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B E N I T O P É R E Z
G A L D Ó S
T R A F A L G A R
3
I
Se me permitirá que antes de referir el gran suceso
de que fui testigo, diga algunas palabras sobre
mi infancia, explicando por qué extraña manera me
llevaron los azares de la vida a presenciar la terrible
catástrofe de nuestra marina.
Al hablar de mí nacimiento, no imitaré a la mayor
parte de los que cuentan hechos de su propia
vida, quienes empiezan nombrando su parentela, las
más veces noble, siempre hidalga, por lo menos, si
no se dicen descendientes del mismo emperador de
Trapisonda. Yo, en esta parte, no puedo adornar mi
libro con sonoros apellidos; y, fuera de mi madre, a
quien conocí por poco tiempo, no tengo noticia de
ninguno de mis ascendientes, si no es de Adán, cuyo
parentesco me parece indiscutible. Doy principio,
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4
pues, a mi historia como Pablos, el buscón de Segovia:
afortunadamente, Dios ha querido que en esto
solo nos parezcamos.
Yo nací en Cádiz, y en el famoso barrio de la
Viña, que no es hoy, ni menos era entonces, academia
de buenas costumbres. La memoria no me da
luz alguna sobre mi persona y mis acciones en la
niñez, sino desde la edad de seis años; y si recuerdo
esta fecha es porque la asocio a un suceso naval de
que oí hablar entonces: el combate del cabo de San
Vicente, acaecido en 1797.
Dirigiendo una mirada hacía lo que fue, con la
curiosidad y el interés propios de quien se observa,
imagen confusa y borrosa, en el cuadro de las cosas
pasadas, me veo jugando en la Caleta con otros chicos
de mi edad, poco más o menos. Aquello era para
mí la vida entera; más aún: la vida normal de
nuestra privilegiada especie; y los que no vivían como
yo, me parecían seres excepcionales del humano
linaje, pues en mi infantil inocencia y desconocimiento
del mundo, yo tenía la creencia de que el
hombre había sido criado para la mar, habiéndole
asignado la Providencia, como supremo ejercicio de
su cuerpo, la natación, y como constante empleo de
su espíritu el buscar y coger cangrejos, ya para
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arrancarles y vender sus estimadas bocas, que llaman
de la Isla, ya para propia satisfacción y regalo,
mezclando así lo agradable con lo útil.
La sociedad en que yo me crié era, pues, de lo
más rudo, incipiente y soez que puede imaginarse,
hasta ta1 punto, que los chicos de la Caleta éramos
considerados como más canallas que los que ejercían
igual industria y desafiaban con igual brío los
elementos en Puntales; y por esta diferencia, uno y
otro bando nos considerábamos rivales, y a veces
mediamos nuestras fuerzas en la Puerta de Tierra
con grandes y ruidosas pedreas, que manchaban el
suelo de heroica sangre.
Cuando tuve edad para meterme de cabeza en
los negocios por cuenta propia, con objeto de ganar
honradamente algunos cuartos, recuerdo que lucí mi
travesura en el muelle sirviendo de introductor de
embajadores a los muchos ingleses que entonces,
como ahora, nos visitaban. El muelle era una escuela
ateniense para despabilarse en pocos años, y
yo no fui de los alumnos menos aprovechados en
aquel vasto ramo del saber humano, así como tampoco
dejé de sobresalir en el merodeo de la fruta,
para lo cual ofrecía ancho campo a nuestra iniciativa
y altas especulaciones la plaza de San Juan de Dios.
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6
Pero quiero poner punto en esta parte de mi historia,
pues hoy recuerdo con vergüenza tan grande
envilecimiento, y doy gracias a Dios de que me librara
pronto, de él, llevándome por más noble camino.
Entre las impresiones que conservo está muy
fijo en mi memoria el placer entusiasta que me causaba
la vista de los barcos de guerra cuando se fondeaban
frente a Cádiz o en San Fernando. Como
nunca pude satisfacer mi curiosidad viendo de cerca
aquellas formidables máquinas, yo me las representaba
de un modo fantástico y absurdo, suponiéndolas
llenas de misterios.
Afanosos por imitar las grandes cosas de los
hombres, los chicos hacíamos también nuestras escuadras
con pequeñas naves, rudamente talladas, a
que poníamos velas de papel o trapo, marinándolas
con mucha decisión y seriedad en cualquier charco
de Puntales ola Caleta. Para que todo fuera completo,
cuando venia algún cuarto a nuestras manos
por cualquiera de las vías industriales que nos eran
propias, comprábamos pólvora en casa de la tía
Coscoja, de la calle del Torno de Santa María, y con
este ingrediente hacíamos una completa fiesta naval.
Nuestras flotas se lanzaban a tomar viento en océaT
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nos de tres varas de ancho; disparaban sus piezas de
caña; se chocaban reme- dando sangrientos abordajes,
en que se batía con gloria su imaginaria tripulación;
cubría las el humo ,dejando ver las banderas,
hechas con el primer trapo de color encontrado en
los basureros, y en tanto nosotros bailábamos de
regocijo en la costa, al estruendo de la artillería, figurándonos
ser las naciones a que correspondían
aquellos barcos, y creyendo que en el mundo de los
hombres y de las cosas grandes las naciones bailarían
lo mismo presenciando la victoria de sus queridas
escuadras. Los chicos ven todo de un modo
singular.
Aquélla era época de grandes combates navales,
pues había uno cada año y alguna escaramuza cada
mes. Yo me figuraba que las escuadras se batían
unas con otras pura y simplemente porque les daba
la gana, o con objeto de probar su valor, como dos
guapos que se citan fuera de puertas para darse de
navajazos. Me río recordando mis extravagantes
ideas respecto a las cosas de aquel tiempo. Oía hablar
mucho de Napoleón. ¿Y cómo creen ustedes
que me lo figuraba? Pues nada 4menos que igual en
todo a los contrabandistas que, procedentes del
campo de Gibraltar, se veían en el barrio de la Viña
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con harta frecuencia; me lo figuraba caballero en un
potro jerezano, con su manta, polainas, sombrero
de fieltro y el correspondiente trabuco. Según mis
ideas, con este pergeño, y seguido de otros aventureros
del mismo empaque, aquel hombre, que todos
pintaban como extraordinario, conquistaba la Europa,
es decir una gran isla, dentro de la cual estaban
otras islas, que eran las naciones; a saber: Inglaterra,
Génova, Londres, Francia, Malta, la tierra del
Moro, América, Gibraltar, Mahón, Rusia, Tolón, etc.
You había formado esta geografía a mi antojo, según
ocedencías más frecuentes de los barcos, con
pasajeros hacía algún trato; y no necesito decir entre
todas estas naciones o islas, España era la mejorcita,
por lo cual los ingleses, unos a modo de salteadores
de caminos, querían cogérsela para sí. Hablando de
esto y otros asuntos diplomáticos, yo y mis colegas
de la Caleta decíamos mil frases inspiradas en,, el
más ardiente patriotismo.
Pero no quiero cansar al lector con pormenores
que sólo se refieren a mis particulares impresiones, y
voy a concluir de hablar de mí. El único ser que
compensaba la miseria de mi existencia con un desinteresado
afecto era mi madre. Sólo recuerdo de
ella que era muy hermosa, o al menos a mí me lo
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parecía. Desde que quedó viuda se mantenía y me
mantenía lavando y componiendo la ropa de algunos
marineros. Su amor por mi debía de ser muy
grande. Caí gravemente enfermo de la fiebre amarilla
que entonces asolaba a Andalucía, y cuando me
puse bueno me llevó como en procesión a oír misa
a la Catedral vieja, por cuyo pavimento me hizo andar
de rodillas más de una hora, y en el mismo retablo
en que la oímos puso, en calidad de exvoto, un
niño de cera, que yo creí mi perfecto retrato.
Mi madre tenía un hermano, y si aquélla era
buena, éste era malo, y muy cruel por añadidura. No
puedo recordar a mi tío sin espanto, y por algunos
incidentes sueltos que conservo en la memoria, colijo
que aquel hombre debió de haber cometido un
crimen en la época a que me refiero. Era marinero, y
cuando estaba en Cádiz y en tierra venía a casa borracho
como una cuba y nos trataba fieramente: a su
hermana, de palabra, diciéndole los más horrendos
vocablos, y a mí, de obra, castigándome sin motivo
Mi madre debió padecer mucho con las atrocidades
de su hermano, y esto, unido al trabajo tan
penoso como mezquinamente retribuido, aceleró su
final, el cual dejó indeleble impresión en mi espíritu,
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aunque mi memoria puede hoy apreciarlo sólo de
un modo vago.
En aquella edad de miseria y vagancia, yo no me
quedaba más que en jugar junto a la mar o en correr
por las calles. Mis únicas contrariedades eran las que
pudieran ocasionarme un bofetón de mi tío, un regaño
de mi madre o cualquier contratiempo en la
organización de mis escuadras del espíritu no había
conocido aún ninguna emoción fuerte y verdaderamente
honda, hasta que la pérdida de mi madre me
presentó a la vida humana bajo un aspecto muy distinto
del que hasta entonces había tenido para mí.
Por eso la impresión sentida no se ha borrado nunca
de mi alma. Transcurridos tantos años, recuerdo
aún, como se recuerdan las medrosas imágenes de
un mal sueño, que mi madre yacía postrada con no
sé qué padecimiento; recuerdo haber visto entrar en
casa unas mujeres, cuyos nombres y condición no
puedo decir; recuerdo oír lamentos de dolor, y sentirme
yo mismo en los brazos de mi madre, recuerdo
también, refiriéndolo a todo mi cuerpo, el
contacto de unas manos muy frías, pero muy frías.
Creo que después me sacaron de allí; y con estas
indecisas memorias se asocia la vista de unas velas
amarillas que daban pavorosa claridad en medio del
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día, el rumor de unos rezos, el cuchicheo de 4iunas
viejas charlatanas, las carcajadas de marineros
ebrios, y después de esto la triste noción de la orfandad,
la idea de hallarme solo y abandonado en el
mundo, idea que embargó mi pobre espíritu por
algún tiempo.
No tengo presente lo que hizo mi tío en aquellos
días. Sólo sé que sus crueldades conmigo se redoblaron
hasta tal punto que, cansándome de sus
malos tratos, me evadí de la casa, deseoso de buscar
fortuna. Me fui a San Fernando; de allí a Puerto Real.
Juntéme con la gente más perdida de aquellas
playas, fecundas en héroes de encrucijada, y no sé
cómo ni por qué motivo fui a parar con ellos a Medina-
Sidonia, donde hallándonos cierto día en una
taberna se presentaron algunos soldados de marina
que hacían la leva, y nos desbandamos, refugiándose
cada cual donde pudo. Mi buena estrella me llevó a
cierta casa, cuyos dueños, se apiadaron de mí, mostrándome
gran interés, sin duda por el relato que de
rodillas, bañado en lágrimas y con ademán suplicante,
hice de mi triste estado, de mi vida y, sobre
todo, de mis desgracias.
Aquellos señores me tomaron bajo su protección,
librándome de la leva, y desde entonces quedé
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a su servicio. Con ellos me trasladé a Vejer de la
Frontera, lugar de su residencia, pues sólo estaban
de paso en Medisa-Sidonia.
Mis ángeles tutelares fueron don Alonso Gutiérrez
de Cisniega, capitán de navío, retirado del servicio,
y su mujer, ambos de avanzada edad.
Enseñáronme muchas cosas que no sabía, y como
me tomaran cariño, al poco tiempo adquirí plaza de
paje del señor don Alonso, al cual acompañaba en
su paseo diario, pues el buen inválido no movía el
brazo derecho, y con mucho trabajo la pierna correspondiente.
No sé qué hallaba para despertar su
interés. Sin duda mis pocos años, mi orfandad y
también la docilidad con que les obedecía, fueron
parte a merecer una benevolencia que he vivido
siempre profundamente agradecido. Hay que añadir
a las causas de aquel cariño, aunque me esté mal el
decirlo, que yo, no obstante haber vivido hasta entonces
en contacto con la más desarrapada canalla,
tenía cierta cultura o delicadeza ingénita, que en poco
tiempo me hizo cambiar de modales, hasta el
punto de que algunos años después, a pesar de la
falta de todo estudio, hallábame en disposición de
poder pasar por persona bien nacida.
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Cuatro años hacía que estaba en la casa cuando
ocurrió lo que voy a referir. No me exija el lector
una exactitud que tengo por imposible, tratándose
de sucesos ocurridos en la primera edad y narrados
en el ocaso de la existencia, cuando cercano a mi fin,
después de una larga vida, siento que el hielo de la
senectud entorpece mi mano al manejar la pluma,
mientras el entendimiento, aterido, intenta engañarse,
buscando en el regalo de dulces o ardientes memorias
un pasajero rejuvenecimiento. Como
aquellos viejos verdes que creen despertar su voluptuosidad
dormida engañando los sentidos con la
contemplación de hermosuras pintadas, así intentaré
dar interés y lozanía a los mustios pensamientos de
mi ancianidad, recalentándolos con la representación
de antiguas grandezas.
Y el efecto es inmediato. ¡Maravillosa superchería!
de la imaginación! Como quien repasa hojas hace
tiempo dobladas de un libro que se leyó, así miro
con curiosidad y asombro los años que fueron; y
mientras dura el embeleso de esta contemplación,
parece que un genio amigo viene y me quita de encima
la pesadumbre de los años, aligerando la carga
de mi ancianidad, que tanto agobia el cuerpo como
el alma. Esta sangre, tibio y perezoso humor que
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hoy apenas presta escasa animación a mi caduco
organismo, se enardece, se agita, circula, bulle, corre
y palpita en mis venas con acelerada pulsación. Parece
que en mi cerebro entra de improviso una gran
luz que ilumina y da forma a mil ignorados prodigios,
como la antorcha del viajero que, esclareciendo
la oscura cueva, da a conocer las maravillas de la
Geología tan de repente, que parece que las crea. Y
al mismo tiempo mi corazón, muerto por las grandes
sensaciones, se levanta, Lázaro llamado por voz
divina, y se me sacude en el pecho, causándome a la
vez dolor y alegría.
Soy joven; el tiempo no ha pasado; tengo frente
a mí los principales hechos de mi mocedad; estrecho
la mano de antiguos amigos; en mi ánimo se
reproducen las emociones dulces o terribles de la
juventud, el ardor del triunfo, el pesar de la derrota,
las grandes alegrías así como las grandes penas, asociadas
en los recuerdos como lo están en la vida.
Sobre todos mis sentimientos domina uno: el que
dirigió siempre mis acciones durante aquel azaroso
período comprendido entre 1805 y 1834. Cercano al
sepulcro, y considerándome el más inútil de los
hombres, aún haces brotar lágrimas en mis ojos,
amor santo de la patria! En cambio, yo aun puedo
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consagrarte una palabra, maldiciendo al ruin escéptico
que te niega y al filósofo corrompido que te
confunde con los intereses de un día.
A este sentimiento consagré mi edad viril, y a él
consagro esta faena de mis últimos años, poniéndole
por genio tutelar o ángel custodio de mi existencia
escrita, ya que lo fue de mi existencia real.
Muchas cosas voy a contar. ¡Trafalgar, Bailén, Madrid,
Zaragoza, Gerona, Arapiles!.. De todo esto
diré alguna cosa, si no os falta la paciencia. Mi relato
no será tan bello como debiera, pero haré lo posible
para que sea verdadero.
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16
II
En uno de los primeros días de octubre de aquel
funesto (1805), mi noble amo me llamó a su cuarto,
y mirándome con su habitual severidad (cualidad
tan sólo aparente, pues su carácter era sumamente
blando), me dijo:
-Gabriel, ¿eres tú hombre de valor?
No supe al principio qué contestar, porque, a
decir verdad, en mis catorce años de vida no se me
había presentado aún ocasión de asombrar el mundo
con ningún hecho heroico; pero al oírme llamar
hombre me llenó de orgullo, y pareciéndome al
mismo tiempo indecoroso negar mi valor ante persona
que lo tenía en tan alto grado, contesté con
pueril arrogancia:
-Sí, mi amo: soy hombre de valor.
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Entonces aquel insigne varón, que había derramado
su sangre en cien combates gloriosos, sin que
por esto se desdeñara de tratar confiadamente a su
leal criado, sonrió ante mí hízome seña de que me
sentara, y ya iba a poner en mi conocimiento alguna
importante resolución, cuando su esposa y mi ama
doña Francisca entró de súbito en el despacho para
dar mayor interés a la conferencia, y comenzó a hablar
destempladamente en estos términos:
-No, no irás...; te aseguro que no irás a la escuadra.
¡Pues no faltaba más! ... ¡A tus años y cuando te
has retirado del servicio por viejo... ¡Ay, Alonsito,
has llegado a los setenta y ya no estás para fiestas!
Me parece que aun estoy viendo a aquella respetable
cuanto iracundo señora con su gran papalina,
su saya de organdí, sus rizos blancos y su lunar
peludo a un lado de la barba. Cito estos cuatro detalles
heterogéneos porque sin ellos no puede representársela
mi memoria. Era una mujer hermosa en la
vejez, como la Santa Ana, de Murillo, y su belleza
respetable habría sido perfecta, y la comparación
con la madre de la Virgen exacta, si - mi ama hubiese
sido muda como una pintura.
Don Alonso, algo acobardado, como de costumbre
siempre que la oía, le contestó:
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-Necesito ir, Paquita. Según la carta que acabo
de recibir de ese buen Churruca, la escuadra combinada,
debe o salir de Cádiz provocando el combate
ingleses, o esperarles en la bahía. De todos modos,
la cosa va a ser sonada.
-Bueno, me alegro - repuso doña Francisca. Ahí
están Gravina, Valdés, Cisneros, Churruca, Alcalá
Galiano y Álava. Que machaquen duro sobre esos
perros ingleses. Pero tú estás hecho un trasto viejo,
que no sirves para maldita de Dios la cosa. Todavía
no puedes mover el brazo izquierdo que te dislocaron
en el cabo de San Vicente.
Mi amo movió el brazo izquierdo con un gesto
académico y guerrero, para probar que lo tenía expedito.
Pero doña Francisca, no convencida con tan
endeble argumento, continuó chillando en estos
términos:
-No, no irás a la escuadra, porque allí no hacen
falta estantiguas como tú. Si tuvieras cuarenta años,
como cuando fuiste a la Tierra del Fuego y me trajiste
aquellos collares verdes de los indios... Pero
ahora ya sé yo que ese calzonazos de Marcial te ha
calentado los cascos anoche y esta mañana, hablándote
de batallas. Me parece que el señor Marcial y yo
tenemos que reñir Vuélvase él a los barcos, si quieT
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re, para que le quiten la pierna que le queda... ¡Oh,
San José bendito! ¡Si en mis quince hubiera sabido
yo lo que era la gente de mar! ... ¡Qué tormento! ¡Ni
un día de reposo! Se casa una para vivir con su marido,
y a lo mejor viene un despacho de Madrid que
en dos palotadas me lo manda qué sé yo adónde, a
la Patagonia, al Japón o al mismo infierno. Está una
diez o doce meses sin verle, y al fin, si no le comen
los señores salvajes, vuelve hecho una miseria, tan
enfermo amarillo, que no sabe una qué hacer para
volverle a su color natural... Pero pájaro viejo no
entra en jaula, y de repente viene otro despachito de
Madrid... Vaya usted a Tolón, a Brest, a Nápoles,
acá o acullá, donde le da la gana al bribonazo del
Primer Cónsul... ¡Ah, si todos hicieran lo que yo
digo, qué pronto las pagaría todas juntas ese caballerito
que trae tan revuelto al mundo!
Mi amo miró sonriendo una mala estampa clavada
en la pared, y que, torpemente iluminada por
ignoto' artista, representaba al emperador Napoleón,
caballero en un corcel verde, con el célebre
redingote embadurnado de bemellón. Sin duda la
impresión que dejó en aquella obra de arte, que
contemplé durante cuatro años, fue causa de que
modificara mis ideas respecto -al. traje de contraB
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bandista del gran hombre, y en lo sucesivo me lo
representé vestido de cardenal y montado en un
caballo verde.
-Esto no es vivir - continuó doña Francisca, agitando
los brazos - Dios me perdone, pero aborrezco
el mar, aunque dicen que es una de sus mejores
obras. ¡No sé para qué sirve la Santa Inquisición si
no convierte en cenizas esos endiablados barcos de
guerra! Pero vengan acá y díganme: ¿Para qué es eso
de estarse arrojando balas y más balas sin más ni
más, puestos sobre cuatro tablas que si se quiebran
arrojan al mar centenares de infelices? ¿No es esto
tentar a Dios? ¡Y estos hombres se vuelven locos
cuando oyen un cañonazo! ¡Bonita gracia! A mí se
me estremecen las carnes cuando los oigo, y si todos
pensaran como yo, no habría más guerras en el
mar... y todos los cañones se convertirían en campanas.
Mira, Alonso -añadió, deteniéndose ante su
marido -, me parece que ya os han derrotado bastantes
veces. ¿Queréis otra? Tú y esos otros tan locos
como tú, ¿no estáis satisfechos después de la del
14?1
1 Así se llamaba al combate del cabo de San Vicente.
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Don Alonso apretó los puños al oír aquel triste
recuerdo, y no profirió un juramento de marino por
respeto a su esposa.
-La culpa de tu obstinación en ir a la escuadra
-añadió la dama cada vez más furiosa- la tiene el picarán
de Marcial, ese endiablado marinero, que debió
ahogarse cien veces, y cien veces se ha salvado
para tormento mío. Si él quiere volver a embarcarse
con su pierna de palo, su brazo roto, su ojo de menos
y sus cincuenta heridas, que vaya en buen hora,
y Dios quiera que no vuelva a parecer por aquí...;
pero tú -no irás, Alonso, tú no irás, porque estás
enfermo y porque has servido bastante al rey, quien
por cierto te ha recompensado muy mal; y yo que tú
le tirarlaa1 ara al señor generalísimo de mar y tierra
los galones de capitán de navío que tienes desde
hace diez años A fe que debían haberte hecho almirante,
cuando menos, que harto lo merecías cuando
fuiste a la expedición de África y me trajiste aquellas
cuentas azules, que, con los collares de los indios,
me sirvieron para adornar la urna de la Virgen del
Carmen.
-Sea o no almirante, yo debo ir a la escuadra, Paquita
-dijo mi amo-. Yo no puedo faltar a ese comB
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bate. Tengo que cobrar a los ingleses cierta cuenta
atrasada.
-¡Bueno estás tú para cobrar estas cuentas! -
contestó mi ama -. ¡Un hombre enfermo y medio
baldado! ...
-Gabriel irá conmigo -añadió don Alonso, mirándome
de un modo que infundía valor.
Yo hice un gesto que indicaba mi conformidad
con tan heroico proyecto; pero cuidé de que no me
viera doña Francisca, la cual me habría hecho notar
el irresistible peso de su mano si observara mis disposiciones
belicosas.
Ésta, al ver que su esposo parecía resuelto, se
enfureció más; juró que si volviera a nacer no se
casaría con ningún marino; dijo mil pestes del emperador,
de nuestro amado rey, del príncipe de la
paz, de todos los signatarios del Tratado de subsidios,
y terminó asegurando al valiente marino que
Dios le castigaría por su insensata temeridad.
Durante el diálogo que he referido, sin responder
de su exactitud, pues sólo me fundo en vagos recuerdos,
una tos recia y perruna, resonando en la
habitación inmediata, anunciaba que Marcial, el mareante
viejo, ola desde muy cerca la ardiente declamación
de mi ama, que le había citado bastantes
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veces con comentarios poco benévolos. Deseoso de
tomar parte en la conversación, para lo cual le autorizaba
la confianza que tenía en la casa, abrió la
puerta y se presentó en el cuarto de mi amo.
Antes de pasar adelante, quiero dar de éste algunas
noticias, así como de su hidalga consorte, para
mejor conocimiento de lo que va a pasar.
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24
III
Don Alonso Gutiérrez de Cisniega pertenecía a
una antigua familia del mismo Vejer. Consagráronle
a la carrera naval, y desde su juventud, siendo guardia
marina, se distinguió honrosamente en el ataque
que los ingleses dirigieron contra La Habana en
1748. Formó parte de la expedición que salió de
Cartagena contra Argel en 1775, y también se halló
en el ataque de Gibraltar por el duque de Crillon, en
1782. Embarcóse más tarde para la expedición al
estrecho de Magallanes en la corbeta Santa María de
la Cabeza, que mandaba don Antonio de Córdova;
también se halló en los gloriosos combates que
sostuvo la escuadra angloespañola contra la francesa
delante de Tolón, en 1793, y, por último, terminó
su gloriosa carrera en el desastroso encuentro del
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cabo de San Vicente, mandando el navío Mejicano,
uno de los que tuvieron que rendirse.
Desde entonces mi amo, que no había ascendido
conforme a su trabajosa y dilatada carrera, se
retiró del servicio. De resultas de las heridas recibidas
en aquella triste jornada, cayó enfermo del cuerpo,
y más gravemente del alma, a consecuencia del
pesar de la derrota. Curábale su esposa con amor,
aunque no sin gritos, pues el maldecir a la marina y
a sus navegantes era en su boca tan habitual como
los dulces nombres de Jesús y María en boca de un
devoto.
Era doña Francisca una señora excelente, ejemplar,
de noble origen, devota y temerosa de Dios,
como todas las hembras de aquel tiempo; caritativa
y discreta, pero con el más arisco y endemoniado
genio que he conocido en mi vida. Francamente, yo
no considero como ingénito aquel iracundo temperamento,
sino antes bien, creado por los disgustos
que la ocasionó la desabrida profesión de su esposo;
y es preciso confesar que no se quejaba sin razón,
pues aquel matrimonio, que durante cincuenta años
habría podido dar veinte hijos al mundo y a Dios,
tuvo que contentarse con uno solo: la encantadora y
sin par Rosita, -de quien hablaré después. Por estas
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y otras razones, doña Francisca pedía al cielo en sus
diarias oraciones el aniquilamiento de todas las escuadras
europeas.
En tanto, el héroe se consumía tristemente en
Vejer, viendo sus laureles apolillados y roídos de
ratones, y meditaba y discurría a todas horas sobre
un tema importante, es decir, que si Córdova, comandante
de nuestra escuadra, hubiera mandado
orzar a babor, en vez de ordenar la maniobra a estribor,
los navíos Mejicano, San José, San Nicolás y San
Isidro no habrían caído en poder de los ingleses, y el
almirante inglés Jerwis habría sido derrotado. Su
mujer, Marcial, hasta yo mismo, extralimitándome
en mis atribuciones, le decíamos que la cosa no tenía
duda, a ver si dándonos por convencidos se
templaba el vivo ardor de su manía; pero ni por
esas: su manía le acompañó al sepulcro.
Pasaron ocho años después de aquel desastre, y
la noticia de que la escuadra combinada iba a tener
un encuentro decisivo con los ingleses produjo en él
cierta excitación que parecía rejuvenecerle. Dio,
pues, en la flor de que había de ir a la escuadra para
presenciar la indudable derrota de sus mortales
enemigos; y aunque su esposa trataba de disuadirle,
como he dicho, era imposible desviarle de tan estraT
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falario propósito. Para dar a comprender cuán
vehemente era su deseo, basta decir que osaba contrariar,
aunque evitando toda disputa, la firme voluntad
de doña Francisca; y debo advertir, para que
se tenga idea de la obstinación de mi amo, que éste
no tenía miedo a los ingleses, ni a los franceses, ni a
los argelinos, ni a los salvajes del estrecho de Magallanes,
ni al mar Irritado, ni a los monstruos acuáticos,
ni a la ruidosa tempestad, ni al cielo, ni a la
tierra; no tenía miedo a cosa alguna creada por Dios
más que a su bendita mujer.
Réstame hablar ahora del marinero Marcial,
objeto del odio más vivo por parte de doña Francisca,
pero cariñosa y fraternalmente amado por mi
amo don Alonso, con quien había servido.
Marcial (nunca supe su apellido), llamado entre
los marineros Mediohombre, había sido contramaestre
en los barcos de guerra durante cuarenta
años. En la época de mi narración, la facha de este
héroe de los mares era de lo más singular que puede
imaginarse. Figúrense ustedes, señores míos, un
hombre viejo, más bien alto que bajo, con una pierna
de palo, el brazo izquierdo cortado a cercén más
abajo del codo, un ojo menos, la cara garabateada
por multitud de chirlos en todas direcciones y con
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28
desorden trazados por armas enemigas de diferentes
clases, con la tez morena y curtida, como la de
todos los marinos viejos; con una voz ronca, hueca
y perezosa, que no se parecía a la de ningún habitante
racional de tierra firme, y podrán formarse
idea de este personaje, cuyo recuerdo me hace deplorar
la sequedad de mi paleta, pues a fe que merece
ser pintado por un diestro retratista. No puedo
decir si su aspecto hacía reír o imponía respeto: creo
que ambas cosas a la vez, y según como se le mirase.
Puede decirse que su vida era la historia de la
marina española en la última parte del siglo pasado
y principios del presente; historia en cuyas páginas
las gloriosas acciones alternan con lamentables desdichas.
Marcial había navegado en el Conde de Regla,
en el San Joaquín, en el Real Carlos, en el Trinidad y en
otros heroicos y desgraciados barcos que, al parecer
derrotados con honra o destruídos por la alevosía,
sumergieron con sus viejas tablas el poderío naval
de España. Además de las campañas en que tomó
parte con mi amo, Mediohombre había asistido a
otras muchas, tales como la expedición a la Martinica,
la acción de Finisterre y antes al terrible episodio
del Estrecho, en la noche del 12 de julio de 1801, y
al combate de Santa María, en 5 de octubre de 1804.
T R A F A L G A R
29
A la edad de sesenta y seis años se retiró del servicio,
mas no por falta de bríos, sino porque ya se
hallaba completamente desarbolado y fuera de combate.
Él y mi amo eran en tierra dos buenos amigos;
y como la hija única del contramaestre se hallase
casada con un antiguo criado de la casa, resultando
de esta unión un nieto, Mediohombre se decidió a
echar para siempre el ancla, como un viejo pontón
inútil para la guerra, y hasta llegó a hacerse la ilusión
de que le gustaba la paz. Bastaba verle para comprender
que el empleo más difícil que podía darse a
aquel resto glorioso de un héroe era el de cuidar
chiquillos; y, en efecto, Marcial no hacía otra cosa
que cargar, distraer y dormir a su nieto, para cuya
faena le bastaban sus canciones marineras, sazonadas
con algún juramento propio del oficio.
Mas al saber que la escuadra combinada se apercibía
para un gran combate, sintió renacer en su pecho
el amortiguado entusiasmo, y soñó que se hallaba
mandando la marinería en el alcázar de proa del
Santísima Trinidad. Como notase en don Alonso
iguales síntomas de recrudecimiento, se franqueó
con él, y desde entonces pasaban gran parte del día
y de la noche comunicándose, así las noticias recibidas
como las propias sensaciones, refiriendo hechos
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30
pasados, haciendo conjeturas sobre los venideros y
soñando despiertos, como dos grumetes que en íntima
confidencia calculan el modo de llegar a almirantes.
En estas encerronas, que traían a doña Francisca
muy alarmada, nació el proyecto de embarcarse en
la escuadra para presenciar el próximo combate. Ya
saben ustedes la opinión de mi ama y las mil picardías
que dijo del marinero embaucador; ya saben
que don Alonso insistía en poner en ejecución tan
atrevido pensamiento, acompañado de su paje, y
ahora me resta referir lo que todos dijeron cuando
Marcial se presentó a defender la guerra contra el
vergonzoso statu quo de doña Francisca.
T R A F A L G A R
31
IV
Señor Marcial -dijo ésta con redoblado furor- si
quiere usted ir a la escuadra a que le den la última
mano, puede embarcar cuando quiera; pero lo que
es éste no irá.
-Bueno -contestó el marinero, que se había sentado
en el borde de una silla, ocupando sólo el espacio
necesario para sostenerse-, iré yo solo. El demonio
me lleve si me quedo sin echar el catalejo a la
fiesta.
Después añadió con expresión de júbilo:
-Tenemos quince navíos, y los francesitos veinticinco
barcos. Si todos fueran nuestros, no era preciso
tanto... ¡Cuarenta buques y mucho corazón
embarcado!
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32
Como se comunica el fuego de una mecha a otra
que está cercana, así el entusiasmo que irradió de
Marcial encendió los dos, ya por la edad amortiguados,
de mi buen amo.
-Pero el Señorito -continuó Mediohombre- traerá
muchos también. Así me gustan a mí las funciones:
mucha madera donde mandar balas y mucho
jumo de pólvora que caliente el aire cuando hace frío.
Se me había olvidado decir que Marcial, como
casi todos los marinos, usaba un vocabulario formado
por los más peregrinos terminachos, pues es
costumbre en la gente de mar de todos los países
desfigurar la lengua patria hasta convertirla en caricatura.
Observando la mayor parte de las voces
usadas por los navegantes, se ve que son simplemente
corruptelas de las palabras más comunes,
adaptadas a su temperamento arrebatado y enérgico,
siempre propenso a abreviar todas las funciones de
la vida, y especialmente el lenguaje. Oyéndoles hablar
me ha parecido a veces que la lengua es un órgano
que les estorba.
Marcial, como digo, convertía los nombres en
verbos, y éstos en nombres, sin consultar con la
Academia. Asimismo aplicaba el vocabulario de la
navegación a todos los actos de la vida, asimilando
T R A F A L G A R
33
el navío con el hombre, en virtud de una forzada
analogía entre las partes de aquél y los miembros de
éste. Por ejemplo, hablando de la pérdida de su ojo,
decía que había cerrado el portalón de estribor, y para
expresarla rotura del brazo, decía que se había quedado
sin la serviola de babor. Para él el corazón, residencia
del valor y del heroísmo, era el pañol de la
pólvora, así como el estómago, el pañol del viscocho. Al
menos estas frases las entendían los marineros; pero
había otras, hijas de su propia inventiva fílológica,
de él sólo conocidas y en todo su valor apreciadas
¿Quién podría comprender lo que significaban patigurbiar
,chingurría y otros feroces nombres del mismo
jaez? Yo creo, aunque no lo aseguro, que con el
primero significaba dudar, y con el segundo, tristeza.
La acción de embriagarse la denominaba de mil
maneras distintas, y entre éstas la más común era
ponerse la casaca, idiotismo cuyo sentido no hallarán
mis lectores, si no les explico que, habiéndole merecido
los marinos ingleses el dictado de casacones, sin
duda a causa de su uniforme, al decir ponerse la casaca
por emborracharse, quería significar Marcial una
acción común y corriente entre sus enemigos. A los
almirantes extranjeros les llamaba con estrafalarios
nombres, ya creados por él, ya traducidos a su maB
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34
nera, fijándose en semejanzas de sonido. A Nelson
le llamaba el Señorito, voz que indicaba cierta consideración
o respeto Collingwood el tío Calambre, frase
que a él le parecía exacta traducción del inglés; a
Jerwis le nombraba como los mismos ingleses, esto
es ,viejo zorro; a Calder el tío Perol, porque encontraba
mucha relación entre las dos voces; y siguiendo un
sistema lingüístico enteramente opuesto, designaba
a Villeneuve, jefe de la escuadra combinada, con el
apodo de Monsieur Corneta, nombre tomado de un
sainete cuya representación asistió Marcial en Cádiz.
En fin, tales eran los disparates que salían de su boca,
que me veré obligado, para evitar explicaciones
enojosas, a substituir sus frases con las usuales,
cuando refiera las conversaciones que de él recuerdo.
Sigamos ahora. Doña Francisca, haciéndose
cruces, dijo así:
-¡Cuarenta navíos! Eso es tentar a la Divina Providencia.
¡Jesús!, y lo menos tendrán cuarenta mil
cañones, para que estos enemigos se maten unos a
otros.
-Lo que es como Mr. Corneta tenga bien provistos
los pañoles de la pólvora - contestó Marcial
señalando al corazón -, ya se van a reír esos señores
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35
casacones. No será ésta como la del cabo de San
Vicente.
-Hay que tener en cuenta - dijo mi amo con placer,
viendo mencionado su tema favorito - que si el
almirante Córdova hubiera mandado virar a babor a
los navíos San José y Mejicano, el señor de Jerwis no
se habría llamado Lord Conde de San Vicente. De
eso estoy bien seguro, y tengo datos para asegurar
que con la maniobra a babor hubiéramos salido
victoriosos.
-¡Victoriosos! - exclamó con desdén doña Francisca
-. Si pueden ellos más... Estos bravucones parece
que se quieren comer el mundo, y en cuanto
-salen al mar parece que no tienen bastantes costillas
para recibir los porrazos de los ingleses.
-¡No! - dijo Mediohombre enérgicamente y cerrando
el puño con gesto amenazador -. ¡Si no fueran
por sus muchas astucias y picardías!... Nosotros
vamos siempre contra ellos con el alma a un largo,
pues, con nobleza, bandera izada y manos limpias.
El inglés no se larguea, y siempre ataca por sorpresa,
buscando las aguas malas y las horas de cerrazón.
Así fue la del Estrecho, que nos tienen que pagar.
Nosotros navegábamos confiados, porque ni de
perros herejes moros se teme la traición, cuantimás
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de un inglés que es civil y al modo de cristiano. Pero
no; el que ataca a traición no es cristiano, sino un
salteador de caminos. Figúrese usted, señora - añadió
dirigiéndose a doña Francisca para obtener su
benevolencia -, que salimos de Cádiz para auxiliar a
la escuadra francesa, que se había refugiado en Algeciras,
perseguida por los ingleses. Hace de esto
cuatro años, y entavía tengo tal coraje que la sangre
se me emborbota cuando lo recuerdo. Yo iba en el
Real Carlos, de 112 cañones, que mandaba Ezguerra,
y además llevábamos el San Hermenegildo, de 112
también; el San Fernando, el Argonauta, el San Agustín y
la fragata Sabina. Unidos con la escuadra francesa,
que tenía cuatro navíos!, tres fragatas y un bergantín,
salimos de Algeciras para Cádiz a las doce del día, y
como el tiempo era flojo, nos anocheció más acá de
punta Carnero. La noche estaba más negra que un
barril de chapapote; pero como el tiempo era bueno,
no nos importaba navegar a oscuras. Casi toda la
tripulación dormía; me acuerdo que estaba yo en el
castillo de proa hablando con mi primo Pepe Débora,
que me contaba las perradas de su suegra, y desde
allí vi las luces del San Hermenegildo, que navegaba
a estribor como a tiro de cañón. Los demás barcos
iban delante. Pusque lo que menos creíamos era que
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37
los casacones habían salido de Gibraltar tras de nosotros
y nos daban caza. ¿Ni cómo los habíamos de
ver, si tenían apagadas las luces y se nos acercaban
sin que nos percatáramos de ello? De repente, y aunque
la noche estaba muy oscura, me pareció ver..., yo
siempre he tenido un farol como un lince..., me pareció
que un barco pasaba entre nosotros y el San
Hermenegildo. «José Débora -dije a mi compañero -: o
yo estoy viendo pantasmas, o tenemos un barco inglés
por estribor».
José Débora miró y me dijo:
-Que el palo mayor se caiga por la fogonadura y
me parta si hay por estribor más barco que el San
Hermenegildo.
-Pues por sí o por no -dije - voy a avisarle al
oficial que está de cuarto.
