venmarktec - La Joya de las siete Estrellas

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La Joya De Las Siete Estrellas[LT1] 

 

Bram Stoker


 

I.                  UNA LLAMADA EN LA NOCHE

 

Era todo tan real que apenas podía imaginar que me hubiese ocurrido en otro tiempo; y, sin embargo, cada episodio se me presentaba no como una nueva fase de la lógica de las cosas, sino como algo esperado. De nuevo veía el ligero esquife, reposando perezoso en el agua tranquila, al abrigo de la luz feroz del mes de julio y a la fresca sombra de las ramas de sauce extendida sobre el río.

Yo en pie sobre la oscilante embarcación y ella sentada inmóvil, mientras con las manos se protegía del choque de las ramitas de los sauces. De nuevo veía el agua de color pardo dorado bajo el dosel de verde translúcido, y la orilla herbosa tenía un tono de esmeralda. Otra vez parecía estar sentado con ella a la fresca sombra. Rodeados por los infinitos ruidos de la naturaleza los dos solos; en tanto que ella, olvidados tal vez los convencionalismos en que se había educado, me refería, con la mayor naturalidad, su nueva vida, en la que tan sola se sentía. Y, en tono triste, me hizo sentir cómo en aquella espaciosa casa todos sus habitantes se veían aislados por la magnificencia de su padre y de ella misma. Que, allí, la simpatía y la confianza no tenían ningún altar y que incluso el rostro de su padre le parecía tan distante como la antigua vida moral que había llevado. Una vez más, el buen juicio de mi virilidad y la experiencia de mis años se pusieron a los pies de la joven. Pero nunca existe el descanso perfecto, porque, de pronto, las puertas del sueño fueron abiertas de par en par y mis oídos atendieron al ruido que acababa de molestarme, demasiado continuo e insistente para que no se le hiciese caso. Detrás de él había alguna inteligencia activa. Instintivamente miré el reloj; eran las tres de la mañana y ya en el cielo empezaba a descubrirse algún leve resplandor de la aurora. Era evidente que la llamada resonaba en la puerta principal de nuestra propia casa y también que nadie estaba despierto para atender a ella. Me puse la bata y las zapatillas y me fui allá. Al abrir la puerta vi a un elegante lacayo, una de cuyas manos oprimía sin cesar el timbre eléctrico mientras la otra golpeaba el aldabón. En cuanto me vio, cesó el ruido. Dirigió una de sus manos instintivamente a la visera de la gorra y con la otra golpeaba el aldabón. En cuanto me vio, cesó el ruido. Dirigió una de sus manos instintivamente a la visera de la gorra y con la otra me entregó una carta. Ante la puerta vi un elegante automóvil y a un policía con su farol nocturno aún encendido, en el cinturón, que acudió atraído por el ruido.

—Dispénseme el señor por haberle molestado, pero tenía órdenes muy estrictas. Además, me dijeron que no perdiese un momento y que no dejara de llamar hasta que acudiese alguien. ¿Vive aquí el señor Malcolm Ross?

—Yo soy el señor Malcolm Ross.

—En tal caso, señor, la carta y el automóvil son para usted.

Con extraña curiosidad tomé la carta que me entregaban. En mi calidad de abogado tuve desde luego extraños casos, pero nunca me ocurrió ninguno como aquél. Retrocedí al recibidor entornando la puerta y encendí la luz eléctrica.

La carta era de letra femenina y, sin dirección alguna, empezaba así:

«Dijo usted que me ayudaría con gusto en caso necesario y estoy persuadida de que habló sinceramente. Antes de lo que esperaba ha llegado esta ocasión. Me encuentro en una situación muy desagradable y no sé a quién llamar ni de qué valerme. Temo que han querido asesinar a mi padre; aunque, gracias a Dios, aún vive, pese a hallarse sin sentido. He llamado a los médicos y a la policía, pero no tengo a nadie en quien confiar. Si le es posible venga inmediatamente y perdóneme, si puede. Supongo que más adelante comprenderá la razón de que le haya pedido este favor, pero ahora no soy capaz de reflexionar. Venga. Venga en seguida.

Margaret Trelawny»

 

En mi mente sentí a la vez el dolor y el entusiasmo. Pero dominó la idea de que ella se hallaba en un apuro y me había llamado..., a mí. Así, pues, cuando soñé con ella, no fue sin motivo.

Llamé al lacayo y le dije:

—Espere; dentro de un minuto estoy con usted.

Luego, eché a correr escaleras arriba.

Poco tiempo me bastó para lavarme y vestirme; de modo que, en breve, recomamos las calles con toda la velocidad que permitían el tráfico y el reglamento. Yo había dicho al lacayo que se sentara a mi lado a fin de que me contase, durante el trayecto, todo lo sucedido. Él accedió azorado y habló con la gorra sobre las rodillas:

—La señorita Trelawny, señor, mandó recado de que preparásemos cuanto antes un coche y, luego, acudió ella para darme la carta y recomendar al cochero que se diese prisa. Me aconsejó que no perdiese un segundo y que no dejase de llamar hasta que abriesen la puerta.

—Ya lo sé..., ya me dijo usted eso. Lo que quiero averiguar es por qué ella me ha hecho llamar. ¿Qué ha ocurrido en la casa?

—No lo sé, señor. A excepción de que encontraron al amo en su cuarto, sin sentido, con las sábanas ensangrentadas y una herida en la cabeza. Quizá no se hubiese podido salvar, pero, por suerte, la señorita Trelawny descubrió su estado.

—¿Y cómo sucedió, a tal hora de la noche?

—Lo ignoro en absoluto, señor, y no conozco ningún detalle.

Rápidamente seguimos nuestro camino a lo largo de Knightsbridge, luego dimos la vuelta por el Kensington Palace Road, y después nos detuvimos ante una casa muy grande situada a mano izquierda. Era un edificio magnífico, no sólo con respecto a su medida, sino también por su arquitectura. Y aun a la luz grisácea del amanecer, que tiende a disminuir el tamaño de las cosas, parecía muy grande. La señorita Trelawny me recibió en el hall.

No pude observar en ella ninguna timidez. Al parecer, ejercía su autoridad en cuantos la rodeaban gracias a su buena raza y exquisita educación, cosa mucho más notable porque estaba muy agitada y tan blanca como la nieve. En el hall había varios criados. Los hombres se habían agrupado cerca de la puerta y las mujeres ocupaban uno de los rincones más alejados. Un superintendente de policía acababa de hablar con la señorita Trelawny y cerca de él se veía a tres agentes de paisano. Cuando ella tomó, impulsiva, mi mano, apareció en sus ojos una mirada de alivio y dio un suspiro de satisfacción. Su saludo fue muy sencillo.

—Ya sabía yo que vendría.

El apretón de una mano puede ser muy significativo, aunque nada quiera expresarse con él. La mano de la señorita Trelawny pareció perderse en la mía, no porque fuese muy pequeña —aunque era fina y flexible, de dedos largos y delicados, y muy hermosa—, más bien era una sumisión inconsciente. Y aunque, por el momento, no pude adivinar la causa de la emoción que me sobrecogió, la comprendí luego.

Ella se volvió al agente de policía diciendo:

—Le presento al señor Malcolm Ross.

El oficial de policía saludó y contestó:

—Ya lo conozco, señorita. Tal vez tendrá la bondad de recordar que tuve el honor de trabajar con él en el caso de los monederos falsos de Brixton.

—¡Ya lo creo, superintendente Dolan!. —exclamó—. Lo recuerdo muy bien.

Luego nos estrechamos las manos, cosa que, al parecer, contentó a la señorita Trelawny. Por eso dije al superintendente:

—Quizá será mejor que la señorita Trelawny pueda hablarme a solas durante unos minutos. Usted, desde luego, ya está enterado de todo lo que pasa. Y yo entenderé mejor las cosas si puedo hacerle unas cuantas preguntas a la señorita. Después hablaré con usted.

—Con mucho gusto —contestó el superintendente en tono cordial.

Siguiendo a la señorita Trelawny, me dirigí a una salita que daba al hall y al jardín de la parte posterior de la casa, y, una vez hube cerrado la puerta, la joven dijo:

—Más tarde le daré a usted las gracias por su bondad viniendo a mi lado en un momento de apuro, pero ahora podrá ayudarme usted mejor cuando conozca lo sucedido. —Hizo una pausa y continuó:

—Me despertó un ruido, aún ignoro cuál. Únicamente sé que lo oí en mi sueño, porque, en el acto, me desperté con el corazón palpitante y el oído tenso. Mi dormitorio está al lado del de mi padre y, con frecuencia, antes de dormirme, le oigo moverse.

"Trabaja hasta muy tarde, de modo que si alguna vez me despierto muy temprano, o al amanecer, aún escucho sus movimientos.

"Una vez quise demostrarle que velar tanto no le seria bueno, pero no me quedaron ganas de repetir la tentativa, porque es hombre que puede mostrarse muy severo. Anoche me puse en pie sin hacer ruido y me acerqué. No oí nada, a excepción de un leve ruido, como si arrastra-sen algo, seguido de una respiración pesada. Por fin, cobré valor y entreabrí la puerta. Dentro reinaba la oscuridad y sólo pude divisar la silueta de la ventana; pero, en cambio, percibí mejor aquella respiración pesada. Abrí la puerta del todo, encendí la luz y penetré en la estancia. En primer lugar, miré hacia la cama y vi que las sábanas estaban revueltas como si papá se hubiese acostado. En el centro de la mesa había una gran mancha de color rojo oscuro, que se extendía hasta el borde. Aquello paralizó mi corazón. Luego vi a mi padre tendido en el suelo, sobre el lado derecho, como si hubiesen tirado su cuerpo.

"Debajo de él había un pequeño charco de sangre. Se hallaba delante del arca de caudales y vestía su pijama. La manga izquierda estaba arrancada, dejando al descubierto el brazo, que se tendía hacia el arca. El aspecto de aquel brazo, cubierto de sangre, con la carne arrancada o cortada en tomo de la cadena de oro que lleva en la muñeca, era espantoso."

La joven hizo una pausa y yo, tratando de distraerla, quise hablar, pero ella reanudó su discurso diciendo:

—No perdí un solo instante en pedir socorro, pues temía que mi padre se desangrase. Llamé con el timbre y a voces y, finalmente, llegaron algunos criados, que, al abandonar la cama, se habían vestido a toda prisa.

"Tendimos a mi padre sobre el sofá, y el ama de llaves, la señora Grant, que parecía tener más serenidad que nosotros, empezó a fijarse en el lugar del que manaba la sangre. Resultó que procedía del brazo desnudo. Allí tenia una herida profunda, no con el corte limpio de un cuchillo, sino, más bien, desgarrada junto a la muñeca, y, al parecer, con una vena cortada. La señora Grant improvisó un torniquete y, así, se contuvo la hemorragia. Yo, mientras tanto, me había serenado un poco y envié a un criado en busca del doctor y a otro para que avisara a la policía. En cuanto se marcharon, me di cuenta de que, a excepción de los criados, estaba sola en la casa, y no sabia nada acerca de mi padre ni de otra cosa alguna. Entonces, sentí el deseo de tener a alguien que me ayudase. Pensé en usted, en el ofrecimiento que me hizo el verano pasado, y, sin detenerme a reflexionar, ordené que le preparasen un automóvil y le escribí unas líneas."

Hizo una pausa para, tras un esfuerzo manifiesto, continuar su historia:

—El doctor vino casi en seguida porque el sirviente lo encontró en la calle. Inmediatamente procedió a curar a papá y, mientras tanto, llegó un agente de policía, quien se apresuró a enviar un aviso al cuartelillo. De modo que, en el acto, se presentó el superintendente. Luego apareció usted.

Se interrumpió y, entonces, me aventuré a tomarle la mano por un instante. Sin pronunciar otra palabra, abrimos la puerta para reunirnos con el superintendente, que estaba en el hall. El nos recibió diciéndonos:

-Lo he examinado todo por mi mismo y acabo de mandar un aviso a Scotland Yard. En todo esto, señor Ross, he visto muchas cosas raras y he creído preferible que nos manden al individuo más apto que tengan en el departamento de investigación criminal Por esta razón he pedido que avisen al sargento Daw. Supongo que lo recordará usted, porque intervino en el caso de envenenamiento de Hoxton.

En efecto, recordé al sargento y creí que sería un buen elemento para el caso en que nos hallábamos.

Seguidamente nos dirigimos a la habitación del señor Trelawny, donde pude ver que la situación era tal como la había descrito su hija.

Poco después sonó el timbre de la puerta y no tardó en presentarse un joven de facciones aguileñas, ojos grises agudos y ancha frente propia de un pensador. Llevaba un maletín negro, que se apresuró a abrir. La señorita Trelawny me lo presentó como el doctor Winchester. En cuanto nos hubimos saludado, él se dedicó a su trabajo de curar al herido. De vez en cuando llamaba la atención del superintendente acerca de algún detalle de la lesión, y, especialmente, le señaló la circunstancia de que el brazo había recibido varios cortes o rasgaduras paralelas que empezaban en el lado izquierdo de la muñeca y que en algunos puntos, ponían en peligro la arteria radial.

-Esas heridas profundas y desiguales parecen haber sido causadas por un instrumento romo. -Luego volviéndose a la señorita Trelawny añadió-: ¿Podríamos quitar esa cadena? Eso proporcionaría alguna comodidad al paciente.

-No lo sé -contestó la joven-. Hace poco tiempo que vivo con mi padre y apenas conozco sus costumbres o sus ideas.

—No se preocupe usted por eso, señorita —contestó el doctor—. Por ahora podremos abstenemos de quitar esta cadena. Fíjese usted en que hay una llavecita sujeta a ella. Véala por sí misma. Esa cadena es de acero chapado en oro y, con seguridad, para quitársela, sería preciso una lima.

El superintendente se arrodilló para examinar aquella joya y el doctor invitó a la señorita Trelawny a que se fijara en ella.

 

II. EXTRAÑAS INSTRUCCIONES

 

El superintendente Dolan se dirigió a la puerta, que entreabrió un poco para, posteriormente, dando un suspiro de alivio, abrirla de par en par a fin de dar paso a un joven de rostro afeitado, alto y esbelto, de semblante inteligente y mirada rápida, que se hacía cargo de todo de una sola ojeada. En cuanto los dos hombres se hallaron a un paso de distancia, se estrecharon la mano con la mayor cordialidad.

—He venido inmediatamente después de recibir su aviso, señor superintendente.

—Muchas gracias, sargento Daw.

Seguidamente, sin más preliminares, empezó a referir-le todo lo que sabía hasta entonces. El sargento hizo algunas preguntas, muy pocas, luego dirigió algunas rápidas miradas a su alrededor, se fijó en nosotros y, por último, en el herido que estaba inanimado sobre el sofá. Después se acercó a mi y recordó la ocasión en que habíamos estado en contacto. Tras haber cruzado unas frases, me dejó para ir a hablar con el doctor, a quien dirigió algunas preguntas acerca de la herida del paciente, y, finalmente, se volvió hacia la señorita Trelawny, diciéndole:

—Le ruego que me comunique todo cuanto sepa acerca de su padre; es decir, de su modo de vivir, su historia. En una palabra, todo lo que le parezca interesante.

—Por desgracia —contestó la señorita Trelawny—, sé muy poco.

—Perfectamente, señorita. Nos contentaremos con lo que usted sepa —contestó el detective—. Y ahora empezaré por hacerle un detenido examen.

Dichas estas palabras, el sargento Daw rogó a la señorita Trelawny que le relatase lo ocurrido. En cuanto ella hubo terminado, aquel hombre se acercó a la cama, la miró atentamente y preguntó:

—¿Sabe usted si la ha tocado alguien?

—No, señor —contestó la joven.

Daw sacó una lupa muy grande del bolsillo y examinó la cama, cuidando de no alterar en nada la posición de las sábanas y, especialmente, fijándose en las manchas de sangre, que llegaban hasta el suelo. Luego se dirigió a las ventanas, que estaban cerradas, y preguntó si, en el momento de ocurrir el hecho, estaban colocados los postigos, a lo cual la señorita Trelawny contestó negativa-mente. Mientras tanto, el doctor Winchester cuidaba al herido y le vendaba las lesiones de la muñeca. Al terminar, procedió a un minucioso reconocimiento de la cabeza del señor Trelawny y se fijó en la región precordial, así como en la garganta. Más de una vez acercó la nariz a la boca del herido, aspirando el aire, y mirando, sin darse cuenta, en tomo de la estancia, como si buscara algo.

De pronto oímos la fuerte voz del detective que decía:

—Por lo que he observado hasta ahora, se trataba de llevar hasta la caja de caudales la llavecita sujeta a la pulsera del señor Trelawny. Al parecer, en la cerradura del arca hay un secreto que, por ahora, desconozco. Pero iré a casa de los fabricantes para averiguarlo.

Volviéndose al doctor, añadió:

—¿Puede usted comunicarme algo, señor Winchester?

—Como ya le dije —replicó éste—, haré un relato detallado; aunque, por desgracia, pocas son las cosas que podré consignar. En la cabeza del señor Trelawny no hay ninguna contusión que explique el estado de estupor en que se halla. Por consiguiente, debería creer que ha sido narcotizado o sometido a una influencia hipnótica. Sin embargo, pienso que no ha ingerido ningún narcótico o, por lo menos, ninguno que conozca. Aunque, en esta habitación, tan saturada de los olores que expelen las momias, es difícil asegurar nada, pues cabe la posibilidad de que la substancia química causante de este estado de inconsciencia tuviese un aroma muy delicado. También es probable que el paciente hubiese tomado algún somnífero, y que, en el curso de su sueño, se hubiese herido; sin embargo, no lo creo factible.

—Tal vez tenga usted razón —contestó el sargento—. Pero ante todo, hemos de encontrar el instrumento que le causó la herida en la muñeca. Supongo que, por ahí, encontraremos huellas de sangre.

—Lo mismo creo -contestó el doctor, sujetándose mejor los lentes como si se dispusiera a replicar—, Pero si el paciente ha hecho uso de alguna droga extraña quizás se tratara de una substancia sin efectos inmediatos. Así, pues, hemos de estar preparados para todas las eventualidades.                                  

—Todo eso que dice usted, doctor, es muy acertado —indicó entonces la señorita Trelawny-. Por lo menos, en lo referido al somnífero. Pero tenga usted en cuenta que en tal caso, habría que dar por supuesto que la herida se la infligió mi padre después de haber notado los efectos del narcótico —el detective y el doctor hicieron un gesto de asentimiento y la señorita Trelawny continuó.— De todos modos, creo, con ustedes, que, en primer lugar, es preciso encontrar el arma que causó la herida a mi padre.

—Quizá la guardó en el arca antes de perder el conocimiento —observé yo sin pensarlo demasiado.

—Eso no es posible —se apresuró a replicar el doctor—. Tenga usted en cuenta que la mano izquierda está cubierta de sangre y que, en cambio, no hay ni una gota en el arca.

—Tiene usted razón —contesté.

Tras una larga pausa el doctor dijo:

—Necesitaremos, cuanto antes, una enfermera. Yo conozco a una muy apropiada y, si ustedes me lo permiten, iré a llamarla. Durante mi ausencia les ruego que no dejen solo al paciente. Quizá más adelante, convendrá trasladarlo a otra habitación.

La señorita Trelawny prometió no dejar solo a su padre y el doctor, después de darle algunas instrucciones en caso de que aquél recobrase el sentido, salió de la estancia.

A su vez, el sargento manifestó que debía volver a Scotland Yard para dar parte a sujete y prometió volver lo antes posible. Pero, primeramente, pidió permiso para examinar el escritorio del señor Trelawny y, al serle concedido tan amplio como quisiera, inició al momento un registro, cuyo resultado fue el hallazgo de una carta sellada que entregó a la señorita Trelawny.

—¡Una carta para mí! —exclamó ésta, tomándola inmediatamente.

Yo me fijé en su rostro mientras leía y, en cuanto se hubo enterado de su contenido, se quedó pensativa. Luego volvió a leerla y, por fin, devolvió la misiva al detective.

Éste la leyó dos veces y me la entregó. Entonces pude ver que decía lo que sigue:

 

«Mi querida hija: Deseo que sigas exactamente las instrucciones de esta carta, sin apartarte de ellas por ninguna razón, cualquiera que sea. En el caso de que yo sea víctima de una enfermedad, de un accidente o un ataque, cuida de que se haga lo siguiente: Si ya no estoy en mi dormitorio cuando te des cuenta de mi estado, me harás llevar a él lo antes posible. Aun en el caso de que estuviese muerto, mi cadáver habrá de ser tendido sobre mi cama. Además, hasta que recobre el conocimiento y pueda dar instrucciones acerca de lo que se debe hacer, o hasta que esté enterrado, será necesario que no me quede solo ni un momento. Durante la noche habrán de permanecer, por lo menos, dos personas en mi habitación. Será preciso que me cuide una enfermera y que tome nota de los síntomas, permanentes o no, que puedan llamarle la atención. Mis procuradores Marvin & Jewkes, de Lineólas Inn 27, B, tienen plenas instrucciones para el caso de mi muerte. Y el señor Marvin se encargará de vigilar personalmente el cumplimiento de mis deseos. Como no tienes ningún pariente, te aconsejo, querida hija, que te procures la compañía de una persona amiga en quien puedas confiar y que contribuya a vigilar mi cuerpo o mi cadáver. Tal persona puede ser hombre o mujer, pero, además, será preciso que haya otro vigilante, del sexo contrario al de la persona que hayas elegido. Es decir, que en todo momento, deseo que me observen o me vigilen un hombre y una mujer. De nuevo repito la necesidad de que sigas exactamente mis instrucciones.

Ninguna de las cosas que hay en mi habitación ha de ser cambiada de lugar por ningún motivo. Tengo una razón muy especial para eso, de manera que la inobservancia de estas disposiciones alteraría mis planes.

Si necesitas dinero, consejo u otra cosa cualquiera, el señor Marvin se apresurará a complacerte, pues tiene para eso plenas instrucciones mías.

Tu padre que te quiere,

Abel Trelawny.»

 

También leí por segunda vez la carta, con la esperanza de que la señorita Trelawny depositara su confianza en mi persona para llevar a cabo los deseos de su padre. Así, al devolverle la carta le dije:

—Supongo, señorita, que perdonará usted mi excesiva presunción, pero si me permite contribuir a la vigilancia de su padre, me sentiré orgulloso.

—Se lo agradezco muchísimo —dijo ella. Y, pensándolo mejor, añadió—: Pero comprendo que no puedo ser egoísta. Sé que tiene usted muchas ocupaciones y no quisiera monopolizar todo su tiempo.

Yo me apresuré a contestar que, después de haber tomado algunas disposiciones, estaría por completo a su servicio y el detective observó:

—Me alegro mucho de que se quede usted, señor Ross. Yo también permaneceré en la casa, si me lo permiten mis jefes. Ahora debo ir a jefatura y a visitar a los fabricantes de esa caja de caudales. Volveré lo antes posible.

En cuanto se hubo marchado, la señorita Trelawny y yo guardamos silencio. De vez en cuando me dirigía una mirada que me inspiraba el mayor orgullo. Luego, rogándome que no abandonara ni por un momento la vigilancia de su padre, salió para volver pocos minutos después en compañía de la señora Grant, de dos doncellas y de dos criados. Estos últimos llevaban una cama de hierro plegable que se ocuparon inmediatamente en armar y, cuando terminaron, la señorita Trelawny me dijo:

—Conviene tenerlo todo dispuesto para cuando llegue el doctor. Sin duda querrá acostar a mi padre, y, para eso, siempre será mejor una cama que un sofá.

Se sentó entonces a corta distancia del señor Trelawny y yo di una vuelta a la estancia, contemplando las infinitas curiosidades que allí había, casi todas egipcias. La habitación tenia proporciones enormes y, por consiguiente, cabían allí muchas y de gran tamaño.

Mientras estaba así ocupado, oí el sonido de unas ruedas deteniéndose ante la casa. Al instante, llamaron y, pocos minutos después, tras de un golpecito dado en la puerta, apareció el doctor Winchester, seguido por una joven que llevaba el traje oscuro propio de las enfermeras.

—He tenido suerte —dijo el doctor—. Señorita Trelawny, le presento a la enfermera, la señorita Kennedy.

 

III. LOS GUARDIANES DEL HERIDO

 

Las dos jóvenes se miraron y, al parecer, el resultado de esta observación fue satisfactorio. Yo pude comparar a las dos muchachas, que ofrecían un contraste muy marcado. La señorita Trelawny tenía una figura muy elegante, era morena, de facciones rectas y bien formadas. Contaba con unos ojos maravillosos, negros, grandes, suaves y dotados de misteriosa profundidad. Las cejas eran finas y bien arqueadas, y tenían un color negro como su cabello. Los labios de la joven eran carnosos, rojos, y los dientes menudos y muy blancos. Sus manos tenían un aspecto especial, de modo que el conjunto de su figura era simplemente perfecto, dulce y encantador.

  La enfermera, por otra parte, tenía una estatura algo más corta de lo corriente. Era robusta y sus manos parecían fuertes y hábiles. El color de su tez producía la impresión de las hojas secas de otoño. Su cabello, de color pardo amarillento, era grueso y largo, y sus ojos de color dorado centellaban sobre la piel curtida por el sol y algo pecosa. Las mejillas y los labios eran rojos y la blancura de los dientes más bien hacía resaltar aquella tonalidad general del color.

   El doctor Winchester, a su regreso al hospital, encontró a la enfermera, la hizo subir a su coche y tras darle algunos datos, le confió el cuidado del herido, el cual fue trasladado inmediatamente a la cama.

  A primeras horas de la tarde, cuando el sargento Daw había regresado ya, me dirigí a mi casa, y, desde allí, envié a la señorita Trelawny la ropa, los libros y los documentos que podría necesitar durante los próximos días. Luego, marché al tribunal, donde aquel día se terminaba la vista de una causa, de modo que, hasta las seis de la tarde, no pude volver a la residencia de la señorita Trelawny.

   Aún no habíamos organizado muy bien las guardias nocturnas. La enfermera Kennedy, que estuvo de guardia durante todo el día, reposaba entonces para encargarse nuevamente del servicio a las doce. El doctor Winchester, que había de cenar en la casa, esperaba a que lo  llamasen al comedor y, en cuanto terminó, volvió a la  habitación del herido. Durante la cena, la señora Grant  permaneció allí en compañía del sargento Daw, que deseaba terminar el examen de cuanto había en la habitación del herido. A las nueve de la noche la señorita  Trelawny y yo fuimos a relevar al doctor. Ella había  descansado unas horas por la tarde para estar preparada  a ejercer su guardia nocturna. Me dijo que se disponía a  no abandonar su puesto hasta el amanecer y yo me  resolví a acompañarla. Al llegar a la habitación del herido, encontramos al doctor, que lo estaba examinando, y  al vernos dijo:

   —No llego a comprender la causa de este sopor. He  hecho un minucioso examen y estoy persuadido de que  no hay ninguna lesión cerebral, por lo menos externa.  Todos sus órganos vitales parecen hallarse en excelentes  condiciones. Varias veces le he dado alimento y, al parecer, le ha sentado bien. Respira profunda y regularmente,  y su pulso es más lento y fuerte que esta mañana. No he encontrado, por otra parte, ninguna prueba de que se le haya suministrado algún narcótico y su estado de inconsciencia no se parece tampoco al sueño hipnótico que varias veces vi en el hospital Charcot de París. En cuanto a esas heridas —añadió señalando la muñeca— no sé cómo se las habrán causado. Podrían haber sido hechas por las púas de una carda, pero eso es inverosímil. Quizás las hubiese podido inflingir un felino que antes tuviera la precaución de afilarse las garras, lo cual también es imposible. Y ahora, señorita, dígame qué animales domésticos tienen ustedes por aquí y si hay alguno extraordinario, como, por ejemplo, un tigre cachorro, o algo por el estilo.

—¡Oh, no! —contestó la joven sonriendo—. A papá no le gustan los animales si no están muertos y disecados. Incluso mi gatito vive en esta casa en determinadas condiciones. Y a pesar de que es el animalito más manso y bueno del mundo entero, no puede penetrar en esta habitación.

Mientras hablaba se oyó un ligero roce en la puerta y, en el acto, se iluminó el rostro de la señorita Trelawny, que fue a abrir diciendo:

—¡Ya está aquí! Me refiero a mi Silvio. Se ha puesto en pie y con una de sus patas delanteras está rascando la puerta -la abrió y empezó a hablar con el gato, como si fuese un niño—. ¿Buscas a tu mamaíta? Entra, pero conviene que te estés quietecito.

Tomó al gato en brazos y volvió a nuestro lado. Sin duda alguna, era un animal magnífico. De raza persa, de pelo largo y sedoso. Un animal señorial que, a pesar de su mansedumbre, parecía muy altivo y estaba provisto de grandes garras que abrió sobre el suelo para desperezarse. Mientras ella lo acariciaba, el gato se revolvió como una anguila y echó a correr para atravesar la estancia y situarse ante una mesita en la que había la momia de un animal. Entonces, el gato Silvio empezó a bufar y a gruñir. Su ama se apoderó de él en un momento y, a pesar de su resistencia, se lo llevó.

—¡Malo! —exclamó la joven—. Has faltado a la palabra que yo di por ti. Ahora da las buenas noches a estos señores y vamos a tu habitación. —Y, mientras hablaba, tendió una de las patas delanteras del gato para que yo la estrechase. Al hacerlo tuve que admirar su tamaño y su belleza.

—¡Caramba! —exclamé—. Tiene una pata parecida a un guante de boxeo y llena de garras.

—Es verdad —contestó la joven— y fíjese usted en que mi gato tiene siete dedos —añadió obligando al animal a abrirlos para que los pudiese contar.

Mientras lo hacía el animal sacó las uñas casualmente y las clavó en el dorso de mi mano. En el acto retrocedí, exclamando:

—¡Caramba! ¡Este animal tiene unas garras que cortan como navajas!

El doctor Winchester se acercó a nosotros para examinar las garras del gato y, mientras yo hablaba, gritó, sorprendido:

—¡Caray!

Enseguida fue en busca de un pedazo de papel secante, que puso en la palma de su mano y, tras pronunciar unas palabras para lograr el perdón de la joven, puso la garra del gato sobre el papel, y, con sus uñas, trazó unas líneas. El orgulloso gato pareció quedar muy resentido por aquella familiarización y quiso retirar la pata. Eso es lo que deseaba el doctor, pues así trazó siete líneas sobre el papel. La señorita Trelawny se llevó a su gato y, en cuanto estuvo de regreso, observó:

—Es muy raro lo que ocurre. La primera vez que traje a Silvio aquí, para mostrárselo a papá, hizo lo mismo que ahora. Se subió a la mesa y trató de arañar a esa momia. Esta fue la causa de que mi padre se enojara y decretase el destierro contra el pobre Silvio. Pero, como agradecimiento a la promesa que yo presté, consintió que continuase en la casa.

Durante la ausencia de la joven, el doctor Winchester retiró el vendaje de la muñeca del herido. Se veían claramente los siete cortes rojos, y, el doctor, doblando el papel secante, acercó a los arañazos de la carne los grabados en aquél y, al mismo tiempo, nos llamó con un ademán. Ambas señales coincidían exactamente, de modo que todos comprendimos muy bien sus palabras.

—Mejor hubiese sido que maese Silvio no faltase a su palabra. —Todos guardamos silencio hasta que la señorita Trelawny dijo:

—Pero Silvio no estuvo anoche en esta habitación.

—¿Está usted segura? ¿Podría demostrarlo en caso necesario?

—Sí, señor. Estoy segura, aunque resultaría difícil de probar. Silvio duerme en el cesto, en mi cuarto. Anoche recuerdo que lo acosté como de costumbre. Esta mañana yo misma lo saqué del cesto. Además, no lo vi por aquí, pero tal vez eso se deba a que mi preocupación por el estado de mi padre me impidió notar su presencia.

—En fin, por el momento no hay necesidad de probar nada—dijo el doctor—. Por otra parte, cualquier gato del mundo es capaz de limpiarse rápidamente la sangre que pueda tener en sus garras.

—Ahora que pienso mejor en eso —exclamó la señorita Trelawny—, no puede haber sido Silvio el que hirió a papá. Cuando yo oí el primer ruido tenía la puerta de mi cuarto cerrada y también lo estaba la de mi padre. Al entrar aquí, ya estaba herido; de modo que la cosa ocurrió antes de que Silvio pudiese huir.

El argumento era irrefutable y el doctor exclamó, en tono humorístico:

—¡Absuelto! Además, ofrezco mis disculpas a maese Silvio, aunque todavía ignoro por qué está tan irritado con esa momia. ¿Hace lo mismo con las demás de la casa? Supongo que hay muchas, porque vi algunas en el hall al llegar.

—Hay muchas —contestó ella— de tal modo que, a veces, ignoro si estoy en una casa particular o en el Museo Británico. Pero Silvio no se preocupa nunca de ellas a excepción de ésta, quizá porque se trata de la de un animal y no de un ser humano.

—Tal vez sea de un gato —observó el doctor mientras se ponía en pie para examinar mejor la momia—. Sí —añadió—, es de un gato, y muy bonito. Si no hubiera sido el animal favorito de alguna persona de elevada categoría, no habría recibido tantos honores. Fíjense ustedes. Está encerrado en una caja pintada y tiene los ojos de obsidiana, como en las momias humanas. Es extraordinario que los animales se reconozcan así. Aquí tenemos un gato muerto, quizá desde tres o cuatro mil años atrás, y otro gato de distinta raza, en lo que, prácticamente, es otro mundo distinto, se dispone a atacarlo, como si estuviese vivo. Si usted me lo permitiese, señorita Trelawny, quisiera hacer un experimento con su gato. —Y,  en vista del mudo asentimiento de la joven, el doctor  añadió:

—Desde luego, le prometo no hacer el menor daño al pobre Silvio. Más bien habrá que compadecer a otro gato.

—¿Cuál?                                  

—No hay de qué alarmarse, señorita. Simplemente traeré la momia de un gato y veremos si, al ponerla delante de Silvio, éste tiene también deseos de atacarla. Así sabremos si siente antipatía general por los felinos momificados o solamente por el que está aquí.

La señorita Trelawny dio su conformidad al proyecto del doctor y todos nos quedamos en silencio, examinan-do aquella extraña habitación tan llena de momias y objetos antiquísimos. Allí no se percibía otra cosa que un olor muy particular, que casi podría calificarse de egipcio, compuesto por toda una serie de aromas y resinas, hasta distinguirse una fragancia tan especial que no se hallará una igual en otra parte.

Me abandoné a mis ensueños, y, por unos instantes, estuve sumido en ellos, quizá influido por el olor que percibía en aquel extraño dormitorio. Y, de pronto, se me ocurrió una idea, que casi podía calificarse de inspiración. Si yo sentía tanto la influencia de aquel olor, ¿no podría darse el caso de que el herido, que se había pasado largas horas, durante muchos años, en aquel mismo lugar, se hubiese sentido afectado, poco a poco, hasta el punto de...?

De nuevo volví a refugiarme en mis pensamientos y comprendí que eso no podía ser. Me convenía tomar las necesarias precauciones para permanecer despierto y a salvo de toda influencia extraña. La noche anterior sólo dormí unas horas y la actual tenia que pasarla en claro.

Sin comunicar mi intención a nadie, para no aumentar la inquietud de la señorita Trelawny, abandoné la habitación y salí de la casa. No tardé en encontrar una farmacia, donde adquirí una mascarilla para poder respirar sin inconvenientes en la atmósfera más cargada. Volví a penetrar en el dormitorio a las diez de la noche. El doctor se disponía a marcharse. La enfermera lo acompañó hasta la puerta de la estancia para recibir las últimas instrucciones. La señorita Trelawny estaba sentada al lado de la cama y el sargento se hallaba a corta distancia. Cuando la enfermera Kennedy se reunió con nosotros quedamos en que velaría hasta las dos de la madrugada, hora en que seria relevada por la señorita Trelawny. Así, de acuerdo con las instrucciones del herido, siempre habría un hombre y una mujer en la habitación y, como las guardias se relevarían solamente por mitad, nunca habría una serie de guardianes nuevos, para evitar la posibilidad de que ocurriese algo raro. Yo fui a tenderme en el sofá de mi propia habitación, después de ordenar a un criado que me llamase a las doce. Y,  pocos minutos después, estaba profundamente dormido.

Al despertar tardé unos segundos en recobrar la conciencia; pero, aquel breve descanso, me hizo mucho bien. Me lavé la cara y me dirigí a la habitación del enfermo, andando muy despacio. La enfermera estaba sentada al lado de la cama, inmóvil y vigilante. El detective se había acomodado en un sillón, sumido en la sombra. No se movió y, cuando me acerqué a él, me dijo en voz baja y ronca:                                            

—No hay novedad.

Yo le contesté que había finalizado su tiempo de guardia y que podía acostarse hasta las seis; lo que, al parecer, le satisfizo mucho. Una vez en la puerta se volvió hacia mí y explicó en voz baja:                      

—Tengo un sueño ligero y nunca me separo de mis pistolas. Cuando salga de aquí y no note ya este olor,  tendré la cabeza más despejada. —Al parecer había experimentado también una extraña somnolencia.        

Pregunté a la enfermera si quería algo y noté que en su  regazo guardaba un frasco de vinagrillo. Eso me daba a entender que también sintió la misma influencia que tanto me había afectado. Contestó que no necesitaba nada, pero que me lo comunicaría si fuera preciso y, como yo deseaba que no se fijase en mi mascarilla, fui a sentarme en el sillón que había en la sombra, situado de espaldas a la enfermera. Allí me puse la mascarilla y me tendí cómodamente. Durante largo rato me entregué a mis pensamientos, y, de nuevo, sucumbí ante aquel olor egipcio, aunque entonces no lo percibía con tanta intensidad como antes, pues la mascarilla cumplía bien su cometido.

Aunque no recuerdo que me hubiese dormido, ni tampoco me diese cuenta de haberme despertado de mi letargo, el caso es que tuve una visión o un sueño.

No lo sé a punto fijo. Continuaba en la misma pieza, sentado en el sillón. Llevaba puesta la mascarilla y me di cuenta de que respiraba muy bien. La enfermera seguía sentada en su silla, de espaldas a mi. Permanecí inmóvil y el herido se movía tan poco que se le hubiera podido tomar por muerto. Aquella habitación estaba sumida en el mayor silencio. Fuera pude oír los ruidos de la ciudad, las ruedas de un coche, el grito de un trasnochador y el eco lejano de silbidos en un paso de trenes. La luz era mortecina y casi servia más para atenuar la claridad que para alumbrar. La pantalla de seda verde de la lámpara parecía una esmeralda, vista a la luz de la luna. El cuarto estaba lleno de sombras que, al parecer, se movían. Me pareció percibir un sonido muy débil, como maullidos de gato, el roce de una tela y el leve choque de dos metales. Yo estaba casi sumido en un trance. Por fin, como en una pesadilla, me di cuenta de que estaba dormido y de que ya no era dueño de mi voluntad.

 

IV. LA SEGUNDA AGRESIÓN

 

El espectáculo que contemplé tenía todo el horror de una pesadilla, pero con la añadidura de que era real. La habitación estaba igual que antes, exceptuando que había desaparecido su aspecto sombrío ante las muchas luces encendidas, por lo cual todo cuanto en ella había era visible.

Al lado de la cama desocupada estaba la enfermera en la misma actitud que antes, es decir, erguida en el sillón.

 Había puesto una almohada detrás de su cabeza, pero su cuello estaba envarado, como si estuviese sumida en un  sueño cataléptico. Parecía haberse convertido en una estatua. En su rostro no había ninguna expresión de horror o miedo, como podría haberse esperado. Sus abiertos ojos no manifestaban extrañeza o interés. Era simplemente, una existencia negativa, cálida, plácida y que respiraba; pero, por lo demás, no se daba cuenta del mundo que la rodeaba. La ropa de la cama estaba desordenada como si hubiesen retirado al paciente sin apartarla antes. Una punta de la sábana superior llegaba al suelo y, cerca de ella, se veía uno de los vendajes que el doctor puso en la herida de la muñeca. Otros dos estaban en el suelo algo más lejos, como si indicasen el rastro hacia donde yacía el herido. Éste se hallaba casi en el mismo sitio donde se le encontró la noche anterior, o sea, al pie de la caja de caudales. También el brazo izquierdo se dirigía hacia el arca, pero había sido victima de un nuevo ataque: alguien llevó a cabo la tentativa de cortarle el brazo cerca de la cadena de oro que sostenía la llavecita. El desconocido cogió de una manoplia de la pared un pesado Kukuri, es decir, un cuchillo de hoja sinuosa que usan los gukkhas y otras tribus montañesas de la India, y aquella arma sirvió para cometer la nueva agresión. Era evidente que, en el momento de herir, el golpe fue interrumpido, porque solamente la punta del cuchillo, y no el filo, había seccionado la carne. De todos modos, el lado exterior del brazo quedó cortado hasta el hueso y la hemorragia era intensa. También la primera herida había sido abierta de nuevo y de un modo terrible, de tal manera que, por uno de los cortes, se expulsaba la sangre a impulsos de los latidos del corazón. Al lado de su padre estaba arrodillada la señorita Trelawny, cuya camisa de noche aparecía manchada por la sangre sobre la que se  había arrodillado. En el centro de la estancia vi al sargento Daw, en mangas de camisa y sin calzado, que se  ocupaba en cargar de nuevo su revólver, aunque de un  modo maquinal. Tenía los ojos enrojecidos, abotargados,  y, al parecer, estaba despierto a medias, como si no se  diese cuenta de lo que ocurría a su alrededor. Y, ante la  puerta, se habían reunido varios criados llevando linternas. Al ponerme en pie para ir adonde estaba la señorita Trelawny, ésta levantó los ojos y, al verme, dio un chillido, se incorporó y me señaló. Nunca olvidaré su extraña expresión y el raro aspecto que ofrecía descalza y cubierta únicamente por una camisa ensangrentada.

