venmarktec - La odisea (parte 2)

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LA ODISEA (PARTE 2)

HOMERO

 

 

 

 

CANTO XIII

LOS FEACIOS DESPIDEN A ODISEO.

LLEGADA A ITACA

Así habló, y todos enmudecieron en el silencio; estaban poseídos como por un hechizo

en el sombrío palacio. Entonces Alcínoo le contestó y dijo:

«Odiseo, ya que has llegado a mi palacio de piso de bronce, de elevado techo, creo que

no vas a volver a casa errabundo otra vez por mucho que hayas sufrido. En cuanto a

vosotros, cuantos acostumbráis a beber en mi palacio el rojo vino de los ancianos

escuchando al aedo, os voy a hacer este encargo: el forastero ya tiene, en un arca bien

pulimentada, oro bien trabajado y cuantos regalos le han traído los consejeros de los

feacios. Démosle también un gran trípode y una caldera cada hombre, que nosotros

después os recompensaremos recogiéndolo por el pueblo, pues es doloroso que uno haga

dones gratis.»

Así habló Alcínoo y les agradó su palabra. Y se marchó cada uno a su casa con ganas

de dormir.

Y cuando se mostró Eos, la que nace de la mañana, la de dedos de rosa, se apresuraron

hacia la nave llevando el bronce propio de los guerreros.

Y la sagrada fuerza de Alcínoo, marchando en persona, colocó todo bien bajo los

bancos de la nave, no fuera que causaran daño a alguno de los compañeros durante el

viaje cuando se apresuraran moviendo los remos.

Luego marcharon al palacio de Alcínoo y dispusieron el almuerzo. La sagrada fuerza de

Alcínoo sacrificó entre ellos un buey en honor de Cronida Zeus, el que oscurece las

nubes, el que gobierna a todos. Quemaron los muslos y se repartieron gustosos un

magnífico banquete; y entre ellos cantaba el divino aedo, Demódoco, venerado por su

pueblo. Pero Odiseo volvía una y otra vez su cabeza hacia el resplandeciente sol, deseando

que se pusiera, pues ya pensaba en el regreso. Como cuando un hombre desea

vivamente cenar cuando su pareja de bueyes ha estado todo el día arrastrando el bien

construido arado por el campo -la luz del sol se pone para él con agrado, ya que se va a

cenar, y sus rodillas le duelen al caminar-, así se puso el sol con agrado para Odiseo.

Y volvió a dirigirse a los feacios amantes del remo y, dirigiéndose sobre todo a

Alcínoo, dijo su palabra:

«Poderoso Alcínoo, el más ilustre de tu pueblo, haced una libación y devolvedme a

casa sin daño. Y a vosotros, ¡salud! Ya se me ha proporcionado lo que mi ánimo deseaba,

una escolta y amables regalos que ojalá los dioses, hijos de Urano, hagan prosperar. ¡Que

encuentre en casa, al volver, a mi irrepochable esposa junto con los míos sanos y salvos!

Vosotros quedaos aquí y seguid llenando de gozo a vuestras esposas legítimas y a

vuestros hijos; que los dioses os repartan bienes de todas clases y que ningún mal se

instale entre vosotros.»

Así habló y todos aprobaron sus palabras y aconsejaban dar escolta al forastero, porque

había hablado como le correspondía. Entonces Alcínoo se dirigió a un heraldo:

« Pontónoo, mezcla una crátera y reparte vino a todos en el palacio, para que demos

escolta al forastero hasta su tierra patria después de orar al padre Zeus.»

Así habló, y Pontónoo mezcló el vino que alegra el corazón y se lo repartió a todos, uno

tras otro. Y libaron desde sus mismos asientos en honor de los dioses felices, los que

poseen el ancho cielo.

El divino Odiseo se puso en pie, colocó una copa de doble asa en manos de Arete y le

dijo aladas palabras:

«Sé siempre feliz, reina hasta que te lleguen la vejez y la muerte que andan rondando a

los hombres. Yo vuelvo a casa, goza tú en este palacio entre tus hijos, tu pueblo y el rey

Alcínoo.»

Así hablando el divino Odiseo traspasó el umbral. Y la fuerza de Alcínoo le envió un

heraldo para que le condujera hasta la rápida nave y la ribera del mar. También le envió

Arete a sus esclavás, a una con un manto bien lavado y una túnica, a otra le dio un arca

adornada para que la llevara y otra portaba trigo y rojo vino.

Cuando arribaron a la nave y al mar, sus ilustres acompañantes colocaron todo en la

cóncava nave, la bebida y la comida toda, y para Odiseo extendieron una manta y una

sábana en la cubierta de proa, para que durmiera sin despertar. Subió él y se acostó en

silencio, y ellos se sentaron en los bancos, cada uno en su sitio, y soltaron el cable de una

piedra pérforada. Después se inclinaron y batían el mar con el remo.

A Odiseo se le vino un sueño profundo a los párpados, sueño sosegado, delicioso,

semejante en todo a la muerte. Y la nave... como los cuadrúpedos caballos se arrancan

todos a la vez en la llanura a los golpes del látigo y elevándose velozmente apresuran su

marcha, así se elevaba su proa y un gran oleaje de púrpura rompía en el resonante mar.

Corría ésta con firmeza, sin estorbos; ni un halcón la habría alcanzàdo, la más rápida de

las aves. Y en su carrera cortaba veloz las olas del mar portando a un hombre de

pensamientos semejantes a los de los dioses que había sufrido muchos dolores en su

ánimo al probar batallas y dolorosas olas, pero que ya dormía imperturbable, olvidado de

todas sus penas.

Y cuando despuntó el más brillante astro, el que avanza anunciando la luz de Eos que

nace de la mañana, la nave se acercó para fondear en la isla.

En el pueblo de Itaca hay un puerto, el de Forcis, el viejo del mar, y en él hay dos

salientes escarpados que se inclinan hacia el puerto y que dejan fuera el oleaje producido

por silbantes vientos; dentro, las naves de buenos bancos permanecen sin amarras cuando

llegan al término del fondeadero. Al extremo del puerto hay un olivo de anchas hojas y

cerca de éste una gruta sombría y amable consagrada a las ninfas que llaman Náyades.

Hay dentro cráteras y ánforas de piedra y también dentro fabrican las abejas sus panales.

Hay dentro grandes telares de piedra donde las ninfas tejen sus túnicas con púrpura

marina -¡una maravilla para velas!- y también dentro corren las aguas sin cesar. Tiene dos

puertas, la una del lado de Bóreas accesible a los hombres; la otra, del lado de Noto, es en

cambio sólo para dioses y no entran por ella los hombres, que es camino de inmortales.

Hacia allí remaron, pues ya lo conocían de antes, y la nave se apresuró a fondear en tierra

firme, como a media altura -¡tales eran las manos de los remeros que la impulsaban!

-Éstos descendieron de la nave de buenos bancos y levantando primero a Odiseo de la

cóncava nave, le colocaron sobre la arena, rendido por el sueño, junto con su manta y

resplandeciente sábana. También sacaron las riquezas que los ilustres feacios le habían

donado cuando volvía a casa por voluntad de la magnánima Atenea.

Conque colocaron todo junto, cerca del tronco de olivo, lejos del camino -no fuera que

algún caminante cayera sobre ello y lo robara antes de que Odiseo despertase-, y se

volvieron a casa.

Pero el que sacude la tierra no se había olvidado de las amenazas que había hecho al

divino Odiseo al principio y preguntó la decisión de Zeus:

«Padre Zeus, ya no tendré nunca honores entre los dioses inmortales si los mortales no

me honran, los feacios que, además, son de mi propia estirpe. Yo pensaba que Odiseo

regresaría a casa después de mucho sufrir -el regreso no se lo había quitado del todo

porque tú se lo prometiste desde el principio-, pero los feacios lo han traído durmiendo en

rápida nave sobre el ponto y lo han dejado en Itaca. Le han entregado además

innumerables regalos, bronce y oro en abundancia y ropa tejida, tantos como jamás

habría sacado de Troya si hubiera vuelto incólume con su parte sorteada del botín.»

Y le contestó y dijo el que reúne las nubes, Zeus:

«¡Ay, ay, poderoso dios que sacudes la tierra, qué cosas has dicho! Nunca lo

deshonrarán los dioses. Sería difícil despachar sin honores al más antiguo y excelente. Si

alguno de los hombres, cediendo a su violencia y poder, no lo honra, tienes y tendrás

siempre tu compensación. Obra como desees y sea agradable a tu ánimo.»

Y le contestó Poseidón, el que sacude la tierra:

«Enseguida actuaría, oh tú que oscureces las nubes, como dices, pero estoy siempre

acechando tu cólera y procurando evitarla. Con todo, quiero ahora destruir en el brumoso

ponto la hermosa nave de los feacios en su viaje de vuelta, para que se contengan y dejen

de escoltar a los hombres. Quiero también ocultar su ciudad toda bajo un monte» Y le

contestó y dijo el que reúne las nubes, Zeus:

«Amigo mío, creo que lo mejor será que, cuando todo el pueblo esté contemplando

desde la ciudad a la nave acercándose, coloques cerca de tierra un peñasco semejante a

una rápida nave, para que todos se asombren y puedas ocultar su ciudad bajo un gran

monte.»

Luego que oyó esto Poseidón, el que sacude la tierra, se puso en camino hacia Esqueria,

donde los feacios nacen, y allí se detuvo. Y la nave surcadora del ponto se acercó en su

veloz carrera. El que sacude la tierra se acercó, la convirtió en piedra y la estableció

firmemente, como si tuviera raíces, golpeándola con la palma de su mano. Y se alejó de

allí. Los feacios de largos remos se dirigían mutuamente aladas palabras, hombres

célebres por sus naves, y decía uno así mirando al que tenía al lado:

«Ay de mí, ¿quién ha encadenado en el ponto a la rápida nave en su regreso a casa? Ya

se la veía del todo.»

Así decía uno -pues no sabían cómo había sucedido. Entonces Alcínoo habló entre ellos

y dijo:

«¡Ay, ay, en verdad ya me ha alcanzado el antiguo presagio de mi padre, quien

aseguraba que Poseidón se irritaría con nosotros por ser prósperos acompañantes de todo

el mundo! Decía que algún día destruiría en el brumoso ponto una hermosa nave de los

feacios al volver de una expedición, y que ocultaría nuestra ciudad bajo un monte. Así

decía el anciano y todo se está cumpliendo ahora. Conque, vamos, obedeced todos lo que

yo os señale: dejad de acompañar a los mortales cuando alguien llegue a nuestra ciudad.

Sacrificaremos a Poseidón doce toros escogidos, por si se compadece y no nos oculta la

ciudad bajo un enorme monte.»

Así habló y ellos sintieron miedo y prepararon los toros. Así es que suplicaban al

soberano Poseidón los jefes y consejeros de los feacios, en pie, rodeando el altar.

En esto se despertó el divino Odiseo acostado en su tierra patria, pero no la reconoció

pues ya llevaba mucho tiempo ausente. La diosa Palas Atenea esparció en torno suyo una

nube, la hija de Zeus, para hacerlo irreconocible y contarle todo, no fuera que su esposa,

ciudadanos y amigos le reconocieran antes de que los pretendientes pagaran todos sus

excesos. Por esto, todo le parecía distinto al soberano, los largos caminos, los puertos de

cómodo anclaje, las elevadas rocas y los verdeantes árboles.

Así que se puso en pie de un salto y comenzó a mirar su tierra patria. Dio un grito

lastimero, golpeó sus muslos con las palmas de las manos y entre lamentos decía su

palabra:

«Ay de mí, ¿a qué tierra de mortales he llegado? ¿Son acaso soberbios, salvajes y

carentes de justicia, o amigos de los forasteros y con sentimientos de piedad hacia los

dioses?. ¿A dónde llevo tantas riquezas?, ¿por dónde voy a marchar? ¡Ojalá me hubiera

quedado junto a los féacios! También podría haberme llegado a otro rey de los muy

poderosos y quizá éste me habría recibido como amigo y escoltado de vuelta a casa,

porque ahora no sé dónde dejar esto ni voy a dejarlo aquí, no sea que se me convierta en

botín de otro. iAy!, ¡ay!, en verdad no eran del todo prudentes ni justos los jefes y

consejeros de los feacios, quienes me han traído a otra tierra. Decían que me iban a llevar

a Itaca, hermosa al atardecer, pero no lo han cumplido. Que Zeus los castigue, el dios de

los suplicantes, el que vigila a todos los hombres y castiga a quien yerra.

«Pero, ea, voy a contar mis riquezas y a contemplarlas, no sea que se marchen

llevándose algo en la cóncava nave.»

Así diciendo, se puso a contar los hermosos trípodes y calderos y el oro y la hermosa

ropa tejida. Pero no echó nada de menos. Y sentía dolor por su tierra patria caminando

por la ribera del resonante mar, en medio de lamentos.

Conque se le acercó Atenea, semejante en su aspecto a un hombre joven, un pastor de

rebaños delicado como suelen ser los hijos de los reyes, portando sobre sus hombros un

manto doble, bien trabajado. Bajo sus brillantes pies llevaba sandalias y en sus manos un

venablo.

Alegróse al verla Odiseo y fue a su encuentro; y hablándole dirigió aladas palabras:

«Amigo, puesto que eres el primero a quien encuentro en este país, ¡salud! No te me

acerques con aviesas intenciones, salva esto y sálvame a mí, pues te lo pido como a un

dios y me he acercado a tus rodillas. Dime esto en verdad para que yo lo sepa: ¿qué tierra

es ésta, qué pueblo, qué hombres viven aquí? ¿Es una isla hermosa al atardecer o la ribera

de un continente de fecunda tierra que se inclina hacia el mar?

Y la diosa de ojos brillantes, Atenea, se dirigió a él a su vez:

«Eres tonto, forastero, o vienes de lejos si me preguntas por esta tierra. No carece de

nombre, no. La conocen muy muchos, tanto los que habitan hacia la aurora y el sol como

los que se orientan hacia la brumosa oscuridad. Cierto que es escarpada y difícil para

cabalgar, pero tampoco es excesivamente pobre, aunque no extensa: en ella se produce

trigo sin medida y también vino. Siempre tiene lluvia y floreciente rocío; alimenta buenas

cabras y buenos toros; hay madera de todas clases y abrevaderos inagotables. Por eso,

forastero, el nombre de Itaca ha llegado incluso hasta Troya, que aseguran se encuentra

muy lejos de la tierra aquea.»

Así habló, y el sufridor, el divino Odiseo, sintió gozo y alegría por su tierra patria: así

se lo había dicho Palas Atenea, la hija de Zeus, el que lleva égida.

Y hablándole le dijo aladas palabras (aunque no la verdad) y, de nuevo, tomó la

palabra, controlando continuamente en el pecho su astuto pensamiento:

«He oído sobre Itaca incluso en la extensa Creta, lejos, más allá del Ponto. Y ahora he

llegado yo con estas riquezas. He dejado otro tanto a mis hijos y ando huyendo, pues he

matado a Ortíloco, hijo de Idomeneo, el que vencía en la extensa Creta a los hombres

comerciantes con sus rápidos pies. Quería éste privarme de todo mi botín conseguido en

Troya, por el que sufrí dolores probando guerras y dolorosas olas, porque no servía

complaciente a su padre en el pueblo de los troyanos, sino que mandaba yo sobre otros

compañeros. Y lo alcancé con mi lanza guarnecida de bronce cuando volvía del campo,

emboscándome cerca del camino con un amigo. La oscura noche cubría el cielo -nadie

nos vio-, y le arranqué la vida a escondidas. Así que, luego de matarlo con el agudo

bronce, me dirigí a una nave de ilustres fenicios y les supliqué, entregándoles abundante

botín, que me dejaran en Pilos o en la divina Elide, donde dominan los epeos, pero la

fuerza del viento los alejó de allí muy contra su voluntad, pues no querían engañarme.

«Así que hemos llegado por la noche después de andar a la deriva. Remamos con vigor

hasta el puerto y ninguno de nosotros se acordó de almorzar por más que lo ansiábamos.

Conque descendimos todos de la nave y nos acostamos. A mí se me vino un dulce sueño,

cansado como estaba, y ellos, sacando mis riquezas de la cóncava nave, las dejaron cerca

de donde yo yacía sobre la arena.

«Y embarcando se marcharon a la bien habitada Sidón. Así que yo me quedé atrás con

el corazón acongojado.»

Así dijo y sonrió la diosa de ojos brillantes, Atenea, y lo acarició con su mano. Tomó

entonces el aspecto de una mujer hermosa y grande, conocedora de labores brillantes, y le

habló y dijo aladas palabras:

«Astuto sería y trapacero el que te aventajara en toda clase de engaños, por más que

fuera un dios el que tuvieras delante. Desdichado, astuto, que no te hartas de mentir, ¿es

que ni siquiera en tu propia tierra vas a poner fin a los engaños y las palabras mentirosas

que te son tan queridas? Vamos, no hablemos ya más, pues los dos conocemos la astucia:

tú eres el mejor de los mortales todos en el consejo y con la palabra, y yo tengo fama

entre los dioses por mi previsión y mis astucias. Pero ¡aun así, no has reconocido a Palas

Atenea, la hija de Zeus, la que te asiste y protege en todos tus trabajos, la que te ha hecho

querido a todos los feacios! De nuevo he venido a ti para que juntos tramemos un plan

para ocultar cuantas riquezas te donaron los ilustres feacios al volver a casa por mi

decisión, y para decirte cuántas penas estás destinado a soportar en tu bien edificada

morada. Tú has de aguantar por fuerza y no decir a hombre ni mujer, a nadie, que has

llegado después de vagar; soporta en silencio numerosos dolores aguantando las

violencias de los hombres.»

Y contestándole dijo el muy astuto Odiseo:

«Es difícil, diosa, que un mortal te reconozca si contigo topa, por muy experimentado

que sea, pues tomas toda clase de apariencias. Ya sabía yo que siempre me has sido

amiga mientras los hijos de los aqueos combatíamos en Troya, pero desde que saqueamos

la elevada ciudad de Príamo y nos embarcamos -y un dios dispersó a los aqueos- no lo

había vuelto a ver, hija de Zeus. No te vi embarcar en mi nave para protegerme de

desgracia alguna, sino que he vagado siempre con el corazón acongojado hasta que los

dioses me han librado del mal, hasta que en el rico pueblo de los feacios me animaste con

tus palabras y me condujiste en persona hasta la ciudad. Ahora te pido abrazado a tus

rodillas (pues no creo que haya llegado a Itaca hermosa al atardecer sino que ando dando

vueltas por alguna otra tierra y creo que tú me has dicho esto para burlarte y

confundirme), dime si de verdad he llegado a mi patria.»

Y le contestó la diosa de ojos brillantes, Atenea:

«En tu pecho siempre hay la misma cordura. Por esto no puedo abandonarte en el dolor,

porque eres discreto, sagaz y sensato. Cualquier otro que llegara después de andar

errante, marcharía gustosamente a ver a sus hijos y esposa en el palacio; sólo tú no deseas

conocer ni enterarte hasta que hayas puesto a prueba a tu mujer, quien permanece

inconmovible en el palacio mientras las noches se le consumen entre dolores y los días

entre lágrimas. En verdad, yo jamás desconfié, pues sabía que volverías después de haber

perdido a todos sus compañeros, pero no quise enfrentarme con Poseidón, hermano de mi

padre, quien había puesto el rencor en su corazón irritado porque le habías cegado a su

hijo.

«Pero, vamos, te voy a mostrar el suelo de Itaca para que te convenzas. Este es el

puerto de Forcis, el viejo del mar, y éste el olivo de anchas hojas, al extremo del puerto.

Cerca de él, la gruta sombría, amable, consagrada a las ninfas que llaman Náyades. Es la

cueva amplia y sombría donde tú solías sacrificar a las Ninfas numerosas hecatombes

perfectas. Y éste es el monte Nérito, revestido de bosque.»

Así diciendo, la diosá dispersó la nube y apareció el país ante sus ojos. Alegróse

entonces el sufridor, el divino Odiseo, y se llenó de gozo por su patria y besó la tierra

donadora de grano. Luego suplicó a las Ninfas levantando sus manos:

«Ninfas Náyades, hijas de Zeus, nunca creí que volvería a veros. Alegraos con mi suave

súplica, volveré a haceros dones como antes si la hija de Zeus, la diosa Rapaz, me

permite benévola que viva y hace crecer a mi hijo.»

Y se dirigió a él la diosa de ojos brillantes, Atenea:

«Cobra ánimo, no te preocupes ahora de esto; coloquemos ahora mismo tus riquezas en

lo profundo de la divina gruta a fin de que se conserven intactas y pensemos para que

todo salga lo mejor posible.»

Así hablando, la diosa se introdujo en la sombría gruta buscando un escondrijo por ella,

mientras Odiseo la seguía de cerca llevando todo, el oro y el sólido bronce y los bien

fabricados vestidos que le habían donado los feacios. Conque colocó todo bien y arrimó

un peñasco a la entrada Palas Atenea, la hija de Zeus, el que lleva égida. Y sentándose los

dos junto al tronco del olivo sagrado, meditaban la muerte para los soberbios

pretendientes. La diosa de ojos brillantes, Palas Atenea, comenzó a hablar:

«Hijo de Laertes, de linaje divino, Odiseo, rico en ardides, piensa cómo vas a poner tus

manos sobre los desvergonzados pretendientes que llevan ya tres años mandando en tu

palacio, cortejando a tu divina esposa y haciéndole regalos de esponsales, aunque ella se

lamenta continuamente por tu regreso y da esperanzas a todos y hace promesas a cada

uno enviándoles recados, si bien su mente revuelve otros planes.»

Y le contestó y dijo el muy astuto Odiseo:

«¡Ay, ay! ¡Conque he estado a punto de perecer en mi palacio con la vergonzosa

muerte del Atrida Agamenón si tú, diosa, no me hubieras revelado todo, como es debido!

Vamos, trama un plan para que los haga pagar y asísteme tú misma poniendo dentro de

mí el mismo vigor y valentía que cuando destruimos las espesas almenas de Troya. Si tú

me socorrieras con el mismo interés, diosa de ojos brillantes, sería capaz de luchar junto a

ti contra trescientos hombres, diosa soberana, siempre que me socorrieras benevolente.»

Y la diosa de ojos brillantes, Palas Atenea, le contestó:

«En verdad, estaré a tu lado y no me pasarás desapercibido cuando tengamos que

arrostrar este peligro. Conque creo que mancharán con su sangre y sus sesos el

maravilloso pavimento los pretendientes que consumen tu hacienda.

«Vamos, te voy a hacer irreconocible para todos: arrugaré la hermosa piel de tus ígiles

miembros y haré desaparecer de tu cabeza los rubios cabellos; lo cubriré de harapos que

te harán odioso a la vista de cualquier hombre y llenaré de legañas tus antes hermosos

ojos, de forma que parezcas desastroso a los pretendientes, a tu esposa y a tu hijo, a

quienes dejaste en palacio.

«Llégate en primer lugar al porquero, el que vigila tus cerdos, quien se mantiene fiel y

sigue amando a tu hijo y a la prudente Penélope. Lo encontrarás sentado junto a los

cerdos; éstos están paciendo junto a la Roca del Cuervo, cerca de la fuente Aretusa,

comiendo innumerables bellotas y bebiendo agua negra, cosas que crían en los cerdos

abundante grasa. Detente allí, siéntate a su lado y pregúntale por todo, mientras yo voy a

Esparta de hermosas mujeres a buscar a tu hijo Telémaco, Odiseo, pues ha marchado a la

extensa Lacedemonia junto a Menelao para preguntar noticias sobre ti, por si aún vives.»

Y le contestó y dijo el muy astuto Odiseo:

«¿Por qué no se lo dijiste, si conoces todo en tu interior? ¿Acaso para que también él

sufriera penalidades vagando por el estéril ponto mientras los demás consumen mí

hacienda?»

Y le contestó la diosa de ojos brillantes, Palas Atenea:

«No te préocupes demasiado por él. Yo misma lo escolté para que cosechara fama de

valiente marchando allí. En verdad, no sufre penalidad alguna, está en el palacio del

Atrida y tiene de todo a su disposición. Cierto que unos jóvenes le acechan en negra nave

con intención de matarlo antes de que regrese a tu tierra, pero no creo que esto suceda

antes de que la tierra abrace a alguno de los pretendientes que consumen tu hacienda. »

Hablando así, lo tocó Atenea con su varita: arrugó la hermosa piel de sus ágiles

miembros e hizo desaparecer de su cabeza los rubios cabellos; colocó sobre sus

miembros la piel de un anciano y llenó de legañas sus antes hermosos ojos. Le cubrió de

andrajos miserables y una túnica desgarrada, sucia, ennegrecida por el humo, y le vistió

con una gran piel, ya sin pelo, de veloz ciervo; le dio un cayado y un feo zurrón rasgado

por muchos sitios y con la correa retorcida.

Así deliberaron y se separaron los dos; y ella marchó luego a la divina Lacedemonia en

busca del hijo de Odiseo.

CANTO XIV

ODISEO EN LA MAJADA DE EUMEO

Entonces él se puso en camino desde el puerto a través de un sendero escarpado en

lugar boscoso por las cumbres, hacia donde Atenea le había manifestado que encontraría

al divino porquero, el que cuidaba de su hacienda más que los demás siervos que el

divino Odiseo había adquirido. Y lo encontró sentado en el pórtico, donde tenía edificada

una elevada cuadra, hermosa y grande, aislada, en lugar abierto. El porquero mismo la

había edificado para los cerdos de su soberano ausente, lejos de su dueña y del anciano

Laertes, con piedras de cantera, y lo había coronado de espino; tendió fuera una

empalizada completa, espesa y cerrada, sacando estacas de lo negro de una encina.

Dentro de la cuadra había construido doce pocilgas, unas junto a otras, para encamar a

las cerdas, y en cada una se encerraban cincuenta cerdas, todas hembras que habían ya

parido. Los cerdos dormían fuera y eran muy inferiores en número, pues los habían

diezmado los divinos pretendientes con sus banquetes: el porquero les enviaba cada vez

el mejor de sus robustos cebones, trescientos sesenta en total.

También dormían a su lado cuatro perros, semejantes a fieras, que alimentaba el

porquero, caudillo de hombres.

Este andaba entonces sujetando a sus pies unas sandalias después de cortar una moteada

piel de buey. Los demás porqueros, tres en total, habían marchado cada uno por su lado

con los cerdos en manada; al cuarto lo había enviado Eumeo a la fuerza a la ciudad para

que llevara un cebón a los soberbios pretendientes a fin de que lo sacrificaran y saciaran

con la carne su apetito.

De pronto los perros de incesantes ladridos vieron a Odiseo y corrieron hacia él

ladrando. Entonces Odiseo se sentó astutamente y el cayado se le escapó de las manos.

Allí, sin duda, en su propia cuadra habría sufrido un dolor vergonzoso, pero el

porquero, siguiéndolos con veloces pies, se lanzó a través del portico -la piel cayó de sus

manos- y a grandes voces dispersó a los perros en varias direcciones con una espesa

pedrea. Y se dirigió al soberano:

«Anciano, por poco te han despedazado los perros en un instante y quizá me habrías

culpado a mí. También a mí me han dado los dioses dolores y lamentos, pues sentado

lloro a mi divino soberano y cebo cerdos para que se los coman otros. En cambio, él

andará errante por pueblos y ciudades extranjeras mendigando comida -si es que vive aún

y contempla la luz del sol.

«Pero sígueme, vayamos a mi cabaña, anciano, para que también tú sacies el apetito de

comer y beber y me digas de dónde eres y cuántas penas has tenido que sufrir.»

Así diciendo, lo condujo a su cabaña el divino porquero; le hizo entrar y sentarse,

extendió maleza espesa y encima tendió la piel de una hirsuta cabra salvaje, su propia

yacija, grande y peluda. Alegróse Odiseo porque lo había recibido así y le dijo su palabra

llamándolo por su nombre:

«Forastero, ¡que Zeus y los demás dioses inmortales te concedan lo que más vivamente

deseas, ya que me has acogido con bondad!»

Y tú le contestaste, porquero Eumeo, diciendo:

«Forastero, no es santo deshonrar a un extraño, ni aunque viniera uno más miserable

que tú, que de Zeus son los forasteros y mendigos todos. Nuestros dones son pequeños,

pero amistosos, pues la naturaleza de los siervos es tener siempre miedo cuando dominan

nuevos soberanos. En verdad, los dioses han impedido el regreso de quien me habría

estimado gentilmente y otorgado cuanto un dueño bondadoso suele conceder a su siervo

-una casa, un lote de tierra y una esposa solicitada-, cuando éste se esfuerza por él y un

dios hace prosperar sus labores, como está haciendo prosperar el trabajo en el que yo me

mantengo activo. Por esto me habría beneficiado mucho mi soberano si hubiera

envejecido aquí, pero ha muerto -¡así pereciera por completo la raza de Helena, pues

aflojó las rodillas de muchos hombres!-, pues también mi soberano marchó por causa del

honor de Agamenón a Ilión, de buenos potros, para combatir a los troyanos.»

Hablando así, sujetó enseguida su túnica con el ceñidor y se puso en camino de las

pocilgas donde tenía encerradas las manadas de cochinillos. Tomó dos de allí y los

sacrificó, quemó, troceó y atravesó con asadores. Y, después de asar todos, se los ofreció

a Odiseo calientes en sus mismos asadores -y extendió blanca harina. Después mezcló

vino agradable como la miel en su cuenco y se sentó enfrente, y animándole decía:

«Come ahora, forastero, lo que es dado comer a los siervos, cochinillo, que de los

cebones se encargan los pretendientes, sin miedo a la venganza divina ni compasión. No

aman los dioses felices las acciones impías, sino que honran la justicia y las obras

discretas de los hombres. Es cierto que son enemigos y hostiles quienes invaden una

tierra ajena, por más que Zeus les conceda el botín, pero cuando vuelven repletos a las

naves para regresar a su patria, incluso a éstos les sobreviene un pesado temor a la

venganza divina. Sin duda, los pretendientes deben conocer -porque quizá hayan oído la

palabra de algún dios- la triste muerte de Odiseo, pues no quieren cortejar con justicia ni

volver a sus posesiones, y con gusto devoran entre excesos la hacienda,

despreocupadamente. Todas las noches y días que nos manda Zeus sacrifïcan víctimas,

no sólo una ni sólo dos ovejas; y el vino... lo consumen a cántaros, sin mesura. Y es que

la fortuna de Odiseo era inmensa; ninguno de los héroes del oscuro continente ni de la

misma Itaca poseía tanta. Ni veinte hombres juntos tienen tanta abundancia. Te voy a

echar la cuenta: doce rebaños en el continente, otros tantos de ovejas, otros tantos de

cerdos y cabras apacientan para él pastores asalariados y sus propios pastores. Aquí se

alimentan en total once numerosos rebaños de cabras en el extremo de la isla, pues se las

vigilan hombres de bien. Todos los días, sin excepción, cada uno de éstos lleva a los

pretendientes un animal, la mejor de sus gordas cabras. Y yo vigilo y protejo estos cerdos

y les hago llegar el mejor de ellos, eligiéndolo bien. »

Así habló mientras Odiseo comía la carne y bebía el vino con voracidad, en silencio. Y

estaba sembrando la desgracia para los pretendientes.

Cuando acabó de almorzar y saciar su apetito con la comida, le entregó Eumeo un

cuenco repleto de vino en el que solía él beber. Aquél lo recibió y se alegró en su interior

y, hablando, le dijo aladas palabras:

«Amigo, ¿quién te compró con sus bienes, tan rico y poderoso como dices? Aseguras

que ha perecido por causa del honor de Agamenón; dime su nombre por si lo conozco

¡siendo como es! Seguro que Zeus y los demás dioses inmortales saben si te puedo hablar

de él porque lo haya visto, pues he vagado mucho.»

Y le contestó el porquero, caudillo de hombres:

«Anciano, ningún caminante que viniera con noticias de él lograría persuadir a su

esposa y querido hijo, que los vagabundos suelen mentir por mor del sustento y no gustan

de decir verdad. Todo caminante que llega al pueblo de Itaca se llega a mi dueña para

decirle mentiras. Claro que ella lo acoge con amor y le pregunta detalladamente, y las

lágrimas se deslizan de sus mejillas lamentándose por él, como es propio de mujer que ha

perdido a su marido en tierra extraña.

«Puede que tú también, anciano, inventes cualquier cuento con tal de que alguien te

regale una túnica y un manto. Pero seguro que los perros y las veloces aves están tratando

de arrancar la piel de sus huesos y su alma le ha abandonado, o puede que lo hayan

devorado los peces en el mar y sus huesos anden tirados por tierra, revueltos entre la

arena. Así es como ha muerto él, y a todos los suyos, y sobre todo a mí, sólo nos queda

tristeza para el futuro. Que no podré nunca encontrar a un soberano tan bueno adonde

quiera que vaya, ni aunque vuelva a casa de mi padre y mi madre, donde un día nací y

ellos me criaron. Y es que no es tan grande mi dolor por ellos -aunque mucho deseo

verlos en mi tierra patria- como es la añoranza que me ha invadido por Odiseo ausente.

No me atrevo, forastero, a nombrarlo incluso ausente -¡tanto me estimaba y se

preocupaba por mí!-, pero lo llamo amigo aunque se encuentre lejos.»

Y le contestó el sufridor, el divino Odiseo:

«Amigo, puesto que lo niegas por completo y crees que nunca volverá, tu corazón anda

ya sin esperanza. Pero yo lo voy a decir -y no a tontas, sino con jurameto- que Odiseo

viene de camino hacia acá. Este será el don por mi buena nueva cuando haya llegado él:

vestidme con un manto y una túnica hermosas; no antes, pues no te aceptaría por más

necesitado que estuviera. Que para mí es más odioso que las puertas de Hades el que por

ceder a su pobreza cuenta mentiras. Sea testigo Zeus antes que ningún otro dios y la mesa

de hospitalidad y el hogar del irreprochable Odiseo al que acabo de llegar. En verdad

todo esto se cumplirá tal como anuncio: dentro de este mismo año llegará Odiseo; cuando

acabe este mes y entre otro, volverá a casa y hará pagar a cuantos deshonran a su esposa a

ilustre hijo.»

Y contestando le dijiste, porquero Eumeo:

«Anciano, no te voy a conceder ese don por tu buena nueva ni va a regresar ya Odiseo a

casa, pero bebe gustoso y volvamos nuestros recuerdos a otro lado; no me traigas esto a

la memoria, que mi ánimo se llena de dolor cada vez que alguien me recuerda a mi fiel

soberano.

«Dejemos, pues, el juramento, aunque ¡ojalá vuelva Odiséo! como quiero yo y quieren

Penélope, el anciano Laertes y Telémaco, semejante a los dioses. También ahora me

lamento sin consuelo por el hijo que engendró Odiseo, por Telémaco. Cuando los dioses

lo criaron semejante a un retoño, ya decía yo que no sería en nada inferior, entre los

hombres, a su querido padre, admirable en cuerpo y aspecto; pero alguno de los

inmortales -o quizá de los hombres- debe haberle dañado la bien equilibrada mente, pues

ha marchado a la divina Pilos en busca de noticias de su padre, y los ilustres

pretendientes lo acechan al volver a casa para que desaparezca sin gloria de Itaca la

progenie del divino Arcisio. Pero dejemos a éste, ya sea sorprendido, ya escape porque el

Cronida tienda su mano sobre él.

«Vamos, cuéntame ahora, anciano, tus propias desgracias y dime con verdad para que

yo lo sepa: ¿quién y de dónde eres entre los hombres? Dónde se encuentran tu ciudad y

tus padres? ¿En qué barco has llegado? ¿Cómo te han traído hasta Itaca los marineros y

quiénes se preciaban de ser? Porque no creo que hayas llegado aquí a pie».

Y contestándole dijo el muy astuto Odiseo: .

«En verdad, te voy a contestar con exactitud. Ni aunque tuviéramos por mucho tiempo

comida y dulce bebida para celebrar un festín dentro de tu cabaña -mientras los demás

continúan su labor- podría yo fácilmente, ni siquiera en un año entero, acabar la narración

de cuantas penalidades ha soportado mi ánimo por voluntad de los dioses. Mi raza

procede de Creta -lo digo bien alto- y soy hijo de un hombre rico. Numerosos hijos

legítimos nacieron de su esposa en el palacio y fueron criados, pero a mí me parió una

madre comprada, una concubina, aunque mi padre, Cástor Hilacida, de cuya rata me

precio de ser, me estimaba igual que a sus legítimos. Como un dios era venerado éste en

el pueblo de Creta por su abundancia, riqueza y vigorosos hijos. Pero las Keres de la

muerte se lo llevaron a las moradas de Hades y sus magnánimos hijos sortearon la

hacienda y se la repartieron, entregándome a mí una nonada y una casa. Caséme con

mujer de casa rica por mis muchas virtudes, que no era yo inútil ni temeroso de luchar.

Pero ya se ha acabado todo, aunque viendo la caña seca te darás cuenta, pues un gran

infortunio me abruma.

«En verdad, Ares y Atenea me concedieron audacia y hombría. Cada vez que elegía

para el combate a hombres sobresalientes, sembrando desgracias para el enemigo, jamás

mi valeroso corazón puso los ojos en la muerte, sino que, saltando el primero, solía matar

con mi lanza a cuantos enemigos no se igualaran a mis pies. Así era yo en el combate.

«En cambio, no me agradaba la labor ni el cuidado de la hacienda que suele criar hijos

brillantes: siempre me gustaron las naves remeras, los combates, los bien torneados

venablos y las flechas, cosas funestas que suelen causar espanto en los demás. Sin

embargo, la divinidad puso en mi alma estos intereses, que cada hombre se complace en

un trabajo. Antes de que los hijos de los aqueos desembarcaran en Troya, ya me había

puesto nueve veces al frente de hombres y naves de veloces proas contra gentes de otras

tierras. Y conseguía mucho botín, del que elegía lo mejor, y también me tocaba mucho en

suerte. Así que rápidamente prosperó mi casa y me convertí en un hombre temido y

respetado en Creta.

«Pero cuando Zeus, que ve a lo ancho, dispuso la luctuosa expedición que iba a aflojar

las rodillas de muchos hombres, nos dieron órdenes a mí y al ilustre Idomeneo de

capitanear las naves que marchaban a Ilión. No había medio de negarse, nos lo impedían

las duras habladurías del pueblo. Allí combatimos nueve años los hijos de los aqueos,

pero al décimo destruimos la ciudad de Príamo y volvimos a casa en las naves; y un dios

dispersó a los aqueos. Entonces fue cuando el providence Zeus meditó desgracias contra

mí, miserable. Había permanecido sólo un mes complaciéndome con mis hijos y legítima

esposa, cuando mi ánimo me impulsó a hacer una expedición a Egipto después de equipar

bien mis naves en compañía de mis divinos compañeros.

«Equipé nueve naves y enseguida se congregó la dotación. Durante seis días comieron

en mi casa mis leales compañeros; les ofrecí numerosas víctimas para que las sacrificaran

en honor de los dioses y prepararan comida para sí. Conque el séptimo día zarpamos

tranquilamente de la extensa Creta impulsados por un Bóreas fresco, agradable, como si

navegáramos por una corriente. Ninguna nave se me dañó, nosotros estábamos sanos y

salvos, y a las naves las dirigían el viento y los pilotos.

«A los cinco días llegamos al Egipto de buena corriente y atraqué mis bien equilibradas

naves en este río. Entonces ordené a mis leales compañeros que se quedaran junto a ellas

para vigilarlas y envié espías a lugares de observación con orden de que regresaran, pero

éstos, cediendo a su ambición y dejándose arrastrar por sus impulsos, saquearon los

hermosos campos de los egipcios, se llevaron a las mujeres y niños y mataron a los

hombres. Pronto llegó el griterío a la ciudad, así que al escucharlo se presentaron al

despuntar la aurora. Llenóse la llanura toda de gentes de pie y a caballo y del estruendo

del bronce. Zeus, el que goza con el rayo, indujo a mis compañeros a huir cobardemente

y ninguno se atrevió a dar el pecho. Por todas partes nos rodeaba la destrucción; allí

mataron con agudo bronce a muchos de mis compañeros y a otros se los llevaron vivos

para forzarlos a trabajar sus campos.

«Entonces Zeus puso en mi mente el siguiente plan (¡ojalá hubiera muerto saliendo al

encuentro de mi destino allí en Egipto, pues todavía me tenía que tender sus brazos la

desgracia!): al punto quité de mi cabeza el bien trabajado yelmo y de mis hombros el

escudo y arrojé de mi brazo la lanza. Lleguéme frente al carro del rey y besé sus rodillas.

Él me protegió y se compadeció de mí y, sentándome en su carro, me condujo a su

palacio con lágrimas en mis ojos. Cierto que muchos trataron de acosarme con sus lamas

deseando matarme -pues estaban muy enfurecidos-, pero el rey me protegió por temor a

la cólera de Zeus Hospitalario, el que se irrita sobremanera por las obras malvadas.

«Allí mé quedé siete años y conseguí reunir mucha riqueza entre los egipcios pues

todos me regalaban. Pero cuando se acercó el octavo año cumpliendo su ciclo llegó un

hombre fenicio conocedor de mentiras, un laña que ya había causado perjuicios a muchos

hombres. Éste me convenció para marchar a Fenicia, donde tenía su casa y posesiones.

Allí permanecí durante un año completo junto a él, pero cuando pasaron meses y días en

el ciclo del año y pasaron las estaciones me envió a Libia en una nave surcadora del

ponto, tramando falacias para que llevara con él una mercancía, pero en realidad con intención

de venderme y cobrar inmensa fortuna. Le seguía en la nave a la fuerza pues ya

barruntaba yo algo. Ésta corría impulsada por un Bóreas fresco, agradable, a la altura del

centro de Creta. Y Zeus nos preparaba la perdición.