No había acabado de decirlo, cuando, ipataplús!..
sentimos el musiqueo de toda una andanada
que nos soplaron por el costado. En un minuto la
tripulación se levantó...; cada uno a su puesto. ..
¡Qué batahola, señora doña Francisca! Me alegrara
de que usted lo hubiera visto para que supiera cómo
son estas cosas. Todos jurábamos como demonios y
pedíamos a Dios que nos pusiera un cañón en cada
dedo para contestar al ataque. Ezguerra subió al alB
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cázar y mandó disparar la andanada de estribor...
¡ Zapataplús! La andanada de estribor disparó en seguida,
y al poco rato nos contestaron... Pero en
aquella trapisonda no vimos que con el primer disparo
nos habían soplado a bordo unas endiabladas
materias comestibles (combustibles quería decir), que
cayeron sobre el buque como si estuviera lloviendo
fuego. Al ver que ardía nuestro navío, se nos redobló
la rabia y cargamos de nuevo la andanada, y
otra, y otra. ¡Ah, señora doña Francisca! ¡Bonito se
puso aquello...! Nuestro comandante mandó meter
sobre estribor para atacar al abordaje al buque enemigo.
Aquí te quiero ver... Yo estaba en mis glorias...
En un guiñar del ojo preparamos las hachas y picas
para el abordaje...; el barco enemigo se nos venía
encima, lo cual me encabrilló (me alegró) el alma, porque
así nos enredaríamos más pronto., . Mete, mete
a estribor...; ¡qué julepe! Principiaba a amanecer; ya
los penoles se besaban; ya estaban dispuestos los
grupos, cuando oímos juramentos españoles a bordo
del buque enemigo. Entonces nos quedamos
todos tiesos de espanto, porque vimos que el barco
con que nos batíamos era el mismo San Hermenegildo.
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-Eso sí que estuvo bueno -dijo doña Francisca,
mostrando algún interés en la narración- ¿Y cómo
fueron tan burros que uno y otro. . . ?
Diré a usted: no tuvimos tiempo de andar con
palabreo. El fuego del Real, Carlos se pasó al San
Hermenegildo, y entonces ¡Virgen del Carmen, la
que se armó! ¡A las lanchas!, gritaron muchos. El
fuego estaba ya ras con ras con la santabárbara, y
esta señora no se anda con bromas... Nosotros jurábamos,
-gritábamos insultando a Dios, a la Virgen y
a todos los santos, porque así parece que se desahoga
uno cuando está lleno de coraje hasta la escotilla.
-¡Jesús, María y José! ¡Qué horror! -exclamó mi
ama -. ¿Y se salvaron?
-Nos salvamos cuarenta en la falúa y seis o siete
en el chinchorro; éstos recogieron al segundo del
San Hermenegildo. José Débora se aferró a un pedazo
de palo y arribó más muerto que vivo a las playas de
Marruecos.
-¿Y los demás?
-Los demás..., la mar es grande y en ella cabe
mucha gente. Dos mil hombres apagaron fuegos aquel
día, entre ellos nuestro comandante Ezguerra, y
Emparán, el del otro barco.
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Válgame Dios! - dijo doña Francisca que bien
empleado les está, por andarse en esos juegos. Si se
estuvieran quietecitos en sus casas como Dios manda...
-Pues la causa de este desastre -dijo don Alonso,
que gustaba de interesar a su mujer en tan dramáticos
sucesos - fue la siguiente: Los ingleses, validos
de la oscuridad de la noche, dispusieron que el
navío Soberbio, el más ligero de los que traían, apagara
sus luces y se colocara entre nuestros dos hermosos
barcos. Así lo hizo: disparó sus dos andanadas,
puso su aparejo en facha con mucha presteza, orzando
al mismo tiempo para librarse de la contestación.
El Real Carlos y el San Hermenegildo, viéndose
atacados inesperadamente, hicieron fuego; pero se
estuvieron batiendo el uno contra el otro, hasta que
cerca del amanecer y estando a punto de abordarse,
se reconocieron que tan detalladamente te ha contado
Marcial.
-¡Oh, y qué bien os la jugaron! -dijo la dama -.
Estuvo bueno, aunque eso no es de gente noble.
-¡Qué ha de ser! -añadió Mediohombre-. Entonces
yo no los quería bien; pero dende esa noche...
Si están ellos en el cielo, no quiero ir al cielo, manque
me condene para toda la eternidad.
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-Pues ¿y la captura de las cuatro fragatas que
venían de Río de la Plata? - dijo don Alonso animando
a Marcial ¡al para que continuara sus narraciones.
-También en ésa me encontré - contestó el ma1
rino -, y allí me dejaron sin piernas. También entonces
nos cogieron desprevenidos, y como estábamos
en tiempo de paz, navegábamos muy tranquilos,
contando ya las horas que nos faltaban para
llegar, cuando de pronto... Le diré a usted cómo fue,
señora doña Francisca, para que vea las mañas de
esa gente. Después de lo del Estrecho me embarqué
en la Fama para Montevideo, y ya hacia mucho
tiempo que estábamos allí, cuando el jefe de la escuadra
recibió orden de traer a España los caudales
de Lima y Buenos Aires. El viaje fue muy bueno, y
no tuvimos más percance que unas calenturillas, que
no mataron ni tanto así de hombre... Traíamos mucho
dinero del rey y de particulares, y también lo
que llamamos la caja de soldadas, que son los ahorrillos
de la tropa que sirve en las Américas. Por junto,
si no me engaño, eran cosa de cinco millones de
pesos, como quien no dice nada, y además traíamos
pieles de lobo, lana de vicuña, cascarilla, barras de
estaño y cobre y maderas finas... Pues, señor, desB
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pués de cincuenta días de navegación, el 5 de octubre
vimos tierra, y ya contábamos entraren Cádiz al
día siguiente, cuando cátate que hacia el Nordeste se
nos presentan cuatro señoras fragatas. Aunque era
tiempo de paz, y nuestro capitán, don Miguel de
Zapiaín, parecía no tener maldito el recelo, yo, que
soy perro viejo en la mar, llamé a Débora y le dije
que el tiempo me olía a pólvora... Bueno, cuando las
fragatas inglesas estuvieron cerca, el general mandó
hacer zafarrancho; la Fama iba delante, y al poco
rato nos encontramos a tiro de pistola de una de las
inglesas por barlovento.
Entonces el capitán inglés nos habló con su bocina
y nos dijo, ¡pues mire usted que me gustó la
franqueza!..., nos dijo que nos pusiéramos en facha,
porque nos iba a atacar. Hizo mil preguntas; pero le
dijimos que no nos daba la gana de contestar. A todo
esto, las otras tres fragatas enemigas se habían
acercado a las nuestras de tal manera que cada una
de las inglesas tenía otra española por el costado de
sotavento.
-Su posición no podía ser mejor - apuntó mi
amo.
-Eso digo yo - continuó Marcial -. El jefe de
nuestra escuadra, don José Bustamente, anduvo poT
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co listo, que si hubiera sido yo... Pues, señor, el comodón
(quería decir el comodoro) inglés envió de la
Medea un oficialillo de estos de cola de abadejo, el
cual, sin andarse en chiquitas, dijo que aunque estaba
declarada la guerra, el comodón tenía orden de apresarnos.
Eso sí que se llama ser inglés. El combate
empezó al poco rato; nuestra fragata recibió la primera
andanada por babor; se le contestó al saludo, y
cañonazo va, cañonazo viene...; lo cierto del caso es
que no metimos en un puño a aquellos herejes por
mor de que el demonio fue y pegó fuego a la santabárbara
de la Mercedes que se voló en un suspiro, y
todos, con este suceso, nos afligimos tanto, sintiéndonos
tan apocados. no por falta de valor, sino por
aquello que dicen... en la moral pues... denque el mismo
momento nos vimos perdidos. Nuestra fragata
tenía las velas con más agujeros que capa vieja, los
cabos rotos, cinco pies de agua en bodega, el palo
de mesana tendido, tres balazos a flor de agua y
bastantes muertos y heridos. A pesar de esto, seguíamos
la cuchipanda con el inglés; pero cuando vimos
que la Medea y la Clara, no pudiendo resistir la
chamusquina, arriaban bandera, forzamos de vela y
nos retiramos defendiéndonos como podíamos. La
maldita fragata inglesa nos daba caza, y como era
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más velera que la nuestra, no pudimos zafarnos y
tuvimos también que arriar el trapo a las tres de la
tarde, cuando ya nos habían matado mucha gente, y
yo estaba medio muerto sobre el sollado, porque a
una bala le dio la gana de quitarme mi pierna. Aquellos
condenados nos llevaron a Inglaterra, no como
presos, sino como detenidos; pero carta va, carta
viene entre Londres y Madrid, lo cierto es que se
quedaron con el dinero, y me parece que cuando a
mí me nazca otra pierna, entonces el rey de España
les verá la punta del pelo a los cinco millones de
pesos.
-¡Pobre hombre!... ¿Y entonces perdiste la pata?
le dijo compasivamente doña Francisca.
-Sí, señora; los ingleses, sabiendo que yo no era
bailarín, creyeron que tenía bastante con una. En la
travesía me curaron bien; en un pueblo que llaman
Plinmuf (Plymouth) estuve seis meses en el pontón,
con el petate liado y la patente para el otro mundo
en el bolsillo... Pero Dios no quiso que me fuera a
pique tan pronto; un físico inglés me puso esta pierna
de palo, que es mejor que la otra, porque aquélla
me dolía de la condenada reuma, y ésta, a Dios gracias,
no duele aunque la echen una descarga de metralla.
En cuanto a dureza, creo que la tiene, aunque
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45
entavía no se me ha puesto delante la popa de ningún
inglés para probarla.
-Muy bravo estás -dijo mi ama -; quiera Dios no
pierdas también la otra. El que busca el peligro...
Concluida la relación de Marcial, se trabó de
nuevo la disputa sobre si mi amo iría o no a la escuadra.
Persistía doña Francisca en la negativa, y
don Alonso, que en presencia de su digna esposa
era manso como un cordero, buscaba pretextos y
alegaba toda clase de razones para convencerla.
-Iremos sólo a ver, mujer, nada más que a verdecía
el héroe con mirada suplicante.
-Dejémonos de fiestas -le contestaba su esposa
-.
Buen par de esperpentos estáis los dos.
-La escuadra combinada - dijo Marcial - se quedará
en Cádiz, y ellos tratarán de forzar la entrada.
Pues entonces - añadió mi ama - pueden verla
función desde la muralla de Cádiz; pero lo que es en
los barquitos... Digo que no y que no, Alonso. En
cuarenta años de casados no me has visto enojada
(la veía todos los días); pero ahora te juro que si vas
a bordo...haz cuenta dé que Paquita no existe para ti.
-Mujer! -exclamó con aflicción mi amo - ¡Y he
de morirme, sin tener ese gusto!
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-Bonito gusto, hombre de Dios! ¡Ver cómo se
matan esos locos! Si el rey de las Españas me hiciera
caso, mandaría a paseo a los ingleses y les diría:
«Mis vasallos queridos no están aquí para que ustedes
se diviertan con ellos. Métanse ustedes en faena
unos con otros si quieren juego». ¿Qué creen? Yo,
aunque tonta, bien sé lo que hay aquí, y es que el
Primer Cónsul, Emperador, Sultán o lo que sea,
quiere acometer a los ingleses, y como no tiene
hombres de alma para el caso, ha embaucado a
nuestro buen rey para que le preste los suyos, y la
verdad es que nos está fastidiando con sus guerras
marítimas. Díganme ustedes: ¿a España qué le va ni
le viene en esto? ¿Por qué ha de estar todos los días
cañonazo y más cañonazo por una simpleza? Antes
de esas picardías que Marcial ha contado, ¿qué daño
nos habían hecho los ingleses? ¡Ah, si hicieran caso
de lo que yo digo, el señor de Bonaparte armarla la
guerra solo, o si no que no la armara!
-Es verdad - dijo mi amo - que la alianza con
Francia nos está haciendo mucho daño, pues si algún
provecho resulta es para nuestra aliada, mientras
todos los desastres son para nosotros.
-Entonces, tontos rematados, ¿para qué se os
calientan las pajarillas con esta guerra?
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-El honor de nuestra nación está empeñado
contestó don Alonso -, y una vez metidos en la danza,
sería una mengua volver atrás. Cuando estuve el
mes pasado en Cádiz en el bautizo de la hija de mi
primo, me decía Churruca: <Esta alianza con Francia
y el maldito Tratado de San Isdefonsó, que por
la astucia de Bonaparte y la debilidad de Godoy se
ha convertido en Tratado de subsidios, serán nuestra
ruina, serán la ruina de nuestra escuadra, si Dios
no lo remedia, y, por tanto, la ruina de nuestras colonias
y del comercio español en América. Pero, a
pesar de todo, es preciso seguir adelante».
-Bien digo yo - añadió doña Francisca - que ese
Príncipe de la Paz se está metiendo en cosas que no
entiende. Ya se ve, ¡un hombre sin estudios! Mi
hermano el arcediano, que es partidario del príncipe
Fernando, dice que ese señor Godoy es un alma de
cántaro, y que no ha estudiado latín ni teología, pues
todo su saber se reduce a tocar la guitarra y a conocer
los veintidós modos de bailar la gavota. Parece
que por su linda cara le han hecho primer ministro.
Así andan las cosas de España; luego hambre y más
hambre..., todo tan caro. .., la fiebre amarilla asolando
a Andalucía... Está esto bonito, sí señor... Y
de ello tienen ustedes la culpa - continuó engrosanB
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do la voz y poniéndose muy encarnada sí señor,
ustedes que ofenden a Dios matando tanta gente;
ustedes, que si en vez de meterse en esos endiablados
barcos se fueran a la iglesia a rezar el rosario,
no, andaría Patillas tan suelto por España haciendo
diabluras.
-Tú irás a Cádiz también -dijo don Alonso, ansiogo,
de despertar el entusiasmo en el pecho de su
mujer irás a casa de Flora, y desde el mirador podrás
ver cómodamente el combate, el humo, los fogonazos
las banderas... Es cosa muy bonita.
-Gracias, gracias!- Me caería muerta de miedo.
-Aquí nos estaremos quietos, que el que busca el
peligro en él perece.
Así terminó aquel diálogo, cuyos pormenores he
conservado en mi memoria, a pesar del tiempo
transcurrido. Mas acontece con frecuencia que los
hechos4 muy remotos, correspondientes a nuestra
infancia, permanecen grabados en la imaginación
con mayor fijeza que los presenciados en edad madura
y cuando predomina sobre todas las facultades
la razón.
Aquella noche don Alonso y Marcial siguieron
conferenciando en los pocos ratos que la recelosa
doña Francisca, les dejaba solos. Cuando ésta fue a
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la parroquia para asistir a la novena, según su piadosa
costumbre, los dos marinos respiraron con libertad
como escolares bulliciosos que pierden de
vista al maestro. Encerráronse en el despacho, sacaron
unos mapas y estuvieron examinándolos con
gran atención; luego leyeron ciertos papeles en que
había los nombres de muchos barcos ingleses con la
cifra de sus cañones y tripulantes, y durante su calurosa
conferencia, en que alternaba la lectura con los
más enérgicos comentarios, noté que ideaban el
plan de un combate naval.
Marcial imitaba con los gestos de su brazo y
medio la marcha de las escuadras, la explosión de
las andanadas; con su cabeza, el balance de los barcos
combatientes; con su cuerpo, la caída de costado
del buque que se va a pique; con su mano, el
subir y bajar de las banderas de señal; con un ligero
silbido, el mando del contramaestre; con los porrazos
de su pie de palo contra el suelo, el estruendo
del cañón; con su lengua estropajosa, los juramentos
y singulares voces del combate; y como mi amo le
secundase en esta tarea con la mayor gravedad, quise
yo también echar mi cuarto a espadas, alentado
por el ejemplo y dando natural desahogo a esa necesidad
devoradora de meter ruido que domina el
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temperamento de los chicos con absoluto imperio.
Sin poderme contener, viendo el entusiasmo de los
dos marinos, comencé a dar vueltas por la habitación,
pues la confianza con que por mi amo era tratado
me autorizaba a ello; remedé con la cabeza y
los brazos la disposición de una nave que cine el
viento, y al mismo tiempo profería, ahuecando la
voz, los retumbantes monosílabos que más se parecen
al ruido de un cañonazo, tales como bum...bum
Mi respetable amo y el mutilado marinero tan niños
como yo en aquella ocasión, no pararon mientes en
lo que yo hacía, pues harto les embargaban sus propios
pensamientos. ¡Cuánto me he reído después
recordando aquella escena, y cuán cierto es, por lo
que respecta a mis compañeros en aquel juego, que
el entusiasmo de la ancianidad convierte a los viejos
en niños, renovando las travesuras de la cuna al
borde mismo del sepulcro!
Muy enfrascados estaban ellos en su conferencia,
cuando sintieron los pasos de doña Francisco
que volvía de la novena.
-¡Que viene! - exclamó Marcial, con terror.
Y al punto guardaron los planos, disimulando
su excitación, y pusiéronse a hablar de cosas indiferentes.
Pero yo, bien porque la sangre juvenil no
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podía aplacarse fácilmente, bien porque no observé
a tiempo, la entrada de mi ama... seguí en medio del
cuarto demostrando mi enajenación con frases como
éstas, pronunciadas con el mayor desparpajo:
«¡La mura a estribor!... ¡Orza!... ¡La andanada de
sotavento!... ¡Fuego!... ¡Bum, bum!... » Ella se llegó a
mí furiosa, y sin previo aviso me descargó en la popa
la andanada de su mano derecha con tan buena
puntería, que me hizo ver las estrellas.
-¡También tú! - gritó valupeándome sin compasión-
Ya ves - añadió mirando a su marido con
centelleantes ojos -: tú le enseñas a que pierda el
respeto... ¿Te has creído que estás todavía en la Caleta,
pedazo de zascandil?
La zurra continuó en la forma siguiente: yo caminando
a la cocina, lloroso y avergonzado, después
de arriada la bandera de mi dignidad, y sin
pensar en defenderme contra tan superior enemigo;
doña Francisca detrás dándome caza y poniendo a
prueba mi pescuezo con los repetidos golpes de su
mano. En la eché el ancla, lloroso, considerando
cuán mal había concluido mi combate naval.
B E N I T O P É R E Z G A L D Ó S
52
V
Para oponerse a la insensata determinación de
marido, dolía Francisca no se fundaba, sino en las
razones anteriormente expuestas; tenía, además de
aquéllas, otra poderosísima, que no indicó en el
diálogo quizá por demasiado sabida.
Pero el lector no la sabe y voy a decírsela. Creo
haber escrito que mis amos tenían una hija. Pues
bien: esta hija se llamaba Rosita, de edad poco mayor
que la mía, pues apenas pasaba de los quince
años, y ya estaba concertado su matrimonio con un
joven oficial de artillería llamado Malespina, de una
familia de Medina-Sidonía, lejanamente emparentada
con la deY¡11,ffil ama. Hablase fijado la boda
para fin de octubre, y, ya se comprende que la auT
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53
sencia del padre de la novia abría sido inconveniente
en tan solemnes días.
Voy a decir algo de mi señorita, de su novio, de
sus amores, de su proyectado enlace y... ¡ay!, aquí
mis recuerdos toman un tinte melancólico, evocando
en % mi fantasía imágenes importunas y exóticas
como sí vinieran de otro mundo, despertando en mi
cansado pecho sensaciones que, a decir verdad, ignoro
si traen a mi espíritu alegría o tristeza. Estas
ardientes memorias, que parecen agostarse hoy en
mi cerebro, como flores tropicales trasplantadas al
Norte helado, me hacen a veces reír y a veces me
hacen pensar... Pero contemos, que el lector se cansa
de reflexiones enojosas sobre lo que a un solo
mortal interesa.
Rosita era lindísima. Recuerdo perfectamente su
hermosura, aunque me sería muy difícil describir sus
acciones. Parece que la veo sonreír delante de mí. La
singular expresión de su rostro, a la de ningún otro
parecida, es para mí, por la claridad con que se ofrece
a mi entendimiento, como una de esas nociones
primitivas, que parece hemos traído de otro mundo,
o nos han sido infundidas por misterioso poder
desde la cuna. Y, sin embargo, no respondo de poderlo
pintar, porque lo que fue real ha quedado coB
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54
mo una idea indeterminada en mi cabeza, y nada
nos fascina tanto, así como nada se escapa tan sutilmente
a toda apreciación descriptiva, como un
ideal querido.
.Al entrar en la casa, creí que Rosita pertenecía a
un orden de criaturas superior. Explicaré mis pensamientos
para que se admiren ustedes de mi simpleza.
Cuando somos niños, y un nuevo ser viene al
mundo en nuestra casa, las personas mayores nos
dicen que le han traído de Francia, de París o de
Inglaterra. Engañado yo como todos acerca de tan
singular modo de perpetuar la especie, creía que los
niños venían por encargo, empaquetados en un cajoncito,
un fardo de quincalla. Pues bien: contemplando
por primera vez a la hija de mis amos,
discurri que tan bella persona no podía haber venido
de la fábrica de donde venimos todos, es decir,
de París o de Inglaterra, y me persuadí de la existencia
de alguna región encantadora, donde artífices
divinos sabían labrar tan hermosos ejemplares de la
persona humana.
Como niños ambos, aunque de distinta condición,
pronto nos tratamos con la confianza propia
de la edad, y mi mayor dicha consistía en jugar con
ella, sufriendo todas sus impertinencias, que eran
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muchas, pues en nuestros juegos nunca se confundían
las clases: ella era siempre señorita y yo siempre
criado; así es que yo llevaba la peor parte, y si
había golpes, -no es preciso indicar aquí quién los
recibía.
Ir a buscarla al salir de la escuela para acompañarla
a casa era mi sueño de oro; y cuando por alguna
ocupación imprevista se encargaba a otra
persona tan Í dulce comisión, mi pena era tan profunda,
que yo la equiparaba a las mayores penas que
pueden pasarse en la vida siendo hombre, y decía:
«Es imposible que cuando yo sea grande experimente
desgracia mayor>. Subir por orden suya al
naranjo del patio para coger los azahares de las más
altas ramas, era para mí la mayor de las delicias, posición
o preeminencia superior a la del mejor rey de
la tierra subido en su trono de oro; y no recuerdo
alborozo comparable al que me causaba obligándome
a correr tras ella en ese divino e inmortal juego
que llaman escondite. Si ella corría como una
gacela, yo volaba como un pájaro para cogerla más
pronto, asiéndola por la parte de su cuerpo que encontraba
más a mano. Cuando se trocaban los papeles,
cuando ella era la perseguidora y a mí me
correspondía el ser cogido, se duplicaban las inoB
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centes y puras delicias de aquel juego sublime, y el
paraje, más obscuro y feo, donde yo, encogido y
palpitante, -esperaba la impresión de sus brazos ansiosos
de estrecharme, era para mí un verdadero
paraíso. Añadiré que jamás, durante aquellas escenas,
tuve un pensamiento, una sensación que no
emanara del más refinado idealismo.
¿Y qué diré de su canto? Desde muy niña acostumbraba
a cantar el ole y las cañas con la maestría de
los ruiseñores, que lo saben todo en materia de música,
sin haber aprendido nada. Todos le alababan
aquella habilidad y formaban corro para oírla; pero
a mí me ofendían los aplausos de sus admiradores, y
hubiera deseado que enmudeciera para los demás.
Era aquel canto un gorjeo melancólico, aun modulado
por su voz infantil. La nota, que repercutía sobre
sí misma, enredándose y desenredándose como
un hilo sonoro, se perdía subiendo y se desvanecía
alejándose para volver descendiendo con timbre
grave. Parecía emitida por una avecilla que se remontara
primero al cielo y que después cantara en
nuestro propio oído. El alma, si se me permite emplear
un símil vulgar, parecía que se alargaba siguiendo
el sonido y se contraía después
retrocediendo ante él, pero siempre pendiente de la
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57
melodía y asociando la música a la hermosa cantora.
Tan singular era el efecto, que para mí el oírla cantar,
sobre todo en presencia de otras personas, era
casi una mortificación.
Teníamos la misma edad, poco más o menos,
como he dicho, pues sólo excedía la suya a la mía en
unos ocho o nueve meses. Pero yo era pequeñuelo y
raquítico, mientras ella se desarrollaba con mucha
lozanía, y así, al cumplirse los tres años de mi residencia
en la casa, ella parecía de mucha más edad
que yo. Estos tres años se pasaron sin sospechar
nosotros que íbamos creciendo, y nuestros juegos
no se interrumpían, pues ella era más traviesa que
yo, y su madre la reñía, procurando sujetarla y hacerla
trabajar.
Al cabo de los tres años advertí que las formas
de mi idolatrada señorita se ensanchaban y redondeaban,
completando la hermosura de su cuerpo; su
rostro se puso más encendido, más lleno, más tibio;
sus grandes ojos, más vivos, si bien con la mirada
menos errátil y voluble; su andar, más reposado; sus
movimientos, no sé si más o menos ligeros, pero
ciertamente distintos, aunque no podía entonces, ni
puedo ahora, apreciar en qué consistía la diferencia.
Pero ninguno de estos accidentes me confundió
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58
tanto como la transformación de su voz, que adquirió
cierta sonora gravedad, bien distinta de aquel
travieso y alegre chillido con que llamaba antes,
trastornándome el juicio y obligándome a olvidar
mis quehaceres para acudir al juego. El capullo se
convertía en rosa.
Un día, mil veces funesto, mil veces lúgubre, mi
amita se presentó ante mí con traje bajo. Aquella
transfiguración produjo en mí tal impresión, que en
todo el día no hablé una palabra. Estaba serio como
un hombre que ha sido vilmente engañado, y mi
enojo contra ella era tan grande, que en mis soliloquios
probaba con fuertes razones que el rápido
crecimiento de mi amita era una felonía. Se despertó
en mí la fiebre del raciocinar, y sobre aquel tema
controvertía apasionadamente conmigo mismo en el
silencio de mis insomnios. Lo que más me aturdía
era ver que con unas cuantas varas de tela había variado
por completo su carácter. Aquel día, mil veces
desgraciado, me habló en tono ceremonioso, ordenándome
con gravedad, y hasta con displicencia, las
faenas que menos me gustaban; y ella, que tantas
veces fue cómplice y encubridora de mi holgazanería,
me reprendía entonces por perezoso. ¡Y a todas
éstas, ni una sonrisa, ni un salto, ni una monada, ni
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59
una veloz carrera, ni un poco de ole, ni esconderse
de mí para que la buscara, ni fingirse enfadada para
reírse después, ni una disputilla, ni siquiera un pescozón
con su blanda manecita. ¡Terribles crisis de la
existencia! ¡Ella se había convertido en mujer y yo
continuaba siendo niño!
No necesito decir que se acabaron los retozos y
los juegos; ya no volví a subir al naranjo, cuyos azahares
crecieron tranquilos, libres de mi enamorada
rapacidad, desarrollando con lozanía sus hojas y
con todo lujo su provocativa fragancia; ya no corrimos
más por el patio, ni hice más viajes a la escuela
para traerla a casa, tan orgulloso de mi comisión,
que la hubiera defendido contra un ejército, si éste
hubiera intentado quitármela. Desde entonces Rosita
andaba con la mayor circunspección y gravedad;
varias veces noté que al subir una escalera delante
de mí cuidaba de no mostrar ni una línea, ni una
pulgada más arriba de su hermoso tobillo, y este
sistema de fraudulenta ocultación era una ofensa a la
dignidad de aquel cuyos ojos habían visto algo más
arriba. Ahora me río considerando cómo se me
partía el corazón con aquellas cosas.
Pero aun habían de ocurrir más terribles desventuras.
Al año de su transformación, la tía MartiB
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60
na, Rosario la cocinera, Marcial y otros personajes
de la servidumbre, se ocupaban un día de cierto
grave asunto. Aplicando mi diligente oído, luego me
enteré de que corrían rumores alarmantes: la señorita
se iba a casar. La cosa era inaudita, porque yo
no le conocía ningún novio. Pero entonces lo arreglaban
todo los padres, y lo raro es que a veces no
salía del todo mal.
Pues un joven de gran familia pidió su mano, y
mis amos se la concedieron. Este joven vino a casa
acompañado de sus padres, que eran una especie de,
condes o marqueses con un titulo retumbante. El
pretendiente traía su uniforme de Marina, en cuyo
honroso Cuerpo servía; pero, a pesar de tan elegante
jaez, su facha era muy poco agradable. Así debió
parecerle a mi amita, pues desde un principio mostró
repugnancia hacia aquella boda. Su madre trataba
de convencerla, pero inútilmente, y le hacía la
más acabada pintura de las buenas prendas del novio,
de su alto linaje y grandes riquezas. La niña no
se convencía, y a estas razones oponía otras muy
cuerdas.
Pero la pícara se callaba lo principal, y lo principal
era que tenía otro novio, a quien de veras amaba.
Este otro era un oficial de Artillería, llamado don
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61
Rafael Malespina, de muy buena presencia y gentil
figura. Mi amita le había conocido en la iglesia, y el
pérfido amor se apoderó de ella mientras rezaba;
pues siempre fue el templo lugar muy a propósito,
por su poético y misterioso recinto, para abrir de
par en par al amor las puertas del alma. Malespina
rondaba la casa, lo cual observé yo varias veces; y
tanto se habló en Vejer de estos amores, que el otro
lo supo, y se desafiaron. Mis amos supieron todo
cuando llegó a casa la noticia de que Malespina había
herido mortalmente a su rival.
El escándalo fue grande. La religiosidad de mis
amos se escandalizó tanto con aquel hecho, que no
pudieron disimular su enojo, y Rosita fue la víctima
principal. Pero pasaron meses y más meses; el herido
curó, y como Malespina fuese también persona
bien nacida y rica, se notaron en la atmósfera política
de la casa barruntos de que el joven don Rafael
iba a entrar en ella. Renunciaron al enlace los padres
del herido, y en cambio el del vencedor se presentó
en casa a pedir para su hijo la mano de mi querida
amita. Después de algunas dilaciones, se la concedieron.
Me acuerdo de cuando fue allí el viejo Malespina.
Era un señor muy seco y estirado, con chupa de
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62
treinta colores, muchos colgajos en el reloj, gran
coleto, y una nariz muy larga y afilada, con la cual
parecía olfatear a las personas que le sostenían la
conversación. Hablaba por los codos y no dejaba
meter baza a los demás; él se lo decía todo, y no se
podía elogiar cosa alguna, porque al punto salía diciendo
que tenía otra mejor. Desde entonces le taché
por hombre vanidoso y mentirosísimo, como
tuve ocasión de ver claramente más tarde. Mis amos
le recibieron con agasajo, lo mismo que a su hijo,
que con él venía. Desde entonces el novio siguió
yendo a casa todos los días, solo o en compañía de
su padre.
Nueva transformación de mi amita. Su indiferencia
hacia mí era tan marcada, que tocaba los límites
del menosprecio. Entonces eché de ver
claramente por primera vez, maldiciéndola, la humildad
de mi condición; trataba de explicarme el
derecho que tenían a la superioridad los que realmente
eran superiores, y me 3 preguntaba, lleno de
angustia, si era justo que otros fueran nobles y ricos
y sabios mientras yo tenía por abolengo la Caleta,
por única fortuna mi persona y apenas sabía leer.
Viendo la recompensa que tenía mi ardiente cariño,
comprendí que a nada podía aspirar en el mundo, y
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63
sólo más tarde adquirí la firme convicción de que un
grande y constante esfuerzo mío me daría quizás
todo aquello que no poseía.
En vista del despego con que ella me trataba
perdí la confianza; no me atrevía a desplegar los
labios en su presencia, y me infundía mucho más
respeto que sus padres. Entretanto, yo observaba
con atención los indicios del amor que la dominaba.
Cuando él tardaba, yo que la veía impaciente y triste;
al menor rumor indicase la aproximación de alguno
se encendía su hermoso semblante y sus negros ojos
brillaban con ansiedad y esperanza. Si él entraba al
fin, le era imposible a ella disimular su alegría, y
lueg9 se estaban charlando horas y más horas,
siempre en presencia de dolía Francisca, pues a mi
señorita no se le consentían coloquios a solas ni por
las rejas.
También había correspondencia larga, y lo peor
del caso es que yo era el correo de los dos amantes.
¡Aquello me daba una rabia...! Según la consigna, yo
salía a la plaza, y allí encontraba, más puntual que un
reloj, al señorito Malespina, el cual me daba una esquela
para entregarla a mi señorita. Cumplía mi encargo,
y ella me daba otra para llevarla a él. ¡Cuántas
veces sentía tentaciones de quemar aquellas cartas,
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64
no llevándolas a su destino! Pero por mi suerte, tuve
serenidad para dominar tan feo propósito.
No necesito decir que yo odiaba a Malespina.
Desde que le veía entrar sentía mi sangre enardecida,
y siempre que me ordenaba algo, hacíalo con los
peores modos posibles, deseoso de significarle mi
alto enojo. Este despego, que a ellos les parecía mala
crianza y a mí un arranque de entereza, propio de
elevados corazones, me proporcionó algunas reprimendas,
y, sobre todo, dio origen a una frase de
mi señorita, que se me clavó en el corazón como
una dolorosa espina. En cierta ocasión le oí decir:
-Este chico está tan echado a perder, que será
preciso mandarle fuera de casa.
Al fin se fijó el día para la boda, y unos cuantos
antes del señalado ocurrió lo que ya conté y el proyecto
de mi amo. Por esto se comprenderá que doña
Francisca tenía razones poderosas, además de la
poca salud de su marido, para impedirle ir a la escuadra.
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65
VI
Recuerdo muy bien que al día siguiente de los
pescozones que me aplicó doña Francisca, movida
del espectáculo de mi irreverencia y de su profundo
odio a las guerras marítimas, salí acompañando a mi
amo en su paseo de mediodía. Él me daba el brazo,
y a su lado iba Marcial: los tres caminábamos lentamente,
conforme al flojo andar de don Alonso y a la
poca destreza de la pierna postiza del marinero. Parecía
aquello una de esas procesiones en que marcha,
sobre vacilante palanquín, un grupo de santos
viejos y apolillados, que amenazan venirse al suelo
en cuanto se acelere un poco el paso de los que les
llevan. Los dos viejos no tenían expedito y vividor
más que el corazón, que funcionaba como una máquina
recién salida del taller. Era una aguja imantaB
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da, que, a pesar de su fuerte potencia y exacto movimiento,
no podía hacer navegar bien el casco viejo
y averiado en que iba embarcada.
Durante el paseo, mi amo, después de haber
asegurado con su habitual aplomo que sí el almirante.
Córdova, en vez de mandar virar a estribor
hubiera mandado virar a babor, la batalla del 14 no
se habría perdido, entabló la conversación sobre el
famoso proyecto, y aunque no dijeron claramente su
propósito, sin duda por estar yo delante, comprendí
por algunas palabras sueltas que trataban de ponerlo
en ejecución a cencerros tapados, marchándose de
la casa lindamente una mañana, sin que mi ama lo
advirtiese.
Regresamos a la casa y allí se habló de cosas
muy distintas. Mi amo, que siempre era complaciente
con su mujer, lo fue aquel día más que nunca.
No decía doña Francisca cosa alguna, aunque fuera
insignificante, sin que él lo celebrara con risas inoportunas.
Hasta me parece que la regaló algunas
fruslerías, demostrando en todos sus actos el deseo
de tenerla contenta; sin duda por esta misma complacencia
oficiosa mi ama estaba díscola y regañona
cual nunca la había yo visto. No era posible transacción
honrosa. Por no sé qué fútil motivo, riñó con
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67
Marcial, intimándole la inmediata salida de la casa;
también dijo terribles cosas a su marido, y durante
la comida, aunque éste celebraba todos los platos
con desusado calor, la implacable dama no cesaba
de gruñir.
Llegada la hora de rezar el rosario, acto solemne
que se verificaba en el comedor con asistencia de
todos los de la casa, mi amo, que otras veces solía
dormirse murmurando perezosamente los Pater-
noster, lo cual le valía algunas reprimendas, estuvo
aquella noche muy despabilado y rezó con verdadero
empeño, haciendo que su voz se oyera entre todas
las demás.
Otra cosa pasó que se me ha quedado muy presente.
Las paredes de la casa hallábanse adornadas
con dos clases de objetos: estampas de santos y mapas;
la corte celestial por un lado, y. todos los derroteros
de Europa y América por otro. Después de
comer, mi amo estaba en la galería contemplando
una carta de navegación, y recorría con su vacilante
dedo las líneas, cuando doña Francisca, que algo
sospechaba del proyecto de escapatoria, y además
ponía el grito en el cielo siempre que sorprendía a
su marido en flagrante delito de entusiasmo náutico,
llegó por detrás, y, abriendo los brazos, exclamó:
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68
-Hombre de Dios! Cuando digo que tú me andas
buscando... Pues te juro que si me buscas me
encontrarás.
-Pero, mujer - repuso temblando mi amo estaba
aquí mirando el derrotero de Alcalá Galiano y de
Valdés en las goletas Sutil y Mejicana, cuando fueron
a reconocer el estrecho de Fuca. Es un viaje muy
bonito; me parece que te lo he contado.
-Cuando digo que voy a quemar todos esos papelotes
- añadió doña Francisca -. ¡Mal hayan los
viajes y el perro judío que los inventó! Mejor pensaras
en las cosas de Dios, que al fin y al cabo no eres
ningún niño. ¡Qué hombre, Santo Dios, qué hombre!
No pasé de esto. Yo andaba también por allí
cerca; pero no recuerdo bien si mi ama desahogó su
furor en mi humilde persona, demostrándome una
vez más la elasticidad de mis orejas y la ligereza de
sus manos. Ello es que estas caricias menudeaban
tanto, que no hago memoria de si recibí alguna en
aquella ocasión; lo que sí recuerdo es que mi señor,
a pesar de haber redoblado sus amabilidades, no
consiguió ablandar a su consorte.
No he dicho nada de mi amita. Pues sépase que
estaba muy triste, porque el señor de Malespina no
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69
había parecido aquel día, ni escrito carta alguna,
siendo inútiles todas mis pesquisas para hallarle en
la 11plaza. Llegó la noche, y con ella la tristeza al
alma de Rosita, pues ya no había esperanza de verle
hasta el día siguiente. Mas de pronto, y cuando se
había dado orden para la cena, sonaron fuertes aldazonazos
en la puerta; fui a abrir corriendo, y era
él. Antes de abrirle, mi odio le había conocido.
Aún me parece que le estoy viendo cuando se
presentó delante de mí, sacudiendo su capa, mojada
por la lluvia. Siempre que le traigo a la memoria se
me representa como le vi en aquella ocasión. Hablando
con imparcialidad, diré que era un joven
realmente hermoso, de presencia noble, modales
airosos, mirada afable, algo frío y reservado en apariencia,
poco risueño y sumamente cortés, con
aquella cortesía grave y un poco finchada de los nobles
de antaño. Traía aquella noche la chaqueta faldonada,
el calzón corto con botas, el sombrero
portugués y riquísima capa de grana con forros de
seda, que era la prenda más elegante entre los señoritos
de la época.
Desde que entró, conocí que algo grave ocurría.
Pasó al comedor, y todos se maravillaron de verle a
tal hora, pues jamás había venido de noche. Mi
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70
amita no tuvo de alegría más que el tiempo necesario
para comprender que el motivo de visita tan
inesperada no podía ser lisonjero.
-Vengo a despedirme - dijo Malespina.
