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GABRIEL GARCIA MARQUEZ

 

ESCRITOS DIVERSOS

 

 GABRIEL GARCIA MARQUEZ. Nació en Aracataca, Magdalena, el 6 de marzo de 1927, en el hogar conformado por Gabriel Eligio García y Luisa Santiaga Márquez. Hasta los nueve años vivió con sus abuelos, el coronel Nicolás Márquez, veterano de la guerra de los mil días y Tranquilina Iguarán, y sus tías, experiencia que marcó al futuro Nobel de literatura. En 1940 se trasladó a Zipaquirá para estudiar bachillerato en el Liceo Nacional; en vacaciones retornaba a la costa en barco de vapor por el Magdalena, vivencia que también sería determinante en su producción literaria. Terminó sus estudios en 1946 y al año siguiente, entró a estudiar Derecho a la Universidad Nacional, donde fue compañero de Camilo Torres Restrepo, y en la que estudió hasta el 9 de abril de 1948. El 13 de septiembre de 1947 se publicó su primer cuento La tercera resignación, en el suplemento literario de El Espectador que dirigía Eduardo Zalamea.

 En 1948 se inició como columnista en El Universal de Cartagena, actividad que siguió ejerciendo en Barranquilla en El Heraldo bajo el seudónimo de Septimus periódico en el que se hizo amigo de Alvaro Cépeda, Germán Vargas y Alfonso Fuenmayor y se vinculó al llamado Grupo de Barranquilla que orientaban el catalán Ramón Vinyes y José Félix Fuenmayor; allí conoció la obra de William Faulkner a quien ha considerado como su maestro. Fueron también tiempos de bohemia en el bar La Cueva. A principios de 1950 viajó con su madre a Aracataca, a vender la casa de los abuelos; en el viaje decidió que iba a ser escritor y le surgió el nombre del pueblo de sus fantasías literarias: Macondo.

 En febrero de 1954 se vinculó como columnista, crítico de cine, cronista y reportero de El Espectador, actividades en las que trabajó hasta 1955 cuando, además de publicar su primera novela, La Hojarasca, fue enviado como corresponsal a Europa, vivió en Ginebra, en Roma y en París. Pese a lo precario de sus recursos escribió dos novelas: El Coronel no tiene quien la escriba (1958), que de alguna manera es una autobiografía de su angustiosa vida en Europa, y La Mala Hora con la cual ganó en 1962 el premio Esso de Novela.

 En Europa vivió hasta finales de 1957 cuando fue nombrado redactor de la revista venezolana Momento. En marzo de 1958 se casó en Barranquilla con Mercedes Barcha. En 1959, además de nacer su primer hijo, Rodrigo, fue nombrado director de la recién creada agencia de noticias cubana Prensa Latina; además de La Habana vivió en Nueva York, donde tuvo conflictos con los cubanos exiliados y por lo que tuvo que renunciar a su cargo. Luego de conocer el sur de Estados Unidos, se radicó en México país en el que ha vivido con temporadas en Barcelona. En el país azteca escribió Cien años de soledad (1967) en palabras de Neruda «la mejor novela que se ha escrito en lengua castellana después del Quijote», que ha sido traducida a más de 30 idiomas con ventas millonarias. Allí mismo recibió la noticia, en la madrugada del 21 de octubre de 1982, que la Academia Sueca le había concedido el premio Nobel de literatura, convirtiéndose en el más joven laureado después de Camus y el cuarto latinoamericano en recibirlo después de Gabriela Mistral, Asturias y Neruda.

 Entre 1967 y 1982 publicó las siguientes obras: Relato de un náufrago (1970), La increíble y triste historia de la Cándida Eréndida y su abuela desalmada (1973), Ojos de Perro Azul (1974), El otoño del patriarca (1975), Crónicas y Reportajes (1976), Cuando era feliz e indocumentado (1976), Crónica de una muerte anunciada (1981), Textos Costeños y Entre Cachacos (1981‑1982) y El Secuestro (1982). Luego del Nobel, su primera novela fue El amor en los tiempos del cólera (1985) a la que siguieron La aventura de Miguel Litín clandestino en Chile (1986), El general en su laberinto (1989), Doce cuentos peregrinos (1992), Diatriba de amor contra un hombre sentado (1994), Del amor y otros demonios (1994) y Noticia de un secuestro (1996). En la actualidad prepara sus Memorias.

 

 GABRIEL JOSE GARCIA MARQUEZ Nació en Aracataca, en el hogar de Gabriel Eligio García, telegrafista y de Luisa Santiaga Márquez Iguarán. Siendo muy niño fue dejado al cuidado de sus abuelos maternos, el Coronel Nicolás Márquez Iguarán ‑su ídolo de toda la vida‑ y Tranquilina Iguarán Cortés. El reconoce que su madre es quien descubre los personajes de sus novelas a través de sus recuerdos. Por haber vivido retirado al comienzo de su padre, le fue difícil tratarlo con confianza en la adolescencia; «nunca me sentía seguro frente a él, no sabía cómo complacerlo. El era de una seriedad que yo confundía con la incomprensión», dice García Márquez.

 En 1936, cuando murió su abuelo, fue enviado a estudiar a Barranquilla. En 1940, viajó a Zipaquirá, donde fue becado para estudiar bachillerato. «Allí, como no tenía suficiente dinero para perder ni suficiente billar para ganar, prefería quedarme en el cuarto encerrado, leyendo», comenta el Nobel. En 1946 terminó bachillerato. Al año siguiente se matriculó en la Facultad de Ciencias Políticas de la Universidad Nacional y editó en diario «El Espectador» su cuento, «La primera designación». En 1950, escribió una columna en el periódico «El Heraldo» de Barranquilla, bajo el seudónimo de Séptimus y en 1952, publicó el capítulo inicial de «La Hojarasca», ‑su primera novela en ese diario‑ en el que colaboró desde 1956.

 En 1958, se casó con Mercedes Barcha. Tienen dos hijos, Rodrigo y Gonzalo.

 Gabriel García Márquez, quien está radicado en Ciudad de México desde 1975, en una vieja casona restaurada por él mismo, es amigo cercano de inportantes personalidades mundiales, lo fue de Omar Torrijos y conserva fuertes lazos con Fidel Castro, Carlos Andrés Pérez, Franþois Miterrand, los presidentes de México, Venezuela, Colombia y otros muchos.

 El 11 de diciembre de 1982, después de que por votación unánime de los 18 miembros de la Academia Sueca, fue galardonado con el Premio Nobel de Literatura por su obra.

 La vida y obra del Nobel García Márquez ha sido reconocida públicamente: en 1961 recibió el Premio Esso, en 1977, fue homenajeado en el XIII Congreso Internacional de Literatura Iberoamericana; en 1971, declarado «Doctor Honoris Causa» por la Universidad de Columbia, en Nueva York; en 1972, obtuvo el Premio Rómulo Gallegos por su obra «La Cándida Eréndira y su abuela desalmada». En 1981, el gobierno francés le concedió la condecoración «Legión de Honor» en el grado de Gran Comendador. Ese año asistió a la posesión de su amigo y Presidente de la República, Franþois Miterrand. En 1992, fue nombrado jurado del Festival de Cine de Cannes.

 El último libro de Gabriel García Márquez fue publicado en 1994. Sobre él, «Del amor y otros demonios», dijo Alvaro Mutis: «es una novela perfecta desde el punto de vista histórico, con fuertes planteamientos de carácter dogmático en la que aparecen ciertos personajes cuya caracterización es realmente genial».

 Gabriel García Márquez, quien hoy prepara un libro que titulará «La profesión más hermosa del mundo», sobre periodismo, a sus 66 años es considerado por un importante grupo de intelectuales como el escritor vivo más importante del mundo, según lecturas dominicales de El Tiempo del 28 de agosto de 1994.

 «Gabo», quien alterna su vida entre México y Colombia, prácticamente vive en un avión. Ha recorrido el mundo entero y engrandecido el nombre del país en el exterior, llevando nuestros paisajes y costumbres de un continente a otro, itinerario que inició en 1957 cuando visitó la República Democrática Alemana, Checoslovaquia, Polonia, Hungría y la Unión Soviética, temas de su artículo «Noventa días en la cortina de hierro». Después de 1967 cuando se fue a vivir a Barcelona y cuando el mundo se dio cuenta de su obra maestra «Cien años de soledad», que ha marcado la historia de la literatura de nuestro siglo, García Márquez se ha convertido en invitado de honor de sucesos intercontinentales, de congresos, de festivales, de posesiones y de eventos, porque su presencia tiene un valor muy especial.

 

 Escritor costeño (Aracataca, Magdalena, marzo 6 de 1927). Nacido en la casa de sus abuelos maternos, el coronel Nicolás Márquez, veterano de la guerra de los Mil Días, y Tranquilina Iguarán, Gabriel García Márquez, el primer hijo de Luisa Santiaga Márquez y el telegrafista Gabriel Eligio García, vivió sus primeros ocho años con los abuelos. Las vivencias de esta primera infancia en Aracataca, entre una multitud de tíos y primos sobre la que reinaba el anciano coronel, quien había sido, entre otras cosas, testigo indirecto del colapso de la United Fruit Company y de los hechos que condujeron a la matanza de las bananeras en 1928, aderezadas con los relatos hiperbólicos y tremendistas de la cegatona abuela Tranquilina y la no menos ciega determinación de su tía Francisca, que tejió su propio sudario para dar fin a su vida, imprimieron una marca indeleble en su memoria, y acabarían formando parte de Cien años de soledad, novela que constituye un hito en la literatura latinoamericana del siglo XX. García Márquez asistió al Colegio Montessori de Aracataca hasta la muerte de su abuelo el coronel, en 1936, cuando fue enviado al puerto fluvial de Sucre, en el departamento del mismo nombre, con sus padres, quienes decidieron matricularlo como interno en el Colegio San José, de Barranquilla, donde a la edad de 10 años ya escribía versos humorísticos, actividad que continuó luego en el colegio de los jesuitas de la misma ciudad. En 1940, gracias a una beca, ingresó al internado del Liceo Nacional de Zipaquirá. La lectura de los clásicos de la literatura lo consolaba, en su soledad, de un cambio de clima y entorno que le resultó traumático. Obtuvo el grado de bachiller en 1946 y regresó a Sucre, donde sus padres lo persuadieron para seguir la carrera de Derecho.

 Plegándose a la voluntad paterna, se inscribió en la Universidad Nacional en Bogotá al año siguiente. Entre sus profesores figuraba Alfonso López Michelsen, y entre sus condiscípulos Camilo Torres, «el cura guerrillero», con quien trabó amistad. El estudio de las leyes lo aburría, mientras que su vocación de escritor se consolidaba día a día; hacía tiempo venía trabajando en una extensa narración titulada «La casa», y Eduardo Zalamea Borda, editor literario del periódico El Espectador, publicó su cuento «La tercera resignación», saludando en su autor al nuevo genio de las letras colombianas. El asesinato del líder liberal Jorge Eliécer Gaitán, el 9 de abril de 1948, y el subsecuente «Bogotazo» determinaron un nuevo cambio de rumbo en su vida. La mayoría de sus libros y manuscritos se perdió en el incendio de la pensión donde vivía, y el cierre indefinido de la Universidad Nacional lo obligó a gestionar su transferencia a la Universidad de Cartagena, donde siguió siendo un alumno irregular. No llegó a graduarse. En Cartagena, el escritor Manuel Zapata Olivella le consiguió una columna diaria en el recién fundado periódico El Universal, en la que trató temas tan distantes entre sí como el acordeón y el helicóptero, la astrología y los mellizos, Joe Louis y los loros. A lo largo de su vida, García Márquez habría de distinguirse como excelente columnista.

 

 El grupo de Barranquilla. Años de vagabundeo Por esos tiempos García Márquez anduvo con los escritores del Grupo de Barranquilla, entre los que se contaban Alvaro Cepeda Samudio, Alfonso Fuenmayor y Germán Vargas.

 Al principio viajaba desde Cartagena cada vez que podía, regresando a la vera del padre espiritual del Grupo, Ramón Vinyes, erudito librero catalán y a su vez escritor y dramaturgo. Luego, gracias a una neumonía que lo obligó a recluirse en Sucre, cambió su trabajo en El Universal por una columna diaria, muy semejante, en El Heraldo de Barranquilla. A partir de enero de 1950, bajo el encabezado «La girafa», firmada por Septimus, en homenaje al introvertido personaje de La señora Dalloway, de Virginia Woolf, apareció la columna que le sirvió de pretexto para, a deshoras, escribir La Hojarasca (1955). Pasaba buena parte de las noches en el Japi Bar con los del Grupo y solía terminar en el Rascacielos, edificio de cuatro pisos ubicado en la Calle del Crimen [sic] que alojaba un prostíbulo, donde García Márquez ‑Gabo, como lo llaman sus amigos‑ tenía permiso de los propietarios para dormir un poco. La columna de El Heraldo duró hasta finales de 1952, cuando se pierde, por algo menos de un año, la pista de García Márquez. Críticos como Jacques Gilard sostienen que durante este lapso Gabo vendió enciclopedias en la Guajira, junto con Alvaro Cepeda. Más tarde, ese mismo año, reapareció trabajando en El Nacional de Barranquilla. En febrero de 1954 García Márquez volvió a Bogotá como reportero de planta de El Espectador, donde realizó, entre otras cosas, reseñas cinematográficas que lo convirtieron en el primer columnista de cine del periodismo colombiano, y el memorable reportaje a Luis Alejandro Velasco, un marinero colombiano que sobrevivió a un naufragio en alta mar; el producto de esta entrevista fue un reportaje por entregas que apasionó al país y que luego tomó forma de libro bajo el título Relato de un náufrago (1970). Con todo, su publicación suscitó la animadversión de los censores del régimen del general Gustavo Rojas Pinilla, por lo que las directivas del periódico decidieron que García Márquez saliera del país rumbo a Ginebra para cubrir la conferencia de los Cuatro Grandes, y luego a Roma, donde el papa Pío XII aparentemente agonizaba. En la capital italiana asistió, por unas semanas, al Centro Sperimentale di Cinema. Enseguida viajó por Polonia y Hungría. En enero de 1956 se trasladó a París, donde, para su sorpresa, descubrió que Rojas Pinilla había ordenado el cierre de El Espectador. En su reemplazo se lanzó en febrero El Independiente, con García Márquez aún en la nómina, pero dos meses más tarde el nuevo periódico corrió la misma suerte. En una buhardilla de la Rue de Cujas, en el Barrio Latino, debiendo el alquiler de varios meses, empezó a trabajar en La mala hora (1962). La situación desesperada del escritor, paradójicamente, contribuyó en gran parte a dar forma a El coronel no tiene quién le escriba (1958), concluida en enero de 1957, originalmente un capítulo de La mala hora que adquirió vida propia.

 Entretanto, gracias a su amigo Plinio Apuleyo Mendoza, García Márquez publicó varias colaboraciones en la revista caraqueña Elite. Mendoza se le uniría a mediados de 1957 en un viaje por la República Democrática Alemana, Checoslovaquia y la Unión Soviética. Los apuntes de aquel recorrido, publicados dos años después por la revista Cromos, constituyen un pormenorizado retrato de la vida cotidiana detrás de la «Cortina de hierro».

 En noviembre del mismo año pasó por Londres, donde esperaba pulir su inglés.

 Pero una carta de Plinio Mendoza, ahora editor ejecutivo de la revista Momento, cambió sus planes: le esperaban en Venezuela y tenía el tiquete aéreo en sus manos. Llegó a Caracas en Navidad, justo a tiempo para ser testigo de los últimos días de la dictadura del general Marcos Pérez Jiménez, sobre los que publicó varios artículos luego de la fuga del dictador, el 21 de enero de 1958. En marzo, García Márquez viajó a Barranquilla para contraer matrimonio con su novia de toda la vida, Mercedes Barcha. Irónicamente, dos meses después tuvo que renunciar, junto con Mendoza, a su trabajo en Momento, y asumir un extenuante cargo en Venezuela Gráfica, con poco tiempo para escribir.

 Al colapso casi simultáneo de los regímenes de Pérez Jiménez en Venezuela y de Rojas Pinilla en Colombia, sucedió la caída de Fulgencio Batista y el triunfo de la Revolución Cubana. Su líder, Fidel Castro, organizó la campaña «Operación Verdad», invitando a periodistas extranjeros a la isla para contrarrestar la mala propaganda de las agencias noticiosas norteamericanas; Gabo estaba entre los invitados. Fue el comienzo de una importante relación con Cuba y de su amistad personal con Castro. Para entonces los planes de García Márquez incluían la fundación de una escuela de cine en Barranquilla.

 Sin embargo, el gobierno cubano había decidido abrir su propia agencia de noticias, Prensa Latina, bajo la dirección del argentino Jorge Masetti.

 García Márquez llegó a Bogotá con su esposa embarazada en mayo de 1959, para manejar, junto con su amigo Mendoza, la oficina de la agencia en Colombia.

 Rodrigo, su hijo, nació el 24 de agosto y fue bautizado por Camilo Torres.

