenue me trajo un fresco olor a

tierra vegetal, a campo húmedo. Ella habló otra vez. Yo di la vuelta, moviendo todavía la

hoja montada en goznes silenciosos, y le dije: “Creo que no hay ningún corredor aquí

afuera. Siento el olor del campo”. Y ella, un poco lejana ya, me dijo: “Conozco esto más

que tú. Lo que pasa es que allá afuera está una mujer soñando con el campo”. Se cruzó

de brazos sobre la llama. Siguió hablando: “Es esa mujer que siempre ha deseado tener

una casa en el campo y nunca ha podido salir de la ciudad”. Yo recordaba haber visto la

mujer en algún sueño anterior, pero sabía, ya con la puerta entreabierta, que dentro de

30 Gabriel García Márquez

Ojos de perro azul

media hora debía bajar al desayuno. Y dije: “De todos modos, tengo que salir de aquí

para despertar”.

Afuera el viento aleteó un instante, se quedó quieto después y se oyó la respiración de

un durmiente que acababa de darse vuelta en la cama. El viento del campo se suspendió.

Ya no hubo más olores. “Mañana te reconoceré por eso”, dije. “Te reconoceré cuando vea

en la calle una mujer que escriba en las paredes: ‘Ojos de perro azul’ ”. Y ella, con una

sonrisa triste —que era ya una sonrisa de entrega a lo imposible, a lo inalcanzable—,

dijo: “Sin embargo no recordarás nada durante el día”. Y volvió a poner las manos sobre

el velador, con el semblante oscurecido por una niebla amarga: “Eres el único hombre

que, al despertar, no recuerda nada de lo que ha soñado”.

(1950)

Gabriel García Márquez 31

Ojos de perro azul

La mujer que llegaba a las seis

La puerta oscilante se abrió. A esa hora no había nadie en el restaurante de José. Acababan

de dar las seis y el hombre sabía que sólo a las seis y media empezarían a llegar

los parroquianos habituales. Tan conservadora y regular era su clientela, que no había

acabado el reloj de dar la sexta campanada cuando una mujer entró, como todos los días

a esa hora, y se sentó sin decir nada en la alta silla giratoria. Traía un cigarrillo sin

encender, apretado entre los labios.

—Hola, reina —dijo José cuando la vio sentarse. Luego caminó hacia el otro extremo

del mostrador, limpiando con un trapo seco la superficie vidriada. Siempre que entraba

alguien al restaurante José hacía lo mismo. Hasta con la mujer con quien había llegado a

adquirir un grado de casi intimidad, el gordo y rubicundo mesonero representaba su

diaria comedia de hombre diligente. Habló desde el otro extremo del mostrador.

—¿Qué quieres hoy? —dijo.

—Primero que todo quiero enseñarte a ser caballero —dijo la mujer. Estaba sentada al

final de la hilera de sillas giratorias, de codos en el mostrador, con el cigarrillo apagado

en los labios. Cuando habló apretó la boca para que José advirtiera el cigarrillo sin

encender.

—No me había dado cuenta —dijo José.

—Todavía no te has dado cuenta de nada —dijo la mujer.

El hombre dejó el trapo en el mostrador, caminó hacia los armarios oscuros y olorosos

a alquitrán y a madera polvorienta, y regresó luego con los fósforos. La mujer se inclinó

para alcanzar la lumbre que ardía entre las manos rústicas y velludas del hombre; José

vio el abundante cabello de la mujer, empavonado de vaselina gruesa y barata. Vio su

hombro descubierto, por encima del corpiño floreado. Vio el nacimiento del seno

crepuscular, cuando la mujer levantó la cabeza, ya con la brasa entre los labios.

—Estás hermosa hoy, reina —dijo José.

—Déjate de tonterías —dijo la mujer—. No creas que eso me va a servir para pagarte.

—No quise decir eso, reina —dijo José—. Apuesto a que hoy te hizo daño el almuerzo.

La mujer tragó la primera bocanada de humo denso, se cruzó de brazos todavía con

los codos apoyados en el mostrador, y se quedó mirando hacia la calle, a través del

amplio cristal del restaurante. Tenía una expresión melancólica. De una melancolía

hastiada y vulgar.

—Te voy a preparar un buen bistec —dijo José.

—Todavía no tengo plata —dijo la mujer.

—Hace tres meses que no tienes plata y siempre te preparo algo bueno —dijo José.

—Hoy es distinto —dijo la mujer, sombríamente, todavía mirando hacia la calle.

—Todos los días son iguales —dijo José—. Todos los días el reloj marca las seis,

entonces entras y dices que tienes un hambre de perro y entonces yo te preparo algo

bueno. La única diferencia es ésa, que hoy no dices que tienes un hambre de perro, sino

que el día es distinto.

—Y es verdad —dijo la mujer. Se volvió a mirar al hombre que estaba al otro lado del

mostrador, registrando la nevera. Estuvo contemplándolo durante dos, tres segundos.

Luego miró el reloj, arriba del armario. Eran las seis y tres minutos. “Es verdad, José.

Hoy es distinto”, dijo. Expulsó el humo y siguió hablando con palabras cortas,

apasionadas: “Hoy no vine a las seis, por eso es distinto, José”.

El hombre miró el reloj.

—Me corto el brazo si ese reloj se atrasa un minuto —dijo.

32 Gabriel García Márquez

Ojos de perro azul

—No es eso, José. Es que hoy no vine a las seis —dijo la mujer—. Vine a las seis

menos cuarto.

—Acaban de dar las seis, reina —dijo José—. Cuando tú entraste acababan de darlas.

—Tengo un cuarto de hora de estar aquí —dijo la mujer.

José se dirigió hacia donde ella estaba. Acercó a la mujer su enorme cara

congestionada, mientras tiraba con el índice de uno de sus párpados.

—Sóplame aquí —dijo.

La mujer echó la cabeza hacia atrás. Estaba seria, fastidiosa, blanda; embellecida por

una nube de tristeza y cansancio.

—Déjate de tonterías, José. Tú sabes que hace más de seis meses que no bebo.

—Eso se lo vas a decir a otro —dijo—. A mí no. Te apuesto a que por lo menos se han

tomado un litro entre dos.

—Me tomé dos tragos con un amigo —dijo la mujer.

—Ah; entonces ahora me explico —dijo José.

—Nada tienes que explicarte —dijo la mujer—. Tengo un cuarto de hora de estar aquí.

El hombre se encogió de hombros.

—Bueno, si así lo quieres, tienes un cuarto de hora de estar aquí —dijo—. Después de

todo a nadie le importa nada diez minutos más o diez minutos menos.

—Sí importan, José —dijo la mujer. Y estiró los brazos por encima del mostrador,

sobre la superficie vidriada, con un aire de negligente abandono—. Y no es que yo lo

quiera: es que hace un cuarto de hora que estoy aquí. —Volvió a mirar el reloj y

rectificó:

—Qué digo: ya tengo veinte minutos.

—Está bien, reina —dijo el hombre—. Un día entero con su noche te regalaría yo para

verte contenta.

Durante todo este tiempo José había estado moviéndose detrás del mostrador,

removiendo objetos, quitando una cosa de un lugar para ponerla en otro. Estaba en su

papel.

—Quiero verte contenta —repitió. Se detuvo bruscamente, volviéndose hacia donde

estaba la mujer.

—¿Tú sabes que te quiero mucho? —dijo.

La mujer lo miró con frialdad.

—¿Síii...? Qué descubrimiento, José. ¿Crees que me quedaría contigo por un millón de

pesos?

—No he querido decir eso, reina —dijo Jo-sé—. Vuelvo a apostar a que te hizo daño el

almuerzo.

—No te lo digo por eso —dijo la mujer. Y su voz se volvió menos indolente—. Es que

ninguna mujer soportaría una carga como la tuya por un millón de pesos.

José se ruborizó. Le dio la espalda a la mujer y se puso a sacudir el polvo en las

botellas del armario. Habló sin volver la cara.

—Estás insoportable hoy, reina. Creo que lo mejor es que te comas el bistec y te vayas

a acostar.

—No tengo hambre —dijo la mujer. Se quedó mirando otra vez la calle, viendo los

transeúntes turbios de la ciudad atardecida. Durante un instante hubo un silencio turbio

en el restaurante. Una quietud interrumpida apenas por el trasteo de José en el armario.