Todos se quedaron como lelos, y Rosita más
blanca, que el papel en que escribo; después, encendida
como la grana, y luego pálida otra vez como
una muerta.
-¿Pues qué pasa? ¿Adónde va usted, señor don
Rafael? - le preguntó mi ama.
Debo haber dicho que Malespína era oficial de
Artillería, pero no que estaba de guarnición en Cádiz
y con licencia en Vejer.
-Como la escuadra carece de personal - añadióhan
dado orden para que nos embarquemos con
objeto de hacer allí el servicio. Se cree que el combate
es inevitable, y la mayor parte de los navíos
tienen falta de artilleros.
-Jesús, María y José! - exclamó doña Francisca
-más muerta que viva -. ¿También a usted se le llevan?
Pues me gusta. Pero usted es de tierra, amiguito.
Dígales usted que se entiendan ellos; que si no
tienen -gente, que la busquen. Pues a fe que es bonita
lae broma.
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-Pero, mujer - dijo tímidamente don Alonso ¿no
ves que es preciso... ?
No pudo seguir, porque doña Francisca, que
sentía desbordarse el vaso de su enojo, apostrofó a
todas las Potencias terrestres.
A ti todo te parece bien con tal que sea para los
dichosos barcos de guerra. ¿Pero quién, pero quién
es el demonio del infierno que ha mandado vayan a
bordo los oficiales de tierra? A mi no me digan, eso
es cosa del señor Bonaparte. Ninguno de aca pudo
haber inventado tal daiblura. Pero vaya usted y diga
que se va a casar. A ver –añadiódirigiéndose a su
marido- escribe a Gravina decéndole que este joven
no puede ir a la escuadra.
Y como viera que su marido se encogía de
hombros indicando que la cosa era sumamente grave,
exclamó: -No sirves para nada. Jesús! Si yo gastara
calzones, me plantaba en Cádiz y le sacaba a
usted del apuro.
Rosita ni decía palabra. Yo, que la observaba
atentamente, conocí la gran turbación de su espíritu.
No quitaba los ojos de su novio, y a no impedírselo
la etiqueta, y el buen parecer, habría llorado ruidosamente,
desahogando la pena de su corazón oprimido.
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-Los militares- dijo don Alonso- son esclavos
de su deber, y la partida exige a este joven que se
embarque para defenderla. En el próximo combate
alcanzará usted mucha gloria e ilustrará su nombre
con alguna hazaña que quede en la Historia para
ejemplo de las generaciones futuras. -Si, eso es- dijo
doña Francisca remendando el tono grandilocuente
con que mi amo había pronunciado las anteriores
palabras - Si, ¿y todo por qué? Porque se les antoja a
esos zánganos de Madrid. Que vengan ellos a disparar
los cañones y a hacer la guerra...¿Y cuando marcha
usted?
- Mañana mismo. Me han retirado la licencia,
ordenándome que me presente al instante en Cádiz.
Imposible pintar con palabras ni por escrito lo
que vi en el semblante de mi señorita cuando aquellas
frases oyó. Los dos novios se miraron, y un largo
y triste silencio siguió al anuncio de la próxima
partida.
–Esto no se puede sufrir- dijo doña Francisca-
Por último, llevarán a los paisanos, y si se les antoja,
también a las mujeres...Señor –prosiguió mirando a
cielo con ademán de pitonisa -, no creo ofenderte si
digo que maldito el que inventó los barcos, maldito
el mar en que navegan, y más maldito el que hizo el
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73
primer cañón para dar esos estampidos que la vuelven
a una loca, y para matar a tantos pobrecitos que
no hecho ningún daño.
Don Alonso miró a Malespina, buscando en su
semblante una expresión de protesta contra los insultos
dirigidos a la noble Artillería, Después dijo:
-Lo malo será que los navíos carezcan también
de buen material; y sería lamentable...
Marcial, que oía la conversación desde la puerta,
no pudo contenerse y entró diciendo:
-¿Qué ha de faltar¿ El Trinidad tiene 140 cañones:
32 de a 36, 34 de a 24, 36 de a 12, 18 de a 30 y
10 obuses de a 24. El Príncipe de Asturias, 118; el
Santa Ana, 120; el Rayo, 100; el Nepomuceno, el San...
-¿Quién le mete a usted aquí, señor Marcial chilló
doña Francisca -, ni qué nos importa si tienen
cincuenta u ochenta?
Marcial continuó, a pesar de esto, su guerrera
estadística, pero en voz baja, dirigiéndose sólo a mi
amo, el cual no se atrevía a expresar su aprobación.
Ella siguió hablando así:
-Pero, don Rafael, no vaya usted, por Dios. Diga
usted que es de tierra, que se va a casar. Si Napoleón
quiere guerra, que la haga él solo; que venga y diga:
<Aquí estoy yo: mátenme ustedes, señores Ingleses,
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o déjense matar por mí». ¿Por qué ha de estar España
sujeta a los antojos de ese caballero?
-Verdaderamente - dijo Malespina -, nuestra
unión con Francia ha sido hasta ahora desastrosa.
-¿Pues para qué la han hecho? Bien dicen que
ese Godoy es hombre sin estudios. ¡Si creerá él que
se gobierna una nación tocando la guitarra!
-Después de la paz de Basilea - continuó el joven
-, nos vimos obligados a enemistarnos con los
ingleses, que batieron nuestra escuadra en el cabo de
San Vicente.
-¡Alto allá! - declaró don Alonso, dando un
fuerte, puñetazo en la mesa -. Si el almirante Córdova
hubiera mandado orzar sobre babor a los navíos
de la vanguardia, según lo que pedían las más vulgares
leyes de la estrategia, la victoria hubiera sido
nuestra. Eso lo tengo probado hasta la saciedad, y
en el momento del combate hice constar mi opinión.
Quede, pues, cada cual en su lugar.
-Lo cierto es que se perdió la batalla -prosiguió
Malespina -. Este desastre no habría sido de grandes
consecuencias, si después la Corte de España no
hubiera celebrado con la República francesa el Tratado
de San Ildefonso, que nos puso a merced del
Primer Cónsul, obligándonos a. prestarle ayuda en
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75
guerras que a él solo y a su grande ambición interesan.
La paz de Amiens no fue más que una tregua.
Inglaterra y Francia volvieron a declararse la guerra,
y entonces Napoleón exigió nuestra ayuda. Quisimos
ser neutrales, pues aquel convenio a nada obligaba
en la segunda guerra; pero él con tanta energía
solicitó nuestra cooperación, que para aplacarle tuvo
el Rey que convenir en dar a Francia un subsidio de
cien millones de reales, lo que equivalía a comprar a
peso de oro la neutralidad. Pero ni aun así la compramos.
A pesar de tan gran sacrificio, fuimos
arrastrados a la guerra. Inglaterra nos obligó a ello,
apresando inoportunamente cuatro fragatas que venían
de América cargadas de caudales. Después de
aquel acto de piratería, la Corte de Madrid no tuvo
más remedio que echarse en brazos de Napoleón, el
cual no deseaba otra cosa. Nuestra Marina quedó al
arbitrio del Primer Cónsul, ya emperador, quien,
aspirando a vencer por el engaño a los ingleses, dispuso
que la escuadra combinada partiese a la Martinica,
con objeto de alejar de Europa a los marinos
de la Gran Bretaña. Con esta estratagema pensaba
realizar su anhelado desembarco en esta isla; mas
tan hábil plan no sirvió sino para demostrar la impericia
y cobardía del almirante francés, el cual, de
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76
regreso a Europa, no quiso compartir con nuestros
navíos la gloria del combate de Finisterre. Ahora, se
un las órdenes del Emperador, la escuadra combinada
debía hallarse en Brest. Dícese que Napoleón
está furioso con su almirante, y que piensa relevarle
inmediatamente.
-Pero, según dicen - indicó Marcial -, Mr. Corneta
quiere pintarla y busca una acción de guerra
que haga olvidar sus faltas. Yo me alegro, pues de
ese modo se verá quién puede y quién no puede.
-Lo indudable - prosiguió Malespina - es que la
escuadra inglesa anda cerca y con intento de bloquear
a Cádiz. Los marinos españoles opinan que
nuestra escuadra no debe salir de la bahía, donde
hay probabilidades de que venza. Mas el francés
parece que se obstina en salir.
-Veremos dijo mi amo- De todos modos el
combate será glorioso.
- Glorioso, sí - contestó Malespina Pero ¿quién
asegura que sea afortunado? Los marinos se forjan
ilusiones, y, quizá por estar demasiado cerca, no
conocen la inferioridad de nuestro armamento
frente al de los ingleses. Éstos, además de una soberbia
artillería, tienen todo lo necesario para reponer
prontamente sus averías. No digamos nada en
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77
cuanto al personal: el de nuestros enemigos es inmejorable,
compuesto todo de viejos y muy expertos
marinos, mientras que muchos de los navíos
españoles están tripulados en gran parte por gente
de leva, siempre holgazana y que apenas sabe el oficio;
el Cuerpo de infantería tampoco es un modelo,
pues las plazas vacantes se han llenado con tropa de
tierra, muy valerosa, sin duda, pero que se marea.
-En fin - dijo mi amo -, dentro de algunos días
sabremos lo que ha de resultar de esto.
-Lo que ha de resultar ya lo sé yo - observó doña
Francisca -. Que esos caballeros, sin dejar de decir
que han alcanzado mucha gloria, volverán a casa
con la cabeza rota.
-Mujer, ¿tú qué entiendes de eso? - dijo don
Alonso sin poder contener un arrebato de enojo,
que sólo duró un instante.
Más que tú! - contestó vivamente ella -. Pero
Dios querrá preservarle a usted, señor don Rafael,
para que vuelva sano y salvo.
Esta conversación ocurría durante la cena, la
cual fue muy triste; y después de lo referido, los
cuatro personajes no dijeron una palabra. Concluída
aquélla, se verificó la despedida, que fue ternísima, y
por un favor especial, propio de aquella ocasión
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78
solemne, los bondadosos padres dejaron solos a los
novios, permitiéndoles despedirse a sus anchas y sin
testigos, para que el disimulo no les obligara a omitir
algún accidente que fuera desahogo a su profunda
pena. Por más que hice no pude asistir al acto, y
me es, por tanto, desconocido lo que en él pasó;
pero es fácil presumir que habría todas las ternezas
imaginables por una y otra parte.
Cuando Malespina salió del cuarto, estaba más
pálido que un difunto. Despidióse a toda prisa de
mis amos, que le Abrazaron con el mayor cariño y
se fue. Cuando acudimos adonde estaba mi amita, la
encontramos hecha un mar de lágrimas: tan grande
era su dolor, que los cariñosos padres no pudieron
-calmar su espíritu con ingeniosas razones, ni atemperar
su cuerpo con los cordiales que traje a toda
prisa de la botica. Confieso que, profundamente
apenado, yo también, al ver la desgracia de los pobres
amantes, se amortiguó en mi pecho el rencorcillo
que me inspiraba Malespina. El corazón de un,
niño perdona fácilmente, y el mío era el menos dispuesto
a los sentimientos dulces y expansivos.
T R A F A L G A R
79
VII
A la mañana siguiente se me preparaba una gran
sorpresa, y a mi ama el más fuerte berrinche que
creo tuvo en su vida. Cuando me levanté, vi que don
Alonso estaba amabilísimo y su esposa más irritada
que de costumbre. Cuando ésta se fue a misa con
Rosita, advertí que el señor se daba gran prisa por
meter en una maleta algunas camisas y otras prendas
de vestir, entre las cuales iba su uniforme. Yo le
ayudé y aquello me olió a escapatoria, aunque me
sorprendía no ver a Marcial por ninguna parte. No
tardé, sin embargo, en explicarme su ausencia, pues
don Alonso, una vez arreglado su breve equipaje, se
mostró muy impaciente hasta que al fin apareció el
marinero diciendo: «Ahí está el coche. Vámonos
antes que ella venga».
B E N I T O P É R E Z G A L D Ó S
80
Cargué la maleta, y en un santiamén don Alonso,
Marcial y yo salimos por la puerta del corral para
no ser vistos; nos subimos a la calesa, y ésta partió
tan a escape como lo permitía la escualidez del rocín
que la arrastraba y la procelosa configuración del
camino. Éste, si para caballerías era malo, para coches,
perverso; pero a pesar de los fuertes tumbos y
arcadas, apretamos el paso, y hasta que no perdimos
- de vista el pueblo, no se alivió algún tanto el martirio
de nuestros cuerpos.
Aquel viaje me gustaba extraordinariamente,
porque a los chicos toda novedad les trastorna el
juicio. Marcial no cabía en sí de gozo, y mi amo, que
al principio manifestó su alborozo casi con menos
gravedad que yo, se entristeció bastante cuando dejó
de ver el pueblo. De vez en cuando decía:
-¡Y ella tan ajena de esto! Qué dirá cuando llegue
a casa y no nos encuentre!
A mí se me ensanchaba el pecho con la vista del
paisaje, con la alegría y frescura de la mañana y, sobre
todo, con la idea de ver pronto a Cádiz y su incomparable
bahía poblada de naves; sus calles bulliciosas
y alegres; su Caleta, que simbolizaba para mí
en un tiempo lo más hermoso dé la vida, la libertad;
su plaza, su muelle y demás sitios para mí muy amaT
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dos. No habíamos andado tres leguas cuando alcanzamos
a ver dos caballeros montados en soberbios
alazanes, que viniendo tras nosotros se nos juntaron
en poco tiempo. Al punto reconocimos a Malespina
y a su padre, aquel señor alto, estirado y muy charlatán,
de quien antes hablé. Ambos se asombraron
de ver a don Alonso, y mucho más cuando éste les
dijo que iba a Cádiz para embarcarse. Recibió la noticia
con pesadumbre el hijo; mas el padre, que, según
entonces comprendí, era un rematado
fanfarrón, felicitó a mi amo muy campanudamente,
llamándole flor de los navegantes, espejo de los marinos
y honra de la patria. A los señores les dieron
lo que había, y a Marcial y a mí lo que sobraba, que
no era mucho. Como yo servía la mesa, pude oír la
conversación, y entonces conocí mejor el carácter
del viejo Malespina, quien si primero pasó a mis
ojos como un embustero lleno de vanidad ,después
me pareció el más gracioso charlatán que he oído en
mi vida.
El futuro suegro de mi amita, don José María
Malespina, que no tenía parentesco con el célebre
marino del mismo apellido, era coronel de artillería
retirado, y cifraba todo su orgullo en conocer a fondo
aquella terrible arma y manejarla como nadie.
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82
Tratando de este asunto era como más lucía su imaginación
y gran desparpajo para mentir.
-Los artilleros - decía sin suspender por un momento
la acción de engullir - hacen mucha falta
abordo. ¿Qué es de un barco sin artillería? Pero
donde hay que ver los efectos de esta invención
admirable de la humana inteligencia es en tierra, señor
don Alonso. Cuando la guerra del Rosellón..., ya
sabe usted que tomé parte en aquella -campaña y
que todos los triunfos se debieron a mi acierto en el
manejo de la artillería ... La batalla de Masdeu, ¿por
qué cree usted que se ganó? El general Ricardos me
situó en una colina con cuatro piezas, mandándome
que no hiciera fuego sino cuando él me lo ordenara.
Pero yo, que veía las cosas de otra manera, me estuve
callandito hasta que una columna francesa vino a
colocarse delante de mí en tal disposición, que mis
disparos podían enfilarla de un extremo a otro. Los
franceses forman la línea con gran perfección. Tomé
bien la puntería con una de las piezas, dirigiendo
la mira a la cabeza del primer soldado... ¿Comprende
usted?... Como la línea era tan perfecta, disparé, y
izas!, la balase llevó ciento cuarenta y dos cabezas, y
no cayeron más porque el extremo de la línea se
movió un poco.
T R A F A L G A R
83
Aquello produjo gran consternación en los
enemigos; pero como éstos no comprendían mi estrategia
ni podían verme en el sitio donde estaba,
enviaron otra columna a atacar las tropas que estaban
a mi derecha, y aquella columna tuvo la misma
suerte, y otra, y otra, hasta que se ganó la batalla.
-Es maravilloso - dijo mi amo, quien, conociendo
la magnitud de la bola, no quiso, sin embargo,
desmentir a su amigo.
-Pues en la segunda campaña, al mando del
conde de la Unión, también escarmenté de lo lindo
a los republicanos. La defensa de Boulou no nos
salió bien, porque se nos acabaron las municiones;
yo, con todo ,hice un gran destrozo cargando una
pieza con las llaves de la iglesia; pero éstas no eran
muchas, y al fin, como un recurso de desesperación,
metí en el ánima del cañón mis llaves, mi reloj, mi
dinero, cuantas baratijas encontré en los bolsillos, y,
por último, hasta mis cruces. Lo particular es que
una de éstas fue a estamparse en el pecho de un general
francés, donde se le quedó como pegada y sin
hacerle daño. Él la conservó, y cuando fue a París, la
Convención le condenó no sé si a muerte o a destierro
por haber admitido condecoraciones de un gobierno
enemigo.
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-¡Qué diablura! - murmuró mi amo recreándose
con tan chuscas invenciones.
-Cuando estuve en Inglaterra... - continuó el
viejo Malespina -, ya sabe usted que el Gobierno
inglés me mandó llamar para perfeccionar la artillería
de aquel país... todos los días comía con Pitt, con
Burke, con lord Nerth, con el general Conwallis y
otros personajes importantes, que me llamaban el
chistoso español. Recuerdo que una vez, estando en
Palacio, me suplicaron que les mostrase cómo era
una corrida de toros, y tuve que capear, picar y matar
una silla, lo cual divirtió mucho a toda la Corte,
especialmente al rey Jorge III, quien era muy amigote
mío, y siempre me decía que le mandase a buscar
a mi tierra aceitunas buenas. ¡Oh!, tenía mucha
confianza conmigo. Todo -su empeño era que le
enseñase palabras de español, y sobre todo algunas
de ésta nuestra graciosa Andalucía; pero nunca pudo
aprender más que otro toro y vengan esos cinco,
frase con que me saludaba todos los días cuando iba
a almorzar con él pescadillas y unas cañitas de Jerez.
-¿Eso almorzaba?
-Era lo que le gustaba más. Yo hacía llevar de
Cádiz embotellada la pescadilla; conservábase muy
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85
bien con un específico que inventé, cuya receta tengo
e casa.
-Maravilloso. ¿Y reformó usted la artillería inglesa?
- preguntó mi amo, alentándole a seguir, porque
le divertía mucho.
Completamente. Allí inventé un cañón que no
llegó a dispararse, porque todo Londres, incluso la
Corte y los ministros, vinieron a suplicarme que no
hiciera la prueba por temor a que del estremecimiento
cayeran al suelo muchas casas.
-¿De modo que tan gran pieza ha quedado relegada
al olvido?
comprarla el Emperador de Rusia; pero no fue
posible moverla del sitio en que estaba.
-Pues bien podía usted sacarnos del apuro inventando
un cañón que destruyera de un disparo la
escuadra inglesa.
-¡Oh! - contestó Malespina En eso estoy pensando,
y creo que podré realizar mi pensamiento. Ya
le mostraré a usted los cálculos que tengo hechos,
no sólo para aumentar hasta un extremo fabuloso el
calibre de las piezas de artillería, sino para construir
placas de resistencia que defiendan los barcos y los
castillos. Es el pensamiento de toda mi vida.
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A todas éstas habían concluido de comer. Nos
zampamos en un santiamén Marcial y yo las sobras,
y seguimos el viaje, ellos a caballo, marchando al
estribo, y nosotros como antes, en nuestra derrengada
calesa. La comida y los frecuentes tragos con
que la roció excitaron más aún la vena inventora del
viejo Malespina, quien por todo el camino siguió
espetándonos sus grandes paparruchas. La conversación
volvió al tema por donde había empezado: a
la guerra del Rosellón; y como don José se apresurara
a referir nuevas proezas, mi amo, cansado ya de
tanto mentir, quiso desviarle de aquella materia, y
dijo: ,desastrosa e impolítica. ¡Más nos hubiera valido
no haberla emprendido!
Oh! - exclamó Malespina -. El conde de Aranda,
como usted sabe, condenó desde el principio
esta funesta guerra con la República. ¡Cuánto hemos
hablado de esta cuestión!. . ., porque somos amigos
desde la infancia. Cuando yo estuve en Aragón, pasamos
siete meses juntos cazando en el Moncayo.
Precisamente hice construir para él una escopeta
singular.
-Sí, Aranda se opuso siempre - dijo mi amo, atajándole
en el peligroso camino de la balística.
T R A F A L G A R
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-En efecto -continuó el mentiroso -; y si aquel
eminente defendió con tanto calor la paz con los
republicanos, fue porque yo se lo aconsejé, convenciéndole
antes de la inoportunidad de la guerra.
Mas Godoy, que ya entonces era valido, se obstinó
en proseguirla, sólo por llevarnos la contraria, según
he entendido después. Lo más gracioso es que el
mismo Godoy se vio obligado a concluir la guerra
en el verano del 95, cuando comprendió su ineficacia,
y entonces se adjudicó a sí mismo el retumbante
título de Príncipe de la Paz.
-¡Qué faltos estamos, amigo don José María dijo
mi amo de un buen hombre de Estado a la altura de
las circunstancias, un hombre que no nos entrometa
en guerras inútiles y mantenga incólume la dignidad
de la Corona!
-Pues cuando yo estuve en Madrid el año último,
e1 embustero - me hicieron proposiciones para
desempeñar la Secretaría de Estado. La reina tenía
gran empeño en ello, y el rey no dijo nada... Todos
los días le acompañaba al Pardo para tirar un par de
tiros... Hasta el mismo Godoy se hubiera conformado,
conociendo mí superioridad; y si no, no me habría
faltado un castillito donde encerrarle para que
no me diera que hacer. Pero yo rehusé, prefiriendo
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88
vivir tranquilo en mi pueblo, y dejé los negocios
públicos en manos de Godoy. Ahí tiene usted un
hombre cuyo padre fue mozo de mulas en la dehesa
que mi suegro tenía en Extremadura.
-No sabía... - dijo don Alonso -. Aunque hombre
oscuro, yo creí que el Príncipe de la Paz pertenecía
a una familia de hidalgos, de escasa fortuna,
pero de buenos principios.
Así continuó el diálogo: el señor Malespina soltando
unas bolas como templos, y mi amo oyéndolas
con santa calma, pareciendo unas veces
enfadado y otras complacido de escuchar tanto disparate.
Si mal no recuerdo, también dijo don José
María que había aconsejado a Napoleón el atrevido
hecho del 18 brumario.
Con estas y otras cosas nos anocheció en Chiclana,
y mi amo, atrozmente quebrantado y molido a
causa del movimiento del fementido calesín, se quedó
en dicho pueblo, mientras los demás siguieron,
deseosos de llegar a Cádiz en la misma noche.
Mientras cenaron endilga Malespina nuevas mentiras,
y pude observar que su hijo las ola con pena,
como abochornado de tener por padre el más grande
embustero que crió la tierra. Despidiéronse ellos;
nosotros descansamos hasta el día siguiente por la
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89
madrugada, hora en que proseguimos nuestro camino;
y como éste era mucho más cómodo y expedito
desde Chiclana a Cádiz que en el tramo recorrido,
llegamos al término de nuestro viaje a eso de las
once del día, sin novedad en la salud y con el alma
alegre.
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VIII
No puedo describir el entusiasmo que despertó
en mi alma la vuelta a Cádiz. En cuanto pude disponer
de un rato de libertad, después que mi amo
quedó instalado en casa de su prima, salí a las calles
y corrí por ellas sin dirección fija, embriagado con la
atmósfera de mi ciudad querida.
Después de ausencia tan larga, lo que había
visto tantas veces embelesaba mi atención como
cosa nueva y extremadamente hermosa. En cuantas
persona encontraba al paso veía un rostro amigo, y
todo era para mí simpático y risueño: los hombres,
las mujeres, los viejos, los niños, los perros, hasta
las casas, pues mi imaginación juvenil observaba en
ello no sé qué de personal y animado, se me representaban
como seres sensibles; parecíame que partiT
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cipaban del general contento por mi llegada, remedando
en sus balcones y ventanas las facciones de
un semblante alborozado. Mi espíritu veía reflejar
en todo lo exterior su propia alegría.
Corría por las calles con gran ansiedad, como si
en un minuto quisiera verlas todas. En la plaza de
San Juan de Dios compré algunas golosinas, más
que por el gusto de comerlas, por la satisfacción de
presentarme regenerado ante las vendedoras, a
quienes me dirigí como antiguo amigo, reconociendo
a algunas como favorecedoras en mi anterior
miseria y a otras como víctimas, aun no aplacadas,
de mi inocente afición al merodeo. Las más no se
acordaban de mí; pero algunas me recibieron con
injurias, recordando las proezas de mi niñez y haciendo
comentarios tan chistosos sobre mi nuevo
empaque y la gravedad de mi persona, que tuve que
alejarme a toda prisa, no sin que lastimaran mi decoro
algunas cáscaras de frutas lanzadas por experta
mano contra mi traje nuevo. Como tenía la conciencia
de mi formalidad, estas burlas más bien me causaron
orgullo que pena.
Recorrí luego la muralla y conté todos los barcos
fondeados a la vista. Hablé con cuantos marineros
hallé al paso, -diciéndoles que yo también iba a
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la escuadra, y preguntándoles con tono muy enfático
si había recalado la escuadra de Nelson. Después les
dije que Mr. Corneta era un cobarde y que la próxima
función sería buena.
Llegué por fin a la Caleta, y allí mi alegría no tuvo
límites. Bajé a la playa, y quitándome los zapatos,
salté de peñasco en peñasco; busqué a mis antiguos
amigos de ambos sexos, mas no encontré sino muy
pocos: unos eran ya hombres y habían abrazado
mejor carrera; otros habían sido embarcados por la
leva, y los que quedaban apenas me reconocieron.
La movible superficie del agua despertaba en mi
pecho sensaciones voluptuosas. Sin poder resistir la
tentación, y compelido por la misteriosa atracción
del mar, cuyoe1 ente rumor me ha parecido siempre,
no sé por qué, una voz que solicita dulcemente en la
bonanza, o llama con imperiosa cólera en la tempestad,
me desnudé a toda prisa y me lancé en él
como quien se arroja en los brazos de una persona
querida.
Nadé más de una hora, experimentando i4n placer
indecible, y, vistiéndome luego, seguí mi paseo
hacia el barrio de la Viña, en cuyas edificantes tabernas
encontré algunos de los más célebres perdidos
de mi glorioso tiempo. Hablando con ellos, yo
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me las echaba de hombre de pro, y como tal gasté
en obsequiarles1 los pocos cuartos que tenía. Preguntéles
por mi tío, mas no me dieron noticia alguna
de su señoría; y luego que hubimos charlado un
poco, me hicieron beber una copa de aguardiente,
que al punto dio con mi pobre cuerpo en tierra.
Durante el período más fuerte de mi embriaguez,
creo que aquellos tunantes se rieron de mí
cuanto les dio la gana; pero una vez que me serene
un poco, salí avergonzadísimo de la taberna. Aunque
andaba muy difícilmente, quise pasar por mi
antigua casa, y vi en la puerta a una mujer andrajosa
que freía sangre y tripas. Conmovido en presencia
de mi morada natal, no pude contener el llanto, lo
cual, visto por aquella mujer sin entrañas, se le figuró
burla o estratagema para robarle sus frituras. Tuve,
por tanto, que librarme de sus manos con la
ligereza de mis pies, dejando para mejor ocasión el
desahogo de mis sentimientos.
Quise ver después la Catedral vieja, a la cual se
refería uno de los más tiernos recuerdos de mi ny
entré en ella: su recinto me pareció encantador, y
jamás he recorrido las naves de templo alguno con
tan religiosa veneración. Creo que me dieron fuertes
ganas de rezar, y que lo hice en efecto, arrodillánB
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dome en el altar donde mi madre había puesto un
exvoto por mi salvación. El personaje de cera que
yo creía mi perfecto retrato estaba allí colgado, y
ocupaba supuesto con la gravedad de las cosas santas;
pero se me parecía como un huevo a una castaña.
Aquel muñequito, que simbolizaba la piedad y el
amor materno, me infundía, sin embargo, el respeto
más vivo. Recé un rato de rodillas acordándome de
los padecimientos y de la muerte de mi buena madre,
que ya gozaba de Dios en el cielo; pero como
mi cabeza no estaba buena, a causa de los vapores
del maldito aguardiente, al levantarme me caí, y un
sacristán empedernido me puso bonitamente en la
calle. En pocas zancadas me trasladé a la del Fideo,
donde residíamos, y mi amo, al verme entrar, me
reprendió por mi larga ausencia. Si aquella falta hubiera
sido cometida ante doña Francisca, no me habría
librado de una fuerte paliza; pero mi amo era
tolerante, y no me castigaba nunca, quizá porque
tenía la conciencia de ser tan niño como yo.
Habíamos ido a residir en casa de la prima de
mi amo, la cual era una señora, a quien el lector me
permitirá describir con alguna prolijidad, por ser
tipo que lo merece. Doña Flora de Cisniega era una
vieja que se empeñaba en permanecer joven: tenía
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más de cincuenta años; pero ponía en práctica todos
los artificios imaginables para engañar al mundo,
aparentando la mitad de aquella cifra aterradora.
Decir cuánto inventaba la ciencia y el arte en armónico
consorcio para conseguir tal objeto, no es empresa
que corresponde a mis escasas fuerzas.
Enumerar los rizos, moñas, lazos, trapos, adobos,
bermellones, aguas y de mas extraños cuerpos que
concurrían a la grande obra de su monumental restauración,
fatigaría la más diestra fantasía: quédese
esto, pues, para las plumas de los novelistas, si es
que la historia, buscadora de las grandes cosas, no
se apropia tan hermoso asunto. Respecto a su físico,
lo más presente que tengo es el conjunto de su rostro,
en que parecían haber puesto su rosicler todos
los pinceles de las academias presentes y pretéritas.
También recuerdo que al hablar hacía con los labios
un mohín, un repliegue, un mimo, cuyo objeto era o
achicar con gracia la descomunal boca, o tapar el
estrago de la dentadura, de cuyas filas desertaban
todos los años un par de dientes; pero aquella supina
estratagema de la presunción era tan poco afortunada
que antes la afeaba que la embellecía.
Vestía con lujo, y en su peinado se gastaban los
polvos por almudes, y como no tenía malas carnes,
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96
a juzgar por lo que pregonaba el ancho escote y por
lo que dejaban transparentar las gasas, todo su empeño
consistía en lucir aquellas partes menos sensibles
a la injuriosa acción del tiempo, para cuyo objeto
tenía un arte maravilloso.
Era doña Flora persona muy prendada de las
cosas antiguas; muy devota, aunque no con la santa
piedad de mí doña Francisca, y grandemente se diferenciaba
de mi ama, pues así como ésta aborrecía
las glorias navales, aquélla era entusiasta por todos
los hombres de guerra en general y por los marinos
en particular. Inflamada en amor patriótico, ya que
en la madurez de su existencia no podía aspirar al
calorcillo de otro amor, y orgullosa en extremo, como
mujer y como dama española, el sentimiento
nacional se asociaba en su espíritu al estampido de
los cañones, y creía que la grandeza de los pueblos
se medía por libras de pólvora. Como no tenía hijos,
ocupaban su vida los chismes de vecinos, traídos
y llevados en pequeño círculo de dos o tres
cotorrones como ella, y se distraía también con su
sistemática afición a hablar de las cosas públicas.
Entonces no había periódicos, y las ideas políticas,
así como las noticias, circulaban de viva voz, desfiT
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gurándose entonces más que ahora, porque siempre
fue la palabra más mentirosa que la imprenta.
En todas las ciudades populosas, y especialmente
en Cádiz, que era entonces la más culta, había
muchas personas desocupadas que eran depositarias
de las noticias de Madrid y París, y las llevaban y
traían diligentes vehículos, enorgulleciéndose con
una misión que les daba gran importancia. Algunos
de éstos, a modo de vivientes periódicos, concurrían
a casa de aquella señora por las tardes, y esto,
además del buen chocolate y mejores bollos, atraía a
otros, ansiosos de saber lo que pasaba. Doña Flora,
ya que no podía inspirar una pasión formal ni quitarse
de encima la gravosa pesadumbre de sus cincuenta
años, no hubiera trocado aquel papel por
otro alguno, pues el centro general de las noticias
casi equivalía en aquel tiempo a la majestad de un
trono.
Doña Flora y doña Francisca se aborrecían cordialmente,
como comprenderá quien considere el
exaltado militarismo de la una y el pacífico apocamiento
de la otra. Por esto, hablando con su primo
en el día de nuestra llegada, le decía la vieja:
-Si tú hubieras hecho caso siempre de tu mujer,
todavía serías guardia marina. ¡Qué carácter! Si yo
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fuera hombre y casado con mujer semejante, reventaría
como una bomba. Has hecho bien en no seguir
su consejo y en venir a la escuadra. Todavía eres
joven, Alonsito; todavía puedes alcanzar el grado de
brigadier, que tendrías ya de seguro si Paca no te
hubiese echado una calza como a los pollos para
que no salgan del corral.
Después, como mi amo, impulsado por su gran
curiosidad, le pidiese noticias, ella le dijo:
-Lo principal es que todos los marinos de aquí
están muy descontentos del almirante francés, que
ha probado su ineptitud en el viaje a la Martinica y
en el combate de Finisterre. Tal es su timidez y el
miedo que tiene a los ingleses, que al entrar aquí la
escuadra combinada en agosto último no se atrevió
a apresar el crucero inglés mandado por Collingwood,
y que sólo constaba de tres navíos. Toda nuestra
oficialidad está muy mal, por verse obligada a servir
a las órdenes de semejante hombre. Fue Gravina a
Madrid a decírselo a Godoy, previendo grandes
desaires si no ponía al frente de la escuadra un
hombre más apto; pero el ministro le contestó cualquier
cosa, porque no se atreve a resolver nada; y
como Bonaparte anda metido con los austríacos,
mientras él no decida. . . Dicen que éste también
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está muy descontento de Villeneuve y que ha determinado
destituirle; pero entretanto... ¡Ah! Napoleón
debiera confiar el mando de la escuadra a algún español:
a ti, por ejemplo, Alonsito, dándote tres o
cuatro grados de mogollón,! -que a fe bien merecidos
los tienes
- ¡Oh, yo no soy para eso! -dijo mi amo con su
habitual modestia.
- O a Gravina, o a Churruca, que dicen es tan
buen marino. Si no, me temo que esto acabará mal.
Aquí no pueden ver a los franceses. Figúrate que
cuando llegaron los barcos de Villeneuve carecían
de víveres y municiones, y en el arsenal no se las
quisieron dar. Acudieron en queja a Madrid; y como
Godoy hace más que lo que quiere el embajador
francés, Mr. de Bernouville, dio orden para que se
entregara a nuestros aliados cuanto necesitasen. Mas
ni por esas. El intendente de marina y el comandante
de artillería dicen que no darán nada mientras
Villeneuve no lo pague en moneda contante y sonante.
Así, así; me parece que está muy bien parlado.
¡Pues no faltaba más sino que esos señores, con sus
manos lavadas, se fueran a llevar lo poco que tenemos!
¡Bonitos están los tiempos! Ahora cuesta todo
un ojo de la cara; la fiebre amarilla, por un lado, y
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los malos tiempos! por otro, han puesto a Andalucía
en tal estado, que toda ella no vale una aljofifa; y
luego añada usted a esto los desastres de la guerra.
Verdad es que el honor nacional es lo primero, y es
preciso seguir adelante para vengar los agravios recibidos.
No me quiero acordar de lo del cabo de
Finisterre, donde por la cobardía de nuestros aliados
perdimos el Firmey el Rafael, dos navíos como
dos soles; ni de la voladura del Real Carlos, que fue
una -traición tal, que ni entre moros berberiscos
pasaría igual; ni del robo de las cuatro fragatas, ni
del combate del cabo de...
Lo que es eso... - dijo mi amo interrumpiéndola
vivamente -. Es preciso que cada cual quede en su
lugar. Si el almirante Córdova hubiera mandado virar
por...
-Sí, sí, ya sé - dijo doña Flora, que habla oído
muchas veces lo mismo en boca de mi amo -. Habrá
que darles la gran paliza, y se la daréis. Me parece
que vas a cubrirte de gloria. Así haremos rabiar a
Paca.
- Yo no sirvo para el combate -dijo mi amo con
tristeza Vengo tan sólo a presenciarlo por pura afición
y por el entusiasmo, que me inspiran nuestras
queridas banderas.
T R A F A L G A R
101
Al día siguiente de nuestra llegada recibió mi
amo la visita de un brigadier de marina, amigo antiguo,
cuya fisonomía no olvidaré jamás, a pesar de
no haberle visto más que en aquella ocasión. Era un
hombre como de cuarenta y cinco años, de semblante
hermoso y afable, con tal expresión de tristeza,
que era imposible verle sin sentir irresistible
inclinación a amarle. No usaba peluca, y sus abundantes
cabellos rubios, no martirizados por las tenazas
del peluquero para tomar la forma de ala de
pichón, se recogían concierto abandono en una gran
coleta, y estaban inundados de polvos con menos
arte del que la presunción propia de la época exigía.
Eran grandes y azules sus ojos; su nariz, muy fina,
de perfecta forma y un poco larga, sin que esto le
afeara; antes bien, parecía ennoblecer su expresivo
semblante. Su barba, afeitada con esmero, era algo
puntiaguda, aumentando así el conjunto melancólico
de su rostro oval, que indicaba más bien delicadeza
que energía. Este noble continente era realzado
por una urbanidad en los modales, por una grave
cortesanía de que ustedes no pueden formar idea
por la estirada fatuidad de los señores del día, ni por
la movible elegancia de nuestra dorada juventud.
Tenía el cuerpo pequeño, delgado y como enfermiB
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102
zo. Más que guerrero, aparentaba ser hombre de
estudio, y su frente, que sin, duda encerraba altos y
delicados pensamientos, no parecía la más propia
para arrostrar los horrores de una batalla. Su endeble
constitución, que sin duda contenía un espíritu
privilegiado, parecía destinada a sucumbir conmovida
al primer choque. Y, sin embargo, según después
supe, aquel hombre tenía tanto corazón como
inteligencia. Era Churruca.
El uniforme del héroe demostraba, sin ser viejo
ni raído, algunos años de honroso servicio. Después,
cuando le oí decir, por cierto sin tono de queja,
que el Gobierno le debía nueve pagas, me
expliqué aquel deterioro. Mi amo le preguntó por su
mujer, y de su contestación deduje que se había casado
poco antes, por cuya razón le compadecí, pareciéndome
muy atroz que se le mandara al combate
en tan felices días. Habló luego de su barco, el San
Juan Nepomuceno, al que mostró igual cariño que a su
joven esposa, pues, según dijo,- él lo había compuesto
y arreglado a su gusto, por privilegio especial,
haciendo de él uno de los primeros barcos de la
armada española.