 En 1960 estuvo seis meses en Cuba, y a comienzos de 1961 fue trasladado a la oficina de Prensa Latina en Nueva York. Cubanos emigrados lo amenazaban por teléfono, y alguna vez llegaron a apuntarle con un arma mientras se dirigía en automóvil a su casa en Queens. A mediados del año reventó una crisis entre facciones políticas divergentes del gobierno cubano, en la que Masetti cayó en desgracia. En un gesto de solidaridad con él, García Márquez renunció a su cargo y, con su esposa e hijo, hizo un largo recorrido por el sur de los Estados Unidos que William Faulkner inmortalizara en sus novelas.

 Su periplo había de conducirlo hasta Ciudad de México, donde esperaba vivir de la redacción de guiones cinematográficos. En cambio, terminó trabajando por dos años en las revistas Sucesos y La Familia, del inversionista Gustavo Alatriste, como editor en jefe. En 1962, La mala hora recibió el Premio Esso de novela colombiana, aunque no vio forma de libro hasta 1966. El dinero del premio, sin embargo, sirvió para costear los gastos del nacimiento de su segundo hijo, Gonzalo, nacido el 16 de abril de 1962. Ese mismo año apareció el volumen de cuentos Los funerales de la Mama Grande. García Márquez renunció en octubre de 1963 para trabajar con la filial mexicana de J.

 Walter Thompson y, luego de unos meses, con la agencia publicitaria Stanton.

 Hizo amistad con el escritor mexicano Carlos Fuentes, y en compañía suya elaboró una docena de guiones para filmes a lo largo de dos años.

 Cien años de soledad Todo parece indicar que luego de concluir La mala hora, García Márquez sufrió un serio bloqueo de sus facultades literarias. Hasta 1964 otros asuntos le impidieron dedicarse a la creación de literatura. El bloqueo terminó durante el trayecto de Ciudad de México a Acapulco, cuando, al volante de su Opel, tuvo la repentina visión de la novela que hacía tiempo se estaba gestando en su interior. La historia de las generaciones de los Buendía en el mundo mágico de Macondo, desde la fundación del pueblo hasta la completa extinción de la estirpe, constituiría un rescate de la historia por la conciencia mítica colectiva, y una extensa alegoría de la condición humana, del significado del tiempo y de la escritura como alquimia. De regreso en el Distrito Federal, escribiendo ocho y más horas diarias, mientras Mercedes se ocupaba de sostener el hogar, a lo largo de dieciocho meses en los que acumuló grandes deudas, García Márquez dio forma a Cien años de soledad (1967), que habría de significarle un éxito tan inmediato cuanto insospechado, con premios en Francia e Italia y récords de ventas en el mundo entero. El acoso de periodistas y editores no se hizo esperar, mostrándole a Gabo las hieles de la fama.

 Como resultaba imposible vivir en esas condiciones, en octubre de 1967 partió con su familia para Barcelona, donde esperaba vivir de incógnito y preparar una novela acerca de un dictador latinoamericano. Barcelona era un núcleo no sólo cultural, sino de oposición intelectual al régimen franquista. Entre los muchos escritores expatriados residentes en la ciudad estaba el peruano Mario Vargas Llosa, con quien entretuvo amistad hasta su ruptura personal e ideológica en 1975. Con todo, el nuevo proyecto novelístico se fue prolongando; la composición de El otoño del patriarca (1975), que habría de vender más de medio millón de ejemplares en los días que siguieron a su publicación, le tomó, en realidad, siete años. Hacia la mitad del trabajo, García Márquez decidió recorrer de cabo a rabo el Caribe, para complementar su documentación. Entretanto, en 1972 le fueron concedidos el Premio Rómulo Gallegos de novela y el Premio Neustadt, con sumas que donó, respectivamente, al venezolano MAS (Movimiento al Socialismo) y al Comité de Solidaridad con los Presos Políticos. García Márquez era miembro activo del Tribunal Bertrand Russell y, como diplomático independiente, en los años que siguieron abogó, al lado de Omar Torrijos, por el reintegro del Canal de Panamá a los panameños, y luego por la causa de los revolucionarios sandinistas en Nicaragua, junto con su amigo el novelista argentino Julio Cortázar. También se lanzó, junto a Felipe López Caballero, en la aventura de publicar la revista Alternativa, de corte socialista, que soportó las presiones de los sectores políticos tradicionales durante poco más de cinco años, hasta su cierre en 1980. Dos volúmenes de cuentos aparecieron en este período: La increíble y triste historia de La Cándida Eréndira y su abuela desalmada (1973) y Ojos de perro azul (1974).

 La consagración A principios de 1981 García Márquez estaba viviendo de nuevo en Colombia, cuando apareció su breve Crónica de una muerte anunciada. El 26 de marzo, tras lo que parecía ser una velada persecución de las fuerzas militares del gobierno de Julio César Turbay Ayala, solicitó el asilo político del gobierno mexicano. Meses más tarde recibió de manos del recién electo presidente de Francia, Franþois Mitterrand, la medalla de la Legión de Honor. En el ínterin había comenzado a trabajar en «una historia de amor», que no estaría lista hasta 1985. El Premio Nobel de Literatura de 1982 lo encontró desprevenido. A sus cincuenta y cuatro años, era el laureado más joven desde Albert Camus. Vestido de liquiliqui, a la usanza del Caribe continental, recibió el premió y leyó una ponencia de marcados acentos ideológicos. El gobierno de Belisario Betancur lo respaldó con una vistosa delegación folclórica. En Colombia, la editorial Oveja Negra publicó la retrospectiva de su obra escrita, literaria y periodística. La redacción de su nueva novela se vio interferida por el alud de compromisos que sobrevino al Nobel, obligando a García Márquez a buscar refugio en Cartagena, donde vivían sus padres, de febrero hasta septiembre de 1984. Regresó enseguida a México, y allí cambió la máquina de escribir por el computador. Sólo hasta el 5 de diciembre de 1985 apareció El amor en los tiempos del cólera. En 1989 García Márquez, entonces director de la escuela de cine de San Antonio de los Baños en Cuba, publicó El general en su laberinto, crónica novelada de los últimos días de Simón Bolívar. Se suscitó un pequeño escándalo cuando su secretario cubano se asiló en los Estados Unidos. El 30 de julio de 1992 aparecieron sus Doce cuentos peregrinos. En 1993, a raíz de la impresión ilegal de ejemplares de sus obras en Colombia, García Márquez inició una campaña en favor del respeto a los derechos de autor. El 23 de marzo de 1994 apareció el monólogo Diatriba de amor contra un hombre sentado, y un mes después, la novela Del amor y otros demonios. [Ver tomo 4, Literatura, pp.

 283‑287; y tomo 5, Cultura, p. 212j.

 MATEO CARDONA VALLEJO Bibliografía Arnau, Carmen. El mundo mítico de Gabriel García Márquez. Barcelona, Península, 1971. BELL‑VILLADA, GENE H. García Márquez. The man and his work.

 Chapel Hill, North Carolina University Press, 1990. COLLAZOS, OSCAR. García Márquez: la soledad y 1a gloria. Su vida y su obra. Barcelona, Plaza y Janés, 1983. EARLE, PETER (Ed.). García Márquez: E1 escritor y la crítica.

 Madrid, Taurus, 1981. FUENMAYOR, ALFONSO. Crónicas sobre el Grupo de Barranquilla. Bogotá, Colcultura, Gobernación del Atlántico, 1978. GARCIA MARQUEZ, ELIGIO. «El poder y la gloria». En: Son así. Reportaje a nueve escritores latinoamericanos. Bogotá, Oveja Negra, 1982, pp. 89‑122. GARCIA MARQUEZ, GABRIEL. Obra periodística, 4 Vols. Recopilación y prólogo, Jacques Gilard. Bogotá, Oveja Negra, 1981‑1983. GIACOMAN, HELMY F. (Ed.). Homenaje a Gabriel García Márquez: Variaciones interpretativas en torno a su obra.

 Nueva York, Las Américas, 1972. HARSS, LUIS. «Gabriel García Márquez o la cuerda floja». En: Los nuestros. Buenos Aires, Sudamericana, 1966, pp.

 381‑419. McGUIRK, BERNARD y RICHARD CARDWELL. (Eds.). Gabriel García Márquez: New readings. Nueva York, Cambridge University Press, 1987.

 MARTINEZ, PEDRO SIMON. Sobre García Márquez. Montevideo, Biblioteca de Marcha, 1971. MENDOZA, PLINIO APULEYO. El olor de 1a guayaba. Bogotá, Oveja Negra, 1982. RAMA, ANGEL. La narrativa de Gabriel García Márquez: Edificación de un arte nacional y popular. Bogotá, Colcultura, 1991. VARGAS LLOSA, MARIO. García Márquez: Historia de un deicidio. Barcelona, Barral, 1971.

 

LA ACADEMIA DEL DEBER

 

Discurso de graduación de García Márquez en el Liceo Nacional de Zipaquirá el 17 de noviembre de 1944.

 

Generalmente, en todos los actos sociales como este se designa una persona para que diga un discurso. Esa persona busca siempre el tema más apropiado y lo desarrolla ante los presentes. Yo no vengo a decir un discurso. He podido escoger para hoy el noble tema de la amistad. ¿Pero qué podría yo deciros de la amistad? Hubiera llenado unos cuantos pliegos con anécdotas y sentencias que al fin al cabo no hubieran conducido al fin deseado. Analizad cada uno de vosotros propios sentimientos, considerad uno por uno los motivos por los cuales sentís una preferencia incomparada por la persona en quien tenéis depositadas todas vuestras intimidades y entonces podréis saber la razón de este acto.

 Toda esa serie de acontecimientos cotidianos que nos ha unido por medio de lazos irrompibles con este grupo de muchachos que hoy va a abrirse paso en la vida, esa es amistad. Y es eso lo que yo os hubiera dicho en este día. Pero, repito, no vengo a decir un discurso; y sólo quiero nombraros jueces de conciencia en este proceso para luego invitaros a compartir con el estudiantado de este plantel, el doloroso instante de una despedida.

 Aquí están, listos para partir, Henry Sánchez, el simpático D'artagnan del deporte, con sus tres mosqueteros Jorge Fajardo, Augusto Londoño y Hernando Rodríguez. Aquí están Rafael Cuenca y Nicolás Reyes, el uno como la sombra del otro. Aquí están Ricardo González, gran caballero del tubo de ensayos y Alfredo García Romero, declarado individuo peligroso en el campo de todas las discusiones: juntos, ejemplares vidas de la amistad verdadera. Aquí están Julio Villafañe y Rodrigo Restrepo, futuros miembros de nuestro parlamento y nuestro periodismo. Aquí, Miguel Angel Lozano y Guillermo Rubio, apóstoles de la exactitud. Aquí, Humberto Jaimes y Manuel Arenas y Samuel Huertas y Ernesto Martínez, cónsules de la consagración y la buena voluntad. Aquí está Alvaro Nivia con su buen humor y con su inteligencia. Aquí están Jaime Fonseca y Héctor Cuéllar y Alfredo Aguirre, tres personas distintas y un solo ideal verdadero: el triunfo. Aquí, Carlos Aguirre y Carlos Alvarado, unidos por un mismo nombre y por el mismo deseo de ser orgullo de la Patria. Aquí, Alvaro Baquero y Ramiro Cárdenas y Jaime Montoya, compañeros inseparables de los libros. Y, finalmente, aquí están Julio César Morales y Guillermo Sánchez, como dos columnas vivas que sostienen en sus hombros la responsabilidad de mis palabras, cuando yo digo que este grupo de muchachos está destinado a perdurar en los mejores daguerrotipos de Colombia. Todos ellos van en busca de la luz impulsados por un mismo ideal.

 Ahora que habéis escuchado las cualidades de cada uno, voy a lanzar el fallo que vosotros como jueces de conciencia debéis considerar: en nombre del Liceo Nacional y de la sociedad, declaro a este grupo de jóvenes ‑con las palabras de Cicerón‑ miembros de número de la academia del deber y ciudadanos de la inteligencia.

 Honorable auditorio, ha terminado el proceso.

 

      ***

 

      ABELITO VILLA, ESCALONA & CIA. (jirafas)

 

      Gabriel García Márquez

 

 

 Meira Delmar no habría sido menos poeta si no fuera admiradora de la música Vallenata ‑calificada así por ser originaria de la región de Valledupar‑ pero sí me habría extrañado que no confesara esa admiración. Precisamente Abelito Villa, el más conocido de los intérpretes y compositores de esa música, nos decía a Manuel Zapata Olivella y a mí, en una noche de fiesta en Valledupar, que quien compone un merengue «es como el que hace una jaula». Abelito ‑que no ha leído nunca el ensayo «Poesía inconclusa» de Andres Holguín‑ es un cantor que sabe "callarse a tiempo", y como lo pidió antes Menéndez Pidal, como lo exige el ensayista citado y no entró a desarmar en piezas su frase afortunada, sino que la dejó en el aire, flotando en su ambiente de misterio y belleza. Los auditores ‑y no precisamente porque hubiéramos leído a Andrés Holguín‑ preferimos que la frase quedara sin aclaración, exactamente como estaba: "componer un merengue es como el que hace una jaula".

 He recordado todo esto porque un amigo santandereano ‑conocedor de mis debilidades por el vallenato‑ me preguntó hace algunas noches si me parecía mejor el bambuco que la música del Magdalena. La pregunta, sin duda, iba para discusión; pero para una discusión que al fin y al cabo hubiera sido innecesaria, porque en substancia poética quizá nada guarda una relacion tan estrecha como el vallenato y el bambuco auténticos, desde luego, porque Guillermo Buitrago‑ que tiene una hermosa voz de intérprete‑ dejó algunos merengues compuestos por él mismo, que son verdaderamente lamentables. Como es natural, con algunos bambucos debe de haber sucedido algo semejante. Nunca falta en Bovea que cante bien, pero sin ese sentido poético, sin ese desgarrado sedimento de nostalgia que convierte en materia de pura belleza las composiciones de Pacho Rada, de Abelito Villa y de Rafael Escalona.

 Quien haya tratado de cerca a los juglares del Magdalena ‑que son muchos después de Enrique Martínez, Miguel Canales, Emiliano Zuleta‑ podrá salirme fiador en la afirmación de que no hay una sola letra en los vallenatos que no corresponda a un episodio de la vida real, a una experiencia del autor. Un juglar del río Cesar no canta porque sí, no cuando le viene en gana, sino cuando siente el apremio de hacerlo después de haber sido estimulado por un hecho real. Exactamente como el verdadero poeta. Exactamente como los juglares de la mejor estirpe medieval.

 Una de las características esenciales de estos músicos silvestres es su ingenua vanidad. Como consecuencia de ella surge la rivalidad entre los diferentes compositores que muchas veces ponen término a una controversia ‑sostenida durante largas horas de acordeón a acordeón‑ dándose física y concretamente con los trastos en la cabeza. Tal vez esa vocación, esa unidad profesional, haya sido la causa de que los acordeoneros tengan un mundo aparte, una religión propia, de los cuales muy pocos mortales han tenido noticia. Es así como los compositores del Magdalena visitan con regularidad a Pacho Rada, el anciano patriarca que tiene su feudo espiritual en las regiones de Plato, como una ceremonia indispensable para quienes no desean seguir perteneciendo a esa santa hermandad de los acordeoneros.

 Fue precisamente en Plato donde Abelito Villa me contó aquella famosa anécdota del Pontífice ‑Pacho Rada‑ quien fue detenido por un corregidor arbitrario que probablemente no contaba con el fervor popular que rodea al acordeonero mayor. Lo cierto fue que Pacho Rada se sentó a tocar acordeón y a improvisar canciones dentro de la cárcel, hasta cuando el pueblo se amotinó, dio libertad al preso y expulsó a palos al corregidor. Desde entonces, ningún juglar del Magdalena es encarcelado con el instrumento, que tiene para ellos mucho de ganzúa, mucho de llave maestra.

 Para que nada haga falta en ese mundo distinto, allí está el gran lutero del vallenato que es el indio Crescencio Salcedo. De ascendencia goajira, este compositor ‑que es además «yerbatero», como se dice‑ no ha querido aceptar matrícula en la cofradía y es un músico suelto, a quien sus colegas no reconocen méritos ni dan tregua de ninguna índole. Pero alguien me dijo ‑alguien que se vio sometido después a las represalias de Abelito Villa‑ que Crescencio Salcedo es el autor nada menos que de la Varita de Caña y El Cafetal. Lo que le da, sin duda, suficientes méritos para ser un protestante respetable.

 Otro día hablaremos de Rafael Escalona y de las ventajas que ha obtenido frente a sus cofrades por la significativa circunstancia de ser bachiller del Liceo Celedón de Santa Marta. Escalona es hoy el intelectual del vallenato y sus colegas de alpargatas y sombrerón alón ‑como el "compae" Chipuco‑ están satisfechos de que así sea. Por hoy deben agradecer los lectores que se le haya terminado el cuello a la jirafa.

 

 * Rafael Escalona

 

 Hace algunos días prometí hablar del compositor folclórico Rafael Escalona. Ayer recibí una llamada telefónica y no me fue difícil reconocer, al otro extremo de la línea, la misma voz discreta, mesurada, que en tantas noches de buena fiesta he admirado en la letra y la música de El Trajecito, El Cazador, El Bachiller, y en otras canciones nuestras que ya andan incorporadas al patrimonio popular. Pocas horas después Rafael Escalona me hablaba de su gente, de aquella novia inolvidable a quien una tarde le pidió, con palabras de música, que se pusieran el mismo trajecito ‑"ese que tiene flores pintadas..."‑ con que había hecho su advenimiento al amor. Porque le música de Escalona está elaborada en la misma materia de los recuerdos, en substancia de hombre estremecido por el diario acontecer de la naturaleza.