«Cuando por fin dejamos atrás Creta y no se veía tierra alguna, sino sólo cielo y mar, el

Cronida puso una oscura nube sobre la cóncava nave y bajo ella se oscureció el ponto. Y

Zeus comenzó a tronar al tiempo que lanzaba un rayo contra la nave. Y esta se revolvió

toda sacudida por el rayo de Zeus y se Ilenó de azufre. Todos cayeron fuera de la nave y,

semejantes a las cornejas marinas eran arrastrados por las olas en torno a la nave. Dios les

había arrebatado el regreso. En cuanto a mí..., afligido como estaba, el mismo Zeus puso

entre mis manos el mástil gigantesco de la nave de azuloscura proa para que escapara una

vez más de la perdición. Así que, trabado al mástil, me dejaba llevar de los funestos

vientos. Durante nueve días me dejé llevar y al décimo una gran ola rodante me acercó

-era noche cerrada- a la tierra de los tesprotos, donde me acogió sin pagar precio el héroe

Fidón, el rey de los tesprotos.

«Acercóseme su hijo cuando ya estaba yo agotado por la imtemperie y el cansancio y

me llevó a casa sosteniéndome en su brazo hasta que llegó al palacio de su padre, donde

me vistió de manto y túnica.

«Allí fue donde supe de Odiseo, pues el rey me dijo que estaba hospedándolo y

agasajándolo a punto de volver a su tierra patria. Además, me mostró cuantas riquezas

había conseguido Odiseo reunir -bronce y oro y bien trabajado hierro. En verdad, podrían

éstas alimentar a otro hombre hasta la décima generación: ¡tantos tesoros tenía

depositados en el palacio del rey! Me dijo que Odiseo había marchado a Dodona para

escuchar la voluntad de Zeus, el que habla desde la divina encina de elevada copa, para

enterarse si debía volver a las claras u ocultamente al próspero pueblo de Itaca, después

de tantos años de ausencia. Y juró ante mí, mientras hacía una libación en su palacio, que

ya tenía dispuesta una nave y compañeros que lo escoltarían hasta su tierra patria. Pero a

mí me despidió antes, pues resultó que una nave de tesprotos estaba a punto de zarpar

hacia Duliquia, rica en grano. Les ordenó que me enviaran gentilmente al rey Acasto,

pero les agradó más una malvada decisión sobre mi persona, para que aún estuviera más

cerca de la perdición. Así que cuando la nave surcadora del ponto se había alejado

bastante de tierra urdieron contra mí la esclavitud; me despojaron de túnica y manto y

echaron sobre mí miserables andrajos y una mala túnica rasgada, lo que estás viendo

ahora con tus ojos.

«Llegaron al atardecer a los campos de Itaca, hermosa al atardecer. Una vez allí, me

ataron fuertemente a la nave de buenos bancos con un bien torneado cable y

descendiendo precipitadamente a la ribera del mar se dispusieron a cenar. Pero los

mismos dioses, sin duda, aflojaron mis ligaduras fácilmente. Cubrí mi cabeza con los

andrajos y, deslizándome por el pulido timón hasta dar de pechos en el mar, comencé a

nadar con ambos brazos como si fueran remos, y pronto estuve fuera de su alcance. Salí

del agua por donde hay un bosque de verdeantes encinas y caí desplomado. Los tesprotos

me buscaron aquí y allá, dando grandes gritos, pero como no les interesara molestarse

más, embarcaron de nuevo en su cóncava nave. Conque han sido los dioses mismos los

que me han ocultado fácilmente y me han hecho llegar al establo de un hombre prudente,

pues mi destino es que viva aún.»

Y tú le contestaste, porquero Eumeo, diciendo:

«Ay, desdichado forastero, de verdad que has conmovido mi ánimo al contarme

detalladámente tus sufrimientos y vagabundeos, pero no creo que sean razonables tus

palabras y no vas a convencerme de cuanto has dicho sobre Odiseo. ¿Por qué tienes que

mentir en vano siendo como eres? Yo mismo reconozco el regreso de mi soberano; muy

odioso debió de hacerse a los ojos de todos los dioses cuando no lo dejaron morir entre

los troyanos ni en brazos de los suyos, una vez que hubo concluido la guerra. Entonces le

habría construido una tumba el ejército panaqueo y habría él cobrado gran fama para su

hijo, pero ahora se lo han llevado las Harpías sin gloria alguna. Así que yo ando solitario

entre mis cerdos y no me acerco a la ciudad, si no me ordena ir la prudente Penélope

cuando llega alguna noticia. Entonces todos se sientan a preguntar detalles, tanto los que

sienten dolor por la larga ausencia de su soberano como los que se alegran consumiendo

su hacienda sin pagar. Pero a mí no me agrada ir allá a preguntar desde que me engañó

con sus palabras un etolio que llegó a mi casa, vagabundo de muchas tierras, tras haber

dado muerte a un hombre. Yo le agasajé y él me aseguró que lo había visto en casa de

Idomeneo, en Creta, reparando las naves que le habían quebrado los vendavales. También

me aseguró que volvería para el verano o el otoño con muchas riquezas en compañía de

sus divinos compañeros.

«Conque no me halagues con mentiras ni trates de encantarme también tú, anciano

sufridor, una vez que la divinidad lo ha traído junto a mí. Si lo respeto y agasajo no es por

eso, sino por veneración a Zeus Hospitalario y por compasión hacia ti.»

Y le contestó y dijo el muy astuto Odiseo:

De verdad que tienes un ánimo desconfiado cuando no consigo persuadirte y no logro

convencerte ni siquiera con juramento.

«Pero, vamos, hagamos un pacto y que sean testigos los dioses que poseen el Olimpo:

si vuelve tu soberano a esta casa, vísteme con manto y túnica y envíame a Duliquio,

donde place a mi ánimo; pero si no vuelve tu soberano, como afirmo, ordena a las

esclavas que me despeñen desde una gran roca para que todo mendigo se guarde de

mentir.»

Y le contestó y dijo el divino porquero:

«Forastero, ¡había yo de tener a los ojos de los hombres buena fama y virtud ahora y

para siempre, si después de introducirte en mi cabaña y darte dones de hospitalidad te

matara y arrebatara la vida! ¡Con buenos sentimientos iba yo después a dirigir mis

plegarias a Zeus Cronida!

«Pero ya es hora de cenar; pronto tendré dentro a mis compañeros para preparar en la

cabaña sabrosa comida.»

Esto se decían uno a otro, cuando se acercaron cerdos y porqueros. Los encerraron para

que se acostaran por grupos y se levantó un inenarrable estruendo de cerdas

acomodándose en las pocilgas.

Después, el divino porquero daba estas órdenes a sus compañeros:

«Traed el mejor cerdo para que se lo sacrifique al forastero de lejanas tierras, que

también nosotros tendremos parte, los que ya llevamos tiempo soportando miserias por

culpa de los cerdos de blancos dientes, pues otros se comen nuestro esfuerzo sin

pagarlo.»

Así diciendo, partió leña con su implacable bronce y ellos metieron un cerdo bien gordo

de cinco años, poniéndole junto al hogar. Y el porquero no se olvidó de los inmortales,

pues estaba dotado de noble corazón. Así que arrojó al fuego, como primicias, unos pelos

de la cabeza del cerdo de blancos dientes y oró a todos los dioses para que volviera el

prudence Odiseo a casa.

Luego levantó el cerdo y lo golpeó con una rama de encina que había dejado al hacer

leña. Y el alma abandonó a éste. Así que lo degollaron, chamuscaron y trocearon, y el

porquero envolvió los trozos en gorda grasa, miembro por miembro, y arrojó algunos al

fuego rebozándolos en harina de cebada; después los partieron y atravesaron con pinchos,

los asaron con cuidado y sacaron y pusieron sobre la mesa de trinchar. Levantóse el

porquero para distribuirlos -pues su corazón conocía la equidad- y dividió todo en siete

partes: una la ofreció, al tiempo que oraba, a las Ninfas y a Hermes, el hijo de Maya, y las

demás las distribuyó a cada uno. Odiseo recibió contento con el alargado lomo del cerdo

de blancos dientes, pues éste fortaleció el ánimo del soberano, y dirigiéndose a Eumeo

dijo el prudence Odiseo:

«¡Ojalá, Eumeo, seas tan querido al padre Zeus como lo eres de mí, pues, siendo como

soy, me has distinguido con tus bienes.»

Y tú le contestaste, porquero Eumeo, diciendo:

«Come, desdichado forastero, y alégrate con todo lo que tienes a tu alcance, que dios te

dará unas cosas y otras las dejará pasar, según le cumpla a su ánimo, pues lo puede todo.»

Así diciendo, ofreció las primicias a los dioses que han nacido para siempre y, luego de

libar, puso rojo vino en manos de Odiseo, el destructor de ciudades, que se hallaba

sentado junto a su porción.

También les repartió pan Mesaulio, a quien había adquirido el porquero mismo, una vez

que se hubo ausentado su soberano y se quedó sólo, lejos de su dueña y del anciano

Laertes. Se lo había comprado a los tafios con su propio dinero.

Y ellos echaron mano de los alimentos que tenían delante y, cuando hubieron arrojado

de sí el deseo de comer y beber, les retiró Mesaulio el pan y se dispusieron a ir al lecho,

saciados de pan y carne.

Y llegó una noche desapacible, noche sin luna, que Zeus estuvo lloviendo toda ella,

pues soplaba un fuerte Céfiro que siempre trae lluvia. Entonces se dirigió Odiseo a ellos

para poner a prueba al porquero, por ver si se quitaba el manto y se lo entregaba o

incitaba a uno de sus compañeros, ya que tanto se preocupaba de él:

«Escuchadme ahora, Eumeo y todos vosotros, compañeros; os voy a decir mi palabra

con una súplica, pues me ha impulsado el perturbador vino, el que hace cantar y reír

suavemente incluso al más prudente, el que induce a danzar y hace soltar palabras que

estarían mejor no dichas. Pero ya que he empezado a hablar, no voy a ocultároslo. ¡Ojalá

fuera yo joven y mi vigor no estuviera trabado como cuando marchamos a poner una

emboscada junto a Troya! Iban como jefes Odiseo y el Atrida Menelao y junto a ellos

mandaba yo como tercero, pues ellos me lo ordenaron. Cuando ya habíamos llegado a la

empinada muralla de la ciudad nos apostamos entre espesos espinos, en un cañaveral bajo

nuestras armas y se nos vino una noche desapacible, glacial, pues caía el Bóreas. Así que

se nos vino de arriba una nieve helada, como escarcha, y el hielo se condensaba en

nuestros escudos. Todos tenían mantos y túnicas y dormían apaciblemente cubriendo sus

hombros con los escudos, pero yo había dejado al marchar mi manto a unos compañeros

por imprevisión, pues no creía que iría a tener frío en absoluto; así que había partido sólo

con mi escudo y una escarcela brillante. Cuando ya estaba terciada la noche y los astros

declinaban, me dirigí a Odiseo, que estaba a mi lado, tocándolo con mi codo -y él

enseguida prestó oidos "Laertiada de linaje divino, Odiseo rico en ardides, ya no me

contaré más entre los vivos pues me está doblegando el temporal, que no tengo manto.

Un dios me ha engañado para que viniera con una sola túnica y ahora ya no hay escape

posible."

«Así dije y él enseguida echó mano a esta treta -¡cómo era el hombre para decidir y

combatir!- y hablando en voz baja me dijo su palabra: "Calla, no te oiga alguno de los

aqueos." Así diciendo se apoyó sobre el codo y levantando la cabeza dijo su palabra:

"Escuchadme, los míos: acaba de venirme un sueño divino mientas dormía. Nos hemos

alejado demasiado de las naves, que vaya alguien a decir al Atrida Agamenón, pastor de

su pueblo, si ordena que vengan más hombres desde las naves." Así dijo y enseguida se

levantó Toante, hijo de Andremón, y dejando su rojo manto echó a correr hacia las naves.

Así que yo me acosté con alegría envuelto en su manto y se mostró Eos de trono de oro.

¡Ojalá fuera yo joven y mi vigor no estuviera trabado, pues quizá alguno de los porqueros

me daría un manto en esta cuadra tanto por amor como por respeto a un hombre

valeroso!, que ahora me desprecian por tener mala ropa sobre mi cuerpo.»

Y tú le contestaste, porquero Eumeo, diciendo:

«Anciano es una irreprochable historia la que has contado y no creo que hayas dicho

palabra inútil, fuera de lugar. Por eso no vas a carecer de vestido ni de cosa alguna de la

que está bien que tengan los desdichados suplicantes que nos salen al encuentro; pero

cuando amanezca sacudirás tus andrajos, pues no hay aquí muchos mantos ni túnicas de

recambio para cubrirse, que cada hombre tiene sólo uno. Mas cuando venga el querido

hijo de Odiseo, él te dará un manto y una túnica y te enviará a donde tu corazón lo

empuje.»

Así diciendo, se levantó y le tendió un camastro cerca del fuego y le puso encima pieles

de ovejas y cabras.

Echóse allí Odiseo y sobre él arrojó Eumeo un manto grueso y grande que tenía de

repuesto para cuando se levantara terrible temporal.

Así que allí se acostó Odiseo, y los jóvenes a su lado. Pero al porquero no le gustaba

dormir lejos de la piara, por lo que se aprestó a salir -y Odiseo se alegró por lo mucho que

se cuidaba de su hacienda, aunque él estaba lejos. Primero se echó a los fuertes hombros

la aguda espada y luego se vistió un grueso manto que le protegiera del viento; tomó la

piel de un cabrón bien gordo y un agudo venablo que le protegiera de perros y hombres; y

se puso en camino, deseando dormir, hacia el lugar donde dormían los machos, bajo una

cóncava roca, al abrigo del Bóreas.

CANTO XV

TELÉMACO REGRESA A ITACA

Entre tanto había marchado Palas Atenea hacia la extensa Lacedemonia para sugerir el

regreso al ilustre hijo del magnánimo Odiseo y ordenarle que regresara.

Y encontró a Telémaco y al brillante hijo de Néstor durmiendo en el pórtico del

glorioso Menelao, aunque en verdad sólo al hijo de Néstor dominaba el dulce sueño, que

a Telémaco no lo sujetaba el blando sueño y en la noche inmortal agitaba en su interior la

angustia por su padre. Se acercó Atenea, la de ojos brillantes y le dijo:

«Telémaco, no está bien vagar más tiempo lejos de casa dejando allí tus bienes y a

hombres tan soberbios. ¡Cuidado, no vayan a repartirse y devorarlo todo mientras tú

haces un viaje baldío! Vamos, apremia a Menelao, de recia voz guerrera, para que te

despida, a fin de que encuentres a tu ilustre madre todavía en casa, que ya su padre y

hermanos andan empujándola a que se case con Eurímaco, pues éste aventaja a todos los

pretendientes en regalarla y en aumentar su dote. Guárdate de que no se lleve de casa,

contra tu voluntad, algún bien. Pues ya sabes cómo es el alma de una mujer: está

dispuesta a acrecentar la casa de quien la despose olvidando y despreocupándose de sus

primeros hijos y de su esposo, una vez que ha muerto.

«Conque ponte en camino y deja todo en manos de la esclava que te parezca la mejor,

hasta que los dioses te den una esposa ilustre.

«Te voy a decir algo más, ponlo en tu interior: los más nobles de los pretendientes te

han puesto emboscada en el paso entre Itaca y la escarpada Same, deliberadamente, pues

desean matarte antes de que llegues a tu tierra patria. Pero no creo que esto suceda antes

de que la tierra abrace a alguno de los pretendientes que se comen tu hacienda. Así que

aleja de las islas tu bien construida nave y navega por la noche, pues te enviará viento

favorable aquel de los inmortales que te custodia y protege. Tan pronto como hayas

llegado a la ribera de Itaca, envía la nave y a tus compañeros a la ciudad y tú marcha primero

junto al porquero, el que vigila los cerdos y te es fiel. Pasa allí la noche y envíale a

la ciudad para que anuncie a la prudente Penélope que estás a salvo y has llegado de

Pilos.»

Hablando asi marchó hacia el lejano Olimpo. Despertó Telémaco al hijo de Néstor de

su dulce sueño empujándole con el pie y le dijo su palabra:

«Despierta, Pisístrato, hijo de Néstor, unce al carro los caballos de una sola pezuña a fin

de apresurar nuestro viaje.»

Y le contestó Pisfstrato, el hijo de Néstor:

«Telémaco, no es posible conducir en la oscura noche, aunque estemos ansiosos de

ponernos en camino. Pronto despuntará la aurora. Esperemos a que el héroe Atrida

Menelao, ilustre por su lanza, nos traiga sus dones, los ponga en el carro y nos despida

con palabras amables; que un huésped se acuerda cada día del hombre que te ha acogido

si éste le ha ofrecido su amistad.»

Así habló y al punto apareció Eos de trono de oro.

Y se les acercó Menelao, de recia voz guerrera, levantándose del lecho de junto a

Helena de lindas trenzas.

Cuando lo vio el hijo de Odiseo vistió apresuradamente sobre su cuerpo la brillante

túnica, echó sobre sus resplandecientes hombros un gran manto y se dirigió a la puerta. Y

colocándose a su lado le dijo el querido hijo de Odiseo:

«Atrida Menelao, vástago de Zeus, pastor de tu pueblo, despídeme ya a mi querida

patria, pues mi ánimo desea regresar.»

Y le contestó Menelao, de recia voz guerrera:

«Telémaco, no te detendré más tiempo si deseas volver, que también a mí me irrita

quien recibe a ún huésped y te ama en exceso o en exceso te aborrece. Todo es mejor si

es moderado. La misma bajeza comete quien anima a su huésped a que se vaya, cuando

éste no quiere hacerlo, que quien se lo impide cuando lo desea. Hay que agasajar al

huésped cuando está en tu casa, pero también despedirlo si lo desea. Mas espera a que

traiga mis hermosos dones y los ponga en el carro, dones hermosos -lo verás con tus

propios ojos-, y a que diga a las mujeres que preparen en palacio un almuerzo de cuanto

aquí abunda. Que es honor y gloria, al tiempo que provecho, el que os marchéis por la

tierra inmensa después de almorzar. Si deseas volver por la Hélade y el centro de Argos,

para que yo mismo te acompañe, unciré mis caballos y te conduciré por las ciudades de

los hombres. Nadie nos despedirá con las manos vacías, sino que nos darán algo para

llevarnos -un trípode de buen bronce, un jarrón o dos mulos o una copa de oro.»

Y Telémaco le contestó con sensatez:

«Atrida Menelao, vástago de Zeus, caudillo de tu pueblo, quiero volver ya a mis cosas,

pues no he dejado al venir ningún vigilante de mis posesiones; no quiero que por buscar a

mi padre vaya a perderme yo, o que me desaparezca del palacio algún tesoro de valor.»

Luego que le oyó Menelao, de recia voz guerrera, ordenó a su esposa y esclavas que

preparasen en palacio un almuerzo de cuanto allí abundaba. Acercósele después Eteoneo,

hijo de Boeto, tras levantarse de la cama -pues no habitaba lejos-, y le ordenó Menelao,

de recia voz guerrera, que encendiera fuego y asara carne. Y aquél no desobedeció.

Menelao ascendió a su perfumado dormitorio, pero no sólo, que junto a él marchaban

Helena y Megapentes. Cuando habían llegado adonde tenía sus tesoros el Atrida

Menelao, tomó una copa de doble asa y ordenó a su hijo Megapentes que llevara una

crátera de plata. Helena habíase detenido junto a sus areas donde tenía peplos

multicolores que ella misma había bordado. Tomó uno de éstos y se lo llevó Helena,

divina entre las mujeres, el más hermoso por sus adornos y el más grande -brillaba como

una estrella y estaba encima de los demás.

Conque atravesaron el palacio hasta que llegaron junto a Telémaco. Y le dijo el rubio

Menelao:

«Telémaco, ¡ojalá Zeus, el tronador esposo de Hera, lo lleve a término el regreso tal

como tú tu pretendes! En cuanto a los dones..., te voy a entregar el más hermoso y

estimable de cuantos tesoros tengo en casa. Te voy a dar una crátera trabajada, toda ella

de plata, con los bordes fundidos con oro, obra de Hefesto -me la dió el héroe Fédimo,

rey de los sidonios, cuando su palacio me cobijó al regresar yo allí. Esto quiero regalarte

a ti.»

Hablando así, puso en sus manos la copa de doble asa el héroe Atrida; luego el vigoroso

Megapentes le acercó una crátera de plata. También se le acercó Helena, de lindas

mejillas, con el peplo en sus manos, le dijo su palabra y le llamó por su nombre:

«También yo, hijo mío, te entrego este regalo, recuerdo de las manos de Helena, para

que se lo lleves a tu esposa en el momento de la deseada boda, y que permanezca junto a

tu madre en palacio hasta entonces. Que llegues feliz a tu bien edificada morada y a tu

tierra patria.»

Así diciendo lo puso en sus manos y él lo recibió gozoso. Lo tomó después el héroe

Pisístrato y lo puso en la caja del carro, no sin admirarlo con toda su alma.

Después el rubio Menelao los condujo hasta el salón y ambos se sentaron en sillas y

sillones. Y una esclava derramó sobre fuente de plata el aguamanos que llevaba en

hermosa jarra de oro para que se lavaran y a su lado extendió una mesa pulimentada. Y la

venerable ama de llaves puso comida sobre ella y añadió abundantes piezas escogidas

favoreciéndoles entre los que estaban presentes. El hijo de Boeto repartía la carne y

distribuía las porciones, y el hijo del ilustre Menelao escanciaba el vino. Echaron ellos

mano de los alimentos que tenían delante y, cuando habían arrojado de sí el deseo de

comer y beber, Telémaco y el brillante hijo de Néstor uncieron los caballos, subieron al

carro de variados colores y lo condujeron fuera del portico y de la resonante galería. Y el

rubio Menelao salió tras ellos llevando en su mano derecha rojo vino en copa de oro, para

que marcharan después de hacer libación.

Se colocó delante de los caballos y dijo como despedida:

«¡Salud, muchachos!, y transmitid mis saludos a Néstor, pastor de su pueblo, pues fue

conmigo tierno como un padre mientras los hijos de los aqueos combatíamos en Troya.»

Y Telémaco le contestó discretamente:

«Vástago de Zeus, de verdad que al llegar comunicaremos a aquél todo, según nos lo

has dicho. ¡Ojalá al volver yo a Itaca encontrara a Odiseo en casa y pudiera decirle que

vengo de junto a ti y he ganado toda tu amistad!, pues llevo regalos hermosos y buenos.»

Mientras así hablaba le voló un pájaro por la derecha, un halcón que llevaba entre sus

garras a un enorme ganso blanco, doméstico, de algún corral -pues le seguían gritando

hombres y mujeres-; y el halcón se acercó a aquéllos y se lanzó por la derecha, frente a

los caballos. A1 verlo se llenaron de contento y alegróseles a todos el ánimo.

Y entre ellos comenzó a hablar Pisfstrato, el hijo de Néstor:

«Piensa, Menelao, vástago de Zeus, caudillo de tu pueblo, si es para nosotros o para ti

para quien ha mostrado el dios este presagio.»

Así dijo, y Menelao, amado de Ares, se puso a cavilar para poder contestarle

oportunamente después de pensarlo.

Pero Helena, de largo peplo, tomándole delantera dijo su palabra:

«Escuchadme, voy a hacer una predicción tal como los inmortales me lo están poniendo

en el pecho y como creo que se va a cumplir. Del mismo modo que este halcón ha venido

del monte y arrebatado al ganso mientras se alimentaba en la casa donde está su progenie

y sus padres, así Odiseo, después de mucho sufrir y mucho vagar, llegará a casa y los

hará pagar, o quizá ya está en casa sembrando la muerte para todos los pretendientes.»

Y Telémaco le contestó discretamente:

«¡Ojalá lo disponga así Zeus, el tronante esposo de Hera! En este cáso te invocaría

también allí como a una diosa.»

Así dijo y sacudió con el látigo a los caballos. Y éstos se lanzaron velozmente hacia la

llanura precipitándose por la ciudad.

Y arrastraron el yugo por ambos lados durance todo el día. Se puso el sol y todos los

caminos se llenaron de sombra cuando llegaron a Feras, a casa de Diocles, hijo de

Ortíloco, a quien Alfeo engendró. Allí pasaron la noche y éste les entregó dones de

hospitalidad.

Cuando se mostró Eos, la que nace de la mañana, la de dedos de rosa, uncieron sus

caballos y ascendieron al carro de variados colores y lo condujeron fuera del pórtico y de

la resonante galería. Restalló el látigo para que partieran y los caballos se lanzaron muy a

gusto. Por fin llegaron a la elevada ciudad de Pilos y Telémaco se dirigió al hijo de

Néstor:

«Hijo de Néstor, ¿podrías cumplir mi palabra si me haces una promesa?, ya que nos

preciamos de tener viejos lazos de hospitalidad por el amor de nuestros padres, además

de ser de la misma edad, y este viaje nos habrá de unir más. No me lleves más allá de la

nave, déjame aquí mismo, no sea que el anciano me retenga contra mi voluntad en su

palacio por mor de agasajarme. Y tengo que llegar pronto.»

Así habló y el hijo de Néstor deliberó en su interior cómo cumpliría su palabra, como le

correspondía. Mientras así pensaba, parecióle mejor volver sus caballos hacia la rápida

nave y la ribera del mar. Así que puso en la popa los hermosísimos dones, vestidos y oro,

que Menelao le había dado y apremiándole decía aladas palabras:

«Embarca enseguida y ordénaselo a tus compañeros antes que llegue yo a casa y se lo

anuncie al anciano; tal como tiene de irritable el ánimo no lo dejará ir, antes bien vendrá

él en persona a buscarte y te aseguro que no volvería de baldío, y se irritaría

sobremanera.»

Así hablando torció sus caballos de hermosas crines hacia la ciudad de los Pilios y

arribó enseguida a casa.

Entretanto, Telémaco apremiaba a sus compañeros con estas órdenes:

«Poned en orden los aparejos, compañeros, en la negra nave, y embarquemos para

acelerar el viaje.»

Así habló y ellos lo escucharon y obedecieron. Conque embarcaron y se sentaron sobre

los bancos.

Ocupábase él en esto, así como en orar y hacer sacrificio a Atenea junto a la proa,

cuando se le acercó un forastero, uno que había huido de Argos por haber dado muerte a

alguien, un adivino. Por linaje era descendiente de Melampo, quien en otro tiempo vivió

en Pilos, criadora de ganados, habitando con extrema prosperidad un palacio entre los

pilios. Luego marchó a otras tierras huyendo de su patria y del magnánimo Neleo, el más

noble de los vivientes, quien le retuvo por la fuerza muchos bienes durante un año

completo. Todo este tiempo estuvo en el palacio de Fílaco encadenado con dolorosas

ligaduras, padeciendo grandes sufrimientos por causa de la hija de Neleo y la pesada

ceguera que puso en su mente Erinis, la diosa horrenda.

Pero consiguió escapar de la muerte y terminó llevándose a Pilos, desde Filace, sus

mugidores bueyes. Así que castigó al divino Neleo por su acción indigna y llevó a casa

mujer para su hermano. Y marchó luego a otras tierras, a Argos, criadora de caballos,

pues su destino era que habitara allí reinando sobre numerosos argivos. Allí tomó mujer y

construyó un palacio de elevado techo. Y engendró a Antifates y Mantio, robustos hijos.

Antifates engendró al magnánimo Oicleo, y Oicleo a su vez a Anfiarao, salvador de su

pueblo, a quien amó de corazón Zeus, portador de égida y Apolo dispensó numerosas

pruebas de amistad. Pero no llegó al umbral de la vejez, sino que pereció en Tebas por la

traición de una mujer. Y sus hijos fueron Alcmeón y Anfíloco. Mantio, por su parte,

engendró a Polífides y a Clito. Pero, ¡ay!, que a Clito se lo llevó Eos, de hermoso trono,

por ser tan bello, así que Apolo hizo adivino al magnánimo Polífides, el mejor de los

hombres, una vez que hubo muerto Anfiarao. Pero, irritado con su padre, emigró a

Hiperesia y, poniendo allí su morada, profetizaba para todos los hombres.

De éste era hijo el que se acercó entonces a Telémaco y su nombre era Teoclímeno. Lo

encontró haciendo libación y súplicas sobre la rápida, negra nave, y le dirigió aladas

palabras:

«Amigo, ya que te encuentro sacrificando en este lugar, te ruego por las ofrendas y el

dios, e incluso por tu propia cabeza y la de los compañeros que te siguen, me digas la

verdad y nada ocultes a mis preguntas: ¿de dónde eres? ¿Dónde se encuentran tu ciudad y

tus padres?»

Y Telémaco le contestó discretamente:

«En verdad, forastero, te voy a hablar sinceramente. De origen soy itacense y mi padre

es Odiseo -si es que alguna vez ha existido; ahora, desde luego, ha perecido con triste

muerte. Por esto he tomado compañeros y una negra nave para preguntar por mi padre,

largo tiempo ausente.»

Y Teoclímeno, semejante a los dioses, le dijo a su vez:

«Así estoy también yo, huido de mi patria por matar a un hombre de mi propia tribu.

Muchos son mis hermanos y parientes en Argos, criadora de caballos, y mucho es su

poder sobre los aqueos. Por evitar la muerte y la negra Ker ando huyendo de éstos, que

mi destino es vagar entre los hombres. Conque admíteme en tu nave, ya que he llegado a

ti como suplicante; cuidado no me maten, pues creo que me andan persiguiendo.»

Y Telémaco a su vez le contestó discretamente:

«No, no te rechazaré de mi equilibrada nave si tanto lo deseas. Conque sígueme, te

agasajaremos con lo que tengamos.»

Así hablando, tomó de sus manos la lanza de bronce y la tendió sobre la cubierta de la

curvada nave, y también él ascendió a la nave surcadora del ponto. Luego que se hubo

sentado en la proa, puso a Teoclímeno a su lado y soltaron amarras. Telémaco ordenó a

sus compañeros que se aplicaran a los aparejos y éstos le obedecieron con prontitud. Así

que levantaron el mástil de abeto y lo encajaron en el hueco travesaño, lo amarraron con

cables y extendieron las blancas velas con correas bien trenzadas de piel de buey. Y la de

ojos brillantes, Atenea, les envió un viento favorable, que se abalanzó impetuoso por el

éter, para que la nave recorriera rápidamente en su carrera la salada agua del mar.

Pasaron bordeando Crunos y el río Calcis, de hermosa corriente. Se puso el sol y todos

los caminos se llenaron de sombra, y la nave dio proa a Feas impulsada por el viento

favorable de Zeus y pasó junto a la divina Elide, donde dominan los epeos. Desde allí

enfiló Telémaco hacia las Islas Puntiagudas cavilando si conseguiría escapar o sería

sorprendido.

Entre tanto, Odiseo y el divino porquero se daban a comer en la cabaña y junto a ellos

comían otros hombres. Cuando habían echado de sí el deseo de comer y beber, se dirigió

a ellos Odiseo tratando de probar si el porquero aún le seguiría agasajando gentilmente y

le ordenaba quedarse en la majada o si le despachaba a la ciudad:

«Escúchame, Eumeo, y también vosotros, todos sus compañeros. Al amanecer deseo

ponerme en camino hasta la ciudad para mendigar. No quiero ser ya un peso para ti y los

compañeros. Pero dame indicaciones y un buen compañero que me guíe, que me lleve

hasta allí. En la ciudad vagaré por mi cuenta, por si alguien me larga un vaso de vino y un

mendrugo. También me presentaré en el palacio del divino Odiseo para dar noticias a la

prudente Penélope y quizás me acerque a los soberbios pretendientes por si me dan de

comer, que tienen alimentos en abundancia. Con diligencia haría yo cuanto quisieran,

porque te voy a decir una cosa -y tú ponla en tu mente y escúchame-: por la gracia de

Hermes, el mensajero, el que da gracia y honor a las obras de los hombres, ningún

hombre podría competir conmigo en habilidad para remejer el fuego y quemar leña seca,

para trinchar, asar y escanciar; en fin, para cuanto los plebeyos sirven a los nobles.»

Y tú, porquero Eumeo, le dijiste irritado:

«Ay, forastero, ¿por qué te ha venido a la mente ese proyecto? Lo que tú deseas en

verdad es morir allí si pretendes mezclarte con el grupo de los pretendientes, cuya

soberbia y violencia han llegado al férreo cielo. No son como tú los que sirven a aquéllos;

son jóvenes bien vestidos de manto y túnica, siempre brillantes de cabeza y rostro

quienes les sirven. Y las bien pulimentadas mesas están repletas de pan y carne y de vino.

Conque quédate aquí. Nadie te va a molestar mientras estés conmigo, ni yo ni los

compañeros que tengo. Y cuando llegue el querido hijo de Odiseo te vestirá de manto y

túnica y te despedirá a donde tu corazón te empuje.»

Y le contestó a continuación el sufridor, el divino Odiseo:

«¡Ojalá, Eumeo, llegues a ser tan amado del padre Zeus como tu eres de mí por

librarme del vagabundeo y de la miseria! Que no hay nada peor para el hombre que ser

vagabundo; por culpa del maldito estómago sufren pesares los hombres a quienes les

llega el vagar, la desgracia y el dolor. Pero ya que me retienes y aconsejas que aguarde a

aquél, háblame de la madre del divino Odiseo y de su padre, a quien aquél abandonó

cuando se acercaba al umbral de la vejez; dime si viven aún bajo los rayos del sol o ya

han muerto y están en la morada de Hades.»

Y le contestó el porquero, caudillo de hombres:

«En verdad, huésped, te voy a hablar con toda sinceridad. Laertes vive todavía, aunque

todos los días le pide a Zeus morir en su palacio, pues se lamenta terriblemente por su

ausente hijo y por su prudente esposa que le dejó afligido al morir y le puso en la más

cruel vejez. Ella murió de dolor por su ilustre hijo, de muerte cruel -¡que nadie muera así

de quienes viviendo aquí conmigo me son amigos y obran como amigos! Mientras ella

vivió, aunque entre dolores, me agradaba hablarle y preguntarle, ya que ella me había

criado junto con Ctimena de luengo peplo, ilustre hija suya, a quien parió la última de sus

hijos. Junto con ésta me crié y poco menos que a ésta me quería su madre. Pero cuando

llegamos ambos a la amable juventud, entregaron a Ctimena como esposa a alguien de

Same, recibiendo una buena dote, y a mí me vistió de hermosos túnica y manto y,

dándome calzado para mis pies, me envió al campo. Y me amaba de corazón. Ahora echo

en falta todo aquello, pero con todo, los dioses felices están haciendo prosperar la labor

de la que me ocupo. De aquí como y bebo a incluso doy a los necesitados, pero no me es

dado oír las palabras ni las obras de mi dueña desde que ha caído sobre el palacio esa

peste de hombres soberbios. Y eso que los siervos necesitamos mucho hablar con la

dueña y conocer todas las órdenes y comer y beber e, incluso, llevarnos algo al campo;

cosas, en fin, que alegran siempre el corazón de los siervos.»

Y contestándole dijo el muy astuto Odiseo:

«¡Ay, ay!, así que ya de pequeño, porquero Eumeo, anduviste errante lejos de tu patria

y de tus padres. Vamos, dime –y cuéntame con verdad- si fue devastada la ciudad de

amplias calles en que habitaban tu padre y tu venerable madre, o si te capturaron hombres

enemigos cuando te hallabas solo junto a tus ovejas o bueyes y te trajeron en sus naves a

venderte en casa de este hombre, quien seguro que entregó un precio digno de ti.»

Y a su vez le contestó el porquero, caudillo de hombres:

«Forastero, ya que me preguntas esto e inquieres, escucha en silencio, goza y recuéstate

a beber vino. Interminables son estas noches: hay para dormir y para escuchar

complacido. No tienes por qué acostarte antes de tiempo, que el mucho dormir es dañino.

De los demás, si a alguien le impulsa el corazón, que salga a acostarse y al despuntar la

aurora desayúnese y conduzca los cerdos del dueño. Pero nosotros gocemos con nuestras

tristes penas, recordándolas mientras bebemos y comemos en mi cabaña, que también un

hombre goza con sus penas cuando ya tiene mucho sufrido y mucho trajinado. Así que te

voy a contar lo que me preguntas.

«Hay una isla llamada Siría -no sé si la conoces de oídas- por cima de Ortigia, donde el

sol da la vuelta; no es excesivamente populosa, pero es buena, cría buenos pastos y

buenos animales, abunda en vino y en trigo. La pobreza jamás se acerca al pueblo y las

odiosas enfermedades tampoco rondan a los mortales. Sólo cuando envejecen sus

habitantes en la ciudad se acerca Apolo, el del arco de plata, junto con Artemis, y los

matan acechándolos con sus suaves dardos. Allí hay dos ciudades y todo está repartido

entre ellas. Sobre las dos reinaba mi padre, Ktesio Ormenida, semejante a los inmortales.

«Conque un día llegaron allí unos fenicios, célebres por sus naves, unos lañas, llevando

en su negra nave muchas maravillas. Mi padre tenía en palacio una mujer fenicia,

hermosa y grande, conocedora de labores brillantes. Entonces los muy taimados fenicios

la sedujeron. Cuando estaba lavando, un fenicio se unió con ella en amor y lecho junto a

la cóncava nave, cosa que trastorna la mente de las hembras, incluso de la que es

laboriosa. Luego le preguntó quién era y de dónde procedía, y ella le habló enseguida del

palacio de elevado techo de su padre: "Me precio de ser de Sidón, abundante en bronce, y

soy hija del poderoso y rico Arybante, pero me raptaron unos piratas de Tafos cuando

volvía del campo y me trajeron a casa de este hombre para venderme, y él pagó un precio

digno de mí."

«Y le contestó el hombre que se había unido a hurtadillas con ella: "Bien podrías volver

con nosotros a casa para que puedas ver el palacio de elevado techo de tu padre y madre y

a ellos mismos, que todavía viven y se los llama ricos." Y la mujer se dirigió a él y le

contestó con su palabra: "Bien podría ser así, marineros, pero sólo si me queréis asegurar

con juramento que me llevaréis intacta a casa." Así dijo y todos juraron como ella les

pidió.

«Conque cuando habían concluido su juramento, de nuevo les dijo y contestó con su

palabra: "Chitón ahora, que ninguno de vuestros compañeros me dirija la palabra si me

encuentra en la calle o junto a la fuente, no sea que alguien vaya a casa y se lo cuente al

viejo y éste lo barrunte y me sujete con dolorosas ligaduras y a vosotros os prepare la

muerte. Así que retened mis palabras en vuestra mente y apresurad la compra de lo

necesario para el viaje. Y cuando la nave se encuentre llena de alimentos, que alguien

venga al palacio con rapidez para comunicármelo. Os traeré oro, cuanto halle a mano, y

estoy dispuesta a daros otras cosas como pasaje: en efecto, yo cuido en palacio del hijo de

este hombre, un crío ya muy despierto, pues corretea conmigo hasta la puerta. Podría

llevármelo a la nave y os produciría un buen precio si vais a venderlo a cualquier parte en

el extranjero." Así diciendo, marchó al hermoso palacio.

«Los fenicios permanecieron todo el año con nosotros y llenaron su negra nave con

bienes mercados. Y cuando su cóncava nave ya estaba cargada para volver, enviaron un

mensajero a la mujer para que les diera el recado. Llegó al palacio de mi padre un hombre

muy astuto con un collar de oro engastado con electro. Las esclavas del palacio y mi

venerable madre lo palpaban con sus manos y lo contemplaban con sus ojos, prometiendo

un buen precio. Y él hizo una seña a la mujer sin decir palabra y luego marchó a la

cóncava nave. Ella me tomó de la mano y me sacó fuera. Encontró en el pórtico copas y

mesas de unos convidados que frecuentaban la casa de mi padre. Habíanse marchado

éstos a la asamblea y al lugar de reunión del pueblo, así que escondió tres copas en su

regazo y se las llevó y yo en mi inocencia la seguía. Se puso el sol y todos los caminos se

llenaron de sombra, cuando, marchando a buen paso, llegamos al ilustre puerto donde

estaba la veloz nave de los fenicios.

«Embarcaron haciéndonos subir a los dos y navegaban los húmedos caminos. Y Zeus

envió viento favorable.

«Durante seis días navegamos sin parar, día y noche, y cuando el Cronida Zeus nos

trajo el séptimo día, Artemis Flechadora alcanzó a la mujer y ésta se desplomó con ruido

sobre la sentina como una gaviota del mar. Así que la arrojaron por la borda para que

fuera pasto de focas y peces y yo quedé solo acongojado en mi corazón.

«El viento que los llevaba y el agua los impulsaron a Itaca, donde Laertes me compró

con su dinero. Así es como llegué a ver con mis ojos esta tierra.»

Y Odiseo, de linaje divino, le contestó con su palabra:

«Eumeo, mucho en verdad has conmovido mi corazón dentro del pecho al contar

detalladamente cuánto has sufrido, pero también Zeus te ha puesto un bien al lado de un

mal, ya que llegaste -sufriendo mucho- al palacio de un hombre bueno que te proporciona

gentilmente comida y bebida, y llevas una existencia agradable.

«En cambio, yo he llegado aquí después de recorrer sin rumbo muchas ciudades de

mortales.»

Esto es lo que se contaban mutuamente y se echaron a dormir, pero no mucho tiempo,

un poquito sólo, porque enseguida se presentó Eos, de trono de oro.

En esto los compañeros de Telémaco, ya en tierra, desataron las velas, quitaron el

mástil rápidamente y se dirigieron luego remando hacia el fondeadero. Arrojaron el ancla

y amarraron el cable; luego desembarcaron sobre la ribera del mar, se prepararon el

almuerzo y mezclaron rojo vino. Y cuando habían echado de sí el deseo de comer y

beber, comenzó Telémaco a hablarles con discreción:

«Llevad vosotros la negra nave a la ciudad, que yo voy a inspeccionar los campos y los

pastores. Por la tarde bajaré a la ciudad después de ver mis labores. Y al amanecer os voy

a ofrecer un buen banquete de carnes y agradable vino como recompensa por el viaje.»

Y Teoclímeno, semejante a los dioses, se dirigió a él:

«¿Adónde iré yo, hijo mío? ¿A qué palacio voy a ir de los que dominan en la pedregosa

Itaca? ¿Acaso marcharé directamente a tu palacio y al de tu madre?»