De pronto la mujer dejó de mirar hacia la calle y habló con la voz apagada, tierna,

diferente.

—¿Es verdad que me quieres, Pepillo?

—Es verdad —dijo José, en seco, sin mirarla.

—¿A pesar de lo que te dije? —dijo la mujer.

—¿Qué me dijiste? —dijo José, todavía sin inflexiones en la voz, todavía sin mirarla.

—Lo del millón de pesos ——dijo la mujer.

—Ya lo había olvidado —dijo José.

—Entonces, ¿me quieres? —dijo la mujer.

—Sí —dijo José.

Gabriel García Márquez 33

Ojos de perro azul

Hubo una pausa. José siguió moviéndose con la cara revuelta hacia los armarios,

todavía sin mirar a la mujer. Ella expulsó una nueva bocanada de humo, apoyó el busto

contra el mostrador y luego, con cautela y picardía, mordiéndose la lengua antes de decirlo,

como si hablara en puntillas:

—¿Aunque no me acueste contigo? —dijo.

Y sólo entonces José volvió a mirarla:

—Te quiero tanto que no me acostaría contigo —dijo. Luego caminó hacia donde ella

estaba. Se quedó mirándola de frente, los poderosos brazos apoyados en el mostrador,

delante de ella, mirándola a los ojos. Dijo—: Te quiero tanto que todas las tardes mataría

al hombre que se va contigo.

En el primer instante la mujer pareció perpleja. Después miró al hombre con atención,

con una ondulante expresión de compasión y burla. Después guardó un breve silencio,

desconcertada. Y después rió, estrepitosamente.

—Estás celoso, José. ¡Qué rico, estás ce-loso!

José volvió a sonrojarse con una timidez franca, casi desvergonzada, como le habría

ocurrido a un niño a quien le hubieran revelado de golpe todos los secretos. Dijo:

—Esta tarde no entiendes nada, reina. —Y se limpió el sudor con el trapo. Dijo:—

La mala vida te está embruteciendo.

Pero ahora la mujer había cambiado de expresión. “Entonces no”, dijo. Y volvió a mirarlo

a los ojos, con un extraño esplendor en la mirada, a un tiempo acongojada y

desafiante:

—Entonces, no estás celoso.

—En cierto modo, sí —dijo José—. Pero no es como tú dices.

Se aflojó el cuello y siguió limpiándose, secándose la garganta con el trapo.

—¿Entonces? —dijo la mujer.

—Lo que pasa es que te quiero tanto que no me gusta que hagas eso —dijo José.

—¿Qué? —dijo la mujer.

—Eso de irte con un hombre distinto todos los días —dijo José.

—¿Es verdad que lo matarías para que no se fuera conmigo? —dijo la mujer.

—Para que no se fuera, no —dijo José—. Lo mataría porque se fue contigo.

—Es lo mismo —dijo la mujer.

La conversación había llegado a densidad excitante. La mujer hablaba en voz baja,

suave, fascinada. Tenía la cara casi pegada al rostro saludable y pacífico del hombre, que

permanecía inmóvil, como hechizado por el vapor de las palabras.

—Todo eso es verdad —dijo José.

—Entonces —dijo la mujer, y extendió la mano para acariciar el áspero brazo del

hombre. Con la otra arrojó la colilla—, ¿tú eres capaz de matar a un hombre?

—Por lo que te dije, sí —dijo José. Y su voz tomó una acentuación casi dramática.

La mujer se echó a reír convulsivamente, con una abierta intención de burla.

—Qué horror, José. Qué horror —dijo, todavía riendo—, José matando a un hombre.

¡Quién hubiera dicho que detrás del señor gordo y santurrón que nunca me cobra, que

todos los días me prepara un bistec y que se distrae hablando conmigo hasta cuando encuentro

un hombre, hay un asesino! ¡Qué horror, José! ¡Me das miedo!

José estaba confundido. Tal vez sintió un poco de indignación. Tal vez, cuando la mujer

se echó a reír, se sintió defraudado.

—Estás borracha, tonta —dijo—. Vete a dormir. Ni siquiera tendrás ganas de comer.

Pero la mujer ahora había dejado de reír y estaba otra vez seria, pensativa, apoyada

en el mostrador. Vio alejarse al hombre. Lo vio abrir la nevera y cerrarla otra vez, sin extraer

nada de ella. Lo vio moverse después hacia el extremo opuesto del mostrador. Lo

vio frotar el vidrio reluciente, como al principio. Entonces la mujer habló de nuevo, con el

tono enternecedor y suave de cuando dijo: ¿Es verdad que me quieres, Pepillo?

—José —dijo.

El hombre no la miró.

—¡José!

—Vete a dormir —dijo José—. Y métete un baño antes de acostarte para que se te

serene la borrachera.

34 Gabriel García Márquez

Ojos de perro azul

—En serio, José —dijo la mujer—. No estoy borracha.

—Entonces te has vuelto bruta —dijo José.

—Ven acá, tengo que hablar contigo —dijo la mujer.

El hombre se acercó tambaleando entre la complacencia y la desconfianza.

—¡Acércate!

El hombre volvió a pararse frente a la mujer. Ella se inclinó hacia adelante, lo asió

fuertemente por el cabello, pero con un gesto de evidente ternura.

—Repíteme lo que me dijiste al principio —dijo.

—¿Qué? —dijo José. Trataba de mirarla con la cabeza agachada, asido por el cabello.

—Que matarías a un hombre que se acostara conmigo —dijo la mujer.

—Mataría a un hombre que se hubiera acostado contigo, reina. Es verdad —dijo José.

La mujer lo soltó.

—¿Entonces me defenderías si yo lo matara? —dijo, afirmativamente, empujando con

un movimiento de brutal coquetería la enorme cabeza de cerdo de José. El hombre no

respondió nada; sonrió.

—Contéstame, José —dijo la mujer—. ¿Me defenderías si yo lo matara?

—Eso depende —dijo José—. Tú sabes que eso no es tan fácil como decirlo.

—A nadie le cree más la policía que a ti —dijo la mujer.

José sonrió, digno, satisfecho. La mujer se inclinó de nuevo hacia él, por encima del

mostrador.

—Es verdad, José. Me atrevería a apostar que nunca has dicho una mentira —dijo.

—No se saca nada con eso —dijo José.

—Por lo mismo —dijo la mujer—. La policía lo sabe y te cree cualquier cosa sin

preguntártelo dos veces.

José se puso a dar golpecitos en el mostrador, frente a ella, sin saber qué decir. La

mujer miró nuevamente hacia la calle. Miró luego el reloj y modificó el tono de la voz,

como si tuviera interés en concluir el diálogo antes de que llegaran los primeros

parroquianos.

—¿Por mí dirías una mentira, José? —di-jo—. En serio.

Y entonces José se volvió a mirarla, bruscamente, a fondo, como si una idea tremenda

se le hubiera agolpado dentro de la cabeza. Una idea que entró por un oído, giró por un

momento, vaga, confusa, y salió luego por el otro, dejando apenas un cálido vestigio de

pavor.

—¿En qué lío te has metido, reina? —dijo José. Se inclinó hacia adelante, los brazos

otra vez cruzados sobre el mostrador. La mujer sintió el vaho fuerte y un poco amoniacal

de su respiración, que se hacía difícil por la presión que ejercía el mostrador contra el

estómago del hombre.

—Esto sí es en serio, reina. ¿En qué lío te has metido? —dijo.

La mujer hizo girar la cabeza hacia el otro lado.

—En nada —dijo—. Sólo estaba hablando por entretenerme.

Luego volvió a mirarlo.

—¿Sabes que quizás no tengas que matar a nadie?

—Nunca he pensado matar a nadie —dijo José desconcertado.

—No, hombre —dijo la mujer—. Digo que a nadie que se acueste conmigo.

—¡Ah! —dijo José—. Ahora sí que estás hablando claro. Siempre he creído que no

tienes necesidad de andar en esa vida. Te apuesto a que si te dejas de eso te doy el

bistec más grande todos los días, sin cobrarte nada.