 Como Sansón Carrasco, el autor de Honda Herida, podría considerarse como el bachiller de los compositores vallenatos. A Abelito Villa lo bautizó el admirable Clemente Manuel Zabala con el nombre de "El Faraón", tal vez por motivos más hondos que su poderoso cuello faraónico. Escalona ‑lo había dicho ya‑ es el intelectual de nuestros aires populares, el que se impuso un proceso de maduración hasta alcanzar ese estado de gracia en que su música respira ya el aire de la pura poesía. Es un hombre joven, discreto, de pocas palabras. Casi puede decirse que sólo abre la boca para decir la letra y la melodía de sus propias canciones, como si no tuviera el mundo, para él, un idioma más adecuado y explosivo que el de su música.

 No quiero continuar sin hacer la advertencia ‑tantas veces comentada con él mismo‑ de que Escalona no ha tenido suerte en sus grabaciones. Abelito Villa canta y se acompaña el mismo con un acordeón inigualable. A todo lo largo del río Cesar, no hay compositor que no lleve, como equipaje insustituible, su acordeón trasnochador y nostálgico. El caso de Escalona es distinto, porque es quizá el único que no conoce la ejecución de instrumento alguno, el único que no se convierte en intérprete de su propia música. Simplemente, canta como lo va dictando el recuerdo y permite que a sus espaldas venga la ancha garganta del pueblo, recogiendo y eternizando sus palabras. El no se encierra en el laboratorio a resolver sus ideas con instrumentos. Concibe la fórmula, la dicta, y eso le basta para ser el compositor más popular en su propia tierra, y uno de los mejores fuera de ella.

 De allí que ninguno de los discos que todo el día y toda la noche están girando en el país, moliendo la música de Escalona, sea exactamente igual, en cantidad de belleza, a lo que él mismo compuso sin otro propósito que el de arrancarse una espina demasiado punzante para sobrellevarla. Guillermo Buitrago grabó El Cazador y creo ‑si Rafael Escalona no opina lo contrario‑ que es una de las mejores interpretaciones de Buitrago, con todo y que no responde exactamente a la creación original.

 En cambio Honda Herida, acaba de salir de los hornos de la grabadora Fuentes, es en mi concepto una de las composiciones más hermosas de Escalona y, al mismo tiempo, una de las más lamentablemente interpretadas. Escalona ordenó recoger el disco cuando ya era demasiado tarde. Sin embargo, Honda Herida, dentro de algunos días, gozará de una extraordinaria acogida, porque la salva su raíz de poesía. Una dura y estremecida raíz, capaz de sobrevivir a las interpretaciones mediocres.

 Escalona sabe cómo le agradecemos los hombres de la Costa Atiántica su diaria tarea de belleza. Sabe cómo le agradecemos sus amigos su franca y casi fraterna amistad. Y debe saber, ahora, que esta ligera nota de saludo no pretende sino corresponder, hasta donde ello sea posible, a ese gran favor que nos está haciendo con su música. Una nota que no sería menos sincera ni menos entusiasta, si no contáramos con el grato privilegio de su amistad personal.

 

***

 

DE VIAJE POR LOS PAISES SOCIALISTAS (1957)

 

90 días en la «Cortina de Hierro»

 

      I

 

 LA CORTINA DE HIERRO ES UN PALO PINTADO DE ROJO Y BLANCO

 

 La cortina de hierro no es una cortina ni es de hierro. Es una barrera de palo pintada de rojo y blanco como los anuncios de las peluquerías. Después de haber permanecido tres meses dentro de ella me doy cuenta de que era una falta de sentido común esperar que la cortina de hierro fuera realmente una cortina de hierro. Pero doce años de propaganda tenaz tienen más fuerza de convicción que todo un sistema filosófico. Veinticuatro horas diarias de literatura periodística terminan por derrotar el sentido común hasta el extremo de que uno tome las metáforas al pie de la letra.

 Eramos tres a la aventura, Jacqueline, francesa de origen indochino, diagramadora en una revista de París. Un italiano errante, Franco, corresponsal ocasional de revistas milanesas, domiciliado donde lo sorprenda la noche. El tercero era yo, según está escrito en mi pasaporte. Las cosas empezaron en un café de Franckfort, el 18 de junio a las 10 de la mañana. Franco había comprado para el verano un automóvil francés y no sabía qué hacer con él, de manera que nos propuso «ir a ver qué hay detrás de la cortina de hierro». El tiempo ‑una tardía mañana de primavera‑ era excelente para viajar.

 La policía de Franckfort ignoraba los trámites para pasar en automóvil a la Alemania Oriental. Los dos países no tienen relaciones diplomáticas ni comerciales. Todas las noches sale un tren para Berlín por un corredur ferroviario en el que no se exigen más requisitos que un pasaporte en regla. Pero ese corredor es un túnel nocturno que empieza en Franckfort y termina en Berlín‑oeste, una minúscula isla occidental rodeada de oriente por todas partes.

 La carretera es el único medio de penetrar realmente en la cortina de hierro. Pero las autoridades fronterizas son tan estrictas que al parecer no valía la pena arriesgarse a la aventura sin una visa formal y con un automóvil matriculado en Francia. El cónsul de Colombia en Franckfort es un hombre prudente. «Hay que tener cuidado», nos dijo, con su cauteloso español de Popayán. «Imagínense ustedes, todo eso en poder de los rusos». Los alemanes fueron más explicitos. Nos advirtieron de que en caso de que pudiéramos pasar serían decomisadas las cámaras fotográficas, los relojes y todos los objetos de valor. Nos previnieron de que lleváramos comida y gasolina suplementaria para no estacionar los 600 kilómetros que hay de la frontera hasta Berlín, y que en todo caso corríamos el riesgo de ser ametrallados por los rusos.

 No quedaba otro recurso que el azar. Frente a la amenaza de una nueva noche en Franckfort con otra película alemana en alemán, Franco tiró el viaje a cara o sello. Salió sello.

 ‑O.K, ‑dijo‑. En la frontera nos hacemos los locos.

 Las dos Alemanias están cuadriculadas con la magnífica red de autopistas que construyó Hitler para movilizar su potente maquinaria de guerra. Fue un arma de doble filo pues ella facilitó la invasión de los aliados. Pero fue también una formidable herencia para la paz. Un automóvil como el nuestro puede viajar por allí a un promedio de 80 kilómetros. Nosotros hicimos 100 con el objeto de llegar a la cortina de hierro antes del anochecer.

 A las ocho atravesamos la última aldea del mundo occidental, cuyos habitantes, los niños en particular, nos lanzaron al paso un saludo cordial y desconcertado. Algunos de ellos no habían visto en su vida un automóvil francés. Diez minutos después un militar alemán, exacto a los nazis de las películas no sólo por el mentón cuadrado y el uniforme lleno de insignias sino también por el acento de su inglés, examinó los pasaportes de una manera completamente formal. Luego nos hizo un saludo castrense y nos autorizó a atravesar la zona de nadie, los 800 metros en blanco que separan los dos mundos. No había allí campos de tortura ni los famosos kilómetros y kilómetros y kilómetros de alambre de púa electrificado. El sol del atardecer se maduraba sobre una tierra sin cultivar, todavía despedazada por las botas y las armas como al día siguiente de la guerra. Esa era la cortina de hierro.

 Estaban comiendo en la frontera. El soldado de guardia, un adolescente metido en un uniforme pobre y sucio, un poco demasiado grande para él, como las botas y el fusil‑ametralladora, nos hizo señas de estacionar hasta cuando el personal de aduana acabara de comer.

 Esperamos más de una hora. Ya era de noche pero las luces continuaban apagadas. Al otro lado de la carretera estaba la estación del ferrocarril, un polvoriento edificio de madera con las ventanas y las puertas cerradas. La oscuridad sin ruidos exhalaba un vaho de comida caliente.

 ‑Los comunistas también comen, dije, para no perder el humor.

 Franco dormitaba sobre el volante.

 ‑Si, ‑dijo.

 A pesar de lo que dice la propaganda occidental. Un poco antes de las diez se encendieron las luces y el soldado de guardia nos hizo acercar al farol para examinar los pasaportes. Examinó cada página con la atención a un tiempo astuta y aturdida de quienes no saben leer ni escribir. Luego levantó la barrera y nos indicó que estacionáramos diez metros más adelante, frente a un edificio de madera con techo de zinc, parecido a los salones de baile de las películas de vaqueros. Un guardia desarmado, de la misma edad del anterior, nos condujo hasta una ventanilla donde nos esperaban otros dos muchachos en uniforme, más aturdidos que duros, pero sin el menor asomo de cordialidad. Yo estaba sorprendido de que el gran portón del mundo oriental estuviera guardado por adolescentes inhábiles y medio analfabetos.

 Los dos soldados se sirvieron de un plumero de palo y un tintero con tapa de corcho para copiar los datos de nuestros pasaportes. Fue una operación laboriosa. Uno de ellos dictaba. El otro copiaba los sonidos franceses, italianos, españoles, con unos rudimentarios garabatos de escuela rural. Tenía los dedos embadurnados de tinta. Todos sudábamos. Nuestra paciencia soportó hasta el desdichado instante de dictar y escribir el lugar de mi nacimiento: «Aracataca».

 En la ventanilla siguiente declaramos nuestro dinero. Pero el cambio de ventanilla fue una cuestión de fórmula: la operación la ejecutaron los dos mismos guardias de la primera ventanilla. Por último ‑en una tercera ventanilla‑ tuvimos que llenar por señas un cuestionario en alemán y ruso con todos los pormenores del automóvil. Después de media hora de gestos extravagantes, de gritos y maldiciones en cinco idiomas, nos dimos cuenta de que estábamos enredados en un sofisma económico. Los derechos del automóvil costaban veinte marcos orientales. Los bancos de Alemania Occidental dan cuatro marcos occidentales por un dólar. Los bancos de Alemania Oriental, también por un dólar, dan sólo dus marcos orientales. Pero el marco occidental y el marco oriental están a la par. El problema consistía en que si pagábamos con dólares, los derechos del automóvil costaban diez dólares. Pero si pagábamos con marcos occidentales sólo costaban veinte marcos occidentales, es decir, nada más que cinco dólares.

 A esas alturas ‑exasperados y muertos del hambre‑ creíamos haber pasado todos los filtros de la cortina de hierro cuando apareció el director de la aduana. Era un hombre rústico de formas y maneras, vestido con un pantalón de dril sucio de cuarenta centímetros de bota y un raído saco de paño cuyos deformados bolsillos parecían llenos de papeles y migajas de pan. Se dirigió a nosotros en alemán. Comprendimos que debíamos seguirlo. Salimos a la desierta carretera iluminada apenas por las primeras estrellas, atravesamos los rieles, dimos la vuelta por detrás de la estación del ferrocarril, y penetramos a un largo comedor oloroso a alimentos acabados de consumir, con las sillas amontonadas sobre mesitas para cuatro personas. A la puerta había un guardia armado de fusil‑ametralladura junto a una mesa con libros de marxismo y folletos de propaganda política en exhibición. Franco y yo caminábamos con el director. Jacqueline nos seguía a pocos metros arrastrando los tacones en las sonoras tablas del piso. El director se detuvo y le ordenó con un gesto brutal que viniera a nuestro lado. Ella obedeció y los cuatro seguimos en silencio a través de un laberinto de corredores desiertos hasta la última puerta del fondo.

 Entramos a una pieza cuadrada, con un escritorio junto a una caja fuerte, cuatro sillas en torno a una mesita con folletos de propaganda política, y un aguamanil y una cama contra la pared. En el muro, sobre la cama, un retrato del secretario del partido comunista de Alemania Oriental, recortado de una revista. El director se sentó al escritorio con los pasaportes. Nosotros ocupamos las sillas. Yo me acordaba de las aldeas de Colombia, de los juzgados rurales donde no se hace nada durante el día pero que de noche sirven para las citas de amor concertadas en el cine. Jacqueline parecía impresionada.

 No puedo precisar cuánto tiempo permanecimos en ese cuarto. Uno tras otro tuvimos que responder a la misma encuesta formulada en alemán por el funcionario más torpe que recuerde en mi vida. Al principio fue brutal. Le explicamos por todos los medios que no éramos espías capitalistas y que sólo aspirábamos a dar una vuelta por la Alemania Oriental. Yo tenía la impresión de que él pensaba en un alemán blindado contra el cual rebotaban las palabras inglesas, francesas, italianas, españolas, e inclusive los gestos más expresivos. Aquel diálogo de locos lo exasperó. Se sublevó contra él y luego contra su propia ineficacia cuando tuvo que romper tres veces las visas estropeadas por los borrones y las enmiendas.

 En el turno de Jacqueline la atmósfera se hizo menos dura porque el director se sintió tardíamente interesado por sus rasgos indochinos. Nos explicó por señas que ella podía encontrar en el viaje «un amor de cabello rubio y ojos azules» y en prueba de su admiración personal le concedió una visa gratuita. Cuando abandonamos la oficina nos encontrábamos en el límite de la fatiga y la exasperación, pero aún debimos perder media hora más porque el director trataba de explicarme con señas, con pedazos de alemán y de inglés, una frase que al fin logramos entender literalmente: «El sol de la libertad brillará en Colombia».

 Jacqueline, que era la más despierta, se hizo cargo del timón, y Franco se sentó a su lado para evitar que se durmiera. Iba a ser la una. Yo me extendi en el asiento posterior y me dormí al rumor de los neumáticos que se deslizaban suavemente sobre la autopista lisa, brillante, absolutamente desierta. Cuando desperté empezaba a amanecer. En sentido contrario al nuestro pasaban unos vehículos enormes y despaciosos cuyos faros con viseras, orientados hacia abajo, apenas alcanzaban a distinguirse a las primeras luces de la madrugada. No pude definir las formas del convoy interminable.

 ‑¿Qué es eso?, pregunté.

 ‑No sabemos, respondió Jacqueline, tensa en el timón. Han estado pasando toda la noche.

 Sólo a partir de las cuatro, cuando la espléndida mañana de verano reventó sobre las inmensas llanuras sin cultivar, nos dimos cuenta de que eran camiones militares rusos. Pasaban a intervalos de media hora, en convoyes de veinte y treinta unidades, seguidos por algunos automóviles de fabricación rusa, sin matrícula. En ciertos camiones viajaban soldados sin armas. Pero la mayoría estaban cubiertos con tela impermeable de color militar.

 La soledad de la autopista era más apreciable por contraste con la Alemania Occidental donde hay que abrirse paso a través de los automóviles americanos de último modelo. A pocos kilómetros de Heidelberg está el cuartel general del ejército americano con un cementerio de automóviles de más de 3.000 metros a ambos lados de la arretera. En cambio en Alemania Oriental se tiene la impresión de haber equivocado la ruta y de viajar por una autopista que no conduce a ninguna parte. Las vallas es lo único que disipa un poco la idea de soledad. En lugar de los avisos publicitarios de las rutas occidentales, allí hay gigantescas caricaturas del presidente Adenauer con cuerpo de pulpo exprimiendo con sus tentáculos al proletariado. Todas las metáforas de la literatura de choque del comunismo resueltas a brocha gorda y con colores llamativos, pero con el presidente Adenauer como representante único y ejecutor absoluto de las atrocidades capitalistas.

 Nuestro primer contacto con el proletariado del mundo oriental se presentó de una manera imprevista. A las ocho de la mañana encontramos una bomba de gasolina al borde de la autopista, y un poco más allá un restaurante con un letrero en neón todavía encendido: "Mitropa". Es el distintivo de los restaurantes del estado. Franco llenó los tanques. Luego hicimos un balance de nuestros marcos y decidimos correr el riesgo de una nueva escena de locos para desayunar.

 Nunca olvidaré la entrada a ese restaurante. Fue como darme de bruces contra una realidad a la cual yo no estaba preparado. Cierta vez me metí sin preparación a un vericueto de Nápoles en el momento en que sacaban por la ventana de un tercer piso un ataúd amarrado con cuerdas, mientras abajo, en el callejón atestado de niños y mendigos y de carritos con cerdos descuartizados, la multitud trataba de dominar a la esposa del muerto que se despedazaba los vestidos, se arrancaba los pelos y se revolcaba por tierra dando aullidos. La impresión del restaurante fue distinta pero igualmente intensa: yo nunca había visto tanto patetismo concentrado en el acto más simple de la vida cotidiana, el desayuno. Un centenar de hombres y mujeres de rostros afligidos, desarrapados, comiendo en abundancia papas y carne y huevos fritos entre un sordo rumor humano y en un salón lleno de humo.

 Nuestra entrada pusa fin al murmullo. Yo, que tengo muy poca conciencia de mis bigotes y de mi saco rojo a cuadros negros, atribuí aquél suspenso al tipo exótico de Jacqueline. A través de ese silencio, sintiendo en la piel un centenar de miradas furtivas, caminamos hacia la única mesa libre situada junto a un descolorido tocadiscos de a medio marco la pieza. El repertorio nos era familiar: mambos de Pérez Prado, boleros de Los Panchos, y sobre todo, discos de jazz.