Creo que me había dormido y que la misma influencia  que ejerció su efecto en el señor Trelawny, en la enfermera, y, en menor grado, en el sargento, no me había causado ninguna impresión. La mascarilla me resultó muy útil, a pesar de que no pudo evitar la tragedia cuyas pruebas se ofrecían, palpables, a mis ojos. Ahora comprendo el espanto que mi aspecto debió causar. Llevaba todavía la mascarilla que me cubría la boca y la nariz, y mi cabello estaba revuelto. Al presentarme así ante aquella gente aterrorizada, debía tener un aspecto horroroso.

Por suerte, lo advertí a tiempo para evitar otra catástrofe, porque el detective, aún medio dormido, me apuntó con su revólver y se disponía a disparar, en el momento en que me quité la mascarilla y le grité que se detuviese. Él obró maquinalmente; pero, al fin, eludí el peligro. El alivio de aquella situación tensa llegó de un modo inesperado y sencillo.

La señora Grant, al advertir que su señorita sólo llevaba una camisa de noche, fue en busca de una bata y se la puso sobre los hombros. Este sencillo acto nos devolvió a todos la presencia de ánimo. Dando un largo suspiro nos dedicamos a lo que era más urgente. Es decir, a restañar la sangre del herido. Y, al verlo, me alegré, porque la hemorragia demostraba que el señor Trelawny no había muerto.

La lección de la noche anterior no fue inútil, pues todos sabíamos ya cómo actuar en aquel caso. Pocos segundos después, hicimos un torniquete y, en el acto, se envió a un criado en busca del doctor, mientras los demás sirvientes desaparecían para vestirse convenientemente.

Tendimos al señor Trelawny en el sofá, donde estuvo | la noche anterior, y, en cuanto hicimos por él todo lo posible, nos ocupamos de la enfermera. A pesar de toda aquella agitación no se había movido siquiera, sino que seguía allí, sentada y rígida, respirando con suavidad, naturalmente, y con plácida sonrisa. Con toda evidencia era inútil hacer nada en su favor hasta que llegase el médico.

Mientras tanto, la señora Grant se llevó a su ama y la ayudó a vestirse. Al poco rato, volvió la señorita Trelawny con bata y zapatillas, y las manos limpias de sangre. Estaba mucho más tranquila, aunque temblaba y su rostro aparecía mortalmente pálido. Tras haberse fijado en la muñeca de su padre, mientras yo sostenía el torniquete, dirigió una mirada circular por la estancia para detenerla sucesivamente en cada uno de nosotros, pero sin que esto, al parecer, le diese el menor consuelo. Entonces le dije para tranquilizarla:

—Ya estoy bien de todo. Sólo me había dormido.

—¿Que se durmió usted mientras mi padre corría peligro? —exclamó ella—. Creí que estaba vigilándolo.

Yo comprendí la justicia de su reproche y contesté:

—Sólo estaba dormido. Comprendo que hice mal; pero, sin duda, aquí ocurren cosas raras. Y si no hubiese tomado la precaución de ponerme la mascarilla, quizá me hallase ahora como la enfermera.

Ella volvió rápidamente los ojos hacia la extraña figura de la señorita Kennedy, y se apresuró a replicar:

—Perdóneme. No quise ofenderle. Pero estoy tan asustada que no sé lo que digo. ¡Oh, es espantoso! A cada momento temo que suceda algo horrible.

—No se preocupe usted por mi —contesté—, porque no lo merezco. Estaba de guardia y, sin embargo, me dormí. La única excusa que puedo dar es la de que no tenía intención de abandonarme al sueño, y que me esforcé en evitarlo, pero no pude. Además, la cosa ya no tiene remedio. Quizá algún día lo comprenderemos todos. Ahora procuraremos tener alguna idea acerca de lo que ha ocurrido. Dígame usted todo lo que recuerde.      

—Yo estaba dormida —contestó ella— y, de repente, desperté con el horrible presentimiento de que mi padre corría gran peligro. Me puse en pie de un salto y entré aquí. Estaba todo muy oscuro; pero, sin embargo, al abrir la puerta pude descubrir a mi padre tendido en el suelo y al pie del arca, como la primera noche. Sin duda estuve por un momento enloquecida.

Se interrumpió estremeciéndose y yo miré al sargento Daw, que todavía empuñaba el revólver. Y, sin abandonar el torniquete, exclamé:

—Ahora, sargento Daw, díganos usted contra quién disparó.

El policía pareció hacer un esfuerzo sobre si mismo, gracias al hábito de la obediencia. Y, al notar que había criados en la habitación, replicó:

—Quizá sería mejor, señor, que diésemos permiso a los criados para que se retiren.

Yo incliné la cabeza en señal de conformidad y los criados se apresuraron a salir, aunque lo hicieron de mala gana. El detective empezó a explicarse:

—Creo que será mejor darle cuenta de mis impresiones y no de mis actos. Me dormí a medio vestir, tal como estoy ahora, con un revólver debajo de la almohada. Ésta es la última cosa que recuerdo. Ignoro cuánto tiempo pasó. Había apagado la luz eléctrica y, de pronto, me pareció oír un grito. Sin embargo, no estoy seguro, pues aún estaba atontado por el sueño. En el acto, mis ideas se reconcentraron en el revólver. Lo empuñé, salí al descansillo y, al oír que alguien pedía socorro, entré aquí. La estancia se hallaba a oscuras, pues se había apagado la lámpara que hay junto a la enfermera, y la única luz procedía del descansillo y entraba por la puerta. La señorita Trelawny estaba arrodillada en el suelo, al lado de su padre, y gritaba algo. Creí ver que se movía algo ante la ventana y, sin pensarlo bien, y aún somnoliento, disparé. Aquello se movió hacia la derecha entre las dos ventanas y volví a disparar. Entonces se levantó usted del sillón con la cara cubierta por la mascarilla, y como yo no le reconocí, casi estaba dispuesto a pegarle un tiro.

—¿Acaso me confundió usted con aquella cosa contra la cual disparó? ¿Qué era?

—Lo ignoro, señor —contestó el detective—. No tengo la menor idea de lo que podía ser. Quizá fue cosa de la imaginación. Además, todavía no estaba del todo despierto.

—Muy bien, sargento. Su impulso se explica perfectamente y, además, dada la ocasión y la influencia que esta habitación ha ejercido sobre la enfermera y sobre mí mismo, no podía usted detenerse a meditar sus actos. Pero ahora veamos dónde estaba usted y dónde me sentaba yo. Así podremos fijar la dirección de los dos tiros.

Rogué a la señora Grant que se encargara del torniquete, fui a situarme donde me indicaba el detective, y miré hacia el lugar que me señalaba. Hecho esto, me acerqué a aquel lugar siguiendo el camino de la bala.

Precisamente, detrás de mi sillón había una alta vitrina y la puerta de cristales estaba rota.

—¿Sabe usted si fue éste su primer tiro o el segundo?

—El segundo, señor, porque el primero fue hacia allá.

Se volvió un poco hacia la izquierda, hacia el lugar en que estaba el arca. Siguiendo el movimiento de su mano, llegué a la mesa baja, donde, entre otras curiosidades, se  hallaba la momia que despertó las iras del gato. Tomé  una bujía y no me costó encontrar la señal de la bala. Había roto un pequeño vaso de cristal y una taza de basalto negro exquisitamente grabada con numerosos jeroglíficos. Las líneas del grabado estaban llenas de una especie de cemento verde, y todo el objeto estaba pulimentado, de modo que ofrecía una superficie lisa. La bala, aplastada contra la pared, se hallaba sobre la mesa.

Me dirigí entonces a la vitrina. Con toda evidencia, contenía valiosos objetos, entre los que pude ver algunos grandes escarabajos de oro, ágatas, jaspe verde, amatista, lapislázuli, opal, granito y porcelana de color verde azulado. Por suerte, ninguno de aquellos objetos fue tocado por la bala, la cual atravesó la parte superior de la vitrina sin causar mayor estropicio que romper el cristal.

Me fijé en la extraña colocación de los objetos que había en el estante de la vitrina. Todos los escarabajos, sortijas, amuletos, etc., estaban dispuestos en una línea ovalada alrededor de una miniatura de oro grabada con gran maestría y que figuraba un dios con cabeza de gavilán coronado por un disco y algunas plumas. Pero no me entretuve en mirar mejor, porque otros asuntos solicitaban mi atención, aunque me prometí hacer un registro minucioso en cuanto tuviera tiempo. Aquel extraño olor egipcio saturaba los objetos de la vitrina; pues, debido a la rotura del cristal, se percibía con mayor intensidad.

En esas observaciones ocupé muy pocos minutos, y me asombró el ver que, por las rendijas de la ventana, aparecía ya la luz de la aurora. Después, volví a encargarme del torniquete, y la señora Grant levantó las cortinas.

Así continuó la situación hasta el momento en que llegó el señor Winchester, jadeando a causa de la prisa.

Sólo nos hizo una pregunta:

—¿Alguno de ustedes puede decirme cómo se ha causado esta herida?

Y, al notar que todos meneábamos la cabeza, no tardó en curar al señor Trelawny. Por un instante, se fijó en la inamovilidad de la enfermera, pero hasta que hubo ligado las arterias y curado por completo la herida, no pronunció una palabra, exceptuando las que nos dirigió para pedir alguna cosa. Luego, preguntó a la señorita Trelawny:

—¿Qué me cuenta usted de la enfermera Kennedy?

—Nada puedo decirle. Cuando entre aquí, a las doce y media de la madrugada, la encontré exactamente como está ahora. No le hemos hecho variar de posición y ni siquiera le sobresaltaron los tiros del sargento.

—¡Tiros! ¿Acaso han descubierto ustedes al autor de esta nueva agresión?

—No hemos descubierto nada —contesté—. Yo estaba aquí de guardia con la enfermera.

Y, al instante, le hice un relato detallado de todo lo que había sucedido.

—De modo —observó el doctor Winchester— que, por ahora, todo sigue envuelto en el mismo misterio.    

—Si, señor —contesté.                           

—Mejor será —dijo el doctor, volviéndose a la señorita Trelawny— que llevemos a la enfermera a otra alcoba. Supongo que no habrá ningún impedimento.           

—No, señor. Señora Grant, vea usted si está dispuesta la habitación de la señorita Kennedy, y llame a dos hombres para que la lleven allá.                     

La señora Grant salió inmediatamente y, poco después, volvió, diciendo:                              

—La habitación está preparada y los criados aguardando.

En cumplimiento de sus órdenes, entraron dos sirvientes y, levantando el rígido cuerpo de la enfermera, bajo la vigilancia del doctor, la sacaron de la estancia.         

La señorita Trelawny permaneció de guardia conmigo y la señora Grant salió con el señor Winchester hacia la habitación de la enfermera.

Una vez solos, la señorita Trelawny se acercó a mí y, tomándome las dos manos, dijo:                     

—Espero que no me guarde usted rencor por mis palabras. Ni siquiera sabía lo que estaba diciendo.

Yo me limité a estrechar sus manos y a besárselas con el mayor respeto. Después, me acerqué al sofá y miré al señor Trelawny. Gracias a la luz de la aurora era ya más intensa la iluminación de la estancia. Y, al contemplar aquel rostro blanco como el mármol, severo, firme y frío, comprendí que allí había algún profundo misterio independiente de todo cuanto ocurriera en las últimas veintiséis horas. Aquel ceño fruncido indicaba algún firme propósito: su frente, amplia y alta, demostraba un razonamiento decidido, y la ancha barbilla y mandíbula poderosa intensificaban todavía aquella impresión. Mientras miraba, empecé a sentir aquellas ideas imprecisas que me anunciaban la proximidad del sueño. Resistí con toda mi energía, esfuerzo que me resultó aún más fácil cuando la señorita Trelawny se acercó y, apoyando la  frente en mi hombro, empezó a llorar en silencio. Eso despertó mi virilidad. No pronunciamos una sola palabra, pero, sin embargo, nos comprendimos muy bien, y ella no se retiró cuando yo, con gesto de protección,   rodeé sus hombros con mis brazos, tal como solía hacer con mi hermanita, años atrás, cuando, en algún apuro infantil, acudía a mí para que la consolase. Pero todavía con mayor deseo de protegerla. Retiré mi brazo al oír los pasos del doctor que se aproximaba. Una vez dentro de la pieza, el doctor contempló al paciente y dijo:

—Hay gran parecido entre el sueño de su padre y el de la enfermera Kennedy, así que debemos suponer que ambos han sido víctimas de la misma influencia. Sin embargo, en la enfermera el coma no parece intenso. Por esto creo que, para devolverle el sentido, podremos hacer algo más que por su papá. La he situado cerca de una corriente de aire y ya ha dado algunas débiles señales de que se halla en una especie de desmayo normal. Ha disminuido la rigidez de sus miembros y su piel es más sensible al dolor.

-¿Pues cómo se explica -pregunté- que el señor Trelawny continúe en la misma insensibilidad y, sin embargo, su cuerpo no esté rígido?

-No puedo contestar a esto. Este problema lo resolveremos dentro de unas horas o después de algunos días. Sin embargo, será para todos nosotros una lección utilísima de diagnosis.                                 

Durante toda la mañana el doctor iba de un dormitorio a otro, observando, ansioso, a los dos pacientes. Recomendó a la señora Grant que se quedase al lado de la enfermera, mientras la señorita Trelawny o yo, y casi siempre ambos, estábamos con el herido. A pesar de eso, los dos pudimos bañamos y vestimos y, durante nuestro desayuno, el doctor y la señora Grant acompañaron al señor Trelawny.

El sargento Daw se dirigió a Scotland Yard para dar parte de lo ocurrido durante la noche y, más tarde, fue al cuartelillo para obtener ayuda de su compañero Wrigth. En cuanto regresó, creí adivinar que le habían amonestado por disparar en la habitación del enfermo o, quizá, por haberlo hecho sin causa justificada. Así me lo dio a entender su observación.

—A pesar de todo, señor Ross, la buena fama sirve de algo Aún tengo permiso para usar revólver.

Aquel día estuvo lleno de ansiedad. Al anochecer, la enfermera Kennedy mejoró tanto que ya no se observaba ninguna rigidez en sus miembros. Seguía respirando lenta y regularmente, pero la expresión inmóvil de su rostro desapareció para tomar el aspecto del sueño. El doctor Winchester compareció por la tarde con otras dos enfermeras una de las cuales tenía que cuidar a la señorita Kennedy y la otra al señor Trelawny. Ya por la tarde habían dormido varias horas a fin de llevar a cabo su servicio nocturno. Convinimos en que la señora Grant estaría de guardia hasta las doce; luego, la relevaría la señorita Trelawny. La nueva enfermera permanecería en la habitación de esta última y, cada cuarto de hora, haría una visita a la habitación del enfermo. El doctor se quedaría hasta las doce, hora en que yo entraría de guardia. Uno u otro de los detectives permanecería toda la noche en las cercanías de la habitación y llevaría a cabo visitas periódicas para cercionarse de que no había novedad. Así se vigilaría a los que estaban de guardia y se evitaría la posibilidad de sucesos semejantes al de la noche anterior.

En cuanto se puso el sol, la ansiedad se apoderó de nosotros y cada uno se preparó para la vigilia. El doctor Winchester y la señorita Trelawny imitaron mi ejemplo, poniéndose mascarillas, y así empezó la noche.

 

 

V. MÁS INSTRUCCIONES RARAS

 

Cuando, a las once y media, salí de mi cuarto, vi que todo seguía igual en el dormitorio del paciente. La nueva enfermera ocupaba el sillón en que la señorita Kennedy se sentó la noche anterior. A corta distancia, entre la cama y el arca, vi al doctor Winchester, despierto y atento, aunque ofrecía un raro aspecto con su mascarilla.

Al llegar a la puerta oí un ligero ruido y, volviéndome, pude ver al nuevo detective, que, después de hacer un ademán, se retiró en silencio. Así, ninguno de los que vigilaban se vería vencido por el sueño.   Me senté en la parte exterior de la puerta y, como es |  natural, mis pensamientos se concentraron en los sucesos I  de las horas anteriores. Cuando más distraído estaba, se |  abrió la puerta y apareció el doctor Winchester quitándose la mascarilla.

—Me marcho —dijo—. Volveré mañana temprano, a no ser que me llamen ustedes. Pero, al parecer, todo va  bien. Se acercó entonces el sargento Daw, que entró en la estancia para ocupar el asiento del doctor. Yo permanecí  fuera todavía, pero, a cada pocos minutos, miraba al interior, pese a que la estancia estaba muy poco iluminada. Segundos antes de las doce de la noche salió la señorita Trelawny de su cuarto y, antes de dirigirse al de su padre, fue a visitar el de la enfermera Kennedy. Volvió dos minutos después, al parecer más animada. Llevaba en la mano su mascarilla y antes de ponérsela, me preguntó si había ocurrido algo nuevo. Yo le contesté que no y, en cuanto ambos nos pusimos nuestras respectivas mascarillas, penetramos en el dormitorio. El detective y la enfermera se pusieron en pie, y nosotros ocupamos sus sitios.

En la habitación había muy poca luz. Cada quince minutos me levantaba para observar al paciente y pude notar que su hija me miraba con la mayor atención. Con idéntico intervalo, uno de los dos detectives se asomaba a la puerta. La señorita Trelawny y yo dábamos cuenta de que no había novedad y aquél se retiraba.

El silencio y la oscuridad parecían aumentar por momentos. Oímos que el reloj del corredor daba los cuartos hasta las dos de la madrugada y, entonces, tuve una sensación extraña que, según pude notar, compartía la señorita Trelawny.

El nuevo detective acababa de asomarse, y ambos permanecimos solos durante otro cuarto de hora.

Empezó a latir mi corazón. Y no a impulsos del miedo personal. Me parecía como si hubiese entrado en la estancia algún desconocido, o que una poderosa inteligencia estuviese a mi lado. Algo me rozó la pierna. Me apresuré a bajar rápidamente la mano y toqué el suave pelaje de Silvio. Y éste, dando un bufido, se volvió y me arañó. Sentí unas gotas de sangre en el dorso de la mano. Me levanté con suavidad y me acerqué a la cama. La señorita Trelawny se puso en pie y miró a su espalda, como si viese algo cerca de ella. En sus ojos se reflejaba el espanto y jadeaba al respirar como si le faltase el aire.

No pareció sentir mi contacto y movió las manos hacia delante como si quisiera rechazar algo. No había un instante que perder. Cogí a la joven en mis brazos, me dirigí a la puerta y salí al corredor, gritando:

—¡Socorro! ¡Socorro!

Un momento después, los dos detectives, la señora Grant y la enfermera acudieron a mis gritos, seguidos por varios miembros de la servidumbre. Cuando la señora Grant estuvo cerca le confié la protección de la señorita Trelawny y volví al dormitorio, donde encendí las luces. El sargento Daw y la enfermera me siguieron.

Llegamos a tiempo. Al pie del arca, donde ya lo habíamos encontrado dos noches seguidas, yacía el señor Trelawny con el brazo izquierdo desnudo, a excepción de las vendas que lo cubrían. A su lado vimos un cuchillo egipcio en forma de hoja, que había estado en el estante de la vitrina rota. Su punta se clavaba en el suelo de madera, en el mismo lugar de donde se quitó la alfombra manchada de sangre.

Pero no había ninguna otra señal alarmante. Los policías y yo registramos cuidadosamente la habitación, a la vez que la enfermera y dos criados levantaban al herido para tenderlo de nuevo en la cama. Fueron en vano nuestros esfuerzos, pues no pudimos encontrar ninguna huella. En breve, volvió a la alcoba la señorita Trelawny, pálida, pero dueña de sí misma y, al llegar a mi lado, dijo en voz baja:

—Sentí que me desmayaba. Ignoro la causa, pero tuve miedo.

Y, cuando apoyé la mano en la cama para observar cuidadosamente al paciente, ella exclamó:

—¡Está usted herido! Tiene la mano llena de sangre y también ha manchado las sábanas.

En mi excitación, había olvidado el arañazo de Silvio, y sólo me di cuenta de ello al oír las palabras de la joven. Antes de que yo pudiese contestar, ella tomó mi mano y observó:

—¡Es la misma herida de papá! Venga usted a mi habitación. ¡En seguida! Allí está Silvio en su cesto.

La seguimos y pudimos encontrar, efectivamente, a Silvio aún despierto. Se ocupaba en lamerse las patas. Y el detective dijo:

—Aquí está, sin duda; pero, ¿por qué se lame las patas?

Margarita, es decir, la señorita Trelawny, dio un gemido al inclinarse para tomar una pata del animal; y éste, ofendido, bufó. En aquel instante, la señora Grant penetró en la estancia y, al ver que contemplábamos al gato, exclamó:

—La enfermera acaba de decirme que Silvio estuvo dormido sobre la cama de la señorita Kennedy desde que ustedes fueron a tomar la guardia hasta hace muy pocos instantes. El gato llegó allí inmediatamente después de la salida de la señorita Trelawny. La enfermera dice que la señorita Kennedy profiere quejas y murmullos, como si tuviese una pesadilla. Creo que deberíamos llamar al doctor Winchester.

—Hágalo en seguida, por favor —replicó la señorita Trelawny.

Margarita, con el ceño fruncido, miró unos momentos a su padre. Luego, volviéndose a mí, decidida, exclamó:

—¿No cree usted que deberíamos tener un asesoramiento médico acerca de la enfermedad de papá? Desde luego tengo la mayor confianza en el doctor Winchester, pero es muy joven. ¡Dios mío, no sé qué hacer, porque todo esto es terrible!

En ese momento se echó a llorar y yo me esforcé en consolarla.

Al poco rato llegó el doctor Winchester y, en el acto, se ocupó del enfermo pero, al ver que su estado no presentaba novedad alguna, se dirigió a la estancia de la señorita Kennedy. Tras examinarla, apareció en su rostro una mirada esperanzada. Tomó una toalla, humedeció una punta y luego empezó a golpearle en la cara. Se coloreó su piel y la joven se estremeció ligeramente.

Después, el doctor llamó a la otra enfermera y le dijo:

—Ya está casi bien. Despertará, a lo sumo, dentro de pocas horas. Quizá al principio se sienta turbada e inca-paz de fijar la atención en cosa alguna y, tal vez, se mostrará histérica. Pero usted ya sabe qué debe hacer en tales casos.

El doctor volvió a la estancia del señor Trelawny acompañado por nosotros y, en cuanto entramos, la señora Grant y la enfermera se alejaron.

Una vez la puerta estuvo cerrada, el doctor me pidió detalles. Yo le di un relato exacto y detallado, y él me hizo varias preguntas para aclarar los puntos que no le parecían bastante claros.

Cuando terminó la conversación se volvió a mí, diciéndome:

—Observo que tiene usted una herida. Déjeme que la vea.

—No es nada —contesté.

—Sin embargo, es preciso cuidarlo. Un arañazo puede ser, a veces, peligroso. Vale más tomar precauciones.

Me resigné y él, entonces, procedió a una ligera cura;  no sin antes examinar los arañazos con una lupa. Hecho  esto los comparó con los que había en el papel secante, debidos a las garras de Silvio. Inmediatamente, se volvió   aguardar el papel, diciendo:

—Es una lástima que Silvio goce de tanta libertad de movimientos.

Transcurrió la mañana y, a las pocas horas, la señorita Kennedy estaba tan repuesta que pudo sentarse y hablar con la mayor coherencia, pero todavía tenía las ideas algo confusas y no pudo recordar nada de lo ocurrido la noche anterior, después de que se hubo sentado junto a la cama del enfermo.

La señorita Trelawny me manifestó su intención de llamar al señor Marvin, el procurador de su padre, con objeto de que le refiriese las instrucciones de éste. Al asegurarle que, a mi juicio, aquella resolución me parecía acertada, la joven escribió una carta al procurador informándole de lo que ocurría, y rogándole que acudiese a visitarla llevando consigo todos los documentos que pudiesen arrojar alguna luz sobre el particular. Envió la carta, junto con un automóvil para traer al procurador, y seguidamente nos quedamos esperando la llegada de éste.

A pesar de que el señor Marvin tardó menos de una hora en presentarse, el tiempo nos pareció extraordinariamente largo. El señor Marvin se puso al corriente, ante todo, de la enfermedad del señor Trelawny, y, volviéndose a su joven anfitriona, le dijo:

—En cuanto esté usted dispuesta, le daré algunos detalles acerca de los deseos de su padre.

—Cuando usted quiera —contestó la joven.

—No estamos solos —replicó el procurador.

—Con toda intención he rogado al señor Ross que asistiera a esta entrevista —contestó la señorita Trelawny—. Como ya está enterado de todo lo que le he dicho, deseo que conozca algo más.

—Pero, mi querida señorita..., los deseos de su padre... La confianza entre un padre y una hija...

—Esto último no tiene ninguna aplicación en el caso presente —dijo la joven—. Mi padre nunca me comunicó cosa alguna de sus asuntos. Y ahora, en tan tristes circunstancias, tan sólo puedo enterarme de sus deseos por medio de un caballero que me es desconocido y cuya existencia ignoraba antes de leer la carta que me dejó. El señor Ross es un amigo reciente; pero, sin embargo, goza de toda mi confianza y quiero que asista a esta conversación. —La joven hizo una pausa y luego continuó—. Le ruego que no me juzgue descortés por cuanto acabo de decir. Le agradezco mucho su bondad por su pronta llegada y, desde luego, puedo asegurarle que confío por completo en sus consejos y en su buen juicio.

—No debe usted excusarse, señorita. Y, en vista de lo que me ha dicho, por mi parte, no hay inconveniente en que este caballero presencie nuestra reunión. A juzgar por lo que me ha contado de la enfermedad del señor Trelawny, creo que ha llegado el momento de exponerle sus instrucciones. En primer lugar, puedo decirle que su padre quiere ser obedecido en absoluto en todo cuanto consigna en su carta. Mientras viva permanecerá en su propio dormitorio y, en ninguna circunstancia, ni por causa alguna, se habrá de tocar ninguno de los objetos que existen en ella. Incluso tengo en mi poder un inventario de esos objetos que, como digo, no deben ser cambia-dos de lugar.

—¿Podemos ver esta lista? —preguntó la señorita Trelawny.

—No, señorita. A no ser que me vea obligado a actuar en concepto de procurador de su padre. A pesar de eso, le aseguro que estoy dispuesto a hacer cuanto sea preciso en beneficio de usted. Puedo añadir que su padre, en sus actos, tenía un propósito definido, que no me confió, y estoy persuadido de que había meditado muy bien todas las instrucciones que dio. Temo que mis palabras hayan podido causarle a usted una impresión desagradable y lo siento, porque, si es así, no era ésta mi intención. Pero no me queda otra alternativa. Si quiere usted consultarme cualquier punto le prometo acudir a todas las horas, del día o de la noche, en que quiera llamarme.

Dicho esto indicó la dirección de su oficina, de su domicilio particular e incluso de su club y, tras estrechar la mano de la joven y la mía, se despidió cordialmente.

En cuanto hubo salido, llamó la señora Grant a la puerta del dormitorio y apareció luego con tal cara de pesar que la señorita Trelawny le preguntó:

—¿Qué pasa, señora Grant? ¿Qué sucede? ¿Alguna nueva contrariedad?

—Siento decirle, señorita, que todos los criados, menos dos, se han despedido y quieren marcharse hoy mismo. Al parecer, han deliberado entre sí y el mayordomo se ha encargado de comunicarme su decisión. Dice que están dispuestos a no cobrar sus salarios, y aun a pagar sus obligaciones legales, en vez de avisar con tiempo; pero, que, de un modo u otro, quieren marcharse.

—¿Y qué razón dan?

—Ninguna, señorita. Aseguran que lo sienten mucho, pero que no tienen nada que decir. Pregunté a Juana, la doncella principal, que se queda en la casa, y ella me ha dicho, en confianza, que se les ha metido la estúpida idea de que aquí hay duendes.

Aquello era tan cómico que podía haber originado; nuestra hilaridad, pero no fue así. La señorita Trelawny se quedó tan apenada y pálida que me inspiró lástima.  Y yo, muy apurado, no supe qué contestar.         

 

VI. SOSPECHAS

 

La primera en recobrar la serenidad fue la señorita Trelawny, quien, con acento de dignidad, dijo:

—Muy bien, señora Grant, que se vayan. Pagúeles hasta hoy y déles también un mes de gratificación. Hasta ahora han sido buenos servidores y la causa de su marcha, realmente, no es vulgar. No podemos esperar mayor fidelidad de quien está atormentado por el miedo. Los que se queden gozarán, en lo venidero, de doble sueldo, y en cuanto yo se lo pida, cuide usted de enviarlo aquí.

La señora Grant se indignó al oír aquellas generosas disposiciones:

—¡No merecen eso, señorita! No deberían marcharse de esta casa después del trato que se les ha dado. Nunca en mi vida vi a unos criados mejor tratados, ni a un ama más buena y generosa que usted. Y ahora, cuando los señores están pasando un disgusto terrible, se marchan dejándoles abandonados.  La señorita Trelawny la calmó lo mejor que pudo y el ama de llaves salió para, al rato, volver a preguntar a su ama si querría tomar nuevos criados, o, por lo menos,  intentarlo.

—Creo, señora Grant —contestó Margarita— que lo ideal sería arreglárnoslas lo mejor posible con los que nos quedan. Mientras mi padre siga enfermo no recibiremos visitas, de modo que sólo tendrán que servimos a tres. Y si los criados que continúan en la casa no son suficientes, emplearemos a algunos temporeros. Y tenga en cuenta que todos los criados que usted contrate recibirán el mismo sueldo que los que se queden. Y usted, desde luego, señora Grant, aunque no la considero como criada, también recibirá doble salario.

La señora Grant se quedó tan confusa y agradecida que no supo qué contestar.

Al poco rato, la señorita Trelawny hizo llamar a los criados que seguían fieles a la casa, y yo, creyendo mejor que los recibiese a solas, salí de la estancia.

Durante la misma tarde tuve una entrevista mucho más desagradable. El sargento Daw se presentó en el estudio donde yo me hallaba y, después de cerrar cuidadosamente la puerta y mirar a su alrededor para cercionarse de que estábamos solos, se acercó a mí.

—¿Qué ocurre? —pregunté—. Ya veo que quiere hablarme en privado.

—En efecto. ¿Me permite que sea franco?

—¡Naturalmente! Siempre y cuando ello pueda redundar en beneficio del señor Trelawny o de su hija. Estoy persuadido de que tanto usted como yo tenemos el deseo, de hacer cuanto podamos en su ayuda.              

—Como es natural, señor Ross, yo he de cumplir con mi deber, y al conocerme, ya sabe que lo haré sin vacilar. Mi profesión es la de detective y tengo la obligación de  descubrir todos los entresijos de cualquier caso que me  encarguen, sin miedo ni predilección por nadie.       

—Todo eso ya lo sé, señor Daw —contesté—, por  consiguiente, puede hablarme con entera franqueza y,  por mi parte, le prometo la mayor discreción.        

—Muchas gracias, señor; y creo que, en efecto, nuestra conversación no llegará a oídos de nadie más, sin exceptuar a la señorita Trelawny. —Hice un gesto de asentimiento y el sargento añadió—: He estado examinando este caso con una intensidad tal que ha habido momentos en que me sentía casi mareado, y lo peor es que no he logrado todavía imaginarme una solución, por disparatada que fuese. Ahora bien, tenga usted en cuenta que, en cada una de las agresiones cometidas contra el señor Trelawny, nadie ha penetrado en la casa y, al parecer, tampoco ha salido nadie de ella. ¿Qué deduce usted de eso?

—Pues que el autor, sea persona o cosa —respondí—, estaba ya en la casa.

—Precisamente —replicó el detective, dando un suspiro de alivio.— ¿Y quién podría ser ese alguien?

—Yo dije alguien o algo —objeté.

—Vamos a suponer que se trata de «alguien», señor Ross. Ese gato, aun cuando podamos considerarlo capaz de arañar o morder, nunca podría sacar al pobre caballero de la cama ni hacer lo posible por quitarle la pulsera que contiene la llave. Tales cosas podrán aparecer en los libros detectivescos. Allí, los policías lo saben todo antes de que ocurra y sus teorías concuerdan perfectamente como las piezas de un rompecabezas; pero, en Scotland Yard, donde no todo el mundo es tonto, opinamos que, cuando se comete un crimen o se intenta cometerlo, el autor o los autores son personas y no cosas.

—Bien, pues suponga que se trate de alguien —dije yo.

—¿No le ha llamado la atención, señor, el que, tras cada una de las agresiones al señor Trelawny, consumadas o frustradas, hubiera una persona que fuera la primera en acudir y en pedir socorro?

—Vamos a ver. Según creo, la señorita Trelawny pidió socorro la primera vez. Yo estaba dormido cuando se cometió la segunda agresión y lo mismo puede decirse de la señorita Kennedy. Cuando desperté había mucha gen-te en la habitación, y usted era uno de ellos. Tengo entendido que, también entonces, la señorita Trelawny acudió primero que usted. Y, en la última ocasión, yo me encontraba en el dormitorio cuando la señorita Trelawny se desmayó. La saqué de la estancia y volví. Por consiguiente, fui el primero en entrar después de cometido el hecho, y creo que usted me seguía de cerca.

—La señorita Trelawny estaba presente o fue la primera en acudir al dormitorio en las tres ocasiones —dijo el sargento, después de breve reflexión—. Y, únicamente en el primero y en el segundo caso, recibió algún daño el señor Trelawny.

Aquella teoría tenía un valor que yo, como abogado, no podía ignorar.

—Quiere usted decir —repliqué—, que en las únicas ocasiones en que realmente se hizo algún daño al señor Trelawny, su hija fue la primera en descubrirlo y esto le hace suponer que ella es la autora o que, por lo menos, está relacionada de algún modo, no sólo con su descubrimiento, sino también con la agresión...

—No me he atrevido a expresarme con tanta claridad, pero no hay duda de que mis suposiciones habrían de conducimos a eso.

El sargento y yo nos quedamos callados y, en mi mente, empezó a asomar el miedo. No porque dudase de la señorita Trelawny, ni de ninguno de sus actos, sino de que éstos pudieran ser mal interpretados. Era evidente que había algún misterio en la casa y, si no se hallaba la solución, las dudas recaerían sobre alguien. En tales casos, la mayoría de la gente suele seguir la línea que ofrece menos resistencia y, si pudiera probarse que de la muerte del señor Trelawny resultaría algún beneficio personal para alguien, seria ya difícil demostrar la inocencia de esa persona. Por consiguiente, resolví ayudar en lo que pudiese a la señorita Trelawny oyendo sus explicaciones y esforzándome en comprenderlas. Y, cuan-do llegase el momento de discutir las distintas teorías formadas, yo haría uso de todas mis armas para defenderla.

  —Me consta que usted cumplirá con su deber —dije—, y que no le contendrá ningún temor. ¿Qué camino piensa seguir?

  —Lo ignoro todavía —contestó el sargento—. Tenga usted en cuenta que, hasta ahora, ni siquiera tengo una sospecha definida. Si alguien me dijese que esa delicada señorita ha intervenido en este asunto, yo lo consideraría loco. Pero, sin embargo, he de seguir y tener en cuenta mis conclusiones. Sé muy bien que, muchas veces, se ha demostrado la culpabilidad de algunas personas en cuya inocencia todo el mundo creía. Ni por todo el oro del mundo sería yo capaz de hacer el menor daño a esa señorita, por tanto puede usted tener la certeza de que no pronunciaré una sola palabra capaz de inclinar a alguien a acusarla. Por esto le hablo a usted con toda reserva del asunto y de hombre a hombre. Por su carrera tiene usted habilidad en hallar y en confirmar las pruebas; la mía consiste en averiguar los hechos. Conoce usted a la señorita Trelawny mucho mejor que yo. Y, a pesar de que hago guardia en tomo a la habitación del enfermo y circulo a mi antojo por la casa, no tengo tantas oportunidades como usted para conocer a esa señorita y cuantos detalles se relacionen con su persona o con cualquier otra cosa que pudiera darme una buena pista para descubrir todos sus actos. Si yo tratase de adquirir esos datos directamente de ella, suscitaría sus sospechas y, en el caso de que fuese culpable, perdería la posibilidad de obtener la prueba decisiva, pues no le costaría mucho encontrar un medio de impedir el descubrimiento. Pero, si es inocente, como deseo y creo, haría muy mal acusándola. He reflexionado mucho acerca del asunto antes de hablar con usted, y puedo añadir que ya me arrepiento de haberme tomado esta libertad.

—De ningún modo, Daw —contesté cordialmente al darme cuenta del valor y la honradez de aquel hombre, que, sin embargo, tenía toda clase de miramientos hacia una persona como la señorita Trelawny—. Me alegro de que me haya usted hablado con toda franqueza. Los dos necesitamos averiguar la verdad y este caso es tan raro que, en definitiva, quizá sólo consigamos descubrir la dirección en que se halle escondida dicha verdad.

En aquel momento, se abrió la puerta y entró en la estancia la señorita Trelawny. Al vernos, se apresuró a decir:

—¡Oh dispensen! Ignoraba que estuviesen aquí.

—No se retire —rogué—. El sargento Daw y yo nos hemos limitado a pasar revista a los hechos.

Mientras ella titubeaba apareció la señora Grant, diciendo:

—Acaba de llegar el doctor Winchester, señorita, y pregunta por usted.

Yo obedecí a la mirada de la joven y, juntos, salimos de la habitación.

Una vez el doctor hubo examinado al paciente, nos dijo que, al parecer, no se había producido ningún cambio. Añadió que, a pesar de todo, le gustaría, si fuera posible, permanecer aquella noche en la casa. La señorita Trelawny se alegró y, en el acto, hizo llamar a la señora Grant para ordenarle que hiciese preparar una habitación para el doctor.

Más tarde, cuando éste y yo nos encontramos solos, me dijo:

—He dispuesto lo necesario para pasar aquí la noche, por la sencilla razón de que quiero charlar un rato con usted. Desde luego, con la mayor reserva, y me parece que la mejor manera de no despertar sospechas sería ir a fumar un cigarro, por la noche, mientras la señorita Trelawny esté de guardia junto a su padre.

Transcurrió el día sin incidente alguno. La señorita Trelawny durmió por la tarde y, después de cenar, fue a relevar a la enfermera. La señora Grant marchó con ella y el sargento seguía de guardia en el corredor. El doctor Winchester y yo fuimos a tomar el café a la biblioteca y, al encender los cigarros, empezó a decir:

—Ahora que estamos solos, quiero hablar con usted confidencialmente. Este caso es más que suficiente para poner a prueba nuestras facultades mentales. Cuanto más pienso en ello, mayor es mi temor de volverme loco. Y las dos líneas que se cruzan en mi mente, y que se refuerzan por momentos, parecen empujarme con gran fuerza en direcciones opuestas.

—¿Cuáles son esas dos líneas? —El doctor me miró un momento antes de contestar.

—Pues va usted a saberlo. Son los Hechos y la Fantasía. En la primera todo el asunto: ataques, tentativas de robo y asesinato, estupefacientes, catalepsia organizada —que indica, o bien el hipnotismo criminal y la sugestión mental, o una forma más sencilla de envenenamiento aún no clasificada en nuestra lexicología— y, en la otra línea, hay una influencia que no está registrada en ninguno de los libros que conozco, aunque sí tal vez en las páginas de una tragedia. Nunca creí tan verdaderas las palabras de Hamlet: «Hay en el cielo y en la tierra muchas más cosas de las que sueña vuestra filosofía». Por ejemplo, examinemos los Hechos. Aquí tenemos a un hombre en su casa, entre los individuos de su familia y su servidumbre. De esta última forman parte numerosos criados de distintos temperamentos, lo cual excluye la posibilidad de que se haya podido organizar únicamente una agresión en las habitaciones de los sirvientes. Ese hombre es rico, instruido, inteligente, de voluntad de hierro y propósito decidido. Su hija, su única hija, según tengo entendido, es una joven encantadora y lúcida que duerme en la habitación adyacente a la de su padre. Al parecer, no hay ninguna razón que haga temer un ataque o una agresión de ninguna clase, y tampoco hay ninguna oportunidad razonable para que lo pueda llevar a cabo un individuo que no pertenezca a la casa. Sin embargo, se produce el ataque, brutal y cruel, y en plena noche. Se descubre rápidamente, con una celeridad que, en los casos criminales, no siempre resulta accidental, sino precipitada. El autor o autores de la agresión son manifiestamente estorbados antes de que lleven a cabo su trabajo, cual-quiera que éste pueda ser. Sin embargo, no hay ninguna señal de que hayan huido; ninguna huella ni el menor desorden en parte alguna; no se encuentran ni puertas ni ventanas abiertas. No se oye ningún ruido. En una palabra, no hay nada que pueda demostrar quién ha cometido el delito y ni siquiera que éste haya tenido lugar, a excepción de la víctima y del estado en que se halla.