Hablaron luego del tema ordinario en aquellos
días de si salía o no salía la escuadra, y el marino se
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103
expresó largamente con estas palabras, cuya substancia
guardo en la memoria, y que después, con
datos y noticias históricas, he podido restablecer
con la posible exactitud:
-El almirante francés - dijo Churruca -, no sabiendo
qué resolución tomar, y deseando hacer algo
que ponga en olvido sus errores, se ha mostrado,
desde que estamos aquí, partidario de salir en busca
de los ingleses. El 8 de octubre escribió a Gravina,
diciéndole que deseaba celebrar a bordo del Bucentauro
un consejo de guerra para acordar lo que fuera
más conveniente. En efecto: Gravina acudió al consejo,
llevando al teniente general Alava, a los jefes
de escuadra Escaño y Cisneros, al brigadier Galiano
y a mí. De la escuadra francesa estaban los almirantes
Dumanoir y Magon, y los capitanes de navío
Cosmao, Maistral, Villiegris y Prigny.
»Habiendo mostrado Villeneuve el deseo de salir,
nos opusimos todos los españoles. La discusión
fue muy viva y acalorada, y Alcalá Galiano cruzó
con el almirante Magon palabras bastante duras, que
ocasionarán un lance de honor si antes no les ponemos
en paz. Mucho disgustó a Villeneuve nuestra
oposición, y también en el calor de la discusión dijo
frases descompuestas, a que contestó Gravina del
B E N I T O P É R E Z G A L D Ó S
104
modo más enérgico... Es curioso el empeño de esos
señores de hacerse a la mar en busca de un enemigo
poderoso, cuando en el combate de Finisterre nos
abandonaron, quitándonos la ocasión de vencer si
nos auxiliaran a tiempo. Además, hay otras razones,
que yo expuse en el consejo, y son que la estación
avanza; que la posición más ventajosa para nosotros
es permanecer en la bahía, obligándoles a un bloqueo
que no podrán resistir, mayormente si bloquean
también a Tolón y Cartagena. Es preciso que
confesemos con dolor la superioridad de la marina
inglesa, por la perfección del armamento, por la excelente
dotación de sus buques y, sobre todo, por la
unidad con que operan sus escuadras. Nosotros,
con gente en gran parte menos diestra, con armamento
imperfecto y mandados por un jefe que descontenta
a todos, podríamos. sin embargo ,hacer la
guerra a la defensiva dentro de la bahía. Pero será
preciso obedecer, conforme a la ciega sumisión de
la Corte de Madrid, y poner barcos y marinos a merced
de los planes de Bonaparte, que no nos ha dado,
en cambio de esta esclavitud, un jefe digno de
tantos sacrificios. Saldremos, si se empeña Villeneuve;
pero si los resultados son desastrosos, quedará
consignada, para descargo nuestro, la oposición que
T R A F A L G A R
105
hemos hecho al insensato proyecto del jefe de la
escuadra combinada. Villeneuve se ha entregado a la
desesperación; su amo le ha dicho cosas muy duras,
y la noticia de que va a ser relevado le induce a cometer
las mayores locuras, esperando reconquistar
en un día su perdida reputación por la victoria o por
la muerte.
Así se expresó el amigo de mi amo. Sus palabras
hicieron en mí grande impresión, pues con ser niño,
yo prestaba gran interés a aquellos sucesos, y después,
leyendo en la Historia lo mismo de que fui
testigo, he auxiliado mi memoria con datos auténticos,
y puedo narrar con bastante exactitud.
Cuando Churruca se marchó, doña Flora y mi
amo hicieron de él grandes elogios, encomiando
sobre todo su expedición a la América meridional,
para hacer el mapa de aquellos mares. Según les oí
decir. los méritos de Churruca como sabio y como
marino eran tantos, que el mismo Napoleón le hizo
un precioso regalo y le colmó de atenciones. Pero
dejemos al marino y volvamos a doña Flora.
A los dos días de estar allí noté un fenómeno
queme disgustó sobremanera, y fue que la prima de
mi amo comenzó a prendarse de mí, es decir, que
me encontró pintiparado para ser su paje. No cesaB
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106
ba de hacerme toda clase de caricias, y al saber que
yo también iba a la escuadra, se lamentó de ello, jurando
que sería una lástima que perdiese un brazo,
pierna o alguna otra parte no menos importante de
mi persona, si no perdía la vida. Aquella antipatriótica
compasión me indignó, Y aun creo que dije algunas
palabras para expresar que estaba inflamado
en guerrero ardor. Mis baladronadas hicieron gracia
a la vieja, y me dio mil golosinas para quitarme el
mal humor.
Al día siguiente me obligó a limpiar la jaula de
su loro; discreto animal que hablaba como un teólogo
y nos despertaba a todos por la mañana, gritando:
Perro inglés, perro inglés. Luego me llevó consigo a
misa, haciéndome cargar la banqueta, y en la iglesia
no cesaba de volver la cabeza para -ver si estaba por
allí. Después me hizo asistir a su tocador, ante cuya
operación me quedé espantado, viendo el catafalco
de rizos y moños que el peluquero armó en su cabeza.
Advirtiendo el indiscreto estupor con que yo
contemplaba la habilidad del maestro, verdadero
arquitecto de las cabezas, doña Flora se rió mucho,
y me dijo que en vez de pensar en ir a la escuadra,
debía quedarme con ella para ser su paje; añadió que
debía aprender a peinarla, y que con el oficio de
T R A F A L G A R
107
maestro peluquero podía ganarme la vida y ser un
verdadero personaje.
No me sedujeron tales proposiciones, y le dije
concierta rudeza que más quería ser soldado que
peluquero. Esto le agradó, y como le daba el peine
por las cosas patrióticas y militares, redobló su
afecto hacia mí. A pesar de que allí se me trataba
con mimo, confieso que me, cargaba a más no poder
la tal doña Flora, y que a sus almibaradas finezas
prefería los rudos pescozones de mi iracunda doña
Francisca.
Era natural: su intempestivo cariño, sus dengues,
la insistencia con que solicitaba mi compañía,
diciendo que le encantaba mi conversación y persona,
me impedían seguir a mi amo en sus visitas a
bordo. Le acompañaba en tan dulce ocupación un
criado de suprima, y en tanto yo, sin libertad para
correr por Cádiz como hubiera deseado, me aburría
en la asa, en compañía del loro de doña Flora y de
los señores que iban allá por las tardes a decir si
saldría o no la escuadra y otras cosas menos manoseadas,
si bien más frívolas.
Mi disgusto llegó a la desesperación cuando vi
que Marcial venía a casa, y que con él iba mi amo a
bordo, aunque no para embarcarse definitivamente;
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108
cuando esto ocurría, y cuando mi alma atribulada
acariciaba aún la débil esperanza de formar parte de
aquella expedición, doña Flora se empeñó en llevarme
a pasear a la alameda y también al Carmen a
rezar vísperas.
Esto me era insoportable, tanto más cuanto que
yo soñaba con poner en ejecución cierto atrevido
proyectillo, que consistía en ir a visitar por cuenta
propia uno de los, navíos, llevado por algún marinero
conocido, que esperaba encontrar en el muelle.
Salí con la vieja, y al pasar por la muralla deteníame
para ver los barcos; mas no me era posible entregarme
a las delicias de aquel espectáculo, por tener
que contestar a las mil preguntas de doña Flora, que
ya me tenía mareado. Durante el paseo se le unieron
algunos jóvenes y señores mayores. Parecían muy
encopetados, y eran las personas a la moda en Cádiz,
todos muy discretos y elegantes. Alguno de
ellos era poeta, o mejor dicho, todos hacían versos,
aunque malos, y me parece que les oí hablar de
cierta Academia en que se reunían para tirotearse
con sus estrofas, entretenimiento que no hacía daño
a nadie.
Como yo observaba todo, me fijé en la extraña
figura de aquellos hombres, en sus afeminados gesT
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109
tos, y, sobre todo, en sus trajes, que me parecieron
extravagantísimos. No eran muchas las personas
que vestían de aquella manera en Cádiz, y pensando
después en la diferencia que había entre aquellos
arreos y los ordinarios de la gente que yo había visto
siempre, comprendí que consistía en que éstos vestían
a la española y los amigos de doña Flora conforme
a la moda de Madrid y de París. Lo que
primero atrajo mis miradas fue la extrañeza de sus
bastones, que eran unos garrotes retorcidos y con
gruesísimos nudos. No se les veía la barba, porque
la tapaba la corbata, especie de chal, que, dando varias
vueltas alrededor del cuello y prolongándose
ante los labios, formaba una especie de cesta, una
bandeja o más bien bacía en que descansaba la cara.
El peinado consistía en un artificioso desorden, y
más que con peine, parecía que se lo habían aderezado
con una escoba; las puntas del sombrero les
tocaban los hombros; las casacas, altísimas de talle,
casi barrían el suelo con sus faldones; las botas terminaban
en punta; de los bolsillos de su chaleco
pendían multitud de dijes y sellos; sus calzones listados
se atacaban a la rodilla con un enorme lazo, y
para que tales figuras fueran completos mamarrachos,
todos llevaban un lente, que durante la conB
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110
versación acercaban repetidas veces al ojo derecho,
cerrando el siniestro, aunque en entrambos tuvieran
muy buena vista.
La conversación de aquellos personajes versó
sobre la salida de la escuadra, alternando con este
asunto la relación de no sé qué baile o fiesta que
ponderaron mucho, siendo uno de ellos objeto de
grandes alabanzas por lo bien que hacía trenzas con
sus ligeras piernas, bailando la gavota.
Después de haber charlado mucho, entraron
con doña Flora en la iglesia del Carmen, y allí, sacando
cada cual su rosario, rezaron que se las pelaban
un buen espacio de tiempo, y alguno de ellos
me aplicó lindamente un coscorrón en la coronilla,
porque, en vez de orar tan devotamente como ellos,
prestaba demasiada atención a dos moscas que revoloteaban
alrededor del rizo culminante del peinado
de doña Flora. Salimos, después de haber oído
un enojoso sermón, que ellos celebraron como obra
maestra; paseamos de nuevo; continuó la charla más
vivamente, porque se nos unieron unas damas vestidas
por el mismo estilo, y entre todos se armó tan
ruidosa algazara de galanterías, frases y sutilezas,
mezcladas con algún verso insulso, que no puedo
recordarlas.
T R A F A L G A R
111
¡Y en tanto Marcial y mi querido amo trataban
de fijar día y hora para trasladarse definitivamente
abordo! ¡Y yo estaba expuesto a quedarme en tierra,
sujeto a los antojos de aquella vieja que me empalagaba
con su insulso cariño! ¿Creerán ustedes que
aquella noche insistió en. que debía quedarme para
siempre a su servicio? ¿Creerán ustedes que aseguró
que me quería mucho, y me dio como prueba algunos
afectuosos abrazos y besos, ordenándome que
no lo dijera a nadie? ¡Horribles contradicciones de
la vida!, pensaba yo al considerar cuán feliz habría
sido si mi amita me hubiera tratado de aquella manera.
Yo ,turbado hasta lo sumo, le dije que quería ir
a la escuadra, y que cuando volviese me podría querer
a»P su antojo; pero que si no me dejaba realizar
mi deseo, la aborrecería tanto así, y extendí los brazos
para expresar una cantidad muy grande de aborrecimiento.
Luego, como entrase inesperadamente mi amo,
yo, juzgando llegada la ocasión de lograr mi objeto
por medio de un arranque oratorio, que había cuidado
de preparar, me arrodillé delante de él, diciéndole
en el tono más patético que, si no me llevaba a
bordo, me arrojaría desesperado al mar.
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112
Mi amo se rió de la ocurrencia; su prima, haciendo
mimos con la boca, fingió cierta hilaridad
que le afeaba el rostro amojamado, y consintió al
fin. Dióme mil golosinas para que comiese a bordo;
me encargó que huyese de los sitios de peligro, y no
dijo una palabra más contraria a mi embarque, que
se verificó a la mañana siguiente muy temprano.
T R A F A L G A R
113
IX
Octubre era el mes, y 18 el día. De esta fecha no
me queda duda, porque al día siguiente salió la escuadra.
Nos levantamos muy temprano y fuimos al
muelle, donde esperaba un bote que nos condujo a
bordo.
Figúrense ustedes cuál sería mi estupor, ¡qué digo,
estupor!, mi entusiasmo, mi enajenación, cuando
me vi cerca del Santísima Trinidad, el mayor barco del
mundo, aquel alcázar de madera, que visto de lejos
se representaba en mi imaginación como una fabrica
portentosa, sobrenatural, único monstruo digno de
la majestad de los mares. Cuando nuestro bote pasaba
junto a un navío, yo le examinaba con cierto religioso
asombro, admirado de ver tan grandes los
cascos que me parecían tan pequeñitos desde la muB
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ralla; en otras ocasiones me parecían más chicos de
lo que mi fantasía los había forjado. El inquieto entusiasmo
de que estaba poseído me expuso a caer al
agua, cuando contemplaba con arrobamiento un
figurón de proa, objeto que más que otro alguno
fascinaba mi atención.
Por fin llegamos al Trinidad. A medida que nos
acercábamos, las formas de aquel coloso iban aumentando,
y cuando la lancha se puso al costado,
confundida en el espacio de mar donde se proyectaba,
cual en negro y horrible cristal, la sombra del
navío; cuando vi cómo se sumergía el inmóvil casco
en el agua sombría que azotaba suavemente los
costados; cuando alcé la vista y vi las tres filas de
cañones asomando sus bocas amenazadoras, por las
portas, mi entusiasmo se trocó en miedo, púseme
pálido y quedé miento asido al brazo de mi amo.
Pero en cuanto subimos y me hallé sobre cubierta,
se me ensanchó el corazón. La airosa y altísima
arboladura, la animación del alcázar, la vista
del cielo y la bahía, el admirable orden de cuantos
objetos ocupaban la cubierta, desde los coys puestos
en fila sobre la obra muerta, hasta los cabrestantes,
bombas, mangas, escotillas; la variedad de uniformes;
todo, en fin, me suspendió de tal modo, que
T R A F A L G A R
115
por un buen rato estuve absorto en la contemplación
de tan hermosa máquina, sin acordarme de nada
más.
Los presentes no pueden hacerse cargo de
aquellos magníficos barcos, ni menos del Santísima
Trinidad, por las malas estampas en que los han visto
representados. Tampoco se parecen nada a los buques
guerreros de hoy, cubiertos con su pesado arnés
de hierro, largos, monótonos, negros, y sin
accidentes muy visibles en su vasta extensión, por lo
cual me han parecido a veces inmensos ataúdes flotantes.
Creados por una época positivista, y adecuados
a la ciencia náuticomilitar de estos tiempos, que
mediante el vapor ha anulado las maniobras, fiando
el éxito del combate al poder y empuje de los navíos,
los barcos de hoy son simples máquinas de
guerra, mientras los de aquel tiempo eran el guerrero
mismo, armado de todas armas de ataque y defensa,
pero confiando principalmente en su destreza
y valor.
Yo, que observo cuanto veo, he tenido siempre
la costumbre de asociar, hasta un extremo exagerado,
ideas con imágenes, cosas con personas, aunque
pertenezcan a las más inasociables categorías. Viendo
más tarde las catedrales llamadas góticas de
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116
nuestra, Castilla, y las de Flandes, y observando con
qué imponente majestad se destaca su compleja y
sutil fábrica entre las construcciones del gusto moderno,
levantadas por la utilidad, tales como bancos,
hospitales y cuarteles, no he podido menos de traer
a la memoria las distintas clases de naves que he
visto en mi larga vida, y he comparado las antiguas
con las catedrales góticas. Sus formas, que se prolongan
hacia arriba; el predominio de las líneas verticales
sobre las horizontales; cierto inexplicable
idealismo, algo de histórico y religioso a la vez,
mezclado con la complicación de líneas y el juego
de colores que combina a su capricho el sol, han
determinado esta asociación extravagante, que yo
me explico por la huella de romanticismo que dejan
en el espíritu las impresiones de la niñez.
El Santísima Trinidad era un navío de cuatro
puentes. Los mayores del mundo eran de tres. Aquel
coloso, construido en La Habana, con las más ricas
maderas de Cuba, en 1769, contaba treinta y seis
años de honrosos servicios. Tenía 220 pies (61 metros)
de eslora, es decir, de popa a proa; 58 pies de
manga (ancho) y 28 de puntal (altura desde la quilla
a la cubierta), dimensiones extraordinarias que entonces
no tenía ningún buque del mundo. Sus podeT
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rosas cuadernas, que eran un verdadero bosque,
sustentaban cuatro pisos. En sus costados, que eran
fortísimas murallas de madera, se habían abierto al
construirlo 116 troneras: cuando se le reformó,
agrandándolo en 1796, se le abrieron 130, y artillado
de nuevo en 1805, tenía sobre sus costados,
cuando yo le vi, 140 bocas de fuego, entre cañones y
carronadas. El interior era maravilloso por la distribución
de los diversos compartimientos, ya fuesen
puentes para la artillería, sollados para la tripulación,
pañoles para depósitos de víveres, cámara para los
jefes, cocinas, enfermería y demás servicios. Me
quedé absorto recorriendo las galerías y demás escondrijos
de aquel Escorial de los mares. Las cámaras
situadas a popa eran un pequeño palacio por
dentro, y por fuera una especie de fantástico alcázar;
los balconajes, los pabellones de las esquinas de
popa, semejantes a las linternas de un castillo ojival,
eran como grandes jaulas abiertas al mar, y desde
donde la vista podía recorrer las tres cuartas partes
del horizonte.
Nada más grandioso que la arboladura, aquellos
mástiles gigantescos, lanzados hacia el cielo, como
un reto a la tempestad. Parecía que el viento no había
de tener fuerza para impulsar sus enormes gaB
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118
vias. La vista se mareaba y se perdía contemplando
la inmensa madeja que formaban en la arboladura
los obenques, estáis, brazas, burdas, amantillos y
drizas que servían para sostener y mover el velamen.
Yo estaba absorto en la contemplación de tanta
maravilla, cuando sentí un fuerte golpe en la nuca.
Creí que el palo mayor se me había caído encima.
Volví la vista atontado y lancé una exclamación
de horror al ver a un hombre que me tiraba de las
orejas como si quisiera levantarme en el aire. Era mi
tío.
-¿Qué buscas tú aquí, lombriz? -me dijo en el
suave tono que le era habitual -. ¿Quieres aprender
el oficio? Oye, Juan - añadió dirigiéndose a un marinero
de feroz aspecto -, súbeme a este galápago a
la verga mayor para que se pasee por ella.
Yo eludí como pude el compromiso de pasear
por la verga, y le expliqué con la mayor cortesía que
hallándome al servicio de don Alonso Gutiérrez de
Cisniega, había venido a bordo en su compañía.
Tres o cuatro marineros, amigos de mi simpático
tío, quisieron maltratarme, por lo que resolví alejarme
de tan distinguida sociedad, y me marché a la
cámara en busca de mi amo. Los oficiales hacían su
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119
tocado, no menos difícil a bordo que en tierra, y
cuando yo veía a los pajes ocupados en empolvar
las cabezas de los héroes a quienes servían, me pregunté
si aquella operación no era la menos a propósito
dentro de un buque, donde todos los instantes
son preciosos y donde estorba siempre todo lo que
no sea de inmediata necesidad para el servicio.
Pero la moda era entonces tan tirana como ahora,
y aun en aquel tiempo imponía de un modo
apremiante sus enfadosas ridiculeces. Hasta el soldado
tenía que emplear un tiempo precioso en hacerse
el coleto. ¡Pobres hombres! Yo les vi puestos
en fila unos tras otros, arreglando cada cual el coleto
del que tenía delante, medio ingenioso que remataba
las operaciones en poco tiempo. Después se encasquetaban
el sombrero de pieles, pesada mole, cuyo
objeto nunca me pude explicar, y luego iban a sus
puestos, si tenían que hacer guardia, o a pasearse
por el estaban libres de servicio. Los marineros
aquel ridículo apéndice capilar, y su seme parece que
no se ha modificado aquella fecha.
En la cámara, mi amo hablaba acaloradamente
con el comandante del buque, don Francisco Javier
Uriarte, y con el jefe de escuadra, don Baltasard Hidalgo
de Cisneros. Según lo poco que,o1, no, me
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120
duda de que el general francés había dado orden de
salida para la mañana siguiente.
Esto alegró mucho a Marcial, que junto con
otros viejos marineros en el castillo de proa disertaba
ampulosamente sobre el próximo combate. Tal
sociedad me agradaba más que la de mi interesante
tío, porque los colegas de Mediohombre no se permitían
bromas pesadas con mi persona. Esta sola
diferencia hacía comprender la diversa procedencia
de los tripulantes, pues mientras unos eran marineros
de pura raza, llevados allí por la matrícula o enganche
voluntario, los otros eran gente de leva, casi
siempre holgazana, díscola, de perversas costumbres
y mal conocedora del oficio. Con los primeros
hacía yo mejores migas que con los segundos, y
asistía a todas las conferencias de Marcial. Si no temiera
cansar al lector, le referirla la explicación que
éste dio de las causas diplomáticas y políticas de la
guerra, parafraseando del modo más cómico posible
lo que había oído algunas noches antes de boca de
Malespina en casa de mis amos. Por él supe que el
novio de mi amita se había embarcado en el Nepomuceno.
Todas las conferencias terminaban en un solo
punto: el próximo combate. La escuadra debía salir
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121
al día siguiente; ¡qué placer! Navegar en aquel gigantesco
barco, el mayor del mundo; presenciar una
batalla en medio de los mares; ver cómo era la batalla,
cómo se disparaban los cañones, cómo se apresaban
los buques enemigos ... ¡Qué hermosa fiesta!,
y luego volver a Cádiz cubiertos de gloria... Decir a
cuantos quisieran oírme: «Yo estuve en la escuadra,
lo vi todo. »decírselo también a mi amita, contándole
la grandiosa escena, y excitando su atención, su
curiosidad, su interés... ; decirle también: «Yo me
hallé en los sitios de mayor peligro, y no temblaba
por eso»; ver cómo se altera, cómo palidece y se
asusta oyendo referir los horrores del combate, y
luego mirar con desdén a todos los que digan:
«¡Contad, Gabrielito, esa cosa tan tremenda! ... »
¡Oh!, esto era más de lo que necesitaba mi imaginación
para enloquecer... Digo francamente que en
aquel día no me hubiera cambiado por Nelson.
Amaneció el 19, que fue para mi felicísimo, y no
había aún amanecido cuando yo estaba en el alcázar
de popa con mi amo, que quiso presenciar la maniobra.
Después del baldeo comenzó la operación de
levar el buque. Se izaron las grandes gavias, y el pesado
molinete, girando con su agudo chirrido,
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122
arrancaba la poderosa áncora del fondo de la bahía.
Corrían los marineros por las vergas; manejaban
otros las brazas, prontos a la voz del contramaestre,
y todas las voces del navío, antes mudas, llenaban el
aire con espantosa algarabía. Los pitos, la campana
de proa, el discorde concierto de mil voces humanas,
mezcladas con el rechinar de los motones; el
crujido de los cabos, el trapeo de las velas azotando
los palos antes de henchirse impelidas por el viento,
todos estos varios sones acompañaron los primeros
pasos del colosal navío.
Pequeñas olas acariciaban sus costados, y la
mole majestuosa comenzó a deslizarse por la bahía
sin darla menor cabezada, sin ningún vaivén de
costado, con marcha grave y solemne, que sólo podía
apreciarse comparativamente observando la
traslación imaginaría de los buques mercantes anclados
y del paisaje.
Al mismo tiempo se dirigía la vista en derredor,
y ¡qué espectáculo, Dios mío!: treinta y dos navíos,
cinco fragatas y dos bergantines, entre españoles y
franceses, colocados delante, detrás y a nuestro costado,
se cubrían de velas y marchaban también impelidos
por el escaso viento. No he visto mañana
más hermosa. El sol inundaba de luz la magnífica
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123
rada; un ligero matiz de púrpura teñía la superficie
de las aguas hacia Oriente, y la cadena de colinas y
lejanos montes que limitan el horizonte hacia la
parte del puerto permanecían aún encendidos por el
fuego de la pasada aurora; el cielo limpio apenas
tenía algunas nubes rojas y doradas por Levante; el
mar azul estaba tranquilo, y sobre este mar, y bajo
aquel cielo las cuarenta naves, con sus blancos velámenes,
emprendían la marcha, formando el más
vistoso escuadrón que puede presentarse ante humanos
ojos.
No andaban todos los bajeles con igual paso.
Unos se adelantaban, otros tardaron mucho en moverse;
pasaban algunos junto a nosotros, mientras
los había que se quedaban detrás. La lentitud de su
marcha; la altura de su aparejo, cubierto de lona;
cierta misteriosa armonía que mis oídos de niño
percibían saliendo de los gloriosos cascos, especie
de himno que sin duda resonaba dentro de mí mismo;
la claridad del día, la frescura del ambiente, la
belleza del mar, que fuera de la bahía parecía agitarse
con gentil alborozo a la aproximación de la flota,
formaban el más imponente cuadro que puede imaginarse.
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Cádiz, en tanto, como un panorama giratorio, se
escorzaba a nuestra vista, presentándonos sucesivamente
las distintas facetas de su vasto circuito. El
sol, encendiendo los vidrios de sus mil miradores,
salpicaba la ciudad con polvos de oro, y su blanca
mole se destacaba tan limpia y pura sobre las aguas,
que parecía haber sido creada en aquel momento o
sacada del mar como la fantástica ciudad de San
Jenaro. Vi el desarrollo de la muralla desde el muelle
hasta el castillo de Santa Catalina; reconocí el baluarte
del Bonete, el baluarte del Orejón, la Caleta, y
me llené de orgullo considerando de dónde había
salido y dónde estaba.
Al mismo tiempo llegaba a mis oídos como música
misteriosa el son de las campanas de la ciudad
medio despierta, tocando a misa, con esa algazara
charlatana de las campanas de un gran pueblo. Ya
expresaban alegría, como un saludo de buen viaje, y
yo escuchaba el rumor cual si fuese de humanas voces
que nos daban la despedida, ya me parecían sonar
tristes y acongojadas anunciándonos una
desgracia, y a medida que nos alejábamos, aquella
música se iba apagando, hasta que se extinguió difundida
en el inmenso espacio.
T R A F A L G A R
125
La escuadra salía lentamente: algunos barcos
emplearon muchas horas para hallarse fuera. Marcial,
durante la salida, iba haciendo comentarios sobre
cada buque, observando su marcha,
motejándoles si eran pesados, animándoles con paternales
consejos si eran ligeros y zarpaban pronto.
-¡Qué pesado está D. Federico! - decía observando
el Príncipe de Asturias, mandado por Gravina ¡Allá
va Mr. Corneta! - exclamaba mirando al Bucentauro,
navío general -. ¡Bien haiga quien te puso Rayo! - decía
irónicamente, mirando al navío de este nombre,
que era el más pesado de toda la escuadra- Bien por
papá Ignacio! - añadía dirigiéndose al Santa Ana, que
montaba Alava -. ¡Echa toda la gavia, pedazo de
tonina! - decía contemplando el navío de Dumanoir
-. Este gabacho tiene un peluquero para rizar la gavia
y carga las velas con tenacillas.
El cielo se enturbió por la tarde, y al anochecer,
hallándonos ya a gran distancia, vimos a Cádiz perderse
poco a poco entre la bruma, hasta que se confundieron
con las tintas de la noche sus últimos
contornos. La escuadra tomó rumbo al Sur.
Por la noche no me separé de él, una vez que
dejé a mi amo muy bien arrellanado en su camarote.
B E N I T O P É R E Z G A L D Ó S
126
Rodeado de dos colegas y admiradores, les explicaba
el plan de Villeneuve del modo siguiente:
-Mr. Corneta ha dividido la escuadra en cuatro
cuerpos. La vanguardia, que es mandada por Álava,
tiene siete navíos; el centro, que lleva siete, y lo manda
Mr. Corneta en persona; la retaguardia, también
de siete, que va mandada por Dumanoir, y el cuerpo
de reserva, compuesto de doce navíos, que manda
don Federico. No me parece que está esto mal pensado.
Por supuesto que van los barcos españoles
mezclados con los gabachos, para que no nos dejen
en las astas del toro, como sucedió en Finisterre.
>Según me ha referido don Alfonso, el francés
ha dicho que si el enemigo se nos presenta a sotavento,
formaremos la línea de batalla y caeremos
sobre él ... Esto está muy guapo, dicho en el camarote;
pero ya ... ¿El Señorito va a ser tan buey que se
nos presente a sotavento? Sí, porque tiene poco
farol (inteligencia) su señoría para dejarse pescar así...
Veremos a ver si vemos lo que espera el francés. . Si el
enemigo se presenta a barlovento y nos ataca, debemos
esperarle en línea de batalla; y como tendrá
que dividirse para atacarnos, si no consigue romper
nuestra línea, nos será muy fácil vencerle. A ese señor
todo le parece fácil. (Rumores.) Dice también
T R A F A L G A R
127
que no hará señales, y que todo lo espera de cada
capitán. ¡Si iremos a ver lo que yo vengo predicando
desde que se hicieron esos malditos Tratados de
sursillos, y es que..., más vale callar! ... ¡Quiera Dios! ...
Ya les he dicho a ustedes que Mr. Corneta no sabe
lo que tiene entre manos, y que no le caben cincuenta
barcos en la cabeza. ¡Cuidado con un almirante
que llama a sus capitanes el día antes de una
batalla y les dice que haga cada uno lo que le diere la
gana! ... Pos pa eso... (Grandes muestras de asentimiento.)
En fin, allá veremos... Pero vengan acá ustedes
y díganme: si nosotros, los españoles,
queremos desfondar a unos cuantos barcos ingleses,
¿no nos bastamos y nos sobramos para ello? Pues
¿a cuenta qué hemos de juntarnos con franceses que
no nos dejan hacer lo que nos sale de dentro, sino que
hemos de ir a remolque de sus señorías? Siempre di
cuando fuimos con ellos, siempre di cuando salimos
destaponados... En fin. . ., ¡Dios y la Virgen del Carmen
vayan con nosotros y nos libren de amigos
franceses para siempre jamás amén>. (Grandes
aplausos.)
Todos asistieron a su opinión. Su conferencia
duró hasta hora avanzada, elevándose desde la profesión
naval hasta la ciencia diplomática. La noche
B E N I T O P É R E Z G A L D Ó S
128
fue serena, y navegábamos con viento fresco. Se me
permitirá que al hablar de la escuadra diga nosotros.
Yo estaba tan orgulloso de encontrarme a bordo del
Santísima Trinidad, que me llegué a figurar que iba a
desempeñar algún papel importante en tan alta ocasión,
y por eso no dejaba de gallardearme con los
marineros, haciéndoles ver que yo estaba allí para
alguna cosa útil.
T R A F A L G A R
129
X
Al amanecer del día 20 el viento soplaba con
mucha fuerza, y por esta causa los navíos estaban
muy distantes unos de otros. Mas habiéndose calmado
el viento poco después de mediodía, el buque
almirante hizo señales de que se formasen las cinco
columnas: vanguardia, centro, retaguardia y los dos
cuerpos que componían la reserva.
Yo me deleitaba viendo cómo acudían dócilmente
a la formación aquellas moles, y aunque a
causa de la diversidad de sus condiciones marineras
las maniobras no eran muy rápidas y las líneas formadas
poco perfectas, siempre causaba admiración
contemplar aquel ejercicio. El viento soplaba del
SO., según dijo Marcial, que lo había profetizado
desde por la mañana, j la escuadra, recibiéndole por
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130
estribor, marchó en dirección del Estrecho. Por la
noche se vieron algunas luces, y al amanecer del 21
vimos veintisiete navíos por barlovento, entre los
cuales Marcial designó siete e tres puentes. A eso de
las ocho, los treinta tres barcos de la flota enemiga
estaban a la vista, formados en dos columnas.
Nuestra escuadra formaba una larguísima línea, y,
según las apariencias, las dos columnas de Nelson,
dispuestas en forma de cuña, avanzaban como si
quisieran cortar nuestra línea por el centro y retaguardia.
Tal era la situación de ambos contendientes
cuando el Bucentauro hizo señal de virar en redondo.
Ustedes quizás no entiendan esto; pero les diré que
consistía en variar diametralmente de rumbo, es decir,
que si antes el viento impulsaba nuestros navíos
por estribor, después de aquel movimiento nos daba
por babor, de modo que marchábamos en dirección
casi opuesta a la que antes teníamos. Las proas se
dirigían al N., y este movimiento, cuyo objeto era
tener a Cádiz bajo el viento, para arribar a él en caso
de desgracia, fue muy criticado a bordo del Trinidad,
y especialmente por Marcial, que decía:
-Ya se esparrancló la línea de batalla, que antes era
mala y ahora es peor.
T R A F A L G A R
131
Efectivamente, la vanguardia se convirtió en
retaguardia, y la escuadra de reserva, que era la mejor,
según oí decir, quedó a la cola. Como el viento
era flojo, los barcos de diversa andadura y la tripulación
poco diestra, la nueva línea no pudo formarse
ni con rapidez ni con precisión: unos navíos andaban
muy aprisa y se precipitaban sobre el delantero;
otros marchaban poco, rezagándose, o se desviaban,
dejando un gran claro que rompía la línea antes
de que el ase el trabajo de hacerlo.
Se mandó restablecer el orden; pero por obediente
que sea un buque, no es tan fácil de manejar
como un caballo. Con este motivo, y observando las
maniobras de los barcos más cercanos. Mediohombre
decía:
-La línea es más larga que el Camino de Santiago.
Si el Señorito la corta, ¡adiós mi bandera!, perderíamos
hasta el modo de andar, manque los pelos se
nos hicieran cañones. Señores, nos van a dar julepe
el centro. ¿Cómo pueden venir a ayudarnos el Juan y
el Bahama, que están a la cola, ni el Neptuno ni el Rayo,
que están a la cabeza? (Rumores de aprobación.)
Además, estamos a sotavento, y los pueden elegir el
punto que quieran para Bastante haremos nosotros
con defendernos como podamos. Lo que digo es
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132
que Dios nos saque bien y nos libre de franceses
por siempre jamás amén Jesús.
El sol avanzaba hacia el cenit, y el enemigo estaba
ya encima.
-¿Les parece a ustedes que ésta es hora de empezar
un combate? ¡Las doce del día! - exclamaba
con ira el marinero, aunque no se atrevía a hacer
demasiado pública su demostración, ni estas conferencias
pasaban de un pequeño círculo, dentro del
cual yo, llevado de mi sempiterna insaciable curiosidad,
me había ingerido.
No sé por qué me pareció advertir en todos los
semblantes cierta expresión de disgusto. Los oficiales,
en el alcázar de popa, y los marineros y contramaestres,
en el de proa, observaban los navíos
sotaventados y fuera de línea, entre los cuales había
cuatro pertenecientes al centro.
Se me había olvidado mencionar una operación
preliminar del combate, en la cual tomé parte. Hecho
por la mañana el zafarrancho, preparado ya todo
lo concerniente al servicio de piezas y lo relativo
a maniobras, oí que dijeron:
«¡La arena, extender la arena>
Marcial me tiró de la oreja, y llevándome a una
escotilla, me hizo colocar en línea con algunos maT
R A F A L G A R
133
rinerillos de leva, grumetes y gente de poco más o
menos. Desde la escotilla hasta el fondo de la bodega
se habían colocado, escalonados en los entrepuentes,
algunos marineros, y de este modo iban
sacando los sacos de arena. Uno se lo daba al que
tenía al lado, éste al siguiente, y de este modo se sacaba
rápidamente y sin trabajo cuanto se quisiera.
Pasando de mano en mano, subieron de la bodega
multitud de sacos, y mi sorpresa fue grande cuando
vi que los vaciaban sobre la cubierta, sobre el alcázar
y castillos, extendiendo la arena hasta cubrir toda
la superficie de los tablones. Lo mismo hicieron
en los entrepuentes. Por satisfacer mi curiosidad,
pregunté al grumete que tenía al lado:
-Es para la sangre - me contestó con indiferencia.
-¡Para la sangre! - repetí yo, sin poder reprimir
un movimiento de terror.
Miré la arena; miré a los marineros, que con
gran algazara se ocupaban de aquella faena, y por un
instante me sentí cobarde. Sin embargo, la imaginación,
que entonces predominaba en mí, alejó de mi
espíritu todo temor, y no pensé más que en triunfos
y agradables sorpresas.
B E N I T O P É R E Z G A L D Ó S
134
El servicio de los cañones estaba listo, y advertí
también que las municiones pasaban de los pañoles
al entrepuente por medio de una cadena humana,
semejante a la que había sacado la arena del fondo
del buque.
Los ingleses avanzaban para atacarnos en dos
grupos. Uno se dirigía hacia nosotros, y traía en su
cabeza, o en el vértice de la cuña, un gran navío con
insignia de almirante. Después supe que era el Victory
y que lo mandaba Nelson. El otro traía a su
frente el Royal Sovereign, mandado por Collingwood.
Todos estos hombres, así como las particularidades
estratégicas del combate, han sido estudiados
por mí más tarde.
Mis recuerdos, que son clarísimos en todo lo
pintoresco y material, apenas me sirven en lo relativo
a operaciones que entonces no comprendía. Lo e
oí con frecuencia de boca de Marcial, unido a lo que
después he sabido, pudo darme a conocer la formación.
de nuestra escuadra; y para que ustedes lo
comprendan bien, les pongo aquí una lista de nuestros
navíos, indicando los desviados, que dejaban
un claro, la nacionalidad y la forma en que fuimos
atacados.
Poco más o menos, era así:
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135
Neptuno, E..............
Scipion, F................
Rayo, E...................
Formidable, F.........
Duguay, F................
Mont-Blanc, F.........
Asís, E....................
PRIMER CUERPO Agustín E................
Mandado por Nelson Héros, F...................
Trinidad, E..............
Victory Bucentauro, F..........
Neptune, F...............
Redoutable, F..........
Intrépide, F..............
SEGUNDO CUERPO Leandro, E..............
Mandado por Collingwoord
Justo, E......................
Royal Sovereign Indomptable, F..........
Santa Ana, E .............
Fougueux,F...............
Monarca, E...............
Plutón, F...................
Bahama, E.................
Aigle, F.....................
Montañés, E..............
Algeciras, E...............
Argonauta, E.............
Swift-Sure, F.............
Argonaute, F............
Ildefonso, E..............
Achilles, F................
B E N I T O P É R E Z G A L D Ó S
136
Príncipe de Asturias, E....
Berwick, F.......................
Nepomuceno, E...............
Eran las doce menos cuarto. El terrible instante
se aproximaba. La ansiedad era general, y no digo
esto juzgando por lo que pasaba en mi espíritu, pues
atento a los movimientos del navío en que se decía
estaba Nelson, no pude por un buen rato darme
cuenta -de lo que pasaba a mi alrededor.
De repente nuestro comandante dio una orden
terrible. La repitieron los contramaestres. Los marineros
corrieron hacia los cabos, chillaron los motones,
trapearon las gavias.
-¡En facha, en facha! - exclamó Marcial, lanzando
con energía un juramento -. ¡Ese condenado se
nos quiere meter por la popa!
Al punto comprendí que se había mandado detenerla
marcha del Trinidad para estrecharle contra
el, Bucentauro que venía detrás, porque el Victory parecía
venir dispuesto a cortar la línea por entre los
dos navíos.
Al ver la maniobra de nuestro buque, pude observar
que gran parte de la tripulación no tenía toda
aquella desenvoltura propia de los marineros famiT
R A F A L G A R
137
liarizados, como Marcial, con la guerra y con la
tempestad. Entre los soldados vi algunos que sentían
el malestar del mareo y se agarraban a los
obenques para no caer. Verdad es que había gente
muy decidida, especialmente en la clase de voluntarios;
pero, por lo común, todos eran de leva; obedecían
las órdenes como de mala gana, y estoy seguro
de que no tenían ni el más leve sentimiento del patriotismo.