Y Telémaco le contestó discretamente:

«En otras circunstancias te pediría que fueras a nuestro palacio -y no echarías en falta

dones de hospitalidad-, pero será peor para ti, pues yo voy a estar ausente y mi madre no

podrá verte, que no se deja ver a menudo en la casa ante los pretendientes, sino que

trabaja su telar lejos de éstos en el piso de arriba. Así que te diré de un hombre a cuya

casa podrías ir: Eurímaco, hijo brillante del prudente Pólibo, a quien los itacenses miran

como a un dios, pues es con mucho el más excelente y quien más ambiciona casar con mi

madre y conseguir la dignidad de Odiseo. Pero sólo Zeus Olímpico, el que habita en el

éter, sabe si les va a proporcionar antes de las nupcias el día de la destrucción.»

Cuando así hablaba le sobrevoló un pájaro por la derecha, un halcón, veloz mensajero

de Apolo. Desplumaba entre sus patas una paloma y las plumas cayeron a tierra entre la

nave y el mismo Telémaco.

Conque Teoclímeno, llamándolo aparte, lejos de sus compañeros, le tomó de la mano,

le dijo su palabra y le llamó por su nombre:

«Telémaco, este pájaro te ha volado por la derecha no sin la voluntad del dios, pues al

verlo de frente me he percatado que era un ave agüeral. Así que no existe otra estirpe más

regia que la vuestra en el pueblo de Itaca. Siempre seréis dominadores.»

Y Telémaco le contestó a su vez discretamente:

«Forastero, ¡ojalá se cumpliera esa palabra! Pronto sabrías de mi afecto y mis muchos

dones, de forma que cualquiera que te encontrara te llamaría dichoso.»

Dijo, y se dirigió a Pireo, fiel compañero:

«Pireo Clitida, tú eres quien más me has obedecido de estos compañeros en lo demás;

lleva también ahora al forastero a tu casa y agasájale gentilmente y respétalo hasta que yo

llegue.»

Y Pireo, famoso por su lanza, le contestó:

« Telémaco, aunque te quedes aquí mucho tiempo yo me llevaré a éste y no echará en

falta dones de hospitalidad.»

Así diciendo, subió a la nave y apremió a los compañeros para que embarcaran también

ellos y soltaran amarras. Conque subieron y se sentaron sobre los bancos. Telémaco ató

bajo sus pies hermosas sandalias y tomó su ilustre lanza, aguzada con agudo bronce, de la

cubierta del navío. Los compañeros soltaron amarras y echando la nave al mar enfilaron

hacia la ciudad como se lo había ordenado Telémaco, el querido hijo del divino Odiseo.

Y sus pies lo llevaban veloz, dando grandes zancadas, hasta que llegó a la majada

donde tenía las innumerables cerdas, con las que pasaba la noche el porquero, que era

noble, que conocía la bondad hacia sus dueños.

CANTO XVI

TELÉMACO RECONOCE A ODISEO

En esto Odiseo y el divino porquero se preparaban el desayuno al despuntar la aurora

dentro de la cabaña, encendiendo fuego -habían despedido a los pastores junto con las

manadas de cerdos. Cuando se acercaba Telémaco, no ladraron los perros de incesantes

ladridos, sino que meneaban la cola.

Percatóse el divino Odiseo de que los perros meneaban la cola, le vino un ruido de

pasos y enseguida dijo a Eumeo aladas palabras:

«Eumeo, sin duda se acerca un compañero o conocido, pues los perros no ladran, sino

que menean la cola. Y oigo ruido de pasos.»

No había acabado de decir toda su palabra, cuando su querido hijo puso pie en el

umbral. Levantóse sorprendido el porquero y de sus manos cayeron los cuencos con los

que se ocupaba de mezclar rojo vino. Salió al encuentro de su señor y besó su rostro, sus

dos hermosos ojos y sus manos; y le cayó un llanto abundante. Como un padre acoge con

amor a su hijo que vuelve de lejanas tierras después de diez años, a su único hijo amado

por quien sufriera indecibles pesares, así el divino porquero besó a Telémaco, semejante

a los inmortales, abrazando todo su cuerpo como si hubiera escapado de la muerte. Y,

entre lamentos, decía aladas palabras:

«Has venido, Telémaco, como dulce luz. Creía que ya no volvería a verte más cuando

marchaste a Pilos con tu nave. Vamos, entra, hijo mío, para que goce mi corazón

contemplándote recién llegado de otras tierras. Que no vienes a menudo al campo ni

junto a los pastores, sino que te quedas en la ciudad, pues es grato a tu ánimo contemplar

el odioso grupo de los pretendientes.»

Y Telémaco le contestó a su vez discretamente:

«Así se hará, abuelo, que yo he venido aquí por ti, para verte con mis ojos y oír de tus

labios si mi madre está todavía en palacio o ya la ha desposado algún hombre; que la

cama de Odiseo está llena de telarañas por falta de quien se acueste en ella.»

Y se dirigió a él el porquero, caudillo de hombres:

«¡Claro que permanece ella en tu palacio con ánimo paciente! Las noches se le

consumen entre dolores y los días entre lágrimas.»

Así diciendo, tomó de sus manos la lanza de bronce. Entonces Telémaco se puso en

camino y traspasó el umbral de piedra, y cuando entraba, su padre le cedió el asiento.

Pero Telémaco le contuvo y dijo:

«Sientate, forastero, que ya encontraremos asiento en otra parte de nuestra majada.

Aquí está el hombre que nos lo proporcionará.»

Así diciendo, volvió a sentarse. El porquero le extendió ramas verdes y por encima

unas pieles, donde fue a sentarse el querido hijo de Odiseo. También les acercó el

porquero fuentes de carne asada que habían dejado de la comida del día anterior,

amontonó rápidamente pan en canastas y mezcló en un jarro vino agradable. Y luego fue

a sentarse frente al divino Odiseo.

Conque echaron mano de los alimentos que tenían delante y cuando habían arrojado de

sí el deseo de comer y beber, Telémaco se dirigió al divino porquero:

«Abuelo, ¿de dónde ha llegado este forastero? ¿Cómo le han traído hasta Itaca los

marineros? ¿Quiénes se preciaban de ser? Porque no creo que haya llegado a pie hasta

aquí.»

Y tú le contestaste, porquero Eumeo, diciendo:

«En verdad, hijo, te voy a contar toda la verdad. De origen se precia de ser de la vasta

Creta y asegura que ha recorrido errante muchas ciudades de mortales. Que así se lo ha

hilado el destino. Ahora ha llegado a mi majada huyendo de la nave de unos tesprotos y

yo te lo encomiendo a ti; obra como gustes, se precia de ser tu suplicante.»

Y Telémaco le contestó discretamente:

«Eumeo, en verdad has dicho una palabra dolorosa. ¿Cómo voy a recibir en mi casa a

este huésped? En cuanto a mí, soy joven y no confío en mis brazos para rechazar a un

hombre si alguien lo maltrata. Y en cuanto a mi madre, su ánimo anda cavilando en su

interior si permanecerá junto a mí y cuidará de su casa por vergüenza del lecho de su

esposo y de las habladurías del pueblo, o si se marchará ya en pos del más excelente de

los aqueos que la pretenda y le ofrezca más riquezas.

«Pero ya que ha llegado a tu casa, vestiré al forastero con manto y túnica, hermosos

vestidos, y le daré afilada espada y sandalias para sus pies y le enviaré a donde su ánimo

y su corazón lo empujen. Pero si quieres, retenlo en la majada y cuídate de él, que yo

enviaré ropas y toda clase de comida para que no sea gravoso ni a ti ni a tus compañeros.

Sin embargo, yo no la dejaría ir adonde están los pretendientes -pues tienen una

insolencia en exceso insensata-, no sea que le ultrajen y a mí me cause una pena terrible;

es difícil que un hombre, aunque fuerte, tenga éxito cuando está entre muchos, pues éstos

son, en verdad, más poderosos.»

Y le dijo el sufridor, el divino Odiseo:

«Amigo -puesto que me es permitido contestarte-, mucho se me ha desgarrado el

corazón al escuchar de vuestros labios cuántas obras insolentes realizan los pretendientes

en el palacio contra tu voluntad, siendo como eres. Dime si te dejas dominar de buen

grado o es que te odia la gente del pueblo, siguiendo una inspiración de la divinidad, o si

tienes algo que reprochar a tus hermanos, en los que un hombre suele confiar cuando

surge una disputa por grande que sea. ¡Ojalá fuera yo así de joven -con los impulsos que

siento- o fuera hijo del irreprochable Odiseo u Odiseo en persona que vuelve después de

andar errante! -pues aún hay una parte de esperanza-. ¡Que me corte la cabeza un

extranjero si no me convertía en azote de todos ellos, presentándome en el megaron de

Odiseo Laertíada! Pero si me dominaran por su número, solo como estoy, preferiría morir

en mi palacio asesinado antes que ver continuamente estas acciones vergonzosas:

maltratar a forasteros y arrastrar por el palacio a las esclavas, sacar vino continuamente y

comer el pan sin motivo, en vano, para un acto que no va a tener cumplimiento».

Y Telémaco le contestó discretamente:

«Forastero, te voy a hablar sinceramente. No me es hostil todo el pueblo porque me

odie, ni tengo nada que reprochar a mis hermanos, en los que un hombre suele confiar

cuando surge una disputa, por grande que sea. Que el Cronida siempre dio hijos únicos a

nuestra familia: Arcisío engendró a Laertes, hijo único, y a Odiseo lo engendró único su

padre; a su vez Odiseo, después de engendrarme sólo a mí, me dejó en el palacio sin

poder disfrutarme.

«Ello es que cuantos nobles dominan en las islas, Duliquio, Same y la Boscosa Zante, y

cuantos mandan en la escarpada Itaca pretenden a mi madre y arruinan mi hacienda. Ella

no se niega a este odioso matrimonio ni es capaz de poner un término, así que los

pretendientes consumen mi casa y creo que pronto acabarán incluso conmigo mismo.

Pero en verdad esto está en las rodillas de los dioses.

«Abuelo, tú marcha rápido y di a la prudente Penélope que estoy a salvo y he llegado

de Pilos. Entre tanto, yo permaneceré aquí y tú vuelve después de darle a ella sola la

noticia; que no se entere ninguno de los demás aqueos, pues son muchos los que

maquinan la muerte contra mí.»

Y tú le contestaste, porquero Eumeo, diciendo:

«Lo sé, me doy cuenta, se lo ordenas a quien lo comprende. Pero, vamos, vamos, dime

-y contéstame con verdad- si hago el mismo camino para anunciárselo al desdichado

Laertes, quien mientras tanto ha estado vigilando entre lamentos la labor de Odiseo y

comía y bebía con los esclavos cuando su ánimo le empujaba a ello. En cambio, ahora

desde que tú marchaste a Pilos con la nave, dicen que ya ni come ni bebe ni vigila la

labor, sino que permanece sentado entre llantos y se le seca la piel pegada a los huesos.»

Y Telémaco le contestó discretamente:

«Es triste, pero lo dejaremos aunque nos duela, que si todo dependiera de los mortales,

primero elegiríamos el día del regreso del padre. Conque marcha con la noticia y no

andes por los campos en busca de Laertes. Ahora bien, dirás a mi madre que envíe a

escondidas a la despensera y pronto, pues ésta se lo puede comunicar al anciano.»

Así dijo y apremió al porquero. Tomó éste las sandalias y atándolas a sus pies se dirigió

hacia la ciudad. No se le ocultó a Atenea que el porquero Eumeo había salido de la

majada y se acercó allí asemejándose a una mujer hermosa y grande, conocedora de

labores brillantes.

Se detuvo a la puerta de la cabaña y se le apareció a Odiseo.

Telémaco no la vio ni se percató -pues los dioses no se hacen visibles a todos los

mortales-, pero la vieron Odiseo y los perros, aunque no ladraron, sino que huyeron

espantados entre gruñidos a otra parte de la majada.

Atenea hizo señas con sus cejas, diose cuenta el divino Odiseo y salió de la habitación

junto a la larga pared del patio. Se puso cerca de ella y Atenea le dijo:

«Hijo de Laertes, de linaje divino, Odiseo rico en ardides; manifiesta ya tu palabra a tu

hijo y no se la ocultes más, a fin de que preparéis la muerte y Ker para los pretendientes y

marchéis a la ínclita ciudad. Tampoco yo estaré mucho tiempo lejos de ellos, pues estoy

ansiosa de luchar.»

Así dijo Atenea y lo tocó con su varita de oro. Primero puso en su cuerpo un manto

bien limpio y una túnica, y aumentó su estatura y juventud. Luego volvió a tornarse

moreno, sus mandíbulas se extendieron y de su mentón nació negra barba.

Cuando hubo realizado esto, marchó Atenea y Odiseo se encaminó a la cabaña. Su hijo

se asombró al verlo y volvió la vista a otro lado no fuera un dios, y hablándole dijo aladas

palabras:

«Forastero, ahora me pareces distinto de antes; tienes otros vestidos y tu piel no es la

misma. En verdad eres un dios de los que poseen el vasto Olimpo. Sé benevolente para

que te entregue en agradecimiento objetos sagrados y dones de oro bien trabajado.

Cuídate de nosotros.»

Y le contestó el sufridor, el divino Odiseo:

«No soy un dios -¿por qué me comparas con los inmortales?-- sino tu padre por quien

sufres dolores sin cuento soportando entre lamentos las acciones violentas de esos

hombres.»

Así hablando besó a su hijo y dejó que el llanto cayera a tierra de sus mejillas, pues

antes lo estaba conteniendo, siempre inconmovible.

Y Telémaco -aún no podía creer que era su padre-, le dijo de nuevo contestándole:

«Tú no eres Odiseo, mi padre, sino un demón que me hechiza para que me lamente con

más dolores todavía, pues un hombre no sería capaz con su propia mente de maquinar

esto si un dios en persona no viene y le hate a su gusto y fácilmente joven o viejo. Que tú

hace poco eras viejo y vestías ropas desastrosas, en cambio ahora pareces un dios de los

que poseen el vasto cielo.»

Y contestándole dijo Odiseo rico en ardides:

« Telémaco, no está bien que no te admires muy mucho ni te alegres de que tu padre

esté en casa. Ningún otro Odiseo te vendrá ya aquí, sino éste que soy yo, tal cual soy,

sufridor de males, muy asendereado, y he llegado a los veinte años a mi patria. En verdad

esto es obra de Atenea la Rapaz que me convierte en el hombre que ella quiere -pues

puede-: unas veces semejante a un mendigo y otras a un hombre joven vestido de

hermosas ropas, que es fácil para los dioses que poseen el vasto cielo exaltar a un mortal

o arruinarlo.»

Así hablando se sentó, y Telémaco, abrazado a su padre, sollozaba derramando

lágrimas. A los dos les entró el deseo de llorar y lloraban agudamente, con más

intensidad que los pájaros -pigargos o águilas de curvadas garras-, a quienes los

campesinos han arrebatado las crías antes de que puedan volar. Así derramaban ellos bajo

sus párpados un llanto que daba lástima. Y se hubiera puesto el sol mientras sollozaban,

si Telémaco no se hubiera dirigido enseguida a su padre:

«Padre mío, ¿en qué nave te han traído a Itaca los marineros?, ¿quiénes se preciaban de

ser?, pues no creo que hayas llegado aquí a pie.»

Y le contestó el sufridor, el divino Odiseo:

«Desde luego, hijo, te voy a decir la verdad. Me han traído los feacios, célebres por sus

naves, quienes escoltan también a otros hombres que llegan hasta ellos. Me han traído

dormido sobre el ponto en rápida nave y me han depositado en Itaca, no sin entregarme

brillantes regalos -bronce, oro en abundancia y ropa tejida-. Todo está en una gruta por la

voluntad de los dioses. Así que por fin he llegado aquí por consejo de Atenea, para que

decidamos sobre la muerte de mis enemigos. Conque, vamos, enumérame a los

pretendientes para que yo vea cuántos y quiénes son, que después de reflexionar en mi

irreprochable ánimo te diré si podemos enfrentarnos a ellos nosotros dos sin ayuda, o

buscamos a otros.»

Y Telérnaco le contestó discretamente:

«Padre, siempre he oído la fama que tienes de ser buen luchador con las manos y

prudente en tus resoluciones, pero has dicho algo extesivamente grande -¡me atenaza la

admiración!-, pues no sería posible que dos hombres lucharan contra muchos y

aguerridos.

»Respecto a los pretendientes no son una decena ni sólo dos, sino muchas más.

Enseguida sabrás su número: de Duliquio son cincuenta y dos jóvenes selectos -y le

siguen seis escuderos-; de Same proceden veinticuatro hombres, de Zante veinte hijos de

aqueos y de Itaca misma doce, todos excelentes, con quienes están el heraldo Medonte, el

divino aedo y dos siervos conocedores de los servicios del banquete. Si nos

enfrentáramos a todos ellos mientras están dentro, temo que no podrías castigar -aunque

hayas vuelto- sus violencias en forma amarga y terrible.

»Pero si puedes pensar en alguien que nos defienda, dímelo, alguien que con ánimo

amigo nos sirva de ayuda.»

Y le contestó el sufridor, el divino Odiseo:

«Te to diré; ponlo en tu pecho y escúchame. Piensa si Atenea -en unión del padre Zeusnos

pueden defender o tengo que pensar en otro aliado.»

Y Telémaco le contestó discretamente:

«Excelentes en verdad son los dos aliados de que me hablas, pues se apuestan arriba,

entre las nubes, y ambos dominan a los hombres y a los dioses inmortales.»

Y le contestó el sufridor, el divino Odiseo:

«Sí, en verdad no estarán mucho tiempo lejos de la fuerte lucha cuando la fuerza de

Ares juzgue en mi palacio entre los pretendientes y nosotros. Pero tú marcha a casa al

despuntar la aurora y reúnete con los soberbios pretendientes, que a mí me conducirá

después el porquero bajo el aspecto de un mendigo miserable y viejo.

«Si me deshonran en el palacio, que tu corazón soporte el que yo reciba malos tratos,

aunque me arrastren por los pies hasta la puerta o incluso me arrojen sus dardos. Tú mira

y aguanta, pero ordénales, eso sí, que repriman sus insensateces dirigiéndote a epos con

palabras dulces. Aunque no te harán caso, pues ya tienen a su lado el día de su destino.

Te voy a decir otra cosa que has de poner en tus mientes: cuando Atenea, de muchos

pensamientos, lo ponga en mi interior, te haré señas con la cabeza; tú entonces calcula

cuántas arenas guerreras hay en el mégaron y sube a depositarlas en lo más profundo de

la habitación del piso de arriba. Cuando te pregunten los pretendientes ansiosamente,

contéstales con suaves palabras: "Las he retirado del fuego, pues ya no se parecen a las

que dejó Odiseo cuando marchó a Troya, que están manchadas hasta donde las llega el

aliento del fuego. Además el Cronida ha puesto en mi pecho una razón más importante:

no sea que os llenéis de vino y levantando una disputa entre vosotros, lleguéis a heriros

mutuamente y a llenar de vergüenza el banquete y vuestras pretensiones de matrimonio;

que el hierro por sí sólo arrastra al hombre." Luego deja sólo para nosotros dos un par de

espadas y otro de lamas y dos escudos para nuestros brazos, a fin de que los

sorprendamos echándonos sobre ellos. Te voy a decir otra cosa -y tú ponla en tu interior-:

si de verdad eres mío y de mi propia sangre, que nadie se entere de que Odiseo está en

casa; que no lo sepa Laertes ni el porquero, ni ninguno de los siervos ni siquiera la misma

Penélope, sino solos tú y yo. Conozcamos la actitud de las mujeres y pongamos a prueba

a los siervos, a ver quién nos honra y quién no se cuida y te deshonra, siendo quien eres.»

Y contestándole dijo su ilustre hijo:

«Padre, creo que de verdad vas a conocer mi coraje -y enseguida-, pues no es

precisamente la irreflexión lo que me domina. Pero, con todo, no creo que vayamos a

sacar ganancia ninguno de los dos. Te insto a que reflexiones, pues vas a recorrer en vano

durante un tiempo los campos para probar a cada hombre, mientras ellos devoran

tranquilamente en palacio nuestros bienes, insolentemente y sin cuidarse de nada. Te

aconsejo, por el contrario, que trates de conocer a las siervas, las que te deshonran y las

que te son inocentes. No me agradaría que fuéramos por las majadas poniendo a prueba a

los hombres; ocupémonos después de esto, si es que en verdad conoces algún presagio de

Zeus, portador de égida.»

Mientras así hablaban, arribó a Itaca la bien trabajada nave que había traído de Pilos a

Telémaco y compañeros.

Cuando éstos entraron en el profundo puerto, empujaron a la negra nave hacia el litoral

y sus valientes servidores les llevaron las armas. Luego llevaron a casa de Clitio los

hermosos dones y enviaron un heraldo al palacio de Odiseo para comunicar a Penélope

que Telémaco estaba en el campo y había ordenado llevar la nave a la ciudad para que la

ilustre reina no sintiera temor ni derramara tiernas lágrimas.

Encontráronse el heraldo y el divino porquero para comunicar a la mujer el mismo

recado y, cuando ya habían llegado al palacio del divino rey, fue el heraldo quien habló

en medio de las esclavas.

«Reina, tu hijo ha llegado.»

Luego el porquero se acercó a Penélope y le dijo lo que su hijo le había ordenado decir.

Cuando hubo acabado todo su encargo, se puso en camino hacia los cerdos abandonando

los patios y el palacio.

Los pretendientes estaban afligidos y abatidos en su corazón; salieron del mégaron a lo

largo de la pared del patio y se sentaron allí mismo, cerca de las puertas. Y Eurímaco,

hijo de Pólibo, comenzó a hablar entre ellos:

«Amigos, gran trabajo ha realizado Telémaco con este viaje; ¡y decíamos que no lo

llevaría a término! Vamos, botemos una negra nave, la mejor, y reunamos remeros que

vayan enseguida a anunciar a aquéllos que ya está de vuelta en casa.»

No había terminado de hablar, cuando Anfínomo volviéndose desde su sitio, vio a la

nave dentro del puerto y a los hombres amainando velas o sentados al remo. Y sonriendo

suavemente dijo a sus compañeros:

«No enviemos embajada alguna; ya están aquí. O se lo ha manifestado un dios o ellos

mismos han visto pasar de largo a la nave y no han podido alcanzarla.»

Así dijo, y ellos se levantaron para encaminarse a la ribera del mar. Enseguida

empujaron la negra nave hacia el litoral y sus valientes servidores les llevaron las armas.

Marcharon todos juntos a la plaza y no permitieron que nadie, joven o viejo, se sentara a

su lado. Y comenzó a hablar entre ellos Antínoo, hijo de Eupites:

«¡Ay, ay, cómo han librado del mal los dioses a este hombre! Durante días nos hemos

apostado vigilantes sobre las ventosas cumbres, turnándonos continuamente. Al ponerse

el sol, nunca pasábamos la noche en tierra sino en el mar, esperando en la rápida nave a la

divina Eos, acechando a Telémaco para sorprenderlo y matarlo. Pero entre tanto un dios

le ha conducido a casa.

Con que meditemos una triste muerte para Telémaco aquí mismo y que no se nos

escape, pues no creo que mientras él viva consigamos cumplir nuestro propósito, que él

es hábil en sus resoluciones y el pueblo no nos apoya del todo.

«Vamos, antes de que reúna a los aqueos en asamblea..., pues no creo que se

desentienda, sino que, rebosante de cólera, se pondrá en pie para decir a todo el mundo

que le hemos trenzado la muerte y no le hemos alcanzado. Y el pueblo no aprobará estas

malas acciones cuando le escuche. ¡Cuidado, no vayan a causamos daño y nos arrojen de

nuestra tierra -y tengamos que marchar a país ajeno-! Conque apresurémonos a matarlo

en el campo lejos de la ciudad, o en el camino. Podríamos quedarnos con su bienes y

posesiones repartiéndolas a partes iguales entre nosotros y entregar el palacio a su madre

y a quien case con ella, para que se lo queden. Pero si estas palabras no os agradan, sino

que preferís que él viva y posea todos sus bienes patrios, no volvamos desde ahora a

reunirnos aquí para comer sus posesiones; que cada uno pretenda a Penélope asediándola

con regalos desde su palacio, y quizá luego case ella con quien le entregue más y le venga

destinado. »

Así habló y todos quedaron en silencio. Entonces se levantó y les dijo Anfínomo,

ilustre hijo de Niso, el soberano hijo de Aretes (éste era de Duliquio, rica en trigo y

pastos, y capitaneaba a los pretendientes; era quien más agradaba a Penélope por sus

palabras, pues estaba dotado de buenas mientes)... Con sentimientos de amistad hacia

ellos se levantó y dijo:

«Amigos, yo al menos no desearía acabar con Telémaco, pues la raza de los reyes es

terrible de matar. Así que conozcamos primero la decisión de los dioses. Si la voluntad

del gran Zeus lo aprueba, yo seré el primero en matarlo y os incitaré a los demás, pero si

los dioses tratan de impedirlo, os aconsejo que pongáis término.»

Así dijo Anfínomo y les agradó su palabra. Se levantaron al punto y se encaminaron a

casa de Odiseo y llegados allí se sentaron en pulidos sillones.

Entonces Penélope decidió mostrarse ante los pretendientes, poseedores de orgullosa

insolencia, pues se había enterado de que pretendían matar a su hijo en palacio -se lo

había dicho el heraldo Medonte, que conocía su decisión. Se puso en camino hacia el

mégaron junto con sus siervas y cuando hubo llegado junto a los pretendientes, la divina

entre las mujeres, se detuvo junto a una columna del bien labrado techo, sosteniendo

delante de sus mejillas un grueso velo. Censuró a Antínoo, le dijo su palabra y le llamó

por su nombre:

«Antínoo, insolente, malvado; dicen en Itaca que eres el mejor entre tus compañeros en

pensamiento y palabra, pero no eres tal. ¡Ambicioso!, por qué tramas la muerte y el destino

para Telémaco y no prestas atención a los suplicantes, cuyo testigo es Zeus? No es

justo tramar la muerte uno contra otro. ¿Es que no recuerdas cuando tu padre vino aquí

huyendo por terror al pueblo, pues éste rebosaba de ira porque tu padre, siguiendo a unos

piratas de Tafos, había causado daño a los tesprotos que eran nuestros aliados? Querían

matarlo y romperle el corazón y comerse su mucha hacienda, pero Odiseo se lo impidió y

los contuvo, deseosos como estaban. Ahora tú te comes sin pagar la hacienda de Odiseo,

pretendes a su mujer y tratas de matar a su hijo, produciéndome un gran dolor. Te ordeno

que pongas fin a esto y se lo aconsejes a los demás.»

Y Eurímaco, hijo de Pólibo, le contestó:

«Hija de Icario, prudente Penélope, cobra ánimos. No te preocupes por esto. No existe

ni existirá ni va a nacer hombre que ponga sus manos sobre tu hijo Telémaco, al menos

mientras yo viva y vean mis ojos sobre la tierra. Además, te voy a decir otra cosa que se

cumplirá: pronto correría la sangre de ése por mi lanza pues también a mí Odiseo, el

destructor de ciudades, sentándome muchas veces sobre sus rodillas me ponía en las

manos carne asada y me ofrecía rojo vino. Por esto Telémaco es para mí el más querido

de los hombres y te ruego que no temas su muerte al menos a manos de los pretendientes;

en cuanto a la que procede de los dioses, ésa es imposible evitarla.»

Así habló para animarla, aunque también él tramaba la muerte contra Telémaco.

Entonces Penélope subió al brillante piso de arriba y lloraba a Odiseo, su esposo, hasta

que Atenea de ojos brillantes le puso dulce sueño sobre los párpados.

El divino porquero llegó al atardecer junto a Odiseo y su hijo cuando éstos se

preparaban la cena, después de sacrificar un cerdo de un año. Entonces Atenea se acercó

a Odiseo Laertíada y tocándole con su varita le hizo viejo de nuevo y vistió su cuerpo de

tristes ropas, para que el porquero no lo reconociera al verlo de frente y fuera a

comunicárselo a la prudente Penélope sin poder guardarlo para sí.

Telémaco fue el primero en dirigirle su palabra:

«Ya has llegado, Eumeo: ¿qué se dice por la ciudad? ¿Han vuelto ya los arrogantes

pretendientes de su emboscada, o todavía esperan a que yo vuelva a casa?»

Y tú le contestaste, porquero Eumeo, diciendo:

«No tenía yo que inquirir ni preguntar eso al bajar a la ciudad. Mi ánimo me empujó a

comunicar mi recado y volver aquí de nuevo. Pero se encontró conmigo un veloz enviado

de tus compañeros, un heraldo que habló a tu madre antes que yo. También sé otra cosa,

pues la he visto con mis ojos: al volver para acá había ya atravesado la ciudad -en el lugar

donde está el cerro de Hermes- cuando vi entrar en nuestro puerto una veloz nave; había

en ella numerosos hombres y estaba cargada de escudos y lanzas de doble punta. Pensé

que eran ellos, pero no lo sé con certeza.»

Así habló, y sonrió la sagrada fuerza de Telémaco dirigiendo los ojos a su padre,

evitando al porquero. Cuando habían acabado del trajin de preparar la comida, cenaron y

su ánimo no se vio privado de un alimento proporcional. Y una vez que habían arrojado

de sí el deseo de comer y beber, volvieron su pensamiento al dormir y recibieron el don

del sueño.

CANTO XVII

ODISEO MENDIGA ENTRE LOS PRETENDIENTES

Y cuando se mostró Eos, la que nace de la mañana, la de los dedos de rosa, calzó

Telémaco bajo sus pies hermosas sandalias, el querido hijo del divino Odiseo, tomó la

fuerte lanza que se adaptaba bien a sus manos deseando marchar a la ciudad y dijo a su

porquero:

«Abuelo, yo me voy a la ciudad para que me vea mi madre, pues no creo que abandone

los tristes lamentos y los sollozos acompañados de lágrimas, hasta que me vea en

persona. Así que te voy a encomendar esto: lleva a la ciudad a este desdichado forastero

para que mendigue allí su pan -el que quiera le dará un mendrugo y un vaso de vino-,

pues yo no puedo hacerme cargo de todos los hombres, afligido como estoy en mi

corazón. Y si el forastero se encoleriza, peor para él, que a mí me place decir verdad.»

Y contestándole dijo el astuto Odiseo:

«Amigo, tampoco yo quiero que me retengan. Para un pobre es mejor mendigar por la

ciudad que por los campos -y me dará el que quiera-, pues ya no soy de edad para

quedarme en las majadas y obedecer en todo a quien da las órdenes y los encargos.

Conque, marcha, que a mí me llevará este hombre, a quien has ordenado, una vez que me

haya calentado al fuego y haya solana. Tengo unas ropas que son terriblemente malas y

temo que me haga daño la escarcha mañanera, pues decís que la ciudad está lejos.»

Así dijo, y Telémaco cruzó la majada dando largas zancadas; iba sembrando la muerte

para los pretendientes.

Cuando llegó al palacio, agradable para vivir, dejó la lanza que llevaba junto a una

elevada columna y entró en el interior, traspasando el umbral de piedra.

La primera en verlo fue la nodriza Euriclea, que extendía cobertores sobre los bien

trabajados sillones y se dirigió llorando hacia él. A su alrededor se congregaron las demás

siervas del sufridor Odiseo y acariciándolo besaban su cabeza y hombros.

Salió del dormitorio la prudente Penélope, semejante a Artemis o a la dorada Afrodita,

y echó llorando sus brazos a su querido hijo, le besó la cabeza y los dos hermosos ojos y,

entre lamentos, decía aladas palabras:

«Has llegado, Telémaco, como dulce luz. Ya no creía que volvería a verte desde que

marchaste en la nave a Pilos, a ocultas y contra mi voluntad, en busca de noticias de tu

padre. Vamos, cuéntame cómo has conseguido verlo.»

Y Telémaco le contestó discretamente:

«Madre mía, no despiertes mi llanto ni conmuevas mi corazón dentro del pecho, ya que

he escapado de una muerte terrible. Conque, báñate, viste tu cuerpo con ropa limpia, sube

al piso de arriba con tus esclavas y promete a todos los dioses realizar hecatombes

perfectas, por si Zeus quiere llevar a cabo obras de represalia.

«Yo marcharé al ágora para invitar a un forastero que me ha acompañado cuando

volvía de allí. Lo he enviado por delante con mis divinos compañeros y he ordenado a

Pireo que lo lleve a su casa y lo agasaje gentilmente y honre hasta que yo llegue.»

Así habló, y a Penélope se le quedaron sin alas las palabras. Así que se bañó, vistió su

cuerpo con ropa limpia y prometió a todos los dioses realizar hecatombes perfectas por si

Zeus quería llevar a cabo obras de represalia.

Entonces Telémaco atravesó el mégaron portando su lanza y le acompañaban dos

veloces lebreles. Atenea derramó sobre él la gracia y todo el pueblo se admiraba al verlo

marchar. Y los arrogantes pretendientes le rodearon diciéndole buenas palabras, pero en

su interior meditaban secretas maldades. Telémaco entonces evitó a la muchedumbre de

éstos y fue a sentarse donde se sentaban Méntor, Antifo y Haliterses, quienes desde el

principio eran compañeros de su padre. Y éstos le preguntaban por todo. Se les acercó

Pireo, célebre por su lanza, llevando al forastero a través de la ciudad hasta la plaza.

Entonces Telémaco ya no estuvo mucho tiempo lejos de su huésped, sino que se puso a

su lado. Y Pireo le dirigió primero aladas palabras:

«Telémaco, envía pronto unas mujeres a mi casa para que te devuelva los regalos que te

hizo Menelao.»

Y Telémaco le contestó discretamente:

«Pireo, en verdad no sabemos cómo resultará todo esto. Si los pretendientes me matan

ocultamente en palacio y se reparten todos los bienes de mi padre, prefiero que tú te

quedes con los regalos y los goces antes que alguno de ellos. Pero si consigo sembrar

para éstos la muerte y Ker, llévalos alegre a mi casa, que yo estaré alegre.»

Así diciendo condujo a casa a su asendereado huésped. Cuando llegaron al palacio

agradable para vivir, dejaron sus mantos sobre sillas y sillones y se bañaron en bien

pulimentadas bañeras. Después que las esclavas les hubieron bañado, ungido con aceite y

puesto mantos de lana y túnicas, salieron de las bañeras y fueron a sentarse en sillas. Y

una esclava derramó sobre fuente de plata el aguamanos que llevaba en hermosa jarra de

oro para que se lavaran, y a su lado extendió una mesa pulimentada. Y la venerable ama

de llaves puso comida sobre ella y añadió abundantes piezas, favoreciéndolas entre los

que estaban presentes. Entonces la madre se sentó frente a él, junto a una columna del

mégaron, se reclinó en un asiento y revolvía entre sus manos suaves copos de lana. Y

ellos echaron mano de los alimentos que tenían delante.

Cuando habían arrojado de sí el deseo de comer y beber, comenzó a hablar entre ellos

la prudente Penélope:

«Telémaco, en verdad voy a subir al piso de arriba y acostarme en el lecho que tengo

regado de lágrimas desde que Odiseo partió a Ilión con los Atridas. Y es que no has sido

capaz, antes de que los arrogantes pretendientes llegaran a esta casa, de hablarme

claramente del regreso de tu padre, si es que has oído algo.»

Y Telémaco le contestó discretamente:

«Madre, te voy a contar la verdad. Marchamos a Pilos junto a Néstor, pastor de su

pueblo, quien me recibió en su elevado palacio y me agasajó gentilmente, como un padre

a su hijo recién llegado de otras tierras después de largo tiempo. Así de amable me

recibió junto con sus ilustres hijos. Me dijo que no había oído nunca a ningún humano

hablar sobre Odiseo, vivo o muerto, pero me envió junto al Atrida Menelao, famoso por

su lanza, con caballos y un carro bien ajustado. Allí vi a la argiva Helena, por quien

troyanos y argivos sufrieron mucho por voluntad de los dioses. Enseguida me preguntó

Menelao, de recia voz guerrera, qué necesidad me había llevado a la divina Lacedemonia

y yo le conté toda la verdad.

«Entonces, contestándome con su palabra, dijo: "¡Ay, ay! ¡Conque querían dormir en el

lecho de un hombre intrépido quienes son cobardes! Como una cierva acuesta a sus dos

recién nacidos cervatillos en la cueva de un fuerte león y mientras sale a pastar en los

hermosos valles, aquél regresa a su guarida y da vergonzosa muerte a ambos, así Odiseo

dará vergonzosa muerte a aquéllos. ¡Padre Zeus, Atenea y Apolo, ojalá que siendo como

cuando en la bien construida Lesbos se levantó para disputar y luchó con Filomeleides, lo

derribó violentamente y todos los aqueos se alegraron! Ojalá que con tal talante se

enfrentara Odiseo con los pretendientes: corto el destino de todos sería y amargas sus

nupcias. En cuanto a lo que me preguntas y suplicas, no querría apartarme de la verdad y

engañarte. Conque no te ocultaré ni guardaré secreto sobre lo que me dijo el veraz

anciano del mar. Este dijo que lo había visto sufriendo fuertes dolores en el palacio de la

ninfa Calipso, quien lo retenía por la fuerza, y que no podía regresar a su tierra patria

porque no tenía naves provistas de remos ni compañeros que le acompañaran por el

ancho lomo del mar. Así me dijo el Atrida Menelao, famoso por su lanza, y luego de

acabar su relato regresamos. Los inmortales me concedieron un viento favorable y me

escoltaron velozmente hasta mi patria.»

Así habló y conmovió el ánimo de Penélope.

Entonces Teoclímeno, semejante a los dioses, comenzó a hablar entre ellos:

«Esposa venerable de Odiseo Laertíada, en verdad él no sabe nada; escucha mi palabra,

pues te voy a profetizar con veracidad y no voy a ocultarte nada. ¡Sea testigo Zeus, antes

que los demás dioses, y la mesa de hospitalidad y el hogar del irreprochable Odiseo, al

que he llegado, de que en verdad Odiseo ya está en su tierra patria, sentado o caminando,

sabedor de estas malas acciones y sembrando la muerte para todos los pretendientes. Este

es el augurio que yo observé, y me hice oír de Telémaco mientras estaba en la nave de

buenos bancos».

Y le contestó la prudente Penélope:

«Forastero, ¡ojalá se cumpliera esta tu palabra! Entonces conocerías mi amistad

enseguida y numerosos regalos de mí, hasta el punto de que cualquiera que contigo

topara te llamaría dichoso.»

Así hablaban unos con otros.

Los pretendientes, por su parte, se complacían arrojando discos y venablos ante el

palacio de Odiseo, en el sólido pavimento donde acostumbraban, llenos de arrogancia.

Pero cuando fue la hora de comer y les llegaron de todas partes del campo los animales

que les traían los de siempre, se dirigió a ellos Medonte (éste era quien más les agradaba

de los heraldos y solía acompañarlos al banquete):

«Mozos, una vez que todos habéis complacido vuestro ánimo con los juegos, dirigíos al

palacio para preparar el almuerzo, que no es cosa mala yantar a su tiempo.»

Así habló y ellos se pusieron en pie y marcharon obedeciendo su palabra. Cuando

llegaron a la bien edificada morada dejaron sus mantos en sillas y sillones y sacrificaron

grandes ovejas y gordas cabras; sacrificaron cebones y un toro del rebaño para preparar

su almuerzo.

Entre tanto Odiseo y el divino porquero se disponían a marchar del campo a la ciudad y

comenzó a hablar el porquero, caudillo de hombres:

«Forastero, puesto que deseas marchar hoy mismo a la ciudad, como recomendó mi

soberano (que yo, desde luego, preferiría dejarte para vigilar la majada, pero tengo

respeto por mi amo y temo que me reprenda después y en verdad son duras las

reprimendas de los amos), marchemos ya, pues el día está avanzado y quizá sea peor

esperar a la tarde.»

Y contestándole dijo el muy astuto Odiseo:

«Lo sé, me doy cuenta, se lo dices a quien lo comprende. Conque marchemos y tú sé mi

guía. Dame un bastón -si es que tienes uno cortado- para que me apoye, pues decís que el

camino es muy resbaladizo.»

Así dijo y echó a sus hombros el sucio zurrón desgarrado por muchas partes, en el que

había una correa retorcida. Entonces Eumeo le dio el deseado bastón y se pusieron los

dos en camino, quedando perros y pastores para guardar la majada.

Eumeo condujo hacia la ciudad a su soberano, que se asemejaba a un miserable y viejo

mendigo, que se apoyaba en su bastón y cubría su cuerpo con vestidos que daban pena.

Cuando en su marcha por el empinado sendero se encontraban cerca de la ciudad y

llegaron a una fuente labrada de hermosa corriente, a donde iban por agua los ciudadanos

(la habían construido Itaco, Nerito y Polictor en el centro de un bosque de álamos negros

que crecían con su agua; era completamente redonda y de lo alto de una piedra caía agua

fría, y encima de ella había un altar de las Ninfas, donde solían sacrificar todos los

ciudadanos), allí se topó con ellos Melantio, hijo de Dolio, que conducía las cabras, las

que sobresalían entre todo el ganado, para festín de los pretendientes; y con él marchaban

dos pastores.

Cuando los vio 1es reprendió de palabra y llamándolos por su nombre les dijo algo

atroz e inconveniente que hizo saltar el corazón de Odiseo:

«Vaya, vaya, un desgraciado conduce a otro desgraciado; es claro que dios siempre

lleva a la gente hacia los de su calaña. ¿Adónde, miserable porquero, llevas a ese gorrón,

a ese mendigo pegajoso, a ese aguafiestas? Arrimará los hombros a muchas puertas para

rascarse mientras pide mendrugos, que no espadas ni calderos. Si me lo dieras a mí para

vigilante de mi majada, para mozo de cuadra y para llevar brezos a mis chivos, quizá

bebiendo leche de cabra echaría gordos muslos. Pero ahora que ha aprendido esas malas

artes no querrá ponerse a trabajar, que preferirá mendigar por el pueblo y alimentar su

insaciable estómago. Conque te voy a decir algo que se va a cumplir: si se acerca a la

casa del divino Odiseo, sus tortillas van a romper muchas banquetas que lloverán sobre

su cabeza desde las manos de esos hombres, pues va a ser su blanco por la casa.»