 Una sirvienta uniformada de blanco nos sirvió pan y un café negro con un intenso sabor de chicoria, pero evidentemente ‑en relación con el salario medio de Francia‑ mucho más barato que en París, y según pudimos comprobarlo más tarde con relación a los salarios de Alemania Oriental, mucho más barato que en cualquier país de Europa. En el momento de pagar, como los marcos orientales no alcanzaron, la mesera aceptó un marco occidental y nos hizo firmar en un papel ordinario la constancia del cambio.

 Franco examinaba la clientela con una expresión deprimida. Hay instantes de la sensibilidad que no se pueden reconstruír y explicar. Aquella gente estaba desayunando con las cosas que constituyen un almuerzo normal en el resto de Europa, y compradas a un precio más bajo. Pero era gente estragada, amargada, que consumía sin ningún entusiasmo una esapléndida ración matinal de carne y huevos fritos.

 Franco tomó el último sorbo de café y se tanteó los muslos en busa de los cigarrillos. Pero no los encontró. Entonces se incorporó de una manera ostensible, se dirigió al grupo más cercano y pidió por señas un cigarrillo. Yo apenas alcancé a darme cuenta de que los hombres de las mesas vecinas se precipitaron sobre nosotros con cajas de fósforos, cigarrillos sueltos y paquetes sin abrir, en una alborotada manifestación de generosidad colectiva. Un momento después, desplomada en el asiento posterior del automóvil que volaba hacia Berlín, Jacqueline hizo el único comentario que yo consideraba justo en ese instante:

 ‑Pobre gente.‑

 

      ***

 

      UN HOMBRE HA MUERTO DE MUERTE NATURAL

 

 Esta vez parece ser verdad: Ernest Hemingway ha muerto. La noticia ha conmovido, en lugares opuestos y apartados del mundo, a sus mozos de café, a sus guías de cazadores, a sus aprendices de torero, a sus choferes de taxi, a unos cuantos boxeadores venidos a menos y a algún pistolero retirado.

 Mientras tanto, en el pueblo de Ketchum, Idaho, la muerte del buen vecino ha sido apenas un doloroso incidente local. El cadáver permaneció seis días en cámara ardiente, no para que se le rindieran honores militares, sino en espera de alguien que estaba cazando leones en Africa.

 El cuerpo no permanecerá expuesto a las aves de rapiña, junto a los restos de un leopardo congelado en la cumbre de una montaña, sino que reposará tranquilamente en uno de esos cementerios demasiado higiénicos de los Estados Unidos, rodeado de cadáveres amigos. Estas circunstancias, que tanto se parecen a la vida real, obligan a creer esta vez que Hemingway ha muerto de veras, en la tercera tentativa.

 Hace cinco años, cuando su avión sufrió un accidente en el Africa, la muerte no podía ser verdad.

 Las comisiones de rescate lo encontraron alegre y medio borracho, en un claro de la selva, a poca distancia del lugar donde merodeaba una familia de elefantes. La propia obra de Hemingway, cuyos héroes no tenían derecho a morir antes de padecer durante cierto tiempo la amargura de la victoria, había descalificado de antemano aquella clase de muerte, más bien del cine que de la vida.

 En cambio, ahora, el escritor de 62 años, que en la pasada primavera estuvo dos veces en el hospital tratándose una enfermedad de viejo, fue hallado muerto en su habitación con la cabeza destrozada por una bala de escopeta de matar tigres. En favor de la hipótesis de suicidio hay un argumento técnico: su experiencia en el manejo de las armas descarta la posibilidad de un accidente.

 En contra, hay un solo argumento literario: Hemingway no parecía pertenecer a la raza de los hombres que se suicidan. En sus cuentos y novelas, el suicidio era una cobardía, y sus personajes eran heroicos solamente en función de su temeridad y su valor físico.

 Pero, de todos modos, el enigma de la muerte de Hemingway es puramente circunstancial, porque esta vez las cosas ocurrieron al derecho: el escritor murió como el más corriente de sus personajes, y principalmente para sus propios personajes.

 En contraste con el dolor sincero de los boxeadores, se ha destacado en estos días la incertidumbre de los críticos literarios. La pregunta central es hasta qué punto Hemingway fue un grande escritor, y en qué grado merece un laurel que a él mismo le pareció una simple anécdota, una circunstancia episódica en la vida de un hombre.

 En realidad, Hemingway sólo fue un testigo ávido, más que de la naturaleza humana de la acción individual. Su héroe surgía en cualquier lugar del mundo, en cualquier situación y en cualquier nivel de la escala social en que fuera necesario luchar encarnizadamente no tanto para sobrevivir cuanto para alcanzar la victoria. Y luego, la victoria era apenas un estado superior del cansancio físico y de la incertidumbre moral.

 Sin embargo, en el universo de Hemingway la victoria no estaba destinada al más fuerte, sino al más sabio, con una sabiduría aprendida de la experiencia. En ese sentido era un idealista.

 Pocas veces, en su extensa obra, surgió una circunstancia en que la fuerza bruta prevaleciera contra el conocimiento. El pez chico, si era más sabio, podía comerse al grande. El cazador no vencía al león porque estuviera armado de una escopeta, sino porque conocía minuciosamente los secretos de su oficio, y por lo menos en dos ocasiones el león conoció mejor los secretos del suyo.

 En El viejo y el mar ‑el relato que parece ser una síntesis de los defectos y virtudes del autor‑ un pescador solitario, agotado y perseguido por la mala suerte logró vencer al pez más grande del mundo en una contienda que era más de inteligencia que de fortaleza. El tiempo demostrará también que Hemingway, como escritor menor, se comerá a muchos escritores grandes, por su conocimiento de los motivos de los hombres y los secretos de su oficio.

 Alguna vez, en una entrevista de prensa, hizo la mejor definición de su obra al compararla con el iceberg de la gigantesca mole de hielo que flota en la superficie: es apenas un octavo del volumen total y es inexpugnable gracias a los siete octavos que la sustentan bajo el agua.

 La trascendencia de Hemingway está sustentada precisamente en la oculta sabiduría que sostiene a flote una obra objetiva, de estructura directa y simple, y a veces escueta inclusive en su dramatismo.

 Hemingway sólo contó lo visto por sus propios ojos, lo gozado y padecido por su experiencia, que era, al fin y al cabo, lo único en que podía creer. Su vida fue un continuo y arriesgado aprendizaje de su oficio, en el que fue honesto hasta el límite de la exageración: habría que preguntarse cuántas veces estuvo en peligro la propia vida del escritor, para que fuera válido un simple gesto de su personaje.

 En ese sentido, Hemingway no fue nada más, pero tampoco nada menos, de lo que quiso ser: un hombre que estuvo completamente vivo en cada acto de su vida. Su destino, en cierto modo, ha sido el de sus héroes, que sólo tuvieron una validez momentánea en cualquier lugar de la Tierra, y que fueron eternos por la fidelidad de quienes los quisieron.

 Esa es, tal vez, la dimensión más exacta de Hemingway. Probablemente, éste no sea el final de alguien, sino el principio de nadie en la historia de la literatura universal. Pero es el legado natural de un espléndido ejemplar humano, de un trabajador bueno y extrañamente honrado, que quizá se merezca algo más que un puesto en la gloria internacional.

 Aparecido en Cambio. Julio 1963

 

      ***

 

      GARCIA MARQUEZ Y LOS BEATLES

 

 Así es: la única nostalgia común que uno tiene con sus hijos son las canciones de los Beatles. Cada quien por motivos distintos, desde luego, y con un dolor distinto, como ocurre siempre con la poesía.

 Yo no olvidaré aquel día memorable de 1963, en México, cuando oí por primera vez de un modo consciente una canción de los Beatles. A partir de entonces descubrí que el universo estaba contaminado por ellos. En nuestra casa de San Angel, donde apenas si teníamos donde sentarnos, había solo dos discos: una selección de preludios de Debussy y el primer disco de los Beatles.

 Por toda la ciudad, a toda hora, se escuchaba un grito de muchedumbres; ‑Help, I need somebody‑. Alguien volvió a plantear por esa época el viejo tema de que los músicos mejores son los de la segunda letra del catálogo: Bach, Beethoven, Brahms y Bartok.

 Alguien volvió a decir la misma tontería de siempre: que se incluyera a Bosart. Alvaro Mutis, que como todo gran erudito de la música tiene una debilidad irremediable por los ladrillos sinfónicos, insistía en incluir a Bruckner. Otro trataba de repetir otra vez la batalla a favor de Berlioz, que yo libraba en contra porque no podía superar la superstición de que es oiseau de malheur, es decir, pájaro de mal agüero. En cambio, me empeñé, desde entonces, en incluir a los Beatles. Emilio García Riera, que estaba de acuerdo conmigo y que es un crítico e historiador de cine con una lucidez un poco sobrenatural, sobre todo después del segundo trago, me dijo por esos días: ‑Oigo a los Beatles con un cierto miedo, porque siento que me voy a acordar de ellos por todo el resto de mi vida‑. Es el único caso que conozco de alguien con bastante clarividencia para darse cuenta de que estaba viviendo el nacimiento de sus nostalgias. Uno entraba entonces en el estudio de Carlos Fuentes, y lo encontraba escribiendo a maquina con un solo dedo de una sola mano, como lo ha hecho siempre, en medio de una densa nube de humo y aislado de los horrores del universo con la música de los Beatles a todo volumen.

 (....) Esta tarde, pensando todo esto frente a una ventana lúgubre donde cae la nieve, con más de cincuenta años encima y todavía sin saber muy bien quien soy, ni que carajos hago aquí, tengo la impresión de que el mundo fue igual desde mi nacimiento hasta que los Beatles empezaron a cantar. Todo cambió entonces. Los hombres se dejaron crecer el cabello y la barba, las mujeres aprendieron a desnudarse con naturalidad, cambió el modo de vestir y de amar, y se inicio la liberación del sexo y otras drogas para soñar. Fueron los años fragorosos de la guerra de Vietnam y la rebelión universitaria.

 Pero, sobre todo, fue el duro aprendizaje de una relación distinta entre los padres e hijos, el principio de un nuevo dialogo entre ellos que había parecido imposible durante siglos.

 Gabriel García Marquez 16 de Diciembre de 1980 (Extractado de Notas de prensa 1980 ‑ 1984)

 

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      LA POESIA AL ALCANCE DE LOS NIÑOS

 

 Un Maestro de literatura le advirtió el año pasado a la hija menor de un grande amigo mío que su examen final versaría sobre Cien años de Soledad. La chica se asustó, con toda la razón, no sólo porque no había leído el libro, sino porque estaba pendiente de otras materias más graves. Por fortuna, su padre tiene una formación literaria muy seria y un instinto poético como pocos, y la sometió a una preparación tan intensa que sin duda llegó al examen mejor armada que su maestro. Sin embargo, éste le hizo una pregunta imprevista: qué significa la letra al revés en el título de Cien años de soledad. Se refería a la edición de Buenos Aires, cuya portada fue hecha por el pintor Vicente Rojo con una letra invertida, porque así se lo indicó su absoluta y soberana inspiración. La chica, por supuesto, no supo qué contestar. Vicente Rojo me dijo cuando se lo conté que tampoco él lo hubiera sabido.

 Ese mismo año, mi hijo Gonzalo tuvo que contestar un cuestionario de literatura elaborado en Londres para un examen de admisión. Una de las preguntas pretendía establecer cuál era el símbolo del gallo en El Coronel no tiene quien le escriba. Gonzalo, que conoce muy bien el estilo de su casa, no pudo resistir la tentación de tomarle el pelo a aquel sabio remoto, y contestó: "Es el gallo de los huevos de oro". Más tarde supimos que quien obtuvo la mejor nota fue el alumno que contestó, como se lo había enseñado el maestro, que el gallo del coronel era el símbolo de la fuerza popular reprimida. Cuando lo supe me alegré una vez más de mi buena estrella política, pues el final que yo había pensado para ese libro, y que cambié a última hora, era que el coronel le torciera el pescuezo al gallo e hiciera con él un sancocho de protesta.

 Desde hace años colecciono estas perlas con que los malos maestros de literatura pervierten a los niños. Conozco uno de muy buena fé para quien la abuela desalmada, gorda y voraz, que explota a la Cándida Eréndira para cobrarse una deuda, es el símbolo del capitalismo insaciable. Un maestro católico enseñaba que la subida al cielo de Remedios la Bella era una transposición poética de la ascensión en cuerpo y alma de la Virgen María. Otro dictó una clase completa sobre Mr. Herbert, un personaje de algún cuento mío que le resuelve problemas a todo el mundo y reparte dineros a manos llenas. "Es una hermosa metáfora de Dios", dijo el maestro. Dos críticos de Barcelona me sorprendieron con el descubrimiento de que El Otoño del patriarca tenía la misma estructura del tercer concierto de piano de Bela Bartok. Esto me causó una grande alegría por la admiración que le tengo a Bela Bartok, y en especial a ese concierto, pero todavía no he podido entender las analogías de aquellos dos críticos. Un profesor de literatura de la escuela de letras de La Habana destinaba muchas horas al análisis de Cien años de soledad; y llegaba a la conclusión ‑halagadora y deprimente al mismo tiempo‑ de que no ofrecía ninguna solución. Lo cual terminó de convencerme de que la manía interpretativa termina por ser a la larga una nueva forma de ficción que a veces encalla en el disparate.

 Debo ser un lector muy ingenuo, porque nunca he pensado que los novelistas quieran decir más de lo dicen. Cuando Franz Kafka dice que Gregorio Samsa despertó una mañana convertido en un gigantesco insecto, no me parece que eso sea el símbolo de nada, y lo único que me ha intrigado siempre es qué clase de animal pudo haber sido. Creo que hubo en realidad un tiempo en que las alfombras volaban y había genios prisioneros dentro de las botellas. Creo que la burra de Balaam habló ‑como lo dice la Biblia y lo único lamentable es que no se hubiera grabado su voz, y creo que Josué derribó las murallas de Jericó con el poder de sus trompetas, y lo único lamentable es que nadie hubiera transcrito su música de demolición. Creo, en fin, que el licenciado Vidriera de Cervantes era en realidad de vidrio, como él mismo lo creía, y creo de veras en la jubilosa verdad de que Gargantúa se orinaba a torrentes sobre las catedrales de París. Más aún: creo que otros prodigios similares siguen ocurriendo, y que si no los vemos es en gran parte porque nos lo impide el racionalismo oscurantista que nos inculcaron los malos profesores de literatura.

 Tengo un gran respeto, y sobre todo un gran cariño por el oficio de maestro, y por eso me duele que ellos también sean víctimas de un sistema de enseñanza que los induce a decir tonterías. Uno de mis seres inolvidables es la maestra que me enseñó a leer a los cinco años. Era una muchacha bella y sabia que no pretendía saber más de lo que podía, y era además tan joven que con el tiempo ha terminado por ser menor que yo. Fue ella quien nos leía en clases los primeros poemas que me pudrieron el seso para siempre. Recuerdo con la misma gratitud al profesor de literatura del bachillerato, don Carlos Julio Calderón, un hombre modesto y prudente que nos llevaba por el laberinto de los buenos libros sin interpretaciones noveleras. Este método nos permitía a sus alumnos una participación más personal y libre en el prodigio de la poesía. En síntesis, un curso de literatura no debería ser mucho más que una buena guía de lecturas. Cualquier otra pretensión no sirve para nada más que para asustar a los niños. Creo yo, aquí en la trastienda.

 (El Espectador, 1981)

 

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      PRIMER NOBEL PARA COLOMBIA

 

Al conceder el Premio Nobel de Literatura a Gabriel García Márquez, no se puede decir que la Academia

Sueca haya descubierto a un escritor desconocido»[...]. Tampoco se puede decir que con el premio a García Márquez la Academia haya sacado a la luz una región o continente literariamente desconocido [...]. En el mundo imaginado y descubierto por García Márquez, tal vez sea la muerte el más importante director de escena entre bastidores [...]. Un sentimiento trágico de la vida impregna los libros de García Márquez una sensación de la incorruptible fuerza del destino y del avance inhumano e implacable del acontecer histórico [...]. Sus obras se distinguen, muy al contrario, por una extraordinaria expresividad y una concreción realista a las que ningún resumen abstracto puede hacer justicia. Lo mejor que yo puedo hacer es recomendar vivamente la lectura de sus obras a quienes no las conozcan. Y eso es lo que acabo de hacer.

Con estas palabras, le doy la cordial enhorabuena de la Academia Sueca y le ruego reciba el Premio Nobel de Literatura de manos de Su Majestad el Rey.

(1982)

 

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 PALABRAS DE GABRIEL GARCIA MÁRQUEZ

 al RECIBIR EL PREMIO NOBEL DE LITERATURA

 

La soledad de América Latina

 

 Majestades, Altezas Reales, Señoras y Señores:

 

 Antonio Pigafetta, un navegante florentino que acompañó a Magallanes en el primer viaje alrededor del mundo, escribió a su paso por nuestra América meridional una crónica rigurosa que sin embargo parece una aventura de la imaginación. Contó que había visto cerdos con el ombligo en el lomo, y unos pájaros sin patas cuyas hembras empollaban en las espaldas del macho, y otros como alcatraces sin lengua cuyos picos parecían una cuchara. Contó que había visto un engendro animal con cabeza y orejas de mula, cuerpo de camello, patas de ciervo y relincho de caballo. Contó que al primer nativo que encontraron en la Patagonia le pusieron enfrente de un espejo, y que aquel gigante enardecido perdió el uso de la razón por el pavor de su propia imagen.