«A la noche siguiente hay otra agresión, a pesar de que la casa está llena de personas en vela, con el dormitorio vigilado por un detective, una enfermera, un amigo de la hija de la casa y por esta última. La enfermera queda sumida en un estado cataléptico y el amigo, aunque protegido por una mascarilla, se duerme profundamente. E incluso el detective se ve influenciado por una fase tal de sopor que dispara su revólver en la habitación del enfermo y ni siquiera puede decir contra qué apuntó. La mascarilla de usted es la única cosa que parece relacionarse con el aspecto real del asunto. El hecho de que usted no perdiese la cabeza, como les ocurrió a los demás, y la circunstancia de que el efecto experimentado por cada uno estuviese en proporción con la cantidad de tiempo que permaneció en la estancia, indica la posibilidad de que el medio soporífero no fuera hipnótico, sino de otra naturaleza ignorada; pero aquí se presenta un hecho contradictorio. La señorita Trelawny, que estuvo en la habitación durante más tiempo que ustedes, porque entró y salió continuamente y, además, cumplió su cometido en la guardia del paciente, no pareció quedar afecta-da. Eso demuestra que la influencia, cualquiera que sea, no afecta a todos de un modo general, a no ser que ella estuviese, de un modo u otro, protegida. Si resultase que alguna extraña exhalación de uno de esos objetos egipcios fuera la autora de lo ocurrido, entonces toparíamos ante el hecho de que, el señor Trelawny, que ha permanecido más que nadie en la estancia e incluso puede decirse que pasó la mitad de su vida en ella, es el que está más afectado por esa influencia. Pero ¿cuál será la causa que puede producir tan distintos y contradictorios efectos? Lo cierto es que, cuanto más pienso en este problema, más maravillado estoy. Y, aun en el caso de que el ataque físico sufrido por el señor Trelawny hubiese sido realiza-do por algún habitante de la casa, aunque no se halle en la esfera de los sospechosos, la extrañeza de este estupefaciente continuaría siendo un misterio. No es tan fácil como parece sumir a alguien en la catalepsia y puedo asegurar que la ciencia no conoce ningún medio de lograrlo a voluntad. Lo más curioso del asunto es la señorita Trelawny, quien, al parecer, no está sujeta a ninguna de esas influencias, pues lo único que sufrió fue un leve desmayo. Es muy extraño.

Yo le escuché desalentado, porque, si bien sus palabras no manifestaron ninguna desconfianza, los argumentos que expuso eran perturbadores, y pese a no manifestar tan claramente sus sospechas como el detective, pareció querer indicar a la señorita Trelawny como una persona distinta de las demás. Y, cuando hay un misterio, el estar separado de los otros equivale a ser objeto de las sospechas de un modo más o menos inmediato. Me pareció preferible no contestar, porque, en tales casos, el silencio es oro. El doctor Winchester, por su parte, no pareció esperar ninguna respuesta, cosa que me complació. Hizo una pausa, con la barbilla apoyada en la mano y los ojos fijos en un punto vago, mientras fruncía las cejas. Apenas sostenía el cigarro entre sus dedos, cual si lo hubiese olvidado. Y, con voz monótona, como si continuara sin haber interrumpido su argumento, añadió:

—El otro aspecto del dilema es algo distinto por completo, y si alguna vez nos decantamos por él, será preciso no acordamos más de todo cuanto tenga una forma cien-tífica o sea hijo de la experiencia. Confieso que me fascina y, a veces, llego a preguntarme si la influencia o emanación que, al parecer, existe en el cuarto del enfermo, me afectará también a mí como a los demás..., como, por ejemplo, al detective. Puede tratarse de alguna substancia química en forma de vapor cuyos efectos quizá se acumulen. Pero ¿qué substancia puede ser ésa? Me consta que la habitación está saturada del olor de las momias pero... En fin, mañana voy a hacer una prueba con Silvio. He descubierto un gato momificado que me entregarán mañana por la mañana y, una vez lo tengamos aquí, descubriremos si un instinto racial puede sobrevivir a unos cuantos millares de años pasados en la tumba. Pero, volviendo al asunto de que tratábamos, esos olores de las momias se deben a una serie de substancias que los sacerdotes egipcios, sabios y científicos de su época, hallaron gracias a la experiencia de muchos siglos y merced a las cuales podían detener las fuerzas naturales de la descomposición. Es posible, pues, que exista allí alguna substancia o combinación de ellas muy rara, cuyas cualidades no sean comprendidas en esta época, posterior y más prosaica. Me gustaría saber si el señor Trelawny tiene conocimiento o sospecha de tal cosa. Pero me consta que no se podía hallar una atmósfera peor para el cuarto de un enfermo. Las instrucciones del señor Trelawny a su hija demuestran que él ya sospechaba algo. Parece como si temiese que le ocurriera alguna cosa. Quizá podamos averiguar más detalles acerca del asunto e incluso es posible que, entre sus papeles, se haga alguna alusión a ello. Por otra parte, el estado del señor Trelawny no ha de continuar igual de un modo indefinido; y, si aquí sucediese algo, sería preciso hacer una encuesta, en cuyo caso se haría un examen detallado de todo. En la actualidad, el testimonio de la policía demostraría una repetida tentativa de asesinato, y como no hay ningún motivo plausible, sería necesario buscarlo. —Guardó silencio, después de haber pronunciado las últimas palabras en voz más baja.

—¿Sospecha usted de alguien? —pregunté, mientras él se sobresaltaba al oírme.

—¿Que si sospecho de alguien? Supongo que querrá usted decir si recelo de algo. No hay duda de que sospecho alguna influencia, pero, por ahora, nada más. Más adelante, en cuanto tengamos más datos, quizá, pero, por el momento...

Se detuvo en seco y miró a la puerta, al oír el leve ruido del pomo que empezaba a girar. Tuve una extraña aprensión y recordé que, por la mañana, mientras hablaba con el detective, se originó una interrupción. Se abrió la puerta y entró la señorita Trelawny. Al vemos, retrocedió ruborizada. Hubo una pausa, violenta para todos, y luego exclamó:

—Dispénsenme, pero no sabía que estaban ustedes conversando. Le buscaba a usted, doctor Winchester, para preguntarle si, aprovechando su presencia, puedo acostarme esta noche. Me siento tan fatigada que ya no puedo más. Además, hoy no será útil mi presencia.

—Con mucho gusto. Acuéstese en seguida y duerma bien —dijo el doctor Winchester—. Se lo merece. Y me alegra que me lo haya preguntado, pues temía verme obligado a cuidarla como enferma.

La joven dio un suspiro de alivio y de su rostro desapareció la expresión de cansancio. Y nunca olvidaré la mirada vehemente que me dirigió con sus negros ojos.

—Usted me hará el favor de vigilar esta noche a papá en compañía del doctor Winchester, ¿verdad? Estoy tan preocupada por él que cada momento me trae nuevos temores y, si no fuese a descansar, me volvería loca. Esta noche cambiaré de habitación, porque, de lo contrario, cada uno de los ruidos que oyese en el dormitorio de papá me daría un susto. De todos modos, si ocurre algo, haga el favor de llamarme. Dormiré en la alcoba contigua al hall. Ocupaba ya esas habitaciones cuando vine a vivir con papá. Dormiré mejor y, tal vez, durante algunas horas, podré olvidar. Mañana ya estaré repuesta. Buenas noches.

En cuanto cerré la puerta a su espalda y volví a la mesita en que me sentaba con el doctor, éste me dijo:

—La pobre niña está exhausta, me alegro de que esta noche se entregue al descanso. Así, mañana ya se encontrará bien. Su sistema nervioso está excitadísimo. ¿Se ha fijado usted en lo alterada que estaba y en como se sonrojó al ver que charlábamos? Un suceso ordinario, en su propia casa y con sus invitados, no debería perturbarla de tal modo.

Me disponía a darle una explicación en su defensa, pero recordé que su entrada había sido una repetición de la de la mañana, cuando yo hablaba con el detective y, entonces, me callé.

Nos pusimos en pie para dirigimos al cuarto del enfermo- pero, mientras andábamos a lo largo del corredor, débilmente iluminado, yo no podía olvidar que ella me había interrumpido en las dos ocasiones en que se trataba el mismo tema. Sin duda alguna, existía una extraña concatenación de incidentes, entre cuyos eslabones estábamos todos cogidos.

 

 

VII. LA PÉRDIDA DEL VIAJERO

 

Aquella noche todo marchó perfectamente. Como sabíamos que la señorita Trelawny no estaba de guardia, el doctor y yo redoblamos nuestra vigilancia. Las enfermeras y la señora Grant estaban, también, en vela, y los detectives hacían su acostumbrada visita cada cuarto de hora. Durante la noche, el paciente continuó en su estado de sopor, tenía un aspecto muy sano y su pecho se elevaba y descendía con la fácil respiración de un niño. Pero ni siquiera se movió, de modo que, a no ser por su respiración, hubiera podido parecer una estatua.

El doctor Winchester y yo llevábamos nuestras mascarillas y, aunque resultaban molestas en aquella noche calurosa, no nos atrevimos a quitárnoslas. Entre la medianoche y las tres de la madrugada volví a experimentar aquella extraña sensación a la que ya empezaba a estar acostumbrado; pero, el amanecer trajo el alivio a toda la casa, pues se podía respirar con mayor facilidad. Duran-te la noche mi oído atendió a todos los sonidos, por leves que fuesen, y excitaba mi deseo de vigilar. Seguramente, todos los demás sintieron lo mismo que yo, pero, sin embargo, al amanecer cesó toda aquella inquietud y la casa entera se dedicó al descanso. El doctor Winchester se fue a su casa, cuando la nueva enfermera vino a substituirle. Parecía que hubiera tenido un desengaño al no haber ocurrido nada extraordinario durante la guardia nocturna.

A las ocho de la mañana la señorita Trelawny se reunió con nosotros y me asombró comprobar lo bien que le había sentado el sueño. Estaba radiante como la primera vez que la vi. En sus mejillas aparecía un débil tinte rosado, aunque todo su rostro seguía muy pálido. El descanso pareció haber aumentado la ternura con que cuidaba a su padre. Yo estaba cansado por mi larga vigilia y, puesto que ella estaba ya de guardia, me dirigí a mi dormitorio, parpadeando, deslumbrado ante la luz del día.

Dormí largas horas y, después del almuerzo, me disponía a ir a mi casa cuando noté que en la puerta del hall había un visitante inoportuno. El criado de servicio se llamaba Morris, y, anteriormente, había ejercido en la casa diversos oficios; pero, desde la partida de la mayor parte de la servidumbre, ascendió al rango de mayordomo interino. El desconocido hablaba en voz bastante alta, de modo que no era difícil oír sus quejas. El servidor se mostraba respetuoso en su actitud y en sus palabras, pero se mantenía ante la gran puerta de dos hojas para que el otro no pudiese entrar. Las primeras frases que oí del visitante explicaban muy bien la situación:

—Eso está muy bien, pero le aseguro que tengo la necesidad de ver al señor Trelawny. Es inútil que me diga que no es posible, porque no hay más remedio. No ha hecho usted más que aplazar las horas de mis visitas. Vine a las nueve y me dijo que no se había levantado aún y que, como no se encontraba muy bien, convenía no despertarlo. Volví a las doce y entonces me dijo que todavía permanecía en cama. Rogué que me dejase usted ver a algún individuo de la familia y entonces me contestó que la señorita Trelawny también dormía. Y ahora, vuelvo a las tres, y me repite que el señor Trelawny sigue descansando y no se ha despertado. ¿Dónde está la señorita? Pues resulta que está ocupada y no se la puede molestar. Es preciso que la moleste. Vengo aquí por encargo especial del señor Trelawny, y llego de un lugar en donde todos los criados tienen la costumbre de empezar diciendo que no. Pero yo no me contento con una negativa. Estoy ya harto de recibirlas durante tres años, de esperar ante numerosas puertas y tiendas de campaña, de modo que más difícil resultaba entrar en ellas que llegar a la tumba. Y, cuando se había conseguido la admisión, los hombres que ocupaban el interior de aquellas tiendas, más parecían muertos que vivos. Le digo a usted que ya estoy harto. Y, al llegar a mi patria, me veo cerrada del mismo modo la puerta del hombre por quien he trabajado, y recibo las mismas respuestas que en los lugares en que he vivido. ¿Acaso el señor Trelawny ha dado orden de que no me vería en cuanto yo llegase?

Hizo una pausa y se limpió el sudor de la frente, mientras el servidor, con el mayor respeto, replicó:

—Lo siento muchísimo, señor, si, en el cumplimiento de mi deber, he podido molestarle u ofenderle. Pero he recibido órdenes y me veo obligado a obedecerlas. Si quiere usted dejar algún recado yo se lo entregaré a la señorita Trelawny. Y, si me deja usted sus señas, ella podrá comunicarse con usted si lo desea.

—Tenga en cuenta, amigo, que no le echo a usted la culpa de nada y siento si mis palabras han podido parecerle desagradables —contestó el desconocido.— A pesar de mi cólera quiero ser justo. Pero es muy irritante para un hombre verse en esta situación. Mi asunto es muy urgente, no puedo perder un solo minuto. Y, sin embargo, aquí me veo impaciente y sin poder hacer nada por espacio de seis horas; sabiendo que su amo se encolerizará cien veces más que yo cuando se entere del tiempo que he perdido. Más preferiría que le despertasen de mil sueños, que no verme en este momento..., antes de que sea demasiado tarde. ¡Dios mío, es espantoso que, después de lo que he pasado, vea todo mi trabajo estropeado por una orden estúpida! ¿No hay en la casa nadie que tenga sentido común o que, por lo menos, posea alguna autoridad? Estoy seguro de que pronto le convencería de la necesidad de despertar a su amo, aunque haga compañía a los siete durmientes...

Era indudable la sinceridad de aquel hombre, así como también la urgencia e importancia de su propósito. Di un paso adelante y exclamé:

—Morris, valdría más que avisara a la señorita Trelawny de que este caballero quiere verla. Y, si está ocupada, procure que se lo diga la señora Grant.

—Muy bien, señor —contestó el criado dando un suspiro de alivio y echando a correr.

Yo hice pasar al desconocido al pequeño saloncito que había en el lado opuesto al hall y, mientras tanto, me preguntó:

—¿Es usted el secretario?

—No. Soy un amigo de la señorita Trelawny y me llamo Ross.

—Muchísimas gracias, señor Ross, por su bondad —dijo—. Yo me llamo Corbeck. Le daría a usted mi tarjeta, pero no se usan en el país de donde procedo. Y, si hubiese llevado alguna, supongo que también me la habrían robado anoche.

Se detuvo en seco al darse cuenta de que había hablado demasiado. Ambos nos quedamos en silencio y, mientras aguardábamos, me fijé en él. Era un hombre de baja estatura, grueso y fornido, moreno como un grano de café. Posiblemente, su constitución le inclinaba a la gordura, pero estaba flaco. Las profundas arrugas de su rostro y de su cuello no se debían tan sólo al tiempo y a la vida al aire libre, sino que se advertía en ellas las señales inconfundibles de la desaparición de la carne y de la grasa, dejando suelta la piel. El cuello era una confusión espantosa de arrugas y estaba tostado por el sol del desierto. El lejano oriente, el trópico y el desierto, cada uno tiene su color especial y el ojo práctico puede distinguirlo. Uno tiene una palidez oscura; el otro y el tercero muestran la piel quemada. El señor Corbeck tenía una cabeza muy grande, maciza y llena, el cabello revuelto y de color castaño rojizo, aunque en las sienes era cano. La frente era muy bonita, alta y ancha y, para usar de los términos fisionómicos, el seno frontal estaba muy bien marcado. Su aspecto demostraba que aquel hombre era capaz de raciocinio y la prominencia que había sobre los ojos indicaba su don de lenguas. Tenia la nariz corta y ancha que revela energía, la barbilla cuadrada a pesar de que no iba bien afeitado, y su mandíbula poderosa evidenciaba gran resolución.

—Es, sin duda, un hombre del desierto —pensé.

La señorita Trelawny se presentó en seguida y, en cuanto la vio, el señor Corbeck pareció sorprendido. Empezó a hablar sin quitarle los ojos de encima y yo me prometí averiguar la causa de su sorpresa. La joven empezó disculpándose:

—Desde luego, si mi padre hubiese estado bien, no se hubiera visto usted obligado a esperar. Ahora ¿tendrá la bondad de decirme en qué consiste este asunto tan urgente? —Y, en vista de la mirada del señor Corbeck, añadió— puede usted hablar libremente en presencia del señor Ross, porque goza de toda mi confianza. Sin duda, no sabe usted todavía cuan grave es el estado de mi padre. Hace ya tres días que está sin sentido y, como puede comprender, eso me preocupa mucho. Por desgracia, sé muy poco de mi padre y de su vida, porque apenas hace un año que vivo con él. Tampoco tengo noticias de sus asuntos, o de quién es usted y cuál es su relación con mi padre.

—Me llamo Eugenio Corbeck —contestó el recién llegado—. Soy bachiller, doctor en letras, por Oxford; doctor en Ciencias y en Filología, por la Universidad de Londres, doctor en Filosofía por Berlín; doctor en Lenguas Orientales, por París. Tengo otros muchos títulos honorarios y efectivos, pero no quiero molestarla enumerándolos. Los que he citado ya bastan para demostrarle que tengo los diplomas suficientes para poder penetrar incluso en la habitación de un enfermo. En los primeros años de mi vida y, por suerte para mis placeres e intereses, aunque por desgracia para mi bolsillo, me dediqué a la egiptología. Sin duda debió de morderme algún pode-oso escarabajo, porque esa manía me cogió de firme. Salí a buscar tumbas y, más o menos, me arreglé para vivir y aprender algunas cosas que no están en los libros. Me hallaba, sin embargo, en muy mala situación cuando encontré a su padre realizando algunas exploraciones por su cuenta y, desde entonces, he tenido satisfechos todos mis ideales. Es un buen patrón y un excelente protector de las artes. Ningún egiptólogo loco podría desear algo mejor.

Hablaba con gran vehemencia y yo me alegré de que la señorita Trelawny se ruborizara de placer al oír las alabanzas a su padre. También noté que el señor Corbeck ya no parecía tener tanta prisa. Quizá quería estudiar el terreno que pisaba y es posible que deliberase consigo mismo acerca de si debía confiar o no en dos desconocidos. Cuando continuó pude notar que se había resuelto ya y comprendí que, efectivamente, habíamos conquistado su confianza.

—Varias veces he realizado expediciones a Egipto para su padre y siempre me ha parecido muy agradable trabajar a su servicio. Muchos de sus tesoros, y puedo asegurarle que tiene algunos muy raros, los ha obtenido gracias a mí; ya sea gracias a mis exploradores, o bien comprándolos... o... de otro modo. Su padre, señorita Trelawny, tiene grandes conocimientos. Algunas veces decide que le gustaría poseer tal o cual cosa, de cuya existencia está mejor o peor enterado; y, entonces, es capaz de recorrer el mundo para obtenerla. Precisamente, ahora vuelvo de una de esas cacerías.

Se calló de pronto y, mientras tanto, nosotros aguardamos a que reanudase sus palabras. En cuanto volvió a hablar, lo hizo con una precaución nada comente en él, como si tratase de evitar nuestras preguntas:

—No tengo permiso para mencionar cosa alguna acerca de mi misión y no puedo indicar dónde la realicé, qué buscaba o algún otro detalle que se le relacione. Todo eso será objeto de una conversación confidencial entre el señor Trelawny y yo, pues él me ha recomendado un absoluto silencio.

Hizo una pausa, al parecer muy apurado, y continuó,  diciendo:   —¿Está usted segura, señorita Trelawny, de que su papá no podrá recibirme hoy? La joven manifestó cierta extrañeza y luego, resuelta, contestó:

 —Venga a verlo por sí mismo.

Y se dirigió al dormitorio de su padre, seguida por nosotros dos. El señor Corbeck entró en la habitación del enfermo como si ya la conociese. Dirigió una mirada circular y, al instante, su atención se concentró en la cama. Yo lo observé atentamente, pues creí adivinar que de aquel hombre dependía gran parte de la resolución del misterio. Desde luego no dudaba de él, porque parecía sincera-mente honrado. En su rostro apareció una mirada de infinita compasión al ver a su amigo en un estado insensible. La severidad del semblante del señor Trelawny no había desaparecido durante el sueño. El señor Corbeck asumió una adusta expresión y, después, al parecer, se decidió. Nos miró a todos y sus ojos, al fijarse en la señorita Kennedy, manifestaron cierta extrañeza. La enfermera, comprendiendo la insinuación, se apresuró a salir de la estancia y el visitante, volviéndose a mí y a la hija de su amigo, nos dijo:

—Cuéntemelo todo. Cómo empezó y cuándo.

Nosotros le relatamos lo sucedido y, al contarle la visita del señor Marvin, su rostro se alivió un poco. Cuando seguí dando detalles, exclamó:

—¡Perfectamente! Ahora ya sé cuál es mi deber.

—¿Qué quiere usted decir? —pregunté.

—Trelawny sabe perfectamente lo que hace. En todos sus actos hay un propósito definido y es preciso que nosotros no le pongamos impedimentos. Indudablemente temía algo y se protegió de todos los modos posibles.

—En eso se equivoca —dije yo—. Sin duda en su proyecto había algún factor débil; porque, de lo contrario, no estaría como ahora.

—La cosa no ha terminado aún —replicó Corbeck—, pero Trelawny debía de esperar esto también o, por lo menos, la posibilidad de que sucediese.

—¿Sabe usted lo que él esperaba o temía y por qué motivo? —preguntó la señorita Trelawny.

—No, no sé nada de eso —contestó Corbeck—. Pero me parece adivinar...

—¿Qué? —preguntó, ansiosa, la señorita Trelawny.

—Créame cuando le diga que haría todo lo posible por calmar su ansiedad, pero me lo impide el cumplimiento de mi deber.

—¿Cuál?

—¡Silencio!

Y, después de haber pronunciado esta palabra, cerró la boca.

Permanecimos un buen rato callados y, al fin, habló la señorita Trelawny:

—¿Y cuál era el asunto urgentísimo que tenía que tratar con mi padre?

—¡Dios mío! —exclamó el señor Corbeck levantando su mano, que tenía apoyada en el respaldo de una silla, para golpearla con la mayor fuerza—. Ya me olvidaba. ¡Qué pérdida! Y precisamente ahora. En el momento del éxito. Él, tendido ahí, sin poder hacer nada y yo con la lengua atada. Ni siquiera puedo levantar una mano en mi ignorancia de sus deseos.

—¿Qué pasa? Díganoslo. No sabe usted cuánto me preocupa mi querido padre. ¿Ocurre algo nuevo? ¡Oh, espero que no! Pero me alarmó oírle hablar así. ¿Puede usted decir algo que alivie mi intranquilidad?

—No puedo, señorita. Es su secreto —dijo, señalando la cama—. Yo he venido en busca de consejo y ayuda, pero le encuentro sin sentido y el tiempo se escapa. Pronto será demasiado tarde.

—Pero ¿para qué? —inquirió la señorita Trelawny con extraordinaria impaciencia—. Hable, diga algo. Todos estos misterios me están matando.

—No puedo darle ningún detalle —replicó el señor Corbeck—. La misión en que empleé tres años alcanzó el éxito. Encontré todo lo que buscaba. Lo traje conmigo. Eran tesoros inapreciables, y más para él, pues, fue por su deseo y de acuerdo con sus instrucciones, que fui a buscarlo. Ayer llegué a Londres y, al despertarme esta mañana, mis tesoros habían sido robados de un modo misterioso... Nadie en Londres sabia de mi llegada. Nadie más que yo conocía el contenido de mi maletín. Mi habitación no tenía más que una puerta cerrada y atrancada. Se hallaba en un piso alto de la casa, el quinto, para ser exactos, de modo que no era posible entrar por la ventana. Aparte, yo la cerré perfectamente y esta mañana vi que el pestillo no había sido tocado. Sin embargo, mi maletín estaba vacío. Habían desaparecido las lámparas... en fin, ya lo dije. Fui a Egipto en busca de una colección de lámparas antiguas que el señor Trelawny quería conseguir. A costa de muchos trabajos e infinitos peligros conseguí hallar la pista de cada una y las traje aquí... y ahora...

Volvió la cabeza, muy conmovido, al tiempo que la señorita Trelawny le apoyaba la mano sobre su brazo.

—Es preciso obrar inmediatamente —dijo—. Hemos de llevar a cabo los deseos de mi padre, en caso de que nos sea posible. Usted, señor Ross, es abogado. Tenemos en la casa a uno de los mejores detectives de Londres. Seguramente podremos hacer algo. Empecemos enseguida.

—Muy bien —dijo el señor Corbeck—. Es usted digna hija de su padre.

Por mi parte me dirigí a la puerta con el deseo de traer  al sargento Daw, pero, en aquel instante, el señor Corbeck me llamó.

—Un momento —dijo—, antes de que introduzcamos a otra persona en la escena. Es preciso que no sepa lo que usted ya conoce, es decir, que las lámparas fueron objeto de una prolongada, difícil y peligrosa búsqueda. Todo cuanto puedo decirle es que me han robado unos objetos de mi propiedad. Le describiré alguna de las lámparas, especialmente una, porque es de oro. Lo que más temo es que el ladrón, ignorante de su valor histórico, la haga fundir para ocultar su crimen. Con gusto pagaría mil veces su valor intrínseco, antes que verla destruida. Sólo le diré lo imprescindible. Por consiguiente, permítame que yo me encargue de responder a sus preguntas a no ser que, taxativamente, les pida su auxilio.

—Para guardar la discreción debida —observé yo— más valdría encargar este asunto a un detective con carácter particular, pues si se enteran en Scotland Yard el secreto será imposible. Antes de llamarlo, sondearé al detective. Si no les advierto a ustedes nada, querrá decir que está dispuesto a encargarse particularmente del asunto.

—El secreto es lo principal —contestó el señor Corbeck—. Lo que más temo es que todas o algunas de las lámparas hayan sido destruidas.

Entonces, con gran sorpresa por mi parte, la señorita Trelawny exclamó:

—Ninguna de las lámparas será destruida.

—¿Cómo lo sabe usted? —preguntó el señor Corbeck.

—Lo ignoro en absoluto, pero estoy segura —replicó la joven.

 

VIII.- EL HALLAZGO DE LAS LÁMPARAS

 

  Al principio el sargento se hizo rogar, pero, al fin, accedió a encargarse particularmente del asunto y, en consecuencia, lo llevé ante la señorita Trelawny y el señor Corbeck.

  Me admiró ver la cautela y precisión con que el viajero expuso el caso. Al parecer no ocultaba nada y, sin embargo, dio la descripción más ligera posible de los objetos desaparecidos. No hizo hincapié en el misterio de aquel asunto, sino que pareció considerarlo como un robo vulgar, de manera que me convencí de que aquel hombre había aprendido muy bien su oficio en los bazares orientales.

   Por fin, el detective preguntó:

   —¿Sabe usted si otra persona es capaz de identificar esas lámparas?

   —Nadie más que yo podría hacerlo.

   —¿Existen algunas otras parecidas a ellas?

   —Que yo sepa, no —contestó el señor Corbeck—,  aunque es posible que las haya.

   —¿Y una persona hábil, del Museo Británico por ejemplo, un tratante o un coleccionista como el señor Trelawny, podrían conocer el valor artístico de estas lámparas?

-Sin duda alguna.

—Eso es muy agradable —observó el detective—. Si la puerta de su cuarto y su ventana estaban cerradas, no se lo robó ninguna camarera ni ningún criado, sino que el ladrón iba en busca de algo especial, y, por tanto, no se resolverá a vender estos objetos sin obtener su debido precio. Haremos avisar a todos los prestamistas y no habrá necesidad de comunicar el caso a Scotland Yard a no ser que usted lo desee. Así, podremos guardar el secreto debido.

—¿Y no puede usted imaginarse cómo se realizó el robo? —preguntó el señor Corbeck.

—Estoy seguro de que el ladrón se valió de algún medio muy sencillo. Así resulta casi siempre en los robos misteriosos. El delincuente conoce su oficio y todas sus triquiñuelas. El dueño de los objetos no conoce esos ardides y, muchas veces, se muestra descuidado. Cuando estemos enterados de este asunto, se maravillará usted al observar que no había adivinado el medio de efectuar el robo.

—Tenga usted en cuenta, mi querido amigo —alegó el señor Corbeck—, que este problema no tiene nada de sencillo. Como ya he dicho, la ventana estaba cerrada, la chimenea tapada y la habitación no tiene más que una puerta que yo cerré y atranqué. No hay ningún montante sobre la puerta. Durante la noche no salí ni un momento de la habitación y, antes de acostarme, me cercioré de que esos objetos estuviesen en la maleta. Al despertar, fui a contemplarlos de nuevo, pero ya no los vi. Si encuentra usted una explicación para este robo, tendré que confesar que es usted un hombre muy listo y le creeré capaz de lograr la restitución de esas lámparas.

—No se preocupe usted innecesariamente —recomendó la señorita Trelawny—. Estoy segura de que esas lámparas reaparecerán.

—¿Y en qué se basa usted, señorita, para dar tal opinión? —preguntó el detective.

—No puedo decirlo cómo lo sé. Pero estoy segura de ello.

El detective la contempló unos instantes y luego me dirigió una significativa mirada.

Conversamos un poco más tarde con el señor Corbeck acerca de los detalles de aquel caso y, al rato, el detective se marchó para iniciar las investigaciones.

Durante todo aquel día la señorita Trelawny se mostró más animada, a pesar de la desagradable noticia del robo de las lámparas. Pasamos la mayor parte del tiempo examinando las curiosidades reunidas por el señor Trelawny. Gracias a lo que me dijo el señor Corbeck, empecé a darme cuenta de la magnitud de su empresa en el mundo de las investigaciones realizadas en Egipto, de modo que todo lo que me rodeaba tuvo desde entonces un nuevo interés para mí. Aquella casa me parecía un verdadero almacén de maravillas del arte antiguo, pues no sólo el dormitorio del señor Trelawny estaba lleno de ellas, sino que también las había en el resto de la casa.

La señorita Trelawny me acompañó en aquel examen y, tras haber observado algunas vitrinas en las que había unos exquisitos amuletos, la joven me dijo con la mayor ingenuidad:

—Tal vez no querrá usted creer que, últimamente, apenas he contemplado todos estos objetos, pues hasta que papá fue víctima de ese extraño suceso nunca me habían llamado la atención ni tampoco despertaron mi curiosidad. Ahora, en cambio, me interesan cada vez más. Quizá he heredado de mi padre la afición del coleccionismo. Ya se comprende que, a pesar de todo, conozco los objetos principales reunidos aquí y también se entiende que los he examinado más o menos, pero, en los demás, apenas me he fijado.

Los dos recorrimos las distintas estancias y corredores examinando todos los objetos allí reunidos. En el hall había un enorme armazón de acero labrado que, según me dijo Margarita, utilizaba su padre para levantar la tapa de piedra de los sarcófagos. No pesaba mucho y podía manejarse con cierta facilidad. Ayudados por aquel objeto levantamos las tapas, una tras otra, y pudimos contemplar interminables series de jeroglíficos esculpidos en ellas. A pesar de su pretendida ignorancia. Mar-garita tenía grandes conocimientos acerca de ellos, pues durante el año que pasó con su padre había aprendido más cosas de las que se figuraba. Era una muchacha muy inteligente y dotada de prodigiosa memoria, hasta el punto de que muchos hubiesen podido envidiar sus conocimientos.

Los más interesantes sarcófagos eran los tres que se hallaban en el dormitorio del señor Trelawny. Dos de ellos eran de piedra oscura, uno de pórfido y el otro de una roca negruzca. Ambos tenían esculpidos numerosos jeroglíficos. Pero el tercero era muy distinto. Era de una materia pardo amarillenta semejante al ónice mejicano, con el que se parecía en muchas cosas, a excepción de que el dibujo natural de sus aguas resultaba menos marcado. En varios lugares había manchas casi transparentes o, por lo menos, translúcidas. El cuerpo del sarcófago y la tapa contenían millares de diminutos jeroglíficos que constituían una serie casi interminable. Todos sus lados estaban cubiertos de extraños dibujos. El sarcófago era muy largo, pues casi medía nueve pies y quizá una yarda de anchura. Los lados ondulaban de manera que no constituían ninguna línea recta y las esquinas dibujaban tan excelentes curvas, que resultaban en extremo agradables para la mirada.

—Verdaderamente —observé—, este sarcófago habrá sido hecho para un gigante.

—O para una giganta —observó Margarita.

El sarcófago se hallaba cerca de una de las ventanas y era mucho más ornamental que los demás. Algunos de éstos tenían superficies planas en su interior, otros estaban grabados en su totalidad con jeroglíficos. Pero ninguno de los restantes tenía la menor protuberancia ni tampoco la más pequeña desigualdad en su superficie. Podrían haber sido usados como baños y, en realidad, se parecían a los baños romanos de piedra o mármol que yo había tenido ocasión de ver. En su interior, sin embargo, había un espacio más elevado que delineaba una figura humana. Yo rogué a Margarita que me lo explicara. Y ella contestó:

—Papá nunca quería hablar de éste. Desde el principio me llamó la atención. Pero cuando le pregunté por él me contestó: «Algún día te lo diré... si aún vivo. Pero todavía no. La historia no se ha referido nunca como yo pienso contártela. Algún día, quizá muy pronto, lo sabré todo y entonces tú y yo nos ocuparemos de ello. Ya verás cuánto te interesará desde principio a fin». Una vez, pregunté a mi padre si ya me podía referir la historia del sarcófago, pero él meneó la cabeza y me miró gravemente al contestar «Aún no, niña..., pero si vivo... si vivo...». Y la repetición de esta frase me asustó de tal modo que ya no volví a pedirlo.

Aquello me impresionó, pues creí ver en sus palabras un rayo de luz. Había ya dos datos muy interesantes. Primero, el hecho de que el señor Trelawny asociase con aquel objeto antiguo un secreto de su propia vida. Lo segundo era que tenía algún propósito con respecto a él.

También era preciso tener en cuenta que el sarcófago no se parecía interiormente a los demás. ¿Qué significaría aquel lugar elevado? Nada dije a la señorita Trelawny, porque no quería asustarla o darle excesivas esperanzas. Pero resolví aprovechar todos los medios oportunos para investigar más a fondo el asunto.

A corta distancia del sarcófago había una mesita de piedra verde con vetas rojas. Sus patas tenían la forma de las de un chacal y, en tomo de cada una, estaba enrosca-da una serpiente de oro bellamente esculpida. Sobre la mesa se veía un extraño y hermoso cofrecillo de piedra de una forma particular. Parecía un pequeño ataúd, exceptuando el detalle de que sus lados más largos estaban redondeados. En cuanto a la piedra con que había sido hecho, nunca la había visto igual. La base era de color verde esmeralda, aunque sin su brillo. La superficie casi  parecía una gema. El color se aclaraba hacia arriba con una graduación tan fina que casi resultaba imperceptible. Y, al fin, resultaba de un color amarillento. Me figuré que aquel ejemplar sería único en el mundo. Estaba esculpido en todas sus partes y se veían hermosos jeroglíficos pintados con el mismo pigmento existente en el sarcófago. Las dimensiones de aquella arquilla eran, aproximadamente: dos pies y medio de largo por medio de anchura, y un pie de alto.

Había algunos puntos lisos, irregularmente distribuidos, y parecían menos opacos que el resto de la piedra. Traté de levantar la tapa, pero no pude porque estaba fija. Encajaba tan bien, que todo el cofrecillo parecía una | sola pieza de piedra, misteriosamente ahuecada desde i afuera. En los lados y en los bordes se observaban unas I extrañas protuberancias, cada una de las cuales tenía agujeros o huecos de forma extraña. Y también estaban cubiertas de jeroglíficos.                              

Al otro lado del gran sarcófago vi otra mesita de alabastro, en la que estaban comprimidas unas figuras simbólicas de dioses y los signos del Zodíaco. Sobre la mesa había otra arquilla de un pie cuadrado, más o menos, compuesta de cristal de roca sujeto por un armazón de oro, igualmente cubierto de jeroglíficos. Todo aquel trabajo tenia un aspecto moderno. Pero si la arquilla era de tiempos recientes su contenido no. Dentro, y en una almohadilla de tisú de oro, tan fina como la seda y con la suavidad peculiar del oro viejo, se veía la mano de una momia, tan perfecta que parecía viva. Era fina y larga, de una mujer, tenía los dedos esbeltos, muy bien formados, y casi tan intactos como el día en que aquella mano fue entregada al embalsamador, millares de años antes. En la operación no había perdido ninguna de sus bellas formas e incluso la muñeca parecía conservar su facultad de doblarse. La piel era de color de marfil, pero animado de cierto matiz que le daba apariencia de vida. Lo más notable de aquella mano era que tenía siete dedos: se distinguían dos medios y otros dos índices. La parte superior de la muñeca estaba rota, como si hubiese sido arrancada, y, además, tenía algunas manchas de color rojo parduzco. En el almohadón adyacente a la mano se veía un pequeño escarabajo hermosamente tallado en una esmeralda.

—Este es otro de los misterios de mi padre. Siempre que pregunté por eso me dijo que era lo más valioso que tenía a excepción de una cosa. Y cuando quise saber qué era, se negó a decírmelo y me prohibió que insistiese. «Ya te lo diré», contestó, «cuando llegue el momento oportuno... si vivo...»

Me llamó mucho la atención aquella reserva: «si vivo». Y aquellas tres cosas, es decir, el sarcófago, el cofrecillo y la mano, parecían constituir una trinidad misteriosa.

Llamaron a la señorita Trelawny para que se ocupase de algún asunto doméstico. Yo, mientras tanto, examiné otras curiosidades que había en la estancia, pero ninguna me pareció tan encantadora como aquéllas. Aquel mismo día, me dirigí al saloncito donde Margarita estaba conversando con la señora Grant acerca del alojamiento del señor Corbeck. Dudaban entre darle una habitación cercana a la del señor Trelawny u otra muy alejada, y pidieron mi opinión. Yo les aconsejé que le adjudicasen la más alejada y, en caso de que fuese necesario, que le trasladasen a la otra. Cuando la señora Grant hubo salido, pregunté a la señorita Trelawny cómo se explicaba que los muebles de aquel salón fuesen tan distintos a los que había en las restantes habitaciones de la casa.

—Eso es obra de mi padre —contestó—. Cuando vine a vivir aquí, pensó, acertadamente, que me asustaría al ver tantos objetos fúnebres e hizo amueblar esta habitación y las contiguas con muebles modernos. Fíjese usted, y verá que son muy hermosos. Esa mesita pertenecía al gran Napoleón.

—Así, pues, aquí no hay nada egipcio —observé—. ¡Qué hermoso mueble! ¿Puedo examinarlo?

—Con mucho gusto —contestó la joven, sonriendo—. Según me dijo mi padre, su acabado por dentro y por fuera es excepcional.

Yo me acerqué a la mesita y la contemplé detenidamente. Era de madera de tulipán, con incrustaciones. Abrí uno de los cajones que, según pude observar, era, muy profundo, y, al hacer aquel movimiento, algo metálico rodó por su fondo.

—¡Caramba! —exclamé—. Aquí hay algo. Quizá será; mejor que no lo acabe de abrir.                    

—Que yo sepa, no hay nada importante —repuso la joven—. Quizá alguna de las criadas metió algo y lo olvidó. Haga el favor de abrir.

Así lo hice y, en el momento en que el cajón estuvo abierto, tanto la señorita Trelawny como yo, nos quedamos pasmados, porque ante nuestros ojos aparecieron algunas lámparas egipcias de varios tamaños y formas.

Nos inclinamos para examinarlas mejor. Me palpitaba el corazón y pude darme cuenta de que la señorita Trelawny estaba también impresionada.

Mientras mirábamos sin atrevemos a tocar ni a pensar, alguien llamó a la puerta de la casa. Inmediatamente después, entró en el hall el señor Corbeck, seguido por el sargento Daw. Unos instantes más tarde, se abrió la i puerta del salón y, cuando nos vieron, el señor Corbeck ; acudió corriendo, acompañado por el detective. En su rostro apareció una intensa alegría al exclamar.     —Felicíteme usted, señorita Trelawny. Mi equipaje ha llegado y todo está intacto, a excepción de las lámparas que faltan. Y lo siento, porque ellas valían mil veces más que el resto. Se interrumpió al observar la extraña palidez en el rostro de la joven y luego, sus ojos, siguiendo la dirección de nuestras miradas, pudieron ver las lámparas que había en el cajón. Lanzó un grito de sorpresa y de alegría, se remolino y, mientras las tocaba, exclamó:—¡Mis lámparas! ¡Mis lámparas! ¡Aquí están todas! Pero ¿cómo es posible que hayan venido a parar aquí?

Todos guardamos silencio. El detective hizo una profunda aspiración. Yo lo miré y él, recogiendo mi mirada, volvió los ojos a la señorita Trelawny, que estaba de espaldas.

Y pude notar que la observaba con el mismo recelo que ya advertí en su rostro cuando me habló de ella.