Así habló, y al pasar a su lado, el insensato dio una patada a Odiseo en la cadera,

aunque no consiguió echarlo fuera del camino, sino que éste se mantuvo firme. Entonces

Odiseo dudaba entre arrancarle la vida saltando tras él con el palo o levantarle y tirarle de

cabeza contra el suelo, pero se aguantó- y se contuvo. El porquero, en cambio, se encaró

con él y le reprendió, y levantando las manor suplicó así:

«Ninfas de la fuente, hijas de Zeus, si alguna vez Odiseo quemó en vuestro honor

muslos de corderos o cabritos cubriéndolos con gorda grasa, cumplidme este deseo: que

vuelva este hombre conducido por un dios. Seguro que él acabaría con toda la insolencia

que ahora pasea por la ciudad, mientras malos pastores acaban con los ganados.»

Y le contestó Melantio, el cabrero:

«¡Ay, ay, qué cosa ha dicho este perro urdidor de intrigas! Me lo voy a llevar algún día

lejos de Itaca en negra nave de Buenos bancos para que me entreguen por él un buen

precio, porque ¡ojalá Apolo, el de arco de plaza, alcance hoy mismo a Telémaco dentro

del palacio o sucumba a manos de los pretendientes, lo mismo que Odiseo ha perdido en

tierras lejanas el día de su regreso!»

Así diciendo, los dejó caminando lentamente; en cambio, él se puso en camino y llegó

enseguida a la morada del rey. Entró y sentó entre los pretendientes, frente a Eurímaco,

pues a éste era a quien más estimaba. Pusieron junto a él una porción de carne los que

servían y la venerable ama de llaves le llevó pan y se lo dejó al lado para que lo comiera.

Odiseo y el divino porquero se detuvieron en su caminar; les llegaba el sonido de la

sonora lira, pues Femio se había puesto a cantar para ellos. Entonces Odiseo tomó de la

mano al porquero y le dijo:

«Eumeo, a lo que parece ésta es la hermosa morada de Odiseo, pues se destaca tanto

que se la puede ver fácilmente entre otras muchas. Una estancia sigue a la otra, su patio

está cercado con muro y cornisa y sus puertas bien firmes son de doble hoja. Ningún

hombre podría rendirla por la fuerza. Me parece que muchos hombres se están

banqueteando dentro, pues se levanta un olor a grasa y resuena la lira, a la que los dioses

han hecho compañera del banquete.»

Y contestando le dijiste, porquero Eumeo:

«Con facilidad lo has percatado, que no eres sandio tampoco en lo demás. Pero, vamos,

pensemos cómo actuar. Entra tú primero en la agradable morada y mézclate con los

pretendientes, que yo me quedaré aquí; o, si quieres, quédate tú y entraré yo primero.

Pero no te quedes parado mucho tiempo, no sea que te vea alguien fuera y te tire algo o te

eche. Esto es to que te aconsejo que consideres.»

Y le contestó luego el sufridor, el divino Odiseo:

«Lo sé, me doy cuenta, se lo dices a quien comprende. Con que marcha tú primero y yo

me quedaré aquí, que ya sé lo que son golpes y pedradas. Mi ánimo es paciente, pues he

sufrido muchos males en el mar y la guerra; que venga esto después de aquello. Cuando

tiene apetito, no es posible acallar al maldito estómago que tantas desgracias suele

acarrear a los hombres; por culpa suya incluso las bien entabladas naves se preparan para

surcar el estéril mar portando la desgracia a hombres enemigos.»

Así hablaban entre sí. Entonces un perro que estaba tumbado enderezó la cabeza y las

orejas, el perro Argos, a quien el sufridor Odiseo había criado, aunque no pudo disfrutar

de él, pues antes se marchó a la divina Ilión. Al principio le solían llevar los jóvenes a

perseguir cabras montaraces, ciervos y liebres, pero ahora yacía despreciado -una vez que

se hubo ausentado Odiseo- entre el estiércol de mulos y vacas que estaba amontonado

ante la puerta a fin de que los siervos de Odiseo se lo llevaran para abonar sus extensos

campos. Allí estaba tumbado el perro Argos, lleno de pulgas. Cuando vio a Odiseo cerca,

entonces sí que movió la cola y dejó caer sus orejas, pero ya no podia acercarse a su amo.

Entonces Odiseo, que le vio desde lejos, se enjugó una lágrima sin que se percatara

Eumeo y le preguntó:

«Eumeo, es extraño que este perro esté tumbado entre el estiércol. Su cuerpo es

hermoso, aunque ignoro si, además de hermoso, era rápido en la carrera o, por el

contrario, era como esos perros falderos que crían los señores por lujo.»

Y contestándole dijiste, porquero Eumeo:

«Este perro era de un hombre que ha muerto lejos de aquí. Si su cuerpo y obras fueron

como cuando lo dejó Odiseo al marchar a Troya, pronto lo admirarías al contemplar su

rapidez y vigor, que nunca salía huyendo de ninguna bestia en la profundidad del espeso

bosque cuando la perseguía-pues también era muy diestro en seguir el rastro. Pero ahora

lo tiene vencido la desgracia, pues su amo ha perecido lejos de su patria y las mujeres no

se cuidan de él; que los siervos, cuando los amos ya no mandan, no quieren hacer los

trabajos que les corresponden, pues Zeus, que ve a lo ancho, quita a un hombre la mitad

de su valía cuando le alcanza el día de la esclavitud.»

Así diciendo entró en la morada, agradable para vivir, y se fue derecho por el mégaron

en busca de los ilustres pretendientes. Y a Argos le arrebató el destino de la negra muerte

al ver a Odiseo después de veinte años.

Telémaco, semejante a los dioses, fue el primero en ver al porquero avanzar por la casa

y enseguida le hizo señas invitándole a ponerse a su lado. Eumeo echó una ojeada, tomó

una banqueta que estaba cerca (donde se solía sentar el trinchante para repartir abundante

carne entre los pretendientes cuando se banqueteaban en el palacio) y llevándoselo lo

puso junco a la mesa de Telémaco y se sentó. Entonces el heraldo tomó una porción, sacó

pan del canasto y se lo ofreció.

Enseguida, detrás de Eumeo, entró en el patio Odiseo semejante a un miserable y viejo

mendigo que se apoyaba en su bastón y cubría su cuerpo con ropas que daban pena,

sentóse sobre el umbral de madera de fresno dentro de las puertas y se apoyó en la jamba

de madera de ciprés que un artesano había pulimentado hábilmente y enderezado con la

plomada. Telémaco llamó junto a sí al porquero y le dijo mientras cogía un pan entero del

hermoso canasto y cuanta carne le cupo en las manos:

«Lleva esto al forastero y ofréceselo, y aconséjale que vaya recorriendo todos los

pretendientes y les pida, que no es buena la vergüenza para el hombre necesitado.»

Así dijo; echó a andar el porquero cuando hubo oído su palabra y, poniéndose cerca, le

dijo aladas palabras:

«Forastero, Telémaco te entrega esto y te aconseja que vayas recorriendo todos los

pretendientes y les pidas, que dice que no es buena la vergüenza para un hombre

necesitado.»

Y contestándole dijo el astuto Odiseo:

«Soberano Zeus, ¡que Telémaco sea próspero entre los hombres y obtenga todo cuanto

anhela en su corazón!»

Así dijo; tomólo en sus dos manos y lo puso a sus pies, sobre el sucio zurrón; y lo

comió mientras cantaba el aedo en el palacio.

Cuando lo había comido terminó el divino aedo y los pretendientes comenzaron a

alborotar en el palacio.

Entonces Atenea se puso cerca de Odiseo Laertíada y lo apremió a que recogiera

mendrugos entre los pretendientes y pudiera conocer quiénes eran rectos y quiénes

injustos, aunque ni aun así iba a librar a ninguno de la muerte. Así que se puso en marcha

para mendigar de izquierda a derecha a cada uno de ellos, extendiendo sus manos a todas

partes como si fuera un mendigo de siempre. Los pretendientes le daban compadecidos,

se admiraban de él y se preguntaban unos a otros quién podría ser y de dónde vendría.

Entonces habló entre ellos Melantio, el cabrero:

«Escuchadme, pretendientes de la ilustre reina, sobre este forastero, pues yo lo he visto

ya antes. En realidad lo ha traído aquí el porquero, aunque no sé de cierto de dónde se

precia de ser su linaje.»

Así dijo, y Antínoo reprendió al porquero:

«Porquero ilustre, ¿por qué lo has traído a la ciudad? ¿Es que no tenemos suficientes

vagabundos, mendigos pegajosos, aguafiestas? ¿O es que te parecen pocos los que se

reúnen aquí para comer la hacienda de tu señor y has invitado también a éste?»

Y contestándole dijiste, porquero Eumeo:

«Antínoo, con ser noble no dices palabras justas. Pues ¿quién sale a traer de fuera un

forastero como no sea uno de los servidores del pueblo, un adivino, un curador de

enfermedades o un trabajador de la madera, o incluso un aedo inspirado que complazca

con sus cantos? Estos sí, éstos son los hombres a quienes se invita a venir sobre la

extensa tierra, pero nadie invitaría a un vagabundo a que le importune.

«Y es que tú has sido siempre entre todos los pretendientes el más duro para con los

siervos de Odiseo, y en especial para conmigo. Ahora que a mí no me importa mientras

me viva en el palacio la prudente Penélope y Telémaco, semejante a los dioses.»

Y Telémaco le contestó discretamente:

«Calla, no me contestes a éste con tantas palabras. Antínoo acostumbra a provocar

continuamente con palabras duras e incluso incita a los demás.»

Así dijo, y dirigió a Antínoo aladas palabras:

«Antínoo, en verdad tu cuidas de mí como un padre de su hijo al aconsejarme que

arroje del palacio al forastero con palabra tajante; que no cumpla dios esto. Toma algo y

dáselo; no lo veo con malos ojos, sino que te ordeno que lo hagas. Y no tengas temor por

causa de mi madre ni de ninguno de los siervos que hay en la casa del divino Odiseo.

Aunque creo que es otro pensamiento el que albergas en tu pecho, pues prefieres comer

tú a destajo antes que dárselo a otro.»

Y Antínoo le contestó y dijo:

«¡Telémaco fanfarrón, incapaz de reprimir tu ira, qué cosa has dicho! Si todos los

pretendientes le dieran tanto como yo, su casa lo retendría durante tres meses lejos de

aquí.»

Así dijo, y tomándolo de debajo de la mesa, le enseñó el escabel sobre el que apoyaba

sus brillantes pies mientras se daba al banquete. Pero todos los demás le dieron y llenaron

su zurrón de pan y carne. Iba ya Odiseo por el pavimento a probar los regalos de los

aqueos, cuando se detuvo junto a Antínoo y le dijo su palabra:

«Dame, amigo, que no me pareces el menos noble de los aqueos, sino el más excelente,

pues te asemejas a un rey. Por ello tienes que darme incluso más comida que los demás y

yo diré tu nombre por la infinita tierra. También yo habité en otro tiempo en casa rica y

daba a menudo a un vagabundo así, de cualquier ralea que fuera y cualquier cosa que

llegara precisando. Tenía miles de esclavos y otras muchas cosas con las que los hombres

viven bien y se les llama ricos. Pero Zeus Cronida me arruinó -pues debió de quererlo así

enviándome con unos errantes piratas a Egipto, camino largo, para que pereciera. Atraqué

mis cuvadas naves en el río Egipto. Entonces ordené a mis leales compañeros que se

quedaran junto a ellas para vigilarlas y envié espías a puestos de observación con orden

de que regresaran, pero éstos, cediendo a su ambición, saquearon los hermosos campos

de los egipcios, se llevaron a las mujeres y tiernos niños y mataron a los hombres. Pronto

llegó el griterío a la ciudad, así que, al escucharlo, se presentaron al despuntar la aurora:

llenóse la llanura toda de gente de a pie y a caballo y del estruendo del bronce. Zeus, el

que goza con el rayo, indujo a mis compañeros a huir cobardemente y ninguno se atrevió

a dar el pecho. Por todas partes nos rodeaba la destrucción. Allí mataron con agudo

bronce a muchos de mis compañeros y a otros se los llevaron vivos para forzarlos a

trabajar sus campos, pero a mí me llevaron a Chipre y me entregaron a un forastero que

dio con nosotros, a Dmator Jasida, quien gobernaba con fuerza en Chipre. Desde allí he

llegado aquí después de sufrir desgracias».

Y Antínoo le contestó y dijo:

«¿Qué dios nos ha traído aquí esta peste, esta ruina del banquete? Quédate ahí en

medio, lejos de mi mesa, no sea que tengas que volver enseguida al amargo Egipto y a

Chipre, que eres un mendigo audaz y desvergonzado. Te pones ante éstos, uno tras otro, y

todos te dan atolondradamente, pues no tienen moderación ni sienten compasión al

regalar cosas ajenas que tienen en abundancia a su disposición.»

Y le contestó retirándose el astuto Odiseo:

«¡Ay, ay, que a tu gallardía no se añade también la cordura! En verdad, no darías ni

siquiera sal de tu propia hacienda a quien se te acercara si, estando en casa ajena, no has

podido tomar un poco de pan para darme, y eso que tienes en abundancia a tu

disposición.»

Así habló; Antínoo se irritó más aún en su corazón y mirándole torvamente le dirigió

aladas palabras:

«Ahora es cuando creo que no vas a retirarte con bien atravesando el mégaron, ya que

estás injuriándome.»

Asi habló, y, tomando el escabel, se lo tiró al hombro derecho, acertándole en el

extremo de la espalda. Odiseo se mantuvo en pie, firme como una roca, y el golpe de

Antínoo no le hizo perder pie, pero movió la cabeza en silencio meditando secretos

males.

Se retiró para sentarse en el umbral, dejó el bien lleno zurrón y comenzó a hablar a los

pretendientes:

«Escuchadme, pretendientes de la ilustre reina, para que os diga lo que mi ánimo me

ordena dentro del pecho. No es grande el dolor en las entrañas ni la pena cuando un

hombre es golpeado luchando por sus posesiones, sus toros o sus blancas ovejas. Pero

Antínoo me ha golpeado por causa del miserable estómago, el maldito estómago que

proporciona males sin cuento a los hombres. Conque, si en verdad existen dioses y Erinis

de los mendigos, que el término de la muerte alcance a Antínoo antes de su matrimonio.»

Y Antínoo hijo de Eupites, le replicó:

«Siéntate a comer tranquilo, forastero, o lárgate a otra parte, no sea que los jóvenes te

arrastren por el palacio, por lo que dices, asiéndote del pie o del brazo y te llenen todo de

arañazos.»

Asi habló, y todos ellos se indignaron sobremanera. Y uno de los jóvenes orgullosos

decía así:

«Antínoo, cruel, no has hecho bien en golpear al pobre vagabundo, si es que existe un

dios en el cielo. Que los dioses andan recorriendo las ciudades bajo la forma de forasteros

de otras tierras y con otros mil aspectos, y vigilan la soberbia de los hombres o su

rectitud.»

Así le dijeron los pretendientes, pero él no prestaba atención a sus palabras.

Telémaco hacía crecer en su corazón un gran dolor por su padre golpeado, pero no dejó

caer a tierra lágrima alguna de sus párpados, sino que movió la cabeza en silencio,

meditando secretos males.

Cuando la prudente Penélope oyó que el forastero había sidó golpeado en el palacio

dijo a sus siervas:

«¡Ojalá Apolo, de ilustre arco, te alcance también a ti de esta forma!»

Y la despensera Eurínome dijo:

«¡Ojalá se diera cumplimiento a nuestras maldiciones! Ninguno de éstos llegaría vivo

hasta la aurora de hermoso trono.»

Y la prudente Penélope le dijo:

«Tata, todos son enemigos, pues maquinan maldades, pero Antínoo sobre todos se

asemeja a una negra Ker. Ese pobre forastero vaga por la casa pidiendo a los hombres,

pues le obliga la pobreza; todos han llenado su zurrón y le han dado, pero éste le ha

alcanzado con un escabel en el hombro derecho.»

Así hablaba ella con sus esclavas, sentada en el dormitorio, mientras comía el divino

Odiseo. Entonces llamó junto a sí al divino porquero y le dijo:

«Ve, divino Eumeo, y ordena al forastero que venga para saludarlo y preguntarle si ha

oído hablar sobre el sufridor Odiseo o lo ha visto con sus ojos pues parece un hombre

muy asendereado. »

Y tú le contestaste, porquero Eumeo, diciendo:

«Reina, ojalá se callaran los aqueos; este sí que hechizaría tu corazón con lo que cuenta.

Yo lo he tenido tres noches y tres días en mi cabaña (pues fue a mí a quien llegó primero

después de huir de una nave), pero todavía no ha terminado de contarme sus desgracias.

Como cuando un hombre contempla embelesado a un aedo que canta inspirado por los

dioses y conoce versos deseables para los hombres -y éstos desean escucharle sin cesar

siempre que se pone a cantar-, así me ha hechizado éste sentado en mi morada. Asegura

que es huésped de Odiseo por parte de padre y que habitaba en Creta, donde está el linaje

de Minos. Ha llegado de allí sufriendo penalidades, después de mucho rodar, y afirma

haber oído sobre Odiseo vivo y cercano, en el rico pueblo de los tesprotos; y trae a casa

numerosos tesoros.»

Y le dijo la prudente Penélope:

«Marcha, invítalo a venir aquí para que me lo cuente en persona. Que se diviertan éstos

fuera o aquí en la casa, puesto que su ánimo está alegre: y es que sus bienes están intactos

en su palacio; se los comen los siervos, en cambio ellos vienen todos los días a nuestro

palacio y, sacrificando toros y ovejas y gordas cabras, se banquetean y beben el rojo vino

sin mesura. Todo se está perdiendo, pues no hay un hombre como Odiseo para apartar de

su casa esta peste. Si Odiseo llegara a su sierra patria haría pagar enseguida, junto con su

hijo, las violencias de estos hombres.»

Así habló, y Telémaco lanzó un gran estornudo y toda la casa resonó espantosamente.

Rióse Penélope y dirigió a Eumeo aladas palabras:

«Marcha y haz venir frente a mí al forastero. ¿No ves que mi hijo ha estornudado ante

mis palabras? Por esto no puede dejar de cumplirse la muerte para todos los

pretendientes; nadie podrá alejar de ellos la muerte y las Keres. Voy a decirte otra cosa

que has de poner en tu interior: si reconozco que todo lo que dice es cierto, le vestiré de

túnica y manto, hermosos vestidos.»

Así habló; marchó el porquero luego que hubo escuchado su palabra y, poniéndose

cerca, le dijo aladas palabras:

«Padre forastero, te llama la prudente Penélope, la madre de Telémaco. Su ánimo la

impulsa a preguntarte por su esposo, ya que ha sufrido muchas penas. Y si reconoce que

todo lo que le dices es cierto, te vestirá de túnica y manto, cosas que más necesitas.

También podrás alimentar tu vientre pidiendo comida por el pueblo, y te dará quien lo

desee.»

Y le contestó el sufridor, el divino Odiseo:

«Eumeo, contaría enseguida toda la verdad a la hija de Icario, a la prudente Penélope -

pues sé muy bien sobre aquél y hemos recibido un infortunio semejante-, pero temo a la

multitud de los terribles pretendientes, cuya soberbia y violencia ha llegado al férreo

cielo. Además, cuando ese hombre me hizo daño golpeándome al cruzar el salón -y sin

hacer yo nada malo-, ni Telémaco ni ningún otro me protegió. Por esto aconsejo a

Penélope que se quede en sus habitaciones -por mucho que desee salir- hasta la puesta del

sol. Pregúnteme entonces sobre el día del regreso de su esposo, sentada muy cerca del

fuego, pues tengo unos vestidos que dan pena y bien lo sabes tú, que ya te supliqué antes

que a nadie.»

Así habló, y marchó el porquero cuando hubo escuchado su palabra. Cuando atravesaba

el umbral le dijo Penélope:

« ¿No me lo traes, Eumeo? ¿Qué es lo que ha pensado el vagabundo? ¿Es que tiene

mucho miedo de alguien o se avergüenza por otros motivos de cruzar la casa? Malo es un

vagabundo vergonzoso.»

Y tú le contestaste, porquero Eumeo, diciendo:

«Ha hablado como le corresponde y dice lo que pensaría cualquier otro que quiere

evitar la soberbia de esos hombres altivos. Conque te aconseja que esperes hasta la puesta

del sol. Y es que será para ti mucho mejor, reina, que estés sola cuando dirijas tu palabra

al forastero o le escuches.»

Y le contestó la prudente Penélope:

«No piensa como insensato el forastero, sea como fuere, pues entre los mortales

hombres no hay quienes maquinen semejantes maldades, llenos de arrogancia.»

Así habló ella, y el divino porquero marchó hacia la multitud de los pretendientes, una

vez que le hubo manifestado todo. Luego dirigió a Telémaco aladas palabras,

manteniendo cerca su cabeza para que no se enteraran los demás:

«Amigo, yo me marcho a vigilar los cerdos y todo aquello, tu sustento y el mío.

Ocúpate tú aquí de todo. Antes que nada mira por tu seguridad y piensa la forma de que

no te pase nada, que muchos de los aqueos andan meditando males. ¡Ojalá los destruya

Zeus antes de que nos llegue la desgracia!»

Y Telémaco le contestó discretamente:

«Así será, abuelo. Márchate después de merendar pero vuelve al amanecer y trae

hermosas víctimas, que yo y los inmortales nos cuidaremos de todo esto.»

Así habló; el porquero se sentó de nuevo sobre la bien pulida banqueta y después de

saciar su apetito con comida y bebida se puso en marcha hacia los cerdos, abandonando

el patio y el mégaron lleno de comensales.

Y éstos gozaban con la danza y el canto, pues ya había caído la tarde.

CANTO XVIII

LOS PRETENDIENTES VEJAN A ODISEO

En esto llegó un mendigo del pueblo que solía pedir por la ciudad de Itaca y sobresalía

por su vientre insaciable, por comer y beber sin parar. No tenía vigor ni fortaleza, pero su

cuerpo era grande al mirarlo. Su nombre era Arneo, que se lo puso su soberana madre el

día de su nacimiento, pero todos los jóvenes le llamaban Iro, porque solía ir de

correveidile cuando alguien se lo mandaba. Cuando llegó, empezó a perseguir a Odiseo

por su casa y le insultaba diciendo aladas palabras:

«Viejo, sal del pórtico, no sea que te arrastre por el pie. ¿No has oído que todos me

hacen guiños incitándome a que te arrastre? Yo, sin embargo, siento vergüenza. Conque

levántate, no sea que nuestra disputa llegue a las manos.»

Y mirándole torvamente dijo el muy astuto Odiseo:

«Desgraciado, ni te hago daño alguno ni te dirijo la palabra, y no siento envidia de que

alguien te dé, aunque recojas muchas cosas. Este umbral tiene cabida para los dos y no

tienes por qué envidiar lo ajeno. Me pareces un vagabundo como yo y son los dioses los

que dan fortuna. Pero no me provoques a luchar, no sea que me irrites y, con ser viejo, te

empape de sangre el pecho y los labios. Así tendría más tranquilidad para mañana, pues

no creo que volvieras por segunda vez al palacio de Odiseo Laertíada.»

Y el vagabundo Iro le contestó airado:

«¡Ay, ay, qué deprisa habla este gorrón que se parece a una vieja ennegrecida por el

hollín! Y eso que podría yo pensar en dañarle golpeándolo con las dos manos y arrancar

todos los dientes de sus mandíbulas, como los de un cerdo devorador de mieses, y tirarlos

al suelo. Ponte el ceñidor para que todos vean que luchamos; aunque ¿cómo podrías

luchar con un hombre más joven?»

Así es como se iban encolerizando sobre el pulimentado pavimento, delante de las

elevadas puertas. La sagrada fuerza de Antínoo oyó a los dos y sonriendo dulcemente

dijo a los pretendientes:

«Amigos, nunca hasta ahora nos había tocado en suerte una diversión como la que dios

nos ha traído a esta casa. El forastero e Iro están incitándose mutuamente a llegar a las

manos. Así que empujémosles enseguida.»

Así dijo y todos comenzaron a reírse; rodearon a los andrajosos mendigos y les dijo

Antínoo, hijo de Eupites:

« Escuchadme, ilustres pretendientes, mientras os hablo. Hay en el fuego unos vientres

de cabra, éstos que hemos dejado para la cena llenándolos de grasa y de sangre. El que

venza de los dos y resulte más fuerte podrá levantarse él mismo y coger el que quiera.

Además, podrá participar siempre de nuestro banquete y no permitiremos que ningún otro

mendigo se nos acerque a pedir.»

Así dijo Antínoo y les agradó su palabra. Entonces el astuto Odiseo les dijo con

intenciones engañosas:

«Amigos, no es posible que un viejo luche con un hombre más joven, sobre todo si está

abrumado por el infortunio, pero el perverso vientre me empuja a que sucumba ante sus

golpes. Conque, vamos, juradme todos con firme juramento que nadie prestará ayuda a

Iro y me golpeará con mano pesada injustamente, haciéndome sucumbir ante éste por la

fuerza.»

Así dijo, y todos juraron como les había pedido. Así que cuando habían completado su

juramento dijo entre ellos la sagrada fuerza de Telémaco:

«Forastero, si tu corazón y tu valeroso ánimo te empujan a defenderte de éste, no temas

a ninguno de los aqueos, pues tendrá que luchar contra muchos más quien te mate. Yo

soy quien te hospeda y los dos reyes Antínoo y Eurímaco, ambos discretos, aprueban mis

palabras.»

Así dijo, y todos asintieron. Así que Odiseo ciñó sus miembros con los andrajos y dejó

al descubierto unos muslos grandes y hermosos y al descubierto quedaron sus anchos

hombros, su torso y sus pesados brazos.

Entonces Atenea se puso a su lado y fortaleció los miembros del pastor de su pueblo.

Todos los pretendientes se asombraron muy mucho y uno decía así al que tenía al lado:

«Pronto este Iro va a dejar de ser Iro y tener la desgracia que se ha buscado; ¡menudos

muslos deja ver el viejo a través de sus andrajos!»

Así decían, y el corazón le dio un vuelco a Iro de mala manera. Pero aun así los

escuderos le ciñeron y arrastraron a la fuerza atemorizado. Y sus carnes le temblaban en

todo el cuerpo. Entonces Antínoo le dijo su palabra y le llamó por su nombre:

«¡Ojalá no existieras, fanfarrón, ni hubieras nacido si tanto tiemblas y temes a éste, a un

viejo abrumado por el infortunio que le ha alcanzado! Pero te voy a decir algo que se va a

cumplir: Si éste te vence y resulta más fuerte, te meteré en negra nave y te enviaré al

continente, al rey Equeto, azote de todos los mortales, para que te corte la nariz y las

orejas con cruel bronce y arrancando tus miembros se los arroje a los perros para que se

los coman crudos.»

Así dijo, el temblor se apoderó todavía más de sus miembros y lo arrastraron hacia el

medio. Y los dos extendieron sus brazos.

Entonces, el sufridor, el divino Odiseo, dudó entre derribarlo de forma que su alma le

abandonara al caer o derribarlo suavemente y extenderlo en el suelo. Y mientras así

dudaba le pareció más ventajoso derribarlo suavemente para que los aqueos no

sospecharan nada. Así que levantando ambos los brazos, Iro golpeó a Odiseo en el

hombro derecho y Odiseo golpeó el cuello de Iro bajo la oreja y rompió por dentro sus

huesos. Al punto bajó por su boca la negra sangre y cayó al suelo gritando. Pateaba

contra el suelo y hacía rechinar sus dientes, y los ilustres pretendientes levantaron sus

manos y se morían de risa. Entonces Odiseo le asió por el pie y lo arrastró a lo largo del

pórtico hasta llegar al patio y las puertas de la galería. Lo dejó sentado contra la cerca del

patio, le puso el bastón entre las manos y le dirigió aladas palabras:

«Quédate ahí sentado para espantar a cerdos y perros, y no pretendas ser jefe de

forasteros y mendigos, miserable como eres, no sea que te busques un mal todavía

mayor.»

Así diciendo echó a sus hombros el sucio zurrón rasgado por muchas partes, en el que

había una correa retorcida, volvió al umbral y se sentó. Los pretendientes entraron

riéndose suavemente y le felicitaban con sus palabras, y uno de los jóvenes arrogantes

decía así:

«Forastero, que Zeus y los demás dioses inmortales te concedan lo que más desees y

sea caro a tu corazón, pues has hecho que este insaciable deje de vagabundear por el

pueblo. Pronto lo llevaremos al continente, al rey Equeto, azote de todos los mortales.»

Así decían y el divino Odiseo se alegró con el presagio. Entonces Antínoo le puso al

lado un gran vientre lleno de grasa y sangre. También Anfínomo puso a su lado dos panes

que tomó de la cesta, le ofreció vino en copa de oro y dijo:

«Salud, padre forastero; que seas rico y feliz en el futuro, pues ahora estás envuelto en

numerosas desgracias.»

Y contestándole dijo el muy astuto Odiseo:

«Anfínomo, de verdad que me pareces discreto, siendo hijo de tal padre, pues he oído la

fama que tiene Niso de Duliquia de ser gallardo y rico. Dicen que eres hijo de éste y

pareces hombre discreto. Por eso te voy a decir algo -préstame atención y escúchame-:

nada cría la tierra más endeble que el hombre de cuantos seres respiran y caminan por

ella. Mientras los dioses le prestan virtud y sus rodillas son ágiles, cree que nunca en el

futuro va a recibir desgracias; pero cuando los dioses felices le otorgan miserias, incluso

éstas tiene que soportarlas con ánimo paciente contra su voluntad. Pues el pensamiento de

los hombres terrenos cambia con cada día que nos trae el padre de hombres y dioses.

También en otro tiempo yo estuve a punto de ser rico y feliz entre los hombres, pero

cometí numerosas violencias cediendo a mi fuerza y poder por confiar en mi padre y mis

hermanos. Por esto ningún hombre debe ser nunca injusto, sino retener en silencio los

dones que los dioses le hagan.

«Estoy viendo a los pretendientes maquinar acciones semejantes, trasquilando los

bienes y deshonrando a la esposa de un hombre que, te aseguro, no estará ya mucho

tiempo lejos de los suyos y su patria, por el contrario, está cerca. Conque ¡ojalá un dios te

saque de aquí y lleve a casa para no tener que enfrentarte con aquél el día que regrese a

su tierra patria!; que creo no va a ser sin sangre la contienda entre él y los pretendientes,

cuando haya entrado en su hogar.»

Así habló, después de hacer libación bebió el delicioso vino y volvió a depositar la copa

en manos del conductor de su pueblo. Éste marchó por el palacio acongojado en su

corazón moviendo la cabeza, pues ya veía en su interior la perdición. Pero ni aun así

consiguió escapar a la muerte, que también a éste sujetó Atenea bajo los brazos de

Telémaco para que sucumbiera con fuerza a su lanza.

Y volvió a sentarse en el sillón de donde se había levantado.

Entonces la diosa de ojos brillantes, Atenea, puso en la mente de la hija de Icario, la

prudente Penélope, la idea de aparecer ante los pretendientes, a fin de que ensanchara aún

más el corazón de éstos y resultara aún más respetable que antes a los ojos de su esposo e

hijo. Sonrió sin motivo, dijo su palabra a la despensera y la llamó por su nombre:

«Eurínome, mi ánimo desea, aunque nunca antes lo deseó, mostrarme ante los

pretendientes por odiosos que me sigan siendo. Voy a decir a mi hijo una palabra que

quizá le resulte provechosa: que no se mezcle con los pretendientes, quienes le hablan

bien, pero por detrás le piensan mal.»

Y Eurínome, la despensera, le dirigió su palabra:

«Sí, todo esto lo dices como te corresponde, hija. Conque ve y di a tu hijo tu palabra y

nada le ocultes, pero antes lava tu cuerpo y pinta tus mejillas. No vayas con el rostro tan

empapado de llanto, que es cosa mala andar siempre entre penas. Tu hijo es ya tan grande

como pedías a los inmortales verlo, cubierto de barba.»

Y le contestó la prudente Penélope:

«Eurínome, no digas, por más que te cuides de mí, que lave mi cuerpo y unja mis

mejillas con aceite, que los dioses que ocupan el Olimpo me arrebataron la belleza el día

que aquél se marchó en las cóncavas naves. Pero dile a Autónoe e Hipodamia que

vengan, a fin de que me acompañen por el palacio. No quiero presentarme sola ante

hombres, pues siento vergüenza.»

Así dijo, y la anciana atravesó el mégaron para dar el recado a las mujeres y

apremiarlas a que marcharan.

Entonces Atenea, la diosa de ojos brillantes, concibió otra idea: derramó sobre la hija

de Icario dulce sueño y ésta echóse a dormir en la misma silla y todos los miembros se le

aflojaron. Entretanto, la divina entre las diosas le otorgó dones inmortales para que los

aqueos se admiraran al verla. En primer lugar limpió su hermoso rostro con la belleza

inmortal con que suele adornarse Citerea, de linda corona, cuando comparte el deseable

coro de las Gracias. También la hizo más alta y más fuerte a la vista y la hizo más blanca

que el marfil tallado. Realizado esto, sè alejó la divina entre las diosas y llegaron del mégaron

las siervas de blancos brazos, acercándose con vocerío.

Entonces abandonó el sueño a Penélope, frotóse las mejillas con sus manos y dijo:

«¡Qué blando letargo ha cubierto mis sufrimientos! Ojalá la casta Artemis me

proporcionara una muerte así de blanda ahora mismo, para no seguir consumiendo mi

vida con corazón acongojado en la nostalgia de las muchas virtudes de mi marido, pues

era el más excelente de los aqueos.»

Así diciendo, abandonó el brillante piso de arriba, pero no sola, que la acompañaban

dos siervas. Cuando llegó juntó a los pretendientes la divina entre las mujeres se detuvo

junto a una columna del ricamente labrado techo, sosteniendo ante sus mejillas un grueso

velo. Y una diligente sierva se colocó a cada lado. Las rodillas de los pretendientes se

debilitaron allí mismo -pues había hechizado su corazón con el deseo--- y todos desearon

acostarse junto a ella en la cama.

Entonces se dirigió a Telémaco, su querido hijo:

«Telémaco, ya no tienes voluntad ni juicio firmes. Cuando eras niño regías tus intereses

aún mejor que ahora; en cambio, ahora que eres grande y has alcanzado la medida de la

juventud -y eso que cualquiera pensaría que eres hijo de un hombre rico mirando tu talla

y hermosura, un ser de otro sitio-, y no tienes voluntad ni juicio como es debido. ¡Qué

acción es esta que se ha producido en el palacio...!, y tú que has permitido que se ultrajara

a este forastero... ¿Qué pasaría si un huésped alojado en nuestro palacio recibiera este

doloroso trato? Seguro que la vergüenza y el escarnio de las gentes serían para ti.»

Y Telémaco le contestó discretamente:

«Madre mía, no me voy a indignar porque te irrites conmigo, que pienso en mi interior

y sé muy bien cada cosa, lo bueno y lo malo, aunque hasta ahora he sido todavía un niño.

Pero no puedo pensar en todo con discreción, pues me asustan éstos que se sientan a mi

lado maquinando maldades y yo no tengo quien me ayude. El altercado entre el forastero

e Iro se ha producido no por voluntad de los pretendientes, sino porque aquél era más

vigoroso.

«¡Ojalá -por Zeus padre, Atenea y Apolo- que los pretendientes inclinaran su cabeza

vencidos, en el patio los unos, dentro de la casa los otros, y se les aflojaran los miembros

de la misma forma que el desdichado Iro está ahora sentado con la cabeza gacha,

semejante a un borracho, sin poder tenerse en pie ni volver a casa, pues sus miembros

están flojos.»

Así se decían uno a otro. Y Eurímaco se dirigió a Penélope con palabras:

« Hija de Icario, prudente Penélope, si te contemplaran todos los aqueos de Argos de

Yaso, serían muchos más los pretendientes que se banquetearan desde el amanecer en

vuestro palacio, pues sobresales entre las mujeres por tu forma y talla y por el juicio que

tienes dentro bien equilibrado.»

Y le contestó luego la prudente Penélope:

«Eurímaco, en verdad han destruido los inmortales mis cualidades -forma y cuerpo-, el

día en que los aqueos se embarcaron para Ilión, y con ellos estaba mi esposo Odiseo. Si al

menos viniera él y cuidara mi vida, mayor sería mi gloria y yo más bella, pero estoy

afligida, pues son tantos los males que la divinidad ha agitado contra mí. Cuando marchó

Odiseo abandonando su tierra patria, me tomó de la mano derecha por la muñeca y me

dijo: "Mujer, no creo que vuelvan incólumes de Troya todos los aqueos de buenas grebas,

que dicen que los troyanos son buenos luchadores, tanto lanzando el venablo como las

flechas o montando en veloces caballos, los cuales pueden decidir rápidamente una gran

contienda cuando está equilibrada. Por esto, no sé si va a librarme dios o perecerá en la

misma Troya. Cuida tú aquí de todo; presta atención a mis padres en el palacio como

ahora, o todavía más, cuando yo esté lejos. Cuando veas que mi hijo ya tiene barba,

cásate con quien desees y abandona tu casa." Así dijo aquél y todo se está cumpliendo.

Llegará la noche en que el odioso matrimonio salga al encuentro de esta desgraciada a

quien Zeus ha quitado la felicidad. Pero me ha llegado al corazón esta terrible aflicción:

no suele ser así -al menos antes no lo era- el comportamiento de los pretendientes que

quieren cortejar a una mujer noble, hija de un hombre rico, rivalizando entre sí; suelen

llevar vacas y rico ganado para festín de los amigos de la novia y entregar a ésta

brillantes presentes, pero no comerse sin pagar una hacienda ajena.»

Así habló, y se llenó de alegría el sufridor, el divino Odiseo porque trataba de arrancar

regalos y hechizar sus corazones con blandas palabras, mientras su mente revolvía otras

intenciones.

Entonces Antínoo, hijo de Eupites, se dirigió a ella:

«Hija de Icario, prudente Penélope, recibe los dones que quieran traerte los aqueos

-pues no es bueno rechazar un regalo-, que nosotros no iremos a trabajo ni a parte alguna

hasta que te desposes con el mejor de los aqueos.»

Así habló Antínoo y les agradó su palabra. Así que cada uno envió a un heraldo para

que trajera presentes. A Antínoo le trajo su heraldo un gran peplo hermoso, bordado y

con doce broches todos de oro encajados en sus bien dobladas corchetas. A Eurímaco le

trajo enseguida un collar adornado de oro, engarzado con ámbar, como un sol. Sus

siervos le llevaron a Euridamente dos pendientes con tres perlas, grandes como moras,

que despedían una gracia sin cuento. De casa de Pisandro, el soberano hijo de Polictor,

trajo un siervo una gargantilla, hermoso adorno. Cada uno de los aqueos llevó su hermoso

regalo. Entonces subió la divina entre las mujeres al piso superior y a su lado las siervas

portaban los hermosísimos presentes.

Los pretendientes se entregaron a la danza y al deseable canto y esperaron a que llegara

la tarde, y cuando estaban gozando se les echó encima la oscura tarde. Entonces

colocaron tres parrillas en el palacio para que les alumbraran, y en ellas madera seca,

muy seca, reseca, recién cortada con el bronce, y la mezclaron con teas. Y las siervas del

sufridor Odiseo se alternaban para alumbrar. Entonces les dijo el mismo hijo de los

dioses, el muy astuto Odiseo:

«Siervas de Odiseo, señor vuestro largo tiempo ausente, marchad a las habitaciones de

la venerable reina y moved la rueca junto a ella y divertidla sentadas en su estancia, o

cardad copos de lana en vuestras manos, que yo me quedaré aquí para ofrecer luz a todos

éstos. Aunque quieran aguardar a Eos, de hermoso trono, no me rendirán, que tengo

mucho aguante.»

Así dijo, y ellas se echaron a reír mirándose unas a otras. Entonces empezó a censurarle

con palabras de reproche Melanto de lindas mejillas (la había engendrado Dolio, pero la

crió Penélope y la cuidaba como a una hija y le daba juguetes, pero ni aun así sentía

lástima en su corazón por Penélope, sino que solía acostarse y hacer el amor con

Eurímaco). Ésta, pues, reprendió a Odiseo con palabras ultrajantes:

« Desgraciado forastero, estás tocado en tus mientes; no quieres ir a dormir a casa del

herrero ni al albergue público, sino que te quedas aquí y hablas mucho con audacia, en

medió de tantos hombres, sin sentir miedo en tu corazón. Seguro que el vino se ha

apoderado de tus entrañas, o quizá siempre es así tu juicio y dices sandeces. Acaso estás

fuera de ti por vencer a Iro, el vagabundo? Cuidado, no se levante contra ti alguien más

fuerte que Iro y, golpeándote en la cabeza con pesadas manos, te arrastre fuera del patio

manchado de sangre.»

Y mirándola torvamente, le dijo el muy astuto Odiseo:

«Perra, voy a ir a contar a Telémaco lo que estás diciendo, para que te corte en

pedazos.»

Así diciendo, espantó a las mujeres con sus palabras y se pusieron en camino por el

palacio, y sus miembros estaban flojos por el terror, pues pensaban que había dicho la

verdad. Entonces Odiseo se puso junto a las parrillas ardientes para alumbrarlos y dirigía

su mirada a todos ellos, pero su corazón revolvía dentro del pecho lo que no iba a quedar

sin cumplimiento.

Y Atenea no permitió que los esforzados pretendientes contuvieran del todo los

escarnios que laceran el corazón, para que el dolor se hundiera todavía más en el ánimo

de Odiseo Laertíada. Así que Eurímaco, hijo de Pólibo, comenzó a hablar ultrajando a

Odiseo -y produjo risa a sus compañeros:

«Escuchadme, pretendientes de la famosa reina, mientras os digo lo que mi corazón me

ordena dentro del pecho. Este hombre ha llegado a casa de Odiseo no sin la voluntad de

los dioses, que me parece que la luz de las antorchas sale de su misma cabeza, pues no le

queda ni un solo pelo.»