Este libro breve y fascinante, en el cual ya se vislumbran los gérmenes de nuestra novelas de hoy, no es ni mucho menos el testimonio más asombroso de nuestra realidad de aquellos tiempos. Los Cronistas de Indias nos legaron otros incontables. El dorado, nuestro país ilusorio tan codiciado, figuró en mapas numerosos durante largos años, cambiando de lugar y de forma según la fantasía de los cartógrafos. En busca de la fuente de la Eterna Juventud, el mítico Alvar Núñez Cabeza de Vaca exploró durante ocho años el norte de México, en una expedición venática cuyos miembros se comieron unos a otros, y solo llegaron cinco de los 600 que la emprendieron. Uno de los tantos misterios que nunca fueron descifrados, es el de las once mil mulas cargadas con cien libras de oro cada una , que un día salieron del Cuzco para pagar el rescate de Atahualpa y nunca llegaron a su destino. Más tarde, durante la colonia, se vendían en Cartagena de Indias unas gallinas criadas en tierras de aluvión, en cuyas mollejas se encontraban piedrecitas de oro. Este delirio áureo de nuestros fundadores nos persiguió hasta hace poco tiempo. Apenas en el siglo pasado la misión alemana encargada de estudiar la construcción de un ferrocarril interoceánico en el istmo de Panamá, concluyó que el proyecto era viable con la condición de que los rieles no se hicieran de hierro, que era un metal escaso en la región, sino que se hicieran de oro.

La independencia del dominio español no nos puso a salvo de la demencia. El general Antonio López de Santana, que fue tres veces dictador de México, hizo enterrar con funerales magníficos la pierna derecha que habían perdido en la llamada Guerra de los Pasteles. El general Gabriel García Morena gobernó al Ecuador durante 16 años como un monarca absoluto, y su cadáver fue velado con su uniforme de gala y su coraza de condecoraciones sentado en la silla presidencial. El general Maximiliano Hernández Martínez, el déspota teósofo de El Salvador que hizo exterminar en una matanza bárbara a 30 mil campesinos, había inventado un péndulo para averiguar si los alimentos estaban envenenados, e hizo cubrir con papel rojo el alumbrado público para combatir una epidemia de escarlatina. El monumento al general Francisco Morazán, erigido en la plaza mayor de Tegucigalpa, es en realidad una estatua del mariscal Ney comprada en París en un depósito de esculturas usadas.

Hace once años, uno de los poetas insignes de nuestro tiempo, el chileno Pablo Neruda, iluminó este ámbito con su palabra. En las buenas conciencias de Europa, y a veces también en las malas, han irrumpido desde entonces con más ímpetus que nunca las noticias fantasmales de la América Latina, esa patria inmensa de hombres alucinados y mujeres históricas, cuya terquedad sin fin se confunde con la leyenda. No hemos tenido un instante de sosiego. Un presidente prometéico atrincherado en su palacio en llamas murió peleando solo contra todo un ejército, y dos desastres aéreos sospechosos y nunca esclarecidos segaron la vida de otro de corazón generoso, y la de un militar demócrata que había restaurado la dignidad de su pueblo. Ha habido 5 guerras y 17 golpes de estado, y surgió un dictador luciferino que en el nombre de Dios lleva a cabo el primer etnocidio de América Latina en nuestro tiempo. Mientras tanto, 20 millones de niños latinoamericanos morían antes de cumplir dos años, que son más de cuantos han nacido en Europa desde 1970. Los desaparecidos por motivos de la represión son casi los 120 mil, que es como si hoy no se supiera donde están todos los habitantes de la ciudad de Upsala. Numerosas mujeres arrestadas encinta dieron a luz en cárceles argentinas, pero aún se ignora el paradero y la identidad de sus hijos, que fueron dados en adopción clandestina o internados en orfanatos por las autoridades militares. Por no querer que las cosas siguieran así han muerto cerca de 20 mil mujeres y hombres en todo el continente, y más de 100 mil perecieron en tres pequeños y voluntariosos países de la América Central, Nicaragua, El Salvador y Guatemala. Si esto fuera en los Estados Unidos, la cifra proporcional sería de un millón 600 muertes violentas en cuatro años.

De Chile, país de tradiciones hospitalarias, han huido un millón de personas: el 10 por ciento de su población. El Uruguay, una nación minúscula de dos y medio millones de habitantes que se consideraba como el país más civilizado del continente, han perdido en el destierro a uno de cada cinco ciudadanos. La guerra civil en El Salvador ha causado desde 1979 casi un refugiado cada 20 minutos. El país que se pudiera hacer con todos los exiliados y emigrados forzosos de América Latina, tendrían una población más numerosa que Noruega.

Me atrevo a pensar, que es esta realidad descomunal, y no sólo su expresión literaria, la que este año ha merecido la atención de la Academia Sueca de las Letras. Una realidad que no es la del papel, sino que vive con nosotros y determina cada instante de nuestras incontables muertes cotidianas, y que sustenta un manantial de creación insaciable, pleno de desdicha y de belleza, del cual este colombiano errante y nostálgico no es más que una cifra más señalada por la suerte. Poetas y mendigos, músicos y profetas, guerreros y malandrines, todas las criaturas de aquella realidad desaforada hemos tenido que pedirle muy poco a la imaginación, porque el desafío mayor para nosotros ha sido la insuficiencia de los recursos convencionales para hacer creíble nuestra vida. Este es, amigos, el nudo de nuestra soledad.

Pues si estas dificultades nos entorpecen a nosotros, que somos de su esencia, no es difícil entender que los talentos racionales de este lado del mundo, extasiados en la contemplación de sus propias culturas, se hayan quedado sin un método válido para interpretarnos. Es comprensible que insistan en medirnos con la misma vara con que se miden a sí mismos, sin recordar que los estragos de la vida no son iguales para todos, y que la búsqueda de la identidad propia es tan ardua y sangrienta para nosotros como lo fuera para ellos. La interpretación de nuestra realidad con esquemas ajenos sólo contribuye a hacernos cada vez más desconocidos, cada vez menos libres, cada vez más solitarios. Tal vez la Europa venerable sería más comprensiva si tratara de vernos en su propio pasado. si recordara que Londres necesitó 300 años para construirse su primera muralla y otros 300 para tener un obispo, que Roma se debatió en las tinieblas de la incertidumbre durante 20 siglos antes de que un rey etrusco la implantara en la historia, y que aun en el siglo XVI los pacíficos suizos de hoy, que nos deleitan con sus quesos mansos y sus relojes impávidos, ensangrentaron a Europa como soldados de fortuna. Aun en el apogeo del Renacimiento, 12 mil lansquenetes a sueldo de los ejércitos imperiales saquearon y devastaron a Roma, y pasaron a cuchillo a ocho mil de sus habitantes.

No pretendo encarnar las ilusiones de Tonio Kröger, cuyos sueños de unión entre un norte casto y un sur apasionado extaltaba Thomas Mann hace 53 años en este lugar. Pero creo que los europeos de espíritu clarificador, los que luchan también aquí por una patria grande más humana y más justa, podrían ayudarnos mejor si revisaran a fondo su manera de vernos. La solidaridad con nuestros sueños no nos harán sentir menos solos, mientras no se concrete con actos de respaldo legítimo a los pueblos que asuman la ilusión de tener una vida propia en el reparto del mundo.

América Latina no quiere ni tiene por qué ser un alfil sin albedrío, ni tiene nada de quimérico que sus designios de independencia y originalidad se conviertan en una aspiración occidental. No obstante, los progresos de la navegación que han reducido tantas distancias entre nuestras Américas y Europa, parecen haber aumentado en cambio nuestra distancia cultural. Por qué la originalidad que se nos admite sin reservas en la literatura se nos niega con toda clase de suspicacias en nuestras tentativas dan difíciles de cambio social? Por qué pensar que la justicia social que los europeos de avanzada tratan de imponer en sus países no puede ser también un objetivo latinoamericano con métodos distintos en condiciones diferentes? No: la violencia y el dolor desmesurados de nuestra historia son el resultado de injusticias seculares y amarguras sin cuento, y no una confabulación urdida a 3 mil leguas de nuestra casa. Pero muchos dirigentes y pensadores europeos lo han creído, con el infantilismo de los abuelos que olvidaron las locuras fructíferas de su juventud, como si no fuera posible otro destino que vivir a merced de los dos grandes dueños del mundo. Este es, amigos, el tamaño de nuestra soledad.

Sin embargo, frente a la opresión, el saqueo y el abandono, nuestra respuesta es la vida. Ni los diluvios, ni las pestes, ni las hambrunas, ni los cataclismos, ni siquiera las guerras eternas a través de los siglos y los siglos han conseguido reducir la ventaja tenaz de la vida sobre la muerte. Una ventaja que aumenta y se acelera: cada año hay 74 millones más de nacimientos que de defunciones, una cantidad de vivos nuevos como para aumentar siete veces cada año la población de Nueva York. La mayoría de ellos nacen en los países con menos recursos, y entre éstos, por supuesto, los de América Latina. En cambio, los países más prósperos han logrado acumular suficiente poder de destrucción como para aniquilar cien veces no sólo a todos los seres humanos que han existido hasta hoy, sino la totalidad de los seres vivos que han pasado por este planeta de infortunios.

Un día como el de hoy, mi maestro William Faulkner dijo en este lugar: «Me niego a admitir el fin del hombre». No me sentiría digno de ocupar este sitio que fue suyo si no tuviera la conciencia plena de que por primera vez desde los orígenes de la humanidad, el desastre colosal que él se negaba a admitir hace 32 años es ahora nada más que una simple posibilidad científica. Ante esta realidad sobrecogedora que a través de todo el tiempo humano debió de parecer una utopía, los inventores de fábulas que todo lo creemos nos sentimos con el derecho de creer que todavía no es demasiado tarde para emprender la creación de la utopía contraria. Una nueva y arrasadora utopía de la vida, donde nadie puede decidir por otros hasta la forma de morir, donde de veras sea cierto el amor y sea posible la felicidad, y donde las estirpes condenadas a cien años de soledad tengan por fin y para siempre una segunda oportunidad sobre la tierra.

Agradezco a la Academia de Letras de Suecia el que me haya distinguido con un premio que me coloca junto a muchos de quienes orientaron y enriquecieron mis años de lector y de cotidiano celebrante de ese delirio sin apelación que es el oficio de escribir. Sus nombres y sus obras se me presentan hoy como sombras tutelares, pero también como el compromiso, a menudo agobiante, que se adquiere con este honor. Un duro honor que en ellos me pareció de simple justicia, pero que en mí entiendo como una más de esas lecciones con las que suele sorprendernos el destino, y que hacen más evidente nuestra condición de juguetes de un azar indescifrable, cuya única y desoladora recompensa, suelen ser, la mayoría de las veces, la incomprensión y el olvido.

Es por ello apenas natural que me interrogara, allá en ese trasfondo secreto en donde solemos trasegar con las verdades más esenciales que conforman nuestra identidad, cuál ha sido el sustento constante de mi obra, qué pudo haber llamado la atención de una manera tan comprometedora a este tribunal de árbitros tan severos. Confieso sin falsas modestias que no me ha sido fácil encontrar la razón, pero quiero creer que ha sido la misma que yo hubiera deseado. Quiero creer, amigos, que este es, una vez más, un homenaje que se rinde a la poesía. A la poesía por cuya virtud el inventario abrumador de las naves que numeró en su Iliada el viejo Homero está visitado por un viento que las empuja a navegar con su presteza intemporal y alucinada. La poesía que sostiene, en el delgado andamiaje de los tercetos del Dante, toda la fábrica densa y colosal de la Edad Media. La poesía que con tan milagrosa totalidad rescata a nuestra América en las Alturas de Machu Pichu de Pablo Neruda el grande, el más grande, y donde destilan su tristeza milenaria nuestros mejores sueños sin salida. La poesía, en fin, esa energía secreta de la vida cotidiana, que cuece los garbanzos en la cocina, y contagia el amor y repite las imágenes en los espejos.

En cada línea que escribo trato siempre, con mayor o menor fortuna, de invocar los espíritus esquivos de la poesía, y trato de dejar en cada palabra el testimonio de mi devoción por sus virtudes de adivinación, y por su permanente victoria contra los sordos poderes de la muerte. El premio que acabo de recibir lo entiendo, con toda humildad, como la consoladora revelación de que mi intento no ha sido en vano. Es por eso que invito a todos ustedes a brindar por lo que un gran poeta de nuestras Américas, Luis Cardoza y Aragón, ha definido como la única prueba concreta de la existencia del hombre: la poesía. Muchas gracias.

 

FIN

 

* Intervención sobre el Archivo Nacional, el 3 de noviembre de 1988, en la Casa de

Nariño.

      ***

 

      EL CATACLISMO DE DAMOCLES

 

 Conferencia Ixtapa México 1986

 

 Un minuto después de la última explosión, más de la mitad de los seres humanos habrá muerto, el polvo y el humo de los continentes en llamas derrotarán a la luz solar, y las tinieblas absolutas volverán a reinar en el mundo. Un invierno de lluvias anaranjadas y huracanes helados invertirá el tiempo de los océanos y volteará el curso de los ríos, cuyos peces habrán muerto de sed en las aguas ardientes, y cuyos pájaros no encontrarán el cielo. Las nieves perpetuas cubrirán el desierto del Sahara, la vasta Amazonia desaparecerá de la faz del planeta destruída por el granizo, y la era del rock y de los corazones transplantados estará de regreso a su infancia glacial. Los pocos seres humanos que sobrevivan al primer espanto, y los que hubieran tenido el privilegio de un refugio seguro a las tres de la tarde del lunes aciago de la catástrofe magna, sólo habrán salvado la vida para morir después por el horror de sus recuerdos. La creación habrá terminado. En el caos final de la humedad y las noches eternas, el único vestigio de lo que fue la vida serán las cucarachas.

 Señores Presidentes, señores Primeros Ministros, amigas, amigos: Esto no es un mal plagio del delirio de Juan en su destierro de Patmos, sino la visión anticipada de un desastre cósmico que puede suceder en este mismo instante: la explosión ‑dirigida o accidental‑ de sólo una parte mínima del arsenal nuclear que duerme con un ojo y vela con el otro en las santabárbaras de las grandes potencias.

 Así es. Hoy, seis de agosto de 1986, existen en el mundo más de cincuenta mil ojivas nucleares emplazadas. En términos caseros, esto quiere decir que cada ser humano, sin excluir a los niños, está sentado en un barril con unas cuatro toneladas de dinamita, cuya explosión total puede eliminar doce veces todo rastro de vida en la Tierra. La potencia de aniquilación de esta amenaza colosal, que pende sobre nuestras cabezas como un cataclismo de Damocles, plantea la posibilidad teórica de inutilizar cuatro planetas más que los que giran alrededor del sol, y de influir en el equilibrio del sistema solar. Ninguna ciencia, ningún arte, ninguna industria se ha doblado a sí misma tantas veces como la industria nuclear desde su origen, hace cuarenta y un años, ni ninguna otra creación del ingenio humano ha tenido nunca tanto poder de determinación sobre el destino del mundo.

 El único consuelo de estas simplificaciones terroríficas, ‑si de algo nos sirven‑, es comprobar que la preservación de la vida humana en la tierra sigue siendo todavía más barata que la peste nuclear. Pues con el solo hecho de existir, el tremendo apocalípsis cautivo en los silos de muerte de los países más ricos está malbaratando las posibilidades de una vida mejor para todos.

 En la asistencia infantil, por ejemplo, esto es una verdad de aritmética primaria. El UNICEF calculó en 1981 un programa para resolver los problemas esenciales de los quinientos millones de niños más pobres del mundo. Comprendía la asistencia sanitaria de base, la educación elemental, la mejora de las condiciones higiénicas, del abastecimiento de agua potable y de la alimentación. Todo esto parecía un sueño imposible de cien mil millones de dólares. Sin embargo, ese es apenas el costo de cien bombarderos estratégicos B‑1B, y de menos de siete mil cohetes Crucero, en cuya producción ha de invertir el gobierno de los Estados Unidos veintiún mil doscientos millones de dólares.

 En la salud, por ejemplo: con el costo de diez portaviones nucleares Nimitz, de los quince que van a fabricar los Estados Unidos antes del año 2000, podría realizarse un programa preventivo que protegiera en esos mismos catorce años a más de mil millones de personas contra el paludismo, y evitara la muerte ‑sólo en Africa‑ de más de catorce millones de niños.

 En la alimentación, por ejemplo: el año pasado había en el mundo, según cálculos de la FAO, unos quinientos setenta y cinco millones de personas con hambre. Su promedio calórico indispensable habría costado menos que ciento cuarenta y nueve cohetes MX, de los doscientos veintitrés que serán emplazados en Europa occidental. Con veintisiete de ellos podrían comprarse los equipos agrícolas necesarios para que los países pobres adquieran la suficiencia alimentaria en los proximos cuatro años. Ese programa, además, no alcanzaría a costar ni la novena parte del presupuesto militar soviético de 1982.