 

IX. LA NECESIDAD DE SABER

 

El hallazgo de sus lámparas casi trastornó al señor Corbeck. Las cogió una a una y las estudió atentamente, como si fueran cosas amadas. En su excitación, respiraba con tal fuerza que casi parecía un gato satisfecho. El sargento Daw observó tranquilamente:

—¿Está usted seguro de que esas lámparas son las mismas que perdió?

—¡Claro que sí! —corroboró el señor Corbeck—. No hay otras iguales en el mundo.

—Por lo menos, así se lo figura usted —replicó el sargento—. Es posible que haya otras semejantes en el Museo Británico, o también que el señor Trelawny posea unas parecidas. Ya sabe usted, señor Corbeck, que nunca hay nada nuevo bajo el sol, ni siquiera en Egipto. Es posible que estas lámparas sean las originales, o también las copias. ¿Hay algún detalle gracias al cual pueda usted identificarlas con seguridad?

—¡Copias! —exclamó irritado el señor Corbeck—.No diga usted tonterías, hombre! ¿Piensa acaso que no las conozco? Las he llevado conmigo por el desierto  durante tres meses seguidos y me he pasado muchas noches en vela para vigilarlas. Las he contemplado hora tras hora, con ayuda de una lupa, hasta que me dolían los ojos, de modo que conozco absolutamente todos sus puntos y relieves. Fíjese en eso —añadió—. ¿Ha visto usted alguna vez lámparas como ésta? Vea la figura de Ka, una princesa de los dos Egiptos, que se halla entre Ra y Osiris, en la Barca de los Muertos, con el Ojo del Sueño, sobre unas piernas que se inclinan ante ella y Harmochis que se levanta en el Norte. ¿Cree que encontrará cosa igual en el Museo Británico o en otro cualquiera del mundo entero? ¿Acaso es usted capaz de decirme lo que significa la figura Ftah-seker-ausar que sostiene el tet envuelto en el Centro de papyrus? ¿Ha visto alguna vez algo parecido?

Se interrumpió de repente y continuó en tono distinto:

—Mire. Le ruego que me perdone por mi rudeza, pero el caso es que perdí el dominio de mí mismo a causa de su observación.

—No se apure, señor Corbeck. Me gusta ver a la gente enojada, porque entonces puedo adivinar la verdad —dijo el detective—, y sepa que, en tres minutos, me ha dicho más acerca de las lámparas que si me hubiese dado largas horas de explicaciones.

El señor Corbeck dio un gruñido, estaba muy poco satisfecho de haberse traicionado, pero se volvió hacia mí y, en su tono más natural, exclamó:

—Ahora haga usted el favor de decirme cómo han recobrado estas lámparas.

—No las hemos recobrado —contesté impulsivo.

—¿Qué quiere usted decir? —inquirió, riendo, el viajero—. ¿Que no las han recobrado? ¡Pero si las tiene usted ante los ojos! Y, al entrar, le sorprendimos examinándolas.

—¡Precisamente! —contesté—. Las hemos encontrado por casualidad. Y eso ocurrió un segundo antes de su llegada.

  El señor Corbeck dirigió una extraña mirada a la señorita Trelawny y a mí mismo, y preguntó:

  —¿Quiere usted darme a entender que ninguno de los dos ha traído aquí estas lámparas y que las encontraron casualmente dentro del cajón? Eso equivale a decir que nadie las ha devuelto.

  —Supongo que alguien las habrá traído porque, por si solas, no han podido venir, pero ni la señorita ni yo sabemos quién habrá sido ni cómo o cuándo. Haremos algunas investigaciones por si acaso un criado sabe algo acerca de esto.

  Guardamos silencio unos instantes, que parecieron muy largos.

 Llamamos a los criados, uno por uno, para preguntarles si sabían algo acerca de los objetos hallados en el cajón del salón. Pero ninguno pudo damos la menor noticia. Nosotros no les dijimos de qué objetos se trataba, ni tampoco se los mostramos.

 El señor Corbeck envolvió las lámparas con algodón en rama y las colocó en una caja de hojalata. Después, la llevaron a la habitación de los detectives, donde uno de ellos tenía que vigilarla durante toda la noche, revólver en mano. Al día siguiente, la guardamos en una pequeña caja de caudales que tenía dos llaves, una de las cuales guardé yo, mientras la otra fue depositada en la cámara  acorazada de un banco, pues estábamos decididos a que las lámparas no pudiesen extraviarse de nuevo.

  Una hora después de haberlas encontrado, llegó el  doctor Winchester llevando consigo un gran paquete que  contenía la momia de un gato. Con permiso de la señorita  Trelawny, la puso en el salón e inmediatamente situó a  Silvio frente a ella. Con gran sorpresa para todos, exceptuando, quizá, al doctor Winchester, el animal no manifestó el menor disgusto y ni siquiera hizo caso del gato momificado. Se hallaba a muy corta distancia y roncaba  a su lado con gran satisfacción. El doctor Winchester tomó el gato para llevarlo a la habitación del paciente. Todos lo seguimos, muy ansiosos e interesados. El detective se mostraba frío y tranquilo, y el señor Corbeck estaba lleno de curiosidad.

   En cuanto el doctor Winchester lo entró en la habitación, Silvio empezó a maullar y a resistirse. Seguidamente, alejándose de un salto, se dirigió a la momia del gato  y, rabioso, le clavó las uñas. La señorita Trelawny tuvo  alguna dificultad en alejarlo de la habitación, pero, en cuanto salió de ella, volvió a tranquilizarse. Al regresar la joven a nuestro lado, el doctor exclamó:

   —Ya me lo figuraba.

   —¿Qué podrá significar eso? —preguntó la señorita Trelawny.

   —Realmente es un caso muy raro —observó el señor Corbeck.

   —Pero no prueba nada —dijo, a su vez, el detective.

   Yo creí oportuno no pronunciar mi juicio y, de común acuerdo, dejamos de tratar aquel asunto hasta mejor ocasión.

  Aquella noche estaba en mi cuarto tomando unas notas de lo ocurrido, cuando alguien llamó a la puerta. Al rato, apareció el sargento Daw, que cerró cuidadosamente la habitación.

  —Siéntese, sargento —le dije—. ¿Qué pasa?

  —Deseo hablar con usted, señor, acerca de esas lámparas. Como ya sabrá, la habitación en que fueron halladas comunica con el dormitorio que ocupó anoche la señorita Trelawny.

  —Es verdad.

  —Durante la noche pasada, una ventana de aquella parte de la casa fue abierta y cerrada de nuevo. Yo la oí y fui a observar, pero no pude ver cosa alguna.

—Tiene usted razón —contesté—. Yo mismo oí el ruido de la ventana.

—¿Y no le parece muy raro todo eso?

—En realidad, más que raro es enloquecedor. Y han llegado las cosas a un punto en que todo el mundo teme lo que ha de ocurrir después. Pero ¿qué quiere usted decir?

—Como ya comprenderá —contestó el sargento—, yo no creo en magia ni en cosa que se le parezca. Para mí sólo cuentan los hechos, y al final de todos los casos, siempre observo que hay una causa para todo... Ese nuevo caballero asegura que las lámparas le fueron roba-das en su habitación del hotel. Y, según me ha parecido entender, pertenecen al señor Trelawny. Su hija, la dueña de la casa, después de abandonar el dormitorio que suele ocupar, durmió anoche en la planta baja. Se oyó abrir y cerrar una ventana. Y cuando nosotros nos ocupábamos en encontrar una pista del robo, vemos que las lámparas robadas se hallan en una habitación coetánea y comunicada con la que usó la señorita.

Dicho esto, guardó silencio y sentí de nuevo la misma aprensión que había experimentado cuando me habló la primera vez. Pero era preciso afrontar el asunto. Mis relaciones con la señorita Trelawny y el amor que ella me inspiraba así lo exigían. Y, con toda la tranquilidad que me resultó posible, contesté:

—¿Y qué se deriva de esto?

—Pues, sencillamente, que no ha habido robo. Las lámparas fueron traídas por alguien a esta casa, en donde se introdujeron por una ventana de la planta baja. Las dejaron en la mesita, a fin de que fuesen descubiertas en el momento oportuno.

Tales palabras me produjeron intenso alivio, porque la teoría era increíble pero, con la mayor gravedad posible, contesté:

—Y según sus sospechas, ¿quién las habrá traído a esta casa?

—Por ahora lo ignoro. Posiblemente, el mismo señor Corbeck, porque el asunto habría sido demasiado peligroso para confiarlo a otra persona.

—Entonces deduzco, de lo que usted dice, que el señor Corbeck es un embustero y un falsario. Además, se supone que deberá estar de acuerdo con la señorita Trelawny para engañar a alguien acerca de esas lámparas.

—Esas palabras son muy duras, señor Ross, pero yo debo ir adonde me señala mi razón. Puede darse el caso de que exista otro interesado, aparte de la señorita Trelawny. En realidad, si no hubiese sido por el otro asunto que me obligó a reflexionar y a dudar de ella, no me habría pasado por la mente el sospecharla complicada en este asunto. En cambio, con respecto al señor Corbeck, estoy seguro. Es imposible que le hayan quitado las lámparas sin su consentimiento en el caso de que sea cierto lo que asegura. Y si no es así..., en fin, de un modo u otro, resultaría un mentiroso. Y, aunque no me parece bien que permanezca en esta casa, al lado de tantas cosas ' valiosas, me alegro, porque así tengo la oportunidad de 1 vigilarlo de cerca. Y le aseguro que no lo perderé de vista. I Ahora está en mi habitación, ocupado en guardar esas lámparas. Pero también está allí mi compañero. Yo le relevaré antes de que se marche, de modo que no será fácil que haya otro robo en la casa. Desde luego, señor Ross, ya comprenderá que todo lo que acabo de decirle debe quedar entre usted y yo.                        

-Naturalmente. Puede usted contar con mi discreción—corroboré.

Él, entonces, se alejó para vigilar de cerca al egiptólogo.

Poco después, recibí la visita del doctor Winchester, que ya había visitado al paciente y se disponía a regresar a su casa.

Aceptó el asiento que yo le ofrecía, y en el acto empezó a decir:

—Es un asunto muy raro. La señorita Trelawny acaba de comunicarme el robo de las lámparas y su subsiguiente hallazgo en la mesita del saloncito. Al parecer, el misterio se complica pero, no obstante, este hecho me ha producido una intensa alegría. He pasado revista a todas las posibilidades naturales del caso y empiezo a creer en algunas circunstancias sobrehumanas o sobrenaturales.

Aquí ocurren cosas tan extrañas, que, si no me equivoco, tendrán muy en breve la solución. Quizá podría hacer alguna pregunta al señor Corbeck acerca del particular.

Este señor parece tener extensísimos conocimientos sobre cultura egipcia. Tal vez no tendría inconveniente en traducir unos jeroglíficos. Para él será muy sencillo. ¿Qué le parece a usted?

—Yo, en su lugar —recomendé—, se lo pediría. Parece un hombre muy entendido en egiptología. Por otra parte, le creo un entusiasta y una buena persona. Y me permitiría aconsejarle que tenga usted cuidado de no hablar con nadie acerca de lo que él pueda decirle.

—Evidentemente —confirmó—, no pensaba decir nada a nadie, exceptuándole a usted. Hemos de recordar que, cuando el señor Trelawny recobre el conocimiento, no le gustaría saber que nos hemos mostrado indiscretos con respecto a sus asuntos.

—¿Por qué no se queda usted un rato? —pregunté—. Si quiere, rogaré al señor Corbeck que venga a fumar una pipa con nosotros y, de paso, podremos hablar.

El doctor dio su asentimiento y yo salí en busca del señor Corbeck.

Mientras nos dirigíamos a mi habitación, me dijo:

—No me gusta abandonar las lámparas aquí, sin otra guardia que la de esos detectives. Son demasiado preciosas para dejarlas al cuidado de la policía.

Tales palabras demostraban que el sargento Daw no era el único en sentir sospechas.

El señor Corbeck y el doctor Winchester, después de examinarse unos instantes, se hicieron buenos amigos. El primero se mostró dispuesto a hacer lo que se le pidiese, siempre y cuando se hallase en libertad para ello.

—Quisiera que me hiciese usted el favor de traducir algunos jeroglíficos —dijo el doctor.

—¡Con muchísimo gusto! Si es que lo consigo, pues he de decirle que aún no se conoce por completo la traducción de los jeroglíficos. Pero, en fin, ¿cuál es esa inscripción?

—Son dos —informó el doctor—. Y una de ellas voy a traerla ahora mismo.

Salió y, un minuto después, volvió con la momia del gato que había mostrado a Silvio.

El señor Corbeck la miró y unos minutos más tarde, después de un breve estudio, explicó:

—No hay nada de particular. Es una invocación a Bast, la Señora de Bubastía, expresando el deseo de que en los Campos Elíseos le den pan y leche de excelente calidad. Dentro quizás haya algo más y, si usted quiere desenrollar la momia, haré todo lo que pueda. Sin embargo, no creo encontrar nada especial. A juzgar por el sistema de la envoltura, creo que esta momia procede del Delta; y, además, de un período relativamente moderno, cuando ya el trabajo de embalsamar era común y muy barato. ¿Qué otra inscripción desea usted que traduzca?

—La que hay en el gato momificado del dormitorio.

—No —se opuso el señor Corbeck—. No puedo hacer eso. En la actualidad estoy obligado al secreto en lo referido a todo lo que se encuentra en la habitación del señor Trelawny.

—¿Se considera usted obligado a guardar el secreto?

—Entiéndame bien —dijo el señor Corbeck—. No me veo atado por ninguna promesa, pero el honor me obliga a respetar la confianza del señor Trelawny, pues me la concedió sin reservas. Sobre muchos de los objetos que hay en su dormitorio, él tenía intenciones muy precisas y no debo, de ninguna manera, puesto que soy su amigo y hombre de confianza, impedir la realización de sus propósitos. Es posible que no estén ustedes enterados de que el señor Trelawny es un verdadero sabio. Ha trabajado durante muchos años con el deseo de conseguir un fin, y para ello no ha ahorrado trabajo, gasto ni peligro alguno. Está a punto de realizar un descubrimiento que lo situará en la vanguardia de los investigadores de su época, y ahora, precisamente, cuando cada una de las horas que transcurren podría traerle el éxito, se encuentra incapacitado.

Se detuvo, al parecer, vencido por la emoción, y reponiéndose unos momentos después, añadió:

—Quiero, además, explicar otro punto. Ya le he dicho que el señor Trelawny me ha confiado muchas cosas, pero no por eso deben figurarse que yo sé todos sus planes. Conozco el período que ha estudiado y también el personaje histórico cuya vida ha estado investigando. Pero del resto lo ignoro todo. Estoy convencido de que tiene un propósito encaminado a completar esos conocimientos. Puedo adivinar de qué se trata, pero no debo decir nada. Recuerden ustedes, señores, que voluntariamente he aceptado las confidencias del señor Trelawny.

He guardado discreción y debo rogar a mis amigos que hagan lo mismo. —Hablaba con gran seguridad, y, por momentos, conquistaba la estimación del doctor y la mía. Luego continuó—: He hablado tal vez demasiado, pero estoy convencido de que ustedes dos desean ayudarle a él y a su hija. La situación en que se halla el señor Trelawny, a mi juicio, es resultado de su propia obra y estoy casi convencido de que él lo había previsto. Estoy dispuesto a hacer cuanto pueda en su beneficio. Llegué a Inglaterra entusiasmado por el éxito de la misión que me confió y estaba persuadido de que, por fin, podría empezar el experimento que muchas veces me había indicado vagamente. Es, por lo tanto, espantoso, que en este momento haya sido víctima de tal calamidad. Usted, señor Winchester, es médico, y a juzgar por su aspecto, le considero inteligente y atrevido. ¿No hay ningún medio para sacar a ese hombre de su extraño sopor?

—No hay ningún remedio ordinario, que yo conozca. Quizá exista alguno extraordinario, pero sólo podría emplearse con una condición.

—¿Cuál?

—La de estar enterados. Ignoro por completo todo lo que se refiere a Egipto: esta enfermedad, situación, o como pueda llamarse, de la que es víctima el señor Trelawny está, de un modo u otro, relacionada con Egipto. Lo sospeché enseguida, aunque sin pruebas. Lo que usted me ha dicho confirma mis conjeturas, y me hace creer en la necesidad de obtener una prueba. Supongo que usted no se halla perfectamente enterado de todo lo ocurrido en esta casa desde la noche en que, por primera vez, encontramos al señor Trelawny inanimado. Ahora confiamos en usted. El señor Ross se encargará de decírselo, porque es más hábil que yo en exponer los hechos. Cuando usted se haya enterado de todo, estará en situación de ver si puede ayudar al señor Trelawny, y de contribuir a sus secretos deseos, ya sea con su silencio, o bien hablando.

—Conforme —contestó el señor Corbeck—. Le agradezco su confianza y, por mi parte, prometo complacerles en lo que pueda.

Acto seguido, le referí, con la mayor exactitud posible, todo lo que había ocurrido desde el primer momento. Sólo me reservé los sentimientos que me inspiraba la señorita Trelawny y otras cosas de poca importancia, así como la conversación con el sargento Daw que, según se recordará, era confidencial.

El señor Corbeck escuchaba con el mayor interés y, a veces, parecía disponerse a hablar, pero se contenía.

En cuanto acabé, mi interlocutor exclamó:

—¡No hay duda alguna! Está en actividad alguna fuerza que conviene tratar con especial cuidado. Si todos empezamos a trabajar, es posible que nos interceptemos mutuamente el camino e incluso que frustremos el posible éxito de alguno de nosotros. Lo primero, a mi juicio, es lograr que el señor Trelawny despierte de su sopor. Es posible lograrlo, puesto que ya se ha conseguido con la enfermera, pero la cosa no tiene una urgencia desespera-da. Valdrá más que vayamos a acostamos, a excepción de usted, señor Ross, que, según tengo entendido, estará de guardia esta noche. Le proporcionaré un libro que le ayudará a pasar mejor la velada. Sé que está en la biblioteca y conozco el lugar exacto donde se guarda. No tendrá necesidad de leerlo todo, pues lo único interesante para usted es el prefacio y dos o tres capítulos que le señalaré.

Dicho esto, estrechó la mano del doctor Winchester, que se había puesto en pie para marcharse.

Mis dos compañeros salieron y, al poco rato, volvió el señor Corbeck con el libro que me prometió y que, en efecto, encontró en el sitio de costumbre.

Después de insertar unas tiras de papel donde yo debía leer, dijo:

—Esto es lo que indujo al señor Trelawny a obrar, y produce en mí el mismo efecto. No dudo de que, para usted, será un interesante comienzo de un estudio especial, cualquiera que pueda ser el fin.

Ya en la puerta se volvió para añadir:

—Deseo hacer una observación: ese detective es un buen muchacho y la prueba de que lo creo así es que me iré a dormir tranquilamente dejando las lámparas a su cuidado.

Una vez se marchó, tomé el libro, me puse la mascarilla y me dirigí a la habitación del enfermo.

 

X. EL VALLE DEL MAGO

 

Puse el libro sobre la mesita donde se hallaba la lámpara y volví la pantalla hacia un lado para que iluminase mi libro y me permitiera ver la cama, la enfermera y la puerta. El libro, por su aspecto, ya era notable. Vi que era infolio, en holandés, impreso en Amsterdam en 1650. Alguien había hecho una traducción literal, casi palabra por palabra, escribiendo las voces inglesas debajo de las holandesas, de modo que las diferencias gramaticales entre ambos idiomas dificultaban la lectura. Eso, añadido al extraño carácter de la escritura, contribuía a hacer más penoso aquel trabajo. Sin embargo, llegué a acostumbrarme, y, al fin, pude leer con bastante rapidez. A medida que avanzaba, el libro me parecía más interesan-te. El autor era un tal Nicolás Van Huyde Hom. En el prefacio explicaba cómo, atraído por la obra de John Greaves, de Marton College, "Pyramidographia", había visitado Egipto, donde le interesaron tanto sus maravillas que dedicó varios años de su vida a recorrer extraños lugares y a explorar las ruinas de muchos templos. Le contaron muchas variantes de la historia de la construcción de las pirámides, según el historiador árabe Ibn Abed Alhokin, alguna de las cuales se incluían en su obra, pero no me detuve a leerlas, sino que seguí adelante para fijarme en las páginas señaladas.

Mientras leía, experimenté la sensación de que alguien se hallaba cerca de mí, pero, al ver que la enfermera seguía en su lugar, continué con la lectura. Se narraba que tras atravesar durante varios días las montañas situadas al Este de Aswan, el explorador llegó a determinado lugar. Pero será mejor que repita sus propias palabras, aunque traduciéndolas al inglés moderno:

«Al atardecer, llegamos a la entrada de un valle estrecho y profundo que iba de este a oeste. Yo manifesté mi intención de continuar la marcha porque el sol, ya cerca-no al horizonte, mostraba una amplia abertura más allá de la parte estrecha del paso. Pero los fellahs se negaron en absoluto a entrar en el valle a semejante hora, alegando que podrían ser sorprendidos por la noche antes de salir por el otro extremo. Al principio, no quisieron dar razón alguna de su temor. Hasta entonces siempre habían ido adonde yo deseaba, a cualquier hora, y sin replicar. Y al ser apremiados, me dijeron que aquel lugar era el Valle del Mago, por el cual nadie podía circular de noche. Cuando les pedí que me hablasen del Mago se negaron, diciendo que no tenía ningún nombre y que por otra parte, ellos nada sabían.

A la mañana siguiente, sin embargo, en cuanto el sol estuvo ya alto en el cielo, sus temores habían desaparecido en parte. Entonces me dijeron que un gran mago de una época muy antigua, hace millones de millones de años -tal fue la frase que emplearon-, un rey o una reina no podían decir cuál de los dos, fue enterrado allí. Tampoco pudieron citar el nombre, insistiendo con gran tenacidad, en que no lo tenía; y que, quien lo nombrase, perdería inmediatamente la vida hasta el punto de que no quedaría nada de su ser para resucitar en el otro mundo.

Al atravesar el valle, procuraban ir reunidos en grupo y andaban presurosos ante mí sin que ninguno de ellos se atreviese a quedar rezagado. Como explicación de tal proceder me dijeron que los brazos del mago eran muy largos y que resultaba peligroso ir en último lugar. Ello fue poco agradable para mí, puesto que, necesariamente, tenía que ocupar aquel honroso puesto. En el punto más estrecho del valle, hacia su extremo meridional, había una enorme roca cortada a pico, de superficie igual y lisa en extremo. En ella se veían grabados ciertos signos cabalísticos y muchas figuras de hombres, animales, peces, reptiles y pájaros; soles y estrellas, así como otros símbolos muy raros. Algunos de estos últimos eran miembros y facciones aislados, tales como brazos y piernas, dedos, ojos, narices, orejas y labios. Eran unos símbolos misteriosos que, sin duda, pondrían en un apuro al ángel que debiese interpretarlos el día del juicio.

La roca estaba exactamente orientada de cara al norte. Había en ella algo tan raro y diferente al resto de rocas esculpidas que yo había visto, que ordené hacer un alto para pasar el día examinándola lo mejor que pudiera con mi anteojo. Los egipcios de mi comitiva se asustaron de un modo terrible y apelaron a toda clase de persuasiones para inducirme a pasar de largo. Yo me quedé atrás hasta hora bastante avanzada de la tarde, pero no pude descubrir la entrada de ninguna tumba, pues tal me figuré que sería la naturaleza y el significado de aquellas inscripciones en la roca. Por entonces, mis hombres se habían rebelado y tuve que alejarme del valle para no verme abandonado por ellos. Pero, en secreto, volví para descubrir aquella tumba y explotarla. A este fin, seguí recorriendo las montañas hasta encontrar a un jeque árabe que se manifestó dispuesto a servirme. Los árabes no tenían las supersticiones y miedos propios de los egipcios, y el jeque Abu-Soma y sus hombres se manifestaron conformes en formar parte de aquella expedición.

Al regresar al valle con aquellos beduinos, hice un esfuerzo para encaramarme por la cara de la roca, pero no lo conseguí a causa de su lisa e impenetrable superficie. La piedra, ya roma y suave por naturaleza, había sido trabajada para hacerla aún más resbaladiza.

Era evidente que allí hubo unos escalones excavados en la roca, pues aún se veían las señales de la sierra, del cincel y del martillo con que se practicaron aquellas gradas.

En vista de que no podía llegar a la tumba desde abajo y, como estaba provista de escaleras para alcanzarla, gracias a un gran rodeo conseguí llegar a la cima de aquella roca. Desde allí, ordené que me bajasen por medio de cuerdas hasta que estudié el espacio de la roca donde esperaba encontrar la abertura. Observé que, en efecto, existía, aunque muy bien cerrada por una enorme losa de piedra. Se hallaba acerca de un centenar de pies de altura desde el suelo inferior, y, más o menos, a las dos terceras partes de la altura total de la roca. Los jeroglíficos y los símbolos cabalísticos esculpidos en ella contribuían a disimular la existencia de aquella cavidad. Los relieves eran muy profundos y cubrían por entero la misma losa y sus inmediaciones. Aquella puerta rocosa estaba puesta en su lugar con increíble precisión, de tal manera que ningún instrumento cortante de cuantos disponía pudo penetrar en los intersticios. Hice uso de toda mi fuerza y, después de numerosas tentativas, pude penetrar por fin en el interior de la tumba. La losa fue depositada en la entrada y yo, pasando por encima de ella, entré dentro fijándome en una larga cadena de hierro que colgaba de un soporte inmediato a la entrada.

Pude observar que la tumba estaba completa, de acuerdo con el esquema de las mejores que existían en Egipto. Es decir, que contaba con una cámara y un pozo que conducía al corredor, el cual terminaba en el recinto destinado a la momia. Tenía también una mesa cubierta de dibujos, que parecía ser una especie de registro y cuyo significado se ha perdido para siempre. Todo ello estaba grabado con un color maravilloso y en una piedra no menos prodigiosa.

Las paredes de la cámara y del corredor estaban cubiertas por extrañas escrituras de la misma enigmática manera. El enorme sarcófago situado en la cámara más profunda también estaba lleno de signos. El jeque árabe y otros dos que se aventuraron a entrar en la tumba conmigo, probablemente acostumbrados a semejantes exploraciones, consiguieron levantar la tapa del sarcófago sin romperla.

Se quedaron admirados porque, según me dijeron, pocas veces coronaba el éxito tales esfuerzos. He de añadir que no se mostraron demasiado cuidadosos, manejando los diversos objetos de la tumba con tal rudeza, que sólo gracias a su solidez y espesor no llegaron a romper aquel ataúd. Eso me preocupó bastante, porque el sarcófago era de una rara piedra muy bien labrada que yo no había visto nunca. Lamenté en extremo la imposibilidad de llevamos el sarcófago, pues el tiempo y el viaje por el desierto lo impedían. Sólo me quedé con algunos pequeños objetos que podían transportarse fácilmente. Dentro del sarcófago había un cadáver, sin duda de mujer, cubierto de envolturas de lienzo como en todas las momias. A juzgar por determinados bordados de aquel lienzo comprendí que el cadáver había pertenecido a una persona muy importante. Sobre el pecho se veía una mano descubierta. En las momias que yo había visto hasta entonces, los brazos y las manos estaban dentro de las envolturas y, con ciertos adornos de madera, formados y puntados, se simulaban los brazos y las manos, como si se hallasen fuera de las tiras de lienzo.

Pero aquella mano era verdadera y pertenecía al cadáver momificado. El brazo que salía por entre las tiras de tela era de carne, aunque parecía de mármol gracias al proceso de embalsamamiento. El brazo y la mano eran de color blanco sucio, semejante al del marfil que ha permanecido mucho tiempo al descubierto. La piel y las uñas estaban completas, como si el cadáver hubiese sido depositado allí la noche anterior. Toqué la mano y la moví. El brazo mostraba la flexibilidad propia de un miembro vivo, aunque envarado por larga inmovilidad, como en los miembros de los faquires de la India. Pero lo más extraño de aquella mano era que tenía siete dedos, todos finos, largos y muy bellos. Eso me hizo estremecer,' sobre todo cuando toqué aquella mano que durante tan-tos millares de años había permanecido allí y que, sin embargo, parecía viva. Debajo de la mano, y como guardada por ella, había una enorme gema, un rubí de tamaño extraordinario.

Aquel tenía un color maravilloso, de sangre, y era en extremo brillante. Pero su mayor valor no consistía ni en el tamaño ni en el color, sino en la luz que reflejaba de siete estrellas, cada una de siete puntas, con tanta claridad e intensidad como si estuviesen aprisionadas dentro de la piedra. Cuando levanté la mano, sentí un sobresalto y me quedé paralizado al ver aquella piedra maravillosa. Permanecí un rato mirándola y lo mismo hicieron mis acompañantes, como si nos hallásemos ante la fabulosa cabeza de la Gorgona Medusa cubierta de serpientes a modo de cabellos y cuya contemplación convertía en piedra a los curiosos. Tan intensa fue la sensación, que sentí la necesidad de alejarme de aquel lugar. Lo mismo hicieron los tres hombres que me acompañaban y así, apoderándome de aquella rara joya y también de algunos amuletos cuya extraña belleza y riqueza hacían valiosas las piedras en que estaban labrados, me apresuré a salir del lugar. Me hubiese quedado más tiempo investigando las envolturas de la momia, pero temí hacer tal cosa porque, de pronto, recordé que me hallaba en un lugar desierto, en compañía de unos hombres no demasiado escrupulosos. Me dije, también, que estaba en una solitaria caverna, a un centenar de pies por encima del valle, donde nadie podía encontrarme si me hacían algún daño y donde nadie me buscaría. Pero pensé en volver, más adelante, con una compañía segura. Además, sentí la tentación de proseguir las investigaciones, porque, al examinar las envolturas, vi en aquella maravillosa tumba otras cosas de gran valor, como, por ejemplo, un cofrecillo de forma excéntrica, formado de una piedra muy rara, que me pareció destinado a contener otras joyas. También había en la tumba otro cofre, de proporciones y adornos muy raros, si bien de forma más sencilla. Vi que era de una piedra durísima y muy gruesa; pero la tapa estaba bien sellada, como si quienes la dejaron allí hubiesen tomado las mayores precauciones contra intrusos y curiosos. Los árabes que me acompañaban insistieron en que lo abriese, pues su grosor les dio a entender que dentro había grandes tesoros encerrados. Yo consentí, pero resultó que su esperanza había sido vana. Dentro, y muy bien envueltos, había cuatro jarrones delicadamente cincelados con numerosos adornos. De ésos, uno representaba la cabeza de un hombre, otro la de un perro, otro la de un chacal y el último la de un gavilán. Yo conocía ya aquellas urnas sepulcrales que, habitualmente, contenían las entrañas y otros órganos de los cadáveres momificados. Pero, al abrir una, vimos que sólo contenía aceite. Los beduinos derramaron gran parte del líquido y metieron las manos hasta el fondo de los jarrones, sin encontrar ningún tesoro. Me advirtió del peligro cierta mirada codiciosa que observé en los árabes. Entonces, para apresurar la marcha, apelé a la superstición propia de aquella gente. El jefe de los beduinos subió desde el fondo del pozo para indicar a los que estaban arriba que nos izasen y, como yo no quería permanecer con los otros hombres, le seguí en el acto. Los demás no salieron enseguida y temí que estuviesen saqueando la tumba por su cuenta. Me abstuve, sin embargo, de hablar de ello, para que no ocurriese algo peor.

Por fin llegaron. Uno de ellos subió en primer lugar y, en cuanto llegó al borde de la roca, resbaló y se cayó, matándose en el acto. Lo siguió el otro aunque sin sufrir ningún daño. Luego, ascendimos al jefe y yo. Antes de marcharnos, coloqué lo mejor que pude la losa exterior para cubrir la entrada de la tumba, pues deseaba en lo posible reservarla para mi propio examen en caso de que pudiese volver.

Cuando todos estábamos en la cima de la colina, nos pareció muy agradable ver nuevamente la luz del sol. Yo hubiese ido en busca del árabe que se mató para darle sepultura, pero el jeque no lo consintió, sino que encargó a dos de sus hombres que se cuidasen de ello.       

Aquella noche, cuando acampamos, sólo regresó uno de los hombres, diciendo que un león había dado muerte a su compañero tras haber enterrado ellos al que se despeñara y cubierto la sepultura con grandes rocas para  que los chacales no pudiesen devorarlo.             

Más tarde, a la luz de la hoguera, en torno de la cual estábamos todos sentados, vi que mostraba algo blanco a sus compañeros y que ellos lo contemplaban con pasmo y reverencia. Me acerqué en silencio y comprobé que era la blanca mano de la momia que había estado protegiendo la joya del sarcófago. Oí cómo el beduino contaba que la había encontrado sobre el cadáver del despeñado. Era imposible no reconocer aquella mano, pues tenía siete dedos. Aquel individuo debió de arrancársela mientras el jefe y yo nos disponíamos a marchar. A juzgar por el respeto de los demás, no dudé de que la consideraban un amuleto prodigioso. Pero cualesquiera que fuesen sus propiedades, nunca pudo gozarlas el que la arrancó, porque la muerte siguió inmediatamente al robo.

 

 Aquel amuleto había tenido un funesto bautismo, porque la muñeca de la mano muerta estaba teñida de rojo, como si hubiese sido sumergida en sangre fresca.

 Aquella noche la pasé temiendo ser victima de una violencia, pues, si tanto estimaban la mano como amuleto, ¡cuál seria el aprecio que concederían a la joya que guardé! A pesar de que solamente el jeque estaba entera-do de ello, mis dudas eran tal vez mayores, porque podía disponer las cosas para tenerme a su merced cuando quisiera. Permanecí, pues, despierto el mayor rato posible, decidido a aprovechar la primera oportunidad para abandonar aquella compañía y emprender el viaje de regreso, primero hacia las orillas del Nilo y luego, siguiendo su curso, embarcando hasta Alejandría y acompañándome de estos guías que ignorasen, lo que llevaba  conmigo. Por fin, me sumí en un sueño tan profundo que  no pude resistirlo. Temiendo ser atacado o robado mientras dormía, tomé la joya de donde la llevaba escondida y  la guardé en mi mano. Pude notar que resplandecía de un  modo extraordinario, y, también, que en su reverso tenía  grabados algunos signos semejantes a los que vi en la  tumba.

Desperté de mi sueño con la luz del sol sobre mi  rostro. Me senté y miré a mi alrededor. La hoguera estaba ya apagada y el campamento desierto. No vi más que una figura humana tendida a corta distancia de mí. Era la del jefe árabe, que estaba de cara al suelo, muerto. Su rostro era casi negro y tenia los ojos abiertos, vueltos hacia el cielo con expresión de espanto, como si contemplase alguna horrenda visión. Era evidente que había sido estrangulado, porque pude ver en su garganta las huellas rojizas de unos dedos. Y, al llamarme la atención su número, las conté. Eran siete. Todas paralelas, exceptuando la del pulgar, como si hubiesen sido hechas con una sola mano. Eso me impresionó, pues me daba a entender que lo había hecho la mano de la momia, con sus siete dedos. Al parecer, en pleno desierto podían ocurrir cosas extraordinarias.

En mi sorpresa, al inclinarme sobre él, abrí la mano derecha, que hasta entonces mantuve cerrada, y se cayó la piedra preciosa, yendo a parar a la boca del muerto. Mirabile dictu! Salió de la boca del cadáver un gran chorro de sangre que envolvió por completo la piedra preciosa. Contemplé el cadáver y observé que había caído sobre su mano doblada, en la cual empuñaba un gran cuchillo. Quizá se disponía a asesinarme cuando la venganza cayó sobre él, ya procediese ésta del hombre, de Dios, de los dioses antiguos..., no lo sé. Baste decir que, al recobrar mi rubí, no me entretuve, sino que emprendí la fuga. Viajé solo a través del cálido desierto hasta que, por la gracia de Dios, encontré a una tribu árabe que acampaba junto a un pozo y que me proporcionó sal. Con ellos permanecí hasta que se pusieron de nuevo en camino.

Ignoro lo que ocurrió con la mano de la momia o con los que se habían apoderado de ella. No sé qué desgracias pudieron caer sobre ellos, pero sin duda debió de ocurrirles algo, como a todos los que la habían tenido encantamiento por alguna tribu del desierto.

Aprovechando la primera oportunidad, hice un detenido examen del rubí, deseoso de comprender lo que en él estaba grabado. Los símbolos, cualquiera que fuese su significado, y que no pude comprender, eran los siguientes...»

Por dos veces consecutivas, mientras leía aquella interesante relación, pensé en la extraña mano que había visto en la vitrina y que podía contemplar desde el lugar en que me hallaba. De inmediato, me acometieron tan extrañas ideas, que la cabeza empezó a darme vueltas. Me imaginé que la mano de los siete dedos tenía algún efecto hipnótico. De pronto, vi que se posaba una mano verdadera sobre el libro. Pero la reconocí en el acto. Era la de Margarita Trelawny y, aunque yo amaba aquella mano, causó un extraño efecto en mí después de haber pensado en la otra.                       

—¿Qué le pasa? —me preguntó—. He llegado a pensar que se había quedado dormido.

—Leía —contesté— un libro muy antiguo de la biblioteca—. Mientras decía esto, lo cerré y me lo puse bajo el brazo—. Voy a devolverlo a su sitio, porque sé que a su  padre le gusta conservar el orden.

Obré de tal manera, porque deseaba ocultarle lo que había estado leyendo y no quería despertar su curiosidad. Me alejé, pero no hacia la biblioteca, sino en dirección a mi cuarto, en donde guardé el libro para proseguir su lectura después de haber dormido unas cuantas horas. Al volver a la habitación del enfermo, encontré a la  enfermera Kennedy dispuesta a salir para acostarse. La señorita Trelawny continuó la guardia conmigo. Permanecimos sentados uno al lado del otro, hablando en voz baja. Pasé un rato tan agradable que me sorprendió la aparición de la aurora. Nuestra conversación nada tenia que ver con el enfermo. Pero, desde luego, no hablamos tampoco de Egipto ni de ninguna de sus cosas. Y pude tomar muy buena nota de que la mano de Margarita Trelawny no tenía siete dedos, sino cinco, porque reposaba en la mía.

Por la mañana llegó el doctor Winchester e hizo su visita al paciente, finalizada la cual fue conmigo al comedor donde yo tomé un tentempié que tanto podía ser desayuno como cena, pues, seguidamente, iba a acostarme. El señor Corbeck llegó al mismo tiempo y los tres continuamos nuestra conversación en el punto en que la dejamos la noche anterior. Comuniqué al señor Corbeck que había leído el capítulo acerca del hallazgo de la tumba y que, en mi opinión, el doctor Winchester debía leerlo también. Este aceptó la sugestión y prometió devolver el libro por la tarde. Fui a mi cuarto a buscarlo, pero me resultó imposible encontrarlo en parte alguna. Recordaba muy bien haberlo dejado en la mesita de noche. Aquello era muy extraño, porque no se podía suponer que un criado lo hubiese tomado. Tuve que regresar al lado de mis compañeros y explicarles que no podía encontrarlo.

Una vez el doctor se marchó, el señor Corbeck, que, al parecer, se sabía de memoria aquel libro del holandés, habló conmigo. Yo le dije que el cambio de guardia había interrumpido mi lectura en el momento en que se describía el rubí y él, entonces, sonrió diciendo:

—No le preocupe el no haber podido leer esta descripción, porque hasta dos siglos después de la muerte del autor no fue posible el desciframiento de todo aquello, que se debe a los trabajos de Young, Champollion, Birch, Lepsius, Rosellini, Salvolini, Mariette Bey y Wallis Budge. Sin contar a Flinders Petrie y otros investigadores de gran mérito.