Así dijo, y luego se dirigió a Odiseo, destructor de ciudades:

«Forastero, ¿querrías servirme como jornalero, si te acepto, en el extremo del campo (y

tu jornal será suficiente), para construir cercas y plantar elevados árboles? Te ofrecería

comida todo el año y te daría ropa y calzado para tus pies. Aunque ahora que has

aprendido malas artes no querrás ponerte al trabajo, sino mendigar por el pueblo para

alimentar tu insaciable estómago.»

Y le contestó diciendo el muy astuto Odiseo:

«Eurímaco, si tú y yo rivalizáramos en el trabajo durante el verano, cuando los días son

largos, en la siega del heno y yo tuviera una bien curvada hoz y tú otra igual para

ponernos al trabajo sin comer hasta el crepúsculo -y hubiera hierba-, o si hubiera dos

bueyes que arrear, los mejores bueyes, rojizos y grandes, saciados ambos de heno, de

igual edad y peso, nada endebles de fortaleza, y hubiera un campo de cuatro fanegas y

cediera el terrón al arado..., entonces verías si soy capaz de tirar un surco bien derecho.

«Lo mismo digo si hoy mismo el Cronida moviera guerra en algún lado y tuviera yo

escudo y un par de lanzas y un yelmo de bronce bien ajustado a mis sienes; ibas a verme

enzarzado entre los primeros combatientes y no mentarías mi estómago para ultrajarme.

Pero eres arrogante y tu corazón es duro. Te crees grande y poderoso porque frecuentas la

compañía de gente pequeña y villana, pero si viniera Odiseo de vuelta a su tierra patria,

pronto estas puertas, con ser sobremanera anchas, te iban a resultar estrechas cuando

trataras de salir huyendo a través del pórtico.»

Así dijo, y Eurímaco se encolerizó más todavía, y mirándole torvamente le dirigió

aladas palabras:

«Ah, desgraciado, pronto voy a producirte daño por lo que dices en presencia de tantos

hombres sin sentir miedo en tu corazón. Seguro que el vino se ha apoderado de tus

entrañas o quizá siempre es así tu juicio y dices sandeces. ¿Acaso estás fuera de ti por

haber vencido a Iro, el vagabundo?»

Así diciendo, cogió el escabel, pero Odiseo fue a sentarse junto a las rodillas de

Anfínomo de Duliquia por temor a Eurímaco, y éste alcanzó al escanciador en el brazo

derecho. La jarra cayó al suelo con estrépito y el copero se desplomó boca arriba

gritando.

Los pretendientes alborotaron en el sombrío palacio y uno decía así al que tenía cerca:

«¡Ojalá el forastero éste hubiera muerto en otra parte antes de venir! Así no habría

organizado tal alboroto. Ahora, en cambio, estamos peleándonos por culpa de unos

mendigos y no habrá placer en el magnífico festín, pues está venciendo lo peor.»

Y la divina fuerza de Telémaco habló entre ellos:

« Desdichados, estáis enloquecidos y ya no podéis ocultar más tiempo los efectos de la

comida y bebida. Sin duda os empuja un dios. Conque marchaos a casa a dormir ahora

que os habéis banqueteado bien, cuando os lo ordene el ánimo, que yo no empujaré a

nadie.»

Así dijo, y todos clavaron los dientes en sus labios y se admiraban de Telémaco porque

había hablado audazmente. Entonces Anfínomo, ilustre hijo de Niso, el soberano hijo de

Aretes, se levantó entre ellos y dijo:

«Amigos, que nadie se moleste por lo dicho tan justamente, tocándole con palabras

contrarias. No maltratéis tampoco al forastero ni a ninguno de los esclavos del palacio del

divino Odiseo. Conque, vamos, que el copero haga una primera libación, por orden, en

las copas, para que una vez realizada marchemos a casa a dormir. En cuanto al forastero,

dejémoslo en el palacio de Odiseo al cuidado de Telémaco, ya que es a su casa donde ha

llegado.»

Así dijo y a todos les agradó su palabra. El héroe Mulio, heraldo de Duliquio, mezcló

vino en la crátera -era siervo de Anfínomo- y, puesto en pie, repartió vino a todos. Éstos

libaron en honor de los dioses felices con delicioso vino y, cuando habían hecho la

libación y bebido cuanto quiso su ánimo, se pusieron en camino, cada uno a su casa, para

dormir.

CANTO XIX

LA ESCLAVA EURICLEA RECONOCE A ODISEO

En cambio, el divino Odiseo se quedó en el palacio ideando, con la ayuda de Atenea, la

muerte contra los pretendientes, y de súbito dijo a Telémaco aladas palabras:

«Telémaco, es preciso que lleves adentro todas las armas y que, cuando los

pretendientes las echen de menos y pregunten, los engañes con estas suaves palabras:

"Las he retirado del fuego, pues ya no se parecen a las que dejó Odiseo cuando marchó a

Troya, que están ennegrecidas hasta donde les ha alcanzado el aliento del fuego. Además,

un demón ha puesto en mi interior una razón más poderosa: no sea que os llenéis de vino

y, levantando disputa entre vosotros, lleguéis a heriros unos a otros y a llenar de

vergüenza el convite y vuestras pretensiones de matrimonio; que el hierro por sí solo

arrastra al hombre"».

Así dijo; Telémaco obedeció a su padre, y llamando a su nodriza Euriclea le dijo:

«Tata, reténme a las mujeres dentro de las habitaciones del palacio mientras transporto

a la despensa las magníficas armas de mi padre a las que el humo ennegrece, pues están

descuidadas por la casa mientras mi padre está ausente; que yo era hasta hoy un niño

pequeño, pero ahora quiero transportarlas para que no les llegue el aliento del fuego.»

Y le respondió su nodriza Euriclea:

« Hijo, ¡ojalá hubieras adquirido ya prudencia para cuidarte de la casa y guardar todas

tus posesiones! Pero ¿quién portará entonces la luz a tu lado?, pues no dejas salir a las

esclavas; quienes podrían alumbrarte.»

Y Telémaco le contestó discretamente:

«El forastero, éste, pues no permitiré que esté ocioso el que toca mi vasija, aunque haya

venido de lejos.»

Así dijo, y a ella se le quedaron sin alas las palabras. Así que cerró las puertas de las

habitaciones, agradables para vivir.

Entonces se apresuraron Odiseo y su resplandeciente hijo a llevar adentro los cascos y

los abollados escudos y las agudas lanzas, y por delante Palas Atenea hacía una luz

hermosísima con una lámpara. Y Telémaco dijo de pronto a su padre:

«Padre, es una gran maravilla esto que veo con mis ojos: las paredes del palacio y los

hermosos intercolumnios y las vigas de abeto y las columnas que las soportan arriba se

muestran a mis ojos como si fueran de fuego encendido. Seguro que algún dios de los que

poseen el ancho cielo está dentro.»

Y le respondió y dijo el muy astuto Odiseo:

«Calla y reténlo en tu pensamiento, y no preguntes; ésta es la manera de obrar de los

dioses que poseen el Olimpo. Pero acuéstate, que yo me quedaré aquí para provocar

todavía más a las esclavas y a tu madre; ella me preguntará sobre cada cosa entre

lamentos.»

Así dijo, y Telémaco, iluminado por las brillantes antorchas, se puso en camino a través

del palacio hacia el dormitorio donde solía acostarse cuando le llegaba el dulce sueño.

También entonces se acostó allí y aguardaba a Eos divina. En cambio el divino Odiseo se

quedó en el mégaron ideando, con la ayuda de Atenea, la muerte contra los pretendientes.

Entonces salió de su dormitorio la prudente Penélope semejante a Artemis o a la dorada

Afrodita. Le habían colocado junto al hogar el sillón bien labrado con marfil y plata

donde solía sentarse. Lo había fabricado en otro tiempo el artífice Icmalio y, unido a él,

había puesto para los pies un escabel sobre el que se echaba una gran piel. Allí se sentó la

discreta Penélope y llegaron del mégaron las esclavas de blancos brazos; retiraron el

abundance pan y las mesas y copas donde bebían los arrogantes varones, y arrojaron al

suelo el fuego de las parriIlas amontonando sobre él mucha leña para que hubiera luz y

para calentar. Entonces Melanto reprendió a Odiseo por segunda vez:

«Forastero, ¿es que incluso ahora, por la noche, vas a importunar dando vueltas por la

casa y espiar a las mujeres? Vete afuera, desdichado, y contente con la comida, o vas a

salir afuera enseguida, aunque sea alcanzado por un tizón.»

Y mirándola torvamente le dijo el muy astuto Odiseo:

«Desdichada, ¿por qué te diriges contra mí con ánimo irritado? ¿Acaso porque voy

sucio y visto mi cuerpo con ropa miserable y pido limosna por el pueblo? La necesidad

me empuja; así son los mendigos y los vagabundos. También yo en otro tiempo habitaba

feliz mi próspera casa entre los hombres y muchas veces daba a un vagabundo, de

cualquier ralea que fuese, cualquier cosa que precisara al llegar. Y eso que tenía innumerables

esclavos y muchas otras cosas con las que la gente vive bien y se la llama

rica. Pero Zeus Cronida me las arrebató, pues así lo quiso. Por esto, ¿cuidado, mujer!, no

sea que algún día también tú pierdas toda la hermosura por la que ahora, desde luego,

brillas entre las esclavas: no vaya a ser que tu señora se irrite y enfurezca contigo, o

llegue Odiseo, pues aún hay una parte de esperanza. Y si éste ha perecido y no es posible

que regrese, sin embargo ya tiene, por voluntad de Apolo, un hijo como Telémaco a

quien ninguna de las mujeres del palacio le pasa inadvertida si es insensata, pues ya no es

tan joven.»

Así dijo: le escuchó la prudence Penélope y respondió a la esclava, le habló y la llamó

por su nombre:

«¡Atrevida, perra desvergonzada!, no se me oculta que cometes una mala acción que

pagarás con tu cabeza. Sabías -pues me lo has oído a mí misma- que iba a preguntar al

forastero en mis habitaciones acerca de mi esposo, pues estoy afligida intensamente.»

Así dijo, y luego se dirigió a la despensera Eurínome:

«Eurínome, trae ya una silla y sobre ella una piel para que se siente y diga su palabra el

forastero y escuche la mía. Quiero interrogarle.»

Así dijo; ésta llevó enseguida una pulimentada silla y sobre ella extendió una piel

donde se sentó después el sufridor, el divino Odiseo. Y entre ellos comenzó a hablar la

prudente Penélope:

«Forastero, esto es lo primero que quiero preguntarte: ¿quién de los hombres eres y de

dónde? ¿Donde están tu ciudad y tus padres?

Y le respondió y dijo el muy astuto Odiseo:

«Mujer, ninguno de los mortales sobre la inmensa tierra podría censurarte, pues en

verdad tu gloria llega al ancho cielo como la de un irreprochable rey que, reinando con

terror a los dioses sobre muchos y valerosos hombres, sustenta la justicia y produce la

negra tierra trigo y cebada y se inclinan los árboles por el fruto, y las ovejas paren

robustas y el mar proporciona peces por su buen gobierno, y el pueblo es próspero bajo

su cetro. Con todo, hazme cualquier otra pregunta en tu casa, pero no me preguntes por

mi linaje y tierra patria, no sea que cargues más mi espíritu de penas con el recuerdo. En

verdad soy muy desgraciado, pero no está bien sentarse en casa ajena a gemir y

lamentarse -que es cosa mala sufrir siempre sin descanso-, no sea que alguna de las

esclavas se enoje contra mí -o tú misma- y diga que derramo lágrimas por tener la mente

pesada por el vino.»

Y le respondió la prudente Penélope:

«Forastero, en verdad los inmortales destruyeron mis cualidades -figura y cuerpo- el día

en que los argivos se embarcaron para Ilión y entre ellos estaba mi esposo, Odiseo. Si al

menos volviera él y cuidara de mi vida, mayor sería mi gloria y yo más bella. Pero ahora

estoy afligida, pues son tantos los males que la divinidad ha agitado contra mí; pues

cuantos nobles dominan sobre las islas, en Duliquio y Same, y la boscosa Zante, y los que

habitan en la misma Itaca, hermosa al atardecer, me pretenden contra mi voluntad y

arruinan mi casa. Por esto no me cuido de los huéspedes ni de los suplicantes y tampoco

de los heraldos, los ministros públicos, sino que en la nostalgia de Odiseo se consume mi

corazón. Éstos tratan de apresurar la boda, pero yo tramo engaños. Un dios me inspiró al

principio que me pusiera a tejer un velo, una tela sutil e inacabable, y entonces les dije:

"Jóvenes pretendientes míos, puesto que ha muerto el divino Odiseo, aguardad mi boda

hasta que acabe un velo -no sea que se me destruyan inútiles los hilos-, un sudario para el

héroe Laertes, para cuando le alcance el destino fatal de la muerte de largos lamentos; no

vaya a ser que alguna entre el pueblo de las aqueas se irrite contra mí si es enterrado sin

sudario el que tanto poseyó." Así les dije, y su ánimo generoso se dejó persuadir.

Entonces hilaba sin parar durance el día la gran tela y la deshacía durante la noche,

poniendo antorchas a mi lado. Así engañé y persuadí a los aqueos durante tres años, pero

cuando llegó el cuarto y se sucedieron las estaciones en el transcurrir de los meses -y pasaron

muchos días-, por fin me sorprendieron por culpa de mis esclavas -¡perras, que no

se cuidan de mi!- y me reprendieron con sus palabras. Así que tuve que terminar el velo y

no voluntariamente, sino por la fuerza.

«Ahora no puedo evitar la boda ni encuentro ya otro ardid. Mis padres me impulsan a

casarme y mi hijo se indigna cuando devoran nuestra riqueza, pues se da cuenta, que ya

es un hombre muy capaz de guardar su casa y Zeus le da gloria. Pero, con todo, dime tu

linaje y de dónde eres, pues seguro que no has nacido de una encina de antigua historia ni

de un peñasco.»

Y le respondió y dijo el muy astuto Odiseo:

«Venerable mujer de Odiseo Laertíada, ¿no vas a dejar de preguntarme sobre mi linaje?

Te lo voy a contar aunque me vas a hacer un regalo de penas todavía más numerosas que

las que me cercan -pues ésta es la costumbre cuando un hombre está ausente de su patria

durante tanto tiempo como yo, errante por muchas ciudades de mortales soportando

males, pero aun así te voy a contestar a lo que me preguntas e inquieres. Creta es una

tierra en medio del ponto, rojo como el vino, hermosa y fértil, rodeada de mar. En ella

hay numerosos hombres, innumerables, y noventa ciudades en las que se mezclan unas y

otras lenguas. En ellas están los aqueos y los magnánimos eteocretenses, en ellas los

cidones y los dorios divididos en tres tribus, y los divinos pelasgos. Entre estas ciudades

está Cnossós, una gran urbe donde reinó durante nueve años Minos, confidente del gran

Zeus, padre de mi padre el magnánimo Deucalión. Éste nos engendró a mí y al soberano

Idomeneo, quien, juntamente con los Atridas, marchó a Ilión en las corvas naves. Mi

ilustre nombre es Etón y soy el más joven, que él es mayor y más valiente. Allí fue donde

vi a Odiseo y le di los dones de hospitalidad, pues lo había llevado a Creta la fuerza del

viento cuando se dirigía hacia Troya, después de apartarlo de las Mareas. Había atracado

en Amniso, cerca de donde está la gruta de Ilitia, en un puerto difícil, escapando a duras

penas a las tormentas. Enseguida subió a la ciudad y preguntó por Idomeneo, pues decía

que era su huésped querido y respetado. Era la décima o la undécima aurora desde que

había partido con sus cóncavas naves hacia Ilión. Yo lo llevé a palacio y le procuré digna

hospitalidad; le honré gentilmente con la abundancia de cosas que había en la casa y tanto

a él como a sus compañeros les di harina a expensas del pueblo y rojo vino que reuní, y

bueyes para sacrificar, a fin de que saciaran su apetito.

«Allí permanecieron doce días los divinos aqueos, pues soplaba Bóreas, el viento

impetuoso, y no dejaba estar de pie sobre el suelo -algún funesto demón lo había

levantado-, pero al decimotercero cayó el viento y se dieron a la mar.»

Amañaba muchas mentiras al hablar, semejantes a verdades, y mientras ella le oía le

corrían las lágrimas y se le consumía el cuerpo. Lo mismo que en las altas montañas se

derrite la nieve a la que funde Euro después que Céfiro la hace caer -y cuando está

fundida los ríos aumentan su curso-, así se fundían sus hermosas mejillas vertiendo

lágrimas por su marido, que estaba a su lado.

Odiseo sentía piedad por su mujer cuando sollozaba, pero los ojos se le mantuvieron

firmes como si fueran de cuerno o hierro, inmóviles en los párpados. Y ocultaba sus

lágrimas con engaño. De nuevo le contestó con palabras y dijo:

«Forastero, ahora quiero probar si de verdad albergaste en tu palacio a mi esposo,

como afirmas, junto con sus compañeros, semejantes a los dioses. Dime cómo eran los

vestidos que cubrían su cuerpo y cómo era él mismo, y háblame de sus compañeros, los

que le seguían.»

Y le respondió y dijo el muy astuto Odiseo:

«Mujer, es difícil decirlo después de tan larga separación, pues ya hace veinte años

que marchó de allí y dejó mi patria, pero aun así te lo diré como mi corazón me lo pinta.

El divino Odiseo tenía un manto purpúreo de lana, manto doble que sujetaba un broche

de oro con agujeros dobles y estaba bordado por delante: un perro sujetaba entre las patas

delanteras a un cervatillo moteado y lo miraba fijamente forcejear. Y esto es lo que

asombraba a todos, que, siendo de oro, el uno miraba al cervatillo mientras lo ahogaba y

el otro, deseando escapar, forcejeaba con los pies. También vi alrededor de su cuerpo una

túnica resplandeciente y como binza de cebolla seca; ¡tan suave era y brillante como el

sol! Muchas mujeres la contemplaban con admiración. Pero te voy a decir una cosa que

has de poner en tu interior: no sé si Odiseo rodeaba su cuerpo con ellas ya en casa o se las

dio, al marchar sobre la veloz nave, alguno de sus compañeros o tal vez incluso algún

huésped (ya que Odiseo era amigo para muchos), pues pocos entre los aqueos eran

semejantes a él.

«También yo le di una broncínea espada y un manto doble, hermoso, purpúreo, y una

túnica orlada, y lo despedí respetuosamente sobre su nave de sólidos bancos. Le

acompañaba un heraldo un poco mayor que él, de quien también te voy a decir cómo era

exactamente: caído de hombros, negra la tez, rizado el cabello y de nombre Euribates.

Odiseo le honraba por encima de sus otros compañeros porque le concebía pensamientos

ajustados.»

Así dijo, y a ella se le levantó aún más el deseo de llorar al reconocer las señales que

le había dicho Odiseo con exactitud. Y luego que se hubo saciado del gemido de

abundantes lágrimas le respondió con palabras y dijo:

«Forastero, aunque ya antes eras digno de compasión, ahora vas a ser querido y

respetado en mi palacio, pues yo misma le di esas vestiduras que dices -las traje dobladas

de la despensa y les puse un broche resplandeciente para que fuera un adorno para él;

pero ya no lo recibiré nunca de vuelta en casa, pues con funesto destino marchó Odiseo

en cóncava nave para ver la maldita Ilión, que no hay que nombrar.»

Y la respondió y dijo el muy astuto Odiseo:

«Mujer venerada de Odiseo Laertíada, ya no desfigures más tu hermoso cuerpo ni

consumas tu espíritu lamentando a tu esposo. Aunque en nada te he de reprender, pues

cualquier mujer se lamenta de haber perdido a su legítimo esposo con quien ha

engendrado hijos uniéndose en amor, aunque sea distinto de Odiseo, de quien dicen que

era semejante a los dioses. Pero deja de gemir y atiende a mi palabra, pues te voy a hablar

sinceramente y no lo voy a ocultar que ya he oído acerca del regreso de Odiseo, que está

cerca y vivo en el rico pueblo de los tesprotos. También trae muchos y maravillosos

bienes que ha mendigado por el pueblo, pero ha perdido a sus leales compañeros y la

cóncava nave en el ponto, rojo como el vino, cuando venía de la isla de Trinaquía, pues

estaban airados contra él Zeus y Helios, porque sus compañeros había matado las vacas

de éste. Así que todos ellos perecieron en el alborotado ponto, pero a él lo empujó el

oleaje sobre la quilla de su nave hacia tierra firme, hacia la tierra de los feacios, que han

nacido cercanos a los dioses. Éstos le honraron de corazón como a un dios y le dieron

muchas cosas, y querían llevarlo ellos mismos a su patria sano y salvo. Podría estar aquí

Odiseo hace mucho tiempo, pero a su ánimo le pareció más ventajoso marchar por tierra

para reunir mucha riqueza. Así es como sobresale Odiseo por su mucha astucia entre los

mortales hombres y ningún otro mortal podría rivalizar con él. Así me lo decía Fidón, el

rey de los tesprotos, y juró delante de mí mientras hacía libación en su casa, que había

echado su nave al mar y estaban dispuestos los compañeros que iban a llevarlo a su tierra

patria, pero a mí me envió antes, pues marchaba casualmente una nave de Tesprotos a

Duliquio, rica en trigo. Y me mostró cuantas riquezas había reunido Odiseo; podrían

alimentar a otro hombre hasta la décima generación: ¡tantos tesoros tenía depositados en

el palacio del rey! También me dijo que Odiseo había marchado a Dodona para escuchar

la voluntad de Zeus, el que habla desde la divina encina de elevada copa, para enterarse si

debía volver a las claras u ocultamente a su tierra patria, después de tantos años de

ausencia. Así pues, él está a salvo y vendrá muy pronto, no permaneciendo ya largo tiempo

lejos de los suyos y de su tierra patria.

«Sin embargo, te haré un juramento: sea testigo Zeus antes que nadie, el más excelso

y poderoso de los dioses, y el Hogar del irreprochable Odiseo, al que he llegado, que todo

esto se cumplirá como yo digo; durante este mismo año vendrá Odiseo, cuando se haya

acabado este mes y comenzado el siguiente.»

Y se dirigió a él la prudente Penélope:

«Forastero, ¡ojalá llegara a cumplirse esa palabra! Rápidamente conocerías mi amistad

y muchos regalos de mi parte, hasta el punto de que cualquiera que contigo topara te

llamaría dichoso. Pero mis presentimientos son -y así sucederá precisamente- que ni

Odiseo volverá ya a casa ni tú lograrás conseguir una escolta, puesto que no hay en la

casa jefes como era Odiseo entre los hombres -si es que alguna vez existió-para dar

escolta y recibir a sus venerables huéspedes. Vamos, siervas, lavadlo y ponedle un lecho,

mantas y sábanas resplandecientes, y así, bien caliente, le llegue Eos de trono de oro. Al

amanecer lavadle y ungidle y que se ocupe de comer sentado en la sala junto a Telémaco.

Será doloroso para aquel de los pretendientes que, por envidia, llegara a molestarlo.

Ninguna otra acción llevará a cabo aquí dentro, aunque se irrite terriblemente. ¿Cómo

podrías saber, forastero, que aventajo a las demás mujeres en inteligencia y consejo si

comieras en el palacio sucio, vestido miserablemente? Los hombres son de corta vida;

para quien es cruel y tiene sentimientos crueles piden todos los mortales tristezas en el

futuro mientras viva, y una vez que está muerto todos le insultan. En cambio, el que es

irreprochable y tiene sentimientos irreprochables... la fama de éste la llevan sus

huéspedes a todos los hombres. Y muchos lo llaman noble.»

Y le respondió y dijo el muy astuto Odiseo:

«Mujer venerable de Odiseo Laertíada, las mantas y las resplandecientes sábanas me

disgustan desde el día en que dejé los nevados montes de Creta marchando sobre la nave

de largos remos. Me voy a acostar como antes, cuando dormía noches insomnes, pues ya

he descansado muchas noches en lecho miserable aguardando a Eos, de hermoso trono.

Tampoco son agradables a mi ánimo los baños de pies; ninguna mujer tocará mi pie de

las que te son servidoras en el palacio, si no hay alguna muy anciana y de sentimientos

fieles que haya soportado en su ánimo tantas cosas como yo. A ésa no le impediría tocar

mis pies.»

Y se dirigió a él la prudente Penélope:

«Huésped, amigo, pues jamás ha Ilegado a mi casa ningún hombre tan sensato de entre

los huéspedes de lejanas tierras; con qué sabiduría dices todo, con qué discreción. Tengo

una anciana que alberga en su mente decisiones discretas, la que alimentó y crió a aquel

desdichado recibiéndolo en sus brazos cuando lo parió su madre. Ésta te lavará los pies,

aunque está muy débil. Conque, vamos, levántate enseguida, prudente Euriclea, y lava al

compañero en edad de tu soberano. También estarán así los pies y manos de Odiseo, pues

los mortales envejecen enseguida en medio de la desgracia.»

Así dijo; la anciana se ocultaba con las manos el rostro y derramaba calientes lágrimas,

y dijo lastimera palabra:

«¡Ay, hijo mío, que no tenga yo remedios para ti...! Con tener el ánimo temeroso de los

dioses, Zeus to ha odiado más que a los demás hombres, que jamás mortal alguno quemó

tantos pingües muslos para Zeus, el que se alegra con el rayo, ni excelentes hecatombes

como tú le has ofrecido con la súplica de poder llegar a una ancianidad feliz y poder

alimentar a un hijo ilustre. En cambio sólo a ti to ha privado del brillante día del regreso.

Tal vez se burlen también así de aquél las esclavas de hospedadores de lejanas tierras

cuando llegue al magnífico palacio de alguno, como se burlan de ti todas estas perras a

las que no permites que te laven para evitar el escarnio y numerosos oprobios. A mí, sin

embargo, me lo ordena la hija de Icario, la prudente Penélope, aunque no contra mi

voluntad. Por esto te lavaré los pies, por la propia Penélope y a la vez por ti mismo, pues

se me conmueve dentro el ánimo con tus penas. Pero, vamos, atiende ahora a una palabra

que to voy a decir: muchos forasteros infortunados han venido aquí, pero creo que jamás

he visto a ninguno tan parecido a Odiseo en el cuerpo, voz y pies, como tú.»

Y le respondió y dijo el muy astuto Odiseo:

«Anciana, así dicen cuantos nos han visto con sus ojos, que somos parecidos el uno al

otro, como tú misma dices dándote cuenta.»

Así dijo; la anciana tomó un caldero reluciente y le lavaba los pies; echó mucha agua

fría y sobre ella derramó caliente. Entonces Odiseo se sentó junto al hogar y se volvió

rápidamente hacia la oscuridad, pues sospechó enseguida que ésta, al cogerlo, podría

reconocer la cicatriz y sus planes se harían manifiestos. La anciana se acercó a su

soberano y lo lavaba. Y enseguida reconoció la cicatriz que en otro tiempo le hiciera un

jabalí con su blanco colmillo cuando fue al Parnaso en compañía de Autólico y sus hijos,

el padre ilustre de su madre, que sobresalía entre los hombres por el hurto y el juramento.

Se lo había concedido el dios Hermes, pues en su honor quemaba muslos de corderos y

cabritos en agradecimiento y éste le asistía benévolo. Cuando Autólico fue a la opulenta

población de Itaca, se encontró a un hijo recién nacido de su hija. Euriclea lo puso sobre

sus rodillas cuando había terminado de cenar y le habló y llamó por su nombre:

«Autólico busca tú mismo un nombre para el hijo de tu hija, pues muy deseado es para

ti.»

Y a su vez respondió Autólico y dijo:

«Yerno e hija mía, ponedle el nombre que voy a decir. Ya que he llegado hasta aquí

enfadado con muchos hombres y mujeres a través de la fértil tierra, que su nombre

epónimo sea Odiseo. Y cuando en la plenitud de la juventud llegue a la gran casa

materna, al Parnaso donde tengo las riquezas, yo le daré de ellas y lo despediré contento.»

Por esto había marchado Odiseo, para que le diera espléndidos regalos. Autólico y los

hijos de Autólico le acogieron cariñosamente con las manos y con dulces palabras. Y la

madre de su madre, Anfitea, abrazó a Odiseo y le besó la cabeza y hermosos ojos.

Autólico ordenó a sus gloriosos hijos que dispusieran la comida y éstos escucharon al que

se lo mandaba. Enseguida llevaron un toro de cinco años, lo desollaron, prepararon y

dividieron todo; lo partieron habilidosamente, lo clavaron en asadores y después de asarlo

cuidadosamente distribuyeron los panes. Así que comieron durante todo el día, hasta que

se puso el sol, y nadie carecía de un bien distribuido alimento. Y cuando el sol se puso y

cayó la noche, se acostaron y recibieron el don del sueño.

Tan pronto como se mostró Eos, la hija de la mañana, la de dedos de rosa; salieron de

cacería los perros y los mismos hijos de Autólico, y entre ellos iba el divino Odiseo.

Ascendieron al elevado monte Parnaso, vestido de selva, y enseguida llegaron a los

ventosos valles. El sol caía sobre los campos cultivados recién salido de las plácidas y

profundas corrientes de Océano, cuando llegaron los cazadores a un valle. Delante de

ellos iban los perros buscando las huellas y detrás los hijos de Autólico, y entre ellos

marchaba el divino Odiseo blandiendo, cerca de los perros, su lanza de larga sombra. Un

enorme jabalí estaba tumbado en una densa espesura a la que no atravesaba el húmedo

soplo de los vientos al agitarse ni golpeaba con sus rayos el resplandeciente Helios ni

penetraba la lluvia por completo -¡tan densa era!-, y una gran alfombra de hojas la cubría.

Llegó al jabalí el ruido de los pies de hombres y perros cuando marchaban cazando y

desde la espesura, erizada la crin y briIlando fuego sus ojos, se detuvo frente a ellos.

Odiseo fue el primero en acometerlo, levantando la lanza de larga sombra con su robusta

mano deseando herirlo. El jabalí se le adélantó y le atacó sobre la rodilla y, lanzándose

oblicuamente, desgarró con el colmillo mucha carne, pero no llegó al hueso del mortal.

En cambio Odiseo le hirió alcanzándole en la paletilla derecha y la punta de la

resplandeciente lanza lo atravesó de parte a parte y cayó en el polvo dando chillidos, y

escapó volando su ánimo. Enseguida le rodearon los hijos de Autólico, vendaron

sabiamente la herida del irreprochable Odiseo semejante a un dios y con un conjuro

retuvieron la negra sangre.

Pronto llegaron a casa de su padre y Autólico y los hijos de Autólico lo curaron bien, le

dieron espléndidos regalos y, alegres, lo enviaron contento a su patria Itaca.

Su padre y venerable madre se alegraron al verlo volver y le preguntaban

detalladamente por la cicatriz, qué le había pasado. Y él les contó con detalle cómo

mientras cazaba, le había herido un jabalí con su blanco colmillo al marchar al Parnaso

con los hijos de Autólico.

La anciana tomó entre las palmas de sus manos esta cicatriz y la reconoció después de

examinarla. Soltó el pie para que se le cayera y la pierna cayó en el caldero. Resonó el

bronce, inclinóse él hacia atrás, hacia el lado opuesto, y el agua se derramó por el suelo.

El gozo y el dolor invadieron al mismo tiempo el corazón de la anciana y sus dos ojos se

llenaron de lágrimas, y su floreciente voz se le pegaba. Asió de la barba a Odiseo y dijo:

«Sin duda eres Odiseo, hijo mío: no te había reconocido antes de ahora, hasta tocar a

todo mi señor.»

Así dijo e hizo señas a Penélope con los ojos queriendo indicar que su esposo estaba

dentro. Pero ésta no pudo verla, aunque estaba enfrente, ni comprenderla, pues Atenea le

había distraído la atención. Entonces Odiseo acercó sus manos, la asió de la garganta con

la derecha y con la otra la atrajo hacia sí diciendo:

«Nodriza, ¿por qué quieres perderme? Tú misma me criaste sobre tus pechos. Ya he

llegado a la tierra patria tras sufrir muchas penalidades, a los veinte años. Pero ya que te

has dado cuenta y un dios lo ha puesto en tu interior, calla, no vaya a ser que se dé cuenta

algún otro en el palacio; porque te voy a decir esto y ciertamente se va a cumplir: si con

la ayuda de un dios hiciese sucumbir a los ilustres pretendientes, no te perdonaré ni a ti,

con ser mi nodriza, cuando mate a las otras esclavas en mi palacio.»

Y le contestó la prudente Euriclea:

«Hijo mío, ¡qué palabra ha escapado del cerco de tus dientes! Sabes que mi ánimo es

firme y no domable; me mantendré como una sólida piedra o como el hierro. Te voy a

decir otra cosa que has de poner en tu interior: si por tu causa un dios hace sucumbir a los

ilustres pretendientes, entonces te hablaré minuciosamenre respecto a las mujeres del

palacio, quiénes te deshonran y quiénes son inocentes.»

Y le respondió y dijo el muy astuto Odiseo:

«Nodriza, ¿por qué me las vas a señalar tú? Yo mismo las observaré y conoceré a cada

una, pero mantén en silencio tus palabras y confía en los dioses.»

Así dijo, y la anciana marchó a través del mégaron para traer agua de lavar los pies,

pues la primera se había derramado toda. Y después que lo lavó y ungió con espeso

aceite, de nuevo arrastró Odiseo la silla cerca del fuego para calentarse, y ocultó la

cicatriz con los andrajos.

Y la prudente Penélope comenzó a hablar entre ellos:

«Forastero, sólo esto te voy a preguntar, poco más, que va a ser pronto la hora de

dormir para aquel de quien el sueño se apodere dulcemente, aun estando afligido. A mí

me ha dado un dios una pena inmensa, pues durante el día, aunque me lamente y gima,

me complace atender a mis labores y las de las esclavas en el palacio, pero luego que

llega la noche y el sueño las invade a todas, yazco en el lecho mientras agudas angustias

inquietan sin cesar mi agitado corazón. Como cuando la hija de Pandáreo, el amarillo

Aedón, canta hermosamente recién entrada la primavera sobre el tupido follaje de los

árboles -cambia a menudo de tono y vierte su voz de múltiples ecos llorando a su hijo

Itilo, hijo del rey Zeto, a quien en otro tiempo mató con el bronce sin darse cuenta-, así

también mi ánimo vacila entre permanecer junto a mi hijo y guardar todo intacto, mis

bienes y esclavas y la casa grande de elevada techumbre, por vergüenza al lecho

conyugal y a las habladurías del pueblo, o seguir a aquel de los aqueos que sea el mejor y

me pretenda en el palacio entregándome innumerables presentes de boda. Porque

mientras mi hijo era todavía pequeño e irreflexivo no me permitía casarme y abandonar la

casa de mi esposo, pero ahora que es mayor y ha llegado al límite de la edad juvenil,

incluso desea que me marche del palacio, indignado por los bienes que le comen los

aqueos.

«Conque, vamos, interprétame este sueño, escucha: veinte gansos comían en mi casa

trigo remojado con agua y yo me alegraba contemplándolos, pero vino desde el monte

una gran águila de corvo pico y a todos les rompió el cuello y los mató, y ellos quedaron

esparcidos por el palacio, todos juntos, mientras el águila ascendía hacia el divino éter.

Yo lloraba a gritos, aunque era un sueño, y se reunieron en torno a mí las aqueas de

lindas trenzas, mientras me lamentaba quejumbrosamente de que el águila me hubiera

matado a los gansos. Entonces volvió ésta y se posó sobre la parte superior del palacio y,

llamando con voz humana, dijo: "Cobra ánimos, hija del muy celebrado Icario, que no es

un sueño, sino visión real y feliz que habrá de cumplirse. Los gansos son los

pretendientes y yo antes era el águila, pero ahora he regresado como esposo tuyo, yo que

voy a dar a todos los pretendientes un destino ignominioso." Así dijo y luego me

abandonó el dulce sueño. Cuando miré en derredor vi a los gansos en el palacio comiendo

trigo junto a la gamella en el mismo sitio de costumbre.»

Y le contestó y dijo el muy astuto Odiseo:

«Mujer, no es posible en modo alguno interpretar el sueño dándole otra intención,

después que el mismo Odiseo te ha manifestado cómo lo va a llevar a cabo. Clara parece

la muerte para los pretendientes, para todos en verdad; ninguno escapará a la muerte y a

las Keres.»

Y le contestó la prudente Penélope:

«Forastero, sin duda se producen sueños inescrutables y de oscuro lenguaje y no todos se

cumplen para los hombres. Porque dos son las puertas de los débiles sueños: una

construida con cuerno, la otra con marfil. De éstos, unos llegan a través del bruñido

marfil, los que engañan portando palabras irrealizables; otros llegan a través de la puerta

de pulimentados cuernos, los que anuncian cosas verdaderas cuando llega a verlos uno de

los mortales. Y creo que a mí no me ha llegado de aquí el terrible sueño, por grato que

fuera para mí y para mi hijo.

«Te voy a decir otra cosa que has de poner en tu interior: esta aurora llegará infausta,

pues me va a alejar de la casa de Odiseo. Voy a establecer un certamen, las hachas de

combate que aquél colocaba en línea recta como si fueran escoras, doce en total. Él se

colocaba muy lejos y hacía pasar el dardo una y otra vez a través de ellas. Ahora voy a

establecer este certamen para los pretendientes y el que más fácilmente tienda el arco

entre sus manos y haga pasar una flecha por todas las doce hachas, a ése seguiré

inmediatamente dejando esta casa legítima, muy hermosa, llena de riquezas. Creo que

algún día me acordaré de ella incluso en sueños.»

Y le contestó y dijo el muy astuto Odiseo:

«Mujer venerable de Odiseo Laertíada, no difieras por más tiempo ese certamen en tu

casa, pues el muy astuto Odiseo llegará antes de que ellos toquen ese pulido arco, tiendan

la cuerda y atraviesen el hierro con la flecha.»

Y le dijo a su vez la prudente Penélope:

«Si quisieras deleitarme, forastero, sentado junto a mí en la sala, no se me vertería el

sueño sobre los párpados, pero no es posible que los hombres estén siempre sin dormir,

que los inmortales han establecido una porción para cada uno de los mortales sobre la

fértil tierra. Así que subiré al piso de arriba y me acostaré en el funesto lecho, siempre

regado por mis lágrimas desde que Odiseo marchó a la maldita Ilión que no hay que

nombrar. Allí me acostaré; tú acuéstate en esta estancia extendiendo algo por el suelo, o

que te pongan una cama.»

Así diciendo, subió al resplandeciente piso superior; mas no sola, que con ella

marchaban también las otras esclavas.

Y cuando hubo subido al piso superior con las esclavas, se puso a llorar a Odiseo, su

esposo, hasta que la de ojos brillantes le infundió sueño sobre los párpados, Atenea.

CANTO XX

LA ÚLTIMA CENA DE LOS PRETENDIENTES

Entonces el divino Odiseo comenzó a acostarse en el vestíbulo; extendió la piel no

curtida de un buey y sobre ella muchas pieles de ovejas que habían sacrificado los

aqueos, y Eurínome echó sobre él un manto cuando se hubo acostado.

Y mientras Odiseo yacía allí desvelado, meditando males en su interior contra los

pretendientes, salieron del palacio riendo y chanceando unas con otras las mujeres que

solían acostarse con éstos. El ánimo de Odiseo se conmovía dentro del pecho y lo

meditaba en su mente y en su corazón si se lanzaría detrás y causaría la muerte a cada

una, o si todavía las iba a dejar unirse por última y postrera vez con los orgullosos

pretendientes. Y su corazón le ladraba dentro. Como la perra que camina alrededor de sus

tiernos cachorrillos ladra a un hombre y se lanza a luchar con él si no lo conoce, así

también le ladraba dentro el corazón indignado por las malas acciones. Y se golpeó el

pecho y reprendió a su corazón con estas razones:

«¡Aguanta, corazón!, que ya en otra ocasión tuviste que soportar algo más

desvergonzado, el día en que el Cíclope de furia incontenible comía a mis valerosos

compañeros. Tú lo soportaste hasta que, cuandó creías morir, la astucia te sacó de la

cueva.»

Así dijo increpando a su corazón y éste se mantuvo sufridor, pero él se revolvía aquí y

allá. Como cuando un hombre revuelve sobre abundante fuego un vientre lleno de grasa y

sangre, pues desea que se ase deprisa, así se revolvía él a uno y otro lado, meditando

cómo pondría las manos sobre los desvergonzados pretendientes, siendo él solo contra

muchos. Entonces Atenea bajó del cielo y se llegó a su lado -semejante en su cuerpo a

una mujer- y colocándose sobre su cabeza le dijo esta palabra:

«¿Por qué estás desvelado todavía, desdichado, más que ningún mortal? Esta es tu casa

y tu mujer está en ella y tu hijo es como cualquiera desearía que fuese su hijo.»

Y le respondió y dijo el muy astuto Odiseo:

«Sí, diosa, todo eso lo dices con razón, pero lo que medita mi espíritu dentro del pecho

es cómo pondría mis manos sobre los desvergonzados pretendientes solo como estoy,

mientras que ellos están siempre dentro en grupo. También medito esto dentro del pecho,

lo más importante: si lograra matarlos por la voluntad de Zeus y de ti misma, ¿a dónde

podría refugiarme? Esto es lo que te invito a considerar.»

Y a su vez le dijo la diosa de ojos brillantes, Atenea:

«Desdichado, cualquiera suele seguir el consejo de un compañero peor, aunque éste sea

mortal y no conciba muchas ideas, pero yo soy una diosa, la que constantemente te

protege en tus dificultades. Te voy a hablar claramente: aunque nos rodearan cincuenta

compañías de hombres de voz articulada, deseosos de matar por causa de Ares, incluso a

éstos podrías arrebatarles los bueyes y las pingües ovejas. Conque procura coger el

sueño; es locura mantenerse en vela y vigilar durante toda la noche cuando ya vas a salir

de tus desgracias.» ,

Así diciendo, le vertió sueño sobre los párpados y se volvió al Olimpo la divina entre

las diosas.