—Gracias, José. Pero no es por eso. Es que ya no podré acostarme con nadie.

—Ya vuelves a enredar las cosas —dijo José. Empezaba a parecer impaciente.

—No enredo nada —dijo la mujer. Se estiró en el asiento y José vio sus senos aplanados

y tristes debajo del corpiño.

—Mañana me voy y te prometo que no volveré a molestarte nunca. Te prometo que no

volveré a acostarme con nadie.

—¿Y de dónde te salió esa fiebre? —dijo José.

—Lo resolví hace un rato —dijo la mujer—. Sólo hace un momento que me di cuenta

de que eso es una porquería.

Gabriel García Márquez 35

Ojos de perro azul

José agarró otra vez el trapo y se puso a frotar el vidrio, cerca de ella. Habló sin

mirarla. Dijo:

—Claro que como tú lo haces es una porquería. Hace tiempo que debiste darte

cuenta.

—Hace tiempo me estaba dando cuenta —dijo la mujer—. Pero sólo hace un rato acabé

de convencerme. Les tengo asco a los hombres.

José sonrió. Levantó la cabeza para mirar, todavía sonriendo, pero la vio concentrada,

perpleja, hablando, y con los hombros levantados; balanceándose en la silla giratoria,

con una expresión taciturna, el rostro dorado por una prematura harina otoñal.

—¿No te parece que deben dejar tranquila a una mujer que mate a un hombre porque

después de haber estado con él siente asco de ése y de todos los que han estado con

ella?

—No hay para qué ir tan lejos —dijo José, conmovido, con un hilo de lástima en la voz.

—¿Y si la mujer le dice al hombre que le tiene asco cuando lo ve vistiéndose, porque

se acuerda de que ha estado revolcándose con él toda la tarde y siente que ni el jabón ni

el estropajo podrán quitarle su olor?

—Eso pasa, reina —dijo José, ahora un poco indiferente, frotando el mostrador—. No

hay necesidad de matarlo. Simplemente dejarlo que se vaya.

Pero la mujer seguía hablando y su voz era una corriente uniforme, suelta,

apasionada.

—¿Y si cuando la mujer le dice que le tiene asco, el hombre deja de vestirse y corre

otra vez para donde ella, a besarla otra vez, a...?

—Eso no lo hace ningún hombre decente —dijo José.

—¿Pero, y si lo hace? —dijo la mujer, con exasperante ansiedad—. ¿Si el hombre no es

decente y lo hace y entonces la mujer siente que le tiene tanto asco que se puede morir,

y sabe que la única manera de acabar con todo eso es dándole una cuchillada por

debajo?

—Esto es una barbaridad. Por fortuna no hay hombre que haga lo que tú dices.

—Bueno —dijo la mujer, ahora completamente exasperada—. ¿Y si lo hace? Suponte

que lo hace.

—De todos modos no es para tanto —dijo José. Seguía limpiando el mostrador, sin

cambiar de lugar, ahora menos atento a la conversación.

La mujer golpeó el vidrio con los nudillos. Se volvió afirmativa, enfática.

—Eres un salvaje, José —dijo—. No entiendes nada. —Lo agarró con fuerza por la

manga.— Anda, di que sí debía matarlo la mujer.

—Está bien —dijo José, con un sesgo conciliatorio—. Todo será como tú dices.

—¿Eso no es defensa propia? —dijo la mujer, sacudiéndole por la manga.

José le echó entonces una mirada tibia y complaciente. “Casi, casi”, dijo. Y le guiñó un

ojo, en un gesto que era al mismo tiempo una comprensión cordial y un pavoroso compromiso

de complicidad. Pero la mujer siguió seria; lo soltó.

—¿Echarías una mentira para defender a una mujer que haga eso? —dijo.

—Depende —dijo José.

—¿Depende de qué? —dijo la mujer.

—Depende de la mujer —dijo José.

—Suponte que es una mujer que quieres mucho —dijo la mujer—. No para estar con

ella, ¿sabes?, sino como tú dices que la quieres mucho.

—Bueno, como tú quieras, reina —dijo José, laxo, fastidiado.

Otra vez se alejó. Había mirado el reloj. Había visto que iban a ser las seis y media.

Había pensado que dentro de unos minutos el restaurante empezaría a llenarse de gente

y tal vez por eso se puso a frotar el vidrio con mayor fuerza, mirando hacia la calle a

través del cristal de la ventana. La mujer permanecía en la silla, silenciosa, concentrada,

mirando con un aire de declinante tristeza los movimientos del hombre. Viéndolo, como

podría ver a un hombre una lámpara que ha empezado a apagarse. De pronto, sin

reaccionar, habló de nuevo, con la voz untuosa de mansedumbre.

—¡José!

36 Gabriel García Márquez

Ojos de perro azul

El hombre la miró con una ternura densa y triste, como un buey maternal. No la miró

para escucharla; apenas para verla, para saber que estaba ahí, esperando una mirada

que no tenía por qué ser de protección o de solidaridad. Apenas una mirada de juguete.

—Te dije que mañana me voy y no me has dicho nada —dijo la mujer.

—Sí —dijo José—. Lo que no me has dicho es para dónde.

—Por ahí —dijo la mujer—. Para donde no haya hombres que quieran acostarse con

una.

José volvió a sonreír.

—¿En serio te vas? —preguntó, como dándose cuenta de la vida, modificando

repentinamente la expresión del rostro.

—Eso depende de ti —dijo la mujer—. Si sabes decir a qué hora vine, mañana me iré y

nunca más me pondré en estas cosas. ¿Te gusta eso?

José hizo un gesto afirmativo con la cabeza, sonriente y concreto. La mujer se inclinó

hacia donde él estaba.

—Si algún día vuelvo por aquí, me pondré celosa cuando encuentre otra mujer

hablando contigo, a esta hora y en esa misma silla.

—Si vuelves por aquí debes traerme algo.

—Te prometo buscar por todas partes el osito de cuerda, para traértelo —dijo ella.

José sonrió y pasó el trapo por el aire que se interponía entre él y la mujer, como si

estuviera limpiando un cristal invisible. La mujer también sonrió, ahora con un gesto de

cordialidad y coquetería. Luego el hombre se alejó, frotando el vidrio hacia el otro

extremo del mostrador.

—¿Qué? —dijo José, sin mirarla.

—¿Verdad que a cualquiera que te pregunte a qué hora vine le dirás que a las seis

menos cuarto? —dijo la mujer.

—¿Para qué? —dijo José, todavía sin mirarla y ahora como si apenas la hubiera oído.

—Eso no importa —dijo la mujer—. La cosa es que lo hagas.

José vio entonces al primer parroquiano que penetró por la puerta oscilante y caminó

hasta una mesa del rincón. Miró el reloj. Eran las seis y media en punto.

—Está bien, reina —dijo distraídamente—. Como tú quieras. Siempre hago las cosas

como tú quieras.

—Bueno —dijo la mujer—. Entonces, prepárame el bistec.

El hombre se dirigió a la nevera, sacó un plato con carne y lo dejó en la mesa. Luego

encendió la estufa.

—Te voy a preparar un buen bistec de despedida, reina —dijo.

—Gracias, Pepillo —dijo la mujer.

Se quedó pensativa como si de repente se hubiera sumergido en un submundo

extraño, poblado de formas turbias, desconocidas. No se oyó, del otro lado del

mostrador, el ruido que hizo la carne fresca al caer en la manteca hirviente. No oyó,

después, la crepitación seca y burbujeante cuando José dio vuelta al lomillo en el caldero

y el olor suculento de la carne sazonada fue saturando, a espacios medidos, el aire del

restaurante. Se quedó así, concentrada, reconcentrada, hasta cuando volvió a levantar la

cabeza, pestañeando, como si regresara de una muerte momentánea. Entonces vio al

hombre que estaba junto a la estufa, iluminado por el alegre fuego ascendente.

—Pepillo.

—Ah.

—¿En qué piensas? —dijo la mujer.

—Estaba pensando si podrás encontrar en alguna parte el osito de cuerda —dijo José.

—Claro que sí —dijo la mujer—. Pero lo que quiero que me digas es si me darás todo

lo que te pidiera de despedida.

José la miró desde la estufa.