No les hizo dignos del combate más que
el combate mismo, como advertí después. A pesar
del distinto temple moral de aquellos hombres, creo
que en los solemnes momentos que precedieron al
primer cañonazo, la idea de Dios estaba en todas las
cabezas.
Por lo que a mí toca, en toda la vida ha experimentado
mi alma sensaciones iguales a las de aquel
momento. A pesar de mis pocos años, me hallaba
en disposición de comprender la gravedad del suceso,
y por primera vez, después que existía, altas concepciones,
elevadas imágenes y generosos
pensamientos ocuparon mi mente. La persuasión de
la victoria estaba tan arraigada en mi ánimo, que me
inspiraban cierta lástima los ingleses, y les admiraba
al verles buscar con tanto afán una muerte segura.
B E N I T O P É R E Z G A L D Ó S
138
Por primera vez entonces percibí con completa
claridad la idea de la patria, y mi corazón respondió
a ella con espontáneos sentimientos, nuevos hasta
aquel momento en mi alma. Hasta entonces la patria
se me representaba en las personas que gobernaban
la nación, tales como el Rey y su célebre ministro, a
quienes no consideraba con igual respeto. Como yo
no sabía más Historia que la que aprendí en la Caleta,
para mí era de ley que debía uno entusiasmarse
al oír que los españoles habían matado muchos moros
primero, y gran pacotilla de ingleses y franceses
después. Me representaba, pues, a mi país como
muy valiente; pero el valor que yo concebía era tan
parecido a la barbarie como un huevo a otro huevo.
Con tales pensamientos, el patriotismo no era para
mí más que el orgullo de pertenecer a aquélla casta
de matadores de moros.
Pero en el momento que precedió al combate,
comprendí todo lo que aquella divina palabra significaba,
y la idea de nacionalidad se abrió paso en mi
espíritu, iluminándolo, y descubriendo infinitas maravillas,
como el sol que disipa la noche, y saca de la
obscuridad un hermoso paisaje. Me representé a mi
país como una inmensa tierra poblada de gentes,
todos fraternalmente unidos; me representé la soT
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139
ciedad dividida en familias, en las cuales había esposas
que mantener, hijos que educar, hacienda que
conservar, honra que defender; me hice cargo de un
pacto establecido entretantos seres para ayudarse y
sostenerse contra un ataque de fuera, y comprendí
que por todos habían sido hechos aquellos barcos
para defender la patria, es decir, el terreno en que
ponían sus plantas, el surco regado con su sudor, la
casa donde vivían sus ancianos padres, el huerto
donde jugaban sus hijos, la colonia descubierta y
conquistada por sus ascendientes, el puerto donde
amarraban su embarcación fatigada del largo viaje,
el almacén donde depositaban sus riquezas; la iglesia,
sarcófago de sus mayores, habitáculo de sus
santos y arca de sus creencias; la plaza, recinto de
sus alegres pasatiempos; el hogar doméstico, cuyos
antiguos muebles, transmitidos de generación en
generación, parecen el símbolo de la perpetuidad de
las naciones; la cocina, en cuyas paredes ahumadas
parece que no se extingue nunca el eco de los
cuentos con que las abuelas amansan la travesura e
inquietud de los nietos; la calle, donde se ve desfilar
caras amigas; el campo, el mar, el cielo; todo cuanto
desde el nacer se asocia a nuestra existencia desde el
pesebre de un animal querido hasta el trono de reB
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140
yes patriarcales; todos los objetos en que vive prolongándose
nuestra alma, como si el propio cuerpo
n ole bastara.
Yo creía también que las cuestiones que España
tenía con Francia o con Inglaterra eran siempre porque
alguna de estas naciones quería quitarnos algo,
en lo cual no iba del todo descaminado. Parecíame,
por tanto, tan legítima la defensa como brutal la
agresión; como había oído decir que la justicia triunfaba
siempre, no dudaba de la victoria. Mirando
nuestras banderas rojas y amarillas, los colores
combinados que mejor representan al fuego, sentí
que mi pecho se ensanchaba; no pude contener algunas
lágrimas de entusiasmo; me acordé de Cádiz,
de Vejer; me acordé de todos los españoles, a quienes
consideraba asomados a una gran azotea, contemplándonos
con ansiedad; y todas estas ideas y
sensaciones llevaron finalmente mi espíritu hacia
Dios, a quien dirigí una oración que no era Padrenuestro
ni Avemaría, sino algo nuevo que a mi se me
ocurrió entonces. Un repentino estruendo me sacó
de mi arrobamiento, haciéndome estremecer con
violentísima sacudida. Había sonado el primer cañonazo.
T R A F A L G A R
141
XI
Un navío de la retaguardia disparó el primer tiro
contra el Royal Soverreign, que mandaba Collingwood.
Mientras trababa combate con éste el Santa Ana, el
Victory se dirigía contra nosotros. En el Trinidad todos
demostraban gran ansiedad por comenzar el
fuego; pero nuestro comandante esperaba el momento
más favorable. Como si unos navíos se lo
comunicaran a los otros, cual piezas pirotécnicas
enlazadas por una mecha común, el fuego se corrió
desde el Santa Ana hasta los dos extremos de la línea.
El Victory atacó primero al Redoutable, francés, y
rechazado por éste, vino a quedar frente a nuestro
costado p 'barlovento. El momento terrible había
llegado: cien voces dijeron ¡fuego!, repitiendo como
B E N I T O P É R E Z G A L D Ó S
142
un eco infernal la del comandante, y la andanada
lanzó cincuenta proyectiles sobre el navío inglés.
Por un instante el humo me quitó la vista del enemigo.
Pero éste, ciego de coraje, se venia sobre nosotros
viento en popa. Al llegar a tiro de fusil, orzó y
nos descargó su andanada. En el tiempo que medió
de uno a otro disparo, la tripulación, que había podido
observar el daño hecho al enemigo, redobló su
entusiasmo. Los cañones se servían con presteza,
aunque no sin cierto entorpecimiento, hijo de la poca
práctica de algunos cabos de cañón. Marcial hubiera
tomado por su cuenta de buena gana la
empresa de servir una de las piezas de cubierta; pero
su cuerpo mutilado no era capaz de responder al
heroísmo de su alma. Se contentaba con vigilar el
servicio de la cartuchería, y con su voz y con su
gesto alentaba a los que servían las piezas.
El Bucentauro, que estaba a nuestra popa, hacía
fuego igualmente sobre el Victory y el Temerary,
otro4poderoso navío inglés. Parecía que el navío de
Nelson iba a caer en nuestro poder, porque la artillería
del Trinidad le había destrozado el aparejo, y
vimos con orgullo que perdía su palo de mesana.
En el ardor de aquel primer encuentro, apenas
advertí que algunos de nuestros marineros caían
T R A F A L G A R
143
heridos o muertos. Yo, puesto en el lugar donde
creía estorbar menos, no cesaba de contemplar al
comandante, que mandaba desde el alcázar con serenidad
heroica, y me admiraba de ver a mi amo con
menos calma, pero con más entusiasmo, alentando a
oficiales y marineros con su ronca vocecilla.
-¡Ah! - dije Yo para mí -. ¡Si te viera ahora doña
Francisca!
Confesaré que yo tenía momentos de un miedo
terrible, en que me hubiera escondido nada menos
que en el mismo fondo de la bodega, y otros de
cierto delirante arrojo en que me arriesgaba a ver
desde los sitios de mayor peligro aquel gran espectáculo.
Pero, dejando a un lado mi humilde persona,
voy a narrar el momento más terrible de nuestra
lucha con el Victory. El Trinidad le destrozaba con
mucha fortuna, cuando el Temerary, ejecutando una
habilísima maniobra, se interpuso entre los dos
combatientes, salvando a su compañero de nuestras
balas. En seguida se dirigió a cortar la línea por la
popa del Trinidad, y como el Bucentauro, durante el
fuego, se había estrechado contra éste hasta el punto
de tocarse los penoles, resultó un gran claro, por
donde se precipitó el Temerary, que viro prontamente,
y colocándose a nuestra aleta de babor, nos disB
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144
paró por aquel costado, hasta entonces ileso. Al
mismo tiempo, el Neptune, otro poderoso navío inglés,
colocóse donde antes estaba el Victory; éste se
sotaventó, de modo que en un momento el Trinidad
se encontró rodeado de enemigos que le acribillaban
por todos lados
En el semblante de mi amo, en la sublime cólera
de Uriarte, en los juramentos de los marineros amigos
de Marcial, conocí que estábamos perdidos, y la
idea de la derrota angustió mi alma. La línea de la
escuadra combinada se hallaba rota por varios
puntos, y al orden imperfecto con que se había formado
después de la vira en -redondo, sucedió el
más terrible desorden. Estábamos envueltos por el
enemigo, cuya artillería lanzaba una espantosa lluvia
de balas y de metralla sobre nuestro navío, lo mismo
que sobre el Bucentauro. El Agustín, el Héros y el
Leandro se batían lejos de nosotros, en posición algo
desahogada, mientras el Trinidad, lo mismo que el
navío almirante, sin poder disponer de sus movimientos,
cogidos en terrible escaramuza por el genio
del gran Nelson, luchaban heroicamente, no ya
buscando una victoria imposible, sino movidos por
el afán de perecer con honra.
T R A F A L G A R
145
Los cabellos blancos que hoy cubren mi cabeza
se erizan todavía al recordar aquellas tremendas horas,
principalmente desde las dos a las cuatro de la
tarde. Se me representaban los barcos, no como ciegas
máquinas de guerra, obedientes al hombre, sino
como verdaderos gigantes, seres vivos y monstruosos
que luchaban por sí, poniendo en acción, como
ágiles miembros, su velamen, y cual terribles armas,
la poderosa artillería de sus costados. Mirándolos,
mi imaginación no podía menos de personalizarlos,
y aun ahora me parece que los veo acercarse, desafiarse,
orzar con ímpetu para descargar su andanada,
lanzarse al abordaje con ademán provocativo, retroceder
con ardiente coraje para tomar más fuerza,
mofarse del enemigo, increparle; me parece que les
veo expresar el dolor de la herida, o exhalar noblemente
el gemido de la muerte, como el gladiador
que no olvida el decoro en la agonía; me parece oír
el rumor de las tripulaciones, como la voz que sale
de un pecho irritado, a veces alarido de entusiasmo,
a veces sordo mugido de desesperación, precursor
de exterminio; ahora himno de júbilo que indica la
victoria, después algazara rabiosa que se pierde en el
espacio, haciendo lugar a un terrible silencio que
anuncia la vergüenza de la derrota.
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146
El espectáculo que ofrecía el interior del Santísima
Trinidad era el de un infierno. Las maniobras habían
sido abandonadas, porque el barco no se
movía ni podía moverse. Todo el empeño consistía
en servir las piezas con la mayor presteza posible,
correspondiendo así al estrago que hacían los proyectiles
enemigos. La metralla inglesa rasgaba el velamen,
como si grandes e invisibles uñas le hicieran
trizas. Los pedazos de obra muerta, los trozos de
madera, los gruesos obenques segados cual haces de
espigas, los motones que caían, los trozos de velamen,
los hierros, cabos y demás despojos arrancados
de su sitio por el cañón enemigo, llenaban la
cubierta, donde apenas había espacio para moverse.
De minuto en minuto caían al suelo o al mar multitud
de hombres llenos de vida; las blasfemias de los
combatientes se mezclaban a los lamentos de los
heridos, de tal modo que no era posible distinguir si
insultaban a Dios los que morían o le llamaban con
angustia los que luchaban.
Yo tuve que prestar auxilio en una faena tristísima,
cual era la de transportar heridos a la bodega,
donde estaba la enfermería. Algunos morían antes
de llegar a ella, y otros tenían que sufrir dolorosas
operaciones antes de poder reposar un momento su
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147
cuerpo fatigado. También tuve la indecible satisfacción
de ayudar a los carpinteros, que a toda prisa
procuraban aplicar, tapones a los agujeros hechos
en el casco; pero por causa de mi poca fuerza no
eran aquellos auxilios tan eficaces como yo habría
deseado.
La sangre corría en abundancia por la cubierta y
los puentes, y a pesar de la arena, el movimiento del
buque la llevaba de aquí para allí, formando fatídicos
dibujos. Las balas de cañón, de tan cerca disparadas,
mutilaban horriblemente los cuerpos, y era
frecuente ver rodar a alguno, arrancada a cercén la
cabeza, cuando la violencia del proyectil no arrojaba
la víctima al mar, entre cuyas ondas debía perderse
casi sin dolor la última noción de la vida. Otras balas
rebotaban contra un palo o contra la obra
muerta, levantando granizada de astillas que herían
como flechas. La fusilería de las cofas y la metralla
de las carronadas esparcían otra muerte menos rápida
y más dolorosa, y fue raro el que no salió marcado
más o menos gravemente por el plomo y el
hierro de nuestros enemigos.
De tal suerte combatida y sin poder de ningún
modo devolver iguales destrozos, la tripulación,
aquella alma del buque, se sentía perecer, agonizar
B E N I T O P É R E Z G A L D Ó S
148
con desesperado coraje, y el navío mismo, aquel
cuerpo glorioso, retemblaba al golpe de las balas.
Yo le sentía estremecerse en la terrible lucha: crujían
sus cuadernas, estallaban sus baos, rechinaban sus
puntales a manera de miembros que retuerce el dolor,
y la cubierta trepidaba bajo mis pies con ruidosa
palpitación, como si a todo el inmenso cuerpo del
buque se comunicara la indignación y los dolores de
sus tripulantes. En tanto, el agua penetraba por los
mil agujeros y grietas del casco acribillado y comenzaba
a inundar la bodega.
El Bucentauro, navío general, se rindió a nuestra
vista. Villeneuve había arriado bandera. Una vez entregado
el jefe de la escuadra, ¿qué esperanza quedaba
a los buques? El pabellón francés desapareció de
la popa de aquel gallardo navío, y cesaron sus fuegos.
El San Agustín y el Héros se sostenían todavía, y
el Rayo y el Neptuno, pertenecientes a la vanguardia,
que habían venido a auxiliarnos, intentaron en vano
salvarnos de los navíos enemigos, que nos asediaban.
Yo pude observar la parte del combate más
inmediata al Santísima Trinidad, porque del resto de
la línea no era posible ver nada. El viento parecía
haberse detenido, y el humo se quedaba, sobre
nuestras cabezas, envolviéndonos en su espesa
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blancura, que las miradas no podían penetrar. Distinguíamos
tan sólo el aparejo de algunos buques
lejanos, aumentados de un modo inexplicable por
no sé qué efecto óptico, o porque el pavor de aquel
sublime momento agrandaba todos los objetos.
Disipóse por un momento la densa penumbra,
¡pero de qué manera tan terrible! Detonación espantosa,
más fuerte que la de los mil cañones de la
escuadra disparando a un tiempo, paralizó a todos,
produciendo general terror. Cuando el oído recibió
tan fuerte impresión, claridad vivísima habla iluminado
el ancho espacio ocupado, por las dos flotas,
rasgando el velo de humo, y presentóse a nuestros
ojos todo el panorama del combate. La terrible explosión
había ocurrido hacia el Sur, en el sitio ocupado
antes por la retaguardia.
-Se ha volado un navío - dijeron todos.
Las opiniones fueron diversas, y se dudaba si el
buque volado era el Santa Ana, el Argonauta, el Ildefonso
o el Bahama. Después se supo que había sido el
francés nombrado Achilles. La expansión de los gases
desparramó por mar y cielo en pedazos mil
cuanto momentos antes constituía un hermoso navío
con 74 cañones y 600 hombres de tripulación.
B E N I T O P É R E Z G A L D Ó S
150
Algunos segundos después de la explosión, ya
no pensábamos más que en nosotros mismos.
Rendido el Bucentauro, todo el fuego enemigo se
dirigió contra nuestro navío, cuya pérdida era ya segura.
El entusiasmo de los primeros momentos se
había apagado en mí, y mi corazón se llenó de un
terror que me paralizaba, ahogando todas las funciones
de mi espíritu, excepto la curiosidad. Ésta era
tan irresistible que me obligó a salir a los sitios de
mayor peligro. De poco servía ya mi escaso auxilio,
pues ni aun se trasladaban los heridos a la bodega,
por ser muchos, y las piezas exigían el servicio de
cuantos conservaban un poco de fuerza. Entre éstos
vi a Marcial que se multiplicaba gritando y moviéndose
conforme a su poca agilidad, y era a la vez
contramaestre, marinero, artillero, carpintero y
cuanto había que ser en tan terribles instantes. Nunca
cruel que desempeñara funciones correspondientes
a tantos hombres el que no podía
considerarse sino como la mitad de un cuerpo humano.
Un astillazo le había herido en la cabeza, y la
sangre, tiñéndole la cara, le daba horrible aspecto.
Yo le vi agitar sus labios, bebiendo aquel líquido, y
luego lo escupía con furia fuera del portalón, como
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si también quisiera herir a salivazos a nuestros enemigos.
Lo que más me asombraba, causándome cierto
espanto, era que Marcial, aun en aquella escena de
desolación, profería frases de buen humor, no sé si
por alentar a sus decaídos compañeros o porque de
este modo acostumbraba alentarse a sí mismo.
Cayó con estruendo el palo de trinquete, ocupando
el castillo de proa con la balumba de su aparejo,
y Marcial dijo:
-Muchachos, vengan las hachas. Metamos este
mueble en la alcoba.
Al punto se cortaron los cabos,- y el mástil cayó
al mar.
Y viendo que arreciaba el fuego, gritó dirigiéndose
a un pañolero que se había convertido en cabo
de canon:
-Pero Abad, mándales el vino a esos casacones
para que nos dejen en paz.
Y a un soldado que yacía como muerto, por el
dolor de sus heridas y la angustia del mareo, le dijo
aplicándole el botafuego a la nariz:
-Huele una hojita de azahar, camarada, para que
se te pase el desmayo. ¿Quieres dar un paseo en
bote? Anda: Nelson nos convida a echar unas cañas.
B E N I T O P É R E Z G A L D Ó S
152
Esto pasaba en el combés. Alcé la vista al alcázar
de popa, y vi que el general Cisneros había caído.
Precipitadamente le bajaron dos marineros a la
cámara. Mi amo continuaba inmóvil en su puesto;
pero de su brazo izquierdo manaba mucha sangre.
Corrí hacia él para auxiliarle, y antes que yo llegase
un oficial se le acercó, intentando convencerle de
que debía bajar a la cámara. No había éste pronunciado
dos palabras, cuando una bala le llevó la mitad
de la cabeza, y su sangre salpicó mi rostro.
Entonces don Alonso se retiró, tan pálido como el
cadáver de su amigo, que yacía mutilado en el piso
del alcázar.
Cuando bajó mi amo, el comandante quedó solo
arriba, con tal presencia de ánimo que no pude menos
de contemplarle un rato, asombrado de tanto
valor. Con la cabeza descubierta, el rostro pálido, la
mirada ardiente, la acción enérgica, permanecía en
su puesto dirigiendo aquella acción desesperada que
no podía ganarse ya. Tan horroroso desastre había
de verificarse con orden, y el comandante era la
autoridad que reglamentaba el heroísmo. Su voz
dirigía a la tripulación en aquella contienda del honor
y la muerte.
T R A F A L G A R
153
Un oficial que mandaba en la primera batería
subió a tomar órdenes, y antes de hablar cayó
muerto a los pies de su jefe; otro guardia marina que
estaba a su lado cayó también mal herido, y Uriarte
quedó al fin enteramente solo en el alcázar, cubierto
de muertos y heridos. Ni aun entonces se apartó su
vista de los barcos ingleses ni de los movimientos
de nuestra artillería; y el imponente aspecto del alcázar
y toldilla, donde agonizaban sus amigos y subalternos,
no conmovió su pecho varonil, ni
quebrantó su enérgica resolución de sostener el fuego
hasta perecer. ¡Ah!, recordando yo después la
serenidad y estoicismo de don Francisco Javier
Uriarte, he podido comprender todo lo que nos
cuentan de los heroicos capitanes de la antigüedad.
Entonces no conocía yo la palabra sublimidad, pero
viendo a nuestro comandante comprendí que todos
los idiomas deben tener un hermoso vocablo para
expresar aquella grandeza de alma que me parecía
favor rara vez otorgado por Dios al hombre miserable.
Entretanto, gran parte de los cañones había cesado
de hacer, fuego, porque la mitad de la gente
estaba fuera de combate. Tal vez no me hubiera fijado
en esta circunstancia, si habiendo salido de la
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154
cámara, impulsado por mi curiosidad, no sintiera
una voz que con acento terrible me dijo: <Gabrielillo!,
aquí!»Marcial me llamaba; acudí prontamente, y
le hallé empeñado en servir uno de los cañones que
había quedado sin gente. Una bala había llevado a
Mediohombre la punta de su pierna de palo, lo cual
le hacía ¡Si llego a traer la de carne y hueso! ...
Dos marinos muertos yacían a su lado; un tercero,
gravemente herido, se esforzaba en seguir sirviendo
la pieza.
-Compadre - le dijo Marcial -, ya tú no puedes ni
encender una colilla.
Arrancó el botafuego de manos del herido y me
lo entregó, diciendo:
-Toma, Gabrielillo; si tienes miedo, vas al agua.
Esto diciendo, cargó el cañón con toda la prisa
que le fue posible, ayudado de un grumete que estaba
casi ileso; lo cebaron y apuntaron; ambos exclamaron:
«Fuego»; acerqué la mecha, y el cañón
disparó.
- Se repitió la operación por segunda y tercera
vez, y el ruido del cañón, disparado por mí, retumbó
de un modo extraordinario en mi alma. El considerarme
no ya espectador, sino actor decidido en
tan grandiosa tragedia, disipó por un instante el
T R A F A L G A R
155
miedo, y me sentí con grandes bríos, al menos con
la firma resolución de aparentarlos. Desde entonces
conocí que el heroísmo es casi siempre una forma
del pundonor. Marcial y otros me miraban; era preciso
que me hiciera digno de fijar su atención.
-¡Ah! -decía yo para mí con orgullo -. Si mi
amita pudiera verme ahora... ¡Qué valiente estoy
disparando cañonazos como un hombre!... Lo menos
habré mandado al otro mundo dos docenas de
ingleses.
Pero estos nobles pensamientos me ocuparon
muy poco tiempo, porque Marcial, cuya fatigada
naturaleza comenzaba a rendirse después de su esfuerzo
respiró con ansia, se secó la sangre que afluía
en abundancia de su cabeza, cerré los ojos, sus brazos
se extendieron. con desmayo, y dijo:
-No puedo más: se me sube la pólvora a la toldilla
(la cabeza). Gabriel, tráeme agua.
Corrí a buscar el agua, y cuando se la traje bebió,
con ansia. Pareció tomar con esto nuevas fuerzas;
íbamos a seguir, cuando un gran estrépito nos
dejó sin movimiento. El palo mayor, tronchado por
la fogonadura, cayó sobre el combés, y tras él el de
mesana. El navío quedó lleno de escombros y el
desorden fue espantoso.
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156
Felizmente quedé en hueco y sin recibir más que
una ligera herida en la cabeza, la cual aunque me
aturdió al principio, no me impidió apartar los trozos
de vela y cabos que habían caído sobre mí. Los
marineros y soldados de cubierta pugnaban por desalojar
tan enorme masa de cuerpos inútiles, y desde
entonces sólo la artillería de las baterías bajas sostuvo
el fuego. Salí como pude, busqué a Marcial, no le
hallé, y habiendo fijado mis ojos en el alcázar, noté
que el comandante ya no estaba allí. Gravemente
herido de un astillazo en la cabeza, había caído exánime,
y al punto dos marineros subieron para trasladarle
a la cámara. Corrí también allá, y entonces un
casco de metralla me hirió en el hombro, lo que me
asustó en extremo, creyendo que mi herida era
mortal y que iba a exhalar el último suspiro. Mi turbación
no me impidió entrar en la cámara, donde
por la mucha sangre que brotaba de mi herida me
debilité, quedando por un momento desvanecido.
En aquel pasajero letargo seguí oyendo el estrépito
de los cañones de k, segunda y tercera batería, y
después una voz que decía con furia:
-¡Abordaje!. ¡las picas!. . ., ¡las hachas!
Después la confusión fue tan grande, que no
pude distinguir lo que pertenecía a las voces humaT
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157
nas en tan descomunal concierto. Pero no sé cómo,
sin salir de aquel estado de somnolencia, me hice
cargo de que se creía todo perdido, y de que los oficiales
se hallaban reunidos en la cámara para acordar
la rendición, y también puedo asegurar que si no
fue invento de mi fantasía, entonces trastornada,
resonó en el combés Y una voz que decía: «El Trinidad
no se rinde». De fijo fue la voz de Marcial, si es
que realmente dijo alguien tal cosa.
Me sentí despertar, y vi a mi amo arrojado sobre
uno de los sofás de la cámara, con la cabeza oculta
entre las manos en ademán de desesperación y sin
cuidarse de su herida.
Acerquéme a él, y el infeliz anciano no halló
mejor modo de expresar su desconsuelo que abrazándome
paternalmente, como si ambos estuviéramos
cercanos a la muerte. Él, por lo menos, creo
que se consideraba próximo a morir de puro dolor,
porque su herida no tenía la menor gravedad. Yo le
consolé como pude, diciendo que si la acción no se
había ganado, no fue porque yo dejara de matar
bastantes ingleses con mi cañoncito, y añadí que
para otra vez seríamos más afortunados; pueriles
razones que no calmaron su agitación.
B E N I T O P É R E Z G A L D Ó S
158
Saliendo afuera en busca de agua para mi amo,
presencié el acto de arriar la bandera, que aun flotaba
en la cangreja, uno de los pocos restos de arboladura
que con el tronco de mesana quedaba en pie,
Aquel lienzo glorioso, ya agujereado por mil partes,
señal de nuestra honra, que congregaba bajo sus
pliegues a todos los combatientes, descendió del
mástil para no izarse más. La idea de un orgullo
abatido, de un ánimo esforzado que sucumbe ante
fuerzas superiores, no puede encontrar imagen más
perfecta para representarse a los ojos humanos que
la que aquel oriflama que se abate y desaparece como
un sol que se pone.
El de aquella tarde tristísima, tocando al término
de su carrera en el momento de nuestra rendición,
iluminó nuestra bandera con su último rayo.
El fuego cesó y los ingleses penetraron en el
barco, vencido.
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159
XII
Cuando el espíritu, reposando de la agitación
del combate, tuvo tiempo de dar paso a la compasión,
al frío terror producido por la vista de tan
grande estrago, se presentó a los ojos de cuantos
quedamos vivos la escena del navío en toda la horrenda
majestad. Hasta entonces los ánimos no se
habían ocupado más que la defensa; mas cuando el
fuego cesó, se pudo advertir el gran destrozo del
casco, que" dando entrada al agua por sus mil averías,
se hundía, amenazando sepultarnos a todos,
vivos y muertos, en el fondo del mar. Apenas entraron
en él los ingleses, un grito resonó unánime, proferido
por nuestros marinos:
-¡A las bombas!
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160
Todos los que podíamos acudimos a ellas y trabamos
con ardor; pero aquellas máquinas imperfectas
desalojaban una cantidad de agua bastante menor
que la que entraba. De repente un grito, aun más
terrible que el anterior, nos llenó de espanto. Ya dije
que los heridos se habían transportado al último sollado,
lugar que, por hallarse bajo la línea de flotación,
está libre de la acción de las balas. El agua invadía
rápidamente aquel recinto, y algunos marinos
asomaron por la escotilla, gritando:
-¡Que se ahogan los heridos!
La mayor parte de la tripulación vaciló entre seguir
desalojando el agua y acudir en socorro de
aquellos desgraciados, y no sé qué habría sido de
ellos, si la gente de un navío inglés no hubiera acudido
en nuestro auxilio. Éstos no sólo transportaron
los heridos a la tercera y a la segunda batería,
sino que también pusieron mano a las bombas,
mientras sus carpinteros trataban de reparar algunas
de las averías del casco.
Rendido de cansancio y juzgando que don
Alonso podía necesitar de mí, fui a la cámara. Entonces
vi a algunos ingleses ocupados en poner el
pabellón británico en la popa del Santísima Trinidad.
Como cuento con que el lector benévolo me ha de
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perdonar que apunte aquí mis impresiones, diré que
aquello me hizo pensar un poco. Siempre se me habían
representado los ingleses como verdaderos
piratas o salteadores de los mares, gentezuela aventurera
que no constituía nación y que vivía del merodeo.
Cuando vi el orgullo con que enarbolaron su
pabellón, saludándole con vivas aclamaciones;
cuando advertí el gozo y la satisfacción que les causaba
haber apresado el más grande y glorioso barco
que hasta entonces surcó los mares, pensé que también
ellos tendrían su patria querida, que ésta les
habría confiado la defensa de su honor; me pareció
que en aquella tierra, para mí misteriosa, que se llamaba
Inglaterra, habían de existir, como en España,
muchas gentes honradas, un rey paternal, y las madres,
las hijas, las esposas, las hermanas de tan valientes
marinos; los cuales, esperando con ansiedad
su vuelta, rogarían a Dios que les concediera la victoria.
En la cámara encontré a mi señor más tranquilo.
Los oficiales ingleses que habían entrado allí trataban
a los nuestros con delicada cortesía, y según entendí,
querían transbordar los heridos a algún barco
enemigo. Uno de aquellos oficiales se acercó a mi
amo como queriendo reconocerle, y le saludó en
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español. medianamente correcto, recordándole una
amistad antigua. Contestó don Alonso a sus finuras
con gravedad, y después quiso enterarse por él de
los pormenores del combate.
-¿Pero qué ha sido de la reserva? ¿Qué ha hecho
Gravina? -preguntó mi amo.
-Gravina se ha retirado con algunos navíos
contestó el inglés.
-De la vanguardia sólo han venido a auxiliarnos
el Rayo y el Neptuno.
-Los cuatro franceses, Duguay, Trouin, Mont-Blane,
Scipion y Formidable, son los únicos que no han entrado
en acción.
-Pero Gravina, Gravina, ¿qué es de Gravina?-
insistió mi amo.
-Se ha retirado en el Príncipe de Asturias; mas
como se le ha dado caza, ignoro si habrá llegado a
Cádiz.
-¿Y el San Ildefonso?
-Ha sido apresado.
-¿Y el Santa Ana?
-También ha sido apresado.
¡Vive Dios! - exclamó don Alonso sin poder
disimular su enojo-. Apuesto a que no ha sido apresado
el Nepomuceno.
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163
-También lo ha sido.
-¡Oh!..., ¿está usted seguro de ello? ¿Y Churruca?
-Ha muerto - contestó el inglés con tristeza.
-¡Oh... ! ¡Ha muerto! ¡Ha muerto Churruca!
exclamó mi amo con angustiosa perplejidad -.
Pero el Bahama se habrá salvado, el Bahama habrá
vuelto ileso a Cádiz.
-También ha sido apresado.
-¡También! ¿Y Galiano? Galiano es un héroe y
un sabio.
-Sí -repuso sombríamente el inglés -, pero ha,
muerto también.
-¿Y qué es del Montañés? ¿Qué ha sido de Alcedo?
-Alcedo..., también ha muerto.
Mi amo no pudo reprimir la expresión de su
profunda pena; y como la avanzada edad amenguaba
en él la presencia de ánimo propia de tan terribles
momentos, hubo de pasar por la pequeña
mengua de derramar algunas lágrimas, triste obsequio
a sus compañeros. No es impropio el llanto en
las grandes almas, antes bien, indica el consorcio
fecundo de la delicadeza de sentimientos con la
energía de carácter. Mi amo lloró como hombre,
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después de haber cumplido con su deber como marino.
Mas reponiéndose de aquel abatimiento, y
buscando alguna razón con que devolver al inglés la
pesadumbre que éste le causara, dijo:
-Pero ustedes no habrán sufrido menos que nosotros.
Nuestros enemigos habrán tenido pérdidas
de consideración.
-Una sobre todo irreparable - contestó el inglés
con tanta congoja como la de don Alonso -. Hemos
perdido al primero de nuestros marinos, al valiente
entre los valientes, al heroico' al divino, al sublime
almirante Nelson. Y con tan poca entereza como mi
amo, el oficial inglés no se cuidó de disimular su
inmensa pena: cubrióse la cara con las manos y lloró,
con toda la expresiva franqueza del verdadero
dolor, al jefe, al protector y al amigo.
Nelson, herido mortalmente en mitad del combate,
según después supe, por una bala de fusil que
le atravesó el pecho y se fijó en la espina dorsal, dijo
al capitán Hardy: «Se acabó; al fin lo han conseguido
». Su agonía se prolongó hasta el caer de la tarde;
no perdió ninguno de los pormenores del combate,
ni se extinguió su genio de militar y de marino, sino
cuando la última fugitiva palpitación de la vida se
disipó en su cuerpo herido. Atormentado por hoT
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165
rribles dolores, no dejó de dictar órdenes, enterándose
de los movimientos de ambas escuadras, y
cuando se le hizo saber el triunfo de la suya, exclamó:
«¡Bendito sea Dios; he cumplido con mi deber
Un cuarto de hora después expiraba el primer
marino de nuestro siglo.
Perdóneseme la digresión. El lector extrañará
que no conociéramos la suerte de muchos buques
de la escuadra combinada. Nada más natural que
nuestra ignorancia, por causa de la desmesurada
longitud de la línea de combate, y además el sistema
de luchas parciales adoptado por los ingleses. Sus
navíos se habían mezclado con los nuestros, y como
la contienda era a tiro de fusil, el buque enemigo que
nos batía ocultaba la vista del resto de la escuadra,
además de que el humo espesísimo nos impedía ver
cuanto no se hallara en paraje cercano.
Al anochecer, y cuando aun el cañoneo no había
cesado, distinguíamos algunos navíos, que pasaban
a un largo como fantasmas, unos con media arboladura,
otros completamente desarbolados. La bruma,
el humo, el mismo aturdimiento de nuestras cabezas,
nos impedía distinguir si eran españoles o enemigos;
y cuando la luz de un fogonazo lejano
iluminaba a trechos aquel panorama temeroso, noB
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tábamos que aun seguía la lucha con encarnizamiento
entre grupos de navíos aislados; que otros
corrían sin concierto ni rumbo, llevados por el temporal,
y que alguno de los nuestros era remolcado
por otro inglés en dirección al sur.
Vino la noche, y con ella aumentó la gravedad y
el horror de nuestra situación. Parecía que la Naturaleza
habla de sernos propicia después de tratas
desgracias; pero, por el contrario, desencadenáronse
con furia los elementos, como si el cielo creyera que
aun no era bastante grande el número de nuestras
desdichas. Desatóse un recio temporal, y viento y
agua, hondamente agitados, azotaron el buque, que,-
incapaz de maniobra, fluctuaba a merced de las olas.
Los vaivenes eran tan fuertes que se hacía difícil el
trabajo, lo cual, unido al cansancio de la tripulación,
empeoraba nuestro estado de hora en hora. Un navío
inglés, que después supe se llamaba Prince, trató
de remolcar el Trinidad; pero sus esfuerzos fueron
inútiles, y tuvo que alejarse por temor a un choque
que habría sido funesto para ambos buques.
Entretanto no era posible tomar alimento alguno,
y yo me moría de hambre, porque los demás,
indiferentes a todo lo que no fuera el peligro, apenas
se cuidaban de cosa tan importante. No me atrevía a
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pedir un pedazo de pan por temor de parecer importuno,
y al mismo tiempo, sin vergüenza lo confieso,
dirigía mi escrutadora observación a todos los
sitios donde colegía que podían existir provisiones
de boca. Apretado por la necesidad, me arriesgué a
hacer una visita a los pañoles del bizcocho, y ¿cuál
no sería mi asombro cuando vi que Marcial estaba
allí, trasegando a su estómago lo primero que encontró
a mano? El anciano estaba herido de poca
gravedad, y aunque una bala le había llevado el pie
derecho, como éste no era otra cosa que la extremidad
de la pierna de palo, el cuerpo de Marcial sólo
estaba con tal percance un poco más cojo.
-Toma, Gabrielillo -me dijo, llenándome el seno
de galletas -: barco sin lastre no navega.
En seguida empiné una botella y bebió con delicia.
Salimos del pañol, y vi que no éramos nosotros
solos los que visitaban aquel lugar, pues todo indicaba
que un desordenado pillaje había ocurrido allí
momentos antes.
Reparadas mis fuerzas, pude pensar en servir de
algo, poniendo mano a las bombas o ayudando a los
carpinteros. Trabajosamente se enmendaron algunas
averías con auxilio de los ingleses, que vigilaban
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168
todo, y según después comprendí, no perdían de
vista a algunos de nuestros marineros, porque temían
que s sublevasen, represando el navío, en lo
cual los enemigos demostraban más suspicacias que
buen sentido; pues menester era haber perdido el
juicio para intentar represar un buque en tal estado.
Ello es que los casacones acudían a todas partes y no
perdían movimiento alguno.
Entrada la noche, y hallándome transido de frío,
abandoné la cubierta, donde apenas podía tenerme,
y corría además el peligro de ser arrebatado por un
golpe de mar, y me retiré a la cámara. Mi primera
intención fue dormir un poco, pero ¿quién dormía
en aquella noche?
En la cámara todo era confusión, lo mismo que
en el combés. Los sanos asistían a los heridos, y
estos, molestados a la vez por sus dolores y por el
movimiento del buque, que les impedía todo reposo,
ofrecían tan triste aspecto, que a su vista era imposible
entregarse al descanso. En un lado de la
cámara yacían cubiertos con el pabellón nacional,
los oficiales muertos. Entre tanta desolación, ante el
espectáculo de tantos dolores, había en aquellos cadáveres
no sé qué de envidiable: ellos solos descansaban
a bordo del Trinidad, y todo les era ajeno,
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169
fatigas y penas, la vergüenza de la derrota y los padecimientos
físicos. La bandera que les servía de
ilustre mortaja parecía ponerles fuera de aquella esfera
de responsabilidad, de mengua y desesperación
en que todos nos encontrábamos. Nada les afectaba
el peligro que corría la nave, porque ésta no era ya
más que su ataúd.
Los oficiales muertos eran: don Juan Cisniega,
teniente de navío, el cual no tenía parentesco con mi
anio, a pesar de la identidad de apellido; don Joaquín
de Salas y don Juan Matute, también tenientes
de navío; el teniente coronel de ejército don José
Graullé, el teniente de fragata Urias y el guardia marina
don Antonio de Bobadilla. Los marineros y
soldados muertos, cuyos cadáveres yacían sin orden
en las baterías y sobre cubierta, ascendían a la terrible
suma de cuatrocientos.
No olvidaré jamás el momento en que aquellos
cuerpos fueron arrojados al mar por orden del oficial
inglés que custodiaba el navío. Verificóse la
triste ceremonia al amanecer del día 22, hora en que
el temporal parece que arreció ex profeso, para aumentar
la pavura de semejante escena; Sacados sobre
cubierta los cuerpos de los oficiales, el cura rezó
un responso a toda prisa, porque no era ocasión de
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andarse en dibujos, e inmediatamente se procedió al
acto solemne. Envueltos en su bandera, y con una
bala atada a los pies, fueron arrojados al mar, sin
que esto, que ordinariamente hubiera producido en
todos tristeza y consternación, conmoviera entonces
a los que lo presenciaron. ¡Tan hechos estaban los
ánimos a la desgracia, que el espectáculo de la
muerte les era poco menos que indiferente! Las exequias
del mar son más tristes que las de la tierra. Se
da sepultura a un cadáver, y allí queda; las personas
a quienes interesa saben que hay un rincón de tierra
donde existen aquellos restos, y pueden marcarlos
con una losa, con una cruz o con una piedra. Pero
en el mar.... se arrojan los cuerpos en la movible
inmensidad, y parece que dejan de existir en el momento
de caer; la imaginación no puede seguirlos en
su viaje al profundo abismo, y es difícil suponer que
estén en alguna parte estando en el fondo del Océano.