Cuando ya comenzaba a vencerlo el sueño, el que desata las preocupaciones del espíritu

y afloja los miembros, despertó su fiel esposa y rompió a llorar sentada en el blando

lecho. Y luego que se hubo saciado de llorar la divina entre las mujeres, suplicó en primer

lugar a Artemis:

«Artemis, diosa soberana hija de Zeus, ¡ojalá me quitaras la vida ahora mismo

arrojando a mi pecho una flecha, o que me arrebatara un huracán y me llevara sobre los

brumosos caminos arrojándome en la desembocadura del refluente Océano -como cuando

los huracanes se llevaron a las hijas de Pandáreo!. Los dioses aniquilaron a sus padres y

ellas quedaron huérfanas en el palacio, pero la divina Afrodita las alimentó con queso y

dulce miel y con delicioso vino; Hera les otorgó una belleza y prudencia superior a todas

las mujeres; la casta Artemis les concedió gran estatura, y Atenea les enseñó a realizar

labores brillantes. Un día que Afrodita había subido al elevado Olimpo a fin de pedir para

ellas el cumplimiento de un floreciente matrimonio a Zeus, que goza con el rayo (pues

éste conoce todo, tanto la suerte como el infortunio de los mortales hombres), las Harpías

arrebataron a las doncellas y se las entregaron a las odiosas Erinias para que fueran sus

criadas. ¡Así me mataran los que poseen mansiones en el Olimpo, o me alcanzara con sus

flechas Artemis, de lindas trenzas, para hundirme en la odiosa tierra y ver a Odiseo y no

tener que satisfacer los designios de un hombre inferior a él! Que la desgracia es

soportable cuando uno pasa los días llorando, acongojado en su corazón, si por la noche

se apodera de él el sueño (pues éste hace olvidar lo bueno y lo malo cuando cubre los

párpados), pero a mí la divinidad incluso me envía malos sueños, pues esta noche ha

vuelto a dormir a mi lado un hombre igual a como era Odiseo cuando marchó con el

ejército. Con que mi corazón se llenó de alegría, pues no creía que era un sueño, sino

realidad.»

Así dijo, y enseguida llegó Eos, de trono de oro. Mientras aquélla lloraba, escuchó su

voz el divino Odiseo y, meditando después, se le hacía que ella ya le había reconocido y

puesto a su cabecera. Así que recogió el manto y las pieles en que se había acostado y las

puso sobre una silla dentro del mégaron, pero la piel de buey se la llevó afuera. Y suplicó

a Zeus, levantando sus manos:

«Zeus padre, si por vuestra voluntad me habéis traído a mi patria sobre lo seco y lo

húmedo, después de llenarme de males en exceso, que cualquiera de los hombres que se

despiertan dentro muestre un presagio, y que fuera se muestre otro prodigio de Zeus.»

Así dijo suplicando y le escuchó Zeus, el que ve a lo ancho. Al punto tronó desde el

resplandeciente Olimpo, desde lo alto de las nubes, y se alegró el divino Odiseo. El

presagio lo envió una molinera desde la casa, cerca de donde el pastor de su pueblo tenía

las muelas en las que se afanaban doce mujeres en total, fabricando harina de cebada y

trigo, médula de los hombres. Las demás mujeres dormían ya, una vez que hubieron

molido su trigo pero esta, que era la más débil, todavía no había terminado. Entonces se

puso en pie y dijo su palabra, señal para su amo:

«Zeus padre, que reinas sobre dioses y hombres, has tronado fuertemente desde el cielo

estrellado -y en ninguna parte hay nubes-. Como señal, sin duda, se lo muestras a alguien.

Cúmpleme ahora también a mí, desdichada, la palabra que voy a decirte: que los

pretendientes tomen su agradable comida hoy por última y postrera vez en el palacio de

Odiseo. Ellos son quienes con el cansado trabajo han hecho flaquear mis rodillas mientras

fabricaba harina; que cenen ahora por última vez.»

Así dijo, y se alegró con el presagio el divino Odiseo y con el trueno de Zeus, pues

pensaba que castigaría a los culpables.

Entonces se congregaron las esclavas en el hermoso palacio de Odiseo y encendían en

el hogar el infatigable fuego. Telémaco se levantó del lecho, mortal igual a un dios,

después de vestir sus vestidos, se echó a los hombros la aguda espada, ató a sus

relucientes pies hermosas sandalias y, asiendo la fuerte lanza de punta de bronce, se puso

sobre el umbral y dijo a Euriclea:

«Tata, ¿habéis honrado al huésped con lecho y comida, o yace descuidado?; pues así es

mi madre, aun siendo prudente: honra inconsideradamente al peor de los hombres de voz

articulada y, en cambio, al mejor lo despide sin haberlo honrado.»

Y a su vez le dijo la prudente Euriclea:

«Hijo, no vayas ahora a culpar a la inocente, pues mientras él quiso bebió vino y de

comida aseguró que ya no le apetecía más, que ella se lo preguntaba. Cuando, finalmente,

se acordó del lecho y del sueño, tu madre ordenó a las esclavas preparárselo, pero él no

quiso dormir en lecho y colchas, sino en el vestíbulo sobre una piel no curtida de buey y

pieles de ovejas, como alguien completamente mísero y desventurado. Y nosotras le

cubrimos con un manto.»

Así dijo; Telémaco salió del mégaron sosteniendo la lanza -a su lado marchaban dos

veloces lebreles-, y echó a caminar hacia el ágora junto a los aqueos de hermosas grebas.

Entonces la divina entre las mujeres, Euriclea, hija de Ope Pisenórida, comenzó a dar

órdenes a las mujeres:

«Vamos, unas barred diligentes y regad el palacio, y colocad en las labradas sillas

tapetes purpúreos; otras fregad con esponjas todas las mesas y limpiad las cráteras y las

labradas copas de doble asa; y otras marchad por agua a la fuente y volved enseguida con

ella, pues los pretendientes no estarán mucho tiempo lejos del palacio, sino que volverán

temprano, que hoy es para todos día de fiesta».

Así dijo, y ellas la escucharon y obedecieron. Unas veinte marcharon hacia la fuente de

aguas profundas y otras trabajaban habilidosamente allí mismo, en la casa.

En esto entraron los nobles sirvientes, quienes luego cortaron leña bien y con habilidad.

Las mujeres volvieron de la fuente y detrás llegó el porquero conduciendo tres cerdos -los

mejores entre todos-; los dejó paciendo en el hermoso cercado y se dirigió a Odiseo con

dulces palabras:

«Forastero ¿te ven mejor los aqueos ahora, o te siguen ultrajando en el palacio, como

antes?»

Y le respondió y dijo el muy astuto Odiseo:

«¡Ojalá, Eumeo, castigaran ya los dioses el ultraje que éstos infieren con insolencia

ejecutando acciones inicuas en casa extraña y sin tener ni parte de vergüenza!»

Esto es lo que se decían uno a otro cuando se les acertó Melantio, e1 cabrero,

conduciendo junto con dos pastores las cabras que sobresalían entre todo el rebaño para

festín de los pretendientes; las ató bajo el sonoro pórtico y se dirigió a Odiseo con

mordaces palabras:

«Forastero, ¿vas a seguir importunando en el palacio pidiendo limosna a los hombres?;

¿es que no vas a salir fuera? Creo que no nos vamos a separar sin que pruebes mis brazos,

pues tú no pides como se debe. También hay otros convites entre los aqueos.»

Así dijo, péro a éste no le contestó el muy astuto Odiseo, sino que movió la cabeza en

silencio, meditando males. Después de éstos llegó tercero Filetio el caudillo de hombres,

llevando una vaca no paridera y pingues cabras para los pretendientes (los habían pasado

los barqueros, quienes también transportan a los demás hombres, a cualquiera que les

llegue): las ató bajo el sonoro pórtico e interrogaba al porquero poniéndose a su lado:

«Porquero, ¿quién es este forastero recién llegado a nuestra casa?, ¿de qué hombres se

precia de ser?, ¿dónde están su familia y su tierra patria? ¡Infeliz!, desde luego parece por

su cuerpo un rey soberano. En verdad los dioses abruman con desgracia a los hombres

que vagan mucho, cuando incluso a los reyes otorgan infortunio.»

Así dijo y poniéndose a su lado le saludó con la diestra y, hablándole, dijo aladas

palabras:

«Bienvenido, padre huésped, ¡ojalá tengas felicidad en el futuro, que lo que es ahora

estás sujeto por numerosos males! Padre Zeus, ningún otro de los dioses es más cruel que

tú; una vez que crea a los hombres no los compadece de que caigan en el infortunio y los

tristes dolores. ¡Cosa singular!, según lo vi los ojos me lloraban, pues me acordé de

Odiseo; que también aquél, creo yo, vaga entre los hombres con tales andrajos, si es que

de alguna manera vive aún y ve la luz del sol. Porque si ya está muerto y en las

mansiones de Hades... ¡ay de mí, irreprochable Odiseo, el que me puso al frente de las

vacas, siendo niño aún en el país de los cefalenios! Ahora éstas son innumerables; de

ninguna manera le podría crecer más a un hombre la raza de vacunos de anchas frentes.

Pero otros me ordenan traerlas para comérselas ellos y no se cuidan de su hijo en el

palacio ni temen la venganza de los dioses, pues desean ya repartirse las posesiones del

señor, largo tiempo ausente. Y mi corazón revuelve esto dentro del pecho: es cosa mala

marchar mientras vive su hijo al pueblo de otros, emigrando con estas vacas hacia

hombres de un país extraño, pero todavía lo es más quedarme aquí guardando las vacas

para otros y soportar tristezas. Hace tiempo me habría marchado huyendo junto a otros

reyes poderosos, pues esto ya es insoportable, pero aún espero que ese desdichado vuelva

de algún sitio y haga dispersarse a los pretendientes en el palacio.»

Y le respondió y dijo el muy astuto Odiseo:

«Boyero, puesto que no pareces cobarde ni insensato -sé bien que la prudencia te ha

llegado a la mente-, te diré y juraré un gran juramento: ¡sea testigo Zeus antes que los

demás dioses y la hospítalaria mesa y el Hogar de Odiseo al que he llegado!; mientras

estés tú mismo aquí dentro, vendrá a casa Odiseo y con tus ojos podrás ver muertos, si

quieres, a los pretendientes que aquí mandan.»

Y el boyero le dijo:

«Forastero, ¡ojalá el Cronida cumpliera de verdad esta tu palabra! Conocerías entonces

cuál es mi fuerza y qué brazos me acompañan.»

También Eumeo suplicaba a todos los dioses que el prudente Odiseo volviera a casa. Y

esto es lo que se decían uno al otro.

Entre tanto los pretendientes preparaban la muerte contra Telémaco. Se les acercó por

el lado izquierdo un pájaro, el águila que vuela alto, reteniendo a una temblorosa paloma,

y Anfínomo comenzó a hablar entre ellos y dijo:

«Amigos, no nos saldrá bien la decisión de dar muerte a Telémaco, conque pensemos

en la comida.»

Así dijo Anfínomo y a ellos les agradó su palabra. Entraron en el palacio del divino

Odiseo, pusieron sus mantos sobre siIlas y sillones y comenzaron a sacrificar grandes

ovejas y pingües cabras, así como gordos cerdos y una vaca del rebaño. Luego asaron las

entrañas, las repartieron, mezclaron el vino en las cráteras y el porquero distribuía las

copas; Filetio, caudiIlo de hombres, les distribuía el pan en hermosos canastos y Melantio

vertía el vino. Y ellos echaron mano de los alimentos que tenían delante.

Telémaco, pensando astutamente, hizo sentar a Odiseo dentro del bien construido

palacio, junto al umbral de piedra, le puso una pobre silla y una mesa pequeña y le

colocaba parte de las asaduras y le vertía vino en copa de oro. Y le dijo estas palabras:

«Siéntate aquí con los hombres y bebe vino; yo mismo te libraré de las injurias y de las

manos de todos los pretendientes, pues esta casa no es del pueblo, sino de Odiseo, y la

adquirió para mí. En cuanto a vosotros, pretendientes, contened vuestras manos para que

nadie suscite disputa ni altercado.»

Así habló; todos ellos clavaron los dientes en sus labios y admiraban a Telémaco,

porque había hablado audazmente. Y entre ellos habló Antínoo, hijo de Eupites:

«Por más dura que sea, aceptemos, aqueos, la palabra de Telémaco quien mucho nos ha

amenazado. No lo quiso Zeus Cronida, si no ya le habríamos parado los pies en el

palacio, aunque sea sonoro hablador.»

Así dijo Anfínomo, pero Telémaco no hizo caso de sus palabras.

Los heraldos iban conduciendo a través de la ciudad la sagrada hecatombe de los

dioses, mientras los melenudos aqueos se congregaban bajo el sombrío bosque de Apolo,

el que hiere de lejos. Y después que hubieron asado la carne de las partes externas, las

retiraron, repartieron y celebraban un gran banquete. Y los que servían pusieron junto a

Odiseo una porción igual a las que había tocado en suerte a ellos; así lo había ordenado

Telémaco, el hijo del divino Odiseo.

Y Atenea no dejaba que los arrogantes pretendientes contuvieran del todo los escarnios

que laceran el corazón, para que el dolor se hundiera todavía más en el ánimo de Odiseo

Laertíada. Había entre los pretendientes un hombre de pensamientos impíos. Ctesipo era

su nombre y en Same habitaba su casa. Éste pretendía a la esposa de Odiseo, largo tiempo

ausente, confiado en sus muchas posesiones. Y decía entonces a los soberbios

pretendientes:

«Escuchadme, ilustres pretendientes, lo que voy a deciros. El forastero tiene una parte

igual, como es razonable, pues no es decoroso ni justo privar del festín a los huéspedes de

Telémaco, cualquiera que llegue a este palacio. Pero también yo voy a darle un regalo de

hospitalidad para que él mismo se lo entregue al bañero o a otro de los esclavos que

habitan el palacio del divino Odiseo.»

Así diciendo, cogió de una bandeja una pata de buey y se la arrojó con robusta mano.

Odiseo inclinó la cabeza ligeramente, la esquivó y sonrió en su ánimo con sonrisa

sardónica. La pata dio en el bien construido muro y Telémaco reprendió a Ctesipo con su

palabra:

«Ctesipo, lo mejor para tu vida ha sido no alcanzar al forastero, pues él ha evitado el

golpe; en caso contrario, yo te habría alcanzado de lleno con la agúda lanza, y en vez de

boda, tu padre se habría cuidado de tu funeral. Por esto, que ninguno muestre sus

insolencias en mi casa, pues ya comprendo y sé cada cosa, las buenas y las malas. Hace

poco aún era niño y toleraba, aun viéndolo, el degüello de ovejas así como el vino que se

bebía y la comida, pues es difícil que uno solo contenga a muchos. Conque, vamos, no

me causéis ya más daños como si fuerais enemigos, aunque si me queréis matar con el

bronce, sería mejor morir que ver continuamente estas obras inicuas: a los huéspedes

maltratados y a las esclavas indignamente forzadas en mi hermoso palacio.»

Así dijo y todos ellos enmudecieron en el silencio. Y más tarde dijo Agelao

Damastórida:.

«Amigos. ninguno vaya a irritarse contestando con razones contrarias a lo dicho con

justicia. No maltratéis al forastero ni a ningún otro de los esclavos que hay en la casa de

Odiseo, aunque yo diría una palabra dulce a Telémaco y a su madre, si ésta fuera

agradable a su corazón: mientras vuestro ánimo confiaba en que regresaría a casa el

prudente Odiseo, no os indignabais porque permanecieran los pretendientes ni por

retenerlos en la casa; incluso habría sido lo mejor si Odiseo hubiese regresado a casa.

Pero ya es evidente que no ha de volver de ningún modo; conque, vamos, siéntate junto a

tu madre y dile que case con quien sea el mejor y le entregue más cosas, para que tú sigas

poseyendo con alegría todo lo de tu padre, comiendo y bebiendo, y ella cuide la casa de

otro.»

Y le contestó Telémaco discretamente:

«¡No, por Zeus, Agelao, y por las tristezas de mi padre quien puede que haya muerto o

ande errante lejos de Itaca! De ninguna manera trato de retrasar el casamiento de mi

madre; por el contrario, la exhorto a casarse con el que quiera e incluso le doy regalos

innumerables. Pero me avergüenzo de arrojarla del palacio contra su voluntad, con

palabra forzosa. ¡No permita la divinidad que esto suceda!»

Así dijo Telémaco, y Palas Atenea levantó una risa inextinguible entre los pretendientes

y les trastornó la razón. Reían con mandíbulás ajenas y comían carne sanguinolenta; sus

ojos se llenaban de lágrimas y su ánimo presagiaba el llanto. Entonces les habló

Teoclímeno, semejante a un dios:

«¡Ah, desdichados!, ¿qué mal es éste que padecéis? En noche están envueltas vuestras

cabezas y rostros y de vuestras rodillas abajo. Se enciende el gemido y vuestras mejillas

están llenas de lágrimas. Con sangre están rociados los muros y los hermosos

intercolumnios y de fantasmas lleno el vestíbulo y lleno está el patio de los que marchan

a Erebo bajo la oscuridad. El sol ha desaparecido del cielo y se ha extendido funesta

niebla.»

Así dijo, y todos se rieron de él dulcemente. Y Eurímaco, hijo de Pólibo, comenzó a

hablar entre ellos:

«Está loco el forastero recién llegado de tierra extraña. Vamos, jóvenes, llevadlo

rápidamente fuera de la casa; que marche al ágora, ya que piensa que aquí es de noche.»

Y le contestó Teoclímeno, semejante a un dios:

«Eurímaco, no to he pedido que me des acompañamiento, que tengo ojos, oídos y

ambos pies y una razón bien construida en mi pecho, en absoluto incongruente. Con éstos

me voy afuera, pues veo claro que la destrucción se os acerca, de la que no va a poder

huir ninguno de los pretendientes, los que en la casa de Odiseo, semejante a un dios,

insultáis a los hombres y ejecutáis acciones inicuas.»

Así diciendo salió del palacio, agradable vivienda, y marchó a casa de Pireo, quien lo

recibió benévolo. Y los pretendientes se miraban unos a otros e irritaban a Telémaco,

burlándose de sus huéspedes. Así decía uno de los arrogantes jóvenes:

«Telémaco, nadie es más desafortunado con los huéspedes que tú. Tienes uno como ese

mendigo vagabundo necesitado de comida y vino, en absoluto conocedor de hazañas ni

de vigor, sino un peso muerto de la tierra, y ese otro que se levantó a vaticinar; si me

hicieras caso, lo mejor sería que metiéramos a los forasteros en una nave de muchos

bancos y los enviáramos a Sicilia, donde te darían un precio conveniente.»

Así dijeron los pretendientes, pero Telémaco no hacía caso de sus palabras, sino que

miraba a su padre en silencio, aguardando siempre cuándo pondría las manos sobre los

desvergonzados pretendientes.

Y la hermosa hija de Icario, la prudence Penélope, poniendo su sillón enfrente

escuchaba las palabras de cada uno de los hombres en el palacio. Así es como se

prepararon, entre risas, un almuerzo dulce y agradable, pues habían sacrificado en

abundancia. Pero ninguna otra cena podría ser más desgraciada como la que iban a

prepararles más tarde la diosa y el fuerte hombre, pues ellos fueron los primeros en

ejecutar acciones indignas.

CANTO XXI

EL CERTAMEN DEL ARCO

Entonces Atenea, la diosa de ojos brillantes, inspiró en la mente de la hija de Icario, la

prudente Penélope, que dispusiera el arco y el ceniciento hierro en el palacio de Odiseo

para los pretendientes, como competición y para comienzo de la matanza. Subió a la alta

escalera de su casa y tomando en su vigorosa mano una bien curvada llave, hermosa, de

bronce y con mango de marfil, echó a andar con sus esclavas hacia la última habitación

donde se hallaban los objetos preciosos del señor -bronce, oro y labrado hierro. Allí

estaba también el flexible arco y el carcaj de las flechas con muchos y dolorosos dardos

que le había dado como regalo un huésped, Ifito Eurítida, semejante a los inmortales,

cuando lo encontró en Lacedemonia. Se encontraron los dos en Mesenia, en casa del

prudente Ortíloco. Odiseo había ido por una deuda que le debía todo el pueblo: en efecto,

unos mesenios se le habían llevado de Itaca trescientas ovejas, con sus pastores, en naves

de muchos bancos. A causa de éstas, Odiseo caminó mucho camino seguido, aunque era

joven, pues le habían mandado su padre y otros ancianos. Ifito, por su parte, buscaba

unos animales que le habían desaparecido, doce yeguas y mulos pacientes en el trabajo.

Éstas serían después muérte y destrucción para él, cuando llegó junto al hijo de Zeus de

ánimo esforzado, junto al mortal Heracles concebidor de grandes empresas, quien, aun

siendo su huésped, lo mató en su casa. ¡Desdichado!, no temió la venganza de los dioses

ni respetó la mesa que le había puesto; y, después de matarlo, retuvo a las yeguas de

fuertes pezuñas en el palacio. Cuando buscaba a éstas, se encontró con Odiseo y le dio el

arco que usaba el gran Eurito y que había legado a su hijo al morir en su elevado palacio.

Odiseo, por su parte, le entregó aguda espada y fuerte lanza como inicio de una

afectuosa amistad, pero no llegaron a sentarse uno a la mesa del otro, pues antes el hijo

de Zeus mató a Ifito Eurítida, semejante a los inmortales, quien había dado el arco a

Odiseo. Éste lo llevaba en su patria, pero no lo tornó al marchar al combate sobre las

negras naves, sino que estaba en el palacio como recuerdo de su huésped.

Cuando hubo llegado a la habitación la divina entre las mujeres y puso el pie sobre el

umbral de roble (en otro tiempo lo había pulido sabiamente el artífice, había enderezado

con la plomada y levantado las jambas colocando sobre ella las resplandecientes puertas)

desató la correa del tirador, introdujo la llave apuntando de frente y corrió los cerrojos de

las puertas. Éstas resonarón como el toro que pace en la pradera -¡tanto resonó la hermosa

puerta empujada por la llave!- y se le abrieron inmediatamente. Luego ascendió a la

hermosa tarima donde estaban las arcas en que yacían los perfumados vestidos. Extendió

el brazo, tomó del clavo el arco con su misma funda, el cual resplandecía, y sentada con

él sobre sus rodillas, rompió a llorar ruidosamente sin soltar el arco del rey. Luego que se

hubo saciado del gemido de muchas lágrimas, echó a andar hacia el mégaron en busca de

los ilustres pretendientes con el flexible arco entre sus manos y la aljaba portadora de

dardos con muchas y dolorosas saetas; y junto a ella las siervas llevaban un arcón en que

había mucho hierro y bronce, ¡los trofeos de un soberano como él!

Cuando llegó a los pretendientes, se detuvo junto a una columna del techo, sólidamente

construido, sosteniendo un grueso velo ante sus mejillas; y a uno y a otro lado de ella

estaba en pie una fiel doncella.

Al punto se dirigió a los pretendientes y dijo:

«Escuchadme, ilustres pretendientes que hacéis uso de esta casa para comer y beber sin

cesar un instante, la de un hombre que lleva ausente largo tiempo. Ningún otro pretexto

podéis poner sino que estáis deseosos de casaros conmigo y tomarme por mujer. Conque,

vamos, pretendientes, esto es lo que se os muestra como certamen: colocaré el gran arco

del divino Odiseo y aquel que lo tense más fácilmente y haga pasar el dardo por las doce

hachas, a éste seguiré inmediatamente abandonando esta casa querida, muy hermosa,

llena de riqueza, de la que un día, creo, me acordaré incluso en sueños.»

Así dijo y ordenó a Eumeo, el divino porquero, que ofreciera a los pretendientes el arco

y el ceniciento hierro. Eumeo lo recibió llorando y lo puso en tierra; y al otro lado lloraba

el boyero cuando vio el arco del soberano. Y Antínoo les increpó, les habló y llamó por

su nombre:

«Necios campesinos, que sólo pensáis en las cosas del día; cobardes, ¿por qué

derramáis lágrimas y conmovéis el ánimo de esta mujer? Dolorida está ya por otras

razones, desde que perdió a su esposo. Conque, vamos, sentaos a comer en silencio o

marchaos afuera a llorar y dejad ahí mismo el arco, certamen inofensivo para los

pretendientes. No creo que se tense fácilmente este bien pulido arco, pues no hay entre

todos éstos un hombre como era Odiseo. Le vi -me acuerdo- siendo yo niño pequeño.»

Así dijo, y es que en su interior esperaba tensar el arco y hacer pasar la flecha por el

hierro. Pero en verdad el irreprochable Odiseo, a quien entonces deshonraba en el palacio

incitaba a sus compañeros-, iba a darle a probar, antes que a nadie, el dardo despedido de

sus manos.

Y entre ellos habló la sagrada fuerza de Telémaco:

«No, no me ha hecho muy prudente Zeus, el hijo de Crono; mi madre, prudente como

es, me dice que va a seguir a otro dejando esta casa y yo me río y alegro con ánimo

insensato. Conque apresuraos, pretendientes, que esta competición os la gane una mujer

cual no hay ya en la tierra aquea ni en la sagrada Pilos ni en Argos ni en Micenas ni en la

misma Itaca ni en el oscuro continente. Pero también vosotros lo sabéis, ¿qué necesidad

tengo de alabar a mi madre? Así que, vamos, no lo retraséis con pretextos ni esperéis más

tiempo a tender el arco para que os veamos. También yo probaré este arco y, si logro

tenderlo y traspasar el hierro con la flecha, no dejaría, para dolor mío, esta casa mi

venerable madre por seguir a otro, ni me quedaría yo atrás cuando soy capaz de llevarme

el hermoso trofeo de mi padre.»

Así dijo, y quitándose el manto purpúreo de los hombros, se puso en pie y descolgó de

su hombro la aguda espada. En primer lugar colocó las hachas abriendo para todas un

largo surco, las alineó a cuerda y puso tierra alrededor.

El asombro se apoderó de todos los que veían cuán ordenadamente las había colocado

-nunca antes lo habían visto. Entonces fue a ponerse sobre el umbral y probar el arco.

Tres veces lo movió deseando tenderlo y tres veces desistió de su ímpetu esperando en su

interior tender la cuerda y atravesar el hierro con una flecha. Y quizá lo habría tendido,

tirando con fuerza por cuarta vez, pero Odiseo le hizo señas de que no, aunque mucho lo

deseaba. Y habló de nuevo entre ellos la sagrada fuerza de Telémaco:

«¡Ay, ay, creo que voy a ser en adelante cobarde y débil!, o quizá es que soy demasiado

joven y no puedo confiar en mis brazos para rechazar a un hombre cuando alguien me

ataca primero. Pero, vamos; vosotros que sois superiores a mi en fuerzas, probad el arco y

acabemos el certamen.»

Así diciendo, dejó el arco en él suelo, lejos de sí, lo apoyó contra las bien ajustadas,

bien pulidas puertas y colgó la aguda flecha de una hermosa anilla y volvió a sentarse en

la silla de donde se había levantado. Y entre ellos habló Antínoo, hijo de Eupites:

«Compañeros, levantaos todos, uno tras otro, comenzando por la derecha del lugar

donde se escancia el vino.»

Así dijo Antínoo, y les agradó su palabra.

Levantóse el primero Leodes, hijo de Enopo, el cual era su arúspice y se sentaba junto a

una hermosa crátera, siempre en el rincón más escondido; sólo a él eran odiosas las

iniquidades y estaba indignado contra todos los pretendientes. Entonces fue el primero en

tomar el arco y el agudo dardo y marchó a ponerse sobre el umbral. Probó el arco y no

pudo tenderlo, pues antes se cansó de tirar hacia atrás con sus blandas, no encallecidas

manos. Y dijo entre los pretendientes:

«Amigos, yo no puedo tenderlo, que ló coja otro. Este arco privará de la vida y del alma

a muchos nobles. Aunque es preferible morir que no conseguir aquello por lo que

estamos reunidos siempre aquí, esperando todos los días. Ahora cualquiera espera y desea

en su ánimo casarse con Penélope, la esposa de Odiseo, pero una vez que pruebe el arco y

lo vea, que pretenda, buscando con regalos de boda, a alguna otra de las aqueas de

hermoso peplo, y aquélla rápidamente se casará con quien más cosas le regale y le venga

designado por el destino.»

Así diciendo, dejó el arco en el suelo, lejos de sí, lo apoyó contra las bien ajustadas,

bien pulidas puertas y colgó la aguda flecha de una hermosa anilla, y volvió a sentarse en

la silla de donde se había levantado.

Entonces le increpó Antínoo, le habló y le llamó por su nombre:

«Leodes, ¡qué palabra terrible e inaguantable -me he irritado al escucharla- ha escapado

del cerco de tus dientes!; que este arco privará a los pretendientes de la vida y el alma

porque tú no puedes tenderlo. No, sólo a ti no te parió tu venerable madre para ser tirador

de arco y flechas, pero otros ilustres pretendientes lo tenderán enseguida.»

Así dijo y ordenó a Melantio el cabrero:

«Apresúrate a encender fuego en el palacio, Melantio, y coloca al lado un sillón grande

con pieles encima; y trae un gran pan de sebo que hay dentro para que calentemos el arco,

lo untemos con grasa y lo probemos, para terminar de una vez el certamen.»

Así dijo; Melantio encendió enseguida un fuego infatigable, acercóle un sillón, con

pieles encima y llevó un gran pan de sebo que había dentro. Los jóvenes calentaron el

arco y trataron de tenderlo, pero no podian., pues estaban muy faltos de fuerzas. Pero

todavía Antínoo estaba a la expectativa y Eurímaco semejante a un diós, jefes de los

pretendientes y señaladamente los mejores por su valor. Habían salido del palacio, en

mutua compañía, el boyero y el porquero del divino Odiseo. Y les siguió él mismo, el

divino Odiseo, desde la casa; y cuando ya estaban fuera de las puertas y del patio les

habló con suaves palabras:

«Boyero y tú, porquero, Les diré alguna palabra o mejor la mantendré oculta? El ánimo

me ordena decirla. ¿Como seríais para defender a Odiseo si llegara de alguna parte, así de

repente, y alguna divinidad lo enviara? ¿Defenderíais a los pretendientes o a Odiseo?

Contestad como el corazón y el ánimo os lo ordenen.»

Y el boyero dijo:

«Zeus padre, ¡ojalá cumplieras este deseo mío de que llegue aquel hombre conducido

por alguna divinidad! Conocerías cuál es mi fuerza y qué brazos me acompañan.»

Eumeo suplicaba a todos los dioses de la misma manera que regresara a casa el

prudente Odiseo.

Y una vez que éste conoció su verdadero pensamiento, de nuevo les contestó con sus

palabras y dijo:

«Ya está él dentro; soy yo mismo, que después de pasar muchas calamidades he llegado

a los veinte años a la tierra patria. También me doy cuenta que sólo vosotros dos entre los

esclavos deseabais mi llegada, que de los otros, a ninguno he oído que suplicara para que

yo regresara a casa. Así que a vosotros dos os diré la verdad de lo que va a suceder: si por

mi mano la divinidad hace sucumbir a los ilustres pretendientes, os daré a ambos esposa y

posesiones, y casas edificadas cerca de la mía; y seréis, además, compañeros y hermanos

de mi Telémaco.

Vamos, os voy a mostrar otra señal manifiesfa para que me reconozcáis bien y confiéis

en vuestro ánimo, la cicatriz que en otro tiempo me infirió un jabalí con su blanco

colmillo, cuando marché al Parnaso con los hijos de Autólico.»

Así diciendo, apartó los andrajos de la gran cicatriz y luego que éstos la vieron y

examinaron bien cada parte rompieron en llanto, echaron los brazos alrededor del

prudente Odiseo y le besaban y acariciaban la cabeza y los hombros. También él besaba

sus cabezas y manos y se les habría puesto la luz del sol mientras lloraban, si no los

hubieran calmado y hablado Odiseo mismo:

«Contened el llanto y el gemido, no sea que alguien os vea si sale del pálacio y vaya

adentro a decirlo. Entrad uno tras otro, no juntos; primero yo y después vosotros. La señal

será la siguiente: todos los demás, cuantos son ilustres pretendientes no dejarán que me

sean entregados el arco y el carcaj, pero tú, divino Eumeo, llévalo a través de la

habitación para ponerlo en mi mano y di a las mujeres que cierren las puertas del palacio

ajustándolas fuertemente. En el caso de que alguna oiga gemido o golpe de hombres entre

nuestras paredes que no acuda a la puerta, que se quede en silenció junto a su labor. En

cuanto a ti, divino Filetio, te encargo cerrar con llave las puertas del patio y poner

enseguida una cadena.»

Así diciendo, entró en la bien construida casa y se fue a sentar en la silla de donde se

había levantado; y después entraron los dos siervos del divino Odiseo.

Eurímaco ya estaba moviendo el arco con las manos hacia uno y otro lado, calentándolo

con el brillo del fuego, pero ni aun así podía tenderlo y se afligía grandemente en su

noble corazón. Así que suspiró, dijo su palabra, habló y llamó por su nombre:

«¡Ay, ay, en verdad siento pesar por mí mismo y por todos! Y no es que me lamente

tanto por la boda, aunque me duela -pues hay muchas otras aqueas, unas en la misma

Itaca rodeada de mar y otras en las restantes ciudades-, como porque seamos tan débiles

de fuerza comparados con el divino Odiseo, que no podemos tender el arco. ¡Será una

vergüenza que se enteren los venideros!»

Y Antínoo, hijo de Eupites, se dirigió luego a él:

«Eurímaco, nó será así -y lo sabes también tú-. Ahora se celebra en el pueblo- la

sagrada fiesta del dios. ¿Quién podría tender el arco? Dejadle tranquilamente en el suelo

y las hachas de dóble filo dejémoslas ahí puestas, pues no creo que se las lleve nadie que

venga al palacio de Odiséo Laertíada. Con que vamos, que el cópero haga una primera

ofrenda, por orden, en las copas para que una vez realizada dejemos el curvado arco.

Ordenad a Melantió que traiga cabras al amanecer, las que sobresalgan entre todas, para

que probemos el arco y terminemos el certamen de una vez, después de ofrecer muslos a

Apolo, famoso por su arco.»

Así dijo Antínoo, y les agradó su palabra. Así que los heraldos vertieron agua sobre sus

manos y unos jóvenes coronaban con vino las cráteras y lo distribuyeron entre todos

haciendo una primera ofrenda en las copas. Y después que hubieron hecho libación y

bebido cuanto quiso su apetito, les dijo meditando engaños el muy astuto Odiseo:

«Escuchadme, pretendientes de la ilustre reina, mientras os digo lo que el corazón me

ordena dentro del pecho. Me dirijo principalmente a Eurímaco y Antínoo, semejante a un

dios, puésto que él ha dicho oportunamente qué dejéis ahora el arco y os volváis a los

dioses, que al amanecer la divinidad dará fuerzas al que quisiere. Vamos, dadme el

pulimentado arco para que pueda probar con vosotros mi fuerza y mis brazos, para ver si

tengo todavía el vigor cual antes tenía en mis flexibles miembros, o ya me lo han

destruido la vida errante y la falta de cuidados.»

Así dijo, y todos ellos se indignaron sobremanera temiendo que lograse tender el pulido

arco.

Entonces Antínoo le increpó y llamó por su nombre:

«¡Ah, miserable entre los forasteros, no tienes ni el más mínimo seso! ¿No te contentas

con participar tranquilamente del festín con nosotros, los poderosos, y que no se te prive

de nada del banquete, e incluso escuchar nuestras palabras y conversación? Ningún otro

forastero ni mendigo escucha nuestras palabras. Te trastorna el vino, dulce como la miel,

el que daña a quien lo arrebata con avidez y no lo bebe comedidamente. El vino perdió

también al ilustre centauro Euritión en el palacio del muy noble Pirítoo cuando marchó al

país de los Lapitas. Cuando había dañado su mente con el vino, cometió enloquecido

acciones indignas en la casa de Pirítoo, pero la indignación se apoderó de los héroes y se

arrojaron sobre él, lo arrastraron afuera a través del vestíbulo y le cortaron orejas y nariz

con cruel bronce. Y él, dañado en su mente, se marchó soportando su desgracia con

ánimo demente. Por esto se produjo la contienda entre hombres y Centauros, y aquél fue

el primero que encontró el mal para sí mismo por haberse cargado de vino.

«También a ti te anuncio una gran desgracia si tiendes el arco, pues no encontrarás

afabilidad en nuestro pueblo y te enviaremos en negra nave al rey Equeto, azote de todos

los mortales, y de allí no podrás escapar a salvo. Así que bebe tranquito y no trates de

rivalizar con hombres más jóvenes»

Y la prudente Penélope se dirigió luego a él:

«Antínoo, no es decoroso ni justo ultrajar a los huéspedes de Telémaco, cualquiera que

llegue a este palacio. ¿Crees que si el huésped lograra tender el arco, confiado en sus

manos y fuerza, me llevaría a casa y haría su esposa? Ni siquiera él mismo alberga en su

pecho tal esperanza. Que ninguno de vosotros coma con corazón acongojado por causa de

éste, pues no parece cosa en modo alguno razonable.»

Y Eurímaco, hijo de Pólibo, le contestó: -

«Hija de Icario, prudente Penélope, no creemos que éste te vaya a llevar, ni parece

razonable, pero nos llenan de vergüenza las murmuraciones de hombres y mujeres, no sea

que alguna vez el peor de los aqueos pueda decir: "En vérdad son hombres muy inferiores

los que pretenden a la esposa de un hombre irreprochable, pues no son capaces de tender

el pulido arco; en cambio un mendigo cualquiera que llegó errante tendió fácilmente el

arco y atravesó el hierro."

«Así dirá y tales reproches serán para nosotros.»

Y la prudente Penélope se dirigió a él:

«Eurímaco, no es posible en modo alguno que tengan buena fama en el pueblo quienes

deshonran la casa de un varón principal y se la comen. ¿Por qué os hacéis merecedores de

tales oprobios? Este forastero es muy alto y vigoroso y afirma ser hijo de un padre de

noble linaje. Vamos, dadle el pulimentado arco, para que veamos. Os diré algo que se va

a cumplir: si lograra tenderlo y Apolo le diera gloria, le vestiré de manto y túnica,

hermosos vestidos, y le daré un agudo venablo para protección contra perros y hombres y

una espada de doble filo; también le daré sandalias para sus pies y le enviaré a donde su

corazón le empuje.»

Y Telémaco le habló discretamente:

«Madre mía, ninguno de los aqueos tiene más poder que yo para dar el arco o negárselo

a quien yo quiera, ni cuantos gobiernan sobre la áspera Itaca ni cuantos en las islas de

junto a la Elide, criadora de caballos. Ninguno de éstos me forzaría contra mi voluntad si

yo quisiera de una vez dar este arco al extranjero para llevárselo. Conque, vamos, marcha

a tu habitación y ocúpate de las labores que te son propias, el telar y la rueca, y ordena a

tus esclavas que se apliquen a las suyas. El arco será cuestión de los hombres y

principalmente de mi, de quien es el poder en este palacio»"

Y ella volvió asombrada a su habitación poniendo en su pecho la prudente palabra de su

hijo. Y luego que hubo subido al piso superior con sus siervas, rompió a llorar por

Odiseo, su esposo, hasta que Atenea, de ojos brillantes, le echó dulce sueño sobre los

párpados.

Entonces el divino porquero tomó el curvado arco y se disponía a llevarlo, cuando los

pretendientes todos empezaron a amenazarlo en el palacio; y uno de los jóvenes

arrogantes decía así:

«¿Adónde llevas el curvado arco, miserable porquero, insensato? Creo que bien pronto

te van a comer lejos de aquí los perros, junto a las marranas que tú cuidabas, si Apolo y

los demás dioses nos son propicios.»

Así dijeron, y éste dejó el arco en el mismo sitio atemorizado porque todos, le

amenazaban en el palacio. Pero Telémaco le dijo entre amenazas desde el otro lado:

«Abuelo, sigue adelante con el arco -no creo que hagas bien en obedecer a todos-, no

sea que yo, con ser más joven, te persiga hasta el campo arrojándote piedras, pues soy

más fuerte. ¡Ojalá fuera tan superior en manos y vigor a cuantos pretendientes están en

mi casa! Pronto despediría de mi palacio a alguno para que se marchara

vergonzosamente, pues maquinan maldades.»

Así dijo y todos los pretendientes se rieron dulcemente de él y abandonaron su terrible

cólera contra Telémaco. El porquero llevó el arco por la habitación y poniéndose junto al

prudente Odiseo se lo entregó. Luego llamó a la nodriza Euriclea y le dijo:

«Prudente Euriclea, Telémaco ordena que cierres bien las puertas del mégaron y que, si

alguna de las siervas oye gemidos o golpes de hombres dentro de nuestras paredes, que

no acuda a la puerta, que se quede en silencio junto a su labor.»

Así dijo; a Euriclea se le quedaron sin alas las palabras y cerró enseguida las puertas del

mégaron, agradable para habitar.

Filetio salió sigilosamente y cerró enseguida las puertas del bien cercado patio. Había

bajo el pórtico el cable de papiro de una curvada nave; con éste sujetó las puertas, entró y

fue a sentarse en la silla de la que se, había levantado mirando directamente a Odiseo.

Éste ya estaba manejando el arco, dándole vueltas probándolo por uno y otro lado no

fuera que la carcoma hubiera roído el cuerno mientras su dueño estaba ausente.

Y uno de los pretendientes decía así, mirando al que tenía cerca:

«Desde luego es un hombre conocedor y entendido en arcos. Quizá también él tiene de

éstos en casa o siente impulsos de construirlos, según lo mueve entre sus manos aquí y

allá este vagabundo conocedor de desgracias.»