«Más adelante, si el señor Trelawny no lo hace por si mismo, yo le explicaré el significado de esos signos. Por ahora creo preferible indicarle lo que le sucedió a Van Huyn, porque con la descripción de la piedra y el relato de su llegada a Holanda termina lo narrado en el libro. Lo más notable acerca de éste es que ha obligado a otras personas a ocuparse del asunto, entre ellas el señor Trelawny y yo mismo. El dueño de esta casa es un buen lingüista en idiomas orientales, pero no conoce los del norte. Yo tengo natural disposición para aprender idiomas y, cuando llevaba a cabo mis estudios en Leyden, aprendí el holandés. Así, cuando el señor Trelawny adquirió este volumen, pude hacer la traducción al inglés en otro ejemplar que cayó en mis manos en Leyden. A ambos nos impresionó la descripción de la solitaria tumba en la roca, a tal altura que fuese inaccesible para los investigadores corrientes y que tenía cuidadosamente destruidos todos los medios de llegar a ella. También nos llamó la atención el hecho de que tal lugar, que debía haber costado una gran cantidad de dinero, no tuviese ninguna indicación acerca del personaje allí enterrado. Además, el mismo nombre del lugar «el Valle del Mago», resultaba muy atractivo. Cuando nos conocimos, gracias a nuestras relaciones con algunos egiptólogos, hablamos de eso y de otras muchas cosas y, al fin, decidimos realizar un viaje en busca de aquel misterioso valle. Mientras esperábamos para emprender el viaje, yo fui a Holanda con objeto de ver si me seria posible comprobar alguna parte de la narración de Huyn. Me dirigí a Hoom y empecé a trabajar pacientemente para encontrar la casa de aquel viajero o de sus descendientes, si los había. No le molestaré con detalles de mi búsqueda y de los resultados que obtuve. Hoom es un lugar que apenas ha cambiado desde la época de Van Huyn, aunque ha perdido la importancia que antes tenía entre las ciudades comerciales. Es una ciudad somnolienta a la que poco importa el transcurso de los siglos. Encontré la casa y descubrí que no vivía ninguno de los descendientes del viajero. Consulté los registros, sin más resultado que comprobar lo que acabo de decirle. Entonces, quise averiguar qué había sido de sus tesoros pues, sin duda, los tenía un gran viajero como él. Encontré muchos de estos objetos en los museos de Leyden, Utrecht y Amsterdam; y también algunos en las casas particulares de los coleccionistas ricos. Por fin, en la tienda de un joyero y relojero viejo de Hoom, encontré el tesoro principal, es decir, un gran rubí esculpido en forma de escarabajo, con siete estrellas y numerosos jeroglíficos. El viejo no conocía la importancia de aquel objeto y mucho menos los recientes descubrimientos filológicos con respecto a Egipto. Tampoco había oído hablar de Van Huyn, aunque sabía que había vivido en la ciudad y era considerado un gran explorador. Creía que aquella piedra era, simple-mente, rara, y que había sido estropeada por el tallado. Y, pese a que, al principio, no parecía dispuesto a des-prenderse de ella, consintió finalmente en cedérmela por un elevado precio. Como yo cumplía un encargo del señor Trelawny, iba bien provisto de dinero, pues ya sabe usted que el dueño de esta casa es inmensamente rico. Emprendí inmediatamente el regreso a Londres, llevando el rubí, y, en mi corazón, sentía un entusiasmo extraordinario.

   Ya teníamos la prueba de la maravillosa historia de Van Huyn. La preciosa joya fue guardada dentro de la caja de caudales del señor Trelawny, e iniciamos nuestro viaje de exploración llenos de esperanza.

El señor Trelawny, en los últimos momentos, estaba pesaroso de dejar a su joven esposa, a la que amaba en extremo. Pero ella, que correspondía a su amor, conocía muy bien sus deseos de llevar a cabo aquella investigación, y resignándose, como hacen las mujeres buenas, guardando para si todas sus ansiedades y temores, le recomendó que obrara según sus deberes.

 

 

XI. LA TUMBA DE UNA REINA

 

La ilusión del señor Trelawny era, por lo menos, tan grande como la mía. Él no es un hombre tan versátil como yo, ni se deja llevar alternativamente por la esperanza y por la desesperación, sino que tiene siempre un propósito fijo que convierte el anhelo en seguridad. Algunas veces, yo temía la posibilidad de que existiesen dos piedras preciosas iguales, o que las aventuras de Van Huyn fuesen mentiras propias de viajeros construidas sobre alguna adquisición vulgar en cualquier establecimiento de antigüedades de Alejandría, de El Cairo o también de Londres o Amsterdam. Pero el señor Trelawny, por su parte, nunca titubeó en su fe. Había muchas cosas que impedían fijar nuestras mentes en la fe o el desengaño. Especialmente, poco después de Arabí Pacha. Egipto no era ningún lugar seguro para los viajeros, y en particular para los ingleses. Pero el señor Trelawny es un hombre que no conoce el miedo y yo, a veces, he pensado que tampoco soy ningún cobarde. Entre los dos contratamos a un grupo de árabes a quienes, uno u otro, habíamos conocido en viajes anteriores al desierto, y en los que, según creíamos, podíamos confiar. Constituíamos un número suficiente para proteger-nos contra las cuadrillas de merodeadores y llevamos con nosotros un gran equipaje. También habíamos obtenido el consentimiento y la cooperación pasiva de cuantos oficiales tenían aún sentimientos cordiales por Inglaterra. Es innecesario añadir que, a este respecto, la riqueza del señor Trelawny tuvo la mayor importancia.

Nos dirigimos a Aswan y, una vez allí, el jeque nos cedió a varios árabes. Después de haber dado nuestra habitual propina, emprendimos el viaje a través del desierto.

Tras mucho ir de un lado a otro, de explorar todos los pasos entre un laberinto de montañas, llegamos cierto día, al anochecer, a un valle semejante al descrito por Van Huyn. Tenia a ambos lados unas altas montañas cortadas a pico, se estrechaba en el centro y se ensanchaba en los extremos oriental y occidental. Al amanecer, estábamos frente a la roca y advertí fácilmente la abertura que había a gran altura y los jeroglíficos que, con toda  evidencia, servían para ocultarla.                      

Pero las señales que engañaron a Van Huyn y a los de su época, e incluso a los de otras posteriores, ya no eran secretos para nosotros. Los estudiosos que dedicaron sus esfuerzos a la egiptología, habían aclarado los misterios del lenguaje egipcio. En la cara esculpida de la roca pudimos leer lo que los sacerdotes tebanos hicieron escribir cerca de cincuenta siglos antes.                    

En efecto, la inscripción exterior era obra de los sacerdotes, y de unos sacerdotes hostiles, sin duda alguna. Inscrita en jeroglíficos, decía así:                     

«Aquí los dioses no acuden, a pesar de todas las llamadas. La "Sin Nombre" los ha insultado y eternamente estará sola. Y no te acerques, viajero, para que la venganza de los dioses no caiga sobre ti.»             

Aquel aviso debió de ser terrible y poderoso en la época en que fue hecho, y aún durante algunos cientos de años después. Incluso cuando el lenguaje en que estaba escrito se había convertido en un misterio para la gente que poblaba aquella tierra. La tradición de tal terror perdura mucho más que su causa. Además, los símbolos utilizados contribuían a acentuar el significado de la advertencia: «eternamente», en lenguaje jeroglífico, se expresa por «millones de años», y este símbolo estaba repetido nueve veces, en tres grupos de tres; y, después de cada grupo, había un símbolo del Mundo Superior, del Mundo Inferior y del Cielo. Y ello para que aquella Solitaria no pudiese tener, gracias a la venganza de todos los dioses, resurrección en el Mundo del Sol, ni en el Mundo de los Muertos y para que tampoco su alma la tuviese en la Región de los Dioses.

Ni el señor Trelawny ni yo nos atrevimos a traducir a nuestros acompañantes el significado de aquel escrito, porque, si bien ellos no creían en la religión que profería aquella maldición, ni tampoco en los dioses con cuya venganza se amenazaba, eran tan supersticiosos que, de conocerlo, no hay duda de que emprenderían la fuga.

Pero su ignorancia y nuestra discreción nos resultaron muy útiles. Acampamos a corta distancia de la roca, al amparo de otra menor situada allí cerca, de manera que nuestros compañeros no pudieron ver continuamente aquella inscripción. Es preciso recordar que el nombre tradicional de aquel lugar. El Valle del Mago, era temible para ellos y, en consecuencia, también para nosotros. Con la madera que llevábamos construimos una escalera a fin de alcanzar la entrada de la tumba. Suspendimos una polea de una viga en lo alto de la roca. Encontramos la gran losa de piedra que, calzada con algunos guijarros, había formado la puerta torpemente dispuesta en su lugar. Su propio peso la mantenía en la posición debida. Para entrar, tuvimos que empujarla hacia adentro y pasamos por encima de ella. Pudimos ver la gran cadena que Van Huyn había descrito. Observamos, sin embargo, abundantes pruebas entre los restos de la puerta de piedra, de que, en otro tiempo, ésta había girado sobre unas bisagras de hierro y de que contaba con los medios necesarios para cerrarse y abrirse desde dentro.

Por fin, el señor Trelawny y yo entramos en el interior de la tumba. Llevábamos con nosotros abundantes luces, que dispusimos a intervalos en nuestro camino, pues esperábamos hacer una inspección general en primer lugar, seguida de un minucioso reconocimiento. A medida que avanzábamos, aumentaban nuestra sorpresa y entusiasmo. La tumba era una de las más llenas de magnificencia y belleza que cualquiera de nosotros había visto. A juzgar por la perfección de las esculturas, las pinturas y el resto de decoración, era evidente que la tumba fue preparada en vida de la persona que debía reposar allí. El dibujo de los jeroglíficos era muy fino y el colorido, soberbio. En aquella elevada caverna, muy alejada de la humedad difundida por las inundaciones del Nilo, todo estaba tan fresco como cuando los artistas acabaron su obra. No pudimos dejar de apreciar que aunque el corte de la roca exterior era obra de los sacerdotes, el alisamiento de la cara de la misma formaba sin duda, parte del proyecto original del constructor de la tumba. El simbolismo de las pinturas y de las hendiduras de las piedras en la parte inferior sugerían esta idea La caverna exterior, en parte natural y en parte excavada, desde el punto de vista arquitectónico, debía considerarse como una antecámara. En su extremo, orientado al este, había un pórtico con muchas columnas excavado en la roca sólida. Los pilares macizos tenían siete caras circunstancia que no habíamos observado en ninguna otra tumba. Esculpida en el arquitrabe se veía la Barca de la Luna, que contenía a Hathor, con cabeza de vaca, llevando el disco y las plumas, y a Hapi, el dios del Norte, con cabeza de perro. Guiaba la barca Hapócrates hacia el Norte, representado por la Estrella Polar rodeada por el Dragón y la Osa Mayor. En esta última, las estrellas que forman el Carro eran mayores que las de-más y estaban llenas de oro, de modo que, a la luz de las antorchas, parecían flamear con especial significado. Penetrando en el pórtico, encontramos dos características arquitectónicas propias de las tumbas excavadas en roca: la Cámara o Capilla y el Pozo, todo ello completo, como observara Van Huyn; aunque, en su tiempo, los nombres dados por los egipcios a estos detalles eran desconocidos. La estela que ocupaba la pared occidental era tan notable que la examinamos minuciosamente antes de proseguir buscando la momia que era objeto de nuestras investigaciones. Aquella estela era una gran losa de lapislázuli, llena de figuras jeroglíficas de pequeño tamaño y gran belleza. Los huecos estaban rellenos de un cemento muy fino, de color bermellón puro. La inscripción empezaba diciendo:

«Tera, reina de los dos Egiptos, hija de Antef, monarca del Norte y del Sur, Hija del Sol, reina de las Diademas.»

Luego, detallaba la historia de su vida y su reinado.

Los signos de la soberanía se consignaban con profusión y adorno verdaderamente femeninos. Las coronas unidas del Alto y Bajo Egipto estaban esculpidas con exquisita precisión. Para nosotros, era nuevo encontrar el Hejet y el Desher —las coronas blanca y roja— en la estela de una Reina; porque, sin excepción, en el antiguo Egipto, sólo las ceñía un rey, aunque también podían verse sobre las cabezas de las diosas. Más adelante, hallamos una explicación. Tal inscripción era algo asombroso, capaz de retener la atención de cualquiera, pero no puede usted imaginarse el efecto que produjo en nosotros. Aunque no éramos los primeros que la veían, sí fuimos las primeras personas que comprendieron el sentido fijado cinco mil años atrás. Pudimos, pues, leer aquel mensaje de los muertos. Refería la vida de quien guerreó contra los dioses antiguos y se envanecía de haberlos dominado, en una época en que la jerarquía pretendía ser el único medio de excitar sus temores o de ganar su buena voluntad.

Las paredes de la cámara superior del Pozo y de la Cámara del Sarcófago estaban llenas de inscripciones. Todas ellas, exceptuando las de la estela, estaban coloreadas con un pigmento de color verde azulado. Y, en efecto, cuando se miraban de lado, se comprobaba que era el de una turquesa india, antigua y descolorida.

Mediante un aparejo que llevamos con nosotros, descendimos al pozo. Trelawny bajó en primer lugar. Su profundidad superaba los setenta pies, pero nunca fue rellenado. El paso que había en el fondo subía hasta la Cámara del Sarcófago y era mucho más largo de lo normal. Tampoco había sido tapiado.

Dentro, encontramos un gran sarcófago de piedra amarilla. No necesito describirlo, porque ya lo ha visto usted en la habitación del señor Trelawny. En el suelo estaba su tapa. No había sido sellada y, en todos sus detalles, era tal y como la describió Van Huyn.

Es innecesario añadir que estábamos excitadísimos al mirar hacia el interior. En cierto modo, nos sentimos desencantados al pensar en lo diferente que debió de ser el espectáculo ofrecido a los ojos del holandés, cuando miró hacia adentro y vio la blanca mano aparentemente llena de vida, asomando por encima de las envolturas de la momia. Allí estaba todavía una parte del brazo blanco, semejante al marfil. No obstante, sufrimos una emoción que no conoció Van Huyn.

El extremo de la muñeca estaba cubierto de sangre seca, como si hubiese sangrado después de la muerte. Los bordes del miembro roto eran desiguales a causa de la sangre coagulada y el hueso blanco que asomaba parecía la matriz de un ópalo. La hemorragia llegó a manchar las pardas envolturas como si fuese óxido. El relato de Van Huyn estaba plenamente confirmado. Con esta evidencia, ya no podíamos dudar de otros detalles referidos por él, como el de la sangre en la mano de la momia o las señales de los siete dedos sobre la garganta del estrangulado jeque.

No le molestaré a usted con detalles de todo lo que vimos o de cómo comprobamos lo que ya sabíamos. En parte se debía a nuestro estudio, el resto lo leímos en la estela de la tumba, en las esculturas y en los jeroglíficos de las paredes.

La reina Tera pertenecía a la undécima dinastía tebana de los reyes egipcios, que dominó entre los siglos XXIX y XXV antes de Jesucristo. Como hija única, sucedió a su padre Antef. Debió de ser una muchacha de carácter extraordinario, así como de una gran capacidad, porque era muy joven a la muerte de su padre. Su juventud y su sexo alentaron a los ambiciosos sacerdotes, que habían anhelado ya un poderío inmenso. Gracias a sus riquezas, a su número y a su saber, dominaban en todo el reino y, más específicamente, en el Alto Egipto. En secreto se disponían a realizar un levantamiento para alcanzar sus atrevidos y bien meditados designios, es decir, la transferencia del poder gubernamental de un rey a una jerarquía. Pero el rey Antef había sospechado tales intenciones, y tomó la precaución de lograr para su hija el apoyo del ejército. También le había enseñado el arte de gobernar y procuró instruirla en la misma ciencia de los sacerdotes. Había utilizado los de un culto contra los de otro, y cada uno de ellos esperaba alcanzar algún beneficio gracias a la influencia del rey o quizá por el poder que pudieran lograr sobre su hija. Así, la princesa se crió entre escribas y ella misma era una artista de bastante mérito. Muchas de estas cosas se referían en las paredes en forma de imágenes o jeroglíficos de gran belleza, y llegamos a la conclusión de que no pocos de ellos habían sido hechos por la misma princesa. No era, pues, sin motivo que en la estela se la llamase protectora de las artes.

Pero el rey había ido más allá, pues enseñó magia a su hija, de manera que ella alcanzó gran poder sobre el sueño y la voluntad. Se trataba de magia verdadera, negra; no la magia de los templos, inofensiva y comúnmente llamada blanca, que tendía más a impresionar que a hacer. Fue muy buena discípula y llegó más lejos que sus profesores. Su poderío y sus recursos le dieron gran-des oportunidades de las que se aprovechó plenamente. Arrancó secretos a la naturaleza valiéndose de mil me-dios raros, e incluso llegó al extremo de meterse en su tumba, donde permaneció envuelta y encerrada en el ataúd, creyéndola muerta los demás por espacio de un mes entero. Los sacerdotes trataron de dar a entender que la verdadera princesa Tera había muerto en el experimento y que fue sustituida, erróneamente, por otra joven; pero ella demostró la falsedad del argumento. Todo esto se refería en unos dibujos de gran mérito. Probablemente, en su época, se impulsó la grandeza artística de la cuarta dinastía, que alcanzó su perfección durante el reinado de Chufú.

En la Cámara del Sarcófago había imágenes y escritos demostrando que la princesa alcanzó una victoria sobre el sueño. En realidad, se veían en todas partes numerosos simbolismos, que sorprendían incluso procediendo de una tierra y de una época donde predominaban. Se daba mucha importancia al hecho de que ella, pese a ser mujer, se arrogaba todos los privilegios de la realeza y de la virilidad. En un lugar, estaba representada llevando trajes masculinos y ciñendo las coronas blanca y roja. En la siguiente imagen aparecía con traje de mujer, pero llevando todavía las dos coronas y, a sus pies, se encontraba el traje masculino. En todos los símbolos en que se expresaba la esperanza o el propósito de la resurrección, se incluía también el signo del Norte y, en muchos lugares, siempre representando importantes sucesos pasados, presentes o futuros, se veía el grupo de las estrellas del carro. Evidentemente, aquella reina consideraba que tal constelación estaba relacionada con ella misma.

Quizá la más notable afirmación, tanto en la estela como en las pinturas murales, era la de que la reina Teba poseía el poder de obligar a los dioses. Eso, dicho sea de paso, no era una creencia aislada en la historia egipcia, pero sí de diferente causa. La reina había grabado en un rubí con forma de escarabajo, adornado con siete estrellas de siete puntas, enérgicas palabras para obligar a todos los dioses de los mundos Superior e Inferior.

En aquella afirmación se expresaba claramente que el odio de los sacerdotes, según ella sabía, le estaba reservado y que, después de su muerte, éstos se esforzarían en suprimir su nombre. Eso era una terrible venganza en la mitología egipcia, porque, sin nombre, nadie, después de la muerte, puede ser presentado ante los dioses, ni tampoco es posible rezar por él. Por tanto, ella planeó que su resurrección se realizara después de largo tiempo, en una tierra situada más al Norte, bajo la constelación cuyas siete estrellas presidieron su nacimiento. A tal fin, su mano tenía que quedar en contacto con el aire, sin envolver, y con ella guardaría la joya de las siete estrellas, para que, habiendo aire a su alrededor, pudiese moverse cuando se desplazase su Ka. Eso, según reflexionamos el señor Trelawny y yo, significaba que su cuerpo podría convertirse en astral a voluntad suya y, por consiguiente, moverse en partículas y unificarse de nuevo cuando a ella le pareciese oportuno. Además, había un párrafo escrito en el que se hacía alusión a un cofrecillo que contenía a todos los dioses, la Voluntad y el Sueño. Estos dos últimos estaban personificados por medio de símbolos. Se añadía que la caja tenía siete lados. Y no nos sorprendió mucho cuando, debajo de los pies de la momia, pudimos encontrar el cofrecillo de siete lados que también ha visto usted en la habitación del señor Trelawny. Bajo las envolturas del pie izquierdo estaba pintado, también en color bermellón, como en la estela, el símbolo jeroglífico de mucha agua, y, debajo del pie derecho, el símbolo de la tierra.

Adivinamos, gracias a este simbolismo, que, siendo su cuerpo inmortal y transferible a voluntad, reinaba a la vez sobre la tierra y el agua, sobre el aire y el fuego. Esto último estaba sintetizado por la luz de la joya, y por el pedernal y el hierro apoyados a un lado de las envolturas de la momia.

Al levantar el cofrecillo, observamos en sus lados las extrañas protuberancias que ya ha podido usted ver. Pero entonces no pudimos explicárnoslas. En el sarcófago había algunos amuletos, pero ninguno de especial valor o significado. Supusimos que podría haber otros dentro de las envolturas o, más probablemente, en el extraño cofrecillo situado a los pies de la momia. No pudimos abrirlo. Notamos señales de que existía una tapa, pero la parte superior y la inferior eran, cada una, de una sola pieza. La finísima línea que corre a poca distancia de la parte superior parecía señalar el punto de unión de la tapa, pero estaba ajustada con tal finura y acabado que apenas se divisaba la solución de continuidad. Era evidente la imposibilidad de moverla. Supusimos que esta-ría cerrada por dentro, y le digo todo esto para que pueda comprender otras cosas que más adelante observará. Por ahora conviene que se abstenga de todo juicio. Han ocurrido tantas cosas extrañas con respecto a esta momia y a los objetos que la rodean, que es preciso creer en algo extraordinario, pues existe la absoluta imposibilidad de reconciliar determinados detalles de lo sucedido con el discurrir ordinario de la vida o de los conocimientos.

Permanecimos en el Valle del Mago hasta que copiamos todos los dibujos y todas las escrituras de las pare-des, del techo y del suelo. Nos llevamos también el sarcófago y la momia, el lapislázuli, el cofrecillo de piedra, los aros, las mesas de piedra rojiza de alabastro, de ónice y de cornalina, así como el almohadón de marfil cuyo arco se apoyaba en unas hebillas, decoradas con unos uroeus labrados en oro enroscados a su alrededor. Nos llevamos también todos los objetos que había en la capilla y en el pozo de la momia, las barcas de madera, sus tripulaciones, las figuras ushaptiu y los amuletos simbólicos.

Al marcharnos, nos llevamos las escaleras para enterrarlas a cierta distancia bajo la arena, al pie de una roca de la que tomamos nota por si nos hiciesen falta más adelante. Nos procuramos un tosco carro y los hombres suficientes para tirar de él, pero la marcha se realizaba con una lentitud terrible, porque temamos una ansiedad extraordinaria de depositar nuestros tesoros en lugar seguro. La noche estaba siempre llena de inquietud para  nosotros, pues temíamos algún ataque de cualquier banda de merodeadores. Pero todavía temíamos más a nuestros compañeros. En resumidas cuentas, no eran sino  hombres rudos, y nada escrupulosos, y hay que recordar  que llevábamos muchos objetos preciosos. Ellos o, por lo  menos, los más peligrosos, ignoraban por qué aquellos objetos eran tan valiosos, pero, en cambio, se imaginaban que transportábamos grandes tesoros. Sacamos la momia del sarcófago y, para mayor seguridad, la encerramos en una caja aparte. Durante la primera noche, hubo dos tentativas para robamos cosas del carro y, a la mañana siguiente, encontramos a dos hombres muertos.

 

   La segunda noche hubo una terrible tempestad, es decir, uno de aquellos espantosos vientos del desierto que dan la sensación de estar indefenso. Nos vimos abrumados por las arenas volanderas. Algunos de nuestros beduinos emprendieron la fuga antes de que la tempestad se desencadenase, con la esperanza de encontrar algún abrigo. Los demás, envueltos en nuestros albornoces, aguantamos el huracán con toda la paciencia posible. Por la mañana, ya pasada la tormenta, salimos de los montones de arena y procedimos a sacar nuestros bultos. Encontramos rota la caja que servia para encerrar a la momia, y ésta había desaparecido. Buscamos por todas partes, excavamos la arena que se había amontonado a nuestro alrededor, pero todo fue en vano. No sabíamos qué hacer, porque Trelawny estaba empeñado en llevar-se aquella momia. Esperamos un día entero con la esperanza de que volviesen los fugitivos beduinos. Teníamos la impresión de que, quizás, se habían llevado a la momia y la devolverían.

  Aquella última noche, poco antes de amanecer, el señor Trelawny me despertó, diciéndome en voz baja al oído: —Hemos de volver a la tumba del Valle del Mago. No muestre, por la mañana, ninguna vacilación cuando yo dé las órdenes. Si pregunta adonde vamos, sospecharán y, entonces, quedará anulado nuestro propósito.

—Muy bien —contesté—. Pero ¿por qué hemos de ir allá?

Su respuesta me impresionó:

—Encontraremos allí a la momia.

—Estoy seguro de ello— y, anticipándose a cualquier duda o réplica, añadió—. Espere y lo verá.

Y, de nuevo, se envolvió en su manta.

Muy sorprendidos se quedaron los árabes cuando regresamos sobre nuestros pasos, y algunos de ellos no se mostraron satisfechos. Hubo muchos roces y algunas deserciones, por lo que, al reanudar nuestro viaje al Este, nuestro séquito era mucho menor. Al principio, el jeque no manifestó ninguna curiosidad acerca de nuestro destino, pero cuando se dio cuenta de que nos dirigíamos al

Valle del Mago, también se mostró preocupado. Su desasosiego aumentó a medida que nos aproximábamos, y, cuando ya estábamos en la entrada de éste, se detuvo negándose a continuar. Dijo que esperaría nuestro regreso, si nos parecía bien ir solos. Permanecería tres días allí y, si al término de ellos, no estábamos de vuelta, se marcharía. Ni siquiera las ofertas de dinero fueron capaces de hacerle abandonar su resolución. Su única concesión fue buscar las escaleras y llevarlas al pie de la roca. Luego, con sus hombres, retrocedió hasta la entrada del valle.

El señor Trelawny y yo tomamos cuerdas y antorchas y, de nuevo, subimos y penetramos en la tumba. Era evidente que alguien había estado allí durante nuestra ausencia, porque la losa de piedra que protegía la entrada estaba tendida en el interior, y colgaba una cuerda desde la cumbre de la roca. Dentro, vimos otra cuerda suspendida en el pozo de la momia. Nos miramos el uno al otro sin pronunciar palabra y, usando nuestra propia soga, Trelawny descendió en primer lugar. Yo lo seguí inmediatamente. Cuando nos reunimos al pie del pozo, se me ocurrió que quizá habíamos caído en una trampa, pues alguien podía cortar la cuerda que nos había servido para descender y, de este modo, quedaríamos allí encerrados para siempre. Aquella idea era espantosa, pero ya había pasado la oportunidad de remediarlo. Guardé, en consecuencia, silencio. Ambos llevábamos antorchas, de manera que teníamos suficiente luz para entrar en la cámara donde estuvo el sarcófago. Lo primero que vimos fue que el lugar estaba completamente vacío. A pesar de los magníficos adornos, la tumba parecía un lugar desolado, a causa de la ausencia del gran sarcófago, que se notaba más todavía por la excavación del suelo que había ocupado. Se notaba también la falta de los jarros de alabastro y de las mesas que contenían los objetos, la comida para uso del muerto y las figuras ushaptiu. Pero lo que más aumentaba el aspecto de desolación era la vendada figura de la momia que yacía en el suelo, en el mismo lugar antes ocupado por el sarcófago. A su lado, y en las extrañas y contorsionadas actitudes de la muerte violenta, vimos a tres de los árabes que habían desertado de nuestro grupo. Sus rostros estaban negros, y sus manos y cuellos sucios por la sangre que surgió de sus bocas, narices y oídos.

En la garganta de cada uno se veían unas huellas, ya ennegrecidas, de una mano de siete dedos.

Trelawny y yo nos acercamos, llenos de temor y de pasmo, mientras examinábamos la escena. Lo más prodigioso era que, sobre el pecho de la momificada rema, se veía una mano de siete dedos blanca como el marfil, cuya muñeca sólo mostraba una cicatriz en forma de línea roja y sinuosa, de la que aún parecían caer gotas de sangre.

 

XII. EL COFRECILLO MÁGICO

 

Al recobrarnos de nuestro asombro, transcurrido ya un rato muy largo, no perdimos mucho tiempo en sacar a la momia ni en subirla por el pozo. Yo subí primero para sujetarla por la parte superior y, al mirar hacia abajo, vi al señor Trelawny que levantaba la mano cortada para guardársela en el pecho, sin duda para ponerla a salvo de un extravío o de algún daño. Abandonamos el lugar donde estaban los cadáveres de aquellos hombres. Con las cuerdas bajamos hasta el suelo nuestra preciosa carga y, seguidamente, la llevamos a la entrada del valle, donde debía aguardarnos nuestra escolta, pero, con gran asombro, encontramos a los hombres dispuestos a emprender la marcha. Cuando recriminamos al jeque por eso, contestó que había cumplido su promesa al pie de la letra, pues esperó tres días enteros según se convino. Yo imaginé que mentía para disimular la mezquina intención de abandonarnos, y, más tarde, al comparar mis notas con las de Trelawny, comprobé que él había sospechado lo mismo. Pero, al llegar a El Cairo, nos convencimos de que aquel hombre tenía razón. Entramos por segunda vez en el pozo de la momia el 3 de noviembre de 1844; teníamos buenas razones para recordar aquella fecha.

En tal exploración perdimos tres días enteros, que desaparecieron de nuestra vida mientras permanecimos maravillados en aquella morada de los muertos ¿Era pues, de extrañar que tuviésemos ciertos temores supersticiosos con respecto al cadáver de la reina Tera v todo cuanto le pertenecía?

Llegamos, por último, a El Cairo y, desde allí, fuimos hasta Alejandría, donde debíamos tomar el barco de las Messagenes Marítimos, para dirigimos a Marsella Desde allí cogeríamos el Expreso para Londres, pero, como dice el poeta:

«Los mejores planes de los hombres y de los ratones se frustran a veces».

En Alejandría, Trelawny encontró un cable que le esperaba informándole de que su esposa había fallecido al dar a luz a una niña. El apenado viudo emprendió inmediatamente la marcha por medio de Orient-Express y yo solo tuve que encargarme de llevar los tesoros a una casa en que reinaba la tristeza. Llegué a Londres sin novedad, pues parecía que la buena fortuna nos acompañase en el viaje. Al llegar a esta casa, hacía ya mucho tiempo que se había celebrado el funeral. La niña fue confiada al cuidado de una nodriza y el señor Trelawny consiguió dominar su pena hasta el punto de poder reanudar los hilos rotos de su vida y de su trabajo. Pese a todo aquella muerte le causó un dolor inmenso, como lo de-' mostraba el cabello gris que apareció en sus sienes y la mayor severidad de sus facciones. A partir del momento en que recibió el cable en Alejandría, nunca más volví a verle sonreír. En tales casos, lo mejor es el trabajo y a él se entrego en cuerpo y alma. La extraña tragedia de su perdida y ganancia, porque la niña nació con la muerte de la madre, ocurrió precisamente mientras nosotros estábamos sumidos en aquel trance dentro del pozo de la momia. Todo parecía, más o menos, relacionado con los estudios de egiptología del señor Trelawny y, especialmente, con los misterios referentes a la reina. Me habló muy poco de su hija, pero era evidente que en él luchaban dos fuerzas. Pronto pude advertir que idolatraba a la niña, pero que nunca podría olvidar la circunstancia de que su nacimiento costase la vida a su madre. Había también otra cosa que llenaba de dolor el corazón de aquel padre, aunque él nunca quiso decirme qué era. Sin embargo, una vez, en un momento de descuido, me dijo: «Se parece muy poco a su madre, pero tanto en sus facciones como en el color de su tez tiene una maravillosa semejanza con las imágenes de la reina Tera.» Añadió que la había confiado a unas personas capaces de darle los cuidados que él no podría dedicarle, y que, hasta la edad adulta, gozaría únicamente de los placeres sencillos y propios de una muchacha. Yo quería hablar de ella con el señor Trelawny pero él se encerraba entonces en un mutismo extremado. Una vez, me advirtió que existían razones para que no me hablase más de lo necesario porque, algún día, yo lo sabría y lo comprendería todo.

Respeté su reticencia y, después de preguntar por la niña a mi regreso de cualquier viaje, nunca volví a hablar de ella. No la había visto hasta que la conocí en presencia i de usted.

Cuando los tesoros que sacamos de la tumba estuvieron ya aquí, el señor Trelawny tomó sus disposiciones. La momia, a excepción de la mano cortada, la colocó, dentro del gran sarcófago, en el hall. El féretro había sido labrado por el sumo sacerdote tebano Uni, y, como habrá |observado, tiene multitud de inscripciones en las que se hacen maravillosas invocaciones a los antiguos dioses de Egipto. Las demás cosas de la tumba las colocó en su misma habitación, según ya ha visto usted. Entre ellas, y por razones que él debía conocer, puso la mano de la momia. Creo que la considera como el más precioso de sus tesoros exceptuando, quizá, una cosa, o sea, el rubí tallado al que da el nombre de Joya de las Siete Estrellas, que guarda en esa caja de caudales, cerrada y protegida por varios mecanismos, como ya sabe usted.

  Es posible que este relato le parezca aburrido, pero tenía que contárselo para que comprenda la situación actual. Mucho después de mi regreso con la momia, el señor Trelawny volvió a hablar conmigo del asunto. Varias veces estuvo en Egipto, algunas conmigo y otras solo y yo también había realizado varios viajes, por mi propia cuenta o por indicación suya, pero, en todo este tiempo, es decir, durante cerca de dieciséis años, nunca volvió a hablar del asunto si no lo exigían las circunstancias.

  Una mañana temprano me hizo llamar a toda prisa. Yo estaba estudiando en el Museo Británico y había alquilado unas habitaciones en Hart Street. Al llegar aquí lo vi muy excitado, quizá como en el momento en que se enteró de la muerte de su esposa. Me llevó inmediatamente a su habitación, cuyas ventanas estaban cerradas impidiendo la entrada de ningún rayo de luz diurna. Las luces acostumbradas no estaban encendidas, pero, en cambio, iluminaban la estancia unas cuantas lámparas eléctricas muy poderosas, por lo menos de cien bujías cada una, dispuestas a un lado de la estancia. La mesita en la que se hallaba el cofre heptagonal había sido llevada al centro de la estancia, y el objeto tenía un aspecto maravilloso a la luz, hasta el punto de que parecía resplandecer algo en su interior.

  —¿Qué le parece? —interrogó.

  —Tiene aspecto de joya —afirmé—. Bien hace usted en llamarle el Cofre Mágico, porque muchas veces lo parece. Incluso podría creerse que está vivo.

  —¿Y sabe usted por qué?

—Supongo que se deberá al resplandor de la luz.

—Desde luego —reveló—, pero más bien se debe a la disposición de la luz.

Mientras hablaba, encendió las luces habituales de la estancia y apagó las otras. El efecto de aquella maniobra en el cofrecillo fue sorprendente. Era todavía un cofre muy bonito, pero parecía de piedra y nada más.

—¿No ha observado usted nada en la disposición de las lámparas? —me preguntó el señor Trelawny.

—No.

—Están dispuestas en la misma forma que las estrellas del carro de la Osa Mayor, es decir, como las estrellas grabadas en el rubí.

Me impresionó aquella noticia y presté la mayor atención cuando el señor Trelawny añadió:

—Durante dieciséis años nunca he dejado de pensar en aquella aventura ni de buscar alguna pista que nos aclarase los misterios que presenciamos, pero nunca, hasta la noche pasada, encontré algo parecido a una solución. Quizá la he soñado, porque se me apareció de repente. Salté de la cama con el propósito de hacer algo, incluso antes de saber qué sería. Instantáneamente tuve la idea. En las escrituras de las paredes de la tumba había alusiones a las siete estrellas de la Osa Mayor, que constituyen el Carro, y también se citaba con frecuencia al Norte. Igualmente, se hacían repetidas referencias a la Caja Mágica, como nosotros la llamamos. Ya habíamos observado esos espacios translúcidos peculiares en la piedra de la caja, y recordará usted que la escritura jeroglífica decía que la joya procedía del corazón de un aerolito, y que el cofre también fue tallado con el mismo material. Me dije que podía darse el caso de que la luz de las siete estrellas, brillando en la dirección debida, pudiese tener algún efecto sobre la caja o su contenido. Levanté la persiana y miré al exterior. El Carro se veía muy alto en el cielo y, tanto sus estrellas como la Polar, estaban frente a la ventana. Acerqué la mesa con el cofre y orienté éste de manera que los puntos translúcidos se hallasen en la dirección de las estrellas. En el acto, el cofre empezó a resplandecer, según acaba de ver a la luz de las lámparas, aunque entonces su resplandor era más suave. Esperé largo rato, pero el cielo se nubló y la luz murió al fin. De inmediato, me procuré unas cuantas lámparas y probé su efecto. Me costó un tanto disponer-las en correspondencia con las partes translúcidas de la piedra, pero, en cuanto lo logré, ese objeto volvió a resplandecer. Sin embargo, no pude conseguir nada más. Sin duda alguna faltaba algo. Se me ocurrió que, si la luz tenia algún efecto, habría en la tumba un medio de producirla, ya que allí no se podía contar con el brillo de las estrellas. De pronto, todo se hizo claro para mí. Puse el Cofre Mágico sobre la mesa y noté que ésta tenia algunas protuberancias que correspondían a la forma de aquél y también a las estrellas de la constelación. Por consiguiente, en aquellos puntos de la mesa era preciso disponer algunas luces. Solamente nos faltaba encontrar las lámparas apropiadas. Probé de colocar las eléctricas en las protuberancias indicadas, pero su resplandor no transcendía a la piedra. Eso me dio a entender que existirían, sin duda, algunas lámparas especiales para este fin, y que, si lograba encontrarlas, daría un paso definitivo para solucionar el misterio.

—¿Y dónde están esas lámparas? —inquirí— ¿Dónde se podrán hallar? ¿Y cómo las reconoceremos en el caso de encontrarlas?

—Cada cosa a su tiempo. Su primera pregunta contiene todas las demás. ¿Dónde están esas lámparas? Pues, sencillamente, en la tumba.

—¿En la tumba? —exclamé sorprendido—. ¿No recuerda, acaso, que los dos buscamos allí y nos lo llevamos todo? No había la menor señal de ninguna lámpara.

Mientras yo hablaba, él desenrolló unas grandes hojas de papel, que extendió sobre la mesa tras poner unos libros sobre sus bordes. Reconocí las copias que habíamos hecho de las escrituras de la tumba y, entonces, él dijo lentamente:

—¿Recuerda usted que, cuando estábamos allí, nos extrañó no hallar una cosa habitual en las tumbas?

—En efecto. No había serdab.

—El serdab —añadió el señor Corbeck volviéndose a mí— es una especie de nicho excavado en la pared de la tumba. Los examinados hasta ahora no tienen ninguna inscripción, y sólo guardan las efigies de los muertos que ocupan la tumba.

Luego continuó con su narración:

—Cuando Trelawny notó que había comprendido su idea, agregó con el entusiasmo propio de otros tiempos:

—He llegado a la conclusión de que debe haber un serdab muy secreto. Hicimos una tontería al no pensar antes en esto, porque podíamos suponer que el constructor de esa tumba, o mejor dicho, la mujer que la hizo construir, y que, en otros detalles, demostró poseer un gran sentido de la belleza y la minuciosidad, no habría olvidado tal característica arquitectónica. Por consiguiente, no hay duda de que existe un serdab y, cuando lo descubramos, encontraremos las lámparas. Quiero rogarle a usted que emprenda de nuevo el viaje a Egipto, busque la tumba, halle el serdab y, finalmente, traiga las lámparas.

—¿Y si no hay serdab o, dentro de él, no están las lámparas? —objeté.

—En tal caso será preciso que las busque hasta dar con ellas.

Me mostré dispuesto a obedecer y él, señalando una de las hojas de papel, contestó:

—Aquí está la copia de las pinturas y relieves de la capilla en sus lados Este y Sur. La he consultado de nuevo y he visto que en siete lugares, alrededor de esta esquina, se encuentran los símbolos de las constelaciones que nosotros llamamos el Carro y que, según creía la reina Tera, presidían su nacimiento y su destino. Todas estas representaciones de estrellas son correctas desde el punto de vista astronómico y es de creer que, así como en el cielo algunas de estas estrellas señalan la Polar, todas las representadas en la tumba indican el lugar de la pared en donde se encuentra el serdab. Cuando esté usted de nuevo en la tumba, examine este punto. Probablemente, hay algún resorte o mecanismo para abrir el receptáculo. Una vez allí, ya verá cómo lo descubre.

A la semana siguiente emprendí el viaje y no descansé hasta hallarme de nuevo en la tumba. Pude encontrar a algunos de nuestros antiguos porteadores. Pero, además, contraté a otros. Sin embargo, en el país reinaban otras condiciones y ya no necesité tomar gente armada.

Me encaramé a la tumba yo solo. No tuve ninguna dificultad, porque, en aquel clima excelente, la escalera que habíamos hecho años atrás se conservaba muy bien. Me resultó fácil advertir que, en aquel intervalo, hubo otros visitantes en la tumba, y se me cayó el alma a los pies al pensar en la posibilidad de que alguno hubiese descubierto el escondrijo secreto. Sería, en realidad, un amargo descubrimiento el notar que alguien se me había anticipado y que, por lo tanto, mi viaje había sido en vano.

Sentí, en efecto, aquella amargura, cuando levanté la antorcha y orienté su luz por entre las columnas heptagonales de la capilla. Allí, en el lugar en que había esperado encontrarla, estaba la abertura del serdab y noté que éste se hallaba vacío.

  No le ocurría lo mismo a la capilla, porque, cerca de su entrada, estaba el cadáver descompuesto de un árabe. Examiné las paredes para comprobar si la suposición de Trelawny era correcta y observé que, en efecto, las estrellas de la constelación indicaban un punto situado a la izquierda, en el lado Sur de la abertura del serdab, donde había una sola estrella de oro.

  La presioné y noté que cedía. La piedra que constituía la parte delantera del serdab se movió ligeramente. Al examinar mejor el lado opuesto de la abertura encontré un punto similar indicado por otra representación de la constelación, concretamente por una figura de siete estrellas, cada una de las cuales era de oro bruñido. Las oprimí todas, una tras otra, pero sin resultado. Al momento, se me ocurrió la idea de que el muelle que abría el  serdab estaba a la izquierda y que, el de la derecha,  quizá, estaba destinado para que, simultáneamente, pulsase todas las estrellas una mano de siete dedos. Utilizando ambas manos, conseguí presionar correctamente.