Estas reflexiones hacía yo viendo cómo desaparecían
los cuerpos de aquellos ilustres guerreros, un
día antes llenos de vida, gloria de su patria y encanto
de sus familias.
Los marineros muertos eran arrojados con menos
ceremonia: la ordenanza manda que se los envuelva
en el coy; pero en aquella ocasión no había
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tiempo para entretenerse en cumplir la ordenanza.
A algunos se les amortajó como está mandado; pero
la mayor parte fueron echados al mar sin ningún
atavío y sin bala a los pies, por la sencilla razón de
que no había para todos. Eran cuatrocientos, aproximadamente,
y a fin de terminar pronto la operación
de darles sepultura, fue preciso que pusieran
mano a la obra todos los hombres útiles que a bordo
había para despachar más pronto. Muy a disgusto
mío tuve que ofrecer mi cooperación para tan
triste servicio, y algunos cuerpos cayeron al mar
soltados desde la borda por mi mano, puesta en
ayuda de otras más vigorosas.
Entonces ocurrió un hecho, una coincidencia
que me causó mucho terror. Un cadáver horriblemente
desfigurado fue cogido entre dos marineros,
y en el momento de levantarlo en alto algunos de
los circunstantes se permitieron groseras burlas, que
en toda ocasión habrían sido importunas y en aquel
momento infames. No sé por qué el cuerpo de aquel
desgraciado fue el único que les movió a perder
condecían: «Ya las ha pagado todas juntas..., no volverá
a hacer de las suyas», y otras groserías del mismo
jaez. Aquello me indignó, pero mi indignación
se trocó en asombro y en un sentimiento indefiniB
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ble, mezcla de respeto, de pena y de miedo, cuando
observando atentamente las facciones mutiladas de
aquel cadáver reconocí en él a mi tío ... Cerré los
ojos con espanto, y no los abrí hasta que el violento
salpicar del agua no me indicó que había desaparecido
para siempre ante la vista humana.
Aquel hombre había sido muy malo para mí,
muy malo para su hermana; pero era mi pariente
cercano, hermano de mi madre; la sangre que corría
por mis venas era su sangre, y esa voz interna que
nos incita a ser benévolos con las faltas de los
nuestros, no podía permanecer callada después de la
escena que pasó ante mis ojos. Al mismo tiempo, yo
había podido reconocer en la cara ensangrentada de
mi tío algunos rasgos fisonómicos de la cara de mi
madre, y esto aumentó mi aflicción. En aquel momento
no me acordé de que había sido un gran criminal,
ni menos de las crueldades que usó conmigo
durante mi infortunada niñez. Yo les aseguro a ustedes,
y no dudo en decir esto, aunque sea en elogio
mío, que le perdoné con toda mi alma, y que elevé el
pensamiento a Dios, pidiéndole que le perdonara
todas sus culpas.
Después supe que se había portado heroicamente
en el combate, sin que por esto alcanzara las
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173
simpatías de sus compañeros, quienes, repuntándole
como el más bellaco de los hombres, no tuvieron
para él una palabra de afecto o conmiseración, ni
aun en el momento supremo en que toda falta se
perdona, porque se supone al criminal dando cuenta
de sus actos ante Dios.
Avanzado el día, intentó de nuevo el navío
Prince remolcar al Santísima Trinidad; pero con tan
poca fortuna como en la noche anterior. La situación
no empeoraba, a pesar de que seguía el temporal
con igual fuerza, pues se habían reparado
muchas averías, y se creía que, una vez calmado el
tiempo, podría salvarse el casco. Los ingleses tenían
gran empeño en ello, porque querían llevar por trofeo
a Gibraltar el más grande navío hasta entonces
construido. Por esta razón trabajaban con tanto
ahínco en las bombas noche y día, permitiéndonos
descansar algún rato.
Durante todo el día 22 la mar se revolvía con
frenesí, llevando y trayendo el casco del navío cual
si fuera endeble lancha de pescadores; y aquella
montaña de madera probaba la fuerte trabazón de
sus sólidas cuadernas, cuando no se rompía en mil
pedazos al recibir el tremendo golpear de las olas.
Había momentos en que, aplanándose el mar, pareB
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174
cía que el navío iba a hundirse para siempre; pero
inflamándose la ola como al impulso de profundo
torbellino, levantaba aquél su orgullosa proa, adornada
con el león de Castilla, y entonces respirábamos
con la esperanza de salvarnos.
Por todos lados descubríamos navíos dispersos,
la mayor parte ingleses, no sin grandes averías y
procurando todos alcanzar la costa para refugiarse.
También los vimos españoles y franceses, unos desarbolados,
otros remolcados por algún barco enemigo.
Marcial reconoció en uno de éstos al San
Ildefonso. Vimos flotando en el agua multitud de restos
y despojos, como masteleros, cofas, lanchas rotas,
escotillas, trozos de balconaje, portas, y, por
último, avistamos dos infelices marinos que, mal
embarcados en' un gran palo, eran llevados por las
olas, y habrían perecido si los ingleses no corrieran
al instante a darles auxilio. Traídos a bordo del Trinidad,
volvieron a la vida, que, recobrada después de
sentirse en los brazos de la muerte, equivale a nacer
de nuevo.
El día pasó entre agonías y esperanzas; ya nos'
parecía que era indispensable el transbordo a un
buque inglés para salvarnos, ya creíamos posible
conservar el nuestro. De todos modos, la idea d vaT
R A F A L G A R
175
dos a Gibraltar como prisioneros era terrible para
mí, para los hombres pundonorosos y o como mi
amo, cuyos padecimientos morales de ser inauditos
aquel día. Pero estas dolorosas nativas cesaron por
la tarde, y a la hora en unánime la idea de que si no
transbordábamos pereceríamos todos en el buque,
que ya tenía quince pies de agua en la bodega.
Uriarte y Cisneros recibieron aquella noticia con
calma y serenidad, demostrando que no hallaban
gran diferencia entre morir en la casa propia o ser
prisioneros en la extraña. Acto continuo comenzó el
transbordo a la escasa luz del crepúsculo, lo cual no'
era cosa fácil, habiendo precisión de embarcar cerca
de trescientos heridos. La tripulación sana constaba
de unos quinientos hombres, cifra a que quedaron
reducidos los mil ciento quince individuos de que se
componía antes del combate.
Comenzó precipitadamente el transbordo con
las lanchas del Trinidad, las del Prince y las de otros
tres buques de la escuadra inglesa. Dióse la preferencia
a los heridos; mas aunque se trató de evitarles
toda molestia, fue imposible levantarles de donde
estaban sin mortificarles, y algunos pedían con
fuertes gritos que los dejasen tranquilos, prefiriendo
la muerte aun viaje que recrudecía sus dolores. La
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176
premura no daba lugar a la compasión, y eran conducidos
a las lanchas tan sin piedad, como arrojados
al mar fueron los fríos cadáveres de sus
compañeros.
El comandante Uriarte y el jefe de escuadra Cisneros
se embarcaron en los botes de la oficialidad
inglesa; y habiendo instado a mi amo para que entrase
también en ellos, éste se negó resueltamente,
diciendo que deseaba ser el último en abandonar el
Trinidad. Esto no dejó de contrariarme, porque desvanecidos
en mí los efluvios de patriotismo que al
principio me dieron cierto arrojo, no pensaba ya
más que en salva mi vida, y no era lo más a propósito
para este noble fin el permanecer a bordo de un
buque que se hundía por momentos.
Mis temores no fueron vanos, pues aun no estaba
fuera la mitad de la tripulación, cuando un sordo
rumor de alarma y pavor resonó en nuestro navío.
«¡Que nos vamos a pique!..., ¡a las lanchas, a las
lanchas5, exclamaron algunos, mientras dominados
todos por el instinto de conservación, corrían hacia
la borda, buscando con ávidos ojos las lanchas que
volvían. Se abandonó todo trabajo; no se pensó más
en los heridos, y muchos de éstos, sacados ya sobre
cubierta, se arrastraban por ella con delirante extraT
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177
vío, buscando un portalón por donde arrojarse al
mar. Por las escotillas salía un lastimero clamor, que
aun parece resonar en mi cerebro, helando la sangre
en mis venas y erizando mis cabellos. Eran los heridos
que quedaban en la primera batería, los cuales,
sintiéndose anegados por el agua, que ya invadía
aquel sitio, clamaban pidiendo socorro no sé si a
Dios o a los hombres.
A éstos se lo pedían en vano, porque no pensaban
sino en la propia salvación. Se arrojaron precipitadamente
a las lanchas y esta confusión en la
lobreguez de la noche, entorpecía el transbordo. Un
solo hombre, impasible ante tan gran peligro, permanecía
en el alcázar sin atender a lo que pasaba a
su alrededor, y se paseaba preocupado y meditabundo,
como si aquellas tablas donde ponía su pie
no estuvieran solicitadas por el inmenso abismo.
Era mi amo.
Corrí hacia él despavorido, y le dije:
-¡Señor, que nos ahogamos!
Don Alonso no me hizo caso, y aun creo, si la
memoria no me es infiel, que sin abandonar su actitud
pronunció palabras tan ajenas a la situación
como éstas:
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178
-¡Oh!, cómo se va a reír Paca cuando yo vuelva
a casa después de esta gran derrota.
-¡Señor, que el barco se va a pique! -exclamé de
nuevo, no ya pintando el peligro, sino suplicando
con gestos y voces.
Mi amo miró al mar, a las lanchas, a los hombres
que, desesperados y ciegos, se lanzaban a ellas;
y yo busqué con ansiosos ojos a Marcial, y le llamé
con toda la fuerza de mis pulmones. Entonces paréceme
que perdí la sensación de lo que ocurría, me
aturdí, se nublaron mis ojos y no sé lo que pasó.
Para contar cómo me salvé, no puedo fundarme
sino en recuerdos muy vagos, semejantes a las imágenes
de un sueño, pues sin duda el terror me quitó
el conocimiento. Me parece que un marinero se
acercó a don Alonso cuando yo le hablaba, y le asió
con sus vigorosos brazos. Yo mismo me sentí
transportado, y cuando mi nublado espíritu se aclaró
un poco me vi en una lancha, recostado sobre las
rodillas de mi amo, el cual tenía mi cabeza entre sus
manos con paternal cariño. Marcial empuñaba la
caña del timón; la lancha estaba llena de gente.
Alcé la vista y vi como a cuatro o cinco varas de
distancia, a mi derecha, el negro costado del navío
próximo a hundirse; por los portalones a que aun
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179
no había llegado el agua, salía una débil claridad, la
de la lámpara encendida al anochecer, y que aun
velaba, guardián incansable, sobre los restos del buque
abandonado. También hirieron mis oídos algunos
lamentos que salían por las troneras: eran los
pobres heridos que no había sido posible salvar y se
hallaban suspendidos sobre el abismo, mientras
aquella triste luz les permitía mirarse, comunicándose
con los ojos la angustia de los corazones.
Mi imaginación se trasladó de nuevo al interior
del buque; una pulgada de agua faltaba no más para
romper el endeble equilibrio que aun le sostenía.
¡ Cómo presenciarían aquellos infelices el crecimiento
de la inundación! ¡Qué dirían en aquel momento
terrible! Y si vieron a los que huían en las
lanchas, si sintieron el chasquido de los remos, ¡con
cuánta amargura gemirían sus almas atribuladas!
Pero también es cierto que aquel atroz martirio las
purificó de toda culpa y que la misericordia de Dios
llenó todo el ámbito del navío en el momento de
sumergirse para siempre.
La lancha se alejó; yo seguí viendo aquella gran
masa informe, aunque sospecho que era mi fantasía,
no mis ojos, la que miraba el Trinidad en la oscuridad
de la noche, y hasta creí distinguir en el negro
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180
cielo un gran brazo que descendía hasta la superficie
de las aguas. Fue sin duda la imagen de mis pensamientos
reproducida por los sentidos.
T R A F A L G A R
181
XIII
La lancha se dirigió..., ¿adónde? Ni el mismo
Marcial sabía adónde nos dirigíamos. La oscuridad
era tan fuerte, que perdimos de vista las demás lanchas,
y las luces del navío Prince se desvanecieron
tras la niebla, como si un soplo las hubiera extinguido.
Las olas eran tan gruesas, y el vendaval tan recio,
que la débil embarcación avanzaba muy poco, y
gracias a una hábil dirección no zozobró más de
una vez. Todos callábamos,. y los más fijaban una
triste mirada en el sitio donde se suponía que nuestros
compañeros abandonados luchaban en aquel
instante con la muerte en espantosa agonía.
No acabó aquella travesía sin hacer, conforme a
mi costumbre, algunas reflexiones, que bien puedo
aventurarme a llamar filosóficas. Alguien se reirá de
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182
un filósofo de catorce años; pero yo no me turbaré
ante las burlas, y tendré el atrevimiento de escribir
aquí mis reflexiones de entonces. Los niños también
suelen pensar grandes cosas; y en aquella ocasión,
ante aquel espectáculo, ¿qué cerebro, como no fuera
el de un idiota, podría permanecer en calma?
Pues bien: en nuestras lanchas iban españoles e
ingleses, aunque era mayor el número de los primeros,
y era curioso observar cómo fraternizaban, amparándose
unos a otros en el común peligro, sin recordar
que el día anterior se mataban en horrenda
lucha, más parecidos a fieras que a hombres Yo miraba
a los ingleses, remando con tanta decisión como
los nuestros; yo observaba en sus semblantes las
mismas señales de terror o de esperanza, y, sobre
todo, la expresión propia del santo sentimiento de
humanidad y caridad, que era el móvil de unos y
otros. Con estos pensamientos, decía para mí: «¿Para
qué son las guerras, Dios mío? ¿Por qué estos
hombres no han de ser amigos en todas las ocasiones
de la vida como lo son en las de peligro? Esto
que veo, ¿no prueba que todos los hombres son
hermanos?»
Pero venía de improviso a cortar estas consideraciones
la idea de nacionalidad, aquel sistema de
T R A F A L G A R
183
islas que yo había forjado, y entonces decía: «Pero
ya: esto de que las islas han de querer quitarse unas a
otras algún pedazo de tierra, lo echa todo a perder, y
sin duda en todas ellas debe de haber hombres muy
malos, que son los que arman las guerras para su
provecho particular, bien porque son ambiciosos y
quieren mandar, bien porque son avaros y anhelan
ser ricos. Estos hombres malos son los que engañan
a los demás, a todos estos infelices que van a pelear;
y para que el engaño sea completo, les impulsan a
odiar a otras naciones; siembran la discordia, fomentan
la envidia, y aquí tienen ustedes el resultado.
Yo estoy seguro - añadí -de que esto no puede durar:
apuesto doble contra sencillo a que dentro de
poco los hombres de unas y otras islas se han de
convencer de que hacen un gran disparate armando
tan terribles guerras, y llegará un día en que se abrazarán,
conviniendo todos en no formar más que una
sola familia».
Así pensaba yo. Después de esto he vivido setenta
años, y no he visto llegar ese día.
La lancha avanzaba trabajosamente por el tempestuoso
mar. Yo creo que Marcial, si mi amo se lo
hubiera permitido, habría consumado la siguiente
hazaña: echar al agua a los ingleses y poner la proa a
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184
Cádiz o a la costa, aun con la probabilidad casi ineludible
de perecer ahogados en la travesía. Algo de
esto me parece que indicó a mi amo, hablándole
quedamente al oído, y don Alonso debió de darle
una lección de caballerosidad, porque le oí decir:
Somos prisioneros, Marcial; somos prisioneros.
Lo peor del caso es que no divisábamos ningún
barco.
El Prince se había apartado de donde estaba;
ninguna luz nos indicaba la presencia de un buque
enemigo. Por último, divisamos una, y un rato después
la mole confusa de un navío que corría el temporal
por barlovento, y aparecía en dirección
contraria a la nuestra. Unos le creyeron francés,
otros inglés, y Marcial sostuvo que era español. Forzaron
los remeros, y no sin gran trabajo llegamos a
ponernos al habla.
-¡Ah del navío! -gritaron los nuestros.
Al punto contestaron en español.
Es el San Agustín -dijo Marcial.
-El San Agustín se ha ido a pique -contestó don
Alonso -. Me parece que será el Santa Ana, que también
está apresado.
Efectivamente, al acercarnos, todos reconocieron
al Santa Ana, mandado en el combate por el teT
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185
niente general Álava. Al punto los ingleses que lo
custodiaban dispusieron prestarnos auxilio y no tardamos
en hallarnos todos sanos y salvos sobre cubierta.
El Santa Ana, navío de 112 cañones, había sufrido
también grandes averías, aunque no tan graves
como las del Santísima Trinidad; y si bien estaba desarbolado
de todos sus palos y sin timón, el casco
no se conservaba mal.
El Santa Ana vivió once años más después de
Trafalgar, y aun habría vivido más si por falta de
arena no se hubiera ido a pique en la bahía de La
Habana en 1816. Su acción en las jornadas que refiero
fue gloriosísima. Mandábalo, como he dicho,
el teniente general Álava, jefe de la vanguardia, que,
trocado el orden de batalla, vino a quedar a retaguardia.
Ya saben ustedes que la columna mandada
por Collingwood se dirigió a combatir la retaguardia,
mientras Nelson marchó contra el centro. El
Santa Ana, amparado sólo por el Fougueux, francés,
tuvo que batirse con el Royal Sovereign y otros cuatro
ingleses; y a pesar de la desigualdad de fuerzas,
tanto padecieron los unos como los otros, siendo el
navío de Collingwood el primero que quedó fuera
de combate, por lo cual tuvo aquél que trasladarse a
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186
la fragata Eurygalus. Según allí refirieron, la lucha
había sido horrorosa, y los dos poderosos navíos,
cuyos penoles se tocaban, estuvieron destrozándose
por espacio de seis horas, hasta que herido el general
Álava, herido el comandante Gardoqui, muertos
cinco oficiales y noventa y siete marineros con más
de ciento cincuenta heridos, tuvo que rendirse el
Santa Ana. Apresado por los ingleses, era casi imposible
manejarlo a causa del mal estado y del furioso
vendaval que se desencadenó en la noche del 21; así
es que cuando entramos en él se encontraba en situación
bien crítica, aunque no desesperada, y flotaba
a merced de las olas, sin poder tomar dirección
alguna.
Desde luego me sirvió de consuelo el ver que
los semblantes de toda aquella gente revelaban el
temor de una próxima muerte. Estaban tristes y
tranquilos, soportando con gravedad la pena del
vencimiento y el bochorno de hallarse prisioneros.
Un detalle advertí también que llamó mi atención, y
fue que los oficiales ingleses que custodiaban el buque
no eran, ni con mucho, tan complacientes y
bondadosos como los que desempeñaron igual cargo
a bordo del Trinidad. Por el contrario, eran los
del Santa Ana unos caballeros muy foscos y antipátiT
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cos, y mortificaban con exceso a los nuestros, exagerando
su propia autoridad y poniendo reparos a
todo con suma impertinencia. Esto parecía disgustar
mucho a la tripulación prisionera, especialmente a la
marinería, y hasta me pareció advertir murmullos
alarmantes, que no habrían sido muy tranquilizadores
para los ingleses si éstos los hubieran oído.
Por lo demás, no quiero referir incidentes de la
navegación de aquella noche, si puede llamarse navegación
el vagar a la ventura, a merced de las olas,
sin velamen ni timón. No quiero, pues, fastidiar a
mis lectores repitiendo hechos que ya presenciamos
a bordo del Trinidad, y paso a contarles otros enteramente
nuevos y que sorprenderán a ustedes tanto
como me sorprendieron a mí.
Yo había perdido mi afición a andar por el
combés y alcázar de proa, y así, desde que me encontré
a bordo del Santa Ana, me refugié con mi
amo en la cámara, donde pude descansar un poco y
alimentarme, pues de ambas cosas estaba muy necesitado.
Había allí, sin embargo, muchos heridos a
quienes era preciso curar, y esta ocupación, muy
grata para mí, no me permitió todo el reposo que mi
agobiado cuerpo exigía. Hallábame ocupado en poner
a don Alonso una venda en el brazo, cuando
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188
sentí que apoyaban una mano en mi hombro; me
volví y encaré con un joven alto, embozado en
luengo capote azul, y al pronto, como suele suceder,
no le reconocí; mas contemplándole con atención
por espacio de algunos segundos, lancé una exclamación
de asombro: era el joven don Rafael Malespina,
novio de mi amita.
Abrazóle don Alonso con mucho cariño, y él se
sentó a nuestro lado. Estaba herido en una mano, y
tan pálido por la fatiga y la pérdida de la sangre, que
la demacración le desfiguraba completamente el
rostro. Su presencia produjo en mi espíritu sensaciones
muy raras, y he de confesarlas todas, aunque
alguna de ellas me haga poco favor. Al punto experimenté
cierta alegría viendo a una persona conocida
que había salido ilesa del horroroso luchar; un
instante después el odio antiguo que aquel sujeto me
inspiraba se despertó en mi pecho como dolor
adormecido que vuelve a mortificarnos tras un período
de alivio. Con vergüenza lo confieso: sentí
cierta pena de verle sano y salvo; pero diré también
en descargo mío que aquella pena fue una sensación
momentánea y fugaz como un relámpago, verdadero
relámpago negro que oscureció mi alma, o mejor
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189
dicho, leve eclipse de la luz de mi conciencia, que
no tardó en brillar con esplendorosa claridad.
La parte perversa de mi individuo me dominó
un instante; en un instante también supe acallarla,
acorralándola en el fondo de mi ser. ¿Podrán todos
decir lo mismo?
Después de este combate moral vi a Malespina
con gozo, porque estaba vivo, y con lástima, porque
estaba herido; y aun recuerdo con orgullo que hice
esfuerzos para demostrarle estos dos sentimientos.
¡Pobre amita mía! ¡Cuán grande había de ser su angustia
en aquellos momentos! Mi corazón concluía
siempre por llenarse de bondad; yo hubiera corrido
a Vejer para decirle: «Señorita doña Rosa: vuestro
don Rafael está bueno y sano».
El pobre Malespina había sido transportado al
Santa Ana desde el Nepomuceno, navío apresado también,
donde era tal el número de heridos, que fue
preciso, según dijo, repartirlos para que no perecieran
todos de abandono. En cuanto suegro y yerno
cambiaron los primeros saludos, consagrando algunas
palabras a las familias ausentes, la conversación
recayó sobre la batalla; mi amo contó lo ocurrido en
el Santísima Trinidad, y después añadió:
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190
-Pero nadie me dice a punto fijo dónde está
Gravina. ¿Ha caído prisionero, o se retiró a Cádiz?
-El general - contestó Malespina - sostuvo un
horroroso fuego contra el Defiance y el Revenge. Le
auxiliaron el Neptune, francés, y el San Ildefonso y el
San Justo, nuestros; pero las fuerzas de los enemigos
se duplicaron con la ayuda del Dreadnought, del
Thunderer y del Poliphemus, después de lo cual fue imposible
toda resistencia. Hallándose el Príncipe de
Asturias con todas las jarcias cortadas, sin palos,
acribillado a balazos, y habiendo caído herido el
general Gravina y su mayor general Escaño, resolvieron
abandonar la lucha, porque toda resistencia
era insensata y la batalla estaba perdida. En un resto
de arboladura puso Gravina la señal de retirada, y
acompañado del San Justo, el San Leandro, el Montañés,
el Indomptable, el Neptune y el Argonau.ta, se dirigió a
Cádiz, con la pena de no haber podido rescatar e
San Ildefonso, que ha quedado en poder de los enemigos.
-Cuénteme usted lo que ha pasado en el Nepqmuceno
-dijo mi amo con el mayor interés Aun me
cuesta trabajo creer que ha muerto Churruca, y a
pesar de que todos lo dan como cosa cierta, yo tenT
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go la creencia de que aquel hombre divino ha de
estar vivo en alguna parte.
Malespina dijo que desgraciadamente él había
presenciado la muerte de Churruca, y prometió
contarlo puntualmente. Formaron corro en torno
suyo algunos oficiales, y yo, más curioso que ellos,
me volví todo oídos para no perder una sílaba.
-Desde que salimos de Cádiz -dijo Malespina
Churruca tenía el presentimiento de este gran desastre.
Él había opinado contra la salida, porque conocía
la inferioridad de nuestras fuerzas, y además
confiaba poco en la inteligencia del jefe Villeneuve.
Todos sus pronósticos han salido ciertos; todos,
hasta el de su muerte, pues es indudable que la presentía,
seguro como estaba de no alcanzar la victoria.
El 19 dijo a su cuñado Apodaca: «Antes que
rendir mi navío, lo he de volar o echar a pique. Éste
es el deber de los que sirven al rey y a la patria». El
mismo día escribió a un amigo suyo, diciéndole: «Si
llegas a saber que mi navío ha sido hecho prisionero,
di que he muerto».
»Ya se conocía en la grave tristeza de su semblante
que preveía un desastroso resultado. Yo creo
que esta certeza y la imposibilidad material de evitarlo,
sintiéndose con fuerzas para ello, perturbaron
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192
profundamente su alma, capaz de las grandes acciones,
así como de los grandes pensamientos.
»Churruca era hombre religioso, porque era un
hombre superior. El 21, a las once de la mañana,
mandó subir toda la tropa y marinería; hizo que se
pusieran de rodillas, y dijo al capellán con solemne
acento: «Cumpla usted, padre, con su ministerio, y
absuelva a esos valientes que ignoran lo que les espera
en el combate». Concluída la ceremonia religiosa,
les mandó poner en pie, y hablando en tono
persuasivo y firme, exclamó: <¡Hijos míos: en
nombre de Dios, prometo la bienaventuranza al que
muera cumpliendo con sus deberes! Si alguno faltase
a ellos, le haré fusilar inmediatamente, y si escapase
a mis miradas o a las de los valientes oficiales
que tengo el honor de mandar, sus remordimientos
le seguirán mientras arrastre el resto de sus días miserable
y desgraciado».
»Esta arenga, tan elocuente como sencilla, que
hermanaba el cumplimiento del deber militar con la
idea religiosa, causó entusiasmo en toda la dotación
del Nepomuceno. ¡Qué lástima de valor! Todo se perdió
como un tesoro que cae al fondo del mar. Avistados
los ingleses, Churruca vio con el mayor desagrado
las primeras maniobras dispuestas por VilleT
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neuve, y cuando éste hizo señales de que la escuadra
virase en redondo, lo cual, como todos saben, desconcertó
el orden de batalla, manifestó a su segundo
que ya consideraba perdida la acción con tan torpe
estrategia. Desde luego comprendió el aventurado
plan de Nelson, que consistía en cortar nuestra línea
por el centro y, retaguardia, envolviendo la escuadra
combinada y batiendo parcialmente sus buques, en
tal disposición, que éstos no pudieran prestarse auxilio.
»El Nepomuceno vino a quedar al extremo de la línea.
Rompióse el fuego entre el Santa Ana y Royal
Sovereign, y sucesivamente todos los navíos fueron
entrando en el combate. Cinco navíos ingleses de la
división de Collingwood se dirigieron contra el San
Juan; pero dos de ellos siguieron adelante, y Churruca
no tuvo que hacer frente más que a fuerzas
triples.
»Nos sostuvimos enérgicamente contra tan superiores
enemigos hasta las dos de la tarde, sufriendo
mucho; pero devolviendo doble estrago a
nuestros contrarios. El grande espíritu de nuestro
heroico jefe parecía haberse comunicado a soldados
y marineros, y las maniobras, así como los disparos,
se hacían con una prontitud pasmosa. La gente de
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leva se había educado en el heroísmo, sin más que
dos horas de aprendizaje, y nuestro navío, por su
defensa gloriosa, no sólo era el terror, sino el asombro
de los ingleses.
ȃstos necesitaron nuevos refuerzos: necesitaron
seis contra uno. Volvieron los dos navíos que
nos habían atacado primero, y el Dreadnoght se puso
al costado del San Juan, para batirnos a medio tiro
de pistola. Figúrense ustedes el fuego de estos seis
colosos, vomitando balas y metralla sobre un buque
de 74 cañones. Parecía que nuestro navío se agrandaba,
creciendo en tamaño, conforme crecía el
arrojo de sus defensores. Las proporciones gigantescas
que tomaban las almas, parecía que tomaban
también los cuerpos; y al ver cómo infundíamos
pavor a fuerzas seis veces superiores, nos creíamos
algo más que hombres.
»Entretanto, Churruca, que era nuestro pensamiento,
dirigía la acción con serenidad asombrosa.
Comprendiendo que la destreza había de suplir a la
fuerza, economizaba los tiros, y lo fiaba todo a la
buena puntería, consiguiendo así que cada bala hiciera
un estrago positivo en los enemigos. A todo
atendía, todo lo disponía, y la metralla y las balas
corrían sobre su cabeza, sin que una sola vez se inT
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mutara. Aquel hombre, débil y enfermizo, cuyo
hermoso y triste semblante no parecía nacido para
arrostrar escenas tan espantosas, nos infundía a todos
misterioso ardor sólo con el rayo de su mirada.
»Pero Dios no quiso que saliera vivo de la terrible
porfía. Viendo que no era posible hostilizar a un
navío que por la proa molestaba al San Juan impunemente,
fue él mismo a apuntar el cañón, y logró
desarbolar al contrario. Volvía al alcázar de popa,
cuando una, bala de cañón le alcanzó en la pierna
derecha, con tal acierto, que casi se la desprendió
del modo más doloroso por la parte alta del muslo.
Corrimos a sostenerlo, y el héroe cayó en mis brazos.
¡Qué horrible momento! Aun me parece que
siento bajo mi mano el violento palpitar de un corazón,
que hasta en aquel instante terrible no latía sino
por la patria. Su decaimiento físico fue rapidísimo:
le vi esforzándose por erguir la cabeza, que se le
inclinaba sobre el pecho, le vi tratando de reanimar
con una sonrisa su semblante, cubierto ya de mortal
palidez, mientras con voz apenas alterada, exclamó:
«Esto no es nada. Siga el fuego».
»Su espíritu se rebelaba contra la muerte, disimulando
el fuerte dolor de un cuerpo mutilado, cuyas
postreras palpitaciones se extinguían de segundo
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196
en segundo. Tratamos de bajarle a la cámara; pero
no fue posible arrancarle del alcázar. Al fin, cediendo
a nuestros ruegos, comprendió que era preciso
abandonar el mando. Llamó a Moyna, su segundo, y
le dijeron que había muerto; llamó al comandante de
la primera batería, y éste, aunque gravemente herido,
subió al alcázar y tomó posesión del mando.
»Desde aquel momento la tripulación se achicó:
de gigante se convirtió en enano; desapareció el valor,
y comprendimos que era indispensable rendirse.
La consternación de que yo estaba poseído desde
que recibí en mis brazos al héroe del San Juan, no
me impidió observar el terrible efecto causado en
los ánimos de todos por aquella desgracia. Como si
una repentina parálisis moral y física hubiera invadido
la tripulación, así se quedaron todos helados y
mudos, sin que el dolor ocasionado por la pérdida
del hombre tan querido diera lugar al bochorno de
la rendición.
>La mitad de la gente estaba muerta o herida; la
mayor parte de los cañones desmontados; la arboladura,
excepto el palo de trinquete, había caído, y el
timón no funcionaba. En tan lamentable estado, aun
se quiso hacer un esfuerzo para seguir al Príncipe1 de
Asturias, que había izado la señal de retirada; pero el
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Nepomuceno, herido de muerte, no pudo gobernar en
dirección alguna. Y a pesar de la ruina y destrozo
del. buque; a pesar del desmayo de la tripulación; a
pesar de concurrir en nuestro daño circunstancias
tan desfavorables, ninguno de los seis navíos ingleses
se atrevió a intentar un abordaje. Temían a
nuestro navío aun después de vencerlo.
Churruca, en el paroxismo de su agonía, mandaba
clavar la bandera, y que no se rindiera el navío
mientras él viviese. El plazo no podía menos de ser
desgraciadamente muy corto, porque Churruca se
moría a toda prisa, y cuantos le asistíamos nos
asombrábamos de que alentara todavía un cuerpo
en tal estado; y era que le conservaba así la fuerza
del espíritu, apegado con irresistible empeño a la
vida, porque para él en aquella ocasión vivir era un
deber. No perdió el conocimiento hasta los últimos
instantes; no se quejó de sus dolores, ni mostró pesar
por su fin cercano - antes bien, todo su empeño
consistía sobre todo en que la oficialidad no conociera
la gravedad de su estado, y en que ninguno
faltase a su deber. Dío las gracias a la tripulación
por su heroico comportamiento; dirigió algunas palabras
a su cuñado Ruiz de Apoesposa, y de elevar
el pensamiento a Dios, cuyo nombre oímos proB
E N I T O P É R E Z G A L D Ó S
198
nunciado varias veces tenuemente por sus secos
labios, expiré con la tranquilidad de los justos y la
entereza de los héroes, sin la satisfacción de la victoria,
pero también sin el resentimiento del vencido;
asociando el deber a la dignidad, y haciendo de la
disciplina una religión, firme como militar, sereno
como hombre, sin pronunciar una queja, ni acusar a
nadie, con tanta dignidad en la muerte como en la
vida. Nosotros contemplábamos su cadáver aun
caliente, y nos parecía mentira; creíamos que había
de despertar para mandarnos de nuevo, y tuvimos
para llorarle menos entereza que él para morir, pues
al expirar se llevó todo el valor, todo el entusiasmo
que nos había infundido.
»Rindióse el San Juan, y cuando subieron a bordo
los oficiales de las seis naves que lo habían destrozado,
cada uno pretendía para sí el honor de
recibirla espada del brigadier muerto. Todos decían:
«Se ha rendido a mi navío», y por un instante disputaron
reclamando el honor de la victoria para uno
u otro de los buques a que pertenecían. Quisieron
que el comandante accidental del San Juan decidiera
la cuestión, diciendo a cuál de los navíos ingleses se
había rendido, y aquél respondió: <A todos, que a
uno solo jamás se hubiera rendido el San Juan».
T R A F A L G A R
199
»Ante el cadáver - del malogrado Churruca, los
ingleses, que le conocían por la fama de su valor y
entendimiento, mostraron gran pena, y uno de ellos
dijo esto o cosa parecida: «Varones ilustres como
éste no debían estar expuestos a los azares de un
combate, y sí conservados para los progresos de la
ciencia de la navegación». Luego dispusieron que las
exequias se hicieran formando la tropa y marinería
inglesa al lado de la española, y en todos sus actos
se mostraron caballeros magnánimos y generosos.
»El número de heridos a bordo del San Juan era
tan considerable que nos transportaron a otros barcos
suyos o prisioneros. A mí me tocó pagar a éste,
que ha sido de los más maltratados; pero ellos cuentan
poderlo remolcar a Gibraltar antes que ningún
otro, ya que no pueden llevarse al Trinidad, el mayor
y el más apetecido de nuestros navíos.»
Aquí terminó Malespina, el cual fue oído con
viva atención durante el relato de lo que había presenciado.
Por lo que oí pude comprender que a
bordo de cada navío había ocurrido una tragedia tan
espantosa como la que yo mismo había presenciado,
y dije para mí: «¡Cuánto desastre, Santo Dios, causado
por las torpezas de un solo hombre!» Y aunque
yo era entonces un chiquillo, recuerdo que
B E N I T O P É R E Z G A L D Ó S
200
pensé lo siguiente: «Un hombre tonto no es capaz
de hacer en ningún momento de su vida los disparates
que hacen a veces las naciones, dirigidas por
centenares de hombres de talento».
T R A F A L G A R
201
XIV
Buena parte de la noche se pasó con la relación
de Malespina y de otros oficiales. El interés de aquellas
narraciones me mantuvo despierto y tan excitado,
que ni aun mucho después pude conciliar el
sueño. No podía apartar de mi memoria la imagen
de Churruca, tal y como le vi bueno y sano en casa
de doña Flora. Y en efecto; en aquella ocasión me
había causado sorpresa la intensa tristeza que expresaba
el semblante del ilustre marino, como si presagiara
su doloroso y cercano fin. Aquella noble vida
se había extinguido a los cuarenta y cuatro años de
edad, después de veintinueve de honrosos servicios
en la armada, como sabio, como militar y como naB
E N I T O P É R E Z G A L D Ó S
202
vegante, pues todo lo era Churruca, además de perfecto
caballero.
En éstas y otras cosas pensaba yo, cuando al fin
mi cuerpo se rindió a la fatiga, y me quedé dormido
al amanecer del 23, habiendo vencido mi naturaleza
juvenil a mi curiosidad. Durante el sueño, que debió
ser largo y no tranquilo, antes bien agitado por las
imágenes y pesadillas propias de la excitación de mi
cerebro, sentía el estruendo de los cañonazos, las
voces de la batalla, el ruido de las agitadas olas. Al
mismo tiempo soñaba que yo disparaba las piezas,
que subía a la arboladura, que recorría las baterías
alentando a los artilleros, y hasta que mandaba la
maniobra en el alcázar de popa como un almirante.
Excuso decir que en aquel reñido combate forjado
dentro de mi propio cerebro derroté a todos los
ingleses habidos y por haber con más facilidad que
si sus barcos fueran de cartón y de miga de pan sus
balas. Yo tenía bajo mi insignia como unos mil navíos,
mayores todos que el Trinidad, y se movían a
mi antojo con tanta precisión como los juguetes con
que mis amigos y yo nos divertíamos en los charcos
de la Caleta.
Mas al fin todas estas glorias se desvanecieron;
lo cual, siendo como eran puramente soñadas, nada
T R A F A L G A R
203
tiene de extraño, cuando vemos que también las
reales se desvanecen. Todo se acabó cuando abrí los
ojos y advertí mi pequeñez, asociada con la magnitud
de los desastres a que había asistido. Pero, ¡cosa
singular!, despierto, sentí también cañonazos; sentí
el espantoso rumor de la refriega y gritos que anunciaban
una actividad en la tripulación. Creí soñar
todavía; me incorporé en el canapé donde había
dormido, atendí con todo cuidado, y, en efecto, un
atronador grito de «¡Viva el rey!» hirió mis oídos,
no dejándome duda de que el navío Santa Ana se
estaba batiendo de nuevo. Salí fuera, y pude hacerme
cargo de la situación. El tiempo había calmado
bastante: por barlovento se veían algunos navíos
desmantelados, y dos de ellos, ingleses, hacían fuego
sobre el Santa Ana, que se defendía al amparo de
otros dos, un español y un frances. No me explicaba
aquel cambio repentino en nuestra situación de prisioneros;
miré a popa, y vi nuestra bandera flotando
en lugar de la inglesa. ¿Qué había pasado? o, mejor,
¿qué pasaba?
En el alcázar de popa estaba uno que comprendí
era el general Álava, y, aunque herido en varias
partes de su cuerpo, mostraba fuerzas bastantes para
dirigir aquel segundo combate, destinado quizás a
B E N I T O P É R E Z G A L D Ó S
204
hacer olvidar respecto al Santa Ana las desventuras
del primero. Los oficiales alentaban a la marinería..