—¿Hasta cuándo te lo voy a decir? —dijo—. ¿Quieres algo más que el mejor bistec?

—Sí —dijo la mujer.

—¿Qué? —dijo José.

—Quiero otro cuarto de hora.

Gabriel García Márquez 37

Ojos de perro azul

José echó el cuerpo hacia atrás, para mirar el reloj. Miró luego al parroquiano que

seguía silencioso, aguardando en el rincón, y finalmente a la carne, dorada en el caldero.

Sólo entonces habló.

—En serio que no entiendo, reina —dijo.

—No seas tonto, José —dijo la mujer—. Acuérdate que estoy aquí desde las cinco y

media.

(1950)

38 Gabriel García Márquez

Ojos de perro azul

Nabo, el negro que hizo esperar a los ángeles

Nabo estaba de bruces sobre la hierba muerta. Sentía el olor a establo orinado

estregándose en el cuerpo. Sentía en la piel gris y brillante el rescoldo tibio de los últimos

caballos, pero no sentía la piel. Nabo no sentía nada. Era como si se hubiera quedado

dormido con el último golpe de la herradura en la frente y ahora no tuviera más que ese

solo sentido. Un doble sentido que le indicaba a la vez el olor a establo húmedo y el

innumerable cositeo de los insectos invisibles en la hierba. Abrió los párpados. Volvió a

cerrarlos y permaneció quieto después, estirado, duro, como había estado toda la tarde,

sintiéndose crecer sin tiempo, hasta cuando alguien dijo a sus espaldas: “Anda, Nabo. Ya

dormiste bastante”. Se volteó y no vio los caballos, pero la puerta estaba cerrada. Nabo

debió imaginar que las bestias estaban en algún lugar de la oscuridad, a pesar de que no

oía su impaciente cocear. Imaginaba que quien le hablaba lo hacía desde afuera de la

caballeriza, porque la puerta estaba cerrada por dentro y la tranca corrida. Otra vez dijo

la voz a sus espaldas: “Es cierto, Nabo, ya dormiste bastante. Tienes como tres días de

estar durmiendo...” Sólo entonces Nabo abrió los ojos por completo y recordó: “Estoy

aquí porque me pateó un caballo”.

No sabía en qué hora estaba viviendo. Ahora los días habían quedado atrás. Era como

si alguien hubiera pasado una esponja húmeda sobre aquellos remotos sábados en la

noche en que iba a la plaza del pueblo. Se olvidó de la camisa blanca. Se olvidó de que

tenía un sombrero verde, de paja verde, y un pantalón oscuro. Se olvidó de que no tenía

zapatos. Nabo iba a la plaza los sábados en la noche, se sentaba en un rincón, callado,

pero no para oír la música sino para ver al negro. Todos los sábados lo veía. El negro

usaba anteojos de carey amarrados a las orejas y tocaba el saxofón en uno de los atriles

posteriores. Nabo veía al negro, pero el negro no veía a Nabo. Por lo menos, si alguien

hubiera visto seguido que Nabo iba a la plaza los sábados por la noche para ver al negro

y le hubiera preguntado (no ahora porque no podría recordarlo) si el negro lo había visto

alguna vez, Nabo habría dicho que no. Era lo único que hacía después de cepillar los

caballos: ver al negro.

Un sábado el negro no estuvo en su puesto de la banda. Nabo debió pensar al principio

que no volvería a tocar en los conciertos populares, a pesar de que el atril estaba allí.

Aunque precisamente por eso, porque el atril estaba allí, fue por lo que más tarde pensó

que el negro volvería el sábado siguiente. Pero el sábado siguiente no volvió ni estaba el

atril en su puesto.

Nabo se volteó sobre un costado y vio al hombre que le hablaba. Al principio no lo

reconoció, borrado por la oscuridad de la caballeriza. El hombre estaba sentado en una

saliente del entablado, hablando y dándose golpecitos en las rodillas. “Me pateó un

caballo”, volvió a decir Nabo, tratando de reconocer al hombre. “Es verdad”, dijo el

hombre. “Ahora los caballos no están aquí y te estamos esperando en el coro.” Nabo

sacudió la cabeza. Todavía no había empezado a pensar. Pero ya creía haber visto al

hombre en alguna parte. El hombre decía que a Nabo lo estaban esperando en el coro.

Nabo no entendía, pero tampoco extrañaba que alguien le dijera eso, porque todos los

días, mientras cepillaba los caballos, inventaba canciones para distraerlos. Después

cantaba en la sala para distraer a la niña muda, con las mismas canciones de los

caballos. Pero la niña estaba en otro mundo, en el mundo de la sala, sentada, con los

ojos fijos en la pared. Si cuando cantaba alguien le hubiera dicho que lo llevaría a un

coro, no se habría sorprendido. Ahora se sorprendía menos porque no entendía. Estaba

fatigado, embotado, bruto. “Quiero saber dónde están los caballos”, dijo. Y el hombre

dijo: “Ya te dije que los caballos no están aquí. Sólo nos interesaba traer una voz como la

Gabriel García Márquez 39

Ojos de perro azul

tuya”. Y quizás, boca abajo sobre la hierba, Nabo oía, pero no podía diferenciar el dolor

que había dejado la herradura en la frente, de las otras sensaciones desordenadas.

Volvió la cabeza en la hierba y se quedó dormido.

Nabo fue todavía durante dos o tres semanas a la plaza, a pesar de que el negro ya no

estaba en la banda. Tal vez alguien le habría respondido si Nabo hubiera preguntado qué

había sucedido con el negro. Pero no lo preguntó, sino que siguió asistiendo a los conciertos

hasta cuando otro hombre, con otro saxófono, vino a ocupar el puesto del negro.

Entonces Nabo se convenció de que el negro no volvería más y resolvió no volver él

mismo a la plaza. Cuando despertó creía haber dormido muy poco tiempo. Todavía le

ardía en la nariz el olor a hierba húmeda. Todavía permanecía la oscuridad, delante de

sus ojos, rodeándolo. Pero todavía el hombre estaba en el rincón. La voz oscura y

pacífica del hombre que se golpeaba las rodillas, diciendo: “Te estamos esperando, Nabo.

Tienes como dos años de estar durmiendo y no has querido levantarte”. Entonces Nabo

volvió a cerrar los ojos. Los abrió luego. Se quedó mirando hacia el rincón y vio otra vez

al hombre, desorientado, perplejo. Sólo entonces lo reconoció.

Si los de la casa hubiéramos sabido qué hacía Nabo en la plaza los sábados en la noche

habríamos pensado que cuando dejó de ir lo hizo porque ya tenía música en la casa.

Esto fue cuando llevamos la ortofónica para distraer a la niña. Cuando se necesitaba una

persona que le diera cuerda durante todo el día, parecía lo más natural que esa persona

fuera Nabo. Podría hacerlo cuando no tuviera que atender a los caballos. La niña permanecía

sentada, oyendo los discos. A veces, cuando la música estaba sonando, la niña bajaba

del asiento, todavía sin dejar de mirar la pared, babeando, y se arrastraba hasta el

comedor. Nabo levantaba la aguja y empezaba a cantar. Al principio, cuando llegó a la

casa y le preguntamos qué sabía hacer, Nabo dijo que sabía cantar. Pero eso no le

interesaba a nadie. Lo que se necesitaba era un muchacho que cepillara los caballos.

Nabo se quedó, pero siguió cantando, como si lo hubiéramos aceptado para que cantara

y eso de cepillar los caballos no fuera sino una distracción que hacía más liviano el

trabajo. Eso duró más de un año, hasta cuando los dos de la casa nos acostumbramos a

la idea de que la niña no podría caminar, no reconocería a nadie, no dejaría de ser la

niña muerta y sola que oía la ortofónica, mirando la pared fríamente, hasta cuando la

levantábamos del asiento y la conducíamos al cuarto. Entonces dejó de dolernos, pero

Nabo siguió fiel, puntual, dándole cuerda a la ortofónica. Eso fue por los días en que

Nabo no había dejado de asistir a la plaza los sábados en la noche. Un día, cuando el

muchacho estaba en la caballeriza, alguien dijo junto a la ortofónica: “Nabo”. Estábamos

en el corredor, sin preocuparnos de lo que nadie hubiera podido decir. Pero cuando oímos

por segunda vez “Nabo”, levantamos la cabeza y preguntamos: ¿Quién está con la niña?