 En la educación, por ejemplo: con sólo dos submarinos atómicos Trident, de los veinticinco que planea fabricar el gobierno actual de los Estados Unidos, o con una cantidad similar de los submarinos Tifón que está construyendo la Unión Soviética, podría intentarse por fin la fantasía de la alfabetización mundial. Por otra parte, la construcción de las escuelas y la calificación de los maestros que harán falta al Tercer Mundo para atender las demandas adicionales de la educación en los diez años por venir, podrían pagarse con el costo de doscientos cuarenta y cinco cohetes Tridente II, y aún quedarían sobrando cuatrocientos diecinueve cohetes para el mismo incremento de la educación en los quince años siguientes.

 Puede decirse, por último, que la cancelación de la deuda externa de todo el Tercer Mundo, y su recuperación económica durante diez años, costaría poco más de la sexta parte de los gastos militares del mundo en ese mismo tiempo. Con todo, frente a este despilfarro económico descomunal, es todavía más inquietante y doloroso el despilfarro humano: la industria de la guerra mantiene en cautiverio al más grande contingente de sabios jamás reunido para empresa alguna en la historia de la humanidad. Gente nuestra, cuyo sitio natural no es allá sino aquí, en esta mesa, y cuya liberación es indispensable para que nos ayuden a crear, en el ámbito de la educación y la justicia, lo único que puede salvarnos de la barbarie: una cultura de la paz.

 A pesar de estas certidumbres dramáticas, la carrera de las armas no se concede un instante de tregua. Ahora, mientras almorzamos, se construyó una nueva ojiva nuclear. Mañana, cuando despertemos, habrá nueve más en los guadarneses de muerte del hemisferio de los ricos. Con lo que costará una sola de ellas alcanzaría ‑aunque sólo fuera por un domingo de otoño‑ para perfumar de sándalo las cataratas del Niágara.

 Un gran novelista de nuestro tiempo se preguntó alguna vez si la tierra no será el infierno de otros planetas. Tal vez sea mucho menos: una aldea sin memoria, dejada de la mano de sus dioses en el último suburbio de la gran patria universal. Pero la sospecha creciente de que es el único sitio del sistema solar donde se ha dado la prodigiosa aventura de la vida, nos arrastra sin piedad a una conclusión descorazonadora: la carrera de las armas va en sentido contrario de la inteligencia.

 Y no sólo de la inteligencia humana, sino de la inteligencia misma de la naturaleza, cuya finalidad escapa inclusive a la clarividencia de la poesía. Desde la aparición de la vida visible en la tierra debieron transcurrir trescientos ochenta millones de años para que una mariposa aprendiera a volar, otros ciento ochenta millones de años para fabricar una rosa sin otro compromiso que el de ser hermosa, y cuatro eras geológicas para que los seres humanos ‑a diferencia del bisabuelo Pitecántropo‑, fueran capaces de cantar mejor que los pájaros y de morirse de amor. No es nada honroso para el talento humano, en la edad de oro de la ciencia, haber concebido el modo de que un proceso multimilenario tan dispendioso y colosal, pueda regresar a la nada de donde vino por el arte simple de oprimir un botón.

 Para tratar de impedir que eso ocurra estamos aquí, sumando nuestras voces a las innumerables que claman por un mundo sin armas y una paz con justicia. Pero aún si ocurre ‑y más aún si ocurre‑, no será del todo inútil que estemos aquí. Dentro de millones de millones de milenios después de la explosión, una salamandra triunfal que habrá vuelto a recorrer la escala completa de las especies, será quizás coronada como la mujer más hermosa de la nueva creación. De nosotros depende, hombres y mujeres de ciencia, hombres y mujeres de las artes y las letras, hombres y mujeres de la inteligencia y la paz, de todos nosotros depende que los invitados a esa coronación quimérica no vayan a su fiesta con nuestros mismos terrores de hoy. Con toda modestia, pero también con toda la determinaciôn del espíritu, propongo que hagamos ahora y aquí el compromiso de concebir y fabricar un arca de la memoria, capaz de sobrevivir al diluvio atómico. Una botella de náufragos siderales arrojada a los océanos del tiempo, para que la nueva humanidad de entonces sepa por nosotros lo que no han de contarle las cucarachas: que aquí existió la vida, que en ella prevaleció el sufrimiento y predominó la injusticia, pero que también conocimos el amor y hasta fuimos capaces de imaginarnos la felicidad. Y que sepa y haga saber para todos los tiempos quiénes fueron los culpables de nuestro desastre, y cuán sordos se hicieron a nuestros clamores de paz para que ésta fuera la mejor de las vidas posibles, y con qué inventos tan bárbaros y por qué intereses tan mezquinos la borraron del universo.

 

      ***

 

      EL ARGENTINO QUE SE HIZO QUERER DE TODOS

 

      Gabriel García Márquez

 

 Fui a Praga por última vez hace unos quince años, con Carlos Fuentes y Julio Cortázar. Viajábamos en tren desde París porque los tres éramos solidarios en nuestro miedo al avión y habíamos hablado de todo mientras atravesábamos la noche dividida de las Alemanias, sus océanos de remolacha, sus inmensas fábricas de todo, sus estragos de guerras atroces y amores desaforados.

 A la hora de dormir, a Carlos Fuentes se le ocurrió preguntarle a Cortázar cómo y en que momento y por iniciativa de quién se había introducido el piano en la orquesta de jazz. La pregunta era casual y no pretendía conocer nada más que una fecha y un nombre, pero la respuesta fue una cátedra deslumbrante que se prolonga hasta el amanecer, entre enormes vasos de cerveza y salchichas de perro con papas heladas. Cortázar, que sabía medir muy bien sus palabras, nos hizo una recomposición histórica y estética con una versación y una sencillez apenas creíbles, que culminó con las primeras luces en una apología homérica de Thelonius Monk. No sólo hablaba con una profunda voz de órgano de erres arrastradas, sino también con sus manos de huesos grandes como no recuerdo otras más expresivas. Ni Carlos Fuentes ni yo olvidaríamos jamás el asombro de aquella noche irrepetible.

 Doce años después vi a Julio Cortázar enfrentado a una muchedumbre en un parque de Managua, sin más armas que su voz hermosa y un cuento suyo de los más difíciles: La noche de Mantequilla Nápoles. Es la historia de un boxeador en desgracia contada por él mismo en lunfardo, el dialecto de los bajos fondos de Buenos Aires, cuya comprensión nos estaría vetada por completo al resto de los mortales si no la hubiéramos vislumbrado a través de tanto tango malevo; sin embargo, fue ese el cuento que el propio Cortázar escogía para leerlo en una tarima frente a la muchedumbre de un vasto jardín iluminado, entre la cual había de todo, desde poetas consagrados y albañiles cesantes, hasta comandantes de la revolución y sus contrarios. Fue otra experiencia deslumbrante. Aunque en rigor no era fácil seguir el sentido del relato, aún para los más entrenados en la jerga lunfarda, uno sentía y le dolían los golpes que recibía Mantequilla Nápoles en la soledad del cuadrilátero, y daban ganas de llorar por sus ilusiones y su miseria, pues Cortázar había logrado una comunicación tan entrañable con su auditorio que ya no le importaba a nadie lo que querían decir o no decir las palabras, sino que la muchedumbre sentada en la hierba parecía levitar en estado de gracia por el hechizo de una voz que no parecía de este mundo.

 Estos dos recuerdos de Cortázar que tanto me afectaron me parecen también las que mejor lo definían. Eran los dos extremos de su personalidad. En privado, como en el tren de Praga, lograba seducir por su elocuencia, por su erudición viva, por su memoria milimétrica, por su humor peligroso, por todo lo que hizo de él un intelectual de los grandes en el buen sentido de otros tiempos. En público, a pesar de su reticencia a convertirse en un espectáculo, fascinaba al auditorio con una presencia ineludible que tenía algo de sobrenatural, al mismo tiempo tierna y extraña. En ambos casos fue el ser humano más importante que he tenido la suerte de conocer.

 Desde el primer momento, a fines del otoño triste de 1956, en un café de París con nombre inglés, adonde él solía ir de vez en cuando a escribir en una mesa del rincón, como Jean‑Paul Sartre lo hacía a trescientos metros de allí, en un cuaderno de escolar y con una pluma fuente de tinta legítima que manchaba los dedos. Yo había leído Bestiario, su primer libro de cuentos, en un hotel de Lance de Barranquilla donde dormía por un peso con cincuenta, entre peloteros más mal pagados y putas felices, y desde la primera página me di cuenta de que aquél era un escritor como el que yo hubiera querido ser cuando fuera grande.

 Alguien me dijo en París que él escribía en el café Old Navy, del boulevard Saint Germain, y allí lo esperé varias semanas, hasta que lo vi entrar como una aparición. Era el hombre más alto que se podía imaginar, con una cara de niño perverso dentro de un interminable abrigo negro que más bien parecía la sotana de un viudo, y tenía los ojos muy separados, como los de un novillo, y tan oblicuos y diáfanos que habrían podido ser los del diablo si no hubieran estado sometidos al dominio del corazón.

 Años después, cuando ya éramos viejos amigos, creí volver a verlo como lo vi aquel día, pues me parece que se recreó a si mismo en uno de los cuentos mejor acabados ‑ El otro cielo ‑, en el personaje de un latinoamericano sin nombre que asistía de puro curioso a las ejecuciones en la guillotina. Como si lo hubiera hecho frente a un espejo. Cortázar lo describió así: "Tenía una expresión distante y a la vez curiosamente fija. La cara de alguien que se ha inmovilizado en un momento de su sueño y se rehúsa a dar el paso que lo devolverá a la vigília.". Su personaje andaba envuelto en una hopalanda negra y larga, como el abrigo del propio Cortázar cuando lo vi por primera vez, pero el narrador no se atrevía a acercársele para preguntarle su origen, por temor a la fría cólera con que él mismo hubiera percibido una interpelación semejante. Lo raro es que yo tampoco me había atrevido a acercarme a Cortázar aquella tarde del Old Navy, y por el mismo temor. Lo vi escribir durante más de una hora, sin una pausa para pensar, sin tomar nada más que medio vaso de agua mineral, hasta que empezó a oscurecer en la calle y guardó la pluma en el bolsillo y salió con el cuaderno debajo del brazo como el escolar más alto y más flaco del mundo. En las muchas que nos vimos años después, lo único que había cambiado en él era la barba densa y oscura, pues hasta hace apenas dos semanas parecía cierta la leyenda de que era inmortal, porque nunca había dejado de crecer y se mantuvo siempre en la misma edad con la que había nacido. Nunca me atreví a preguntarle si era verdad, como tampoco le conté que en el otoño triste de 1956 lo había visto, sin atreverme a decirle nada, en su rincón del Old Navy, y sé que dondequiera que esté ahora estará mentándome la madre por mi timidez.

 Los ídolos infunden respeto, admiración, cariño y, por supuesto, grandes envidias. Cortázar inspiraba todos esos sentimientos como muy pocos escritores, pero inspiraba además otro menos frecuente: la devoción. Fue, tal vez sin proponérselo, el argentino que se hizo querer de todo el mundo. Sin embargo, me atrevo a pensar que si los muertos se mueren, Cortázar debe estar muriéndose otra vez de vergüenza por la consternación mundial que ha causado su muerte.

 Nadie le temía más que él, ni en la vida real ni en los libros, a los honores póstumos y a los fastos funerarios. Más aún: siempre pensé que la muerte misma le parecía indecente. En alguna parte de La vuelta al día en ochenta mundos un grupo de amigos no puede soportar la risa ante la evidencia de que un amigo común ha incurrido en la ridiculez de morirse. Por eso, porque lo conocí y lo quise tanto, me resisto a participar en los lamentos y elogías por Julio Cortázar. Prefiero seguir pensando en él como sin duda él lo quería, con el júbilo inmenso de que haya existido, con la alegría entrañable de haberlo conocido, y la gratitud de que nos haya dejado para el mundo una obra tal vez inconclusa pero tan bella e indestructible como su recuerdo.

 Extraído de "Manual de Cronopios" (Francisco J. Uriz) ‑ Ediciones de la Torre ®1992

 

      ***

 

      EL MISMO CUENTO DISTINTO

 

Uno de los cuentos que más me impresionaron en mi breve juventud fue para mí un enigma sin solución hasta hace seis meses. No sabía cuál era su título, ni quién lo había escrito, ni en qué idioma, ni en qué antología lo había leído. Necesité cuarenta y cuatro años de averiguaciones para saberlo todo. Pero ése no fue el final: ahora que he podido leerlo de nuevo me ha parecido tan impresionante como lo recordaba, en efecto, pero por motivos distintos.

 La primera vez que lo leí, en 1949, había hecho una pausa en mis primeras armas de periodista, y andaba vendiendo enciclopedias y libros técnicos a plazos por los pueblos de la Guajira colombiana. En realidad era un pretexto para reconocer la región donde había nacido mi madre, y sobre todo donde la habían mandado sus padres para contrariar sus amores con el telegrafista de Aracataca. Quería en primer término compararla con lo que había oído decir desde niño, y explorarla aún más por mi cuenta, porque había presentido que allí estaban mis raíces de escritor.

 Tanto tiempo me sobraba para leer, que cuando se me acababan mis libros pasaba largas horas en las pobres fondas del camino leyendo los de mi muestrario de vendedor: técnica quirúrgica, tratados de derecho, ingeniería de puentes, y en casos extremos, los diez tomos de la enciclopedia ilustrada. Pero siempre encontraba amigos que me prestaran otros. No recuerdo cuál de ellos me regaló una antología de cuentos policíacos, que leí con el alma en un hilo en el hotel que tenía Victor Cohen en la plaza mayor de Valledupar. Allí estaba el cuento.

 El argumento, como lo recordé siempre, era el de un sospechoso que dos detectives seguían sin piedad por las calles de París durante días y noches, con la esperanza de que tarde o temprano se viera forzado a volver a su casa, donde estaban las únicas pruebas para acusarlo. Como me ha ocurrido siempre con los cuentos policiales, y con la vida misma, no se me quedó metido en el alma el encarnizamiento de los perseguidores sino la angustia del perseguido.

 El negocio de los libros a plazos terminó mal, y tuve que dejarle a Victor Cohen un vale firmado por unos dos meses de hotel. Le dejé además mis muestrarios de libros a plazos, que ya no me hacían falta, y dos o tres de literatura ya leídos. Entre ellos, estoy seguro, la antología de cuentos policíacos.

 Seis años después, ya con una carrera de reportero y publicada mi primera novela, me encontré varado en París. Era un otoño lánguido y la ciudad era la de sus novelistas: el cielo bajo y ceniciento, el humo de las castañas asadas en los braseros de la calle, los cerdos enteros adornados con claveles de papel en el alar de las carnicerías, los últimos acordeones del verano que se fue. En mitad del puente de Saint‑Michel, una ráfaga de viento glacial me obligó a refugiarme en el café más cercano.

 Era un lugar tibio y bien iluminado, como los de Hemingway, con parejas de novios cuyos largos besos se repetían muchas veces en los espejos de las paredes, y jubilados de guerra enardecidos por las noticias de Argelia. Me senté cerca de la vitrina de la calle, fingiendo leer el periódico, pero en realidad pendiente de las barcazas de remolque que navegaban despacio por el Sena como cabañas a la deriva, con pañales de recién nacidos colgados a secar y perros escuálidos que les ladraban desde la borda a las gárgolas de Notre‑Dame. De pronto tuve la sensación nítida de que alguien me miraba. Lo busqué por encima del hombro, y allí estaba.

 Era un hombre duro, con una barba de tres días y ropas de malandrín, que me miraba sin piedad desde un rincón apartado.

 Bajé la vista al periódico y fingí leer. Cuando volví a mirar, el hombre seguía allí, mirándome impávido. Fue una falsa alarma.

Pero en ese instante, más que la tarde en que leí el cuento, volví a vivir el pavor del perseguido. Sólo entonces caí en la cuenta de que ni siquiera recordaba el final, y me hice el propósito de encontrarlo para releerlo con más atención.

 Recordaba que el libro en que lo leí tenía no menos de cuatrocientas páginas, pero había olvidado quién me lo prestó y si de veras estaba entre los que dejé en el hotel de Victor Cohen. Debía ser impreso en Buenos Aires, como la mayoría de nuestras lecturas de la época, y tal vez por Santiago Rueda, pues era de formato grande y letras cómodas para leer, como solían ser los libros de esa editorial. Por el género, por el país y por la época, tenía que ser una de las tantas antologías de Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares. Lo demás que logré recordar era algo tan incierto como que en el mismo libro había un cuento de Apollinaire cuyo protagonista era un marinero con un loro en el hombro. No encontré a nadie que me diera una pista.

 Lo raro era que entonces había leído varios libros de Georges Simenon, y no lo había referido nunca al cuento tan buscado. Era ya un autor legendario, aunque no tanto por sus libros como por el modo de escribirlos, y por su fecundidad casi irracional. Se decía que terminaba uno cada sábado, que había escrito varios dentro de la vitrina de su editorial para que los peatones pudieran dar fe de la rapidez de su maestría o que estaba dándole la vuelta al mundo en un yate para aumentar su rendimiento a uno por día.

 No fue en el París de la guerra de Argelia, sino en el México florido de 1965 cuando leí un cuento al azar, y encontré un nombre que me hizo saltar de la silIa: Maigret. Entonces, como en una revelación sobrenatural con doce años de retraso, recordé que así se llamaba el inspector que perseguía al sospechoso de mi cuento inolvidable. De modo que el autor, sin ninguna duda, era Georges Simenon.