   Con un fuerte chasquido apareció de repente una figura acerada y la piedra volvió despacio a su lugar, cerrándose. Aquella figura que sólo pude entrever se parecía al  temible guardián que, según el historiador árabe Ibn- Abd-Alhokin, el constructor de las pirámides, el rey  Saurid Ibn-Salhouk, colocó en la pirámide occidental  para defender su tesoro. Era una figura de mármol, en  pie, que empuñaba una lanza; y, sobre su cabeza, estaba  enroscada una serpiente. Cuando se aproximaba alguien,  la serpiente le mordía en un lado, se le enroscaba en el  cuello, lo mataba y, rápidamente, regresaba a su sitio.

Me di cuenta de que tal figura no había sido colocada allí como un juego, y que desafiarla no era cosa de broma. El árabe muerto a mis pies era una prueba de lo que podía hacer. Examiné de nuevo la pared y pude observar algunas pequeñas huellas, como si alguien la hubiese golpea-do con un pesado martillo. Sin duda, el ladrón de tumbas era más experto en su trabajo de lo que fuimos nosotros, pues sospechó la existencia de un serdab oculto y se dispuso a encontrarlo. Casualmente hizo funcionar un resorte secreto y puso en libertad al tesorero vengador, según lo llamaba el escritor árabe. Lo ocurrido era evidente. Encontré un pedazo de madera y, situándome a una distancia prudente, hice presión sobre la estrella. En el acto, retrocedió la piedra y la oculta figura se asomó dando una lanzada. Levantó el arma y desapareció. Me dije que ya podía pulsar sin peligro las siete estrellas y así lo hice. De nuevo, retrocedió la piedra y el tesorero se ocultó otra vez. Repetí el experimento y siempre me dio el mismo resultado. Me habría gustado examinar el mecanismo de aquella figura mortífera, pero, para ello, me faltaban herramientas. Espero que algún día pueda regresar bien equipado para aclarar este punto.

Tal vez ignore usted que la entrada de un serdab suele ser muy estrecha, de manera que, a veces, apenas se puede meter la mano. Viendo aquel serdab pensé dos cosas: la primera, que las lámparas, si en efecto estuvieron allí, no podían ser de gran tamaño; y, en segundo lugar, que, en cierto modo, estarían relacionadas con Hathor, cuyo símbolo, el gavilán, estaba tallado en relieve en la pared interior y pintado del mismo color bermellón que ya vimos en la estela. Hathor es la diosa que, en la mitología egipcia, corresponde a la Afrodita de 'los griegos, pues también preside la belleza y los placeres. Pero, en la mitología egipcia, cada uno de los dioses tiene muchas formas, y en ciertos aspectos, Hathor tiene algo que ver también con la idea de la resurrección. Hay siete formas o variantes de la diosa. ¿Por qué no habrían de corresponder con las siete lámparas? Estaba ya convencido de la existencia de éstas. El primer ladrón de la tumba encontró la muerte, pero el segundo se apodero del contenido del serdab. La primera tentativa se llevo a cabo muchos años atrás, como lo demostraba el estado del cadáver. En cambio, no tenia ningún indicio referente a la segunda tentativa. Podía haber ocurrido hacia mucho tiempo o recientemente. Pero, lo más probable era que las lámparas hubiesen sido robadas en una época ya relativamente antigua. En definitiva, seria todavía más difícil la misión de encontrarlas.

Eso ocurrió hace cosa de tres años y, desde entonces, me convertí en un personaje de las Mil y Una Noches, pues andaba buscando lámparas viejas, aunque no las cambiaba por otras nuevas, sino por dinero. No me atrevía a decir lo que estaba buscando y menos aún aventurar una descripción, porque eso habría frustrado todos mis planes. Pero, desde el principio, tuve ya una vaga idea de lo que debía hacer. A medida que pasaba el tiempo mi camino se hacía más claro, hasta que, por último, ya no tuve ninguna duda.

Ocuparían todo un volumen los engaños que sufrí y las búsquedas inútiles que llevé a cabo. Pero, sin embargo, perseveré. Por último, hace menos de dos meses, un tratante de trastos viejos, en Mossul, me mostró una de las lámparas que andaba buscando. Hacia ya más de un año que le estaba siguiendo la pista. No sé cómo me contuve al ver que estaba cerca de alcanzar el éxito. Pero ya estaba yo adiestrado en argucias del comercio oriental de modo que el vendedor encontró a un digno contrincante. Antes de comprar cosa alguna, quise ver todas sus mercancías y él me mostró los objetos uno a uno hasta que de entre un montón de basuras, saco siete lámparas distintas, cada una de ellas con una marca característica, aunque todas tenían algún símbolo de Hathor. Creo que conseguí destruir la imperturbabilidad del vendedor de antigüedades gracias a la importancia de mis compras, porque, para que no adivinase lo que yo  andaba buscando, prácticamente le vacié la tienda. Alhn se echó casi a llorar diciendo que, por poco, le había  arruinado, pues no le quedaba nada que vender. Y se  habría arrancado los cabellos de saber el precio que yo  estaba dispuesto a pagar por algunos de los objetos que el menos estimaba. Antes de emprender el viaje, me desprendí de la mayor parte de mis compras a un precio  normal. Y no me atrevía a regalar aquellos objetos para  no despertar sospechas. Viajé con toda la rapidez posible  en aquellos países, y llegué a Londres llevando solamente las lámparas, algunos otros objetos diminutos y papiros recogidos en mis viajes.

 

    Ahora, señor Ross, sabe usted tanto como yo, y confío  a su discreción lo que le parezca conveniente explicar a  la señorita Trelawny.

    —¿Por qué nombra usted a la señorita Trelawny.'

  —preguntó una voz a su espalda—. Está aquí.

    Nos volvimos sobresaltados y, al instante, nos lanzamos una mirada interrogadora. La señorita Trelawny   estaba en la puerta e ignorábamos si se había enterado de gran parte de lo dicho por el señor Corbeck.

 

XIII. EL DESPERTAR

 

—¿De qué han hablado ustedes esta vez, señor Ross? —preguntó la joven—. Supongo que el señor Corbeck le ha relatado todas sus aventuras en el viaje para buscar las lámparas. Espero que algún día, señor Corbeck, me haga el mismo relato, pero eso lo dejaremos para cuando mi padre esté mejor. Estoy segura de que a él le gustaría contármelo todo en persona o, por lo menos, estar presente cuando lo hiciera usted. Ahora comprendo lo que dijo usted cuando llegó. Esperaré y confío en que no sea por mucho tiempo, pues me parece que va a cambiar, en breve, el estado en que se encuentra mi padre. Hace poco rato salí a calmar mis nervios excitados y ahora voy a dar un paseo por el parque. Estoy segura de que me hará mucho bien, y, señor Ross, le ruego que vaya al lado de mi padre durante mi ausencia. Así podré estar tranquila. —Inmediatamente me puse en pie, alegrándome de que la joven saliese a pasear. Me dirigí a la habitación del enfermo y ocupé mi sitio acostumbrado. La señora Grant estaba de guardia y, en cuanto me vio entrar, salió a ocuparse de otras cosas. Estaban levantadas las cortinas y, gracias a la orientación norte de la entrada, la claridad no era excesiva.

Permanecí largo rato pensando en lo que acababa de oír, cuando, de pronto, escuché una fuerte voz proceden-te de la cama, y, levantando los ojos, vi que el enfermo estaba despierto y me hablaba:

—¿Quién es usted? ¿Qué hace aquí?

Me quedé tan sorprendido, que sólo pude contestar:

—Me llamo Ross y ahora estaba vigilándole a usted.

—¿Vigilándome? ¿Qué quiere usted decir? ¿Por qué? —Haciendo una pausa, añadió—: ¿Es usted médico?

—No señor —repuse sonriendo.

—Pues, entonces, ¿por qué está aquí? Si no es médico, ¿quién es usted?

—Soy abogado —informé— pero, sin embargo, no estoy aquí con este carácter, sino, simplemente, como amigo de su hija. Quizá por saber que era abogado, se decidió en el primer momento a rogarme que viniese, cuando se figuró que usted había sido victima de un asesinato. Después, fue lo bastante bondadosa como para considerarme su amigo y permitirme que permaneciese aquí, de acuerdo con el expreso deseo de usted de que se quedase alguien a vigilarle.

El señor Trelawny era, sin duda, un hombre de rápidas ideas y de pocas palabras. Mientras yo hablaba, me miró fijamente, como si me atravesara con sus ojos. De momento, no replicó, como si aceptase mis palabras, pero, de pronto, exclamó:

—¿Ella se figuraba que yo había sido asesinado? ¿Ocurrió esta noche?

—No, señor. Cuatro días atrás —contesté, con gran extrañeza por su parte.

Hasta entonces había permanecido sentado en la cama. Hizo un movimiento, como si quisiera ponerse de pie, pero, conteniéndose, rogó:

—Cuéntemelo usted todo. Todo cuanto sepa, sin omitir ningún detalle. Pero, antes, haga usted el favor de cercionarse de que está cerrada la puerta, porque me interesa mucho enterarme de la situación antes de ver a nadie.

Esas palabras me dieron a entender que me aceptaba como excepción, cosa que, dados mis sentimientos por su hija, me resultó agradable. En cuanto volví, tras haber cerrado la puerta, lo encontré sentado en la cama y me dijo:

—Adelante.

Obedeciendo sus deseos, le di toda clase de detalles, incluso los más pequeños que pude recordar de todo lo ocurrido a partir del momento de mi llegada a la casa. Desde luego, nada dije de mis sentimientos con respecto a Margarita y sólo hablé de aquellas cosas, que, sin duda, mi interlocutor conocía ya. Con respecto a Corbeck, me limité a decir que había traído algunas lámparas que estuvo buscando y, luego, le hablé de que las había perdido para, finalmente, encontrarlas en la casa.

El señor Trelawny me escuchaba, dando pruebas de un dominio sobre sí mismo que me pareció maravilloso. De vez en cuando, pronunciaba algunas palabras para si, como si fuesen un comentario inconsciente. El aspecto misterioso de todo lo sucedido, que tanto me preocupaba, parecía carecer de interés para él y cuando le conté la ansiedad que sufría su hija por su estado, el cuidado que le había dedicado y el tierno amor de que dio muestras, pareció muy conmovido y aun sorprendido. Al rato, oí que, en voz muy baja, pronunciaba el nombre de la joven.

En cuanto terminé mi narración, que interrumpí al referirme al momento en que la señorita Trelawny salió a dar un paseo, mi interlocutor guardó silencio por espacio de dos o tres minutos, aunque a mi me parecieron interminables. Seguidamente, se volvió hacia mi y, en tono vivo, exclamó:

—Ahora hábleme de si mismo.

Advertí que en sus labios había una leve sonrisa, cosa que me dio algún ánimo y, sin abandonar su mirada, empecé a hablar:

—Como ya le dije antes, me llamo Ross, Malcolm Ross, de profesión abogado y puedo añadir que he logrado algunos éxitos en mi carrera.

—Sí, ya lo sé —corroboró él—, y siempre he oído hablar bien de usted. ¿Cuándo y dónde conoció a mi Margarita?

Yo le referí nuestro primer encuentro y añadí que, en aquella ocasión, habíamos tenido oportunidad de hablar durante largo rato. Dije también que, durante nuestra conversación, pude darme cuenta de la soledad de la joven y que eso me animó a hablarle en tono alentador. Conté que Margarita había manifestado sus deseos de poder vivir más cerca de su padre, a quien amaba, y de estar en relaciones más íntimas con él, de gozar más de su confianza.

—¿Y usted? —me interpeló, de pronto, el señor Trelawny.

—Puedo añadir —declaré— que la señorita Trelawny es una joven de carácter dulce y muy hermosa, cuya mente es tan clara como un cristal.

Dicho esto, hice una pausa y fijé los ojos en el suelo. Al levantarlos nuevamente, vi que el señor Trelawny me miraba con aspecto bondadoso y sonriente. Luego, me tendió la mano y me dijo:

—Malcolm Ross, siempre he oído hablar bien de usted y me han dicho que es un perfecto caballero. De modo que me alegro muchísimo de que mi hija tenga semejante amigo, pero siga usted.

Mi corazón dio un vuelco de alegría, porque el primer paso para ganarme el afecto del padre de Margarita estaba ya dado con éxito.

—Por mi parte —dije—, rogué a la señorita Trelawny que contase conmigo y me permitiese servirla y ayudarla en cuanto se presentase una ocasión oportuna. Ella me prometió hacerlo así, aunque, entonces, yo no tenía la menor idea de que fuese tan pronto y de tal modo. Pero lo cierto es que aquella misma noche fue usted atacado, y la señorita Trelawny, desconsolada y alarmada, me hizo llamar. En cuanto encontró la carta de instrucciones de usted, yo ofrecí mis servicios, que fueron aceptados, como ya sabe.

—¿Y cómo ha pasado usted estos días? —se interesó el señor Trelawny.

Aquella pregunta me sobresaltó, pero dominándome, indiqué:

—Estos días, señor, a pesar del dolor y la ansiedad que nos consumía, y pese también a la pena que sentía la joven a la que he amado más y más a medida que transcurrían las horas, fueron los más felices de mi vida.

El señor Trelawny guardó silencio, mientras yo me arrepentía de haber sido demasiado franco, y al fin, dijo:

—Bien quisiera que su madre pudiese oír tales palabras, porque, sin duda alguna, habrían alegrado su corazón. Pero ¿está usted seguro de eso?

—Conozco mis sentimientos o, por lo menos, me lo figuro.

—No —replicó él—. No me refiero a usted. Pero, en cambio, antes habló de afecto de mi hija por mi y, sin embargo..., ha vivido en esta casa por espacio de un año..., y habló con usted de su soledad, de su aislamiento. Me duele confesar que eso era cierto, pero también he de añadir que durante el pasado año nunca advertí en ella ninguna señal de afecto.

—En tal caso —contesté yo— he tenido la suerte de ver más en pocos días que usted durante toda la vida de su hija.

—No me lo figuraba siquiera —añadió él—. Creí que se mostraba indiferente conmigo y que, de este modo, aunque inconscientemente, se vengaba del abandono en que la tuve durante su juventud. Supuse que tendría un corazón frío..., y no puede imaginarse cuánta es mi alegría al darme cuenta de que me quiere la hija de su madre.

Dicho esto, se hundió en las almohadas. Era evidente que aquel hombre había amado mucho a su esposa. Y, sin duda alguna, le impresionaba más el amor de la joven en cuanto hija de su esposa, que en cuanto hija propia. Y, así, no me extrañó oír que murmuraba:

—¡Margarita! Hija mía. Tierna, fiel, valerosa y fuerte, como su madre..., igual que su madre... —Hizo una pausa y, al rato, exclamó—. ¡Cuatro días! ¡El dieciséis! En tal caso, debemos de estar en veinte de julio —yo afirmé inclinando la cabeza, y él siguió diciendo—. De modo que he permanecido cuatro días sumido en extraño sopor. Eso no me ha ocurrido ahora por vez primera, porque ya en otra ocasión pasé sin sentido tres días enteros, si bien ni lo sospeché siquiera hasta que me dijeron el tiempo transcurrido. Pero, si le interesa enterarse de eso, ya se lo contaré algún día.

Aquella promesa me hizo estremecer de satisfacción. Mientras tanto, el señor Trelawny volvió a la realidad y dijo:

—Mejor será que me levante. Cuando entre Margarita, dígale que estoy bien del todo, porque conviene evitarle toda sorpresa. También le pido el favor de decirle a Corbeck que me gustaría verle tan pronto como me sea posible. Además, quiero ver estas lámparas y oir cuanto tenga que decirme sobre ellas.

Su actitud con respecto a mí, me llenó de alegría. Y cuando ya me disponía a salir, dominado por alegres pensamientos, él, desde la cama, me llamó:

—Señor Ross...

Aquel modo ceremonioso de nombrarme no me gustó. Sin embargo, retrocedí y él, entonces, me dijo:

—Siéntese un momento, porque será mucho mejor que hablemos ahora y no después. Ambos somos hombres y conocemos el mundo. Lo que me ha dicho acerca de mi hija es nuevo para mí, y quiero cercionarme del terreno que piso. Tenga usted en cuenta que no hago ninguna objeción, pero, como padre, tengo deberes que cumplir, quizás penosos. Supongo que no tendré más remedio que resignarme, a juzgar por lo que me ha dicho, y creo que tendrá usted el propósito de pedir su mano.

—Sí, señor. Estoy decidido —confirmé—. Ya después de nuestra entrevista en el río tuve la intención de buscar-le para comunicar mis deseos sobre el asunto. Los acontecimientos me han permitido conocer mucho mejor a su hija, lo que ha confirmado mis primeras impresiones.

—Debo suponer, Malcolm Ross —observó él—, que no ha hecho usted ninguna insinuación a mi hija.

—Por lo menos no le he dicho nada.

—¿Que no le ha dicho nada? Eso es peligroso —replicó él.

—Tenga usted en cuenta que se imponía la delicadeza en vista de la situación —dije—.Así pues, le doy a usted mi palabra de honor de que su hija y yo no somos ahora más que dos buenos amigos.

—Eso me satisface, Malcolm Ross —manifestó el señor Trelawny—, y, desde luego, supongo que hasta el momento en que haya podido hablar con mi hija y le dé permiso, no le hará ninguna declaración. Sin embargo, el tiempo me obliga a actuar rápidamente y he de dedicar mi atención a algunos asuntos tan urgentes y extraños que no me atrevo a perder ni una sola hora. De otro modo, no habría tratado con un nuevo amigo como usted la posibilidad de casar a mi hija y su futura felicidad.

—Le prometo respetar sus deseos, señor Trelawny —concluí mientras abría la puerta.

Oí cómo la cerraba a mi espalda e, inmediatamente, fui en busca del señor Corbeck para comunicarle que el señor Trelawny estaba ya repuesto del todo, lo cual le alegró hasta el punto de empezar a bailar como un loco. De repente, sin embargo, se interrumpió y me rogó que, en lo venidero, me abstuviera de hablar del hallazgo de las lámparas o de las visitas a la tumba realizadas por él mismo y el señor Trelawny si éste no me hablaba antes | del asunto, como, sin duda, no tardaría en hacer. Así se lo prometí y, en seguida, fui a contar el suceso a los ] demás habitantes de la casa. La señora Grant empezó a llorar emocionada y, luego, echó a correr para ver si | podía hacer algo en ayuda del amo, como solía llamarlo. La enfermera se quedó desalentada porque perdía un buen cliente. Pero no tardó en alegrarse de que el señor Trelawny estuviese ya repuesto, y prometió acudir al lado de éste en cuanto la llamasen. Mientras tanto, se ocupó en preparar su maletín. Llamé al sargento Daw al estudio para estar a solas. Se sorprendió al oir la noticia, y, tras breve reflexión, me preguntó:                 

—¿Y cómo ha explicado el primer ataque? El segundo  tuvo lugar cuando ya estaba inconsciente.            

El detective, sin esperar mi respuesta, añadió:      

—Ésta es la razón de que no se lleguen a conocer  muchos casos. Pero, en fin, me alegro de que éste haya terminado bien. Supongo que el señor Trelawny es hombre capaz de obrar juiciosamente y de que ahora, ya repuesto, se ocupará de sus asuntos. Es muy posible, sin embargo, que no haga nada. Y como, al parecer, él esperaba que sucediese algo pero, sin embargo, no solicitó la protección de la policía, deduzco que no desea nuestra intromisión. Y mucho menos que detengamos al culpable para castigarlo. Oficialmente, supongo que se dirá que se trató de un accidente, de una enfermedad o de algo parecido. Por mi parte, me alegro, porque este caso empezaba a preocuparme. Desde luego, le agradeceré a usted que, si algún día lo sabe, me cuente cómo ocurrió todo esto, pues no comprendo de qué manera el señor Trelawny fue sacado de la cama, cómo lo arañó el gato embalsamado y quién hizo uso del cuchillo en la segunda tentativa, ya que maese Silvio no pudo haberlo hecho todo.

Cuando Margarita volvió de su paseo, salí a su encuentro en el hall. Continuaba pálida y triste, pese a que me pareció ver que había recobrado en parte su color. Al verme, centellaron sus ojos y me miró fijamente:

—Ya veo que tiene usted noticias para mí. ¿Está mejor mi padre?

—Sí. ¿Por qué lo supone?

—Lo he visto en su rostro. Voy inmediatamente a su lado.

Y echó a correr, pero la detuve.

—Dijo que ya la avisaría en cuanto estuviese vestido.

—¡Cómo! —exclamó asombrada— ¿Debo pensar que ha recobrado ya el conocimiento? No me imaginaba tan buenas noticias.

Se sentó en la silla más próxima que pudo encontrar y prorrumpió en llanto. Yo estaba impresionado. Ella advirtió mi emoción y, al parecer, comprendió la causa. Hasta aquel momento, yo supe que la amaba y, aunque solo tenía la esperanza de que correspondiese a mi afecto, no había recibido ninguna prueba. Pero cuando observe que me permitía cogerle la mano, y que devolvía la presión de la mía, sonrojándose mientras volvía sus ojos a los míos, ya no tuve ninguna duda acerca de sus sentimientos.

No pronunciamos una sola palabra, porque tampoco era necesario y. por otra parte, quizás no pudiéramos expresar lo que sentíamos. Cogidos de la mano, como dos niños, subimos los escalones que conducían a la puerta de a casa y nos quedamos en el descansillo en espera de la llamada del señor Trelawny.

Al oído, porque resultaba mucho más agradable que hablar en voz alta, le conté cómo había despertado su padre y lo que dijo.

De pronto, sonó un timbre y Margarita se puso en pie poniéndose un dedo en los labios. Al instante, se dirigió a  la puerta de la habitación de su padre y llamó suavemente:

—¡Adelante! —exclamó una fuerte voz.

—Soy yo, papá -dijo Margarita con voz temblorosa en el interior de la estancia, se oyó un paso fuerte v vigoroso. Se abrió la puerta con rapidez, y, un momento después Margarita se vio estrechada por los brazos de su padre. Apenas cambiaron palabras con voces entrecortadas.

—¡Papá! ¡Querido papá!

—¡Querida niña. Margarita! ¡Hija mía!

—¡Oh, papá, por fin!

Ambos entraron en la habitación y se cerró la puerta.

 

 

 

 

XIV. LA SEÑAL DE NACIMIENTO

 

Mientras aguardaba el aviso del señor Trelawny, el tiempo me pareció muy largo, pero, sin embargo, al cabo de un rato y cuando yo estaba más distraído en mis asuntos personales, se abrió la puerta y apareció él, llamándome con un gesto.

—Entre, señor Ross —me dijo con acento cordial, aunque con cierta solemnidad que me impresionó.

Penetré en la entrada y él volvió a cerrar la puerta. Tendió la mano para coger la mía sin soltarla hasta que me llevó ante su hija. Margarita nos miraba alternativa-mente, y cuando estuve muy cerca, el señor Trelawny me soltó y, mirando a su hija, dijo:

—Si la situación es como imagino, no debe haber secretos entre nosotros. Malcolm Ross sabe ya tantas cosas acerca de mis asuntos que, o bien abandona en el acto esta casa o bien debe enterarse mejor todavía. Ahora, Margarita, dime si le permites al señor Ross que vea tu muñeca.

La joven dudó un breve instante y se decidió. Sin decir palabra, levantó la mano derecha para que el brazalete que llevaba, cuyas labradas alas le cubrían la muñeca, se cayese hacia el brazo dejando ésta al descubierto. Entonces sentí un escalofrío, porque pude ver una línea desigual y de color rojizo de la que, al parecer, salían unas manchas rojas semejantes a gotas de sangre. Después de unos instantes, sonó la voz del padre preguntando:

—¿Qué dice usted ahora?

Mi contestación consistió en tomar la mano de Margarita para besarle la muñeca.

—Esta es mi respuesta —afirmé volviéndome al señor Trelawny.

El besó, a su vez, la mano de su hija y dijo:

—Está bien.

Nos interrumpió una llamada a la puerta y, en cuanto el señor Trelawny dio su permiso, apareció el señor Corbeck. Al vemos reunidos hizo un movimiento, como para retirarse, pero el señor Trelawny se lo impidió. Mientras se estrechaban las manos, el padre de Margarita sufrió una transformación, como si hubiese recobrado la juventud y el entusiasmo de otro tiempo.

—¿De modo que usted tiene las lámparas? —gritó casi—. Parece que, en definitiva, estuve acertado. Ahora acompáñeme a la biblioteca, donde estaremos solos, y me lo explicará todo. Y mientras tanto, Ross. hágame el favor de ir a buscar la llave de la caja del banco para que pueda examinar las lámparas.

Luego, los tres se dirigieron a la biblioteca, mientras yo me encaminaba al banco.

Cuando regresé con la llave, los encontré todavía ocupados en la explicación, aunque los acompañaba el doctor Winchester. quien llegó poco después de mi salida. El señor Trelawny, enterado de su mucha bondad y de la atención y los cuidados que le prestó, así como de la obediencia a sus deseos manifestados en la carta, le rogó que se quedara a escuchar.

Todos juntos cenamos pronto y, tras un rato de conversación intrascendente, el señor Trelawny dijo:

—Ahora opino que sería mejor retirarnos para ir a la cama temprano. Mañana tendremos mucho que hablar y esta noche deseo reflexionar.

El doctor Winchester se marchó junto al señor Corbeck, y en cuanto salieron, el señor Trelawny recomendó:

—También creo preferible que esta noche vaya usted a pasarla en su casa. Deseo estar solo con mi hija, pues quiero tratar varias cosas con ella. Quizá mañana pueda comunicárselas también a usted.

Comprendí perfectamente sus sentimientos, pero, sin embargo, aún estaba impresionado por los sucesos de los últimos días y, algo inquieto, objeté:

—Pero ¿no será peligroso9 Si supiera usted como nosotros...

Pero, con gran sorpresa por mi parte. Margarita me interrumpió:

—No habrá ningún peligro, Malcolm, porque yo estaré con papá.

Al mismo tiempo lo cogió del brazo y él añadió:

—Venga usted tan temprano como quiera, Ross. Puede venir a desayunar con nosotros. En resumidas cuentas, usted y yo tendremos que hablar.

Dicho esto, salió de la estancia dejándonos solos. Yo besé la mano de Margarita y ella se acercó a mí. Nuestros labios se unieron por primera vez.

Aquella noche dormí muy poco, pues me lo impedían la felicidad y la ansiedad. Antes de las nueve de la mañana, estaba de nuevo en casa del señor Trelawny. Todos mis temores desaparecieron al ver a Margarita tranquila y sonriente.

—Creo —me comentó en voz muy baja— que papá no ha salido todavía, con la intención de que yo pudiese recibirte a solas.

Después de desayunar, el señor Trelawny nos llevó al estudio y dijo al entrar

   —También he rogado a Margarita que viniese. —Y, una vez estuvimos sentados, exclamó—: Anoche le dije a usted que tendríamos que hablar. Supongo que habrá imaginado que sería sobre usted mismo y Margarita, ¿no es así?

   —En efecto.

   —Pues ha acertado. Margarita y yo hemos hablado y conozco ya sus deseos.

   Dicho esto, me tendió la mano, que yo estreché, y luego besé a Margarita, que se había acercado a mi.

   —Ya conoce usted bastantes detalles acerca de mis expediciones para conseguir esta momia y todos los objetos que le pertenecían. Supongo que también habrá adivinado gran parte de mis teorías. Ahora deseo consultarle sobre un punto en el que Margarita y yo no estamos de acuerdo. Me dispongo a hacer un experimento que coronará veinte años de investigaciones, peligros y trabajo. Gracias a él, podremos averiguar cosas que han estado ocultas a los ojos de los hombres durante muchos siglos. No quiero que mi hija esté presente, porque quizá haya en ello algún peligro considerable y desconocido. Yo he afrontado grandes peligros también desconocidos y lo mismo puedo decir de mis valerosos e inteligentes ayudantes. No tengo ningún inconveniente en exponerme otra vez en beneficio de la ciencia, de la historia y de la filosofía; pero, en cambio, me opongo a que mi hija corra los mismos riesgos. Su vida es demasiado preciosa y más ahora cuando se halla en el umbral de una nueva felicidad. No quiero que entregue su vida como le ocurrió a su pobre madre...

  Se interrumpió apenado, y Margarita acudió a darle un beso, consolándolo con amorosas palabras:

—Recuerda, papá, que mi madre no quiso que permanecieses a su lado cuando conoció tu deseo de emprender aquel viaje a Egipto, a pesar de que entonces aquel país estaba trastornado por una guerra. Bien sabes que te dejó libertad para hacer lo que quisieras y la prueba de que temía por ti está en esta señal de nacimiento. Y ahora yo, hija de tu esposa, he de obrar como lo habría hecho ella.

Luego se volvió a mí y me dijo:

—Ya sabes, Malcolm, que te amo, pero el amor es confianza y debes confiar en mí, tanto en el peligro como en la felicidad. Tú y yo hemos de estar al lado de mi padre ante este peligro desconocido. Los tres saldremos de él o en él pereceremos. Éste es el primer deseo que expreso al que ha de ser mi marido. ¿No crees que tengo razón en mi calidad de hija?

Yo me limité a acercarme a ella y, tomándole la mano, manifesté:

—Señor Trelawny, en este asunto. Margarita y yo no somos más que uno.

Él tomó las manos de ambos, las estrechó y, emocionado, dijo:

—Eso es lo mismo que habría hecho su madre.

El doctor Winchester y el señor Corbeck llegaron exactamente a la hora fijada y se reunieron con nosotros en la biblioteca. A pesar de mi extremada felicidad, comprendí que aquella reunión era solemne. Instintiva-mente, nos sentamos en círculo. El señor Trelawny tenia a la derecha a Margarita y a la izquierda al señor Corbeck. Después de unos instantes de silencio, el dueño de la casa dijo al señor Corbeck:

—¿Lo ha comunicado todo al señor Winchester, según convenimos?

—Sí, señor —contestó el interpelado.

—Pues yo —añadió el señor Trelawny— se lo he dicho ya a Margarita, de modo que todos estamos enterados. —De inmediato, dirigiéndose al doctor le consultó—  ¿Debo entender que, después de todo lo que ya sabe,  desea tomar parte en el experimento que espero poder  realizar?

   —Sin duda alguna. Antes de estar enterado me había  ofrecido ya sin reservas, y ahora que ya sé de lo que se  trata por nada del mundo perdería una ocasión semejan- te. Por otra parte, señor Trelawny, no se preocupe por  mí, pues soy hombre de ciencia e investigador de fenómenos. No tengo parientes y soy libre de hacer lo que quiera  aunque se trate de arriesgar mi vida.

   El señor Trelawny inclinó la cabeza y, volviéndose al  señor Corbeck, le habló así:

   —Hace ya muchos años, mi querido amigo, que conozco sus ideas y su modo de pensar, por lo que no  necesito preguntarle más. Margarita y Malcolm Ross me  han comunicado sus deseos con la mayor claridad —hizo i  una pausa y continuó diciendo—: El experimento que me  propongo realizar consiste en averiguar la existencia de alguna fuerza en la antigua magia. Las condiciones en  que nos hallamos son excelentes. Por mi parte creo firmemente en la existencia de semejante energía. En nuestra época, no sería posible crear, disponer u organizar algo por el estilo; pero estoy seguro de que, en la Antigüedad, existía tal fuerza, que goza de una supervivencia excepcional. En resumen, la Biblia no es un mito y allí hemos leído que el Sol se detuvo por el mandato de un | hombre y que un asno llegó a hablar. Y si la pitonisa de Endor pudo conjurar el espíritu de Samuel, ¿por qué no | podrían existir otras personas con iguales facultades y j por qué algunas de ellas no habrían podido sobrevivir? " En el Libro de Samuel se dice que la pitonisa de Endor  era una entre muchas y que, si Saúl fue a consultarla, se debió a la casualidad. Él sólo buscaba a una de las muchas que expulsó de Israel. Esa reina egipcia era Tera, que vivió cerca de dos mil años antes de Saúl, tenía un familiar y era una maga. Vean ustedes cómo los sacerdotes de su época, y los de otras posteriores, trataron de extirpar su nombre de la faz de la tierra borrándolo y lanzando una maldición sobre la puerta de su tumba para que nadie pudiese descubrir su perdido nombre. Y lo lograron de tal manera, que incluso Manetho, el historiador de los reyes egipcios que escribía en el siglo X antes de Jesucristo, con toda la sabiduría de cuarenta siglos tras él y con la posibilidad de acceso a todas las crónicas existentes, fue incapaz de encontrar su nombre. ¿Y no han adivinado ustedes, al pensar en los últimos sucesos  quién o qué era su familia?

—El gato. El gato momificado —exclamó el doctor—. Ya me lo figuraba.

—Tiene usted razón —corroboró el señor Trelawny sonriendo—. Hay toda clase de indicaciones de que el familiar de la reina maga era ese gato que fue momificado al mismo tiempo que ella. Y no sólo lo metieron en su tumba, sino que también fue colocado en el sarcófago, con su ama. Ese fue el que me mordió la muñeca y me arañó con sus agudas garras.

—En tal caso, mi pobre Silvio está exculpado. Me alegro mucho —observó Margarita.

—Esa mujer —añadió el señor Trelawny— tenía un notable don de previsión. Al parecer, pudo ver claro a través de la debilidad de su propia religión y se preparó para un mundo diferente. Toda su aspiración tendía al Norte. Desde el primer momento, sus ojos debieron sentirse atraídos por las siete estrellas del Carro. Tal vez, según decía en los jeroglíficos de su tumba, porque, a su nacimiento, cayó un gran aerolito de cuyo interior se extrajo la joya de las Siete Estrellas, que ella consideraba como su talismán. Y, al parecer, gobernó de tal manera su destino que todos sus pensamientos y cuidados se concentraban en ella. El Cofre Mágico, tan maravillosa-mente labrado, con siete lados, procedía también del aerolito. El siete era su número mágico, cosa que no debemos extrañar. Recuerden ustedes que tenia siete dedos en las manos y otros tantos en los pies. Poseía ese talismán de precioso rubí, en el cual había siete estrellas en la misma posición que la Osa Mayor, que presidiera su nacimiento, y, además, cada una de estas estrellas tenía siete puntas, lo cual, por sí mismo, ya es una maravilla geológica. No es raro que ella se sintiera atraída por estas coincidencias. Además, según vimos en la estela de su tumba, nació en el séptimo mes del año, aquél en el que empieza la inundación del Nilo. La diosa que presidía tal mes era Hathor, o sea, la diosa de la propia casa de los Antef, de la dinastía tebana y que, en sus varias formas, simboliza la belleza, el placer y la resurrección. También en este séptimo mes, que empezaba en nuestro veintiocho de octubre para terminar el veintisiete de noviembre, en el séptimo día, la estrella extrema del Carro aparece por encima del horizonte entero.

Por consiguiente, de un modo prodigioso, en la vida de esta mujer se agruparon estas circunstancias diversas: el número siete, la estrella polar con la constelación de siete estrellas y la diosa del mes, Hathor, que era su deidad particular y la de su familia, los Antef de la dinastía tebana. Esta diosa era el símbolo del rey y sus siete formas presidían el amor, las delicias de la vida, y la resurrección. En todo eso había mucha base para la magia. Tengan presente también que esta mujer era muy hábil e instruida en las ciencias de su época. Su padre, prudente y sabio, cuidó de que, por medio de la sabiduría, pudiese luchar contra las intrigas de los jerarcas. Recuerden ustedes que en el antiguo Egipto empezó la astronomía y que alcanzó un desarrollo extraordinario, y que la astrología la siguió en su progreso. Y es posible que, en posteriores desarrollos de la ciencia relativos a los rayos lumínicos, podamos observar que la astrología tiene base científica. Tal vez podré decirles a ustedes algo acerca de esto. Piensen que los egipcios conocían ciencias que actualmente, y a pesar de nuestros adelantos, ignoramos en absoluto. La acústica, por ejemplo, era una ciencia exacta y conocida por los constructores de los templos de Kamak y Luxor, y de la Pirámides. También aquellos sabios conocían, sin duda, la manera de utilizar otras fuerzas y, entre ellas, las de la luz, en las que ni siquiera pensamos nosotros. Pero ya hablaré luego de eso. Ese Cofrecillo Mágico de la reina Tera tiene muy extrañas propiedades. Es posible que contenga fuerzas que no sospechamos siquiera. No podemos abrirlo y hemos de suponer que está cerrado por dentro. ¿Cómo? Es un cofrecillo de piedra sólida, de extraordinaria dureza, más parecido a una joya que al mármol corriente y con una tapa igualmente sólida. Y, sin embargo, es tal la finura de su trabajo que la herramienta más delicada de nuestros días no podría insertarse por debajo de la tapa. ¿Cómo fue hecho con tal perfección? ¿Cómo se eligió la piedra para que esos puntos translúcidos concuerden con la posición de las siete estrellas en la constelación? ¿Y cómo se explica que, cuando brillan estas estrellas, aparezca un resplandor interior que se repite en cuanto sitúo siete luces eléctricas en la misma posición que aquéllas? Y, sin embargo, en el cofre no se advierte el menor cambio bajo otra iluminación cualquiera. Repito que este cofrecillo contiene algún misterio de la ciencia. Estoy seguro de que la luz lo abrirá de un modo u otro, ya sea impresionando alguna substancia sensible a sus efectos o liberando alguna fuerza mayor. Confío únicamente en que nuestra ignorancia no pueda cometer alguna torpeza que estropee el mecanismo, quitándonos la posibilidad de aprender una lección extraordinaria, pues seria casi milagroso si conseguimos dilucidarla después de cinco mil años.

Asimismo es posible que, en otro sentido, estén ocultos en este cofre unos secretos que, para bien o para mal, puedan iluminar al mundo. Por las crónicas egipcias, y también por deducción, sabemos que aquel pueblo estudió las propiedades de las piedras y de los minerales con fines mágicos, es decir, que se dedicaba a la magia blanca y negra. Sabemos que algunos de los magos de la Antigüedad podían inducir ensueños de cualquier clase y no tengo ninguna duda de que esto lo conseguían con ayuda del hipnotismo, que era otra de las ciencias conocidas entonces. Gracias a nuestra farmacopea podemos, en cierta medida, inducir ensueños incluso de carácter agradable o terrorífico, según prefiramos. Pero los antiguos parecían ser capaces de gobernar a voluntad cualquier forma o color de ensueño; sabían inducir cualquier idea y de cualquier manera. En este cofre quizás existe un verdadero depósito de ensueños. Tal vez algunas de las fuerzas que haya dentro puedan haber sido ya usadas en mi propia casa.

—Pero, en el caso de que algunas de esas fuerzas fuesen utilizadas —interrumpió el doctor—, ¿quién o qué las puso en libertad en el momento oportuno? Usted mismo y el señor Corbeck fueron sumidos en una especie de trance que duró tres días cuando estuvieron por segunda vez en la tumba de la reina. Y entonces, según me contó el señor Corbeck, el cofrecillo no estaba allí, aunque si la momia. Con toda seguridad, en ambos casos ha obrado una inteligencia activa manejando, quizá, alguna otra fuerza.

—En efecto, había una inteligencia activa —contestó el señor Trelawny— y disponía de una fuerza que nunca falla, el hipnotismo.

—¿Y dónde estará esa fuerza? —preguntó el doctor.

—En la momia de la reina Tera —explicó el señor Trelawny—. Lo que yo sostengo es que la caja o cofrecillo fue preparado para una ocasión especial; como lo fueron las demás cosas que había en la tumba. La reina Tera no se molestó en protegerse contra las serpientes y los escorpiones en aquella tumba excavada en la roca, sino contra las manos humanas, contra los celos y el odio de los sacerdotes que conocían sus verdaderos fines y que, probablemente, habrían tratado de frustrarlos. Lo preparó todo para la resurrección. A juzgar por las pinturas simbólicas de la tumba, opinaba de un modo tan distinto al de sus contemporáneos que esperaba una resurrección de la carne. Eso le ganó el odio de los sacerdotes, quienes, por esta causa, trataron de borrar su nombre, pues había blasfemado de sus creencias y de sus dioses. Todo cuanto podía necesitar para la resurrección estaba contenido en su tumba rocosa. En el gran sarcófago, mucho mayor que el usual, estaba su familiar, el gato, que, según creo, debía de ser un gato tigre. También en la tumba, y en un seguro receptáculo, las jarras que usual-mente contienen los órganos internos embalsamados por separado no contenían más que aceite, por lo que hemos de suponer que al cadáver no le quitaron las entrañas. Por fin, en el sarcófago había el Cofrecillo Mágico sobre el cual reposaban sus pies. Fíjense también en el cuidado con que protegía su facultad de regir los elementos. De acuerdo con su creencia, la mano abierta fuera de las envolturas regía el aire y la joya extraña de las brillantes estrellas, regía el fuego. El simbolismo inscrito en las suelas de sus zapatos le daba predominio sobre el agua y sobre la tierra. Luego les hablaré de la piedra de la estrella. Y, ahora que tratamos del sarcófago, fíjense en cómo guardó su secreto en caso de que allí penetrase algún intruso. Nadie podía abrir el Cofrecillo Mágico sin las lámparas, porque ahora ya sabemos que la luz corriente no era eficaz. La gran tapa del sarcófago no estaba sellada como era habitual, porque ella deseaba regir el aire, pero ocultó las lámparas que, por su estructura, pertenecen al Cofrecillo Mágico, en un lugar donde nadie pudiese encontrarlas de no seguir la indicación secreta preparada únicamente para los ojos de los eruditos. Y, aun así, se protegía contra un posible descubrimiento preparando la muerte del imprudente y casual descubridor. Para eso aplicó la lección tradicional del guardia vengador de la pirámide construida por su antecesor de la. cuarta dinastía en el trono de Egipto.