ésta cargaba y disparaba las piezas que habían quedado
servibles, mientras algunos se ocupaban en
custodiar, teniéndoles a raya, a los ingleses, que habían
sido desarmados y acorralados en el primer entrepuente.
Los oficiales de esta nación, que antes
eran nuestros guardianes, se habían convertido en
prisioneros.
Todo lo comprendí. El heroico comandante del
Santa Ana, don Ignacio M. de Álava, viendo que se
aproximaban algunos navíos españoles, salidos de
Cádiz, con objeto de represar los buques prisioneros
y salvar la tripulación de los próximos a naufragar,
se dirigió con lenguaje patriótico a su abatida
tripulación. Ésta respondió a la voz de su jefe con
un supremo esfuerzo; obligaron a rendirse a los ingleses
que custodiaban el barco; enarbolaron de
nuevo la bandera española, y el Santa Ana quedó
libre, aunque comprometido en nueva lucha, más
peligrosa quizá que la primera.
Este singular atrevimiento, uno de los episodios
más honrosos de la jornada de Trafalgar, se llevó a
cabo en un buque desarbolado, sin timón, con la
mitad de su gente muerta o herida y el resto en una
T R A F A L G A R
205
situación moral y física enteramente lamentable.
Preciso fue, una vez consumado aquel acto, arrostrar
sus consecuencias: dos navíos ingleses, también
muy malparados, hacían fuego sobre el Santa Ana;
pero éste era socorrido oportunamente por el Asís,
el Montafiés y el Rayo, tres de los que se retiraron con
Gravina el día 21, y que habían vuelto a salir para
rescatar a los apresados. Aquellos nobles inválidos
trabaron nueva y desesperada lucha, quizá con más
coraje que la primera, porque las heridas no, restañadas
avivan la furia en el alma de los combatientes,
y éstos parece que riñen con más ardor, porque tienen
menos vida que perder.
Las peripecias todas del terrible día 21 se renovaron
a mis ojos: el entusiasmo era grande, pero la
gente escasa, por lo cual fue preciso duplicar el esfuerzo.
Sensible es que hecho tan heroico no haya
ocupado en nuestra Historia más que una breve página,
si bien es verdad que, junto al gran suceso que
hoy se conoce con el nombre de Combate de Trafalgar,
estos episodios se achican, y casi desaparecen como
débiles resplandores en una horrenda noche.
Entonces presencié un hecho que me hizo derrama
lágrimas. No encontrando a mi amo por ninguna
parte, y temiendo que corriera algún peligro,
B E N I T O P É R E Z G A L D Ó S
206
bajé a la primera batería y le hallé ocupado en
apuntar un cañón. Su mano trémula había recogido
el botafuego de las de un marinero herido, y con la
debilitada vista de su ojo derecho, buscaba el infeliz
el punto adonde Y quería mandar la bala. Cuando la
pieza se disparó, se volvió hacia mí, trémulo de gozo,
y con voz que apenas pude entender, me dijo:
-¡Ah, ahora Paca no se reirá de mí! ¡Entraremos
triunfantes en Cádiz!
En resumen, la lucha terminó felizmente, porque
los ingleses comprendieron la imposibilidad de
represar al Santa Ana, a quien favorecían, a más de
los tres navíos indicados, otros dos franceses y una
fragata, que llegaron en lo más recio de la pelea.
Estábamos libres de la manera más gloriosa; pero
en el punto en que concluyó aquella hazaña, comenzó
a verse claro el peligro en que nos encontrábamos,
pues el Santa Ana debía ser remolcado hasta
Cádiz, a causa del mal estado de su casco. La fragata
francesa Themis echó un cable y puso la proa al norte
pero ¿qué fuerza podía tener aquel barco para remolcar
otro tan pesado como el Santa Ana, y que
sólo podía ayudarse con las velas desgarradas que
quedaban en el palo del trinquete? Los navíos, que
nos habían rescatado, esto es, el Rayo, el Montañés y
T R A F A L G A R
207
el San Francisco de Asís, quisieron llevar más adelante
su proeza, y forzaron de vela para rescatar también
al San Juan y al Bahama, que iban marinados por los
ingleses. Nos quedamos, pues, solos, sin más amparo
que el de la fragata que nos arrastraba, niño que
conducía un gigante. ¿Qué sería de nosotros si los
ingleses, como era de suponer, se reponían de su
descalabro y volvían con nuevos refuerzos a perseguirnos?
En tanto parece que la Providencia nos favorecía,
pues el viento, propicio a la marcha que llevábamos,
impulsaba a nuestra fragata, y tras ella,
conducido amorosamente, el navío se acercaba a
Cádiz. Cinco leguas nos separaban del puerto. ¡Qué
indecible satisfacción! Pronto concluirían nuestras
penas; pronto pondríamos el pie en suelo seguro, y
si llevábamos la noticia de grandes desastres, también
llevábamos la felicidad a muchos corazones,
que padecían mortal angustia creyendo perdidos
para siempre a los que volvían con vida y con salud.
La intrepidez de los navíos españoles no tuvo
más éxito que el rescate del Santa Ana, pues les cargó
el tiempo y tuvieron que retroceder sin poder dar
caza a los navíos ingleses que custodiaban al San
Juan, al Bahama y al San Ildefonso. Aun distábamos
cuatro leguas del término de nuestro viaje cuando
B E N I T O P É R E Z G A L D Ó S
208
los vimos retroceder. El vendaval había arreciado, y
fue opinión general a bordo del Santa Ana que, si
tardábamos en llegar, pasaríamos muy mal rato.
Nuevos y más terribles apuros. Otra vez la esperanza
perdida a la vista del puerto, y cuando unos
cuantos pasos más sobre el terrible elemento nos
habrían puesto en completa seguridad dentro de la
bahía.
A todas éstas se venía la noche encima con malísimo
aspecto: el cielo, cargado de nubes negras,
parecía haberse aplanado sobre el mar, y las exhalaciones
eléctricas, que lo inflamaban con breves intervalos,
daban al crepúsculo un tinte pavoroso. La
mar, cada vez más turbulenta, furia aun no aplacada
con tanta víctima, bramaba con ira, y su insaciable
voracidad pedía mayor número de presas. Los despojos
de la mas numerosa escuadra que por aquel
tiempo había desafiado su furor juntamente con el
de los enemigos, no se escapaban a la cólera del
elemento, irritado como un dios antiguo, sin compasión
hasta el último instante, tan cruel ante la
fortuna como ante la desdicha.
Yo observé señales de profunda tristeza lo
mismo en el semblante de mi amo que en el del general
Alava, quien, a pesar de sus heridas,- estaba en
T R A F A L G A R
209
todo, y mandaba hacer señales a la fragata Themis
para que acelerase su marcha si era posible. Lejos de
corresponder a su justa impaciencia, nuestra remolcadora
se preparaba a tomar rizos y a cargar muchas
de sus velas, para aguantar mejor el furioso levante.
Yo participé de la general tristeza, y en mis adentros
consideraba cuán fácilmente se burla el Destino de
nuestras previsiones mejor fundadas y con cuánta
rapidez se pasaba de la mayor suerte a la última desgracia.
Pero allí estábamos sobre el mar, emblema
majestuoso de la humana vida. Un poco de viento le
transforma; la ola mansa que golpea el buque con
blando azote, se trueca en montaña líquida que le
quebranta y le sacude; el grato sonido que forman
durante la bonanza las leves ondulaciones del agua,
es luego una voz que se enronquece y grita, injuriando
a la frágil embarcación; y ésta, despeñada, se
sumerge sintiendo que le falta el sostén de su quilla,
para levantarse luego lanzada hacia arriba por la ola
que sube. Un día sereno trae espantosa noche, o,
por el contrario, una luna que hermosea el espacio y
serena el espíritu suele preceder a un sol terrible,
ante cuya claridad la Naturaleza se descompone con
formidable trastorno.
B E N I T O P É R E Z G A L D Ó S
210
Nosotros experimentábamos la desdicha de estas
alternativas, y además la que proviene de las
propias obras del hombre. Tras un combate habíamos
sufrido un naufragio; salvados de éste, nos vimos
nuevamente empeñados en una lucha que fue
afortunada, y luego, cuando nos creímos al fin de
tantas penas, cuando saludábamos a Cádiz llenos de
alegría, nos vimos de nuevo en poder de la tempestad,
que hacia fuera nos atraía, ansiosa de rematarnos.
Esta serie de desventuras parecía absurda, ¿no
es verdad? Era como la cruel aberración de una divinidad
empeñada en causar todo el mal posible a
seres extraviados... pero no: era la lógica del mar,
unida a la lógica de la guerra. Asociados estos dos
elementos terribles, ¿no es un imbécil el que se
asombre de verles engendrar las mayores desventuras?
Una nueva circunstancia aumentó para mí y para
mi amo las tristezas de aquella tarde. Desde que
se rescató el Santa Ana no habíamos visto al joven
Malespina. Por último, después de buscarle mucho,
le encontré acurrucado en uno de los canapés de la
cámara.
T R A F A L G A R
211
Acerquéme a él y le vi muy demudado; le interrogué
y no pudo contestarme. Quiso levantarse y
volvió a caer sin aliento.
¡Está usted herido! -dije- Llamaré para que le
curen.
-No es nada –contestó -. ¿Querrás traerme un
poco de agua?
Al punto llamé a mi amo.
-¿Qué es eso, la herida de la mano? -preguntó
éste examinando al joven.
-No, es algo más -repuso don Rafael con tristeza,
y señaló a su costado derecho cerca de la cintura.
Luego, como si el esfuerzo empleado en mostrar
su herida y en decir aquellas pocas palabras fuera
excesivo para su naturaleza debilitada, cerró los
ojos y quedó sin habla ni movimiento por algún
tiempo.
-¡Oh!, esto parece grave dijo don Alonso con
desaliento.
-¡Y más que grave! -añadió un cirujano que había
acudido a examinarle.
Malespina, poseído de profunda tristeza al verse
en tal estado, y creyendo que no había remedio para
él, ni siquiera dio cuenta de su herida y se retiró a
aquel sitio, donde le detuvieron sus pensamientos y
B E N I T O P É R E Z G A L D Ó S
212
sus recuerdos. Creyéndose próximo a morir, se negaba
a que se le hiciera la cura. El cirujano dijo que
aunque grave, la herida no parecía mortal; pero añadió
que si no llegábamos a Cádiz aquella noche para
que fuese convenientemente asistido en tierra, la
vida de aquél, así como la de otros heridos, corría
gran peligro. El Santa Ana había tenido en el combate
del 21 noventa y siete muertos y ciento cuarenta
heridos: se hablan agotado los recursos de la
enfermería, y algunos medicamentos indispensables
faltaban por completo. La desgracia de Malespina
no fue la única después del rescate, y Dios quiso que
otra persona para mí muy querida sufriese igual
suerte. Marcial cayó herido, si bien en los primeros
instantes apenas sintió dolor y abatimiento, porque
su vigoroso espíritu le sostenía. No tardó, sin embargo,
en bajar al sollado, diciendo que se sentía
muy mal. Mi amo envió al cirujano para que le asistiese,
y éste se limitó a decir que la herida no habría
tenido importancia alguna en un joven de veinticinco
años: Mediohombre tenía más de sesenta.
En tanto, el navío Rayo pasaba por babor y al
habla. Álava mandó que se le preguntase a la fragata
Themis si creía poder entrar en Cádiz, y habiendo
contestado rotundamente que no, se hizo igual preT
R A F A L G A R
213
gunta al Rayo, que hallándose casi ileso contaba con
arribar seguramente al puerto. Entonces, reunidos
varios oficiales, acordaron trasladar a aquel navío al
comandante Gardoqui, gravemente herido, y a otros
muchos oficiales de mar y tierra, entre los cuales se
contaba el novio de mi amita. Don Alonso consiguió
que Marcial fuese también trasladado, en atención
a que su mucha edad le agravaba
considerablemente, y a mí me hizo el encargo de
acompañarles como pajeo enfermero, ordenándome
que no me apartase ni un instante de su lado, hasta
que no les dejase en Cádizo en Vejer en poder de su
familia. Me dispuse a obedecer, intenté persuadir a
mi amo de que él también debía transbordarse al
Rayo por ser más seguro; pero ni siquiera quiso oír
tal proposición.
-La suerte -dijo - me ha traído a este buque, y en
él estaré hasta que Dios decida si nos salvamos o
no. Alava está muy mal; la mayor parte de la oficialidad
se halla herida, y aquí puedo prestar algunos
servicios. No soy de los que abandonan el peligro;
al contrario, le busco desde el 21, y deseo encontrar
ocasión de que mi presencia en la escuadra sea de
provecho. Si llegas antes que yo, como espero, di a
Paca que el buen marino es esclavo de su patria, y
B E N I T O P É R E Z G A L D Ó S
214
que yo he hecho muy bien en venir aquí, y que estoy
muy contento de haber venido, y que no me pesa,
no señor, no me pesa. al contrario... Dile que se alegrará
cuando me vea, y que de seguro mis compañeros
me habrían echado de menos si no hubiera
venido... ¿Cómo había de faltar? ¿No te parece a ti
que hice bien en venir?
-Pues es claro; ¿eso qué duda tiene? -respondí
procurando calmar su agitación, la cual era tan
grande, que no le dejaba ver la inconveniencia de
consultar con un mísero paje cuestión tan grave.
-Veo que tú eres una persona razonable - añadió
sintiéndose consolado con mi aprobación -; veo que
tienes miras elevadas y patrióticas... Pero Paca no ve
las cosas más que por el lado de su egoísmo; y como
tiene un genio tan raro, y como se le ha metido en la
cabeza que las escuadras y los cañones no sirven
para nada, no puede comprender que yo... En fin sé
que se pondrá furiosa cuando vuelva, pues... como
no hemos ganado, dirá esto y lo otro..., me volverá
loco.., pero, ¡quia. . .!, yo no le haré caso. ¿Qué te
parece a ti? ¿No es verdad que no debo hacerle caso?
-Ya lo creo - contesté -. Usía ha hecho muy bien
en venir; eso prueba que es un valiente marino.
T R A F A L G A R
215
-Pues vete con esas razones a Paca, y verás lo
que te contesta -replicó él cada vez más agitado -.
En fin, dile que estoy bueno y sano, y que mi presencia
aquí ha sido muy necesaria. La verdad es que
en el rescate del Santa Ana he tomado parte muy
principal. Si yo no hubiera apuntado tan bien aquellos
cañones, quién sabe, quién sabe... ¿Y qué crees
tú? Aun puede que haga algo más; aun puede ser
que si el viento nos es favorable, rescatemos mañana
un par de navíos... Sí, señor... Aquí estoy meditando
cierto plan... Veremos, veremos... Conque
adiós, Gabrielillo. Cuidado con lo que le dices a Paca.
-No, no me olvidaré. Ya sabrá que si no es por
usía no se represa el Santa Ana, y sabrá también que
puede ser que a lo mejor nos traiga a Cádiz dos docenas
de navíos.
-Dos docenas no, hombre –dijo -; eso es mucho.
Dos navíos, o quizás tres. En fin, yo creo que
he hecho muy bien en venir a la escuadra. Ella estará
furiosa y me volverá loco cuando regrese; pero...
yo creo, lo repito, que he hecho muy bien en embarcarme.
Dicho esto se apartó de mí. Un instante después
le vi sentado en un rincón de la cámara. Estaba reB
E N I T O P É R E Z G A L D Ó S
216
zando, y movía las cuentas del rosario con mucho
disimulo, porque no quería que le vieran ocupado
en tan devoto ejercicio. Yo presumí por sus últimas
palabras que mi amo había perdido el seso, y viéndole
rezar me hice cargo de la debilidad de su espíritu,
que en vano se había esforzado por
sobreponerse a la edad cansada, y no pudiendo
sostener la lucha se dirigía a Dios en busca de misericordia.
Doña Francisca tenía razón. Mi amo, desde
hace muchos años, no servía más que para rezar.
Conforme a lo acordado nos transbordamos.
Don Rafael y Marcial, como los demás oficiales heridos,
fueron bajados en brazos a una de las lanchas,
con mucho trabajo, por robustos marineros.
Las fuertes olas estorbaban mucho esta operación;
pero al fin se hizo, y las dos embarcaciones se dirigieron
al Rayo. La travesía de un navío a otro fue
malísima; mas al fin, aunque hubo momentos en que
a mí me parecía que la embarcación iba a desaparecer
para siempre, llegamos al costado del Rayo, y
con muchísimo trabajo subimos la escala.
T R A F A L G A R
217
XV
-Hemos salido de Guatemala para entrar en
Guatemala para entrar en Guatepeor - dijo Marcial
cuando le pusieron sobre cubierta Pero donde
manda capitán no manda marinero. A este condenado
le pusieron Rayo por mal nombre. Él dice que
entrará en Cádiz antes de medianoche, y yo digo que
no entra. Veremos a ver.
-¿Qué dice usted, Marcial, que no llegaremos?
pregunté con mucho afán.
-Usted, señor Gabrielito, no entiende de esto.
-Es que cuando mi señor don Alonso y los oficiales
del Santa Ana creen que el Rayo entrará esta
noche, por fuerza tiene que entrar. Ellos que lo dicen,
bien sabido se lo tendrán.
B E N I T O P É R E Z G A L D Ó S
218
-Y tú no sabes, sardiniya, que esos señores de
popa se candilean (se equivocan) más fácilmente que
nosotros los marinos de combés. Si no, ahí tienes al
jefe de toda la escuadra, Mr. Corneta, que cargue el
diablo con él. Ya ves cómo no ha tenido ni tanto así
de idea para mandar la acción. ¿Piensas tú que si
Mr. Corneta hubiera hecho lo que yo decía se hubiera
perdido la batalla?
-¿Y usted cree que no llegaremos a Cádiz?
-Digo que este navío es más pesado que el mismo
plomo, y además traicionero. Tiene mala andadura,
gobierna mal y parece que está cojo, tuerto y
manco como yo, pues si le echan la caña para aquí,
él va para allí.
En efecto; el Rayo, según opinión general, era un
barco de malísimas condiciones marineras. Pero a
pesar de esto y de su avanzada edad, que frisaba en
los cincuenta y seis años, como se hallaba en buen
estado, no parecía correr peligro alguno, pues si el
vendaval era cada vez mayor, también el puerto estaba
cerca. De todos modos, ¿no era lógico suponer
que mayor peligro corría el Santa Ana, desarbolado,
sin timón, y obligado a marchar a remolque de una
fragata?
T R A F A L G A R
219
Marcial fue puesto en el sollado y Malespina en
la cámara. Cuando le dejamos allí con los demás
oficiales heridos, escuché una voz que reconocí,
aunque al punto no pude darme cuenta de la persona
a quien pertenecía. Acerquéme al grupo de donde
salía aquella charla retumbante, que dominaba las
demás: voces, y quedé asombrado, reconociendo al
mismo don José María Malespina en persona. Corrí
a él para decirle que estaba su hijo, y el buen padre
suspendió la sarta de mentiras que estaba contando
para acudir al lado del joven herido. Grande fue su
alegría encontrándole vivo, pues había salido de
Cádiz porque la impaciencia le devoraba, y quería
saber su paradero a todo trance.
-Eso que tienes no es nada - dijo abrazando a su
hijo -; un simple rasguño. Tú no estás acostumbrado
a sentir heridas; eres una dama, Rafael. ¡Oh!, si
cuando la guerra del Rosellón hubieras estado en
edad de ir allá conmigo, habrías visto lo bueno.
Aquéllas sí eran heridas. Ya sabes que una bala me
entró por el antebrazo, subió hacia el hombro, dio
la vuelta por toda la espalda, y vino a salir por la
cintura. ¡Oh, qué herida tan singular! Pero a los tres
días estaba sano, mandando la artillería en el ataque
de Bellegarde.
B E N I T O P É R E Z G A L D Ó S
220
Después explicó el motivo de su presencia a
bordo del Rayo de este modo:
-El 21 por la noche supimos en Cádiz el éxito
del combate. Lo dicho, señores: no se quiso hacer
caso de mí cuando hablé de las reformas de la artillería,
y aquí tienen los resultados. Pues bien: en
cuanto lo supe y me enteré de que había llegado en
retirada Gravina con unos cuantos navíos, fui a ver
si entre ellos venía el San Juan, donde estabas tú;
pero me dijeron que había sido apresado. No puedo
pintar a ustedes mi ansiedad: casi no me quedaba
duda de tu muerte, mayormente desde que supe el
gran número de bajas ocurridas en tu navío. Pero yo
soy hombre que llevo las cosas hasta el fin, y sabiendo
que se había dispuesto la salida de algunos
navíos con objeto de recoger los desmantelados y
rescatar los prisioneros, determiné salir pronto de
dudas, embarcándome en uno de ellos. Expuse mi
pretensión a Solano, y después al mayor general de
la escuadra, mi antiguo amigo Escaño, y no sin escrúpulo
me dejaron venir. A bordo del Rayo, donde
me embarqué esta mañana, pregunté por ti, por el
San Juan; mas nada consolador me dijeron, sino, por
el contrario, que Churruca había muerto, y que su
navío, después de batirse con gloria, había caído en
T R A F A L G A R
221
poder de los enemigos. ¡Figúrate cuál sería mi ansiedad!
¡Qué lejos estaba hoy, cuando rescatamos al
Santa Ana, de que tú te hallabas en él! A saberlo con
certeza, hubiera redoblado mis esfuerzos en las disposiciones
que di con permiso de estos señores, y el
navío de Alava habría quedado libre en dos minutos.
Los oficiales que le rodeaban mirábanle con
sorna oyendo el último jactancioso concepto de don
José María. Por sus risas y cuchicheos comprendí
que durante todo el día se habían divertido con los
embustes de aquel buen señor, quien no ponía freno
a su voluble lengua, ni aun en las circunstancias más
críticas y dolorosas.
El cirujano dijo que convenía dejar reposar al
herido, y no sostener en su presencia conversación
alguna, sobre todo si ésta se refería al pasado desastre.
Don José María, que tal oyó, aseguró que,
por el contrario, convenía reanimar el espíritu del
enfermo con la conversación.
-En la guerra del Rosellón, los heridos graves (y
yo lo estuve varias veces) mandábamos a los soldados
que bailasen y tocasen la guitarra en la enfermería,
y seguro estoy de que este tratamiento nos curó
más pronto que todos los emplastos y botiquines.
B E N I T O P É R E Z G A L D Ó S
222
-Pues en las guerras de la República francesa
dijo un oficial andaluz que quería confundir a don
José María - se estableció que en las ambulancias de
los heridos fuese un cuerpo de baile completo y una
compañía de ópera, y con esto se ahorraron los médicos
y boticarios, pues con un par de arias y dos
docenas de trenzados en sexta se quedaban todos
como nuevos.
-¡Alto ahí! -exclamó Malespina -. Esa es grilla,
caballerito. ¿Cómo puede ser que con música y baile
se curen las heridas?
-Usted lo ha dicho.
-Sí; pero eso no ha pasado más que una vez, ni
es fácil que vuelva a pasar. ¿Es acaso probable que
vuelva a haber una guerra como la del Rosellón, la
más sangrienta, la más hábil, la más estratégica que
ha visto el mundo desde Epaminondas? Claro es
que no; pues allí todo fue extraordinario, y puedo
dar fe de ello, que la presencié desde el Introito hasta
el Ite misa est. A aquella guerra debo mi conocimiento
de la artillería; ¿usted no ha oído hablar de mí? Estoy
seguro de que me conocerá de nombre. Pues
sepa usted que aquí traigo en la cabeza un proyecto
grandioso, y tal que si algún día llega a ser realidad,
no volverían a ocurrir desastres como éste del 21.
T R A F A L G A R
223
Sí, señores - añadió mirando con gravedad y suficiencia
a los tres o cuatro oficiales que le oían -; es
preciso hacer algo por la patria; urge inventar algo
sorprendente, que en un periquete nos devuelva todo
lo perdido y asegure a nuestra marina la victoria
por siempre Jamas amen.
-A ver, señor don José María - dijo un oficial
explíquenos usted cuál es su invento.
-Pues ahora me ocupo del modo de construir
cañones de a 300.
-¡Hombre, de a- 300! - exclamaron los ofíciales
con aspavientos de risa y burla -. Los mayores que
tenemos a bordo son de 36.
-Esos son juguetes de chicos. Figúrese usted el
destrozo que harían esas piezas de 300 disparando
sobre la escuadra enemiga - dijo Malespina -. Pero
¿qué demonios es esto? añadió agarrándose para no
rodar por el suelo, pues los balances del Rayo eran
tales que muy difícilmente podía uno tenerse derecho.
-El vendaval arrecia y me parece que esta noche
no entramos en Cádiz - dijo un oficial retirándose.
Quedaron sólo dos, y el mentiroso continuó su
perorata en estos términos:
B E N I T O P É R E Z G A L D Ó S
224
-Lo primero que habría que hacer era construir
barcos de 95 a 100 varas de largo.
-¡Caracoles! ¿Sabe usted que la lanchita sería regular?
-indicó un oficial -; ¡100 varas! El Trinidad,
que santa gloria haya, tenía 70, y a todos parecía
demasiado largo. Ya sabe usted que viraba mal, y
que todas las maniobras se hacían en él muy difícilmente.
-Veo que usted se asusta por poca cosa, caballerito
-Prosiguió Malespina-. ¿Qué son 100 varas?
Aun podrían construirse barcos mucho mayores. Y
he de advertir a ustedes que yo los construiría de
hierro,- ¡De hierro! - exclamaron los dos oyentes sin
poder contener la risa.
-De hierro, sí. ¿Por ventura no conoce usted la
ciencia de la hidrostática? Con arreglo a ella, yo
construiría un barco de hierro de 7.000 toneladas.
-¡Y el Trinidad no tenía más que 4.000! -indicó
un oficial -, lo cual parecía excesivo. ¿Pero no comprende
usted que para mover esa mole sería preciso
un aparejo tan colosal que no habría fuerzas humanas
capaces de maniobrar en él?
-¡Bicoca! ... ¡Oh!, señor marino, ¿y quién le dice
a usted que yo sería tan torpe que moviera ese buque
por medio del viento? Usted no me conoce. Si
T R A F A L G A R
225
supiera usted que tengo aquí una idea... Pero no
quiero explicársela a ustedes porque no me entenderían.
Al llegar a este punto de su charla, don José María
dio tal tumbo que se quedó en cuatro pies. Pero
ni por esas cerró el pico. Marchóse otro de los oficiales,
y quedó solo uno, el cual tuvo que seguir
sosteniendo la conversación.
-¡Qué vaivenes! - continuó diciendo el viejo- No
parece sino que nos vamos a estrellar contra la costa...
Pues bien: como dije, yo moverla esa gran mole
de mi invención por medio del... ¿A que no lo adivina
usted? ... Por medio del vapor de agua. Para
esto se construiría una máquina singular, donde el
vapor, comprimido y dilatado alternativamente dentro
de dos cilindros, pusiera en movimiento unas
ruedas. .- pues ...
El oficial no quiso oír más; y aunque no tenía
puesto en el buque, ni estaba de servicio, por ser de
los recogidos, fue a ayudar a sus compañeros, bastante
atareados con el creciente temporal. Malespina
se quedó solo conmigo, y entonces creí que iba a
callar por no juzgarme persona a propósito para
sostener la conversación. Pero mi desgracia quiso
B E N I T O P É R E Z G A L D Ó S
226
que él me tuviera en más de lo que yo valía, y la emprendió
conmigo en los siguientes términos:
-¿Usted comprende bien lo que quiero decir?
7.000 toneladas, el, vapor, dos ruedas..., pues...
-Sí, señor, comprendo perfectamente -contesté a
ver si se callaba, pues ni tenía humor de oírle, ni los
violentos balances del buque, anunciando un gran
peligro, disponían el ánimo a disertar sobre el engrandecimiento
de la marina.
-Veo que usted me conoce y se hace cargo de
mis invenciones - continuó él Ya comprenderá que
el buque que imagino sería invencible, lo mismo
atacando que defendiendo. Él solo habría derrotado
con cuatro o cinco tiros los treinta navíos ingleses.
-¿Pero los cañones de éstos no le harían daño
también? -manifesté con timidez, arguyéndole más
bien por cortesía que porque el asunto me interesase.
-¡Oh! La observación de usted, caballerito, es
atinadísima, y prueba que comprende y aprecia las
grandes invenciones. Para evitar el 'efecto de la artillería
enemiga, yo forraría mi barco con gruesas
planchas de acero; es decir, le pondría una coraza,
como la que usaban los antiguos guerreros. Con este
medio, podía atacar, sin que los proyectiles enemiT
R A F A L G A R
227
gos hicieran en sus costados más efecto que el que
haría una andanada de bolitas de pan, lanzadas por
la mano de un niño. Es una idea maravillosa la que
yo he tenido. Figúrese usted que nuestra nación tuviera
dos o tres barcos de esos. ¿Dónde iría a parar
la escuadra inglesa con todos sus Nelsones y Collingwoodes?
-Pero en caso de que se pudieran hacer aquí
esos barcos - dije yo con viveza, conociendo la
fuerza de mi argumento -, los ingleses los harían
también. Y entonces las proporciones de la lucha
serían las mismas.
Don José María se quedó como alelado con esta
razón, y por un instante estuvo perplejo sin saber
qué decir; mas su vena inagotable no tardó en sugerirle
nuevas ideas, y contestó con mal humor:
Y quién le ha dicho a usted, mozalbete atrevido,
que yo sería capaz de divulgar mi secreto? Los buques
se fabricarían con el mayor sigilo y sin decir
palotada a nadie. Supongamos que ocurría una nueva
guerra. Nos provocaban los ingleses, y les decíamos:
«Sí, señor, pronto estamos; nos batiremos>.
Salían al mar los navíos ordinarios, empezaba la
pelea, y a lo mejor cátate que aparecen en las aguas
del combate dos o tres de esos monstruos de hierro,
B E N I T O P É R E Z G A L D Ó S
228
vomitando humo y marchando acá o allá sin hacer
caso del viento; se meten por donde quieren, hacen
astillas con el empuje de su afilada proa a los barcos
contrarios, y con un par de cañonazos. . ., figúrese
usted, todo se acababa en un cuarto de hora.
No quise hacer más objeciones, porque la idea
de que corríamos un gran peligro me impedía ocupar
la mente con pensamientos contrarios a los
propios de tan crítica situación. No volví a acordarme
más del formidable buque imaginario, hasta
qué treinta años más tarde supe la aplicación del
vapor a la navegación, y más aún, cuando al cabo de
medio siglo vi en nuestra gloriosa fragata Numancia
la acabada realización de los estrafalarios proyectos
del mentiroso de Trafalgar.
Medio siglo después me acordé de don José
María Malespina, y dije: «Parece mentira que las extravagancias
ideadas por un loco o un embustero
lleguen a ser realidades maravillosas con el transcurso
del tiempo».
Desde que observé esta coincidencia, no condeno
en absoluto ninguna utopía, y todos los mentirosos
me parecen hombres de genio.
Dejé a don José María para ver lo que pasaba, y
en cuanto puse los pies fuera de la cámara, me enteT
R A F A L G A R
229
ré de la comprometida situación en que se encontraba
el Rayo. El vendaval, no sólo le impedía la entrada
en Cádiz, sino que le impulsaba hacia la costa,
donde encallaría de seguro, estrellándose contra las
rocas. Por mala que fuera la suerte del Santa Ana,
que habíamos abandonado, no podía ser peor que la
nuestra. Yo observé con afán los rostros de oficiales
y marineros, por ver si encontraba alguno que indicase
esperanza; pero, por mi desgracia, en todos vi
señales de gran desaliento. Consulté el cielo, y lo vi
pavorosamente feo; consulté la mar, y la encontré
muy sañuda; no era posible volverse más que a
Dios, ¡y Éste, estaba tan poco propicio con nosotros
desde el 21!...
El Rayo corría hacia el Norte. Según las indicaciones
que iban haciendo los marineros junto a
quienes estaba yo, pasábamos frente al banco de
Marrajotes, de Hazte Afuera, de Juan Bola, frente al
Torregorda y, por último, frente al castillo de Cádiz.
En vano se ejecutaron todas las maniobras necesarias
para poner la proa hacia el interior de la bahía.
El viejo navío, como un corcel espantado, se negaba
a obedecer; el viento y el mar, que corrían con impetuosa
furia de Sur a Norte, lo arrastraban, sin que
la ciencia náutica pudiese nada para impedirlo.
B E N I T O P É R E Z G A L D Ó S
230
No tardamos en rebasar de la bahía. A nuestra
derecha quedó bien pronto Rota, Punta Candor,
Punta de Meca, Regla y Chipiona. No quedaba duda
de que el Rayo iba derecho a estrellarse inevitablemente
en la costa cercana a la embocadura del Guadalquivir.
No necesito decir que las velas habían
sido cargadas, y que no bastando este recurso contra
tan fuerte temporal, se bajaron también los masteleros.
Por último, también se creyó necesario picar los
palos, para evitar que el navío se precipitara bajo las
olas. En las grandes tempestades, el barco necesita
achicarse, de alta encina quiere convertirse en humilde
hierba, y como sus mástiles no pueden plegarse
cual las ramas de un árbol, se ve en la dolorosa
precisión de amputarlos, quedándose sin miembros
por salvar la vida.
La pérdida del buque era ya inevitable. Picados
los palos mayor y de mesana, se le abandonó, y la
única esperanza consistía en poderlo fondear cerca
de la costa, para lo cual se prepararon las áncoras,
reforzando las amarras. Disparó dos cañonazos para
pedir auxilio a la playa ya cercana, y como se distinguieran
claramente algunas hogueras en la costa,
nos alegramos, creyendo que no faltaría quien nos
diera auxilio. Muchos opinaron que algún navío esT
R A F A L G A R
231
pañol o inglés había encallado allí, y que las hogueras
que veíamos eran encendidas por la tripulación
náufraga. Nuestra ansiedad crecía por momentos, y
respecto a mí, debo decir que me creí cercano a un
fin desastroso. Ni ponía atención a lo que a bordo
pasaba, ni en la turbación de mi espíritu podía ocuparme
más quede la muerte, que juzgaba inevitable.
Si el buque se estrellaba, ¿quién podía salvar el espacio
de agua que le separaría de la tierra? El lugar
más terrible de una tempestad es aquel en que las
olas se revuelven contra la tierra y parece que están
cavando en ella para llevarse pedazos de playa al
profundo abismo. El empuje de la ola al avanzar y
la violencia con que se arrastra al retirarse son tales,
que ninguna fuerza humana puede vencerlos.
Por último, después de algunas horas de mortal
angustia, la quilla del Rayo tocó en un banco de arena
y se paró. El casco todo y los restos de su arboladura
retemblaron un instante; parecía que
intentaban vencer el obstáculo interpuesto en su
camino; pero éste fue mayor, y el buque, inclinándose
sucesivamente de uno y otro costado, hundió su
popa, y después de un espantoso crujido, quedó sin
movimiento.
B E N I T O P É R E Z G A L D Ó S
232
Todo había concluído, y ya no era posible ocuparse
más que de salvar la vida, atravesando el espacio
de mar que de la costa nos separaba. Esto
pareció casi imposible de realizar en las embarcaciones
que a bordo teníamos; mas había esperanzas
de que nos enviaran auxilio de tierra, pues era evidente
que la tripulación de un buque recién naufragado
vivaqueaba en ella, y no podía estar lejos
alguna de las balandras de guerra, cuya salida para
tales casos debía haber dispuesto la autoridad naval
de Cádiz... El Rayo hizo nuevos disparos, y esperamos
socorros con la mayor impaciencia, porque de
no venir pronto pereceríamos todos con el navío.
Este infeliz inválido, cuyo fondo se habla abierto al
encallar, amenazaba despedazarse por sus propias
convulsiones, y no podía tardar el momento en que,
desquiciada la clavazón de algunas de sus cuadernas,
quedaríamos a merced de las olas, sin más apoyo
que el que nos dieran los desordenados restos
del buque.
Los de tierra no podían darnos auxilio; pero
Dios quiso que oyera los cañonazos de alarma una
balandra que se había hecho a la mar desde Chipiona,
y se nos acercó por la proa, manteniéndose a
buena distancia. Desde que avistamos su gran vela
T R A F A L G A R
233
mayor vimos segura nuestra salvación, y el comandante
del Rayo dio las órdenes para que el transbordo
se verificara sin atropello en tan peligrosos
momentos.
Mi primera intención, cuando vi que se trataba
de trasbordar, fue correr al lado de las dos personas
que allí me interesaban: el señorito Malespina y
Marcial, ambos heridos, aunque el segundo no lo
estaba de gravedad. Encontré al oficial de artillería
en bastante mal estado, y decía a los que le rodeaban:
-No me muevan; déjenme morir aquí.
Marcial había sido llevado sobre cubierta, y yacía
en el suelo con tal postración y abatimiento, que
me inspiró verdadero miedo su semblante. Alzó la
vista cuando me acerqué a él, y tomándome la mano,
dijo con voz conmovida:
-Gabrielillo, no me abandones.
-¡A tierra! ¡Todos vamos a tierra! - exclamé yo
procurando reanimarle; pero él, moviendo la cabeza
con triste ademán, parecía presagiar alguna desgracia.
Traté de ayudarle para que se levantara; pero
después del primer esfuerzo, su cuerpo volvió a caer
exánime, y al fin dijo: «No puedo».
B E N I T O P É R E Z G A L D Ó S
234
Las vendas de su herida se habían caído, y en el
desorden de aquella apurada situación no encontró
quien se las aplicara de nuevo.
Yo le curé como pude, consolándole con palabras
de esperanza, y hasta procuré reír ridiculizando
su facha, para ver si de este modo le reanimaba. Pero
el pobre viejo no desplegó sus labios; antes bien,
inclinaba la cabeza con gesto sombrío, insensible a
mis bromas lo mismo que a mis consuelos.
Ocupado en esto no advertí que había comenzado
el embarque en las lanchas. Casi de los primeros
que a ellas bajaron fueron don José María
Malespina y su hijo. Mi primer impulso fue ir tras
ellos siguiendo las ordenes de mi amo; pero la imagen
del marinero herido y abandonado me contuvo.
Malespina no necesitaba de mí, mientras que Marcial,
casi considerado como muerto, estrechaba con
su helada mano la mía, diciéndome: «Gabriel, no me
abandones».
Las lanchas atracaban difícilmente; pero a pesar
de esto, una vez trasbordados los heridos, el embarque
fue fácil, porque los marineros se precipitaban
en ellas deslizándose por una cuerda, o
arrojándose de un salto. Muchos se echaban al agua
para alcanzarlas a nado. Por mi imaginación cruzó
T R A F A L G A R
235
como un problema terrible1 la idea de cuál de aquellos
dos procedimientos emplearía para salvarme.
No había tiempo que perder, porque el Rayo se desbarataba;
casi toda la popa estaba hundida, y los
estallidos de los baos y de las cuadernas medio podridas
anunciaban que bien pronto aquella mole iba
a dejar de ser un barco. Todos corrían con presteza
hacia las lanchas, y la balandra, que se mantenía a
cierta distancia maniobrando con habilidad para
resistir la mar, les recogía. Las embarcaciones volvían
vacías al poco tiempo, pero no tardaban en
llenarse de nuevo.