Y otro de los jóvenes arrogantes decía así:

«íOjalá consiguiera tanto provecho como va a conseguir tender el arco!»

Así decían los pretendientes. Entretanto el muy astuto Odiseo, luego que hubo palpado

y examinado por todas partes el gran arco... Como cuando un hombre entendido en liras y

canto consigue fácilmente tender la cuerda con una clavija nueva, atando a uno y otro

lado la bien retorcida tripa de una oveja, así tendió Odiseo sin esfuerzo el gran arco.

Luego lo tomó con su mano derecha, palpó la cuerda y ésta resonó semejante al hermoso

trino de una golondrina. Entonces les entró gran pesar a los pretendientes y se les tornó el

color. Zeus retumbó con fuerza mostrando una señal y se llenó de alegría el sufridor, el

divino Odiseo porque el hijo de Crono, de torcidos pensamientos, le había enviado un

prodigio. Y tomó un agudo dardo que tenía suelto sobre la mesa, pues los otros estaban

dentro del cóncavo carcaj, los que iban a probar pronto los aqueos. Lo acomodó en la

encorvadura, tiró del nervio y de las barbas alli sentado, desde su misma silla, disparó el

dardo apuntando de frente y no marró ninguna de las hachas desde el primer agujero,

pues la flecha de pesado bronce salió atravesándolas.

Entonces dijo a Telémaco:

«Telémaco, este huésped que tienes sentado en tu palacio no lo cubre de vergüenza, que

no he errado el blanco ni me he fatigado tratando de tender el arco. Todavía me queda

vigor, no como me echan en cara los pretendientes por deshonrarme. Pero ya es hora de

que los aqueos preparen su cena mientras haya luz y que luego se solacen con el canto y

la lira, pues éstos son complemento de un banquete.»

Así dijo, e hizo una señal con las cejas. Telémaco se ciñó la aguda espada, el hijo del

divino Odiseo; puso su mano sobre la lanza y se quedó en pie junto a su mismo sillón,

armado de reluciente bronce.

CANTO XXII

LA VENGANZA

Entonces el muy astuto Odiseo se despojó de sus andrajos, saltó al gran umbral con el

arco y el carcaj lleno de flechas y las derramó ante sus pies diciendo a los pretendientes:

«Ya terminó este inofensivo certamen; ahora veré si acierto a otro blanco que no ha

alcanzado ningún hombre y Apolo me concede gloria.»

Así dijo, y apuntó la amarga saeta contra Antínoo. Levantaba éste una hermosa copa de

oro de doble asa y la tenía en sus manos para beber el vino. La muerte no se le había

venido a las mientes, pues ¿quién creería que, entre tantos convidados, uno, por valiente

que fuera, iba a causarle funesta muerte y negro destino? Pero Odiseo le acertó en la

garganta y le clavó una flecha; la punta le atravesó en línea recta el delicado cuello, se

desplomó hacia atrás, la copa se le cayó de la mano al ser alcanzado y al punto un grueso

chorro de humana sangre brotó de su nariz. Rápidamente golpeó con el pie y apartó de sí

la mesa, la comida cayó al suelo y se mancharon el pan y la carne asada.

Los pretendientes levantaron gran tumulto en el palacio al verlo caer, se levantaron de

sus asientos lanzándose por la sala y miraban por todas las bien construidas paredes, pero

no había en ellas escudo ni poderosa lanza que poder coger. E increparon a Odiseo con

coléricas palabras:

«Forastero, haces mal en disparar el arco contra los hombres; ya no tendrás que afrontar

más certámenes, pues te espera terrible muerte. Has matado a uno que era el más

excelente de. los jóvenes de Itaca; te van a comer los buitres aquí mismo.»

Así lo imaginaban todos, porque en verdad creían que lo había matado

involuntariamente; los necios no se daban cuenta de que también sobre ellos pendía el

extremo de la muerte. Y mirándolos torvamente les dijo el muy astuto Odiseo:

«Perros, no esperabais que volviera del pueblo troyano cuando devastabais mi casa,

forzabais a las esclavas y, estando yo vivo tratabais de seducir a mi esposa sin temer a los

dioses que habitan el ancho cielo ni venganza alguna de los hombres. Ahora pende sobre

vosotros todos el extremo de la muerte.»

Así habló y se apoderó de todos el pálido terror y buscaba cada uno por dónde escapar a

la escabrosa muerte. Eurímaco fue el único que le contestó diciendo:

«Si de verdad eres Odiseo de Itaca que ha llegado, tienes razón en hablar así de las

atrocidades que han cometido los aqueos en el palacio y en el campo. Pero ya ha caído el

causante de todo, Antínoo; fue él quien tomó la iniciativa, no tanto por intentar el

matrimonio como por concebir otros proyectos que el Cronida no llevó a cabo: reinar

sobre el pueblo de la bien construida Itaca tratando de matar a tu hijo con asechanzas. Ya

ha muerto éste por su destino, perdona tú a tus conciudadanos, que nosotros, para

aplacarte públicamente, te compensaremos de lo que se ha comido y bebido en el palacio

estimándolo en veinte bueyes cada uno por separado, y te devolveremos bronce y oro

hasta que tu corazón se satisfaga; antes de ello no se te puede reprochar que estés

irritado.»

Y mirándole torvamente le dijo el muy astuto Odiseo:

«Eurímaco, aunque me dierais todos los bienes familiares y añadierais otros, ni aun así

contendría mis manos de matar hasta que los pretendientes paguéis toda vuestra

insolencia. Ahora sólo os queda luchar conmigo o huir, si es que alguno puede evitar la

muerte y las Keres, pero creo que nadie escapará a la escabrosa muerte.

Así habló y las rodillas y el corazón de todos desfallecieron allí mismo. Eurímaco habló

otra vez entre ellos y dijo:

«Amigos, no contendrá este hombre sus irresistibles manos, sino que una vez que ha

cogido el pulido arco y el carcaj lo disparará desde el pulido umbral hasta matarnos a

todos. Pensemos en luchar; sacad las espadas, defendeos con las mesas de los dardos que

causan rápida muerte. Unámonos todos contra él por si logramos arrojarlo del umbral y

las puertas, vayamos por la ciudad y que se promueva gran alboroto: sería la última vez

que manejara el arco.»

Así habló, y sacando la aguda espada de bronce, de doble filo, se lanzó contra él con

horribles gritos. Al mismo tiempo le disparó una saeta el divino Odiseo, y acertándole en

el pecho, junto a la tetilla, le clavó la veloz flecha en el hígado. Se le cayó de la mano al

suelo la espada y doblándose se desplomó sobre la mesa y derribó por tierra los manjares

y la copa de doble asa. Golpeó el suelo con su frente, con espíritu conturbado, y sacudió

la silla con ambos pies, y una niebla se esparció por sus ojos.

Anfínomo se fue derecho contra el ilustre Odiseo y sacó la aguda espada por si podía

arrojarlo de la puerta, pero se le adelantó Telémaco y le clavó por detrás la lanza de

bronce entre los hombros y le atravesó el pecho. Cayó con estrépito y dio de bruces en el

suelo. Telémaco se retiró dejando su lanza de larga sombra allí, en Anfínomo, por temor

a que alguno de los aqueos le clavara la espada mientras él arrancaba la lanza de larga

sombra o le hiriera al estar agachado. Echó a correr y llegó enseguida adonde estaba su

padre y, poniéndose a su lado, le dirigió aladas palabras: «Padre, voy a traerte un escudo

y dos lanzas y un casco todo de bronce que se ajuste a tu cabeza. De paso me pondré yo

las armas y daré otras al porquero y al boyero, que es mejor estar armados.»

Y le respondió el muy astuto Odiseo:

«Tráelas corriendo mientras tengo flechas para defenderme, no sea que me arrojen de la

puerta al estar solo.»

Así habló, y Telémaco obedeció a su padre. Fue a la estancia donde estaban sus

famosas armas y tomó cuatro escudos, ocho lanzas y cuatro cascos de bronce con crines

de caballo, los llevó y se puso enseguida al lado de su padre. Primero protegió él su

cuerpo con el bronce y, cuando los dos siervos se habían puesto hermosas armaduras, se

colocaron todos junto al prudente y astuto Odiseo.

Mientras tuvo flechas para defenderse, fue hiriendo sin interrupción a los pretendientes

en su propia casa apuntando bien. Y caían uno tras otro. Pero cuando se le acabaron las

flechas al soberano, una vez que las hubo disparado, apoyó el arco contra una columna

del bien construido aposento, junto al muro reluciente, y se cubrió los hombros con un

escudo de cuatro pieles; en la robusta cabeza se colocó un labrado casco -el penacho de

crines de caballo ondeaba terrible en lo alto-, y tomó dos poderosas lanzas guarnecidas

con bronce.

Había en la bien construida pared un postigo y en el umbral extremo de la sólida

estancia había una salida hacia un corredor y estaba cerrado por batientes bien ajustados.

Mandó Odiseo que lo custodiara el divino porquero manteniéndose firme en él, pues era

la única. salida. Entonces Agelao les habló a todos con estas palabras:

«Amigos, ¿no habrá nadie que ascienda por el postigo, se lo diga a la gente y se

produzca al punto un tumulto? Sería la última vez que éste manejara el arco.»

Y le respondió el cabrero Melantio:

«No es posible, Agelao de linaje divino; está muy cerca la hermosa puerta del patio y es

difícil la salida al corredor; un solo hombre, que sea valiente, nos contendría a todos.

Pero, vamos, os traeré armas de la despensa, pues creo que allí, y no en otro sitio, las

colocaron Odiseo y su ilustre Hijo.»

Así diciendo, subió el cabrero Melantio por una tronera del mégaron a la estancia de

Odiseo, de donde tomó doce escudos, otras tantas lanzas e igual número de cascos de

bronce con crines de caballo. Fue y se lo entregó rápidamente a los pretendientes.

Entonces sí que desfallecieron las rodillas y el corazón de Odiseo cuando vio que se

ponían las arenas y blandían en sus manos las largas lanzas, pues ahora la empresa le

parecía arriesgada. Y al punto dirigió a Telémaco aladas palabras:

«Telémaco, alguna de las mujeres del palacio, o Melantio, encienden contra nosotros

combate funesto.»

Y le respondió Telémaco discretamente:

«Padre, yo tuve la culpa de ello, no hay otro culpable, que dejé abierta la bien ajustada

puerta de la habitación, y su espía ha sido más hábil. Pero vete, divino Eumeo, y cierra la

puerta de la despensa; y entérate de si quien hace esto es una mujer o Melantio, el hijo de

Dolio, como yo creo.»

Mientras así hablaban entre sí, el cabrero Melantio volvió a la estancia para traer

hermosas armas, pero se dio cuenta el divino porquero y al punto dijo a Odiseo, que

estaba cerca:

«Hijo de Laertes, de linaje divino, Odiseo -rico en ardides, aquel hombre desconocido

del que sospechábamos ha vuelto al aposento. Dime claramente si lo debo matar, en caso

de vencerlo, o he de traértelo para que pague las muchas insolencias que ha cometido en

tu casa.»

Y le respondió el muy astuto Odiseo:

«Yo y Telémaco contendremos en esta sala a los nobles pretendientes, a pesar de su

mucho ardor. Vosotros ponedle atrás pies y manos y metedlo en la habitación, cerrad la

puerta y echándole una soga trenzada colgadlo de las vigas en lo alto de una columna,

para que viva largo tiempo sufriendo fuertes dolores.»

Así habló, y ellos dos le escucharon y obedecieron, y, dirigiéndose a la estancia, le

pasaron inadvertidos a Melantio, que estaba dentro. Éste buscaba armas en lo más

recóndito de la habitación y ellos montaron guardia a uno y otro lado de las jambas.

Cuando atravesaba el umbral el cabrero Melantio, llevando en una mano un hermoso

casco y en la otra un ancho escudo viejo, cubierto de moho, que el héroe Laertes solía llevar

en su juventud y ahora se hallaba en el suelo con las correas rotas, se le echaron

encima y lo arrastraron adentro por los pelos; lo echaron al suelo angustiado en su

corazón y, poniéndole atrás pies y manos, se las ataron con doloroso nudo, como había

mandado el hijo de Laertes, el divino y sufridor Odiseo; echaron a las vigas, en lo alto de

una columna, la soga trenzada y burlándote le dijiste, porquero Eumeo:

«Ahora velarás toda la noche acostado en esta blanda cama que te mereces, y no te

pasará inadvertida la llegada de la que nace de la mañana, de trono de oro, desde las

corrientes de Océano, a la hora en que sueles traer las cabras a los pretendientes para

preparar el almuerzo.»

Así quedó, suspendido de funesto nudo, y ellos dos se pusieron las arenas, cerraron la

brillante puerta y se dirigieron hacia el prudence y astuto Odiseo. Se detuvieron allí

respirando ardor y eran cuatro los del umbral y muchos y valientes los de dentro. Y se les

unió Atenea, la hija de Zeus, que tomó el aspecto y la voz de Méntor. Odiseo se alegró al

verla y le dijo:

«Méntor, aparta de nosotros el infortunio, acuérdate del compañero amado que solía

hacerte bien, pues eres de mi edad.»

Así habló, aunque sospechaba que era Atenea, la que empuja al combate. Y los

pretendientes le hacían reproches en la sala, siendo Agelao Damastórida el primero en

hablar:

«Méntor, que no te convenza Odiseo con sus palabras de luchar contra los pretendientes

y ayudarle a él, pues que se cumplirá nuestro intento de esta manera: una vez que

hayamos matado a éstos, al padre y al hijo, perecerás tú también por lo que tramas en el

palacio y pagarás con tu cabeza. Y cuando seguemos vuestra violencia con el hierro,

mezclaremos a los de Odiseo cuantos bienes posees dentro y fuera de tu palacio y no

permitiremos que tus hijos ni hijas vivan en el palacio, ni que tu fiel esposa ande por la

ciudad de Itaca. .

Así hablo, Atenea se encolerizó más en su corazón y le hizo reproches a Odiseo con

airadas palabras:

«Ya no hay en ti, Odiseo, aquel vigor y fuerza de cuando luchabas con los troyanos por

Helena de blancos brazos, hija de ilustre padre, durante nueve años seguidos; diste

muerte a muchos hombres en combate cruel y por tu consejo se tomó la ciudad de

Príamo, de anchas calles. ¿Cómo es que ahora que has llegado a tu casa y posesiones

imploras ser valiente contra los pretendientes? Ven aquí, amigo, ponte firme junto a mí y

mira mis obras, para que veas cómo es Méntor Alcímida para devolverte los favores entre

tus enemigos.»

Así habló, y es que no quería concederle todavía del todo la indecisa victoria antes de

probar el vigor.y la fuerza de Odiseo y su ilustre hijo. Conque se lanzó hacia arriba y fue

a posarse en una viga de la sala ennegrecida por el fuego, semejante a una golondrina de

frente.

Animaban a los contendientes Agelao Damastórida Eurínomo, Anfimedonte,

Demoptólemo, Pisandro Polictórida y el prudente Pólibo, pues eran los más valientes de

cuantos pretendientes vivían y luchaban por sus vidas. A los demás los había derribado

ya el arco y las numerosas flechas. A todos se dirigió Agelao con estas palabras:

«Amigos, ahora contendrá este hombre sus manos indómitas, puesto que se ha ido

Méntor tras decirle inútiles fanfarronadas y han quedado solos al pie de las puértas.

Conque no lancéis todos a una las largas lanzas; vamos, disparad primero los seis, por si

Zeus nos concede de alguna manera que Odiseo sea blanco de los disparos y conseguir

gloria. De los otros no habrá cuidado una vez que éste al menos haya caído.»

Así dijo, y dispararon todos como les ordenara, bien atentos, pero Atenea dejó sin

efecto todos sus disparos. De éstos, uno alcanzó la columna del bien construido mégaron,

otro la puerta sólidamente ajustada. De otro, la lanza de fresno, pesada por el bronce, fue

a estrellarse contra el muro. Y una vez que habían esquivado las lanzas de los

pretendientes comenzó a hablar entre ellos el sufridor, el divino Odiseo:

«Amigos, también yo ahora quisiera deciros que disparemos contra la turba de los

pretendientes, quienes, además de los anteriores males, desean matarnos.»

Así dijo, y todos dispararon las afiladas lanzas apuntando de frente. A Demoptólemo lo

mató Odiseo, a Eurfades Telémaco, a Elato el porquerizo y a Pisandro el que estaba al

cuidado de los bueyes. Así que luego todos a una mordieron el inmenso suelo mientras

los otros pretendientes se retiraron hacia el fondo del mégaron. Y ellos se lanzaron sobre

los cadáveres y les quítaron las lanzas.

De nuevo los pretendientes dispararon las afiladas lanzas, bien atentos. Pero Atenea

dejó sin efecto todos sus disparos. De ellos, uno alcanzó la columna del bien construido

mégaron, otro la puerta sólidamente ajustada. De otro la lanza de fresno, pesada por el

bronce, fue a estrellarse contra el muro. Pero esta vez Anfimedonte hirió a Telémaco en

la muñeca, levemente, y el bronce le dañó la superficie de la piel; Cresipo rasguñó el

hombro de Eumeo con la larga lanza por encima del escudo, y ésta, sobrevolando, cayó a

tierra.

De nuevo los que rodeaban al prudente y astuto Odiseo dispararon las afiladas lanzas

contra la turba de los pretendientes y de nuevo alcanzó a Euridamante, Odiseo, el

destructor de ciudades, a Anfimedonte, Telémaco, y a Pólibo, el porquero, y luego

alcanzó en el pecho a Ctesipo el que estaba al cuidado de los bueyes y jactándose le dijo:

«Politérsida, amigo de insultar, no digas nunca nada altanero cediendo a tu insensatez,

antes bien cede la palabra a los dioses, puesto que en verdad son mejores con mucho.

Este será para ti el don de hospitalidad por la patada que diste a Odiseo, semejante a un

dios, cuando mendigaba por el palacio.»

Así dijo el que estaba al cuidado de los cuenitorcidos bueyes. Después Odiseo hirió de

cerca al Damastórida con su larga lanza y Telémaco hirió de cerca con su lanza en medio

de la ijada a Leócrito Evenórida, y el bronce le atravesó de parte a parte. Cayó de cabeza

y dio de brutes en el suelo. Entonces Atenea levantó la égida, destructora para los

mortales, desde lo alto del techo y sus corazones sintieron pánico. Así que los unos huían

por el mégaron como vacas de rebaño a las que persigue el movedizo tábano, lanzándose

sobre ellas en la estación de la primavera, cuando los días son largos.

En cambio, los otros, como los buitres de retorcidas uñas y corvo pico bajan de los

montes y caen sobre las aves que, asustadas por la llanura, tratan de remontarse hacia las

nubes -éstos se lanzan sobre las aves y las matan, ya que no tienen defensa alguna ni

posibilidad de huida y se alegran los hombres de la captura-, así golpeaban éstos a los

pretendientes corriendo en círculo por la sala.

Y eran horribles los gemidos que se levantaban cuando las cabezas de los pretendientes

golpeaban el suelo -y éste humeaba todo con sangre.

Fue entonces cuando Leodes se arrojó a las rodillas de Odiseo y asiéndolas le suplicaba

con aladas palabras:

«Te suplico asido a tus rodillas, Odiseo. Respétame y ten compasión de mí. Pues lo

aseguro que nunca dije ni hice nada insensato a mujer alguna en el palacio. Por el

contrario, solía hacer desistir a cualquiera de los pretendientes que tratara de hacerlas,

pero no me obedecían en alejar sus manos de la maldad. Por esto y por sus insensateces

han atraído hacia sí un destino indigno y yo, sin haber hecho nada, yaceré con ellos por

ser su arúspice, que no hay agradecimiento futuro para los que obran bien.»

Y mirándole torvamente le dijo el muy astuto Odiseo:

«Si te precias de ser el arúspice de éstos, seguro que a menudo estabas pronto a suplicar

en el palacio que el fin de mi dulce regreso fuera lejano, para atraer hacia ti a mi querida

esposa y que te pariera hijos. Por esto no podrías escapar a la muerte de largos lamentos.»

Así diciendo, tomó con su ancha mano la espada que estaba en el suelo, la que Agelao

había dejado caer al sucumbir. Con ella le atravesó el cuello por el centro y mientras

todavía hablaba Leodes, su cabeza se mezcló con el polvo.

También el aedo Femio Terpiada trataba de evitar la negra Ker, el que cantaba a la

fuerza entre los pretendientes. Estaba de pie sosteniendo entre sus manos la sonora lira

junto al portillo, y dudaba entre salir desapercibido del mégaron y sentarse junto al altar

del gran Zeus, protector del Hogar, donde Laertes y Odiseo habían quemado muchos

muslos de reses, o lanzarse a las rodillas de Odiseo y suplicarle. Y mientras así pensaba,

le pareció más ventajoso asirse a las rodillas de Odiseo Laertíada. Así que dejó en el

suelo la curvada lira, entre la crátera y el sillón de clavos de plata, y se arrojó a las

rodillas de Odiseo. Y asiéndolas, le suplicaba con aladas palabras:

«Te suplico asido a tus rodillas. Odiseo. Respétame y ten compasión de mí. Seguro que

tendrás dolor en el futuro si matas a un aedo, a mí, que canto a dioses y hombres. Yo he

aprendido por mí mismo, pero un dios ha soplado en mi mente toda clase de cantos. Creo

que puedo cantar junto a ti como si fuera un dios. Por esto no trates de cortarme el cuello.

También Telémaco, tu querido hijo, podría decirte que yo no venía a tu casa ni de buen

grado ni porque lo precisara, para cantar junto a los pretendientes en sus banquetes; mas

ellos me arrastraban por la fuerza por ser más numerosos y fuertes.»

Así dijo, y la sagrada fuerza de Telémaco le oyó; así que luego dijo a su padre que

estaba cerca:

«Detente y no hieras con el bronce a este inocente. También salvaremos al heraldo

Medonte, que siempre, mientras fui niño, se cuidaba de mí en nuestro palacio, si es que

no lo han matado ya Filetio o el porquero, o se ha enfrentado contigo cuando irrumpiste

en la sala.»

Así habló, y Medonte, conocedor de pensamientos discretos, le oyó. Estaba tirado

bajo.un sillón y le cubría una piel recién cortada de buey, tratando de evitar la negra

muerte. Enseguida saltó de debajo del sillón, se despojó de la piel de buey y se arrojó a

las rodillas de Telémaco, y asiéndolas le suplicaba con aladas palabras:

«Amigo, ése soy yo; detente y di a tu padre que no me dañe con el agudo bronce,

poderoso como es, irritado con los pretendientes quienes le consumieron los bienes en el

palacio y no te respetaban a ti, ¡necios!»

Y sonriendo le dijo el muy astuto Odiseo:

«Cobra ánimos, ya que éste te ha protegido y salvado, para que sepas -y se lo digas a

cualquier otro- que es mucho mejor una buena acción que una acción malvada. Conque

salid del mégaron e id al patio alejándoos de la matanza tú y el afamado aedo, mientras

que yo llevo a cabo en la sala lo que es menester.

Así dijo, y ambos salieron del mégaron y fueron a sentarse junto al altar del gran Zeus,

mirando asombrados a uno y otro lado, temiendo siempre la muerte.

Entonces Odiseo examinó todo su palacio por si todavía quedaba vivo algún hombre

tratando de evitar la negra muerte. Pero los vio a todos derribados entre polvo y sangre,

tan numerosos como los peces a los que los pescadores sacan del canoso mar en su red de

muchas mallas y depositan en la cóncava orilla -allí están todos sobre la arena añorando

las olas del mar y el brillante Helios les arrebata la vida-; así estaban los pretendientes,

hacinados uno sobre otro.

Entonces se dirigió a Telémaco el muy astuto Odiseo:

«Telémaco, vamos, llámame a la nodriza Euriclea para que le diga la palabra que tengo

en mi interior.»

Así dijo; Telémaco obedeció a su padre y marchando hacia la puerta, dijo a la nodriza

Euriclea:

«Ven acá, anciana, tú eres la vigilante de las esclavas en nuestro palacio; ven, te llama

mi padre para decirte algo.»

Así dijo, y a ella se le quedó sin alas su palabra; abrió las puertas del mégaron,

agradable para habitar, y se puso en camino, y luego la condujo Telémaco.

Encontró a Odiseo entre los cuerpos recién asesinados rociado de sangre ya coagulada,

como un león que va de camino luego de haber engullido un toro salvaje --todo su pecho

y su cara están manchados de sangre por todas partes y es terrible al mirarlo de frente.

Así de manchado estaba Odiseo por sus brazos y piernas. Cuando la nodriza vio los

cadáveres y la sangre a borbotones, arrancó a gritar, pues había visto una obra grande,

pero Odiseo la contuvo y se lo impidió, por más que lo deseaba, y dirigiéndose a ella le

dijo aladas palabras:

«Alégrate, anciana, en lo interior y no grites, que no es santo ufanarse ante hombres

muertos. A éstos los ha domeñado la Moira de los dioses y sus obras insensatas, pues no

respetaban a ninguno de los terrenos hombres, noble o del pueblo, que se llegara a ellos.

Por esto y por sus insensateces han arrastrado hacia sí un destino vergonzoso. Conque,

vamos, dime de las mujeres en el palacio quiénes me deshonran y quiénes son inocentes.»

Y al punto le contestó la nodriza Euriclea:

«Desde luego, hijo mío, te diré la verdad. Tienes en el palacio cincuenta esclavas a

quienes hemos enseñado a realizar labores, a cardar lana y a soportar su esclavitud. Doce

de éstas han incurrido en desvergüenza y no me honran a mí ni a la misma Penélope.

Telémaco ha crecido sólo hace poco y su madre no le permitía dar órdenes a las esclavas.

Pero voy a subir al piso de arriba para comunicárselo a tu esposa, a quien un dios ha

infundido sueño.»

Y contestándole dijo el muy astuto Odiseo:

«No la despiertes todavía. Di a las mujeres que vengan aquí, a las que han realizado

obras vergonzosas.»

Así dijo, y la anciana atravesó el mégaron para comunicárselo a las mujeres y

ordenarlas que vinieran.

Entonces Odiseo, llamando hacia sí a Telémaco, al boyero y al porquero, les dirigió

aladas palabras:

«Comenzad ya a llevar cadáveres y dad órdenes a las mujeres para que luego limpien

con agua y agujereadas esponjas los hermosos sillones y las mesas. Cuando hayáis puesto

en orden todo el palacio sacad del sólido mégaron a las mujeres y matadlas con largas

espadas entre la rotonda y el hermoso cerco del patio, hasta que las arranquéis a todas la

vida, para que se olviden de Afrodita, a la que poseían debajo de los pretendientes con

quienes se unían en secreto.»

Así diciendo, llegaron las esclavas, todas en grupo, lanzando tristes lamentos y

derramando abundantes lágrimas. Primero se llevaron los cadáveres y los pusieron bajo el

pórtico del bien cercado patio, apoyándolos bien unos en otros, pues así lo había

ordenado Odiseo que las apremiaba en persona. Y ellas los llevaban por la fuerza. Luego

limpiaron con agua y agujereadas esponjas los hermosos sillones y las mesas. Entretanto,

Telémaco, el boyero y el porquero rasparon bien con espátulas el piso de la bien

construida vivienda y las esclavas se lo llevaban y lo ponían fuera. Cuando habían puesto

en orden todo el palacio, sacaron del sólido mégaron a las esclavas y las encerraron en un

lugar estrecho, entre la rotonda y el hermoso cerco del patio, de donde no había

posibilidad de huir.

Entonces, Telémaco comenzó entre ellos a hablar discretamente:

«No podría yo quitar la vida con muerte rápida a éstas que han vertido tanta deshonra

sobre mi cabeza y la de mi padre cuando dormían con los pretendientes.»

Así diciendo, ató el cable de una nave de azuloscura proa a una larga columna y rodeó

con él la rotonda tensándolo hacia arriba de forma que ninguna llegara al suelo con los

pies. Como cuando se precipitan los tordos de largas alas, o las palomas, hacia una red

que está puesta en un matorral cuando se dirigen al nido –y en realidad las acoge un

odioso lecho-, así las esclavas tenían sus cabezas en fila -y en torno a sus cuellos había

lazos-, para que murieran de la forma más lamentable. Estuvieron agitando los pies entre

convulsiones un rato, no mucho tiempo.

También sacaron a Melantio al vestíbulo y al patio, cortáronle la nariz y las orejas con

cruel bronce, le arrancaron las vergüenzas para que se las comieran crudas los perros, y le

cortaron manos y pies con ánimo irritado.

Luego que hubieron lavado sus manos y pies, volvieron al palacio junto a Odiseo, pues

su trabajo estaba ya completo. Entonces dijo éste a su nodriza Euriclea:

«Tráeme azufre, anciana, remedio contra el mal, y también fuego, para que rocíe con

azufre el mégaron; y luego ordena a Penélope que venga aquí en compañía de sus siervas.

Ordena a todas las esclavas del palacio que vengan.»

Y luego le dijo su nodriza Euriclea:

«Sí, hijo mío, todo lo has dicho como te corresponde. Vamos, voy a traerte ropa, una

túnica y un manto; no sigas en pie en el palacio cubriendo con harapos tus anchos

hombros. Sería indignante.»

Y contestándole dijo el muy astuto Odiseo:

«Antes que nada he de tener fuego en mi palacio.»

Así dijo, y su nodriza Euriclea no le desobedeció. Llevó azufre y fuego y Odiseo roció

por completo el mégaron, la sala y el patio.

Entonces la anciana atravesó el hermoso palacio de Odiseo para comunicárselo a las

mujeres e incitarlas a que volvieran. Estas salieron de la estancia llevando una antorcha

entre sus manos, rodearon y dieron la bienvenida a Odiseo y abrazándole besaban su

cabeza y hombros tomándole de las manos. Y a éste le entró un dulce deseo de llorar y

gemir, pues reconocía a todas en su corazón.

CANTO XXIII

PENÉLOPE RECONOCE A ODISEO

Entonces la anciana subió gozosa al piso de arriba para anunciar a la señora que estaba

dentro su esposo, y sus rodillas se llenaban de fuerza y sus pies se levantaban del suelo.

Se detuvo sobre su cabeza y le dijo su palabra:

«Despierta, Penélope, hija mía, para que veas con tus propios ojos lo que esperas todos

los días. Ha venido Odiseo, ha llegado a casa por fin, aunque tarde, y ha matado a los

ilustres pretendientes, a los que afligían su casa comiéndose los bienes y haciendo de su

hijo el objeto de sus violencias.»

Y se dirigió a ella la prudente Penélope:

«Nodriza querida, te han vuelto loca los dioses, los que pueden volver insensato a

cualquiera, por muy sensato que sea, y hacer entrar en razón al de mente estúpida. Ellos

te han dañado; antes eras equilibrada en tu mente.

«¿Por qué te burlas de mí, si tengo el ánimo quebrantado por el dolor, diciéndome estos

extravíos y me despiertas del dulce sueño que me tenía encadenados los párpados? Jamás

había dormido de tal modo desde que Odiseo marchó a la madita Ilión que no hay que

nombrar.

«Pero vamos, baja ya y vuelve al mégaron. Porque si cualquiera otra de las mujeres que

están a mi servicio hubiera venido a anunciarme esto y me hubiera despertado, seguro

que la habría hecho volver al mégaron con palabra violenta. A ti, en cambio, te valdrá la

vejez, por lo menos en esto.»

Y le contestó su nodriza Euriclea:

«No me burlo de tí en absoluto, hija mía, que en verdad ha llegado Odiseo, ha vuelto a

casa como lo anuncio y es el forastero a quien todos deshonraban en el mégaron.

Telémaco sabía hace tiempo que ya estaba dentro, pero ocultó con prudencia los

proyectos de su padre para que castigara la violencia de esos hombres altivos.»

Así dijo; invadió a Penélope la alegría y, saltando del lecho, abrazó a la anciana, dejó

correr el llanto de sus párpados y hablándole dijo aladas palabras:

«Vamos, nodriza querida, dime la verdad, dime si de verdad ha llegado a casa como

anuncias; dime cómo ha puesto sus manos sobre los pretendientes desvergonzados, solo

como estaba, mientras que ellos permanecían dentro siempre en grupo.»

Y le contestó su nodriza Euriclea:

«No lo he visto, no me lo han dicho, sólo he oído el ruido de los que caían muertos.

Nosotras permanecíamos asustadas en un rincón de la bien construida habitación -y la

cerraban bien ajustadas puertas- hasta que tu hijo me llamó desde el mégaron, Telémaco,

pues su padre le había mandado que me llamara. Después encontré a Odiseo en pie, entre

los cuerpos recién asesinados que cubrían el firme suelo, hacinados unos sobre otros.

Habrías gozado en tu ánimo si lo hubieras visto rociado de sangre y polvo como un león.

Ahora ya están todos amontonados en la puerta del patio mientas él rocía con azufre la

hermosa sala, luego de encender un gran fuego, y me ha mandado que te llame. Vamos,

sígueme, para que vuestros corazones alcancen la felicidad después de haber sufrido

infinidad de pruebas. Ahora ya se ha cumplido este tu mayor anhelo: él ha llegado vivo y

está en su hogar y te ha encontrado a ti y a su hijo en el palacio, y a los que le ultrajaban,

a los pretendientes, a todos los ha hecho pagar en su palacio.»

Y le respondió la prudente Penélope:

«Nodriza querida, no eleves todavía tus súplicas ni te alegres en exceso. Sabes bien

cuán bienvenido sería en el palacio para todos, y en especial para mí y para nuestro hijo,

a quien engendramos, pero no es verdadera esta noticia que me anuncias, sino que uno de

los inmortales ha dado muerte a los ilustres pretendientes, irritado por su insolencia

dolorosa y sus malvadas acciones; pues no respetaban a ninguno de los hombres que

pisan la tierra, ni al del pueblo ni al noble, cualquiera que se llegara a ellos. Por esto, por

su maldad, han sufrido la desgracia, que lo que es Odiseo... éste ha perdido su regreso

lejos de Acaya y ha perecido.»

Y le contestó su nodriza Euriclea:

«Hija mía, ¡qué palabra ha escapado del cerco de tus dientes! ¡Tú, que dices que no

volverá jamás tu esposo, cuando ya está dentro, junto al hogar! Tu corazón ha sido

siempre desconfiado, pero te voy a dar otra señal manifiesta: cuando le lavaba vi la herida

que una vez le hizo un jabalí con su blanco colmillo; quise decírtelo, pero él me asió la

boca con sus manos y no me lo permitió por la astucia de su mente. Vamos, sígueme, que

yo misma me ofrezco en prenda y, si te engaño, mátame con la muerte más lamentable.»

Y le contestó la prudente Penélope:

«Nodriza querida, es difícil que tú descubras los designios de los dioses, que han nacido

para siempre, por muy astuta que seas. Vayamos, pues, en busca de mi hijo para que yo

vea a los pretendientes muertos y a quien los mató.»

Así dijo, y descendió del piso de arriba. Su corazón revolvía una y otra vez si

interrogaría a su esposo desde lejos o se colocaría a su lado, le tomaría de las manos y le

besaría la cabeza. Y cuando entró y traspasó el umbral de piedra se sentó frente a Odiseo

junto al resplandor del fuego, en la pared de enfrente. Él se sentaba junto a una elevada

columna con la vista baja esperando que le dijera algo su fuerte esposa cuando lo viera

con sus ojos, pero ella permaneció sentada en silencio largo tiempo -pues el estupor

alcanzaba su corazón. Unas veces le miraba fijamente al rostro y otras no lo reconocía

por llevar en su cuerpo miserables vestidos.

Entonces Telémaco la reprendió, le dijo su palabra y la llamó por su nombre:

«Madre mía, mala madre, que tienes un corazón tan cruel. ¿Por qué te mantienes tan

alejada de mi padre y no te sientas junto a él para interrogarle y enterarte de todo?

Ninguna otra mujer se mantendría con ánimo tan tenaz apartada de su marido, cuando

éste después de pasar innumerables calamidades llega a su patria a los veinte años. Pero

tu corazón es siempre más duro que la piedra.»

Y le contestó la prudente Penélope:

«Hijo mío, tengo el corazón pasmado dentro del pecho y no puedo pronunciar una sola

palabra ni interrogarle, ni mirarle siquiera a la cara. Si en verdad es Odiseo y ha llegado a

casa, nos reconoceremos mutuamente mejor, pues tenemos señales secretas para los

demás que sólo nosotros dos conocemos.»

Así habló y sonrió el sufridor, el divino Odiseo, y al punto dirigió a Telémaco aladas

palabras:

«Telémaco, deja a tu madre que me ponga a prueba en el palacio y así lo verá mejor.

Como ahora estoy sucio y tengo sobre mi cuerpo vestidos míseros, no me honra y todavía

no cree que yo sea aquél. Pero deliberemos antes de modo que resulte todo mejor, pues

cualquiera que mata en el pueblo incluso a un hombre que no deja atrás muchos

vengadores, se da a la fuga abandonando sus parientes y su tierra patria, pero yo he

matado a los defensores de la ciudad, a los más nobles mozos de Itaca. Te invito a que

consideres esto.»

Y le contestó Telémaco discretamente:

«Considéralo tú mismo, padre mío, pues dicen que tus decisiones son las mejores y

ningún otro de los mortales hombres osaría rivalizar contigo. Nosotros te apoyaremos

ardorosos y te aseguro que no nos faltará fuerza en cuanto esté de nuestra parte.»

Y le contestó y dijo el muy astuto Odiseo:

«Te voy a decir lo que me parece mejor. En primer lugar, lavaos y vestid vuestras

túnicas, y ordenad a las esclavas en el palacio que elijan ropas para ellas mismas.

Después, que el divino aedo nos entone una alegre danza con su sonora lira, para que

cualquiera piense que hay boda si lo oye desde fuera, ya sea un caminante o uno de

nuestros vecinos; que no se extienda por la ciudad la noticia de la muerte de los

pretendientes antes de que salgamos en dirección a nuestra finca, abundante en árboles.

Una vez allí pensaremos qué cosa de provecho nos va a conceder el Olímpico.»

Así habló, y al punto todos le escucharon y obedecieron. En primer lugar se lavaron y

vistieron las túnicas, y las mujeres se adornaron. Luego, el divino aedo tomó su curvada

lira y excitó en ellos el deseo del dulce canto y la ilustre danza. Y la gran mansión

retumbaba con los pies de los hombres que danzaban y de las mujeres de lindos

ceñidores.

Y uno que lo oyó desde fuera del palacio decía así:

Seguro que se ha desposado ya alguien con la muy pretendida reina. ¡Desdichada!, no

ha tenido valor para proteger con constancia la gran mansión de su legítimo esposo, hasta

que llegara.»

Así decía uno, pero no sabían en verdad qué había pasado.

Después lavó a Odiseo, el de gran corazón, el ama de llaves Eurínome y lo ungió con

aceite y puso a su alrededor una hermosa túnica y manto. Entonces derramó Atenea sobre

su cabeza abundante gracia para que pareciera más alto y más ancho e hizo que cayeran

de su cabeza ensortijados cabellos semejantes a la flor del jacinto. Como cuando derrama

oro sobre plata un hombre entendido a quien Hefesto y Palas Atenea han enseñado toda

clase de habilidad y lleva a término obras que agradan, así derramó la gracia sobre éste,

sobre su cabeza y hombro. Y salió de la bañera semejante en cuerpo a los inmortales.

Fue a sentarse de nuevo en el sillón, del que se había levantado, frente a su esposa, y le

dirigió su palabra:

«Querida mía, los que tienen mansiones en el Olimpo te han puesto un corazón más

inflexible que a las demás mujeres. Ninguna otra se mantendría con ánimo tan tenaz

apartada de su marido cuando éste, después de pasar innumerables calamidades, llega a

su patria a los veinte años. Vamos, nodriza, prepárame el lecho para que también yo me

acueste, pues ésta tiene un corazón de hierro dentro del pecho.»

Y le contestó la prudente Penélope:

«Querido mío, no me tengo en mucho ni en poco ni me admiro en exceso, pero sé muy

bien cómo eras cuando marchaste de Itaca en la nave de largos remos. Vamos, Euriclea,

prepara el labrado lecho fuera del sólido tálamo, el que construyó él mismo. Y una vez

que hayáis puesto fuera el labrado lecho, disponed la cama pieles, mantas y

resplandecientes colchas.»

Así dijo poniendo a prueba a su esposo. Entonces Odiseo se dirigió irritado a su fiel

esposa:

«Mujer, esta palabra que has dicho es dolorosa para mi corazón. ¿Quién me ha puesto

la cama en otro sitio? Sería difícil incluso para uno muy hábil si no viniera un dios en

persona y lo pusiera fácilmente en otro lugar; que de los hombres, ningún mortal viviente,

ni aun en la flor de la edad, lo cambiaría fácilmente, pues hay una señal en el labrado

lecho, y lo construí yo y nadie más. Había crecido dentro del patio un tronco de olivo de

extensas hojas, robusto y floreciente, ancho como una columna. Edifiqué el dormitorio en

torno a él, hasta acabarlo, con piedras espesas, y lo cubrí bien con un techo y le añadí

puertas bien ajustadas, habilidosamente trabadas. Fue entonces cuando corté el follaje del

olivo de extensas hojas; empecé a podar el tronco desde la raíz, lo pulí bien y

habilidosamente con el bronce y lo igualé con la plomada, convirtiéndolo en pie de la

cama, y luego lo taladré todo con el berbiquí. Comenzando por aquí lo pulimenté, hasta

acabarlo, lo adorné con oro, plata y marfil y tensé dentro unas correas de piel de buey que

brillaban de púrpura.

«Esta es la señal que te manifiesto, aunque no sé si mi lecho está todavía intacto, mujer,

o si ya lo ha puesto algún hombre en otro sitio, cortando la base del olivo.»