Y alguien dijo: “No he visto entrar a nadie”. Y otro dijo: “Estoy seguro de haber oído una

voz que dijo: ¡Nabo!” Pero cuando fuimos a ver sólo encontramos a la niña en el suelo,

recostada contra la pared.

Nabo regresó temprano y se acostó. Fue el sábado siguiente que no volvió a la plaza

porque el negro ya había sido reemplazado y tres semanas después, un lunes, la

ortofónica empezó a sonar mientras Nabo se encontraba en la caballeriza. Nadie se

preocupó al principio. Sólo después, cuando vimos venir al negrito, cantando y

chorreando todavía el agua de los caballos, le dijimos: “¿Por dónde saliste?” Él dijo: “Por

la puerta. Estaba en la caballeriza desde el mediodía”. “La ortofónica está sonando. ¿No

la oyes?”, le dijimos. Y Nabo dijo que sí. Y nosotros le dijimos: “¿Quién le dio cuerda?” Y

él, encogiéndose de hombros: “La niña. Hace tiempo es ella la que le da cuerda”.

Así estuvieron las cosas hasta el día en que lo encontramos de bruces en la hierba,

encerrado en la caballeriza y con la orilla de la herradura incrustada en la frente. Cuando

lo levantamos por los hombros, Nabo dijo: “Estoy aquí porque me pateó un caballo”. Pero

nadie se interesó por lo que él pudiera decir. Nos interesaban los ojos fríos y muertos y la

boca llena de espumarajos verdes. Pasó toda la noche llorando, ardido por la fiebre,

delirando, hablando del peine que se perdió en los yerbales de la caballeriza. Esto fue el

primer día. Al siguiente, cuando abrió los ojos y dijo: “Tengo sed” y le llevamos agua y se

la bebió toda de un sorbo y pidió un poco más dos veces, le preguntamos cómo se sentía

y él dijo: “Me siento como si me hubiera pateado un caballo”. Y siguió hablando durante

40 Gabriel García Márquez

Ojos de perro azul

todo el día y toda la noche. Y finalmente se sentó en la cama, señaló hacia arriba, con el

índice, y dijo que el galope de los caballos no lo había dejado dormir en toda la noche.

Pero desde la noche anterior no tenía fiebre. Ya no deliraba, pero siguió hablando hasta

cuando le introdujeron un pañuelo en la boca. Entonces Nabo empezó a cantar por detrás

del pañuelo: a decir que oía, junto a la oreja, la respiración de los caballos, buscando el

agua por encima de la puerta cerrada. Cuando le quitamos el pañuelo para que comiera

algo, se volteó contra la pared y todos creímos que se había dormido y hasta es posible

que hubiera dormido un poco. Pero cuando despertó ya no estaba en la cama. Tenía los

pies atados y las manos atadas a un horcón del cuarto. Amarrado, Nabo empezó a

cantar.

Cuando lo reconoció Nabo le dijo al hombre: “Yo lo he visto antes”. Y el hombre dijo:

“Todos los sábados me veías en la plaza”, y Nabo dijo: “Es verdad, pero yo creía que yo

lo veía a usted y usted no me veía”. Y el hombre dijo: “Nunca te vi, pero después,

cuando dejé de ir, sentí como si alguien hubiera dejado de verme los sábados”. Y Nabo

dijo: “Usted no volvió más pero yo seguí yendo durante tres o cuatro semanas”. Y el

hombre, todavía sin moverse, dándose golpecitos en las rodillas, “Yo no podía volver a la

plaza, a pesar de que era lo único que valía la pena”. Nabo trató de incorporarse, sacudió

la cabeza en la hierba y siguió oyendo la fría voz obstinada, hasta cuando ya no tuvo

tiempo ni siquiera para saber que otra vez se estaba quedando dormido. Siempre, desde

cuando lo pateó el caballo, le sucedía eso. Y siempre oía la voz “Te estamos esperando,

Nabo. Ya no hay manera de medir el tiempo que llevas de estar dormido”.

Cuatro semanas después de que el negro volvió a la banda, Nabo le estaba peinando la

cola a uno de los caballos. Nunca lo había hecho. Simplemente los cepillaba y se ponía a

cantar mientras tanto. Pero el miércoles había ido al mercado y había visto un peine y se

había dicho: “Este peine para peinarle la cola a los caballos”. Entonces fue cuando

sucedió lo del caballo que le dio la patada y lo dejó atolondrado para toda la vida, diez o

quince años antes. Alguien dijo en la casa: “Era preferible que se hubiera muerto aquel

día y no que siguiera así, rematado, hablando disparates para toda la vida”. Pero nadie

había vuelto a verlo desde el día en que lo encerramos. Sólo sabíamos que estaba allí,

encerrado en el cuarto, y que desde entonces la niña no había vuelto a mover la

ortofónica. Pero en la casa apenas teníamos interés en saberlo. Lo habíamos encerrado

como si fuera un caballo, como si la patada le hubiera comunicado la torpeza y se le

hubiera incrustado en la frente toda la estupidez de los caballos; la animalidad. Y lo

dejamos aislado en cuatro paredes, como si hubiéramos resuelto que se muriera de

encierro porque no habíamos tenido la suficiente sangre fría para matarlo de otra

manera. Así pasaron catorce años, hasta cuando uno de los niños creció y dijo que tenía

deseos de verle la cara. Y abrió la puerta.

Nabo volvió a mirar al hombre. “Me pateó un caballo”, dijo. Y el hombre dijo: “Hace

siglos que estás diciendo eso y mientras tanto, te estamos aguardando en el coro”. Nabo

volvió a sacudir la cabeza, volvió a hundir la frente herida en la hierba y creyó recordar,

de pronto, cómo habían sucedido las cosas. “Era la primera vez que le peinaba la cola a

un caballo”, dijo. Y el hombre dijo: “Nosotros lo quisimos así, para que vinieras a cantar

en el coro”. Y Nabo dijo: “No he debido comprar el peine”. Y el hombre dijo: “De todos

modos lo habrías encontrado. Nosotros habíamos resuelto que encontraras el peine y le

peinaras la cola a los caballos”. Y Nabo dijo: “Nunca me había parado detrás”. Y el

hombre, todavía tranquilo, todavía sin parecer impaciente: “Pero te paraste y el caballo

te pateó. Era la única manera de que vinieras al coro”. Y la conversación, implacable,

diaria, continuó hasta cuando alguien dijo en la casa: “Hacía como quince años que nadie

abría esa puerta”. La niña (no había crecido. Había pasado de los treinta años y

empezaba a entristecer en los párpados) estaba sentada, mirando la pared, cuando

abrieron la puerta. Ella volteó el rostro, olfateando, hacia el otro lado. Y cuando cerraron

la puerta, volvieron a decir: “Nabo está tranquilo. Ya no se mueve adentro. Un día de

esos se morirá y no lo sabremos sino por el olor”. Y alguien dijo: “Lo sabremos por la

comida. Nunca ha dejado de comer. Está bien así, encerrado, sin que nadie lo moleste.

Por el lado de atrás le entra buena luz”. Y las cosas se quedaron de ese modo; sólo que

la niña siguió mirando hacia la puerta, olfateando el vaho caliente que se filtraba por la

Gabriel García Márquez 41

Ojos de perro azul

hendidura. Estuvo así hasta la madrugada, cuando oímos un ruido metálico en la sala y

recordamos que era el mismo ruido que se oía quince años atrás, cuando Nabo le daba

cuerda a la ortofónica. Nos levantamos, encendimos la lámpara y oímos los primeros

compases de la canción olvidada; de la canción triste que se había muerto en los discos

desde hacía tanto tiempo. El ruido siguió sonando cada vez más forzado, hasta cuando se

oyó un golpe seco, en el instante en que llegamos a la sala y sentimos que todavía el

disco seguía sonando y vimos a la niña en el rincón junto a la ortofónica, mirando a la

pared y con la manivela levantada, desprendida de la caja sonora. No nos movimos. La

niña no se movió sino que siguió allí, quieta, endurecida, mirando la pared y con la

manivela levantada. Nosotros no dijimos nada, sino que regresamos al cuarto,

recordando que alguien nos había dicho alguna vez que la niña sabía darle cuerda a la

ortofónica. Pensándolo nos quedamos sin dormir, oyendo la musiquita gastada del disco

que seguía girando con el exceso de la cuerda rota.