 Era apenas un paso, por supuesto, porque encontrar un cuento suelto de Simenon sin conocer el título era como buscarlo en el fondo del océano. Consulté a expertos en su obra, entre ellos a Alvaro Mutis, que alguna vez me había propuesto firmar una carta junto con otros dos mil escritores del mundo para exigir que le aumentaran el sueldo al inspector Maigret. Nadie reconoció el argumento que yo contaba ya como un disco rayado. Aburrido de tanto oírlo, Alvaro Cepeda Samudio me dijo:

 «De todos modos escríbalo usted, porque es un cuento del carajo que necesita existir».

 A veces revisaba catálogos de Simenon en bibliotecas y librerías, con la esperanza de encontrarlo en sentido contrario: el argumento por el título. Fue inútil. Tres amigos que me oyeron contar el cuento por separado estaban seguros de tenerlo, y me mandaron copias de diferentes cuentos de Simenon que les parecían iguales al que yo contaba. En realidad, ninguno era igual. Por primera vez me hice entonces la pregunta tremenda: «¿Y si no fuera de Simenon?».

 En una primavera de los años setenta, mientras hacía tiempo para una cita en un café de Ginebra, vi sentarse en una mesa cercana a un hombre de unos setenta años, de gabardina clara y sombrero blando, y con un paraguas colgado en el brazo. El mesero que me servía me susurró una confidencia irresistible:

 «Es el escritor Simenon».

 Miré por encima del periódico, y lo vi leyendo el suyo mientras mordía una pipa apagada. No hubiera podido reconocerlo por las fotos, pues tenía la misma cara de belga desconocido que él le había puesto a Maigret. Poco antes había anunciado su retiro de las letras, pero no parecía cansado por la edad ni por el éxito implacable sostenido gota a gota durante casi treinta años. Pensé un largo rato que no había estado nunca tan cerca de la solución de mi enigma, pero no fui capaz de acercármele, aun sabiendo que teníamos varios amigos comunes. Después me pregunté si él tendría tiempo y memoria para acordarse de sus propios cuentos extraviados.

 En abril de 1983 entré en una casa de amigos, durante el festival de música de Valledupar, y encontré a todos los invitados alrededor de un anciano que bailaba como un artista con una reina de la belleza. Era impecable, todo de lino blanco, con un sombrero de paja muy fino, lentes sin moldura, y zapatos de caribe puro: blancos, con punteras y contrafuertes negros. Era Victor Cohen, con los noventa y tres años mejor bailados que he visto en mi vida. Al final de la pieza se me acercó con su educación patriarcal y su buen humor, y me entregó un papelito como una tarjeta de visita.

 «Te tengo este regalo», me dijo.

 Era el vale por novecientos pesos colombianos que nunca le pagué. Aquél fue el acontecimiento de la fiesta, del cual se habla todavía con los visitantes de Valledupar. Sin embargo, aun antes de agradecerle su grandeza, le pregunté a Victor Cohen si al cabo de treinta y cuatro años no le quedaría por casualidad alguno de los libros que le dejé. En su biblioteca, pequeña pero muy bien ordenada, había tres. Ninguno era el que buscaba.

 Fue Julio Cortázar, en medio de una tempestad bíblica en la noche de Managua, quien me puso al borde del abismo. Habíamos hablado durante varias horas sobre cuentos de perseguidos, que era una más de sus tantas especialidades, y de pronto me acordé de Simenon. Fue increíble: antes de que acabara de contar el argumento, Cortázar me dijo con su hermosa voz baritonal y sus erres arrastradas:

 «Ese cuento se llama L'homme dans la rue, y forma parte de una colección titulada Maigret et les petits cochons sans queue».

 Me pareció que sería tan fácil encontrarlo, que no le pedí más detalles. Grave error, pues poco después compré en cualquier mercado de saldos una edición vagabunda en español, y no incluía el cuento que buscaba. En vez de insistir con una edición más confiable y en francés, lo tomé como una equivocación de Cortázar, que había muerto poco antes, y archivé el problema. Ahora, frente a la edición original, me doy cuenta de que son nueve cuentos, mientras que en la edición pirata en español sólo publicaron seis.

 Hacía ya diez años que había renunciado a la búsqueda, en la primavera de sustos electorales de 1993, cuando Beatriz de Moura me contó en Barcelona su proyecto astronómico de publicar por primera vez en español la obra completa de Simenon en doscientos catorce volúmenes empezando este año y terminando en el tercer milenio. La oí con tanto entusiasmo, que me sugirió escribirle una nota de presentación. Ahora sé que me lo dijo en broma y con la seguridad de que le diría que no. Pero mi respuesta fue en serio.

 «Te lo escribo», le dije, «si me encuentras un cuento de Simenon que se llama L'homme dans la rue

 Eran las once de la noche, y acabábamos de cenar en La Balsa, el restaurante de Toni López en los altos de la Bonanova. A las nueve de la mañana del día siguiente recibí la copia. El enigma que parecía sin fin estaba resuelto: era, como Cortázar lo había dicho, uno de los nueve cuentos de Maigret et les petits cochons sans queue.

 Lo leí en el acto, de pie, en el mismo lugar de la casa en que lo recibí. En la tercera página, muy al modo de Simenon, estaba el resumen de todo el drama en una frase de un solo aliento: «Así empezó una cacería que iba a prolongarse durante cinco días y cinco noches, por entre transeúntes apresurados, en un París indiferente, de bar en bar, de taberna en taberna; por un lado un hombre solo, por otro Maigret y sus inspectores, que se turnaban en la persecución y que, a fin de cuentas, acabaron tan exhaustos como su perseguido».

 Ahí tenía, por fin, el cuento perdido. Sin embargo, el enigma de tantos años llevaba dentro otro enigma mayor, pues el relato era el mismo, en efecto, pero no era igual a como lo recordaba. Primero porque no estaba contado desde el punto de vista del perseguido, como yo creía, sino desde el punto de vista de Maigret, el perseguidor, y esto alteraba el orden de la compasión. Segundo, porque la intriga policial no estaba resuelta con la simplicidad con que la recordaba, sino como las grandes páginas de la literatura: con un sacrificio de amor. Una evidencia más de cómo puede la vida cambiar la esencia de un cuento, y cambiarnos a nosotros el modo de amar, sólo para delatar y corregir las frivolidades compasivas de la memoria. Aunque sólo hubiera sido por eso, valía la pena haber perdido un cuento por casi medio siglo.

 

      Gabriel García Márquez, Cartagena de Indias, 1993

 

      ***

 

      CASI MEDIO SIGLO DESPUES

 

 Prólogo a La muerte en la calle de José Félix Fuenmayor

 

 Releer es volver a vivir. Lo he comprobado una vez más a propósito de estos cuentos de José Félix Fuenmayor que ayer releí de un tirón al cabo de cuarenta y cinco años. Fue como abrir al azar un álbum de retratos de niños, con pantalones cortos y lazos de primera comunión, y descubrir casi medio siglo después que son retratos de nosotros mismos, y que si todavía estamos vivos es por puro milagro.

 Cuando leí estos cuentos por primera vez, José Félix tenía la edad que tengo ahora. Tal vez esto me ha servido para ver el mundo como él lo vivía, para leer lo suyo con el mismo corazón con que él lo escribía, para darme cuenta de lo poco que yo sabía de la vida y del oficio de escribir cuando nos conocimos. Pero también, y sobre todo, me ha servido para no olvidar nunca que aquellos años febriles fueron los decisivos en mi formación de escritor.

 Tal vez él no lo supo. Eran unos tiempos raros en que todo el mundo se ayudaba, de palabra o de obra, en la Barranquilla libre y liberal de los años cuarenta. Un grupo de amigos nos reuníamos en un café de futbolistas del viejo centro comercial donde nos enseñábamos a leer y a escribir los unos a los otros. Apenas pasábamos de los veinte años, pero teníamos mucho que ver con la orientación de los periódicos y la vida cultural de la ciudad. Don Ramón Vinyes, el sabio catalán, presidía la mesa dos veces al día, y lo hacía con tal autoridad que nadie distinto de nosotros se atrevía a sentarse sin ser invitado. A no ser como él mismo había dicho, que fuera William Faulkner.

 Ahora me doy cuenta de que José Félix era quizás el más joven de nosotros a pesar de sus sesenta y cinco años. Llegaba casi en puntillas los días menos pensados, como si sólo fuera a tomarse una cerveza, pero siempre tiraba en la mesa la granada de fragmentación de su inconformismo y su originalidad. Era una especie de ave rara a mitad de camino entre su generación, que no acababa de superar el costumbrismo amanerado de los Andes, y los que queríamos saltar sin paracaídas desde la cuna hasta el abismo de James Joyce.

 Navegaba en un remanso de sabiduría que le permitía ver el lado distinto de las cosas. Tenía un modo natural de parecer inocente, y sin embargo había visto y oído todo, lo había leído todo, lo sabía todo, y lo escribía con la misma familiaridad casera y la misma malicia sonriente con que lo contaba. Nos hizo leer autores que repudiábamos por novelería: Eça de Queiroz, Anatole France, Dickens. Fue el primero a quien le oimos decir que William Faulkner era un escritor del Caribe.

 Yo no sabía entonces, aunque quizás lo sospechaba, que el mundo está dividido entre los que saben contar un cuento y los que no lo saben. Es una virtud genética que no distingue sexos ni clases, ni edades ni colores. Nada: se tiene o no se tiene de nacimiento. El que la tiene puede enriquecerla con la vida real, domesticarla con la técnica, refinarla con las buenas lecturas y llegar a ser un buen novelista. El que no la tiene no lo será nunca.

 José Félix no sólo la tenía, sino que entre sus grandes e inolvidables virtudes, ésa era la más notable. Pero tenía además el método, aprendido en la lectura astuta de los grandes autores, que son los únicos que lo enseñan, y había vivido bastante para entenderse bien con la vida sin rendirle sus armas.

 El primer cuento suyo que leí fue el primero que acabo de releer: «La Muerte en la Calle». José Félix llevó el original al café para que lo publicáramos en un semanario aventurado que dirigía su hijo Alfonso, y del cual yo era jefe de redacción. Estaba narrado en primera persona por un protagonista que sin duda iba a morir al final, y desde el título fue evidente que tenía una falla estructural insalvable: el narrador no pudo tener bastante tiempo para escribir el cuento que estaba contando. Se lo hice notar a José Félix, con la pedantería propia de un principiante intoxicado por la teoría, y él se encogió de hombros y me dió una lección feliz:

 «Lo escribió después de muerto».

 Lo sorprendente es que faltaban todavía unos seis años para que Juan Rulfo escribiera su gran novela, «Pedro Páramo», cuyos protagonistas se cuentan a sí mismos después de muertos. Sin embargo, ni las relecturas que hice de Juan Rulfo mucho después, ni mi vivo recuerdo de José Félix me habían hecho percibir cuánto se parecieron sin haberse leído el uno al otro. ¿Un botón de muestra? El párrafo inicial de «La Muerte en la Calle»:

 Hoy me ladró un perro. Fue hace poquito, cuatro o cinco o seis o siete cuadras abajo. No que me ladrara propiamente, ni me quería morder, eso no. Se me venía acercando, alargando el cuerpo pero listo a recogerlo, el hocico estirado como hacen ellos cuando están recelosos pero quieren oler. Después se paró, echó para atrás sin darse vuelta, se sentó a aullar y ya no me miraba a mí sino para arriba.

 Tiempo después conocí a Rulfo y en nada me recordó a José Felix, ni en el físico ni en el modo de ser. Pero tenían en común la manera única de contar cualquier cosa, hablada o escrita, con una naturalidad que no tenía nada que ver con el naturalismo, y que por lo mismo tenía algo de sobrenatural. Por mucho menos que eso los clásicos son clásicos.

 

 Gabriel García Márquez

 Barranquilla, 1993

 

      ***

 

      EL AMARGO ABRIL DE FELIPE

 

 El hombre del teléfono me despertó sin misericordia, y apenas si tuve tiempo de leer el letrero que yo mismo había puesto la víspera en la mesa de noche: «Estoy en Madrid». Lo hago siempre en el curso de viajes largos con muchas escalas, para recordar de inmediato en qué ciudad despierto, ero aquel día lo habría sabido de todos modos por la voz cálida que me dijo sin preámbulos: «Felipe te invita a cenar a las ocho». Sólo entonces tomé conciencia de que quien hablaba era Pilar Navarro, la secretaria estelar de Felipe González, presidente del gobierno español desde hacîa doce años, y cuya renuncia se esperaba para aquel viernes. Habíamos llegado la víspera a Madrid, y el unico tema de conversación era que Felipe se iba, arrastrado por la corrupción de altos funcionarios de su gobierno. Pocas veces habían estado los ánimos tan enardecidos. Madrid es una ciudad novelera, capaz de frivolizar en comidillas de salón aun las noticias más dramáticas, pero lo que encontré esta vez no era nada menos que un estado de indignación pura. Nadie ponía en duda la culpa de los acusados; y era comprensible. Lo sorprendente, sobre todo por su unanimidad, era que nadie dudaba tampoco de la honradez de Felipe. Aun quienes lo querían menos sólo lo acusaban de haberse hecho el desentendido. Los periodistas de primera línea que había visto desde mi llegada no disimulaban la ansiedad, y todos habrían dado lo que fuera por un minuto a solas con él. Amigos comunes, conocedores de mi pasión incorregible por las causas perdidas, me aconsejaron que lo llamara. «Nadie lo ve desde hace mucho tiempo», me habían dicho. «Está jodido y solo». El hecho de que nos invita ra a Mercedes y a mí a cenar en familia, de un modo tan espontáneo y en un día que pudiera ser el más amargo de su vida, me suscitó toda suerte de presagios oscuros.

 La inquietud me persiguió durante toda la jornada. Era una mañana ejemplar en la indecisa primavera de Madrid, cenicienta y con un viento glacial, y en el umbrío Parque de Retiro había más atletas que enamorados. A la entrada del museo Reina Sofia un hombre intempestivo me cerró el paso y me escrutó con una mirada de pánico. Al fin, derrotado por su mala memoria, me preguntó. «¿Usted no es el escritor ese?». «Desgraciadamente sí», le contesté sin detenerme. Y sin estar muy seguro de ser en realidad el que él creía.

 Durante una hora repasé la desgarradora exposición de Lucien Freud, rendido de pavor y avergonzado de que hasta entonces sólo me hubiera interesado por ser sobrino de quien es. El periodista Antonio Caballero, que nos acompañó media mañana para una entrevista sobre mi nueva novela, la hizo entre los mariscos del almuerzo y el retraso de la siesta. La sostuvo en vilo con su reconocida lucidez de navaja de afeitar, y con un énfasis especial en las grietas del libro: la inconsistencia de dos personajes, algunos trucos mal logrados, dos tropiezos gramaticales. Se lo agradecí en el alma, porque eso me facilito la alegria de darle la razón sin grandes sacrificios.

 La verdad es que no logré concentrarme en nada hasta las ocho de la noche, cuando un edecán nos recibió en la casa privada de La Moncloa, residencia oficial del presidente del gobierno. Felipe González apareció solo por donde menos lo eserábamos, con unos pantalones domesticos, unos mocasines flexibles y una chaquetilla de piel ennoblecida por el uso. Su talante resuelto y cordial no era el de alguien que se iba sino más bien el de alguien que acababa de llegar.

 Lo habíamos visto por última vez en Alemania, un año antes, cuando recibió el premio Carlomagno por su trabajo en favor de la unidad europea. La ceremonia en la catedral de Aquisgrán tuvo el esplendor litúrgico y los estruendos de órganos funerarios con que habían coronado y sepultado allí mismo a tantos reyes improbables. El único anacronismo moderno en aquella santificación carolingia era el propio Felipe, pero lo resistió con un estoicismo cordobés.

 Así estaba la noche de la cena. Durante los aperitivos en la sala familiar, con poltronas de damascos alegres y grabados históricos en los muros, nos hizo preguntas sobre la América Latina, que conoce y vigila con tanto interes como nosotros. Al contrario de lo que podía esperarse, había aumentado de peso, y lo único que quizas delataba algo de su borrasca interior era que encendía el cigarro cubano en cada pausa y se le volvía a apagar en la frase siguiente. Nos dio buenas noticias de un olmo bonsai que años antes le habíamos traído del Japón, y de cuya salud nos rinde cuentas cada vez que nos vemos, como si fuera un miembro de la familia. Hablamos de libros, como siempre, pues la lectura parece ser su mejor refugio contra los espejismos del mando. Tal vez por eso le gustan las novelas intensas y voluminosas, como la que estaba leyendo en esos días: El fantasma de Harrot, de Norman Mailer.

 Hasta entonces no habíamos podido detectar ningún síntoma de que se iba. Pero eso no quería decir nada: los presidentes tienen una moral específica, consubstancial a su soberanía, que les permite navegar con buena cara por los tiempos peores. Algunos, como Fidel Castro, se crecen frente a ellos. Sin embargo, ese es el estado más propicio para vislumbrar cuánto les va quedando de humano en la devastación del poder. La ocasión nos llegó antes de la cena, cuando me parecio que tanto nosotros como el presidente dábamos vueltas alrededor del tema central sin decidirnos a tocarlo, y di un paso adelante.

 «Una vez me dijiste que te retirarías de la política a los cincuenta años», le dije. «Ya tienes cincuenta y dos».