Así dijo, y a ella se le aflojaron las rodillas y el corazón al reconocer las señales que le

había manifestado claramente Odiseo. Corrió llorando hacia él y echó sus brazos

alrededor del cuello de Odiseo; besó su cabeza y dijo:

«No te enojes conmigo, Odiseo, que en lo demás eres más sensato que el resto de los

hombres. Los dioses nos han enviado el infortunio, ellos, que envidiaban que gozáramos

de la juventud y llegáramos al umbral de la vejez uno al lado del otro. Por esto no te

irrites ahora conmigo ni te enojes porque al principio, nada más verse, no te acogiera con

amor. Pues continuamente mi corazón se estremecía dentro del pecho por temor a que

alguno de los mortales se acercase a mí y me engañara con sus palabras, pues muchos

conciben proyectos malvados para su provecho. Ni la argiva Helena, del linaje de Zeus,

se hubiera unido a un extranjero en amor y cama, si hubiera sabido que los belicosos

hijos de los aqueos habían de llevarla de nuevo a casa, a su patria. Fue un dios quien la

impulsó a ejecutar una acción vergonzosa, que antes no había puesto en su mente esta

lamentable ceguera por la que, por primera vez, se llegó a nosotros el dolor.

«Pero ahora que me has manifestado claramente las señales de nuestro lecho, que

ningún otro mortal había visto sino sólo tú y yo -y una sola sierva, Actorís, la que me dio

mi padre al venir yo aquí, la que nos vigilaba las puertas del labrado dormitorio-, ya

tienes convencido a mi corazón, por muy inflexible que sea.»

Así habló, y a él se le levantó todavía más el deseo de llorar y lloraba abrazado a su

deseada, a su fiel esposa. Como cuando la tierra aparece deseable a los ojos de los que

nadan (a los que Poseidón ha destruido la bien construida nave en el ponto, impulsada por

el viento y el recio oleaje; pocos han conseguido escapar del canoso mar nadando hacia el

litoral y -cuajada su piel de costras de sal- consiguen llegar a tierra bienvenidos, después

de huir de la desgracia), así de bienvenido era el esposo para Penélope, quien no dejaba

de mirarlo y no acababa de soltar del todo sus blancos brazos del cuello.

Y se les hubiera aparecido Eos, de dedos de rosa, mientras se lamentaban, si la diosa de

ojos brillantes, Atenea, no hubiera concebido otro proyecto: contuvo a la noche en el otro

extremo al tiempo que la prolongaba, y a Eos, de trono de oro, la empujó de nuevo hacia

Océano y no permitía que unciera sus caballos de veloces pies, los que llevan la luz a los

hombres, Lampo y Faetonte, los potros que conducen a Eos.

Entonces se dirigió a su esposa el muy astuto Odiseo:

«Mujer, no hemos llegado todavía a la meta de las pruebas, que aún tendremos un

trabajo desmedido y difícil que es preciso que yo acabe del todo. Así me lo vaticinó el

alma de Tiresias el día en que descendí a la morada de Hades, para inquirir sobre el

regreso de mis compañeros y el mío propio. Pero vayamos a la cama, mujer, para gozar

ya del dulce sueño acostados.»

Y le contestó la prudente Penélope:

«Estará en tus manos el acostarte cuando así lo desee tu corazón, ahora que los dioses te

han hecho volver a tu bien edificado palacio y a tu tierra patria. Pero puesto que has

hecho una consideración -y seguro que un dios la ha puesto en tu mente-, vamos, dime la

prueba que te espera, puesto que me voy a enterar después, creo yo, y no es peor que lo

sepa ahora mismo.»

Y le contestó y dijo el muy astuto Odiseo:

«Querida mía, ¿por qué me apremias tanto a que te lo diga? En fin, te lo voy a decir y

no lo ocultaré, pero tu corazón no se sentirá feliz; tampoco yo me alegro, puesto que me

ha ordenado ir a muchas ciudades de mortales con un manejable remo entre mis manos,

hasta que llegue a los hombres que no conocen el mar ni comen alimentos aderezados

con sal; tampoco conocen estos hombres las naves de rojas mejillas ni los manejables

remos que son alas para las naves. Y me dio esta señal que no te voy a ocultar: cuando un

caminante, al encontrarse conmigo, diga que llevo un bieldo sobre mi ilustre hombro, me

ordenó que en ese momento clavara en tierra el remo, ofreciera hermosos sacrificios al

soberano Poseidón -un cabrito, un toro y un verraco semental de cerdas-, que volviera a

casa y ofreciera sagradas hecatombes a los dioses inmortales, los que poseen el ancho

cielo, a todos por orden. Y me sobrevendrá una muerte dulce, lejos del mar, de tal suerte

que me destruya abrumado por la vejez. Y a mi alrededor el pueblo será feliz. Me aseguró

que todo esto se va a cumplir.»

Y se dirigió a él la prudente Penélope:

«Si los dioses nos conceden una vejez feliz, hay esperanza de que tendremos medios de

escapar a la desgracia.»

Así hablaban el uno con el otro. Entretanto, Eurínome y la nodriza dispusieron la cama

con ropa blanda bajo la luz de las antorchas. Luego que hubieron preparado

diligentemente el labrado lecho, la anciana se marchó a dormir a su habitación y

Eurínome, la camarera, los condujo mientras se dirigían al lecho con una antorcha en sus

manos. Luego que los hubo conducido se volvió, y ellos llegaron de buen grado al lugar

de su antiguo lecho.

Después Telémaco, el boyero y el porquero hicieron descansar a sus pies de la danza y

fueron todos a acostarse por el sombrío palacio.

Y cuando habían gozado del amor placentero, se complacían los dos esposos

contándose mutuamente, ella cuánto había soportado en el palacio, la divina entre las

mujeres; contemplando la odiosa comparsa de los pretendientes que por causa de ella

degollaban en abundancia toros y gordas ovejas y sacaban de las tinajas gran cantidad de

vino; por su parte, Odiseo, de linaje divino, le contó cuántas penalidades había causado a

los hombres y cuántas había padecido él mismo con fatiga. Penélope gozaba

escuchándole y el sueño no cayó sobre sus párpados hasta que le contara todo. Comenzó

narrando cómo había sometido a los cicones y llegado después a la fértil tierra de los

Lotófagos, y cuánto le hizo al Cíclope y cómo se vengó del castigo de sus ilustres

compañeros a quienes aquél se había comido sin compasión, y cómo llegó a Eolo, que lo

acogió y despidió afablemente, pero todavía no estaba decidido que llegara a su patria,

sino que una tempestad lo arrebató de nuevo y lo llevaba por el ponto, lleno de peces,

entre profundos lamentos; y cómo llegó a Telépilo de los Lestrígones, quienes

destruyeron sus naves y a todos sus compañeros de buenas grebas. Sólo Odiseo consiguió

escapar en la negra nave.

Le contó el engaño y la destreza de Circe y cómo bajó a la sombría mansión de Hades

para consultar al alma del tebano Tiresias con su nave de muchas filas de remeros -y vio

a todos sus compañeros y a su madre que lo había parido y criado de niño, y cómo oyó el

rumor de las Sirenas de dulce canto y llegó a las Rocas Errantes y a la terrible Caribdis y

a Escila, a quien jamás han evitado incólumes los hombres. Y cómo sus compañeros

mataron las vacas de Helios y cómo Zeus, el que truena arriba, disparó contra la rápida

nave su humeante rayo -y todos sus compañeros perecieron juntos, pero él evitó a las

funestas Keres. Y cómo llegó a la isla de Ogigia y a la ninfa Calipso, quien lo retuvo en

cóncava cueva deseando que fuera su esposo; le alimentó y decía que lo haría inmortal y

sin vejez para siempre, pero no persuadió a su corazón. Y cómo después de mucho sufrir

llegó a los feacios, quienes le honraron de todo corazón como a un dios y lo condujeron

en una nave a su tierra patria, después de regalarle bronce, oro en abundancia y vestidos.

Esta fue la última palabra que dijo cuando el dulce sueño, el que afloja los miembros, le

asaltó desatando las preocupaciones de su corazón.

Entonces proyectó otra decisión Atenea, la diosa de ojos brillantes: cuando creyó que

Odiseo ya había gozado del lecho de su esposa y del sueño, al punto hizo salir de Océano

a la de trono de oro, a la que nace de la mañana, para que llevara la luz a los hombres.

Entonces se levantó Odiseo del blando lecho y dirigió la palabra a su esposa:

«Mujer, ya estamos saturados ambos de pruebas inumerables; tú, llorando aquí mi

penoso regreso y yo... a mí Zeus y los demás dioses me tenían encadenado con dolores

lejos de aquí, de mi tierra patria, pero ahora que los dos hemos llegado al deseable lecho,

tú has de cuidarme las riquezas que poseo en el palacio, que en cuanto a las ovejas que

los altivos pretendientes me degollaron, muchas se las robaré yo mismo y otras me las

darán los aqueos hasta que llenen mis establos. Mas ahora parto hacia la finca de muchos

árboles para ver a mi noble padre que me está apenado. A ti, mujer, te encomiendo esto,

ya que eres prudente: al levantarse el sol correrá la noticia de la matanza de los

pretendientes en el palacio; sube al piso de arriba con las siervas y permanece allí, y no

mires a nadie ni preguntes.»

Así dijo y vistió alrededor de sus hombros la hermosa armadura y apremió a Telémaco,

al boyero y al porquero, ordenándoles que tomaran en sus manos los instrumentos de

guerra. Éstos no le desobedecieron, se vistieron con el bronce, cerraron las puertas y

salieron. Y los conducía Odiseo. Ya había luz sobre la tierra, pero Atenea los cubrió con

la noche y los condujo rápidamente fuera de la ciudad.

CANTO XXIV

EL PACTO

Y Hermes llamaba a las almas de los pretendientes, el Cilenio, y tenía entre sus manos

el hermoso caduceo de oro con el que hechiza los ojos de los hombres que quiere y de

nuevo los despierta cuando duermen. Con éste los puso en movimiento y los conducía, y

ellas le seguían estridiendo. Como cuando los murciélagos en lo más profundo de una

cueva infinita revolotean estridentes cuando se desprende uno de la cadena y cae de la

roca -pues se adhieren unos a otros- así iban ellas estridiendo todas juntas y las conducía

Hermes, el Benéfico, por los sombríos senderos. Traspusieron las corrientes de Océano y

la Roca Leúcade y atravesaron las puertas de Helios y el pueblo de los Sueños, y pronto

llegaron a un prado de asfódelo donde habitan las almas, imágenes de los difuntos.

Allí encontraron el alma del Pelida Aquiles y la de Patroclo y la del irreprochable

Antíloco y la de Ayáx, el más excelente en aspecto y cuerpo de los dánaos después del

irreprochable hijo de Peleo. Todos se iban congregando en torno a éste; acercóse doliente

el alma de Agamenón el Atrida y, a su alrededor, las de cuantos murieron con él en casa

de Egisto y cumplieron su destino.

A éste se dirigió en primer lugar el alma del Pelida:

«Atrida, estábamos convencidos de que tú eras querido por Zeus, el que goza con el

rayo, por encima de los demás héroes puesto que reinabas sobre muchos y fuertes

hombres en el pueblo de los troyanos, donde sufrimos penalidades los aqueos. Sin

embargo, también se había de poner a tu lado la luctuosa Moira, a la que nadie evita de

los que han nacido. ¡Ojalá hubieras obtenido muerte y destino en el pueblo de los

troyanos disfrutando de los honores con los que reinabas! Así te hubiera levantado una

tumba el ejército panaqueo y habrías cobrado gran gloria también para tu hijo. Sin

embargo, te había tocado en suerte perecer con la muerte más lamentable.»

Y le contestó a su vez el alma del Atrida:

«Dichoso hijo de Peleo, semejante a los dioses, Aquiles, tú que pereciste en Troya,

lejos de Argos y en torno a ti sucumbían los mejores hijos de troyanos y aquéos luchando

por tu cadáver, mientras tú yacías en medio de un torbellino de polvo ocupando un gran

espacio, olvidado ya de conducir tu carro. Nosotros luchamos todo el día y no habríamos

cesado de luchar en absoluto, si Zeus no te hubiera impedido con una témpestad.

Después, cuando te sacamos de la batalla y te llevamos a las naves, te pusimos en un

lecho tras limpiar tu hermosa piel con agua tibia y con aceite, y en torno a ti todos los

dánaos derramaban muchas, calientes lágrimas y se mesaban los cabellos.

«Entonces llegó tu madre del mar con las inmortales diosas marinas, después de oír la

noticia, y un lamento inmenso se levantó sobre el ponto. El temblor se apoderó de todos

los aqueos y se habrían levantado para embarcarse en las cóncavas naves, si no los

hubiera contenido un hombre sabedor de cosas muchas y antiguas, Néstor, cuyo consejo

también antes parecía el mejor. Éste habló con buenos sentimientos hacia ellos y dijo:

"Conteneos, argivos, no huyáis, hijos de los aqueos. Esta es su madre y viene del mar con

las inmortales diosas marinas pára encontrarse con su hijo muerto." Así habló y ellos

contuvieron su huida temerosa.

«Entonces lo rodearon llorando las hijas del viejo del mar y, lamentándose, le pusieron

vestidos inmortales. Y las Musas, nueve en total, cantaban alternativamente un canto

funerario con hermosa voz. En ese momento no habrías visto a ninguno de los argivos sin

lágrimas: ¡tanto los conmovía la sonora Musa!

«Dieciocho noches lo lloramos, e igualmente de día, los dioses inmortales y los

mortales hombres. El día décimoctavo lo entregamos al fuego y sacrificamos animales en

torno tuyo, bien alimentados rebaños y cuernitorcidos bueyes. Tú ardías envuelto en

vestiduras de dioses y en abundante aceite y dulce miel. Muchos héroes aqueos circularon

con sus armas alrededor de tu pira mientras ardías, a pie y a caballo, y se levantaba un

gran estrépito. Después, cuando te había quemado la llama de Hefesto, al amanecer,

recogimos tus blancos huesos, Aquiles, envolviéndolos en vino sin mezcla y en aceite,

pues tu madre nos donó una ánfora de oro -decía que era regalo de Dioniso y obra del

ilustre Hefesto. En ella están tus blancos huesos, ilustre Aquiles, mezclados con los del

cadáver de Patrocio, el hijo de Menetio, y, separados, los de Antíloco a quien honrabas

por encima de los demás compañeros, aunque después de Patroclo, muerto también. Y

levantamos sobre ellos un monumento grande y perfecto el sagrado ejécito de los

guerreros argivos, junto al prominente litoral del vasto Helesponto. Así podrás ser visto

de lejos, desde el mar, por los hombres que ahora viven y por los que vivirán después.

«Tu madre, después de pedírselo a los dioses, instituyó un muy hermoso certamen para

los mejores de los aqueos en medio de la concurrencia. Ya has asistido al funeral de

muchos héroes, cuando al morir un rey los jóvenes se ciñen las armas y se establecen

competiciones, pero serla sobre todo al ver aquel cuando habrías quedado estupefacto:

¡qué hermosísimo certamen estableció la diosa en tu honor, la diosa de los pies de plata,

Tetis, pues eras muy querido de los dioses. Conque ni aún al morir has perdido tu

nombre, sino que tu fama de nobleza llegará siempre a todos los hombres, Aquiles. En

cambio a mí...!, ¿qué placer obtuve al concluir la guerra? Zeus me preparó durante el

regreso una penosa muerte a manos de Egisto y de mi funesta esposa.»

Esto es lo que decían entre sí.

Y se les acercó el Mensajero, el Argifonte, conduciendo las almas de los pretendientes

muertos a manos de Odiseo. Ambos se admiraron al verlos y se fueron derechos a ellos, y

el alma de Agamenón, el Atrida, reconoció al querido hijo de Melaneo, el muy ilustre

Anfimedonte, pues era huésped suyo cuando habitaba su palacio de Itaca. Así que se

dirigió a éste en primer lugar el alma del Atrida:

«Anfimedonte, ¿qué os ha pasado para que os hundáis en la sombría tierra, hombres

selectos todos y de la misma edad? Nadie que escogiera en la ciudad a los mejores

hombres elegiría de otra manera. ¿Es que os ha sometido Poseidón en las naves levantado

crueles vientos y enormes olas?; ¿o acaso os han destruido en tierra firme, en algún sitio,

hombres enemigos cuando intentabais llevaros sus bueyes o sus hermosos rebaños de

ovejas, o luchando por la ciudad y sus mujeres? Dímelo, puesto que te pregunto y me

precio de ser tu huésped. ¿O no te acuerdas cuando llegué a vuestro palacio en compañía

del divino Menelao para incitar a Odiseo a que nos acompañara a Ilión sobre las naves de

buenos bancos? Durante un mes recorrimos el ancho mar y con dificultad convencimos a

Odiseo, el destructor de ciudades».

Y le contestó el alma de Anfimedonte:

«Atrida, el más ilustre soberano de hombres, Agamenón, recuerdo todo eso tal como lo

dices. Te voy a narrar cabalmente y con exactitud el funesto término de nuestra muerte,

cómo fue urdido.

«Pretendíamos a la esposa de odiseo, largo tiempo ausente, y ella ni se negaba al odiado

matrimonio ni lo realizaba –pues meditaba para nosotros la muerte y la negra Ker-, sino

que urdió en su interior este otro engaño: puso en el palacio un gran telar e hilaba, telar

suave e inacabable. Y nos dijo a continuación: " Jóvenes pretendientes míos, puesto que

ha muerto el divino Odiseo, aguardad, aunque deseéis mi boda, hasta que acabe este

manto -no sea que se me pierdan los hilos-, este sudario para el héroe Laertes, para

cuando le arrebate la luctuosa Moira de la muerte de largos lamentos, no sea que alguna

de las aqueas en el pueblo se irrite conmigo si yace sin sudario el que poseyó mucho. Así

habló y enseguida se convenció nuestro noble ánimo. Conque allí hilaba su gran telar durante

el día y por la noche lo destejía, tras colocar antorchas a su lado. Así que su engaño

pasó inadvertido durante tres años y convenció a los aqueos, pero cuando llegó el cuarto

año y transcurrteron las estaciones, sucediéndose los meses, y se cumplieron muchos

días, nos lo dijo una de las mujeres –ella lo sabía bien- y sorprendimos a ésta destejiendo

su brillante tela.

«Así fue como tuvo que acabarla, y no voluntariamente sino por la fuerza. Y cuando

nos mostró el manto, tras haber hilado el gran telar, tras haberlo lavado, semejante al sol

y a la luna, fue entonces cuando un funesto demón trajo de algún lado a Odiseo hasta los

confines del campo donde habitaba su morada el porquero. Allí marchó también el

querido hijo del divino Odiseo cuando llegó de vuelta de la arenosa Pilos en negra nave y

entre los dos tramaron funesta muerte para los pretendientes. Y llegaron a la muy ilustre

ciudad, Odiseo el último, mientras que Telémaco le precedía. El porquero llevó a aquél

con miserables vestidos en su cuerpo, semejante a un mendigo miserable y viejo apoyado

en su bastón, y rodeaban su cuerpo tristes vestidos. Ninguno de nosotros pudo reconocer

que era él al aparecer de repente, ni los que eran más mayores, sino que le maltratábamos

con palabras insultantes y con golpes. El entretanto soportaba ser golpeado e injuriado en

su propio palacio con ánimo paciente; pero cuando le incitó la voluntad de Zeus, portador

de égida, tomó las hermosas armas junto con Telémaco, las ocultó en la despensa y echó

los cerrojos; después mandó con mucha astucia a su esposa que entregara a los

pretendientes el arco y el ceniciento hierro como competición para nosotros, hombres de

triste destino, y comienzo de la matanza.

«Ello fue que ninguno de nosotros pudo tender la cuerda del poderoso arco; que éramos

del todo incapaces. Cuando el gran arco llegó a manos de Odiseo, todos nosotros

voceábamos al porquero que no se lo entregara ni aunque le rogara insistentemente. Sólo

Telémaco le animó y se lo ordenó. Así que le tomó en sus manos el sufridor, el divino

Odiseo y tendió el arco con facilidad, hizo pasar la flecha por el hierro, fue a ponerse

sobre el umbral y disparaba sus veloces saetas mirando a uno y otro lado que daba miedo.

Alcanzó al rey Antínoo y luego iba lanzando sus funestos dardos a los demás, apuntando

de frente, y ellos iban cayendo hacinados.

«Era evidente que alguno de los dioses les ayudaba, pues, cediendo a su ímpetu, nos

mataban desde uno y otro lado de la sala. Y se levantó un vergonzoso gemido cuando

nuestras cabezas golpeaban contra el pavimento y éste todo humeaba con sangre.

«Así perecimos, Agamenón, y nuestros cuerpos yacen aún descuidados en el palacio de

Odiseo, pues todavía no lo saben nuestros parientes, quienes lavarían la sangre de

nuestras heridas y nos llorarían después de depositarnos, que éste es el honor que se

tributa a los que han muerto.»

Y le contestó el alma del Atrida:

«¡Dichoso hijo de Laertes, muy astuto Odiseo, por fin has recuperado a tu esposa con tu

gran valor! ¡Así de buenos eran los pensamientos de la irreprochable Penélope, la hija de

Icario! ¡Así de bien se acordaba de Odiseo, de su esposo legítimo! Por eso la fama de su

virtud no perecerá y los inmortales fabricarán un canto a los terrenos hombres en honor

de la prudente Penélope. No preparó acciones malvadas como la hija de Tíndaro que

mató a su esposo legítimo y un canto odioso correrá entre los hombres; ha creado una

fama funesta para las mujeres, incluso para las que sean de buen obrar».

Esto era lo que hablaban entre sí en la morada de Hades, bajo las cavernas de la tierra.

Entretanto, Odiseo y los suyos bajaron de la ciudad y. enseguida llegaron al hermoso y

bien cultivado campo que Laertes mismo había adquirido en otro tiempo, después de

haber sufrido mucho. Allí tenía una mansión y, rodeándola por completo, corría un

cobertizo en el que comían, descansaban y pasaban la noche los esclavos forzosos que le

hacían la labor. También había una mujer, la anciana Sicele que cuidaba gentilmente al

anciano en el campo, lejos de la ciudad.

Entonces dijo Odiseo su palabra a los esclavos y a su hijo:

«Vosotros entrad ya en la bien edificada casa y sacrificad para la cena el mejor de los

cerdos, que yo, por mi parte, voy a poner a prueba a mi padre, a ver si me reconoce y

distingue con sus ojos o no me reconoce por llevar mucho tiempo lejos.»

Así dijo y entregó a los esclavos sus armas, dignas de Ares. Estos entraron rápidamente

en la casa, mientras que Odiseo se acercaba a la viña abundante en frutos para probar

suerte. Y no encontró a Dolio al descender a la gran huerta ni a ninguno de los esclavos

ni de los hijos; habían marchado a recoger piedras para un muro que sirviera de cercado a

la viña y los conducía el anciano. Así que encontró solo a su padre acollando un retoño en

la bien cultivada viña. Vestía un manto descolorido, zurcido, vergonzoso y alrededor de

sus piernas tenía atadas unas mal cosidas grebas para evitar los arañazos; en sus manos

tenía unos guantes por causa de las zarzas y sobre su cabeza una gorra de piel de cabra. Y

hacía crecer sus dolores.

Cuando el sufridor, el divino Odiseo lo vio doblegado por la vejez y con una gran pena

en su interior, se puso bajo un elevado peral y derramaba lágrimas. Después dudó en su

interior entre besar y abrazar a su padre, y contarle detalladamente cómo había venido y

llegado por fin a su tierra patria, o preguntarle primero y probarle en cada detalle. Y

mientras meditaba, le pareció más ventajoso tentarle primero con palabras mordaces; así

que se fue derecho hacia él el divino Odiseo. En este mómento el anciano mantenía la

cabeza bàja y acollaba un retoño, y poniéndose a su lado le dijo su ilustre hijo:

«Anciano, no eres inexpertó en cultivar el huerto, que tiene un buen cultivo y nada en

tu jardín está descuidado, ni la planta ni la higuera ni la vid ni el olivo ni el peral ni la

legumbre. Pero te voy a decir otra cosa, no pongas la cólera en tu ánimo: tu propio cuerpo

no tiene un buen cultivo, sino una triste vejez al tiempo que estás escuálido y vestido

indecorosamente. No, por indolencia al menos no se despreocupa de ti tu dueño y no hay

nada de servil que sobresalga en ti al mirar tu forma y estatura, pues más bien te pareces a

un rey o a uno que duerme muellemente después que se ha lavado y comido, que ésta es

la costumbre de los ancianos. Pero, vamos, dime esto -e infórmame con verdad-: ¿de qué

hombre eres esclavo?, ¿de quién es el huerto que cultivas? Respóndeme también a esto

con la verdad, para cerciorarme bien si esta tierra, a la que he llegado, es Itaca como me

ha dicho ese hombre con quien me he encontrado al venir aquí (y no muy sensato, por

cierto, que no se atrevió a darme detalles ni a escuchar mi palabra cuando le preguntaba

si mi huésped vive en algún sitio, y aún existe, o ya ha muerto y está en la morada de

Hades). Voy a decirte algo, atiende y escúchame: en cierta ocasión acogí en mi tierra a un

hombre que había llegado a mí. Jamás otro mortal venido a mi casa desde lejanas tierras

me fue más querido que él. Afirmaba con orgullo que su linaje procedía de Itaca y que su

padre era Laertes, el hijo de Arcisio. Lo conduje a mi casa y le acogí honrándole

gentilmente, pues en ella había abundantes bienes. Le ofrecí dones de hospitalidad, los

que le eran propios: le di siete talentos de oro bien trabajados, una crátera de plata

adornada con flores, doce cobertores simples, otras tantas alfombras y el mismo número

de hermosas túnicas y mantos. Aparte, le entregué cuatro mujeres conocedoras de labores

brillantes, muy hermosas, las que él quiso escoger.»

Y le contestó su padre derramando lágrimas:

«Forastero, es cierto que has llegado a la tierra por la que preguntas, pero la dominan

hombres insolentes a insensatos. Los dones que le ofreciste, con ser muchos, resultaron

vanos, pues si lo hubieras encontrado vivo en el pueblo de Itaca, te habría devuelto a casa

después de compensarte bien con regalos y con una buena acogida; pues esto es lo

establecido, quienquiera que sea el que empieza.

«Pero vamos, dime a informame con verdad: ¿cuántos años hace que diste hospitalidad

a aquel huésped tuyo desgraciado, a mi hijo -si es que existió alguna vez-, al malhadado a

quien han devorado los peces en el mar, lejos de los suyos y su tierra patria, o se ha

convertido en presa de fieras y aves en tierra firme? Que no lo ha llorado su madre

después de amortajarlo ni su padre, los que lo engendramos; ni su esposa de abundante

dote, la prudente Penélope, ha llorado como es debido a su esposo junto al lecho después

de cerrarle los ojos, pues éste es el honor que se tributa a los que han muerto.

«Dime ahora esto también tú con vérdad para que yo lo sepa: ¿quién eres entre los

hombres?, ¿dónde están tu ciudad y tus padres?, ¿dónde está detenida tu rápida nave, la

que te ha conducido hasta aquí con tus divinos compañeros?; ¿o acaso has venido como

pasajero en nave ajena y ellos se han marchado después de dejarte en tierra?»

Y le contestó y dijo el muy astuto Odiseo:

«Te voy a contar todo con detalle: soy de Alibante donde habito mi ilustre morada, hijo

del rey Afidanto, hijo de Polipemón, y mi nombre propio es Epérito. Ello es que un

demón me ha hecho llegar hasta aquí, aunque no quería, apartándome de Sicania; mi nave

está detenida junto al campo, lejos de la ciudad. Este es el quinto año desde que Odiseo

marchó de allí y abandonó mi patria, el malhadado. Desde luego las aves le eran

favorables cuando marchó, estaban a la derecha; con ellas yo me alegré y le despedí y él

estaba alegre al marchar. Nuestro ánimo confiaba en que volveríamos a reunirnos en

hospitalidad y entregarnos espléndidos presentes.»

Así habló y una negra nube de dolor envolvió a Laertes, tomó polvo de cenicienta tierra

y lo derramó por su encanecida cabeza mientras gemía agitadamente. Entonces se

conmovió el espíritu de Odiseo, le salió por las narices un ímpetu violento al ver a su

padre y de un salto le abrazó y besó diciendo:

«Soy yo, padre, aquél por quien preguntas, yo que he llegado a los veinte años a mi

tierra patria. Pero contento llanto y lamentos, pues te voy a decir una cosa -y es preciso

que nos apresuremos:- ya he matado a los pretendientes en nuestro palacio vengando sus

dolorosos ultrajes y sus malvadas acciones.»

Y le contestó Laertes diciendo:

«Si de verdad eres Odiseo, mi hijo, que has llegado aquí, muéstrame una señal clara

para que me convenza.»

Y le contestó y dijo el muy astuto Odiseo:

«Contempla con tus ojos, en primer lugar, esta herida que me hizo un jabalí

hundiéndome su blanco colmillo cuando fui al Parnaso. Tú y mi venerable madre me

enviasteis a Autólico padre de mi madre, para recibir los dones que me prometió al venir

aquí afirmándolo con su cabeza. Es más, te voy a señalar los árboles de la bien cultivada

huerta que me -regalaste en cierta ocasión. Yo te pedía cada uno de ellos cuando era niño

y te seguía por el huerto; íbamos caminando entre ellos y tú me decías el nombre de cada

uno. Me diste trece perales, diez manzanos y cuarenta higueras y designaste cincuenta

hileras de vides para dármelas, cada una de distinta sazón. Había en ellas racimos de

todas clases cuando las estaciones de Zeus caían de lo alto.»

Así habló y se debilitaron las rodillas y el corazón de éste al reconocer las claras

señales que Odiseo le había mostrado; echó los brazos alrededor de su hijo, y el sufridor,

el divino Odiseo le atrajo hacia sí desmayado. Cuando de nuevo tomó aliento y su ánimo

se le congregó dentro, contestó con palabras y dijo:

«Padre Zeus, todavía estáis los dioses en el Olimpo si los pretendientes han pagado de

verdad su orgullosa insolencia. Ahora, sin embargo, temo que los itacenses vengan aquí y

envíen mensajeros por todas partes a las ciudades de los cefalenios.»

Y le contestó y dijo el muy astuto Odiseo:

«Cobra ánimos, no te preocupes de esto, pero vamos ya a la mansión que está cerca del

huerto. Ya he enviado por delante a Telémaco con el boyero y el porquero para que

preparen la cena enseguida.»

Así hablando se encaminaron a su hermosa mansión. Cuando llegaron a la casa,

agradable para habitar, encontraron a Telémaco con el boyero y el porquero cortando

abundantes carnes y mezclando rojo vino. Entre tanto la sierva Sicele lavó al magnánimo

Laertes, le ungió con aceite y le puso una hermosa túnica. Entonces Atenea se puso a su

lado y aumentó los miembros del pastor de su pueblo e hizo que pareciera más grande y

ancho que antes. Salió éste de su baño y se admiró su hijo cuando lo vio frente a sí

semejante a los dioses inmortales. Así que le habló dirigiéndole aladas palabras:

«Padre, sin duda uno de los dioses, que han nacido para siempre, lo ha hecho parecer

superior en belleza y estatura.»

Y le contestó Laertes discretamente:

«¡Padre Zeus, Atenea y Apolo! ¡Ojalá me hubiera enfrentado ayer con los pretendientes

en mi palacio, las armas sobre mis hombros, como cuando me apoderé de la bien

edificada ciudadela de Nérito, promontorio del continente acaudillando a los cefalenios!

Seguro que habría aflojado las rodillas de muchos de ellos en mi palacio y tú habrías

gozado en tu interior.» Esto es lo que se decían uno a otro. Y después que habían

terminado de preparar y tenían dispuesta la cena, se sentaron por orden en sillas y sillones

y echaron mano de la comida. Entonces se acercó el anciano Dolio y con él sus hijos

cansados de trabajar, que los salió a llamar su madre, la vieja Sicele, quien los había

alimentado y cuidaba gentilmente al anciano, luego que le hubo alcanzado la vejez.

Cuando vieron a Odiseo y lo reconocieron en su interior, se detuvieron embobados en

la habitación. Entonces Odiseo les dijo tocándoles con dulces palabras:

«Anciano, siéntate a la cena y dejad ya de admiraros; que hace tiempo permanecemos

en la sala, deseosos de echar mano a los alimentos, por esperaros.»

Así habló; Dolio se fue derecho a él extendiendo sus dos brazos, tomó la mano de

Odiseo y se la besó junto a la muñeca. Y se dirigió a él con aladas palabras:

«Amigo, puesto que has vuelto a nosotros que mucho lo deseábamos, aunque no lo

acabábamos de creer del todo -y los dioses mismos te han traído-, ¡salud!, seas

bienvenido y que los dioses te concedan felicidad. Mas dime con verdad, para que lo

sepa, si está enterada la prudente Penélope de tu llegada o le enviamos un mensajero.»

Y le contestó y dijo el muy astuto Odiseo:

«Anciano, ya lo sabe, ¿qué necesidad hay de que tú te ocupes de esto?»

Así dijo y se sentó de nuevo sobre su bien pulimentado asiento. De la misma forma

también los hijos de Dolio daban la bienvenida al ilustre Odiseo con sus palabras y le

tomaban de la mano, y luego se sentaron por orden junto a Dolio, su padre.

Así es como se ocupaban de comer en la casa, mientras Fama recorría mensajera la

ciudad anunciando por todas partes la terrible muerte y Ker de los pretendientes. Luego

que la oyeron los ciudadanos, venían cada uno de un sitio con gritos y lamentos ante el

palacio de Odiseo, sacaban del palacio los cadáveres y cada uno enterraba a los suyos: en

cambio a los de otras ciudades los depositaban en rápidas naves y los mandaban a los

pescadores para que llevaran a cada uno a su casa.

Y luego marcharon todos juntos al ágora, acongojado su corazón.

Cuando todos se habían reunido y estaban ya congregados, se levantó entre ellos

Eupites para hablar -pues había en su interior un dolor imborrable por su hijo Antínoo, el

primero a quien había matado -el divino Odiseo-; derramando lágrimas por él levantó su

voz y dijo:

«Amigos, este hombre ha llevado a cabo una gran maldad contra los aqueos: a unos se

los llevó en las naves, a muchos y buenos, perdiendo las cóncavas naves y a su pueblo; y

a otros los ha matado al llegar; a los mejores con mucho de los cefalenios. Conque,

vamos, antes que llegue rápidamente a Pilos o a la divina Elide, donde mandan los epeos,

vayamos nosotros, o estaremos avergonzados para siempre, pues esto es un baldón

incluso para los venideros si se enteran; porque si no castigamos a los asesinos de

nuestros hijos y hermanos, ya no me sería grato vivir, sino que preferiría morir enseguida

y tener trato con los muertos. Vamos, que no se nos anticipen a atravesar el mar.»

Así habló derramando lágrimas y la lástima se apoderó de todos los aqueos. Entonces

se acercaron Medonte y el divino aedo -pues el sueño les había abandonado-, se

detuvieron en medio de ellos y el estupor se apoderó de todos. Y habló entre ellos

Medonte, conocedor de consejos discretos:

«Escuchadme ahora a mí, itacenses; Odiseo ha realizado estas acciones no sin la

voluntad de los dioses. Yo mismo vi a un dios inmortal apostado junto a Odiseo y era en

todo parecido a Méntor. El dios inmortal se mostraba unas veces ante Odiseo para

animarle y otras agitaba a los pretendientes y se lanzaba tras ellos por el mégaron, y ellos

caían hacinados.»

Así habló y se apoderó de todos el pálido terror.

Entonces se levantó a hablar el anciano héroe Haliterses, hijo de Mástor, pues sólo él

veía el presente y el futuro; éste habló con buenos sentimientos hacia ellos y dijo:

«Escuchadme ahora a mí, itacenses, lo que voy a deciros. Para nuestra desgracia se han

realizado estos hechos, pues ni a mí hicisteis caso ni a Méntor, pastor de su pueblo, para

poner coto a las locuras de vuestros hijos, quienes realizaban una gran maldad con su

funesta arrogancia, esquilmando las posesiones y deshonrando a la esposa del hombre

más notable, pues creían que ya no regresaría. También ahora sucederá de esta forma,

obedeced lo que os digo: no vayamos, no sea que alguien encuentre la desgracia y la

atraiga sobre sí.»

Así habló y se levantó con gran tumulto más de la mitad de epos, pero los demás se

quedaron allí, pues no agradó a su ánimo la palabra, sino que obedecieron a Eupites. Y

poco después se precipitaban en busca de sus armas. Después, cuando habían vestido el

brillante bronce sobre su cuerpo, se congregaron delante de la ciudad de amplio espacio,

y los capitaneaba Eupites con estupidez: afirmaba que vengaría el asesinato de su hijo y

que no iba a volver sino a cumplir allí mismo su destino.

Entonces Atenea se dírigió a Zeus, el hijo de Cronos.

«Padre nuestro Cronida, el más excelso de los poderosos, dime, ya que te pregunto, qué

esconde ahora tu mente. ¿Es que vas a levantar otra vez funesta guerra y terrible combate,

o vas a establecer la amistad entre ambas partes?»

Y Zeus, el que reúne las nubes, le contestó:

«Hija mía, ¿por qué me preguntas esto? ¿No has concebido tú misma la decisión de que

Odiseo se vengara de aquéllos al volver? Obra como quieras, aunque te voy a decir lo que

más conviene: una vez que el divino Odiseo ha castigado a los pretendientes, que hagan

juramento de fidelidad y que reine él para siempre. Por nuestra parte, hagamos que se

olviden del asesinato de sus hijos y hermanos. Que se amen mutuamente y que haya paz

y riqueza en abundancia.»

Así hablando, movió a Atenea ya antes deseosa de bajar, y ésta descendió lanzándose

de las cumbres del Olimpo.

Y después que habían echado de sí el deseo del dulce alimento, comenzó a hablar entre

ellos el sufridor, el divino Odiseo:

«Que salga alguien a ver, no sea que ya vengan cerca.»

Así habló y salió un hijo de Dolio, por cumplir lo mandado, y fue a ponerse sobre el

umbral; vio a todos los otros acercarse y dijo enseguida a Odiseo aladas palabras:

«Ya están cerca, armémonos rápidamente.»

Así habló y se levantaron, vistieron sus armaduras los cuatro que iban con Odiseo y los

seis hijos de Dolio. También Laertes y Dolio vistieron sus armas, guerreros a la fuerza,

aunque ya estaban canosos. Cuando ya habían puesto alrededor de su cuerpo el brillante

bronce, abrieron las puertas y salieron afuera, y los capitaneaba Odiseo.

Entonces se les acercó la hija de Zeus, Atenea, semejante a Méntor en cuerpo y voz; al

verla se alegró el divino Odiseo y al punto se dirigió a Telémaco, su querido hijo:

«Telémaco, recuerda esto cuando salgas a luchar con los hombres donde se distinguen

los mejores: que no deshonres el linaje de tus padres, los que hemos sobresalido por toda

la tierra hasta ahora en vigor y hombría.»

Y Telémaco le contestó discretamente:

«Verás si así lo desea tu ánimo, querido padre, que no voy a avergonzar tu linaje, como

dices.»

Así habló; Laertes se alegró y dijo su palabra:

«¡Qué día éste para mí, dioses míos! ¡Qué alegría, mi hijo y mi nieto rivalizan en

valentía!»

Y poniéndose a su lado le dijo la de ojos brillantes, Atenea:

«Arcisíada, el más amado de todos tus compañeros, suplica a la joven de ojos brillantes

y a Zeus, su padre; blande tu lanza de larga sombra y arrójala.»

Así habló y le inculcó un gran valor Palas Atenea. Suplicando después a la hija de

Zeus, el Grande, blandió y arrojó su lanza de larga sombra e hirió a Eupites a través del

casco de mejillas de bronce. El casco no detuvo a la lanza y ésta atravesó el bronce de

lado a lado; cayó aquél con gran estrépito y resonaron las armas sobre él.

Se lanzaron sobre los primeros combatientes Odiseo y su brillante hijo y los golpeaban

con sus espadas; y habrían matado a todos y dejádolos sin retorno si Atenea, la hija de

Zeus portador de égida, no hubiera gritado con su voz y contenido a todo el pueblo:

«Abandonad, itacenses, la dura contienda, para que os separéis sin derramar sangre».

Así habló Atenea y el pálido terror se apoderó de ellos; volaron las armas de sus manos,

aterrorizados como estaban, y cayeron al suelo al lanzar Atenea su voz. Y se volvieron a

la ciudad deseosos de vivir.

Gritó horriblemente el sufridor, el divino Odiseo y se lanzó de un brinco como el águila

que vuela alto. Entonces el Cronida arrojó ardiente rayo que cayó delante de la de ojos

brillantes, la de poderoso padre, y ésta se dirigió a Odiseo:

«Hijo de Laertes, de linaje divino, Odiseo rico en ardides, contente, abandona la lucha

igual para todos, no sea que el Cronida se irrite contigo, el que ve a lo ancho, Zeus.»

Así habló Atenea; él obedeció y se alegró en su ánimo. Y Palas Atenea, la hija de Zeus,

portador de égida, estableció entre ellos un pacto para el futuro, semejante a Méntor en el

cuerpo y en la voz.

FIN

 

El sabio no dice lo que sabe, y el necio no sabe lo que dice.

Si los hombres han nacido con dos ojos, dos orejas y una sola lengua es porque se debe escuchar y mirar dos veces antes de hablar

Lo que importa verdaderamente en la vida no son los objetivos que nos marcamos, sino los caminos que seguimos para lograrlo.

Hay dos cosas que son infinitas: el universo y la estupidez humana; de la primera no estoy muy seguro.

Hay dos cosas que son infinitas: el universo y la estupidez humana; de la primera no estoy muy seguro.

El nacimiento y la muerte no son dos estados distintos, sino dos aspectos del mismo estado

Las personas son como la Luna. Siempre tienen un lado oscuro que no enseñan a nadie.

Las conversaciones son siempre peligrosas si se tiene algo que ocultar

El saber y la razón hablan, la ignorancia y el error gritan.

Todo está perdido cuando los malos sirven de ejemplo y los buenos de mofa

Algunas personas son tan falsas que ya no distinguen que lo que piensan es justamente lo contrario de lo que dicen.

Produce una inmensa tristeza pensar que la naturaleza habla mientras el género humano no escucha.

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