El día anterior, cuando abrieron la puerta, olía adentro a desperdicios biológicos, a

cuerpo muerto. El que había abierto gritó: “¡Nabo! ¡Nabo!” Pero nadie respondió desde

adentro. Junto a la hendija estaba el plato vacío. Tres veces al día se introducía el plato

por debajo de la puerta y tres veces el plato volvía a salir, sin comida. Por eso sabíamos

que Nabo estaba vivo. Pero nada más que por eso.

Ya no se movía adentro, ya no cantaba. Y debió ser después que cerraron la puerta

cuando Nabo dijo al hombre: “No puedo ir al coro”. Y el hombre preguntó: “¿Por qué?” Y

Nabo dijo: “Porque no tengo zapatos”. Y el hombre, levantando los pies, dijo: “Eso no

importa. Aquí nadie usa zapatos”. Y Nabo vio la planta amarilla y dura de los pies descalzos

que el hombre tenía levantados. “Hace una eternidad que estoy aquí”, dijo el

hombre. “Hace apenas un momento que me pateó el caballo”, dijo Nabo. “Ahora me

echaré un poco de agua en la cabeza y los llevaré a dar una vuelta.” Y el hombre dijo:

“Ya los caballos no necesitan de ti. Ya no hay caballos. Eres tú quien debe venir con

nosotros”. Y Nabo dijo: “Los caballos deberían de estar aquí”. Se incorporó un poco,

hundió las manos entre la hierba mientras el hombre decía: “Hace quince años que no

tienen quien los cuide”. Pero Nabo rasguñaba el suelo debajo de la hierba, diciendo:

“Todavía debe estar el peine por aquí”. Y el hombre decía: “La caballeriza la clausuraron

hace quince años. Ahora está llena de escombros”. Y Nabo decía: “No hay escombros que

se formen en una tarde. Hasta que no encuentre el peine no me moveré de aquí”.

Al día siguiente, después de que volvieron a asegurar la puerta, fue cuando volvieron a

oírse los trabajosos movimientos interiores. Nadie se movió después. Nadie volvió a decir

nada cuando se oyeron los primeros crujidos y la puerta empezó a ceder, presionada por

una fuerza descomunal. Se oía, adentro, como el jadeo de una bestia acorralada.

Finalmente se oyó el chasquido de los goznes oxidados al romperse, cuando Nabo volvió

a sacudir la cabeza. “Mientras no encuentre el peine no iré al coro”, dijo. “Debe estar por

aquí.” Y escarbó la hierba, rompiéndola, arañando el suelo, hasta cuando el hombre dijo:

“Está bien, Nabo. Si lo único que esperas para venir al coro es encontrar el peine, anda a

buscarlo”. Se inclinó hacia adelante, oscurecido el rostro por una paciente soberbia.

Apoyó las manos contra la talanquera y dijo: “Anda, Nabo. Yo me encargaré de que

nadie pueda detenerte”.

Y entonces la puerta cedió y el enorme negro bestial, con la áspera cicatriz marcada en

la frente (a pesar de que habían transcurrido quince años) salió atropellándose por

encima de los muebles, tropezando con las cosas, levantados y amenazantes los puños,

que aún tenían la cuerda con que lo amarraron quince años antes (cuando era un

muchachito negro que cuidaba los caballos) ; vociferando por los corredores, después de

haber empujado con el hombro la puerta de una tempestad, y pasó (antes de llegar al

patio) junto a la niña, que permanecía sentada todavía con la manivela de la ortofónica

en la mano desde la noche anterior (ella al ver la negra fuerza desencadenada, recordó

algo que en un tiempo debió ser palabra) y llegó al patio (antes de encontrar la

caballeriza), después de haberse llevado con el hombro el espejo de la sala, pero sin ver

a la niña (ni junto a la ortofónica ni el espejo) y se puso de cara al sol, con los ojos

cerrados, ciego (cuando todavía no cesaba adentro el estrépito de los espejos rotos) y

corrió sin dirección como un caballo vendado, buscando instintivamente la puerta de la

42 Gabriel García Márquez

Ojos de perro azul

caballeriza que quince años de encierro habían borrado de su memoria pero no de sus

instintos (desde aquel remoto día en que le peinó la cola al caballo y quedó atolondrado

para toda la vida) y dejando atrás la catástrofe, la disolución, el caos, como un toro

vendado en un cuarto lleno de lámparas, hasta cuando llegó al patio de atrás (todavía sin

encontrar la caballeriza) y escarbó el suelo con esa furiosa tempestuosidad con que se

había llevado el espejo, pensando quizás que al escarbar la hierba se levantaría de nuevo

el olor a orín de yegua, antes de llegar por completo a las puertas de la caballeriza (y

ahora más fuerte él mismo que su propia fuerza turbulenta) y empujarla antes de tiempo

y caer adentro, de bruces, agonizante quizás, pero todavía ofuscado por esa feroz

animalidad que medio segundo antes no le permitió oír a la niña que levantó la manivela,

cuando lo vio pasar, y recordó babeando, pero sin moverse de la silla, sin mover la boca

sino haciendo girar la manivela de la ortofónica en el aire, recordó la única palabra que

había aprendido a decir en su vida y la gritó desde la sala: “¡Nabo! ¡Nabo!”

(1951)

Gabriel García Márquez 43

Ojos de perro azul

Alguien desordena estas rosas

Como es domingo y ha dejado de llover, pienso llevar un ramo de rosas a mi tumba.

Rosas rojas y blancas, de las que ella cultiva para hacer altares y coronas. La mañana

estuvo entristecida por este invierno taciturno y sobrecogedor que me ha puesto a

recordar la colina donde la gente del pueblo abandona sus muertos. Es un sitio pelado,

sin árboles, barrido apenas por las migajas providenciales que regresan después de que

el viento ha pasado. Ahora que dejó de llover y que el sol de mediodía debe haber

endurecido el jabón de la cuesta, podría llegar hasta el túmulo en cuyo fondo reposa mi

cuerpo de niño, ahora confundido, desmenuzado entre caracoles y raíces.

Ella está prosternada frente a sus santos. Permanece abstraída desde cuando dejé de

moverme en la habitación, después de haber fracasado en el primer intento de llegar

hasta el altar para coger las rosas más encendidas y frescas. Tal vez hoy hubiera podido

hacerlo; pero la lamparita pestañeó, y ella, recobrada del éxtasis, levantó la cabeza y

miró hacia el rincón donde está la silla. Debió pensar: “Es otra vez el viento”, porque es

verdad que algo crujió junto al altar y la habitación onduló un instante, como si hubiera

sido removido el nivel de los recuerdos estancados en ella desde hace tanto tiempo.

Entonces comprendí que debía aguardar una nueva ocasión para coger las rosas, porque

ella continuaba despierta, mirando la silla, y habría podido sentir junto a su rostro el

rumor de mis manos. Ahora debo esperar a que ella abandone la habitación, dentro de

un momento, y vaya a la pieza vecina a dormir la siesta medida e invariable del

domingo. Es posible que entonces pueda yo salir con las rosas para estar de regreso

antes de que ella vuelva a esta habitación y se quede mirando la silla.

El domingo pasado fue más difícil. Tuve que esperar casi dos horas a que ella cayera

en el éxtasis. Parecía intranquila, preocupada, como si la hubiera atormentado la

certidumbre de que súbitamente su soledad en la casa se había vuelto menos intensa.

Dio varias vueltas por el cuarto con el ramo de rosas, antes de abandonarlo en el altar.

Luego salió al pasadizo, miró adentro y se dirigió a la pieza vecina. Yo sabía que estaba

buscando la lámpara. Y después cuando volvió a pasar frente a la puerta y la vi en la

claridad del corredor con el saquito oscuro y las medias rosadas, me pareció que era

todavía igual a la niña que hace cuarenta años se inclinó sobre mi cama, en este mismo

cuarto, y dijo: “Ahora que le han puesto los palillos, tiene los ojos abiertos y duros”. Era

igual, como si no hubiera transcurrido el tiempo desde aquella remota tarde de agosto en

que las mujeres la trajeron al cuarto y le mostraron el cadáver y le dijeron: “Llora. Era

como un hermano tuyo”; y ella se recostó contra la pared, llorando, obedeciendo, todavía

ensopada por la lluvia.