Supongo que ya habrán ustedes notado que, en su tumba, había ciertos detalles distintos de los corrientes. Por ejemplo, el pozo de la momia, que usualmente estaba lleno de piedras, permanecía abierto. ¿Por qué? Supongo que había tomado sus disposiciones para poder salir de la tumba, una vez hubiese resucitado bajo una personalidad distinta y menos habituada a las penalidades que sufrió en la primera existencia. A juzgar por su intento, había pensado en todo lo que podía permitirle la salida al mundo, pues incluso preparó la cadena de hierro cerca de la puerta rocosa, a fin de poder descender hasta el suelo. Sin duda, supuso que tenía que transcurrir bastante tiempo, porque una cuerda ordinaria se destruiría con el transcurso de los años, e imaginó que, posiblemente, el hierro resistiría.

Ignoramos cuáles eran sus intenciones para cuando volviese a pisar la tierra, y nunca las conoceremos a no ser que sus muertos labios recobren la vida y la palabra.

 

XV. EL PROPÓSITO DE LA REINA TERA

 

A la Joya de las Siete Estrellas, sin duda, la consideraba como el mayor de sus tesoros, pues en ella grabó palabras que, en su tiempo, nadie se atrevía a pronunciar en Egipto.

El señor Trelawny se puso en pie y se alejó. Poco después, regresó llevando en la mano una cajita de oro. En cuanto se sentó nuevamente, la dejó sobre la mesa, la abrió y todos nos inclinamos a contemplarla.

Sobre el fondo de satén blanco, pude admirar un maravilloso rubí de inmenso tamaño. Estaba tallado en forma de escarabajo, con las alas plegadas y las patas y antenas oprimidas contra los lados.

A través del color carmesí de la piedra, se veían siete estrellas, cada una con siete puntas y, en conjunto, reproducían exactamente el Carro de la Osa Mayor. También había algunos jeroglíficos tallados con la mayor precisión.

Cuando todos terminamos de contemplar la piedra, el señor Trelawny la volvió para mostramos el reverso, que no era menos maravilloso, pues imitaba la parte inferior del escarabajo. También tenía algunos jeroglíficos tallados.

—Como ven ustedes, hay dos palabras: una en la parte superior y otra debajo. Los símbolos de la primera representan una sola palabra compuesta de una sílaba prolongada con sus determinativos. Ya saben ustedes que el idioma egipcio era fonético y que todos los símbolos jeroglíficos representaban el sonido. El primer símbolo representaba la palabra mer, la I y las dos elipses puntiagudas a la prolongación de la r final, Mer-r-r. La figura sentada con la mano abierta es lo que se llama la determinativa o pensamiento, y el rollo del papiro aludía a la abstracción. Así, obtenemos la palabra mer, amor, en todo su sentido abstracto, general y más completo. Éste es el hekau que puede regir el Mundo Superior. El símbolo que hay en el reverso es mucho más sencillo, aunque el significado más abstruso. El primer símbolo significa men, habitando, y el segundo ab, el corazón. Se expresa así la idea de habitando en el corazón, lo que en nuestro idioma significa paciencia. Éste es el hekau que gobierna el Mundo Inferior.

Cerró la caja y, haciendo una seña para que nos moviésemos, fue a guardar la joya en el arca. Una vez recobró su lugar, siguió diciendo:

—Esa joya que la reina Tera sostenía en la mano con sus místicas palabras, había de ser, quizá, el factor más importante de su resurrección. Desde el primer momento lo comprendí instintivamente, y por eso guardé la joya dentro de la caja de caudales, de donde ni siquiera el cuerpo astral de la reina Tera podría sacarla. Ya saben ustedes que el cuerpo astral es algo que acepta el misticismo actual y que ya se creía en el antiguo Egipto. Un individuo dotado de facultades extraordinarias, puede, a voluntad, y con la rapidez del pensamiento, trasladar su cuerpo adonde quiera mediante la disolución de sus partículas. Según las antiguas creencias, había varias partes del ser humano. En primer lugar, el Ka o doble, que puede definirse como individualidad abstracta de la personalidad y que poseía una existencia independiente, pudiendo trasladarse de un lugar a otro y llegar al cielo para conversar con los dioses. Luego, había el Ba o alma, que vivía en el Ka y tenía la facultad de ser corpórea o incorpórea a voluntad, poseyendo, a la vez, substancia y forma..., pudiendo abandonar la tumba..., visitar el cuerpo en la tumba... y también reencarnarse. Además, había el Khu, la inteligencia espiritual o espíritu. Y, por fin, los Sekhem o Poderes de un hombre; su fuerza vital personificada. Éstos eran el Khaibit o Sombra, el Ren o Nombre, el Khat o Cuerpo Físico y el Ab o Corazón, en el cual se asentaba la vida. Todo eso componía un hombre. Ya se ve, pues, que aceptando tal división de funciones espirituales, etéreas y corpóreas, ideales y reales, existen todas las posibilidades para lograr una traslación corpórea, siempre guiada por la inteligencia o la voluntad. Todo ello me hace pensar que la reina Tera esperaba poder realizar su propia resurrección cuando lo creyese conveniente. El robo del que fue objeto la tumba, y todo lo que siguió, nos prueban que cada parte de su cuerpo, incluso separada de él, puede ser un punto central o núcleo para la reunión de todas las partículas de su cuerpo astral. La mano que está en mi habitación podría originar la aparición instantánea de la reina en forma camal y también su rápida disolución. Ahora llego al fin de mi demostración. El propósito de la agresión que sufrí fue el de abrir la caja fuerte para extraer la piedra preciosa. Y no dudo de que, en la oscuridad de la noche, esa mano momificada buscase con frecuencia la joya talismán sin poder sacarla de la caja de caudales. Como el rubí no es astral, sólo podía ser extraído del modo ordinario, o sea, abriendo la puerta. Con este fin, la reina utilizó su cuerpo astral y la ferocidad del gato para llevar a la cerradura del arca la llave que pudiese abrirla. Yo lo sospechaba desde hace mucho tiempo, y esperaba, pacientemente, tener reunidos todos los factores necesarios para abrir el Cofrecillo Mágico y resucitar a la reina momificada. Veamos ahora en qué época esperaba la rema Tera que se efectuase la resurrección. Tengan ustedes en cuenta que las constelaciones no se han ofrecido siempre a nuestras miradas en la misma posición de manera que en la época de la reina Tera las estrellas del Carro de la Osa Mayor no tenían la misma forma que en la actualidad. Sin embargo, en todas las representaciones de esta constelación que aparecían en la tumba y en diferentes objetos, se mostraba la forma que hoy conocemos. Si reflexionan ustedes bien, eso indica que la reina Tera se proponía resucitar precisamente en nuestra época, es decir, cuando la constelación tuviese la forma por ella representada en la tumba. En cuanto al Cofrecillo Mágico, estoy persuadido de que se abre solamente ante algún principio de la luz, frente al ejercicio de alguna de sus fuerzas que en la actualidad desconocemos. Pensando en ello se me ocurrió la idea de que, tal vez, el aceite que había en las jarras de la tumba sirviese para este objeto, es decir, para encender las lámparas. Examiné las jarras y encontré un poco de aceite ya espeso. Aunque no rancio. Entonces, lo analicé y me di cuenta de que era aceite de cedro, pues todavía despedía un poco de su aroma. Con una parte del aceite restante hice algunos experimentos útiles. Usted ya sabe, doctor, que el aceite de cedro tiene ciertas propiedades de refracción que no se encuentran en los otros, y que se usa en las lentes de los microscopios para aumentar la calidad de visión Anoche puse un poco en las lámparas que situé cerca de las partes translúcidas del Cofrecillo Mágico. El efecto rúe magnifico y el resplandor luminoso e interior resultó mucho más intenso que con las luces eléctricas. En vista de eso, he pedido aceite de cedro para realizar el experimento completo. Y ya veremos qué sucede

 

 

 

XVI. LA CAVERNA

 

Por la tarde, el señor Trelawny nos llevó a su estudio y, una vez reunidos, continuó con su explicación diciendo:

—Para realizar el experimento hemos de estar completamente aislados, y como aquí eso sería del todo imposible, pues a cada momento nos interrumpirían estropeando nuestros planes, he preparado mi casa de Comualles, que se halla en un promontorio y sólo resulta visible desde el lado del mar. Nos dirigiremos, pues, allí y debo comunicarles que he hecho los preparativos convenientes para trasladar a aquel lugar todo lo necesario, a fin de llevar a cabo nuestro experimento. Igualmente, mandaré allá a los criados necesarios, pero he de rogar a todos ustedes que me ayuden a disponer algunos detalles.

En efecto, cada uno de nosotros, ayudado por los criados, se encargó de dirigir la carga y la salida de las cajas de embalaje ya preparadas, alguna de las cuales era de tamaño y peso considerables.

Terminada esta labor, nos acostamos para seguir trabajando al día siguiente.

Después de comer, cuando ya se marcharon los criados, el señor Trelawny sacó de la caja fuerte el rubí con las siete estrellas y, terminados ya todos los preparativos, nos dirigimos a la estación, donde nos habían reservado un vagón-cama para todos nosotros.

Pasó la noche sin incidentes y como el tren era muy lento y se detenía en todas las estaciones, el viaje nos pareció bastante largo, dándonos ocasión de seguir tratando el asunto que tanto nos interesaba. Llegamos a Weeterton hacia las nueve de la noche y allí nos esperaban ya los carros y camiones para proseguir el viaje hasta la mansión del señor Trelawny. Al llegar, nos impresionó el aspecto de la casa alumbrada por la luna llena. Como dijera su dueño, estaba situada sobre una elevación rocosa y, con toda seguridad, sólo era visible desde el mar, de modo que en aquel lugar estaríamos perfectamente aislados. Dentro de la casa estaba ya todo dispuesto. La señora Grant y los criados habían trabajado muy bien, así que todo estaba limpio y agradable. Nos separamos para ir a lavamos y a cambiamos de ropa después de aquel largo viaje, y luego cenamos en el comedor del lado sur, cuyas ventanas daban al mar.

Acabada la cena, nos reunimos en la habitación que el señor Trelawny se había reservado como estudio y que era contigua al dormitorio. Lo primero que observé al entrar fue una gran caja de caudales, muy parecida a la que tenia en su casa de Londres. Cuando todos estábamos en el estudio, el señor Trelawny se dirigió a la mesa, sacó la cartera y, al palparla, palideció. Con dedos temblorosos la abrió, mientras decía:

—Parece que abulta menos. Supongo que no ocurrirá nada grave.

Los tres hombres nos acercamos a él, pero Margarita permaneció a cierta distancia, serena y tranquila mientras su padre, con gesto de desesperación, abría la bolsita en la que había guardado la joya de las siete estrellas.

—¡Dios mío! —exclamó— ¡Ha desaparecido! Y sin esa piedra no podemos realizar el experimento.

Tales palabras parecieron despertar a Margarita de su éxtasis. De pronto, apareció en su rostro una expresión de dolor, pero se tranquilizó inmediatamente y, sonriendo, dijo:

—Quizá la dejaste en tu habitación, papá, o bien se te cayó de la cartera mientras te cambiabas de ropa.

Todos nos apresuramos a penetrar en la estancia vecina y, de pronto, nos tranquilizamos al ver que, sobre la mesa, se hallaba la joya de las siete estrellas, resplandeciente y bella como nunca.

Tímidamente, miramos hacia atrás y pude notar que Margarita había perdido ya su actitud de extraña calma y serenidad.

Sin decir palabra, el señor Trelawny cogió la joya y todos volvimos a la habitación inmediata. Con el menor ruido posible, abrió la puerta del arca, con la llave que tenia sujeta a su muñeca, y guardó la joya. En cuanto cerró la caja, pareció respirar más tranquilo.

Los demás también nos tranquilizamos y, al rato, nos dispusimos a esperar la llegada de los carros.

Poco tardaron en aparecer y, de nuevo, tuvimos que trabajar como locos para dirigir la descarga y el transporte de los bultos.

Pero, en muy escasos minutos, quedó terminada la faena, y como ya era hora de acostarse, cada uno de nosotros se retiró a su respectiva habitación con la esperanza de que la noche transcurriera en calma como, en efecto, sucedió.

A la mañana siguiente, desembalamos los objetos traídos y los colocamos en los lugares señalados. Más tarde, se dio la orden de que al día siguiente todos los criados regresasen a Londres en compañía de la señora Grant

En cuanto estuvimos solos en la casa, el señor Trelawny nos llevó de nuevo a su estudio y nos dijo:

—Ahora debo revelarles un secreto, aunque antes me han de prometer que nunca lo comunicarán a nadie. Durante más de doscientos años esta promesa se ha exigido a las personas a quienes se descubría y, más de una vez, la vida y la seguridad dependieron del exacto cumplimiento de tal promesa.

Todos nosotros nos apresuramos a asegurarle nuestra discreción y, entonces, él informó:

—En esta casa hay un lugar secreto, una cueva natural agrandada y perfeccionada por la mano del hombre. Está debajo de esta misma casa y, desde luego, no me atreve-ría a asegurar que siempre se haya utilizado con fines legales. Muchos condenados por delitos políticos se han refugiado en ella, y por esta razón, se sigue guardando el secreto de su existencia.

Dicho esto se puso en pie y los demás le imitamos. Nos dejó en el hall exterior y siguió andando por espacio de unos minutos. Poco después, reapareció y nos hizo una señal para que lo siguiésemos.

En el hall interior vimos que un ángulo formado por dos paredes se había abierto, dejando visible un agujero oscuro y el comienzo de una escalera tallada en la roca. De esta manera llegamos a una gran cueva, cuyo extremo más lejano quedaba oculto en las tinieblas. Era un lugar muy espacioso, que alumbraban algunas pequeñas aberturas de extraña forma, seguramente fisuras natura-les de la roca que nadie se ocupó en disimular. Desde allí se percibía claramente el ruido del oleaje, y el señor Trelawny empezó a hablar diciendo:

—He escogido este lugar como el mejor de todos los que conozco para llevar a cabo nuestro gran experimento. Reúne magníficas condiciones para ello. Aquí estamos y estaremos tan aislados como lo estuvo la reina Tera en la tumba rocosa del Valle del Mago. Para bien o para mal nos someteremos aquí a nuestra suerte y nos atendremos a las consecuencias. En caso de alcanzar el éxito, podremos volver al mundo de la Ciencia moderna provistos de infinitos conocimientos sobre la Antigüe-dad, que quizá serán capaces de transformar profunda-mente las ideas, los experimentos y las investigaciones de nuestra época. Si fracasamos, morirá con nosotros incluso la noticia de lo que hemos intentado, pero creo que todos estamos preparados para lo que pueda ocurrir.

Hizo una pausa y nadie replicó, pues nos limitamos a asentir a sus palabras con un movimiento de cabeza y él, no sin cierta vacilación, añadió:

—Todavía no es demasiado tarde. Si alguno de ustedes tiene alguna duda o una ligera vacilación, le ruego que lo manifieste sin tardar. Y quienquiera que sea podrá salir sin el menor inconveniente ni entorpecimiento. Los demás proseguiremos nuestro trabajo.

Hizo otra pausa y nos miró uno a uno. Nosotros cruzamos también nuestras miradas, pero nadie manifestó la menor debilidad. Por mi parte, aun en el caso de haber tenido un leve deseo de marcharme, el aspecto del rostro de Margarita me habría tranquilizado. No manifestaba el más pequeño temor, sino que, por el contrario, se hallaba animado de una calma sobrehumana.

El señor Trelawny hizo una larga aspiración y, ya en tono más decidido, siguió diciendo:

_puesto que todos estamos de acuerdo, cuanto antes empecemos mejor. Permítanme que les diga que este lugar, como el resto de la casa, puede ser alumbrado eléctricamente. Para ello sólo tendré que empalmar un cable con la instalación de la casa.

Tras decirlo, se dirigió a la escalera y subió unos tramos. A corta distancia encontró el extremo de un cable que insertó en un enchufe del hall. Hecho esto, dio una vuelta a un conmutador y la cueva quedó inundada de luz. Gracias a ella pude notar que colgaban del techo unos aparejos, sin duda destinados a levantar grandes pesos. Inmediatamente empezamos a trabajar y, antes de la hora del crepúsculo, dejamos en su sitio todos los grandes sarcófagos y las curiosidades y objetos que habíamos llevado allí.

Una vez terminados estos quehaceres, el señor Trelawny hizo un examen general de la situación y anunció:

—Todo está ya en su lugar y ahora hemos de esperar solamente el momento más apropiado para empezar.

—¿Y cuál es ese momento? —interrogó el doctor—. ¿Tiene algún dato para fijar el día?

—Después de muchas reflexiones —contestó el señor Trelawny— he escogido el treinta y uno de julio.

—¿Por qué? —volvió a preguntar el doctor.

—Tenga usted en cuenta —aclaró el dueño de la casa— que la reina Tera se dejó gobernar por el misticismo, y tenemos tantas pruebas de que esperaba la resurrección que, naturalmente, debió de escoger un período presidido por algún dios especializado en tales asuntos. El cuarto mes de la época de la inundación lo presidía Harmachis, que es el nombre que se da a Ra, el dios del Sol, y, por lo tanto, símbolo del nacimiento o el despertar. Como este mes empieza en nuestro veinticinco de julio, el séptimo día sería, por consiguiente, el treinta y uno del mismo mes. Pueden ustedes estar seguros de que la mística reina no habría escogido cualquier día, sino el séptimo o cualquier múltiplo de siete.

Ahí tienen ustedes explicada la razón de nuestros preparativos, y en ella verán la necesidad de tener un día prefijado.

Así, pues, esperamos el día treinta y uno de julio, para el cual faltaban dos, a fin de empezar el gran experimento.

 

XVII. DUDAS Y TEMORES

 

Durante los dos días que faltaban para el experimento, debo confesar que sufrí algunos temores y pasé ratos bastante desagradables, aunque también he de admitir que no faltaron otros felices gracias al amor de Margarita, cuya presencia disipaba en mi todas las dudas del mismo modo que el sol hace desaparecer la niebla. Pero el conjunto me resultó sumamente tétrico y triste. Se acercaba la hora fatal y su proximidad me agobiaba. Tal vez el resultado fuese la vida o la muerte para cualquiera de nosotros, pero debo decir que todos estábamos preparados ante cualquiera de estas contingencias. Margarita y yo no constituíamos más que una única persona, en lo que se refiere al posible riesgo. El aspecto moral del asunto, en el que se interesaba la creencia religiosa en la que fui educado, no me preocupaba mucho, porque las consecuencias y las causas que había detrás no estaban a mi alcance ni sujetas a mi albedrío. ¿Cuál era, pues, el motivo que me turbaba y que me causaba una angustia tan extraordinaria?

Empezaba a dudar de Margarita. Pero lo cierto es que ignoraba la razón de mis dudas. No se referían éstas a su amor, a su honor, a su sinceridad o a su bondad. ¿Qué era, pues?

Simplemente, que Margarita estaba sufriendo un cambio. A veces, me parecía la misma muchacha que me presentaron en aquella fiesta y cuyas vigilias había compartido yo en la habitación de su padre enfermo. Incluso en los momentos de gran pesar, miedo o ansiedad, ella era la personificación de la vida, del pensamiento y de la bondad. Ahora, en cambio, la veía con frecuencia como pasmada, y en una situación negativa, como si su mente, su verdadero ser, estuviese ausente. En tales momentos, conservaba todas sus facultades de observación y de memoria. Se daba cuenta de las cosas, recordaba lo que sucedía a su alrededor. Pero, cuando volvía otra vez a recobrar su verdadera personalidad, me producía la sensación de que se trataba de una persona distinta. Hasta el día en que salimos de Londres, yo estaba contento cuantas veces la veía a mi lado, pues experimentaba la deliciosa sensación de que mi amor era compartido. Pero, ahora, la duda se había apoderado de mí. Nunca sabía si la persona presente era mi Margarita, la de otros días, a la que amé desde el momento en que la vi por vez primera, o la otra, a la que no podía comprender y cuyo aislamiento intelectual erigía entre ambos una barrera infranqueable. A veces, parecía despertar de repente. En tales ocasiones, me decía cosas dulces y agradables, pero, sin embargo, no parecía ser la misma. Daba la sensación de que hablase de un modo mecánico o al dictado, no expresando sus verdaderos pensamientos. Después de una o dos situaciones de esta clase, mis propias dudas empezaron a elevar otra barrera, porque no podía hablar con la joven con la facilidad y libertad acostumbradas. Y así, hora tras hora, nos separábamos cada vez más. Si, de vez en cuando, no hubiese recobrado a mi Margarita, no sé lo que hubiese podido suceder. Por otra parte, cada uno de estos momentos contribuía a tranquilizarme y a conservar intacto mi amor.

Habría dado un mundo a cambio de un confidente, pero eso era imposible. ¿Cómo podía hablar con nadie de mis dudas acerca de Margarita y, mucho menos, con su padre? ¿Cómo podía hablar con ella misma del problema? No tenia más remedio que sufrir y esperar.

Creo que Margarita se dio cuenta, en algunos momentos de que existía una nube entre nosotros porque, cuando ya terminaba el primer día, empezó a evitarme un poco y, quizá, se mostró más esquiva que de costumbre. Hasta entonces, había buscado todas las oportunidades de estar conmigo, de igual modo como yo aprovechara cuantos momentos podía para permanecer a su lado. Aquella tendencia a evitarnos nos producía nuevo dolor.

Aquel día reinó en la casa la mayor tranquilidad. Cada uno de nosotros se ocupaba en su propio trabajo o se había sumido en sus pensamientos. Solamente nos reuníamos a la hora de comer y, aunque conversábamos, todos parecíamos estar preocupados. En la casa no había siquiera la rutina del servicio. La precaución del señor Trelawny de hacer preparar tres habitaciones para cada uno de nosotros hacía innecesarios a los criados. El comedor estaba bien abastecido de comida guisada para varios días. A última hora de la tarde, salí a dar un paseo. Antes, busqué a Margarita para invitarla a que me acompañase. Pero, cuando la encontré, vi que estaba en uno de sus momentos de apatía, y eso hizo que perdiese todo el encanto que para mí tenia su presencia. Enojado conmigo mismo, pero sin poder exteriorizar mis sentimientos, me alejé solo por el cabo rocoso.

En el acantilado, y ante el extenso mar, sin oír otro ruido que el rumor de las olas a mis pies y los gritos de las gaviotas que revoloteaban por allí, mis pensamientos pudieron seguir libremente su curso. Pero, inevitablemente, volvían siempre a un solo asunto, es decir, a la solución de la duda que me agobiaba. Allí, en la soledad   y en el amplio circulo de la fuerza y de la lucha en la

 Naturaleza, mi mente empezó a trabajar. Quedaba sorprendido cuando me dirigía una pregunta cuya respuesta   no podía darme yo mismo. Por fin, me encontré cara a   cara con mi duda.

    Era tan asombrosa que tuve que hacer un esfuerzo   para examinarla. Mi punto de partida era éste: Margarita   había cambiado. ¿De qué modo y por qué medio? ¿Consistía el cambio en su carácter, en su mente o en su  idiosincrasia? Su aspecto físico era el mismo de siempre.  Pasé revista a todo lo que había oído acerca de ella,  empezando por su nacimiento.

    Era extraño ya desde un principio. Según las declaraciones de Corbeck, nació después de la muerte de su  madre, mientras su padre y él estaban sumidos en un  trance dentro de la tumba, en Aswan. Aquel trance fue  ocasionado, sin duda, por una mujer ya momificada que,  sin embargo, poseía un cuerpo astral animado por una  voluntad libre y una inteligencia activa. Para aquel cuerpo astral, el espacio dejaba de existir. La enorme distancia entre Londres y Aswan desaparecía, y cualquier poderío nigromántico que poseyera pudo ser utilizado sobre la madre muerta y, posiblemente, sobre la hija muerta.

   ¿Sena posible que la niña estuviese muerta y que luego, hubiese resucitado? ¿De dónde procedía, pues el' alma que debía animar aquel cuerpo? La lógica me señalaba entonces un camino, insinuando una venganza.

   Si las creencias egipcias eran verdaderas, la Ka de la rema muerta y su Khu, podían animar a cualquier ser elegido. En tal caso. Margarita no seria en realidad una persona, sino simplemente una parte de la reina Tera, un cuerpo astral obediente a su voluntad.

  Al llegar aquí, me rebelé contra la lógica. Todas las fibras de mi ser protestaban ante semejante conclusión. ¿Cómo era posible que yo creyese en la nueva existencia de Margarita y aceptase, al mismo tiempo, la posibilidad de que fuese una imagen animada que utilizó el Doble de la reina, para llevar a cabo sus propios fines? A pesar de aquellas nuevas dudas, el porvenir me parecía ya más agradable, porque, por lo menos, yo era dueño de Margarita.

El péndulo de la lógica retrocedió de nuevo. Debía suponerse, pues, que la niña no estaba muerta. Y, en tal caso, ¿pudo tener la maga alguna intervención en su nacimiento? No podía negarse, según me aseguró Corbeck, la existencia de un extraño parecido entre Margarita y los retratos de la reina Tera. ¿Cómo podía explicarse eso? No era posible que hubiese en la semejanza una proyección de alguna imagen de la mente maternal, porque la señora Trelawny nunca vio aquellos retratos. Ni siquiera el padre pudo contemplar el rostro de la reina Tera hasta que penetró en la tumba, pocos días antes del nacimiento de la niña. Pero, tan extraña es la mente humana, que no acabé de convencerme y la duda tomó una imagen concreta. Algo parecido a unas tinieblas impenetrables en las que, a veces, flotaban algunos puntos luminosos y fugitivos que servían para acentuar más aquella oscuridad.

Quedaba la posibilidad de que existiese una relación entre Margarita y la momificada reina, en el caso de que la maga tuviese la facultad de cambiarse por otra mujer. Esta teoría no se podía rechazar fácilmente. Existían demasiadas circunstancias sospechosas que parecían con-firmarla. Por consiguiente, aparecieron en mi mente algunos hechos incomprensibles que nos rodearon durante los últimos días. Eso me produjo cierto consuelo, porque ya trataba con hechos evidentes, aunque desagradables, pues quizá perjudicasen a Margarita. Pensé que luchaba conmigo mismo en beneficio de ella. Debía, pues, comprender lo sucedido y seria ya capaz de actuar. Había varios aspectos a considerar. El primero, el extraño parecido de la reina Tera con Margarita, quien nació en otro país situado a mil millas de distancia, donde su madre no podía tener la menor idea del aspecto de aquella reina.

Segundo: la desaparición del libro de Van Huyn en cuanto lo leí hasta la descripción de la joya.

Tercero: el hallazgo de las lámparas en el saloncito. Tal vez la reina Tera, con su cuerpo astral, fue capaz de abrir la puerta de la habitación de Corbeck en el hotel, cerrándola al salir mientras se llevaba las lámparas. De la misma manera, pudo abrir la ventana para poner las lámparas en el saloncito. Tal vez Margarita en persona no tuvo nada que ver en todo eso..., pero el hecho era extraño a más no poder.

Cuarto: las sospechas del detective y del doctor, que ahora comprendí por completo.

Quinto: en algunas ocasiones. Margarita llegó a pronosticar con la mayor exactitud los momentos en que reinaría la tranquilidad, como si tuviese un conocimiento previo de las intenciones del cuerpo astral de la reina.

Sexto: la indicación que hizo a su padre de que hallaría el rubí en su cuarto, cuando aquél creyó haberlo perdido. Al recordar esta circunstancia, pensé que quizás la reina Tera, deseosa de que no se extraviara el rubí, se encargó de trasladarlo por sí misma, comunicando el hecho a Margarita.

Séptimo y último: la extraña y doble existencia que Margarita parecía llevar últimamente y que, en cierto modo, parecía un corolario de lo ocurrido antes.

¡Una existencia doble! Ésa era la conclusión que vencía todas las dificultades y reconciliaba todas las contradicciones. Sí, realmente. Margarita no era siempre una personalidad libre, sino que, a veces, se veía obligada a hablar y a actuar. Todo su ser podía ser cambiado por otro sin que nadie fuese capaz de advertirlo. En tal caso, cualquier cosa sería posible y dependería de las intenciones de la entidad que la obligara a actuar. Si fuesen intenciones nobles, todo marcharía bien. Pero, en caso contrario... Aquella idea era demasiado espantosa para meditarla. Apreté los dientes impelido por la rabia fútil que me producía el pensar en aquellas horribles suposiciones. Hasta aquella mañana fueron poco notables las alternativas transformaciones de Margarita. A excepción de una o dos veces, su actitud con respecto a mí se manifestó claramente. Pero hoy ocurría lo contrario. Aquel cambio era un mal presagio. Tal vez aquella otra entidad pertenecía a una categoría inferior. Al pensar en ello, sentí temor. En la historia de la momia, desde la época en que Van Huyn penetró en la tumba, resultaba asombrosa y terrible la lista de muertes que conocíamos y que, probablemente, se debieron a su voluntad e intervención. El árabe que robó la mano y la separó de su cuerpo; el jeque que quiso robar la joya de Van Huyn y cuya garganta tenía las huellas de siete dedos. Cuando Trelawny se llevaba el sarcófago dos hombres murieron; luego perecieron tres más al entrar de nuevo en la tumba. También le ocurrió lo mismo al árabe que abrió el serdab secreto. Es decir, nueve muertos y uno de ellos, sin duda, asesinado por la misma mano de la reina. Aparte de eso, era preciso recordar las distintas agresiones salvajes que se perpetraron contra el señor Trelawny en su propia habitación. Entonces, ayudada por su familiar, el gato, la reina trató de abrir la caja de caudales para sacar aquella joya que era su talismán. La precaución de sujetar la llave a una pulsera de acero tuvo, finalmente, los resultados esperados, pero estuvo a punto de costarle la vida al señor Trelawny.

Si la reina, deseosa de efectuar su resurrección en las condiciones previamente escogidas, tuvo que derramar sangre, ¿qué no haría en caso de que sus intenciones se viesen frustradas? ¿Qué terrible decisión podría tomar para llevar a cabo sus deseos? ¿Cuál sería su propósito definido? Todo lo que sabíamos era que se proponía resucitar y que quería reanudar su existencia en el Norte. También era evidente que aquella resurrección debía haberse realizado en la solitaria tumba del Valle del Mago. Para ello, la reina hizo todos los preparativos necesarios, e, incluso, dispuso la manera de poder abandonar la tumba cuando hubiese recobrado la vida. La tapa del sarcófago no estaba fija. Las jarras de aceite, aunque herméticamente cerradas, podrían abrirse con gran facilidad. Incluso para producir la llama había allí eslabón y pedernal. El pozo de la momia, contra la costumbre establecida, quedó abierto y practicable y, además, junto a la puerta de la roca, había una cadena de hierro que le permitiría el fácil acceso a tierra.

Pero ya no teníamos la menor idea de cuáles podrían ser sus intenciones ulteriores. Y, en el caso de que deseara empezar la nueva vida como persona de clase baja, había en ella tanta nobleza que incluso yo me sentí lleno de simpatía hacia la reina, y deseé que la acompañase el éxito.

Persuadido de que había encontrado finalmente la verdad, decidí avisar a Margarita y a su padre de las temibles presencias que advertía. Después, esperaría tranquilamente a que sucediese algo, puesto que no podía alterar el curso de los acontecimientos.

Ya más tranquilo, volví a la casa y quedé sorprendido al encontrarme con Margarita, la de siempre, que me estaba esperando.

Finalizada la comida, estuve a solas un rato largo con ella y su padre, y, entonces, no sin grandes vacilaciones, decidí tratar aquel asunto.

—¿No sería conveniente tomar todas las precauciones posibles en el caso de que los deseos de la reina fuesen contrarios a los nuestros?

Margarita replicó inmediatamente, con demasiada rapidez, como si ya tuviese preparada aquella respuesta:

—¡Pero si ella lo aprueba! No puede ser de otra manera. Papá, con toda su inteligencia, energía y valor, hace, precisamente, lo que la reina había dispuesto.

—Eso no lo creo —objeté—. Ella dispuso su resurrección en la tumba, en soledad, aislada del mundo por todos los medios a su alcance, y, al parecer, confiaba en este aislamiento para protegerse contra los posibles ataques. Probablemente, al despertar en otro país y otra época de condiciones absolutamente diferentes, quizá ella, en su inquietud, ataque a cualquiera de nosotros como lo hizo con otros intrusos en época anterior. Nosotros sabemos ya que nueve hombres murieron en sus manos o por inspiración suya. Al parecer, esa mujer no conoce el remordimiento ni la compasión.

El señor Trelawny sonrió amablemente y me contestó:

—En cierto modo, mi querido amigo, tiene usted razón. No hay duda de que la reina deseaba el aislamiento y quizá sería más conveniente realizar el experimento tal y como ella lo había imaginado. Pero hágase usted cargo de que eso ya resultó imposible, una vez el explorador holandés penetró en su tumba. No fue culpa mía. Soy inocente de ello, aunque gracias a aquellas investigaciones, pude descubrir de nuevo el sepulcro. Fíjese usted en que yo no he dicho siquiera que no fuese capaz de obrar como lo hizo Van Huyn. Fui a la tumba impulsado por la curiosidad, y me llevé cuanto pude, espoleado por el ansia de adquirir que anima al coleccionista. Recuerde que, en aquella época, ignoraba en absoluto el deseo de resucitar de esta reina; no tenía idea de la minuciosidad de sus preparativos. Todo eso lo averigüé después. Cuan-do lo supe, me apresuré a hacer todo lo posible para cumplir sus deseos hasta el límite. Mi único temor es el de haber interpretado mal algunas de las instrucciones enigmáticas o el de haber omitido u olvidado algo. Estoy seguro de que no he dejado por hacer nada de lo que me ha parecido útil; y de que tampoco he llevado a cabo alguna cosa que pudiera contrariar los deseos de la reina Tera. Tengo el mayor interés en que el gran experimento alcance el éxito y, para ello, no he ahorrado trabajo, tiempo, dinero... ni esfuerzo personal. He sufrido penalidades y desafiado peligros. He hecho uso de toda mi inteligencia, de todos mis conocimientos, y estoy dispuesto a seguir poniendo de mi parte cuanto me sea posible, para culminar esta gran obra.

—¿Se refiere usted a devolver la vida a la reina _pregunté—, o bien a probar que puede realizarse la resurrección por medio de la magia, de conocimientos científicos o por el uso de alguna fuerza, que, en la actualidad desconocemos?

Entonces, el señor Trelawny habló de las esperanzas que hasta entonces más bien había insinuado que expresado. Una o dos veces oí mencionar a Corbeck la intensa energía de aquel hombre cuando era joven, pero sus palabras me dieron una nueva idea de él.

—La vida de una mujer. ¿Qué importa eso ante lo que esperamos? Precisamente, la arriesgamos en este experimento y eso que se trata de la vida más querida para mí, y que, por momentos, se me hace más estimada todavía.

Además, arriesgamos la vida de cuatro hombres. ¿La prueba de que la resurrección puede realizarse? Eso es mucho. Es algo inconcebible en esta época de Ciencia y escepticismo, derivados de la abundancia de conocimientos. La vida y la resurrección no son más que resultados accesorios de lo que podemos lograr gracias al gran experimento. Imagínese lo que supondrá para el mundo de las Ideas, el mundo verdadero del progreso humano, el verdadero camino hacia las estrellas, el itur ad astro, de los antiguos, si puede volver a nuestro lado, desde el desconocido pasado, un ser humano que nos revele la sabiduría almacenada de la gran Biblioteca de Alejan-dría, que se perdió entre las llamas. No sólo será posible rectificar la historia de las enseñanzas, de la Ciencia desde sus principios, sino que también lograremos conocer las perdidas artes, las ciencias desaparecidas, hasta lograr una última y completa recuperación. Esa mujer podría decimos cómo era el mundo antes del Diluvio; podría indicamos el origen de ese mito asombroso, hacemos comprender cosas que ahora nos parecen fabulosas, pero que eran, en realidad, antiguas historias anteriores a la época de los patriarcas. Pero eso no es tampoco el único objetivo. Si la historia de esa mujer es la que nosotros creemos, podremos alcanzar unos conocimientos que nuestra época no ha sospechado siquiera y que hoy nos parecen absolutamente imposibles. Si, en realidad, puede llevarse a cabo esta resurrección, ¿cómo podremos dudar ya de los antiguos conocimientos de la vieja magia y de las ancestrales creencias? La Ka de esa reina, grande e instruida, ha conquistado secretos de un valor inmenso. Ella descendió voluntariamente a la tumba para volver de nuevo, decidió morir en su juventud para efectuar su resurrección en otra época tras un sueño largísimo, pereció para salir de la tumba en todo el esplendor y magnificencia de su juventud y poderío. Ahora ya tenemos pruebas de que, si bien su cuerpo durmió pacientemente durante tantos siglos, su inteligencia nunca murió, no flaqueó su resolución ni se debilitó su voluntad, y, lo más importante, no perdió la memoria. ¡Oh, cuántas posibilidades se nos ofrecen ante la probabilidad de que tal ser reaparezca entre nosotros! Se trata de un personaje cuya historia empezó antes de que se enseñase nuestra Biblia, cuya vida fue anterior al mito de los dioses de Grecia. Puede poner un eslabón entre el Mundo Antiguo y el Moderno, entre la Tierra y el Cielo, y aclarar ante nosotros los misterios de lo desconocido, del pasado y de otros mundos que ni siquiera sospechamos.

Dicho esto, guardó silencio y Margarita, mientras tanto, le estrechó la mano. Sobre el rostro de ella apareció aquel cambio que tantas veces había notado en los últimos días, aquel misterioso velo sobre su personalidad que parecía estar separado de ella. Su padre no se fijó en tal cosa, pero, cuando él se calló, la joven pareció recobrar su verdadera personalidad. Sus ojos se cubrieron de lágrimas y se inclinó para besar la mano de su padre. Al instante, se volvió a mí y me dijo:

—Has hablado, Malcolm, de las muertes que causó la pobre reina, o mejor dicho, de las que se derivaron de la intromisión en sus preparativos y del deseo de frustrar sus proyectos. ¿No te das cuenta de que has sido injusto? ¿Quién no hubiese hecho lo que ella hizo? Recuerda que luchaba por su propia vida y, seguramente, por mucho más, pues defendía la vida, el amor y todas las gloriosas posibilidades de su futuro, vago todavía, en el mundo desconocido del Norte que tan encantadoras esperanzas le ofrecía. ¿No crees que ella, con la sabiduría de su tiempo, y con la enorme fuerza de su poderosa naturaleza, anhelaba proyectar de un modo más alto las altas aspiraciones de su alma? En su lugar, tú mismo habrías luchado de igual manera para alcanzar la vida y la esperanza.

 

  Tales argumentos me conmovieron y no tenía palabras para expresarlo. Aquella era realmente mi Margarita. Y, lleno de felicidad, me atreví a decir lo que tanto había temido, me referí a la doble existencia de mi amada. Mientras tomaba la mano de Margarita y la besaba, sugerí a su padre:

  —Lo cierto es, señor, que no hablaría con más elocuencia si el espíritu de la reina Tera la animase y le inspirase las ideas.

  La respuesta del señor Trelawny me dejó lleno de sorpresa, pues pude comprender que también se había dado cuenta de aquello:

   —Creo sinceramente que es así. Sé muy bien que el espíritu de su madre está en mi hija y si, además, la anima el alma de esa maravillosa reina, mi hija será doblemente querida. No tenga usted ningún temor por ella, Malcolm Ross, o, por lo menos, recuerde que no corre más peligros que nosotros mismos.

   Entonces, Margarita continuó hablando de aquel asunto y, tan rápidamente, que sus palabras parecían una continuación de lo que su padre dijo y no una interrupción:

   —No temas por mí, Malcolm. La reina Tera lo ve todo  y no quiere hacernos ningún daño. Lo sé. Estoy segura,  del mismo modo como tengo la certeza de que te amo.

   Había en su voz algo tan raro que miré rápidamente a  sus ojos. Centelleaban como siempre, pero, sin embargo,  me ocultaban el pensamiento que había tras ellos.

   En ese instante, entraron nuestros dos compañeros y  cambiamos de conversación.

 

XVIII. PREPARATIVOS

 

Aquella noche nos acostamos todos temprano, pues la siguiente estaría llena de ansiedad y el señor Trelawny creyó preferible que todos estuviésemos bien descansados. Por la mañana también nos aguardaba mucho trabajo. Todo lo que se relacionaba con el gran experimento sería objeto de una nueva revisión, para que no fuese posible el fracaso debido a un pequeño detalle. Desde luego, tomamos las disposiciones convenientes para pedir ayuda en caso de ser necesaria, pero me parece que ninguno de nosotros tenía la menor aprensión, ni temía ningún peligro. Ninguno de nosotros creía que tuviésemos necesidad de defendemos contra la violencia, al contrario de lo sucedido en Londres, durante el largo trance del señor Trelawny.