Yo observé el abandono en que estaba Mediohombre,
y me dirigí sofocado y llorando a algunos
marineros rogándoles que cargaran a Marcial
para salvarle. Pero harto hacían ellos con salvarse a
sí propios. En un momento de desesperación traté
yo mismo de echámele a cuestas; pero mis escasas
fuerzas apenas lograron alzar del suelo sus brazos
desmayados. Corrí por toda la cubierta buscando un
alma caritativa, y algunos estuvieron a punto de ceder
a mis ruegos; mas el peligro les distrajo de tan
buen pensamiento.
Para comprender esta inhumana crueldad es
preciso haberse encontrado en trances tan terribles:
B E N I T O P É R E Z G A L D Ó S
236
el sentimiento y la caridad desaparecen ante el instinto
de conservación que domina el ser por completo,
asimilándole a veces a una fiera.
-¡Oh, esos malvados no quieren salvarte, Marcial!
- exclamé con vivo dolor.
-Déjales - me contestó -. Lo mismo da a bordo
que en tierra. Márchate tú; corre, chiquillo, que te
dejan aquí.
No sé qué idea mortificó más mi mente: si la de
quedarme a bordo, donde perecería sin remedio, o
la de salir, dejando solo a aquel desgraciado. Por
último, más pudo la voz de la Naturaleza que otra
fuerza alguna y di unos cuantos pasos hacia la borda.
Retrocedí para abrazar al pobre viejo, y corrí
luego velozmente hacia el punto en que se embarcaban
los últimos marineros. Eran cuatro; cuando llegué
vi que los cuatro se habían lanzado al mar y se
acercaban nadando a la embarcación, que estaba
como a unas diez o doce varas de distancia.
-¿Y yo? - exclamé con angustia, viendo que me
dejaban -. ¡Yo voy también, yo también!
Grité con todas mis fuerzas; pero no me oyeron
o no quisieron hacerme caso. A pesar de la obscuridad
vi la lancha, les vi subir a ella, aunque esta opeT
R A F A L G A R
237
ración apenas podía apreciarse por la vista. Me dispuse
a arrojarme al agua para seguir la misma suerte;
pero r4en el instante mismo en que se determinó en
mi voluntad esta resolución, mis ojos dejaron de ver
lancha y marineros, y ante mí no había más que la
horrenda obscuridad del agua.
Todo medio de salvación había desaparecido.
Volví los ojos a todos lados, y no vi más que las
olas que sacudían los restos del barco; en el cielo ni
una estrella, en la costa ni una luz. La balandra había
desaparecido también. Bajo mis pies, que pataleaban
con ira, el casco del Rayo se quebraba en pedazos, y
sólo se conservaba unida y entera la parte de proa,
con la cubierta llena de despojos. Me encontraba
sobre una balsa informe que amenazaba desbaratarse
por momentos.
Al verme en tal situación, corrí hacia Marcial, diciendo:
¡Me han dejado, nos han dejado!
El anciano se incorporó con muchísimo trabajo,
apoyado en su mano; levantó la cabeza y recorrió
con su turbada vista el lóbrego espacio que nos rodeaba.
-¡Nada! - exclamó -; ¡no se ve nada! Ni lanchas,
ni tierra, ni luces, ni costa. No volverán.
B E N I T O P É R E Z G A L D Ó S
238
Al decir esto, un terrible chasquido sonó bajo
nuestros pies en lo profundo del sollado de proa, ya
enteramente anegado. El alcázar se inclinó violentamente
de un lado y fue preciso que nos agarráramos
fuertemente a la base de un molinete para no
caer al agua. El piso nos faltaba; el último resto del
Rayo iba a ser tragado por las olas. Mas como la
esperanza no abandona nunca, yo aun creí posible
que aquella situación se prolongase hasta el amanecer
sin empeorarse, y me consoló ver que el palo del
trinquete aun estaba en pie. Con el propósito firme
de subirme a él cuando el casco acabara de hundirse,
miré aquel árbol orgulloso en que flotaban trozos
de cabos y harapos de velas, y que resistía,
coloso desgreñado por la desesperación, pidiendo al
Cielo misericordia.
Marcial se dejó caer en la cubierta y luego dijo:
-Ya no hay esperanza, Gabrielillo. Ni ellos querrán
volver, ni la mar les dejaría si lo intentaran.
Puesto que Dios lo quiere, aquí hemos de morir los
dos. Por mí nada me importa: soy un viejo y no sirvo
para maldita la cosa... Pero tú.... tú eres un niño,
y...
T R A F A L G A R
239
Al decir esto su voz se hizo ininteligible por la
emoción y la ronquera. Poco después le oí claramente
estas palabras:
-Tú no tienes pecados, porque eres un niño. Pero
yo... Bien que cuando uno se muere así..., vamos
al decir. .- así, al modo de perro o gato, no necesita
de que un cura venga y le dé la solución, sino que
basta y sobra con que uno mismo se entienda con
Dios. ¿No has oído tú eso?
Yo no sé lo que contesté; creo que no dije nada,
y me puse a llorar sin consuelo.
-Ánimo, Gabrielillo - prosiguió -. El hombre
debe ser hombre, y ahora es cuando se conoce
quién tiene alma y quién no la tiene. Tú no tienes
pecados; pero yo sí. Dicen que cuando uno se muere
y no halla cura con quien confesarse, debe decir
lo que tiene en la conciencia al primero que encuentre.
Pues yo te digo, Gabrielillo que me confieso
contigo, y que te a decir mis pecados, y cuenta
con que Dios me voy está oyendo detrás de ti, y que
me va a perdonar.
Mudo por el espanto y por las solemnes palabras
que acababa de oír, me abracé al anciano, que
continuó de este modo:
B E N I T O P É R E Z G A L D Ó S
240
-Pues digo que siempre he sido cristiano católico,
postálico, romano, y que siempre he sido y soy
devoto de la Virgen del Carmen, a quien llamo en
mi ayuda' en este momento; y digo también que, si
hace veinte años que no he confesado ni comulgado,
no fue por mí, sino por mor del maldito servicio,
y porque siempre lo va uno dejando para el domingo
que viene. Pero ahora me pesa de no haberlo
hecho, y digo, y declaro, y perjuro que quiero a Dios
y a la Virgen y a todos los santos; y que por todo lo
que les haya ofendido me castiguen, pues si no me
confesé y comulgué este año fue por el aquel de los
malditos casacones, que me hicieron salir al mar cuando
tenía el proeto de cumplir con la Iglesia. Jamás he
robado ni la punta de un alfiler, ni he dicho más
mentiras que alguna que otra para bromear. De los
palos que le daba a mi mujer hace treinta años, me
arrepiento, aunque creo que bien dados estuvieron,
porque era más mala que las churras, y con un genio
más picón que un alacrán. No he faltado ni tanto así
a lo que manda la Ordenanza; no aborrezco a nadie
más que a los casacones, a quienes hubiera querido ver
hechos picadillo; pero pues dicen que todos somos
hijos de Dios, yo les pernos han traído esta guerra.
Y no digo más, porque me dono, y así mismamente
T R A F A L G A R
241
perdono a los franceses, que parece que me voy a
toda vela. Yo amo a Dios y estoy tranquilo. Gabrielillo,
abrázate conmigo, y apriétate bien contra mí.
Tú no tienes pecados, y vas a andar finiqueleando con
los ángeles divinos. Más vale morirse a tu edad que
vivir en este emperrado mundo... Con que ánimo,
chiquillo, que esto se acaba. El agua sube, y el Rayo
se acabó para siempre. La muerte del que se ahoga
es muy buena; no te asustes. abrázate conmigo.
Dentro de un ratito estaremos libres de pesadumbres,
yo dando cuenta a Dios de mis pecadillos, y tú
contento como unas pascuas danzando por el Cielo,
que está alfombrado con estrellas, y allí parece que
la felicidad no se acaba nunca, porque es eterna, que
es, como dijo el otro, mañana, y mañana, y mañana,
-y al otro y siempre...
No pudo hablar más. Yo me agarré fuertemente
al cuerpo de Mediohombre. Un violento golpe de
mar sacudió la proa del navío, y sentí el azote del
agua sobre mi espalda. Cerré los ojos y pensé en
Dios. En el mismo instante perdí toda sensación y
no supe lo que ocurrió.
B E N I T O P É R E Z G A L D Ó S
242
XVI
Volvió, no sé cuándo, a iluminar turbiamente mi
espíritu la noción de la vida; sentí un frío intensísimo,
y sólo este accidente me dio a conocer la propia
existencia, pues ningún recuerdo de lo pasado conservaba
mi mente, ni podía hacerme cargo de mi
nueva situación. Cuando mis ideas se fueron aclarando
y se desvanecía el letargo de mis sentidos, me
encontré tendido en la playa. Algunos hombres estaban
en derredor mío, observándome con interés.
Lo primero que oí fue: «¡Pobrecito. .., ya vuelve en
sí!»
Poco a poco fui volviendo a la vida, y con ella al
recuerdo de lo pasado. Me acordé de Marcial, y creo
que las primeras palabras articuladas por mis labios
T R A F A L G A R
243
fueron para preguntar por él. Nadie supo contestarme.
Entre los que me rodeaban reconocí a algunos
marineros del Rayo; les pregunté por Mediohombre,
y todos convinieron en que había perecido. Después
quise enterarme de cómo me había salvado; pero
tampoco me dieron razón.
Diéronme a beber no sé qué; me llevaron a una
casa cercana, y allí, junto al fuego, y cuidado por una
vieja, recobré la salud, aunque no las fuerzas. Entonces
me dijeron que habiendo salido otra balandra
a reconocer los restos del -Rayo, y los de un
navío francés que corrió igual suerte, me encontraron
junto a Marcial, y pudieron salvarme la vida. Mi
compañero de agonía estaba muerto. También supe
que en la travesía del barco naufragado a la costa
habían perecido algunos infelices.
Quise saber qué habla sido dé Malespina, y no
hubo quien me diera razón ni del padre ni del hijo.
Pregunté por el Santa Ana, y me dijeron que había
llegado felizmente a Cádiz, por cuya noticia resolví
ponerme inmediatamente en camino para reunirme
con mi amo. Me encontraba a bastante distancia de
Cádiz, en la costa que corresponde a la orilla derecha
del Guadalquivir. Necesitaba, pues, emprender
la marcha inmediatamente para recorrer lo más
B E N I T O P É R E Z G A L D Ó S
244
pronto posible tan largo trayecto. Esperé dos días
más para reponerme, y al fin, acompañado de un
marinero que llevaba el mismo camino, me puse en
marcha hacia Sanlúcar. En la mañana del 27 recuerdo
que atravesamos el río, y luego seguimos nuestro
viaje a pie sin abandonar la costa. Como el marinero
que me acompañaba era francote y alegre, el viaje
fue todo lo agradable que yo podía esperar, dada la
situación de mi espíritu, aun abatido por la muerte
de Marcial y por las últimas escenas de que fui testigo
a bordo.
Por el camino íbamos departiendo sobre el
combate y 41los naufragios que le sucedieron.
-Buen marino era Mediohombre - decía mi
compañero de viaje -. ¿Pero quién le metió a salir a
la mar con un cargamento de más de sesenta años?
Bien empleado le está el fin que ha tenido.
Era un valiente marinero - dije yo -; y tan aficionado
a la guerra, que ni sus achaques le arredraron
cuando intentó venir a la escuadra.
-Pues de ésta me despido - prosiguió el marinero
-. No quiero más batallas en la mar. El Rey paga
mal, y después, si queda uno cojo o baldado, le dan
las buenas noches, y si té he visto no me acuerdo.
Parece mentira que el Rey trate tan mal a los que le
T R A F A L G A R
245
sirven. ¿Qué cree usted? La mayor parte de los comandantes
de navío que se han batido el 21 hace
muchos meses que no cobran sus pagas. El año pasado
estuvo en Cádiz un capitán de navío que, no
sabiendo cómo mantenerse y mantener a sus hijos,
se Puso a servir en una posada. Sus amigos le descubrieron,
aunque él trataba de disimular su miseria,
y, por último, lograron sacarle de tan vil estado.
Esto no pasa en ninguna nación del mundo; ¡y luego
se espantan de que nos venzan los ingleses! Pues
no digo nada del armamento. Los arsenales están
vacíos, y por más que se pide dinero a Madrid, ni un
cuarto. Verdad es que todos los tesoros del Rey se
emplean en pagar sus sueldos a los señores de la
Corte, y entre éstos el que más come es el Príncipe
de la Paz, que reúne. 40.000 durazos como consejero
de Estado, como secretario de Estado, como
capitán general y como sargento mayor de guardias...
Lo dicho, no quiero servir al Rey. A mi casa
me voy con mi mujer y mis hijos; pues ya he cumplido,
y dentro de unos días me han de dar la licencia.
-Pues no podrá usted quejarse, amiguito, si le
tocó ir en el Rayo, navío que apenas entró en acción.
B E N I T O P É R E Z G A L D Ó S
246
-Yo no estaba en el Rayo, sino en el Bahama, que
sin duda fue de los barcos que mejor y por más
tiempo pelearon.
-Ha sido -apresado, y su comandante murió, si
no recuerdo mal.
-Así fue - contestó -. Y todavía me dan ganas
.5,de llorar cuando me acuerdo de don Dionisio
Alcalá Galiano, el más valiente brigadier de la armada.
Eso sí tenía el genio fuerte y no consentía la más
pequeña falta; pero su mucho rigor nos obligaba a
quererle más, porque el capitán que se hace temer
por severo, si a la severidad acompaña la justicia,
infunde respeto, y, por último, se conquista el cariño
de la gente. También puede decirse que otro más
caballero y más generoso que don Dionisio Alcalá
Galiano no ha nacido en. el mundo. Así es que
cuando quería obsequiar a sus amigos no se andaba
por las ramas, y una vez en La Habana gastó 10.000
duros en cierto convite que dio a bordo de su buque.
-También oí que era hombre muy sabio en la
náutica.
-¿En la náutica? Sabía más que Merlín y que todos
los doctores de la Iglesia. ¡Si había hecho un sin
fin de mapas y había descubierto no sé qué tierras
T R A F A L G A R
247
que están allá por el mismo infierno! ¡y hombres así
los mandan a una batalla para que perezcan como
un grumete! Le contaré a usted lo que pasó en el Bahama.
Desde que empezó la batalla, don Dionisio
Alcalá Galiano sabía que la habíamos de perder,
porque aquella maldita virada en redondo... Nosotros
estábamos en la reserva y nos quedamos a la
cola. Nelson, que no era ningún rana, vio nuestra
línea, y dijo: «Pues si la corto por dos puntos distintos,
y les cojo entre dos fuegos, no se me escapa
ni tanto así de navío». Así lo hizo el maldito, y como
nuestra línea era tan larga, la cabeza no podía ir en auxilio
de la cola 2. Nos derrotó por partes, atacándonos
en dos fuertes columnas dispuestas al modo de cuña,
que es, según dicen, el modo de combatir que
usaba el capitán moro Alejandro Magno, y que hoy
dicen usa también Napoleón. Lo cierto es que nos
envolvió y nos dividió y nos fue rematando barco a
barco de tal modo, que no podíamos ayudarnos
unos a otros, y cada navío se veía obligado a combatir
con tres o cuatro.
>,Pues verá usted: el Bahama fue de los que primero
entraron en fuego. Alcalá Galiano revistó la
2 Palabras de Nelson.
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248
tripulación al mediodía, examinó las baterías, y nos
echó una arenga en que dijo, señalando la bandera:
«Señores: estén ustedes todos en la inteligencia de
que esa bandera está clavada.» Ya sabíamos qué clase
de hombre nos mandaba; y así, no nos asombró
aquel lenguaje. Después le dijo al guardia marina
don Alonso Butrón, encargado de ella: <Cuida de
defenderla. Ningún Galiano se rinde, y tampoco un
Butrón debe hacerlo».
-Lástima es - dije yo - que estos hombres no hayan
tenido un jefe digno de su valor, ya que no se
les encargó del mando de la escuadra.
-Sí que es lástima, y verá usted lo que pasó. Empezó
la refriega, que ya sabrá usted fue cosa buena,
si estuvo a bordo del Trinidad. Tres navíos nos
acribillaron a balazos por babor y estribor. Desde
los primeros momentos caían como moscas los heridos,
y el mismo comandante recibió una fuerte
contusión en la pierna, y después un astillazo en la
cabeza, que le hizo mucho daño. ¿Pero usted cree
que se acobardó, ni que anduvo con ungüentos ni
parches? ¡Quiá! Seguía en el alcázar como si tal cosa,
aunque personas muy queridas para él caían a su
lado para no levantarse más. Alcalá Galiano mandaba
la maniobra y la artillería como si hubiéramos
T R A F A L G A R
249
estado haciendo el saludo frente a una plaza. Una
balita de poca cosa le llevó el anteojo, y esto le hizo
sonreír. Aun me parece que le estoy viendo. La sangre
de las heridas le manchaba el uniforme y las
manos; pero él no se cuidaba de esto más que si fueran
gotas de agua salada salpicadas por el mar. Como
su -carácter era algo arrebatado y su genio vivo,
daba las órdenes gritando y con tanto coraje, que si
no las obedeciéramos porque era nuestro deber, las
hubiéramos obedecido por miedo. Pero al fin todo
se acabó de repente, cuando una bala de medio calibre
le cogió la cabeza, dejándole muerto en el acto.
>Con esto concluyó el entusiasmo, si no la lucha.
Cuando cayó muerto nuestro querido comandante,
le ocultaron para que no lo viéramos, pero
nadie dejó de comprender lo que había pasado, y
después de una lucha desesperada sostenida por el
honor de la bandera, el Bahama se rindió a los ingleses,
que se lo llevarán a Gibraltar si antes no se les
va a pique, como sospecho>.
Al concluir su relación, y después de contar cómo
había pasado del Bahama al Santa Ana, mi compañero
dio un fuerte suspiro y calló por mucho
tiempo. Pero como el camino se hacía largo y pesado,
yo intenté trabar de nuevo la conversación, y
B E N I T O P É R E Z G A L D Ó S
250
principié contándole lo que había visto, y, por último,
mi traslado a bordo del Rayo con el joven Malespina.
-¡Ah! -dijo-. ¿Es un joven oficial de artillería que
fue transportado a la balandra y de la balandra a
tierra en la noche del 23?
-El mismo -contesté-, y por cierto que nadie me
ha dado razón de su paradero.
-Pues ése fue de los que perecieron en la segunda
lancha, que no pudo tocar a tierra. De los sanos
se salvaron algunos, entre ellos el padre de ese señor
oficial de artillería; pero los heridos se ahogaron
todos, como es fácil comprender, no pudiendo los
infelices ganar a nado la costa.
Me quedé absorto al saber la muerte del joven
Malespina, y la idea del pesar que aguardaba a mi
infeliz e idolatrada amita llenó mi alma, ahogando
todo resentimiento.
-¡Qué horrible desgracia! – exclamé -. ¿Y seré
yo quien lleve tan triste noticia a su afligida familia?
Pero, señor, ¿está usted seguro de lo que dice?
-He visto con estos ojos al padre de ese joven,
quejándose amargamente, y refiriendo los pormenores
de la desgracia con tanta angustia que partía el
corazón. Según decía, él había salvado a todos los
T R A F A L G A R
251
de la lancha, y aseguraba que si hubiera querido salvar
solo a su hijo lo habría logrado a costa de la vida
de todos los demás. Prefirió con todo dar la vida
al mayor número, aun sacrificando la de su hijo en
beneficio de muchos, y así lo hizo. Parece que es
hombre de mucha alma, y sumamente diestro y valeroso.
Esto me entristeció tanto, que no hablé más del
asunto. ¡Muerto Marcial, muerto Malespina! ¡Qué
terribles nuevas llevaba yo a casa de mi amo! Casi
estuve por un momento decidido a no volver a Cádiz,
dejando que el azar o la voz pública llevaran tan
penosa comisión al seno del hogar, donde tantos
corazones palpitaban de inquietud. Sin embargo, era
preciso que me presentase a don Alonso para darle
cuenta de mi conducta.
Llegamos por fin a Rota, y allí nos embarcamos
para Cádiz. No pueden ustedes figurarse qué alborotado
estaba el vecindario con la noticia de los desastres
de la escuadra. Poco a poco iban llegando las
nuevas de lo sucedido, y ya se sabía la suerte de la
mayor parte de los buques, aunque de muchos marineros
y tripulantes se ignoraba todavía el paradero.
En las calles ocurrían a cada momento escenas de
desolación, cuando un recién llegado daba cuenta de
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252
los muertos que conocía, y nombraba las personas
que no habían de volver. La multitud invadía el
muelle para reconocer los heridos, esperando encontrar
al padre, al hermano, al hijo o al marido.
Presencié escenas de frenética alegría, mezcladas
con lances dolorosos y terribles desconsuelos. Las
esperanzas se desvanecían, las sospechas se confirmaban
las más de las veces, y el número de los que
ganaban en aquel agonioso juego de la suerte era
bien pequeño, comparado con el de los que perdían.
Los cadáveres que aparecieron en la costa de Santa
María sacaban de dudas Ja muchas familias, y otras
esperaban aún encontrar entre los prisioneros conducidos
a Gibraltar a la persona amada.
En honor del pueblo de Cádiz, debo decir que
jamás vecindario alguno ha tomado con tanto empeño
el auxilio de los heridos, no distinguiendo entre
nacionales y enemigos, antes bien, equiparando a
todos bajo el amplio pabellón de la caridad. Collingwood
consignó en sus memorias esta generalidad
de mis paisanos. Quizá la magnitud del desastre
apagó todos los resentimientos. ¿No es triste considerar
que sólo la desgracia hace a los hombres hermanos?
T R A F A L G A R
253
En Cádiz pude conocer en su conjunto la acción
de guerra que yo, a pesar de haber asistido a ella, no
conocía sino por casos particulares, pues lo largo de
la línea, lo complicado de los movimientos y la diversa
suerte de los navíos no permitían otra cosa.
Según allí me dijeron, además del Trinidad se habían
ido a pique el Argonauta, de 92, mandado por
don Antonio Pareja, y el San Agustín., de 80, mandado
por don Felipe Cajigal. Con Gravina, en el
Príncipe de Asturías, habían vuelto a Cádiz el Montañés,
de 80, comandante Alcedo, que murió en el
combate en unión del segundo, Castafíos; el San
Justo, de 76, mandado por don Miguel Gastán; el San
Leandro, de 74, mandado por don José Quevado; el
San Francisco, de 74, mandado por don Luis Flores;
el Rayo, de 100, que mandaba Mácdonell. De éstos
salieron el 23, para represar las naves que estaban a
la vista, el Montañés, el San Justo, el San Francisco y el
Rayo; pero los dos últimos se perdieron en la costa,
lo mismo que el Monarca, de 74, mandado por Argumosa,
y el Neptuno, de 80, cuyo heroico comandante,
don Cayetano Valdés, ya célebre por la
jornada del 14, estuvo a punto de perecer. Quedaron
apresados el Bahama, que se deshizo antes de
llegar a Gibraltar; el San lldefonso, de 74, comandante
B E N I T O P É R E Z G A L D Ó S
254
Vargas, que fue conducido a Inglaterra, y el Nepomuceno,
que por muchos años permaneció en Gibraltar,
conservado como un objeto de veneracion o sagrada
reliquia. El Santa Ana llegó felizmente a Cádiz, en
la misma noche en que le abandonamos. Los ingleses
también perdieron algunos de sus fuertes navíos,
y no pocos de sus oficiales generales compartieron
el glorioso fin del almirante Nelson.
En cuanto a los franceses no es necesario decir
que tuvieron tantas pérdidas como nosotros. A excepción
de los cuatro navíos que se retiraron con
Dumanoir sin entrar en fuego, mancha que en mucho
tiempo no pudo quitarse de encima la marina
imperial, nuestros aliados se condujeron heroicamente
en la batalla. Villeneuve, deseando que se olvidaran
en un día sus faltas, peleó hasta el fin
'denodadamente, y fue Revado prisionero a Gibraltar.
Otros muchos comandantes cayeron en poder
de los ingleses, y algunos murieron. Sus navíos corrieron
igual suerte que los' nuestros: unos se retiraron
con Gravina, otros fueron apresados y muchos
se perdieron en las costas. El Achiles se voló en medio
del combate, como indiqué en mi relación.
Pero a pesar de estos desastres, nuestra aliada, la
orgullosa Francia, no pagó tan caro como España
T R A F A L G A R
255
las consecuencias de aquella guerra. Si perdía lo más
florido de su marina, en tierra alcanzaba en aquellos
mismos días ruidosos triunfos. Napoleón había
transportado en poco tiempo el gran ejército desde
las orillas del Canal de la Mancha a la Europa central,
y ponía en ejecución su colosal plan de campaña
contra el Austria. El 20 de octubre, un día antes
de Trafalgar, Napoleón presenciaba en el campo de
Ulm el desfile de las tropas austríacas, cuyos generales
le entregaban su espada, y dos meses después,
el 2 de diciembre del mismo año, ganaba en los
campos de Austerlitz la más brillante acción de su
reinado.
Estos triunfos atenuaron en Francia la pérdida
de Trafalgar; el mismo Napoleón mandó a los periódicos
que no se hablara del asunto, y cuando se le
dio cuenta de la victoria de sus implacables enemigos
los ingleses, se contentó con encogerse de
hombros diciendo: «Yo no puedo estar en todas
partes».
B E N I T O P É R E Z G A L D Ó S
256
XVII
Traté de retardar el momento de presentarme a
mi amo; pero, al fin, el hambre, la desnudez en que
me hallaba y la falta de asilo me obligaron a ir. Mi
corazón, al aproximarme a la casa de doña Flora,
palpitaba con tanta fuerza, que a cada paso me detenía
para tomar aliento. La inmensa pena que iba a
causar anunciando la muerte del joven Malespina
gravitaba sobre mi alma con tan atroz pesadumbre,
que si yo hubiera sido responsable de aquel desastre
no me habría sentido más angustiado. Llegué por
fin, y entré en la casa. Mi presencia 'en el patio produjo
gran sensación; sentí fuertes pasos en las galerías
altas, y aun no había tenido tiempo de decir una
palabra, cuando me abrazaron estrechamente. No
tardé en reconocer el rostro de doña Flora, más
T R A F A L G A R
257
pintorreado aquel día que un retablo, y ferozmente
desfigurado con la alegría que mi presencia causó en
el espíritu de la excelente vieja. Los dulces nombres
de pimpollo, remono, angelito y otros que me prodigó
con toda largueza, no me hicieron sonreír. Subí, y
todos estaban en movimiento. Oí a mi amo que decía:
<¡Ahí está! ¡Gracias a Dios!» Entré en la sala, y
doña Francisca se adelantó hacia mí preguntándome
con mortal ansiedad:
-¿Y don Rafael? ¿Qué ha sido don Rafael?
Permanecí confuso por largo rato. La voz le
ahogaba en mi garganta y no tenía valor para decir
la fatal noticia. Repitieron la pregunta, y entonces vi
a mi amita que salía de una pieza inmediata, con el
rostro pálido, espantados los ojos y mostrando en
su ademán la angustia que la poseía. Su vista me hizo
prorrumpir en amargo llanto, y no necesité pronunciar
una palabra. Rosita lanzó un grito terrible y
cayó desmayada. Don Alonso y su esposa corrieron
a auxiliarla, ocultando su pesar en el fondo del alma.
Doña Flora se entristeció, y llamándome aparte para
cerciorarse de que mi persona volvía completa, me
dijo:
-¿Con que ha muerto ese caballerito? Ya melo
figuraba yo, y así se lo he dicho a Paca; pero ella,
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258
reza que te reza, ha creído que lo podía salvar. Si
cuando está de Dios una cosa... Y tú bueno y sano,
¡qué placer! ¿No has perdido nada?
La consternación que reinaba en la casa es imposible
de pintar. Por espacio de un cuarto de hora
no se oyeron más que llantos, gritos y sollozos, porque
la familia de Malespina estaba allí también. ¡Pero
qué singulares cosas permite Dios para sus fines!
Había pasado, como he dicho, un cuarto de hora
desde que di la noticia, cuando una ruidosa y chillona
voz hirió mis oídos. Era la de don José María
Malespina, que vociferaba en el patio llamando a su
mujer, a don Alonso y a mi amita. Lo que más me
sorprendió que la voz del embustero parecía tan
alegre como de costumbre, lo cual me parecía altamente
indecoroso después de la desgracia ocurrida.
Corrimos a su encuentro, y me maravillé viéndole
gozoso como unas pascuas.
-Pero don Rafel. . . - le dijo mi amo con asombro.
-Bueno y sano - contestó don José María -. Es
decir, sano, no; pero fuera de peligro, sí, porque su
herida ya no ofrece cuidado. El bruto del cirujano
opinaba que se moría; pero bien sabía yo que no.
¡ Cirujanitos a mí! Yo lo he curado, señores; yo, yo,
T R A F A L G A R
259
por un procedimiento nuevo, inusitado, que yo solo
conozco.
Estas palabras, que repentinamente cambiaban
de un modo tan radical la situación, dejaron atónitos
a mis amos; después una viva alegría sucedió a la
anterior tristeza, y, por último, cuando la fuerte
emoción les permitió reflexionar sobre el engaño,
me interpelaron con severidad, reprendiéndome por
el gran susto que les había ocasionado. Yo me disculpé
diciendo que me lo habían contado tal como
lo referí, y don José María se puso furioso, llamándome
zascandil, embustero y enredador.
Efectivamente, don Rafael vivía y estaba fuera
de peligro; mas se había quedado en Sanlúcar en
casa de gente conocida, mientras su padre vino a
Cádiz en busca de su familia para llevarla al lado del
herido.
El lector no comprenderá el origen de la equivocación
que me hizo anunciar con tan buena fe la
muerte del joven; pero apuesto a que cuantos lean
esto sospechan que algún estupendo embuste del
viejo Malespina hizo llegar a mis oídos la noticia de
una desgracia supuesta. Así fue, ni más ni menos.
Según lo que supe después al ir a Sanlúcar acompañando
a la familia, don José María había forjado una
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260
novela de heroísmo y habilidad por parte suya; en
diversos corrillos refirió el extraño caso de la
muerte de su hijo, suponiendo pormenores, circunstancias
tan dramáticas, que por algunos días el
fingido protagonista fue objeto de las alabanzas de
todos por su abnegación y valentía. Contó que, habiendo
zozobrado la lancha, él tuvo que optar entre
la salvación de su hijo y la de todos los demás, decidiéndose
por esto último, en razón de ser más generoso
y humanitario. Adornó su leyenda con detalles
tan peregrinos, tan interesantes y a la vez tan verosímiles,
que muchos se lo creyeron. Pero la superchería
se descubrió pronto y el engaño no duró
mucho tiempo, aunque, sí el necesario para que llegase
a mis oídos, obligándome a transmitirlo a la
familia. Aunque tenía muy mala idea de la veracidad
del viejo Malespina, jamás pude creer que se permitiera
mentir en asuntos tan serios.
Pasadas aquellas fuertes emociones, mi amo cayó
en profunda melancolía; apenas hablaba; diríase
que su alma, perdida la última ilusión, había liquidado
toda clase de cuentas con el mundo y se preparaba
para el último viaje. La definitiva ausencia de
Marcial le quitaba el único amigo de aquella su infantil
senectud, y no teniendo con quién jugar a los
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261
barquitos, se consumía en honda tristeza. Ni aun
viéndole tan abatido cejó doña Francisca en su tarea
de mortificación, y el día de mi llegada oí que le decía:
-Bonita la habéis hecho... ¿Qué te parece? ¿Aun
no estás satisfecho? Anda, anda a la escuadra. ¿Tenía
yo razón o no la tenía? ¡Oh!, ¡si se hiciera caso
de mí! ... ¿Aprenderás ahora? ¿Ves cómo te ha castigado
Dios?
-Mujer, déjame en paz - contestaba dolorido mi
amo.
-Y ahora nos hemos quedado sin escuadra, sin
marinos, y nos quedaremos hasta sin modo de andar
si seguimos unidos con los franceses... Quiera
Dios que estos señores no nos den un mal pago. El
que se ha lucido es el señor Villeneuve. Vamos, que
también Gravina, si se hubiera opuesto a la salida de
la escuadra, como opinaban Churruca y Alealá Galiano,
habría evitado este desastre que parte el corazón.
-Mujer..., ¿qué entiendes tú de eso? No me
mortifiques -dijo mi amo muy contrariado.
-¿Pues no he de entender? Más que tú. Sí, señor,
lo repito. Gravina será muy caballero y muy valiente;
pero lo que es ahora. . ., buena la ha hecho.
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Ha hecho lo que debía. ¿Te parece bien que hubiéramos
pasado por cobardes?
-Por cobardes no, pero sí por prudentes. Eso es.
Lo digo y lo repito. La escuadra, española no debía
salir de Cádiz, cediendo a las genialidades y el egoísmo
de Mr. Villeneuve. Aquí se ha contado que Gravina
opino como sus compañeros, que no debían
salir. Pero Vilieneuve, que estaba decidido a ello,
por hacer una hombrada que le reconciliase con su
amo, trató de herir el amor propio de los nuestros.
Parece que una de las razones que alegó Gravina fue
el mal tiempo, y mirando el barómetro de la cámara,
dijo: «¿No ven ustedes que el barómetro anuncia
mal tiempo? ¿No ven ustedes cómo baja?» Entonces
Villeneuve dijo secamente: <Lo que baja aquí es
el valor». Al oír este insulto, Gravina se levantó ciego
de ira y echó en cara al francés su cobarde comportamiento
en el cabo de Finisterre. Se cruzaron
palabritas un poco fuertes, y, por último, exclamó
nuestro almirante: «¡A la mar mañana mismo!» Pero
yo creo que Gravina no debía haber hecho caso de
las baladrónadas del francés, no, señor; que antes
que nada es la prudencia, y más conociendo, como
conocía, que la escuadra combinada no tenía condiciones
para luchar con la Inglaterra».
T R A F A L G A R
263
Esta opinión, que entonces me pareció un desacato
a la honra nacional, más tarde me pareció muy
bien fundada. Doña Francisca tenía razón. Gravina
no debió haber cedido a la exigencia de Villeneuve.
Y digo esto, menoscabando quizá la aureola que el
pueblo puso en las sienes del jefe de la escuadra española
en aquella memorable ocasión.
Sin negar el mérito de Gravina, yo creo hiperbólicas
las alabanzas de que fue objeto después del
combate y en los días de su muerte3. Todo indicaba
que Gravina era un cumplido caballero y un valiente
marino; pero quizá por demasiado cortesano carecía
de aquella resolución que da el constante hábito de
la guerra, y también de la superioridad que en carreras
tan difíciles como la de la Marina se alcanza sólo
en el cultivo asiduo de las ciencias que la constituyen.
Gravina era un buen jefe de división; pero nada
más. La previsión, la serenidad, la inquebrantable
firmeza, caracteres propios de las organizaciones
destinadas al mando de grandes ejércitos, no las
tuvieron sino don Cosme Damián Churruca - y don
Dionisio Alcalá Galiano.
3 Murió en marza de 1806, de resultas de sus heridas.
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264
Mi señor don Alonso contestó a las últimas palabras
de su mujer; y cuando ésta salió, observé que
el pobre anciano rezaba con tanta piedad como en
la cámara del Santa Ana la noche de nuestra separación.
Desde aquel día el señor de Cisniega no hizo
más que rezar, y rezando se pasó el resto de su vida,
hasta que se embarcó en la nave que no vuelve más.
Murió mucho después de que su hija se casara
con don Rafael Malespina, acontecimiento que hubo
de efectuarse dos meses después de la gran función
naval que los españoles llamaron la del 21 y los ingleses
Combate de Trafalgar, por haber ocurrido cerca
del cabo de este nombre. Mi amita se casó en Vejer
al amanecer de un día hermoso, aunque de invierno,
y al punto partieron para Medina-Sidonia, donde les
tenían preparada la casa. Yo fui testigo de su felicidad
durante los días que precedieron a la boda;
mas ella no advirtió la profunda tristeza que me
dominaba, ni advirtiéndola hubiera conocido la causa.
Cada vez se crecía ella más ante mis ojos, y cada
vez me encontraba yo más humillado ante la doble
superioridad de su hermosura y de su clase. Acostumbrándome
a la idea de que tan admirable conjunto
de gracias no podía ni debía ser para mí,
llegué a tranquilizarme, porque la resignación, reT
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265
nunciando a toda esperanza, es un consuelo parecido
a la muerte, y por eso es un gran consuelo.
Se casaran, y el mismo día en que partieron para
Medina-Sidónia doña Francisca me ordenó que fuera
yo también para ponerme al servicio de los desposados.
Fui por la noche, y durante mi viaje solitario
iba luchando con mis ideas y sensaciones, que
oscilaban entre aceptar un puesto en la casa de los
novios o rechazarlo para siempre. Llegué a la mañana
siguiente, me acerqué a la casa, entré en el jardín,
puse el pie en el primer escalón de la puerta y
allí me detuve, porque mis pensamientos absorbían
todo mi ser y necesitaba estar inmóvil para meditar
mejor. Creo que permanecí en aquella actitud más
de media hora.
Silencio profundo reinaba en la casa. Los dos
esposos, casados el día antes, dormían sin duda el
primer sueno de su tranquilo amor, no turbado aún
por ninguna pena. No pude menos de traer a la
memoria las escenas de aquellos lejanos días en que
ella y yo jugábamos juntos. Para mí era Rosita entonces
lo primero, al menos algo que se ama y que
se echa de menos durante ausencias de una hora. En
tan p oco tiempo, ¡cuánta mudanza!
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266
Todo lo que estaba viendo me parecía expresar
la felicidad de los esposos y como un insulto a mi
soledad. Aunque era invierno, se me figuraba que
los, árboles todos del jardín se cubrían de follaje, y
que el emparrado que daba sombra a la puerta se
llenaba inopinadamente de pámpanos para guarecerles
cuando salieran de paseo. El sol era muy
fuerte y el aire entibiaba, oreando aquel nido cuyas
primeras pajas había ayudado a reunir yo mismo
cuando fui mensajero de sus amores. Los rosales
ateridos se me representaban cubiertos de rosas, y
los naranjos de azahares y frutas que mil pájaros
venían a picotear, participando del festín de la boda.
Mis meditaciones y mis visiones no se interrumpieron
sino cuando el profundo silencio que reinaba en
la casa se interrumpió por el sonido de una fresca
voz, que retumbó en mi alma, haciéndome estremecer.
Aquella voz alegre me4produjo una sensación
indefinible, una sensación no sé si de miedo o de
vergüenza; lo que sí puedo asegurar es que una resolución
súbita me arrancó de la puerta, y salí del
jardín corriendo, como un ladrón teme ser descubierto.
Mi propósito era inquebrantable. Sin perder
tiempo salí de Medina-Sidonia, decidido a no servir
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267
ni en aquella casa ni en la de Vejer. Después de reflexionar
un poco, determiné ir a Cádiz para desde
allí trasladarme a Madrid. Así lo hice, venciendo los
halagos de doña Flora, que trató de atarme con una
cadena formada de las marchitas rosas de su amor; y
desde aquel día, ¡cuántas cosas me han pasado dignas
de ser referidas! Mi destino, que ya me había
llevado a Trafalgar, llevóme después a otros escenarios
gloriosos o menguados, pero todos dignos de
memoria. ¿Queréis saber mi vida entera? Pues
aguardad un poco, y os diré algo más en otro libro.
Madrid, enero-febrero de 1873.