Desde hace tres o cuatro domingos estoy tratando de llegar hasta las rosas, pero ella

ha permanecido vigilante frente al altar; vigilando las rosas con una sobresaltada diligencia

que no le había conocido en los veinte años que lleva de vivir en la casa. El

domingo pasado, cuando salió a buscar la lámpara, logré componer un ramo con las

mejores rosas. En ningún momento he estado más cerca de realizar mi deseo. Pero

cuando me disponía a regresar a la silla oí de nuevo las pisadas en el pasadizo, ordené

brevemente las rosas en el altar; y entonces la vi aparecer en el vano de la puerta con la

lámpara en alto.

Tenía puesto el saquito oscuro y las medías rosadas, pero había en su rostro algo como

la fosforescencia de una revelación. No parecía entonces la mujer que desde hace

veinte años cultiva rosas en el huerto, sino la misma niña que en aquella tarde de agosto

trajeron a la pieza vecina para que se cambiara de ropa y que regresaba ahora con una

lámpara, gorda y envejecida, cuarenta años después.

44 Gabriel García Márquez

Ojos de perro azul

Mis zapatos tienen todavía la dura costra de barro que se les formó aquella tarde, a

pesar de que permanecieron secándose durante veinte años junto al fogón apagado. Un

día fui a buscarlos. Esto fue después que clausuraron las puertas, descolgaron del umbral

el pan y el ramo de sábila, y se llevaron los muebles. Todos los muebles, menos la silla

del rincón que me ha servido para estar durante todo este tiempo. Yo sabía que los zapatos

habían sido puestos a secar y que ni siquiera se acordaron de ellos cuando

abandonaron la casa. Por eso fui a buscarlos.

Ella volvió muchos años después. Había transcurrido tanto tiempo, que el olor a

almizcle del cuarto se había confundido con el olor del polvo, con el seco y minúsculo tufo

de los insectos. Yo estaba solo en la casa, sentado en el rincón; esperando. Y había

aprendido a distinguir el rumor de la madera en descomposición, el aleteo del aire

volviéndose viejo en las alcobas cerradas. Entonces fue cuando ella vino. Se había

parado en la puerta con una maleta en la mano, un sombrero verde y el mismo saquito

de algodón que no se ha quitado desde entonces. Era todavía una muchacha. No había

empezado a engordar ni los tobillos le abultaban bajo las medias, como ahora. Yo estaba

cubierto de polvo y telaraña cuando ella abrió la puerta y en alguna parte de la

habitación guardó silencio el grillo que había estado cantando durante veinte años. Pero

a pesar de eso, a pesar de la telaraña y el polvo, del brusco arrepentimiento del grillo y

de la nueva edad de la recién llegada, yo reconocí en ella a la niña que en aquella tormentosa

tarde de agosto me acompañó a coger nidos en el establo. Así como estaba,

parada en la puerta con la maleta en la mano y el sombrero verde, parecía como si de

pronto fuera a ponerse a gritar, a decir lo mismo que dijo cuando me encontraron

bocarriba entre la hierba del establo todavía aferrado al travesaño de la escalera rota.

Cuando ella abrió la puerta por completo, los goznes crujieron y el polvillo del techo se

derrumbó a golpes, como si alguien se hubiera puesto a martillar en el caballete;

entonces ella vaciló en el marco de claridad, introduciendo después medio cuerpo en la

habitación, y dijo con la voz de quien está llamando a una persona dormida: “¡Niño!

¡Niño!” Y yo permanecí quieto en la silla, rígido, con los pies estirados.

Creía que sólo venía a ver el cuarto pero siguió viviendo en la casa. Aireó la habitación

y fue como si hubiera abierto la maleta y de ella hubiera salido su antiguo olor a almizcle.

Los otros se llevaron los muebles y la ropa en los baúles. Ella sólo se había llevado los

olores del cuarto, y veinte años después los trajo de nuevo, los colocó en su lugar y reconstruyó

el altarcillo; igual que antes. Su sola presencia bastó para restaurar lo que la

implacable laboriosidad del tiempo había destruido. Desde entonces come y duerme en la

pieza de al lado, pero se pasa los días en ésta, conversando en silencio con los santos.

Durante la tarde se sienta en el mecedor, junto a la puerta, y zurce la ropa mientras

atiende a quienes vienen a comprarle flores. Ella se mece siempre mientras zurce la

ropa. Y cuando viene alguien por un ramo de rosas, guarda la moneda en la esquina del

pañuelo que se anuda a la cintura y dice invariablemente: “Coge las de la derecha, que

las de la izquierda son para los santos”.

Así ha estado en el mecedor durante veinte años, zurciendo sus cositas, meciéndose,

mirando hacia la silla, como si por ahora no cuidara del niño que compartió con ella las

tardes de la infancia, sino del nieto inválido que está aquí, sentado en el rincón desde

cuando la abuela tenía cinco años.

Es posible que ahora, cuando vuelva a bajar la cabeza, pueda acercarme a las rosas.

Si logro hacerlo iré hasta la colina, las pondré sobre el túmulo y regresaré a mi silla, a

esperar el día en que ella no vuelva al cuarto y cesen los ruidos en las piezas de al lado.

Este día habrá una transformación en todo esto, porque yo tendré que salir otra vez de

la casa para avisarle a alguien que la mujer de las rosas, la que vive sola en la casa

arruinada, está necesitando cuatro hombres que la conduzcan a la colina. Entonces

quedaré definitivamente solo en el cuarto. Pero en cambio ella estará satisfecha. Porque

ese día sabrá que no era el viento invisible lo que todos los domingos llegaba a su altar y

le desordenaba las rosas.

(1952)

Gabriel García Márquez 45

Ojos de perro azul

La noche de los alcaravanes

Estábamos sentados, los tres, en torno a la mesa, cuando alguien introdujo una

moneda en la ranura y el Wurlitzer volvió a iniciar el disco de toda la noche. Lo demás no

tuvimos tiempo de pensarlo. Sucedió antes de que recordáramos dónde nos

encontrábamos: antes de que hubiéramos recobrado el sentido de la orientación. Uno de

nosotros extendió la mano por encima del mostrador, rastreando (nosotros no veíamos la

mano. La oíamos), tropezó con un vaso y se quedó quieto después, con las dos manos

descansando sobre la dura superficie. Entonces los tres nos buscamos en la sombra y

nos encontramos allí, en las coyunturas de los treinta dedos que se amontonaban sobre

el mostrador. Uno dijo:

—Vamos.

Y nos pusimos en pie, como si nada hubiera sucedido. Todavía no habíamos tenido

tiempo para desconcertarnos.

En el corredor, al pasar, oímos la música cercana, girando contra nosotros. Sentimos

el olor a mujeres tristes, sentadas y esperando. Sentimos el prolongado vacío del

corredor delante de nosotros, mientras caminábamos hacia la puerta, antes de que

saliera a recibirnos el otro olor agrio de la mujer que se sentaba junto a la puerta.

Nosotros dijimos:

—Nos vamos.

La mujer no respondió nada. Sentimos el crujido de un mecedor, cediendo hacia

arriba, cuando ella se puso en pie. Sentimos las pisadas en la madera suelta y otra vez el

retorno de la mujer, cuando volvieron a crujir los goznes y la puerta se ajustó a nuestras

espaldas.

Nos dimos vuelta. Allí mismo, detrás, había un duro aire cortante de madrugada

invisible y una voz que decía:

—Apártense de ahí, voy a pasar con esto.

Nos echamos hacia atrás. Y la voz volvió a decir:

—Todavía están contra la puerta.

Y sólo entonces, cuando nos habíamos movido hacia todos lados y habíamos

encontrado la voz por todas partes, dijimos:

—No podemos salir de aquí. Los alcaravanes nos sacaron los ojos.