Yo me sentía muy animoso. Había aceptado el razonamiento del señor Trelawny de que, si la reina era tal y como suponíamos, no habría ninguna oposición por su parte, porque nos disponíamos a realizar sus proyectos hasta el último detalle. Así pues, estaba mucho más tranquilo de lo que me habría parecido posible; pero había otros motivos de inquietud que no podía borrar del todo en mi mente. El principal de ellos era la extraña condición en que se hallaba Margarita. Si, en realidad, tenia una existencia doble, ¿qué podría ocurrir cuando aquellas dos existencias se convirtiesen en una? A cada minuto, revolvía este asunto en mi mente hasta ponerme en extremo intranquilo. No me consolaba el que Marga-rita estuviese satisfecha y su padre complacido. El amor es un sentimiento egoísta y proyecta oscuras sombras sobre cualquier cosa que se interpone entre nosotros y la luz. Me parecía oír cómo las manecillas de un reloj recorrían la esfera; vi cómo caía la penumbra y, más adelante, cómo ésta se transformaba en una luz grisácea que, por momentos, aumentaba en intensidad sin que trajera ningún consuelo a mis sentimientos. Por último, cuando estaba seguro de no molestar a los demás con algún ruido, me levanté. Anduve por el corredor para ver si a mis compañeros les había sucedido algo, pues habíamos convenido que la puerta de cada habitación se dejaría entreabierta, para que cualquier sonido fuera perfectamente percibido por los demás.

Todos dormían; pude oir la respiración regular de cada uno y me alegré de que ya hubiese transcurrido aquella noche desafortunada para mi. Una vez en mi habitación, di gracias al Cielo por ello y comprendí cuánto había sido mi miedo. Encontré fácilmente mi camino por la casa, salí de ella y me dirigí al mar, descendiendo por una larga escalera tallada en la roca. Me dediqué un rato a la natación y el contacto con el agua fría me templó los nervios, devolviéndome la serenidad.

Al regresar, cuando estuve en lo alto de la escalera, pude ver la luz del Sol que se levantaba a mi espalda y que teñía de rojo las rocas para adquirir, casi al momento, un tono dorado. Sin embargo, sentía cierta inquietud. Todo me parecía demasiado alegre y brillante, como suele ocurrir muchas veces antes de que sobrevenga una tempestad. Mientras me paraba para contemplar el espectáculo, noté en mi hombro una mano suave y, al volverme, vi a Margarita a mi lado. Estaba tan alegre y radiante como la gloria matinal del Sol. Aquella vez era mi verdadera Margarita, la de siempre, sin mezcla alguna con la otra; y me dije que aquel día fatal había empezado bien.

Mas, por desgracia, no duró la alegría. Al volver a casa tras un paseo en torno a los acantilados, continuamos con la antigua rutina del día anterior y, de nuevo, nos vimos sobrecogidos por la tristeza, la ansiedad, el buen ánimo, la profunda depresión y, finalmente, la indiferencia y la apatía.

Pero teníamos mucho que hacer, de modo que todos nos dedicamos a nuestra tarea con toda la energía de que éramos capaces.

Después de desayunar nos dirigimos a la cueva, donde el señor Trelawny hizo una detallada inspección de todos los objetos para ver si faltaba alguno y comprobar si ocupaban sus puestos respectivos. Mientras tanto, nos explicó la razón que motivó la colocación de cada uno de ellos. Llevaba consigo los grandes rollos de papel con los planos a escala, y los dibujos y jeroglíficos que había trazado en virtud de las notas y bosquejos que le entregara el señor Corbeck. Según nos había dicho, allí estaban todos los jeroglíficos de las paredes, el techo y los suelos de la tumba, y, aunque no hubiesen estado consignadas las medidas a escala señalando el lugar de cada cosa, podríamos haberlas situado debidamente estudiando las crípticas escrituras y los signos.

El señor Trelawny me explicó algunas otras cosas que no figuraban en la carta como, por ejemplo, que la parte hueca de la mesa encajaba perfectamente con el fondo del Cofrecillo Mágico, y, por lo tanto, éste debía ser colocado sobre aquélla. Las patas respectivas de la mesa estaban indicadas por unos uraeos señalados en el suelo, y la cabeza de cada una estaba extendida en la dirección del uraeo similar, que se enroscaba alrededor de la pata. También me dijo que la momia, una vez situada en la elevación del fondo del sarcófago —el cual, al parecer, se adaptaba a la forma del cuerpo—, debía estar tendida de modo que la cabeza mirase hacia el Oeste y los pies hacia el Este, a fin de recibir las corrientes de la tierra.

—Es muy posible —aventuró el señor Trelawny— que esto tenga algo que ver con el magnetismo, la electricidad o ambas cosas. También puede ocurrir que influya alguna otra fuerza, como por ejemplo, la que emana del radio. He experimentado con este último, aunque sólo pude obtener una exigua cantidad, pero, según creo, la piedra del cofre es absolutamente impermeable a estas emanaciones.

Hizo una pausa y añadió:

—Conviene fijar exactamente la hora en que realizaremos el gran experimento. Creo haber terminado todos los preparativos necesarios, de modo que cualquier momento nos servirá. Pero, como hemos de tener en cuenta los proyectos realizados por una mujer de una mente de extraordinaria sutileza, que conocía muy bien la magia y daba un sentido oculto a todas las cosas, antes de decidir procuraremos situamos en su lugar. Es ya manifiesto que la puesta de Sol tiene una importancia muy grande en todos los detalles, como lo demuestran las imágenes del Sol cortadas matemáticamente por el borde que hay en el sarcófago. También hemos observado que el número siete tiene gran trascendencia. De esto resulta que la séptima hora después de la puesta del sol es el momento más oportuno. Y, como el Sol se pone esta noche a las ocho, la hora señalada serán las tres de la madrugada.

Estaba, pues, decidido, y todos nosotros podíamos consideramos en manos de Dios. Sentía algunos temores por lo que pudiese ocurrirle a Margarita; pero, de pronto, me sobresaltó la voz del señor Trelawny:

—Ahora convendrá ver si las lámparas están bien dispuestas y terminar nuestros preparativos.

Todos nos dedicamos a aquella tarea y, bajo la dirección del señor Trelawny, preparamos las lámparas egipcias llenándolas de aceite de cedro' y disponiendo las mechas una a una para que no ocurriese ningún percan-ce. Las encendimos y probamos una a una, dejándolas dispuestas para el momento decisivo. Tras esto, hicimos un examen general y vimos que estaba ya todo a punto para el trabajo de la noche.

Comimos tarde, a las cuatro, y, después, siguiendo el consejo del señor Trelawny nos separamos para hacer nuestros preparativos particulares ante la labor que nos aguardaba. Al notar que Margarita estaba algo pálida, le aconsejé que durmiese una siesta. Ella prometió hacerlo.

Me dio un beso antes de alejarse y yo salí a dar un paseo por los acantilados a fin de prepararme y adquirir fuerzas para lo que pudiese venir.

A mi regreso, vi que todos se disponían a tomar el té. Los hombres tenían aspecto grave. En cambio. Margarita estaba alegre y animosa, aunque no observé en ella su natural espontaneidad. Conmigo se comportó con una cierta reserva que me hizo recordar mis temores. Una vez tomado el té, ella salió de la estancia, y, al poco rato, volvió con los dibujos que había estado examinando:

—Creo, papá —dijo—, que en estos símbolos hay otra interpretación posible. A mi juicio, eso indica que, durante esta noche, el Doble de la reina que, habitualmente, está libre, permanecerá en su corazón, que es mortal, y no podrá abandonar su cárcel de las envolturas de la momia. Es decir, que, cuando el Sol se haya hundido en el mar, la reina Tera dejará de existir como poder consciente hasta la salida del Sol, a no ser que el gran experimento pueda devolverla a la vida activa. Por consiguiente, ninguno de nosotros debe temer cosa alguna.

—Cuando llegue el momento —le contestó su padre— podremos examinar la exactitud de tu teoría.

Acto seguido, se puso en pie y se dirigió a su cuarto.

Después de su salida, reinó el silencio y Margarita se marchó también hacia su habitación. Yo salí a la terraza que daba al mar. El aire fresco y la belleza del espectáculo me devolvieron la serenidad y me alegré de que no existiera ninguno de los peligros que temí anteriormente. Tenía fe absoluta en la creencia de Margarita y así, mucho más animoso, volví a mi habitación y me tendí en el sofá.

Me despertó Corbeck que, muy excitado, me gritaba:

—¡Baje a la cueva lo antes posible! El señor Trelawny quiere verlos inmediatamente. ¡Dése prisa!

Apresuradamente, me dirigí a la cueva, donde estaban todos reunidos, a excepción de Margarita, que no tardó en llegar llevando a Silvio entre sus brazos.

Cuando el gato vio a su antiguo enemigo, luchó por bajar al suelo, pero Margarita lo retuvo, acariciándolo. Consulté el reloj y vi que eran las ocho.

—¿Crees, Margarita —preguntó su padre—, que la reina Tera ha renunciado a su libertad por esta noche, y se resigna a ser una momia y nada más hasta que haya terminado el experimento?

—Sí —afirmó la joven en voz baja.

—¿Estás segura? ¿Lo crees de verdad?

—Lo sé —confirmó Margarita—. No puedo decir cómo, pero estoy segura.

—De modo que si tú fueses la reina Tera en persona, ¿estarías dispuesta a probarlo?

—Si —repitió la joven con una voz que expresaba absoluta firmeza.

—¿Incluso abandonando a la muerte y al aniquilamiento a tu familiar?

Al parecer, aquella pregunta causó un intenso sufrimiento en la joven. Yo estaba silencioso, como pasmado, y los demás parecían hallarse en la misma situación. Sin duda, iba a ocurrir algo que no comprendíamos. El señor Trelawny se dirigió al ala oeste de la cueva y abrió la contrapuerta que ocultaba la ventana. Señaló al Sol, que ya empezaba a hundirse en el mar, y con voz dura exclamó:

—¡Escoge! Habla. Cuando el Sol haya desparecido en el mar, será demasiado tarde.

—Acepto —anunció Margarita.

Entonces, dirigiéndose adonde estaba el gato momificado, Margarita puso la mano sobre él y, en voz alta y clara, dijo:

—Si yo fuese Tera os diría: «Tomad todo lo que tengo. Esta noche es solamente para los dioses».

Mientras hablaba, el Sol se hundió en el horizonte. Silvio se dirigió a su ama, frotándose en su traje como si solicitara que lo tomase en sus brazos. No hacía ya ningún caso del gato momificado.

—El Sol se ha puesto, papá —exclamó Margarita—. ¿Lo volveremos a ver?

 

XIX. EL GRAN EXPERIMENTO

 

Si se necesitara alguna prueba de que todos habíamos llegado a creer en la existencia espiritual de la reina egipcia, fácil habría sido hallarla en el cambio que en nosotros produjo la renuncia efectuada a través de Mar-garita. El señor Trelawny estaba como aturdido, Marga-rita triste, el doctor Winchester muy animoso y conversador, el señor Corbeck parecía estar entregado a sus recuerdos y yo me rendía a la alegría.

  El señor Trelawny nos rogó que lo acompañásemos y, dirigiéndonos al hall, bajamos a la cueva una mesa de roble bastante larga y no muy ancha que se hallaba junto a la pared. La pusimos bajo las luces eléctricas, o sea, en el centro de la cueva. De pronto, Margarita, con voz agitada, preguntó:

  —¿Qué vais a hacer, papá?

  —Vamos a quitar los vendajes de la momia del gato. La reina Tera no necesitará esta noche a su familiar. Si lo precisara, podría ser peligroso para nosotros, de modo que tomaremos precauciones. ¿Estás alarmada?

   —¡Oh, no! —repuso la joven—, pero pensaba en mi Silvio, y en el dolor que me produciría si fuese su momia la que os dispusierais a descubrir.

   El señor Trelawny tenía a punto algunos instrumentos cortantes y colocó el gato sobre la mesa.

   Empezamos a trabajar y vimos que había una cantidad  increíble de vendajes. El ruido de la tela al ser rasgada, cortada o desenvuelta, producido porque estaba empapa-da de betún, goma y especias, nos produjo un efecto peculiar. En cuanto quitamos las últimas envolturas, con-templamos al animal sentado ante nosotros. Tenía el pelo, los dientes y las garras completos; los ojos estaban cerrados, pero los párpados no tenían el feroz aspecto que me había imaginado. Los bigotes estaban apretados contra el rostro por los vendajes, pero, en cuanto desaparecieron éstos, se erizaron aquellos pelos como si estuviese vivo. Era un animal magnífico, un gato tigre de descomunal tamaño; pero la admiración que nos causó en el primer instante se transformó en miedo, porque vimos confirmados los temores que habíamos intuido. La boca y las garras estaban sucias de manchas rojas, debidas a sangre derramada recientemente.

  El doctor Winchester fue el primero en reponerse, porque a él no le asustaba la sangre. Tomó una lupa y examinó las manchas en la boca del felino. El señor Trelawny respiraba con fuerza y dijo:

  —Ya me lo figuraba. Este experimento promete.

  Mientras miraba las garras, igualmente ensangrentadas, el doctor Winchester exclamó:

  —¡Lo imaginaba! ¿Quién tiene siete dedos?

  Abriendo su cartera, sacó el pedazo de papel secante marcado por las garras de Silvio, que parecieron corresponder con los cortes en la muñeca del señor Trelawny. Puso el pedazo de papel bajo la garra del gato momificado, y todos pudimos ver que entre aquellas huellas existía una equivalencia.

  Después de examinar el gato con el mayor cuidado, el señor Trelawny lo levantó de la mesa, mientras Margarita exclamaba:

 —¡Cuidado, papá, cuidado! Podría hacerte daño.

  —Ahora no, hija mía —replicó él, dirigiéndose a la escalera.

  —¿A dónde vas? —interrogó la joven con voz débil. . —A la cocina —informó su padre—. El fuego acabará con cualquier posible peligro, porque ni siquiera el cuerpo astral puede materializarse sobre las cenizas.

  Nos hizo una seña para que lo siguiéramos, al mismo tiempo que Margarita se volvía, profiriendo un sollozo. Me acerqué a ella, pero me rechazó murmurando:

  —¡No, no! Ve con los demás. ¡Oh, me parece un asesinato! El animal favorito de la pobre reina.

  En la cocina ya había leña preparada. El señor Trelawny encendió un fósforo y, en pocos segundos, aparecieron las llamas.

  Cuando la hoguera estaba del todo prendida, arrojó la momia del gato. Poco tardamos en percibir el olor desagradable del pelo quemado y, al rato, se inflamó toda la momia, rugiendo las llamas al devorarla. Unos instantes después, respiramos tranquilos al ver que ya no existía el animal favorito de la reina Tera.

   Al regresar a la cueva, encontramos a Margarita sentada en la oscuridad. Había apagado las luces eléctricas y allí sólo penetraba la tenue luz del crepúsculo. Su padre se acercó a ella, y le dio un abrazo protector que, al parecer, consoló a la joven.

   Poco después, ella me llamó, dándome una orden:

   —Enciende la luz, Malcolm.

   Me apresuré a obedecer.

   —Vamos a preparamos para nuestra gran obra —anunció entonces el señor Trelawny.

   Sin duda. Margarita sospechó lo que iba a ocurrir, porque, con voz temblorosa, preguntó:

   —¿Qué vais a hacer ahora?

 —Vamos a quitar los vendajes a la momia.

   —¿Pero, la dejaréis al descubierto, papá? Con tanta  luz... y en presencia de hombres.

   —¿Por qué no, hija?

   —Ten en cuenta que se trata de una mujer. ¡Oh, eso es  cruel!

   Era evidente que la joven estaba indignada y su padre,  dándose cuenta de sus sentimientos, quiso calmarla. Yo  me alejaba, pero él hizo un gesto para que me acercase.  Comprendí que quería mi ayuda. No obstante, quiso,  ante todo, apelar a la razón.

   —No se trata de una mujer, hija mía, sino de una momia. Hace más de cinco mil años que murió.

   —¿Y qué importa? Una mujer sigue siéndolo a pesar del tiempo transcurrido. ¿Y os proponéis despertarla de su largo sueño? Si ha de resucitar, es posible que no esté realmente muerta. Entre todos me habéis hecho creer que saldrá viva, cuando se abra el cofrecillo.

   —Así lo creo, hija mía. Pero, durante todo este tiempo no ha estado sumida en la muerte, sino en algo parecido a ella. Ten en cuenta, asimismo, que a esa reina la embalsamaron unos hombres, porque, en el antiguo Egipto, no había doctoras que se encargasen de esto. Además, los hombres ya estamos acostumbrados a tales cosas. Corbeck y yo hemos quitado los vendajes a un centenar de momias y, entre ellas, había muchas mujeres. El doctor está habituado a curar tanto a hombres como a mujeres, y el mismo Ross, en su calidad de abogado...

  —¿De modo que tú también vas a ayudarles? —exclamó, mirándome indignada.

  No contesté porque me pareció mejor el silencio.

  —Hija mía —añadió el señor Trelawny—. Tú misma presenciarás la operación. ¿Nos crees capaces de hacer algo que pueda molestarte? Te pido que seas razonable.

No estamos en ninguna fiesta. Todos nosotros somos personas serias, dispuestas a realizar un experimento que puede hacemos conocer la Sabiduría de una época remota, con lo cual se beneficiará en alto grado la Ciencia de nuestros días. Recuerda también que de eso puede resultar la muerte para cualquiera de nosotros, o incluso para todos. Sabemos muy bien que nos exponemos a grandes peligros. Ya comprenderás, hija, que no obramos a la ligera, sino con toda la gravedad de que somos capaces. Además, cualesquiera que sean los sentimientos de cada uno de nosotros, no tenemos más remedio que quitar los vendajes a esa momia.

   —Bien, papá —dijo, al fin. Margarita dándole un beso—. Me parece, pese a todo, una indignidad horrible para una mujer y para una reina.

   Mientras me dirigía a la escalera. Margarita me llamó:

   —¿A dónde vas?

   Volví a su lado, le tomé la mano y, acariciándosela, expliqué:

   —Volveré cuando hayan terminado de quitar los vendajes.

   —Mejor será que te quedes —opinó—. Esto te será  muy útil en tu carrera de abogado. —Poniéndose seria,  añadió:

   —Papá tiene razón, es una ocasión solemne que debemos considerar con toda seriedad. Insisto en que te que- des.

   Mientras tanto el señor Trelawny, ayudado por el  señor Corbeck, levantó la tapa del sarcófago que contenía la momia de la reina. Ésta era de considerable longitud y anchura, y pesaba tanto que nos resultó difícil  levantarla, a pesar de que éramos cuatro. Bajo la dirección del señor Trelawny, la tendimos sobre la mesa ya  preparada al efecto.

 Únicamente entonces fui consciente del horrible acto  que íbamos a llevar a cabo. Allí, bajo la luz eléctrica, el  espantoso aspecto de la muerte se me hizo real y tangible. Empezamos a quitar las envolturas, que, sin duda,  eran numerosas, pues abultaban mucho, aunque no con- seguían ocultar la forma general de un cuerpo humano.  Ante nosotros, sólo temamos un cadáver. Había desaparecido todo el aspecto fantástico que prestábamos al  asunto. Los dos egiptólogos, que, con frecuencia, habían  realizado aquella misma tarea, no manifestaban el menor  desconcierto y el doctor Winchester parecía hallarse ante  la mesa de operaciones. Yo me sentía deprimido y algo  avergonzado y, además, me apenaba y alarmaba la palidez de Margarita. Pude advertir que la momia de la reina había sido envuelta con un vendaje mucho más fino que el empleado para el gato y que, en el embalsamamiento, se utilizaron unas gomas y unas especias más delicadas. Los vendajes eran numerosos y, a medida que los iban quitando, sentía aumentar mi excitación. No tomé parte en aquella labor, por lo que me vi recompensado con una mirada de gratitud de Margarita. A medida que se iban quitando las vendas la calidad de la tela era más suave y el olor menos cargado de betún, aunque más intenso. Prosiguió el trabajo y pudimos ver, en algunas de las envolturas interiores, símbolos o dibujos, a veces de color verde pálido y otras de varios colores, pero siempre con el verde como tono dominante. De vez en cuando, el señor Trelawny y Corbeck señalaban un dibujo especial antes de quitar el vendaje que, a su espalda, formaba ya una pila enorme.

  Los vendajes tocaban a su fin y las proporciones eran ya las de una figura normal, aunque el cadáver de la reina tenía una estatura superior a la corriente. Cuando se acababa la labor, aumentó la palidez de Margarita y, se emocionó tanto, que su agitación llegó a preocuparme.

  El padre, cuando quitaba la última tira del vendaje, levantó los ojos y sorprendió la mirada llena de pena y el rostro blanco de la joven. Se interrumpió y, figurándose que todo se debía a un sentimiento de pudor ofendido, le dijo en tono conciliador:

  —No te inquietes, querida hija. Mira, no hay nada que pueda molestarte. La reina lleva una vestidura y, ciertamente, una vestidura regia.

   En efecto, vimos un trozo de tela muy ancho que cubría todo el cuerpo, y, al ser quitado, apareció una especie de camisa de lino blanco que tapaba el cadáver desde la garganta a los pies.

   El magnífico aspecto de aquel lienzo hizo que todos nos inclinásemos a contemplarlo.

   Margarita, interesada, fue a examinar aquel tejido nunca visto en nuestro tiempo. Era tan fino como la seda, más delicado, pero ni siquiera ésta habría poseído aquellos graciosos pliegues endurecidos gracias al transcurso del tiempo.

   En tomo al cuello había un delicado encaje dorado con  algunas ramitas de sicómoro; y, alrededor de los pies,  con un trabajo igualmente minucioso, se veía una fila interminable de lotos de igual altura, que poseían un  natural y gracioso abandono de la realidad.

   A través del cuerpo, pero sin rodearlo, había un cinturón tachonado de pedrería. Se trataba de una joya maravillosa, que brillaba con todos los colores del arco iris. La  hebilla estaba constituida por una gran piedra áurea, de  forma redonda, profunda y curva, como si se tratara de  un globo elástico y oprimido. Centelleaba y parecía que  dentro tuviese un verdadero Sol, cuya luz alumbrase toda  la estancia. Lo flanqueaban dos piedras de menor tamaño y de tono plateado, que imitaban el resplandor del  satélite nocturno.

   A cada lado, unidas por unos sujetadores de oro, se  admiraba una fila de centelleantes piedras que resplandecían con todos los tonos imaginables. Cada una de aquellas piedras parecía una estrella que refulgiese al más  leve cambio de luz.

   Margarita, extasiada, levantó las manos. Se inclinó  para examinar más de cerca aquellas joyas pero, de  pronto, se irguió y, en tono convencido, exclamó:

   —Esto no es ningún sudario, sino una túnica nupcial.

   El señor Trelawny se apresuró a inclinarse sobre la  momia y, a los pocos instantes, se incorporó diciendo:

   —Margarita tiene razón. Esta indumentaria no está destinada a un cadáver. Fíjense ustedes, además, que no viste realmente al cuerpo, sino que simplemente está puesta sobre él.

   Levantó el cinturón de piedras preciosas y lo entregó a Margarita. Luego, con ambas manos, tomó el amplio ropaje y lo puso sobre los brazos de la joven, que los había tendido por impulso natural.

  Nos quedamos boquiabiertos ante la belleza de la figura que, a excepción del paño que le cubría la cara, estaba completamente desnuda ante nosotros.

   El señor Trelawny se agachó y, con las manos temblorosas, levantó el paño de lino, de igual finura que el ropaje y, cuando retrocedió, pudimos contemplar toda la gloriosa hermosura de la reina. Me sentí avergonzado, pues creí irreverente nuestra contemplación de aquella desnuda belleza. Aquello era indecente y casi sacrílego. No parecía una muerta sino más bien una estatua tallada en marfil por Praxiteles. No se advertía la ruina que la muerte parece realizar en un solo instante. Todos los poros del cuerpo aparecían conservados de un modo maravilloso. La carne estaba redondeada y llena, como la de una persona viva, y la piel era tan suave como el satén. Sólo el color era insólito, pues se asemejaba al del marfil nuevo, exceptuando únicamente el brazo derecho, cuya muñeca aparecía rota y ensangrentada.

  Llena de compasión, Margarita tendió sobre el cuerpo el hermoso ropaje que sostenía en su brazo. Sólo quedó visible el rostro, más extraordinario aún que el cuerpo, pues no parecía desprovisto de vida. Los párpados estaban cerrados, pero las pestañas negras y rizadas sombreaban algo las mejillas.

  Las aletas de la nariz estaban en reposo y los labios, rojos y carnosos, aunque no estaban abiertos, permitían divisar una fila de dientes nacarados. Su cabello, abundante y de color negro, brillante como ala de cuervo, sombreaba la blanca frente. Unos rizos se habían separado del conjunto, como tiernas raíces. Me asombró el parecido de la momia con Margarita, pese a que Corbeck me había preparado para ello. Aquella mujer, porque no podía pensar en ella como momia o como cadáver, era la imagen de Margarita tal y como la vi por primera vez. Y el parecido se acentuaba todavía más con el adorno de oro y piedras preciosas que llevaba en el cabello, muy semejante al que Margarita había lucido en aquella ocasión.

   El señor Trelawny se sorprendió al mirar, y cuando Margarita se acercó a él, y le dio un abrazo, exclamó:

   —¡Es como si tú estuvieses muerta, hija mía!

   Hubo un largo silencio y pude oír el rugido del viento en el exterior, pues había estallado una tempestad y las olas se agitaban turbulentas en el mar. La voz del señor Trelawny interrumpió mi distracción:

   —Más adelante averiguaremos el proceso de embalsamamiento. No se parece a nada de lo que yo conozco.

No veo que hubiesen practicado ninguna abertura para sacar las vísceras, que, sin duda alguna, aún continúan dentro del cuerpo. Por otra parte, no se nota ninguna humedad en la carne, pero, tal vez, dentro de las venas se suministró cera o estearina. Quizá en aquella época pudieron utilizar parafina. Y es posible que, mediante algún proceso que desconocemos, la inyectaran en las venas, donde se endureció.

  Cuando Margarita tendió una sábana sobre el cuerpo de la reina, nos rogó que llevásemos a ésta a su propia habitación y que la acostásemos en su cama. En cuanto lo hicimos, nos despidió diciendo:

  —Déjenme sola con ella. Han de pasar todavía algunas horas y no quiero verla expuesta a la intensa luz de la cueva.

  Cuando Margarita me llevó de nuevo a su propia habitación, la reina vestía el ropaje de lienzo bordado en oro. Además, lucia todas sus joyas. A su alrededor vi encendidas varias velas y, sobre su pecho, reposaba un manojo de flores blancas.

   Cogidos de la mano, la contemplamos unos minutos. Dando un suspiro. Margarita la cubrió con una sábana. Se volvió al instante y, después de cerrar la puerta de su cuarto, volvió conmigo junto a los demás, que se hallaban al lado del comedor. Empezamos a hablar de lo sucedido y de lo que había de suceder.

   De vez en cuando, me daba cuenta de que uno u otro de los allí reunidos iniciaba una conversación forzada.  Parecía como si no estuviéramos seguros de nosotros mismos. La larga espera empezaba a excitar nuestros  nervios. Pude notar que el señor Trelawny había sufrido mucho más de lo que nosotros nos figurábamos o de lo que él quería demostrar.

   A medida que transcurrían las horas, el tiempo se deslizaba con mayor lentitud. Los demás se quedaron algo somnolientos y me pregunté si no estarían sujetos a alguna influencia hipnótica. La espera tuvo mucho efecto sobre Margarita. Palidecía más y más, hasta el punto de que, a medianoche, empecé a alarmarme. Le rogué que me acompañase a la biblioteca y, entonces, traté de que descansara un rato en el sofá. Como el señor Trelawny había fijado el experimento para la séptima hora después de la puesta de sol, debíamos esperar hasta las tres de la madrugada. Incluso concediendo toda una hora a los preparativos finales, nos quedaban dos de impaciencia, de modo que prometí a Margarita velar y despertarla en el momento apropiado. Pero ella no quiso hacerme caso. Me dio las gracias, sonriendo, pero me aseguró que no tenía sueño y que se sentía bastante fuerte para esperar. Tuve que conformarme a la fuerza, pero procuré retenerla en la biblioteca durante una hora, hablando de varias cosas, y, cuando por fin insistió en volver a la habitación de su padre, quedé convencido de que había hecho algo para ayudarla a pasar el tiempo.

   Encontramos a los tres hombres sentados y en silencio. Nosotros los imitamos.

   Cuando sonaron las dos, tuvimos la impresión de que  recobrábamos en parte nuestro ánimo. Inmediatamente  iniciamos los preparativos necesarios, pasamos revista  general a todos los detalles y, siguiendo las instrucciones  de Margarita, llevamos el momificado cuerpo de la reina  Tera desde el cuarto de la joven a la cueva, y, allí, lo  depositamos en un diván. Extendimos una sábana sobre  su cuerpo, para que, en el caso de que se despertase,  pudiera quitarla sin dificultad. La mano rota fue colocada en su verdadera posición, sobre el pecho y, debajo de  ella, pusimos la Joya de las Siete Estrellas, que el señor  Trelawny había sacado de la caja de caudales.

 Era aquél un extraño espectáculo. El grupo de hombres silenciosos y graves, llevaba la blanca e inmóvil  figura semejante a una estatua de marfil, como podíamos  ver cuando la sábana se movía un poco, con el impulso  que le imprimía el transporte. Dejamos el cuerpo sobre el  diván de la cueva, donde el gran sarcófago estaba alumbrado por las luces eléctricas dispuestas para el experimento final. De nuevo, el extraño parecido entre Margarita y la momia acentuó la extrañeza de aquella escena.  Cuando todo estuvo preparado, vimos que habían transcurrido tres cuartos de hora porque, en todos nuestros  movimientos, habíamos obrado lentamente. Margarita  me llamó con un ademán y yo la acompañé para traer a  Silvio. Tomó al animal en sus brazos y me lo entregó.  Inmediatamente, apagó las bujías que antes se encendieron y, tras volver a coger el gato, regresamos a la estancia  donde se hallaba la momia.

   Después de haber entrado, cerré cuidadosamente la puerta a mi espalda, comprendiendo que ya no había posibilidad de retroceder. Nos pusimos nuestras mascarillas y ocupamos nuestros sitios respectivos, ya señalados de antemano. Yo debía permanecer al lado de los conmutadores de la luz eléctrica, adyacentes a la puerta, dispuesto a encender o apagar la luz según las órdenes del señor Trelawny. El doctor Winchester, permanecería detrás del diván para no ser un obstáculo entre la momia y el sarcófago. Debía vigilar cuidadosamente lo que le ocurriese a la reina. Margarita estaría colocada a su lado. Tenía a Silvio preparado para ponerlo encima o al lado del diván cuando le pareciese conveniente.

  El señor Trelawny y el señor Corbeck se ocuparían de encender las lámparas. Y, cuando ya las manecillas del reloj estaban a punto de señalar la hora, ambos estuvieron listos para actuar. Sonaron, lentas, las campanadas del reloj para dar las tres, y a nosotros nos pareció un toque fúnebre. Antes de la tercera campanada, estaban encendidas las mechas de las lámparas y di la vuelta al conmutador para apagar la luz eléctrica. En la penumbra que reinó mientras se avivaba la llama de las lámparas, desaparecido el intenso resplandor de la luz eléctrica, toda la estancia tomó un aspecto raro y pareció cambiar en un instante.

   Con los corazones palpitantes aguardábamos. Aunque ignoro lo que les pasaba a los demás, supongo que se hallaban en situación semejante a la mía. Transcurrían pesadamente los segundos. Con la escasa luz reinante, se veían vagamente las figuras de los hombres y sólo se destacaba con claridad la de Margarita, que vestía de blanco.

  Las mascarillas que llevábamos contribuían a aumentar la rareza de la situación. Los ojos de Corbeck y Trelawny centelleaban al reflejar la luz, y el doctor Winchester parpadeaba, mientras Margarita parecía proyectar luz con su mirada y Silvio adquiría ojitos de esmeralda.

  Pocos segundos después, ardían perfectamente las siete lámparas cuya llama adoptaba un tono blanco. Así permanecieron por espacio de cuatro minutos, sin que se efectuase ningún cambio en el cofrecillo. Hasta que, por último, éste se tino de un delicado resplandor que crecía por momentos, convirtiéndose en algo semejante a una centelleante piedra preciosa y, al rato, en algo cuya sustancia vital fuese la luz. Nosotros esperábamos inquietos.

  De pronto, se oyó un ruido parecido a una explosión apagada y la tapa del cofre se levantó horizontalmente unos cuantos centímetros. En el acto, la habitación quedó inundada de luz. La tapa se inclinó hacia un lado, como si alguien la empujase por el opuesto. El cofrecillo continuaba resplandeciendo y empezó a surgir de él una  leve humareda verdosa. No pude apreciar del todo su  olor a causa de la mascarilla, pero, incluso así, creí notar  que era acre. De inmediato, aquel humo se espesó y  aumentó en cantidad hasta que toda la habitación empezó a oscurecerse. Sentía un intenso deseo de acudir junto  a Margarita, a la que aún podía ver a través de la humareda. Entonces, mientras miraba en aquella dirección, vi  que el señor Winchester se desplomaba, aunque no sin  sentido, porque agitó la mano de un lado a otro, como  para impedir que alguien se le acercase. En aquel momento, las figuras del señor Trelawny y de Corbeck se  hicieron imprecisas y, por último, ya no pude divisarlas.  El cofrecillo continuaba brillando, pero la luz de las  lámparas empezó a disminuir. Al principio, me figuré que la ocultaría el humo negro, pero, de repente, me di cuenta de que se apagaban una a una.

   Esperé, seguro de oír de un momento a otro la orden de encender la luz eléctrica, pero no fue así. Continué inmóvil, contemplando las nubes de humo que aún salían del brillante cofrecillo, mientras el brillo de las lámparas se extinguía. Finalmente, sólo quedó una, y su luz era débil, azulada y parecía chisporrotear. La única luminosidad de la estancia procedía del cofrecillo. Yo tenía la mirada fija en Margarita, cuyo traje blanco se distinguía a través del humo. Silvio maullaba inquieto, y, mientras tanto, aumentaba sin cesar la humareda, irritando nuestros ojos y excitando nuestro olfato. De pronto, empezó a disminuir y a perder su densidad. A través de la estancia, vi algo blanco que se movía hacia el diván. Observé varios movimientos y sólo pude percibir una forma que se agitaba a través del humo porque, entonces, el resplandor del cofre disminuyó rápidamente. Todavía escuchaba a Silvio, pero sus maullidos eran más débiles, y, un momento después, noté que se acurrucaba, acobardado, a mis pies.

  Desapareció el último rayo de luz y, a través de aquella oscuridad impenetrable, descubrí la blanca línea que había en tomo de las ventanas. Comprendí que había llegado el momento de hablar y, tirando de la mascarilla, pregunté:

   —¿Enciendo la luz?

   No obtuve respuesta, pero, antes de que el humo me impidiese hablar, grité con mayor fuerza:

   —¿Debo encender la luz, señor Trelawny?

   No me contestó, pero me llegó la voz de Margarita, armoniosa y dulce como una campana.

   —Sí, Malcolm.

   Di la vuelta al conmutador y la habitación quedó  inundada de una luz que mitigó, en gran parte, el espeso  humo. Corrí hacia Margarita, guiado por su traje blanco,  le cogí la mano y ella, comprendiendo mi ansiedad, se  apresuró a decir:

   —Estoy bien.

   —Gracias a Dios. ¿Cómo están los demás? ¡Deprisa!  Abramos las ventanas para librarnos de este humo.

   Sorprendentemente, ella contestó, en tono somnoliento:

   —Pronto estarán bien. No les ha ocurrido nada malo.

   No me detuve averiguar cómo lo sabía, y me dediqué a  abrir las ventanas y la puerta. Pocos segundos después,  la habitación estaba casi libre de humo. Las luces cobraron intensidad y pudimos contemplar la estancia. Todos  se hallaban sin sentido.

   Al lado del diván, el doctor Winchester permanecía  tendido de espaldas. En el extremo más lejano del sarcófago, vi tumbados también al señor Trelawny y al señor  Corbeck. Pero observé, satisfecho, que los tres respiraban tranquilamente, como si se hubiesen dormido. Mar  gañía seguía detrás del diván. Al principio, parecía estar atontada pero, poco a poco, recobró el dominio sobre si-  misma. Di unos pasos hacia adelante y ella me ayudó a levantar a su padre para acercarlo a una ventana Repetimos la operación con los otros dos, y ella se dirigió al comedor, volviendo a los pocos instantes con un frasco de aguardiente. Hicimos ingerir una copita a cada uno y pocos momentos después, los tres recobraron el conocimiento Una vez logramos este resultado, miré a mi alrededor para averiguar cuál había sido el desenlace del experimento. El humo había desaparecido casi del todo   pero aun se percibía un olor acre.

    El gran sarcófago se hallaba en el mismo lugar El  cofrecillo estaba abierto, y en sus varias divisiones interiores vi cenizas negras. Sobre el sarcófago, el cofre y  en realidad, sobre toda la estancia, había una especie de  hollín negro. Me dirigí al diván, y comprobé que en  parte, aun lo cubría la sábana, aunque ésta estaba echada  a los pies, como cuando alguien se dispone a saltar de la  cama.

   En cambio, no encontré la menor huella de la reina Tera. Tome a Margarita de la mano y la conduje allá. Ella, de mala gana, dejó a su padre, a quien estaba  cuidando, y me siguió. Al oído le dije-

   -¿Qué ha sido de la reina? Dímelo. Tú estabas cerca  y has visto lo sucedido.

   -No pude ver nada -confesó ella-. Hasta que el  humo se hizo muy espeso no aparté la mirada del diván  pero no pude advertir ningún cambio. Luego, cuando la oscuridad fue absoluta y ya no se veía cosa alguna me pareció oír un movimiento a mi lado. Quizá fue el doctor cuando perdió el sentido, pero no estoy segura. Creí que quizá, la reina se había despertado y dejé al pobre Silvio No se lo que fue de él, pero lo oí maullando al lado de la muerta. Espero que el pobre animal no haya tenido ningún susto.

  Fui a examinar el diván y, cuando el señor Trelawny y el señor Corbeck estuvieron lo bastante repuestos, hicimos un registro minucioso, pero todo lo que pudimos encontrar fue un polvo impalpable de olor extraño. Encima del diván estaba la diadema que la reina llevaba sobre su cabello, y también la Joya de las Siete Estrellas.

   Aparte de eso, nunca tuvimos la menor indicación de lo que había sucedido. Sólo hubo un detalle que nos confirmó el aniquilamiento físico de la momia. En el sarcófago del hall, donde habíamos puesto la momia del gato, había un montoncito de polvo semejante.

 

* * *

 

   Al llegar el siguiente otoño, Margarita y yo nos casamos. En esa trascendental ocasión ella llevó la vestidura  de la momia, la diadema, y la Joya de las Siete Estrellas.  Y, en la ceremonia del casamiento, los rayos del Sol que  atravesaban los ventanales de la iglesia, fueron a iluminar aquella joya, que resplandeció como si fuese una  brasa de fuego encendido. Las palabras grabadas en ella  han sido eficaces, porque Margarita tiene mucha fe en las mismas, y puedo asegurar que, en todo el mundo, no hay  hombre tan feliz como yo.

   Con frecuencia, pensamos en la gran reina y hablamos  de ella. Una vez, cuando yo me lamenté, dando un  suspiro, de que no pudiera haber despertado a una nueva  vida en un mundo nuevo, mi esposa, poniendo sus manos en las mías, y mirándome a los ojos, con aquella expresión elocuente y ensoñadora que, a veces, aparece en los  suyos, me dijo, amorosa:

-No te lamentes por ella. ¿Quién sabe si, por fin, no ha encontrado la dicha que ambicionaba? El amor y la paciencia constituyen la felicidad en este mundo, así como también en el mundo pasado y futuro, de los vivos y de los muertos. Ella soñó un sueño de felicidad, y eso es todo cuanto podemos desear cualquiera de nosotros.

     

 

FIN


 [LT1]

El sabio no dice lo que sabe, y el necio no sabe lo que dice.

Si los hombres han nacido con dos ojos, dos orejas y una sola lengua es porque se debe escuchar y mirar dos veces antes de hablar

Lo que importa verdaderamente en la vida no son los objetivos que nos marcamos, sino los caminos que seguimos para lograrlo.

Hay dos cosas que son infinitas: el universo y la estupidez humana; de la primera no estoy muy seguro.

Hay dos cosas que son infinitas: el universo y la estupidez humana; de la primera no estoy muy seguro.

El nacimiento y la muerte no son dos estados distintos, sino dos aspectos del mismo estado

Las personas son como la Luna. Siempre tienen un lado oscuro que no enseñan a nadie.

Las conversaciones son siempre peligrosas si se tiene algo que ocultar

El saber y la razón hablan, la ignorancia y el error gritan.

Todo está perdido cuando los malos sirven de ejemplo y los buenos de mofa

Algunas personas son tan falsas que ya no distinguen que lo que piensan es justamente lo contrario de lo que dicen.

Produce una inmensa tristeza pensar que la naturaleza habla mientras el género humano no escucha.

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