Después oímos abrirse varias puertas. Uno de nosotros se soltó de las otras manos y lo

oímos arrastrarse en la sombra, vacilando, tropezando con los objetos que nos rodeaban.

Habló desde algún sitio de la oscuridad:

—Ya debemos estar cerca —dijo—. Por aquí hay un olor a baúles amontonados.

Sentimos otra vez el contacto de sus manos; nos recostamos contra la pared y otra

voz pasó entonces pero en dirección contraria.

—Pueden ser ataúdes —dijo uno de nosotros.

El que se había arrastrado hasta el rincón y respiraba ahora a nuestro lado dijo:

—Son baúles. Desde pequeño aprendí a distinguir el olor de la ropa guardada.

Entonces nos movimos hacia allá. El suelo era blando y liso, como de tierra pisada.

Alguien extendió una mano. Sentimos un contacto de piel larga y viva, pero ya no sentimos

la pared del otro lado.

—Esto es una mujer —dijimos.

El otro, el que había hablado de los baúles, dijo:

—Creo que está durmiendo.

El cuerpo se sacudió bajo nuestras manos; tembló; lo sentimos escurrirse, pero no

como si se hubiera puesto fuera de nuestro alcance, sino como si hubiera dejado de

46 Gabriel García Márquez

Ojos de perro azul

existir. Sin embargo, después de un instante en que permanecimos quietos, endurecidos,

recostados hombro contra hombro, oímos su voz.

—¿Quién anda por ahí? —dijo.

—Somos nosotros —respondimos sin movernos.

Se oyó el movimiento en la cama; el crujir y el rastro de los pies buscando las

pantuflas en la oscuridad. Entonces imaginamos a la mujer sentada, mirándonos cuando

todavía no acababa de despertar.

—¿Qué hacen aquí? —dijo.

Y nosotros dijimos:

—No lo sabemos. Los alcaravanes nos sacaron los ojos.

La voz dijo que había oído algo de eso. Que los periódicos habían dicho que tres hombres

estaban tomando cerveza en un patio donde había cinco o seis alcaravanes. Siete

alcaravanes. Uno de los hombres se puso a cantar como un alcaraván, imitándolos.

—Lo malo fue que dio una hora retrasada —dijo—. Fue entonces cuando los pájaros

saltaron a la mesa y les sacaron los ojos.

Dijo que eso habían dicho los periódicos, pero que nadie les había creído. Nosotros

dijimos:

—Si la gente fue allá debieron ver los alcaravanes.

Y la mujer dijo:

—Fueron. El patio estaba lleno de gente, al otro día, pero la mujer ya se había llevado

los alcaravanes a otra parte.

Cuando nos dimos la vuelta, la mujer dejó de hablar. Allí estaba otra vez la pared. Con

sólo dar vueltas encontrábamos la pared. En torno a nosotros, cercándonos, estaba

siempre una pared. Uno volvió a soltarse de nuestras manos. Lo oímos rastrear otra vez,

olfateando el suelo, diciendo:

—Ahora no sé por dónde andan los baúles. Creo que ya andamos por otra parte.

Y nosotros dijimos:

—Ven acá. Alguien está aquí, junto a nosotros.

Lo oímos acercarse. Lo sentimos levantarse a nuestro lado y otra vez nos golpeó su

aliento tibio en el rostro.

—Estira las manos hacia allá —le dijimos—. Allí hay alguien que nos conoce.

Él debió extender la mano; debió moverse hacia donde le indicamos, porque un

instante después regresó para decirnos:

—Creo que es un muchacho.

Y le dijimos:

—Está bien, pregúntale si nos conoce.

Él hizo la pregunta. Oímos la voz apática y simple del muchacho que decía:

—Sí los conozco. Son los tres hombres a quienes los alcaravanes les sacaron los ojos.

Entonces habló una voz adulta. Una voz de mujer que parecía estar detrás de una

puerta cerrada, diciendo:

—Ya estás hablando solo.

Y la voz infantil dijo despreocupadamente:

—No. Es que aquí están los hombres a quienes los alcaravanes les sacaron los ojos.

Se oyó un ruido de goznes y luego la voz adulta, más cercana que la primera vez.

—Llévalos a su casa —dijo.

Y el muchacho dijo:

—No sé dónde viven.

Y la voz adulta dijo:

—No seas de mala índole. Todo el mundo sabe dónde viven desde la noche en que los

alcaravanes les sacaron los ojos.

Luego siguió hablando en otro tono, como si se dirigiera a nosotros:

—Lo que pasa es que nadie ha querido creerlo y dicen que fue una falsa noticia de los

periódicos para aumentar las ventas. Nadie ha visto los alcaravanes.

Y nosotros dijimos:

—Pero nadie me creería si los llevo por la calle.

Gabriel García Márquez 47

Ojos de perro azul

Nosotros no nos movíamos; estábamos quietos, recostados contra la pared, oyéndola.

Y la mujer dijo:

—Si éste quiere llevarlos es distinto. Después de todo, nadie daría importancia a lo que

dijera un muchacho.

La voz infantil intervino:

—Si salgo a la calle con ellos y digo que son los hombres a quienes los alcaravanes les

sacaron los ojos, los muchachos me tirarían piedras. Todo el mundo dice por la calle que

eso no puede suceder.

Hubo un instante de silencio. Luego la puerta volvió a cerrarse, y el muchacho volvió a

hablar:

—Además, ahora estoy leyendo a Terry y los Piratas.

Alguien nos dijo al oído:

—Voy a convencerlo.

Se arrastró hacia donde estaba la voz.

—Eso me gusta —dijo—. Por lo menos, dinos qué le pasó a Terry esta semana.

Está tratando de hacerse a su confianza, pensamos. Pero el muchacho dijo:

—Eso no me interesa. Lo único que me gusta son los colores.

—Terry estaba en un laberinto —dijimos. Y el muchacho dijo:

—Eso fue el viernes. Hoy es domingo y lo que me interesa son los colores —y lo dijo

con la voz fría, desapasionada, indiferente.

Cuando el otro regresó, dijimos:

—Llevamos como tres días de estar perdidos y no hemos descansado una sola vez.

Y uno dijo:

—Está bien. Vamos a descansar un rato, pero sin soltarnos de las manos.

Nos sentamos. Un invisible sol tibio empezó a calentarnos en los hombros. Pero ni

siquiera la presencia del sol nos interesaba. La sentíamos ahí, en cualquier parte,

habiendo perdido ya la noción de las distancias, de la hora, de las direcciones. Pasaron

varias voces.

—Los alcaravanes nos sacaron los ojos —dijimos.

Y una de las voces dijo:

—Éstos tomaron en serio a los periódicos.

Las voces desaparecieron. Y seguimos sentados así, hombro contra hombro,

esperando a que en aquel pasar de voces, en aquel de imágenes pasara un olor o una

voz conocidos. El sol siguió calentando sobre nuestras cabezas. Entonces alguien dijo:

—Vamos otra vez hacia la pared.

Y los otros, inmóviles, con la cabeza levantada hacia la claridad invisible:

—Todavía no. Esperemos siquiera a que el sol empiece a ardernos en la cara.

(1953)

El sabio no dice lo que sabe, y el necio no sabe lo que dice.

Si los hombres han nacido con dos ojos, dos orejas y una sola lengua es porque se debe escuchar y mirar dos veces antes de hablar

Lo que importa verdaderamente en la vida no son los objetivos que nos marcamos, sino los caminos que seguimos para lograrlo.

Hay dos cosas que son infinitas: el universo y la estupidez humana; de la primera no estoy muy seguro.

Hay dos cosas que son infinitas: el universo y la estupidez humana; de la primera no estoy muy seguro.

El nacimiento y la muerte no son dos estados distintos, sino dos aspectos del mismo estado

Las personas son como la Luna. Siempre tienen un lado oscuro que no enseñan a nadie.

Las conversaciones son siempre peligrosas si se tiene algo que ocultar

El saber y la razón hablan, la ignorancia y el error gritan.

Todo está perdido cuando los malos sirven de ejemplo y los buenos de mofa

Algunas personas son tan falsas que ya no distinguen que lo que piensan es justamente lo contrario de lo que dicen.

Produce una inmensa tristeza pensar que la naturaleza habla mientras el género humano no escucha.

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