 «Así es», me dijo en su andaluz irredimible. «Siempre pensé que cincuenta años era una buena edad para retirarse pero uno termina por descubrir que no dependemos por completo de nosotros mismos».

 Roto el hielo, fui más lejos. Le hablé de la excitación de la calle, del encarnizamiento de la prensa, de la certidumbre generalizada entre amigos y enemigos de que su gobierno había llegado sin remedio al borde del precipicio. El nos hizo una relación descarnada y minuciosa de los hechos que habían provocado el desastre, pero no se le notaba un indició de rabia, ni de amargura ni consternación sino acaso un sentimiento de vergüenza por unas faltas que no eran suyas pero que él tendría que cargar para siempre. Sin embargo, parecía ser el único español al que nunca le había pasado por la mente la idea de que Felipe González debía renunciar.

 «Lo importante ahora es que vamos a sacar a España de la crisis», concluyó. «Ya se ven signos muy claros».

 Poco después de las nueve llegó Carmen Romero; su esposa, bella y vivaz, cargada con los paquetes que quizá no compro nunca de recién casada. Los había comprado esa tarde para la casa que estaban amueblando todavía sin terminar, en previsión de una mudanza de emergencia. Era la casa más famosa de Madrid, y se sabía todo de ella: a quién le habían comprado el terreno, a qué precio y en qué condiciones; cuánto tiempo y cuánto dinero llevaban gastados en la construcción, y como habían tenido que acudir a un préstamo bancario para terminarla. La prisa e última hora se tenía como la prueba final de una renuncia inminente. Sin embargo, no falto quien dijera que lo hacían a propósito como una maniobra de desinformación política.

 La cena fue sencilla y reposada, con Pablo, el hijo mayor, y María, la niña única de quince años. El ambiente era tan íntimo, y el bacalao tan inspirado y bien servido, que no quedaba ni un resquicio para la política. A los postres apareció una tarta con una vela solitaria que parecía extraviada de otra cena, y era que Pablo cumplía veintidós años. María apenas comió preocupada por una exposición oral de cincuenta minutos que debía hacer en el colegio sobre la novela actual en América Latina. Pero al final el más preocupado fui yo, porque no supe contestar ninguna de las preguntas que me hizo para documentar su examen. Eran más de las once, y el viento del Guadarrama se llevaba retazos de música, la fragancia de las magnolias de la calle, un disparo al aire, quizás; las últimas migajas de un 29 de abril que se iba por siempre jamás sin dejar nada para la historia.

 Poco antes de la doce, cuando nos acompañaron hasta el automóvil, la primavera había triunfado contra la pesadumbre, y todas las estrellas estaban encendidas. «Ya pasó la tormenta», dijo Felipe mirando el cielo: «Mañana será un día espléndido». Fue un comentario tan sincero, que ni siquiera se dio cuenta de su doble sentido. En cambio, no fue tan inocente cuando nos despidió en el portal con una frase suya que ya es célebre en Colombia:

 «Si alguna vez no me encuentran, que me busquen en Cartagena de Indias.»

 Cartagena de Indias, 1994.

 Tomado de EL TIEMPO, Lecturas Dominicales, febrero 19 de 1994.

 

      ***

 

      DISCURSO EN EL HOMENAJE A ALVARO MUTIS (1994)

 

 Alvaro Mutis y yo habíamos hecho el pacto de no hablar en público el uno del otro, ni bien ni mal, como una vacuna contra la viruela de los elogios mutuos. Sin embargo, hace 10 añosjustos y en este mismo sitio él violó aquel pacto de salubridad social, sólo porque no le gustó el peluquero que le recomendé. He esperado desde entonces una ocasión para comerme el plato frío de la venganza, y creo que no habrá otra más propicia que esta.

 Alvaro contó entonces cómo nos había presentado Gonzalo Mallarino en la Cartagena idílica del cuarenta y nueve. Ese encuentro parecía ser en verdad el primero, hasta una tarde de hace tres o cuatro años, cuando le oí decir algo casual sobre Félix Mendelssohn. Fue una revelación que me transportó de golpe a mis años de universitario en la desierta salita de música de la

Biblioteca Nacional de Bogotá, donde nos refugiábamos los que no teníamos los cinco centavos para estudiar en el café. Entre los

escasos clientes del atardecer yo odiaba a uno de nariz heráldica y cejas de turco con un cuerpo enorme y unos zapatos minúsculos como los de Buffalo Bill, que entraba sin falta a las 4.00 de la tarde, y pedía que tocaran el concierto de violín de Mendelssohn. Tuvieron que pasar cuarenta años, hasta aquella tarde en su casa de México, para reconocer de pronto la voz estentórea, los pies de Niño Dios, las temblorosas manos incapaces de pasar una aguja por el ojo de un camello.

 "¡Carajo!", le dije derrotado. "De modo que eras tú".

 Lo único que lamenté fue no poder cobrarle los resentimientos atrasados, porque ya habíamos digerido tanta música juntos, que no teníamos caminos de regreso. De modo que seguimos de amigos, muy a pesar del abismo insondable que se abre en el centro de su vasta cultura, y que ha de separarnos para siempre: su insensibilidad para el bolero.

 Alvaro había sufrido ya los muchos riesgos de sus oficios raros e innumerables. A los 18 años, siendo locutor de la Radio Nacional, un marido celoso lo esperó armado en la esquina, porque creía haber detectado mensajes cifrados a su esposa en las presentaciones que él improvisaba en sus programas. En otra ocasión, durante un acto solemne en este mismo Palacio Presidencial, confundió y trastocó los nombres de los dos Lleras mayores. Más tarde, ya como especialista de relaciones públicas, se equivocó de película en una reunión de beneficencia, y en vez de un documental de niños huérfanos les proyectó a las buenas señoras de la sociedad una comedia pornográfica de monjas y soldados, enmascarada bajo un título inocente: El cultivo del naranjo. Fue también jefe de relaciones públicas de una empresa aérea que se acabó cuando se le cayó el último avión. El tiempo de Alvaro se le iba en identificar los cadáveres, para darles la noticia a las familias de las víctimas antes que a los periódicos. Los parientes desprevenidos abrían la puerta creyendo que era la felicidad y con sólo reconocer la cara caían fulminados con un grito de dolor.

 En otro empleo más grato había tenido que sacar de un hotel de Barranquilla el cadáver exquisito del hombre más rico del mundo. Lo bajó en posición vertical por el ascensor de servicio en un ataúd comprado de emergencia en la funeraria de la esquina. Al camarero que le preguntó quien iba dentro, le dijo: "El señor obispo". En un restaurante de México, donde hablaban a gritos, un vecino de mesa trató de agredirlo creyendo que en realidad era Walter Winche, el personaje de los Intocables que Alvaro doblaba para la televisión. Durante sus 23 años de vendedor de películas enlatadas para Amérlca Latina, le dio 17 veces la vuelta al mundo sin cambiar el modo de ser.

 Lo que más aprecié desde siempre es su generosidad de maestro de escuela, con una vocación feroz que nunca pudo ejercer por el maldito vicio del billar. Ningún escritor que yo conozca se ocupa tanto como él de los otros, y en especial de los más jóvenes. Los instiga a la poesía contra la voluntad de sus padres, los pervierte con en el cajón de libros secretos, los hipnotiza con su labia florida, y los echa a rodar por el mundo, convencidos de que es posible ser poeta sin morir en el intento.

 Nadie se ha beneficiado más que yo de esa escasa virtud. Ya conté alguna vez que fue Alvaro quien me llevó mi primer ejemplar de Pedro Páramo y me dijo: Ahí tiene, para que aprenda". Nunca se imaginó en la que se había metido. Pues con la lectura de Juan Rulfo aprendí no sólo a escribir de otro modo, sino a tener siempre listo un cuento distinto para no contar el que estoy escribiendo. Mi víctima absoluta de ese sistema salvador ha sido Alvaro Mutis desde que escribí Cien años de soledad. Casi todas las noches fue a mi casa durante 18 meses para que le contara los capítulos terminados, y de ese modo captaba sus reacciones aunque no fuera el mismo cuento. El los escuchaba con tanto entusiasmo, que seguía repitiéndolos por todas partes, corregidos y aumentados por él: Sus amigos me los contaban después tal como Alvaro se los contaba, y muchas veces me apropié de sus aportes. Tenninado el primer borrador se lo mandé a su casa, Al día siguiente me llamó indignado:

 "Usted me ha hecho quedar como un perro con mis amigos", me gritó. "Esta vaina no tiene nada que ver con lo que me había contado".

 Desde entonces ha sido el primer lector de mis originales. Sus juicios son tan crudos, pero también tan razonados, que por lo menos tres cuentos míos murieron en el cajón de la basura porque él tenía razón contra ellos. Yo mismo no podría decir qué tanto hay de él en casi todos mis libros, pero hay mucho.

 Me preguntan a menudo cómo es que esta amistad ha podido prosperar en estos tiempos tan ruines. La respuesta es simple: Alvaro y yo nos vemos muy poco, y sólo para ser amigos. Aunque hemos vivido en México más de 30 años, y casi vecinos, es allí donde menos nos vemos. Cuando quiero verlo, o él quiere venne, nos llamamos antes por teléfono para estar seguros de que queremos vernos. Sólo una vez violé esta regla de amistad elemental, y Alvaro me dio entonces una prueba máxima de la clase de amigo que es capaz de ser.

 Fue así: ahogado de tequila con un amigo muy querido, toqué a las cuatro de la madrugada en el apartamento donde Alvaro sobrellevaba su triste vida de soltero y a la orden. Sin explicación alguna, ante su mirada todavía embobecida por el sueño, descolgamos un precioso óleo de Botero, de un metro y veinte por un metro; nos lo llevamos sin explicaciones e hicimos con él lo ue nos dio la gana. Alvaro no me ha dicho nunca una palabra sobre el asalto, ni movió un dedo para saber del cuadro, y yo he tenido que esperar hasta esta noche de sus primeros 70 años para expresarle mi remordimiento.

 Otro buen sustento de esta amistad es que la mayoría de las veces en que hemos estado juntos, ha sido viajando. Esto nos ha pemitido ocuparnos de otros y de otras cosas la mayor parte del tiempo, y sólo ocuparnos el uno del otro cuando en realidad valía la pena. Para mí, las horas interminables de carreteras europeas han sido la universidad de artes y letras donde nunca estuve. De Barcelona a Aix‑en‑ Provence aprendí más de 300 kilómetros sobre los Cátaros y de los papas de Avignon. Así en Alejandria como en Florencia, en Nápoles como en Beirut, en Egipto como en Paris. Sin embargo, la enseñanza más enigmática de aquellos viajes frenéticos fue a través de la campiña belga, enrarecida por la bruma de octubre y el olor de caca humana de los barbechos recién abonados. Alvaro había manejado durante más de tres horas, aunque nadie lo crea, en absoluto silencio. De pronto dijo: "País de grandes ciclistas y cazadores". Nunca nos explicó qué quiso decir, pero nos confesó que él lleva dentro un bobo gigantesco, peludo y babeante, que en sus momentos de descuido suelta frases como aquélla, aún en las visitas más propias y hasta en los palacios presidenciales, y tiene que mantenerlo a raya mientras escribe, porque se vuelve loco y sacude y patalea por las ansias de corregirle los libros.

 Con todo, los mejores recuerdos de esa escuela errante no han sido las clases sino los recreos, En Paris, esperando que las señoras acabaran de comprar, Alvaro se sentó en las gradas de una cafetería de moda, torció la cabeza hacia el cielo, puso los ojos en blanco, y extendió su trémula mano de mendigo. Un caballero impecable le dijo con la típica acidez francesa: "Es un descaro pedir limosna con semejante suéter de cashimir". Pero le dio un franco. En menos de 15 minutos recogió 40.

 En Roma, en casa de Francesco Rossi, hipnotizó a Fellini, a Monica Vitti, a Alida Valli. a Alberto Moravia, a la flor y nata del cine y de las letras italianas, y los mantuvo en vilo durante horas, contándoles sus historias truculentas del Quindío en un italiano inventado por él, y sin una sola palabra de italiano. En un bar de Barcelona recitó un poema con la voz y el desaliento de Pablo Neruda, y alguien que había escuchado a Neruda en persona le pidió un autógrafo creyendo que era él.

 Un verso suyo me había inquietado desde que lo leí: "Ahora que sé que nunca conoceré a Estambul". Un verso extraño en un monárquico insalvable, que nunca había dicho Estambul sino Bizancio, como no decía Leningrado sino San Petersburgo mucho antes de que la Historla le diera la razón. No sé por qué tuve el presagio de que debíamos exorcizar aquel verso conociendo a Estambul. De modo que lo convencí de que nos fuéramos en un barco lento, como debe ser cuando uno desaífa al destino. Sin embargo, no tuve un instante de sosiego durante los tres días que estuvimos allí, asustado por el poder premonitorio de la poesía. Sólo hoy, cuando Alvaro es un anciano de setenta años y yo un niño de sesenta y seis, me atrevo a decir que no lo hice por derrotar un verso, sino por contrariar a la muerte.

 De todos modos la única vez en que de veras me he creído a punto de morir, también estaba con Alvaro. Rodábamos a través de la Provenza luminosa, cuando un conductor demente se nos vino encima en sentido contrario. No me quedó otro recurso que dar un golpe de volante a la derecha sin tiempo para mirar adónde íbamos a caer. Por un instante sentí la sensación fenomenal de que el volante no me obedecía en el vacío: Carmen y Mercedes, siempre en el asiento posterior, permanecieron sin aliento hasta que el automóvil se acostó como un niño en la cuneta de un viñedo primaveral. Lo único que recuerdo de aquel instante es la cara de Alvaro en el asiento de al lado, que me miraba un segundo antes de morir con un gesto de conmiseración que parecía decir:

 "¡Pero qué está haciendo este pendejo!

 Estos exabruptos de Alvaro nos sorprenden menos a quienes conocimos y padecimos a su madre, Carolina Jaramillo, una mujer hermosa y alucinada que no volvió a mirarse en un espejo desde los 20 años porque empezó a verse distinta de cómo se sentía. Siendo ya una abuela avanzada andaba en bicicleta y vestida de cazador, poniendo inyecciones gratis en las fincas de la Sabana. En Nueva York le pedí una noche que se quedara cuidando a mi hijo de 14 meses mientras íbamos al cine. Ella nos advirtió con toda seriedad que tuviéramos cuidado, porque en Manizales había hecho el mismo favor con niño que no paraba de llorar, y tuvo que callarlo con un ducle de moras envenenadas. A pesar de eso se lo encomendamos otro día en los almacenes Maysis, y cuando regresamos la encontramos sola. Mientras los servicios de seguridad buscaban al niño, ella trató de consolarnos con la misma serenidad tenebrosa de su hijo:

 "No se preocupen. También Alvarito se me perdió en Bruselas cuando tenía 7 años, y ahora vean lo bien que le va".

 Por supuesto que le iba bien, si era una versión culta y magnificada de ella, y conocido en medio planeta, no tanto por su poesía como por ser el hombre más simpático del mundo. Por donde quiera que pasaba iba dejando el rastro inolvidable de sus exageraciones frenéticas de sus comilonas suicidas, de sus exabruptos geniales. Sólo quienes lo conocemos y lo queremos más sabemos que no son más que aspavientos para asustar a sus fantasmas.

 Nadie puede imaginarse cuál es el altísimo precio que paga Alvaro Mutis por la desgracia de ser tan simpático. Lo he visto tendido en un sofá, en la penumbra de su estudio, con un guayabo de conciencia que no le envidiaría ninguno de sus felices auditores de la noche anterior. Por fortuna, esa soledad incurable es la otra madre a la que debe su inmensa sabiduria, su descomunal capacidad de lectura, su curiosidad infinita, y la hermosura quimérica y la desolación interminable de su poesía.

 Lo he visto escondido del mundo en las sinfonías paquidérmicas de Bruckner como si fueran divertimentos de Scarlatti. Lo he vtsto en un rincón apartado de un jardín de Cuernavaca, durante unas largas vacaciones, fugitivo de la realidad por el bosque encantado de las obras completas de Balzac. Cada cierto tiempo, como quien va a ver una película de vaqueros, relee de una tirada En búsca del tiempo perdido... Pues una buena condición para que lea un libro es que no tenga menos de mil doscientas páginas. En la Cárcel de México, adonde estuvo por un delito del que disfrutamos muchos escritores y artistas, y que sólo él pagó, permaneció los dieciséis meses que él considera los más felices de su vida.

 Siempre pensé que la lentitud de su creación era causada por sus oficios tiránicos. Pensé además que estaba agravada por el desastre de su caligrafía que parece hecha con pluma de ganso, y por el ganso mismo, y cuyos trazos de vampiro harían aullar de pavor a los mastines en la niebla de Transilvania. El me dijo cuando se lo dije, hace muchos años, que tan pronto como se jubilara de sus galeras iba a ponerse al día con sus libros. Que haya sido así, y que haya saltado sin paracaídas de sus aviones eternos a la tierra firme de una gloria abundante y merecida, es uno de los grandes milagros de nuestras letras: ocho libros en seis años.

 Basta leer una sola página de cualquiera de ellos para entenderlo todo: la obra completa de Alvaro Mutis, su vida misma, son las de un vidente que sabe a ciencia cierta que nunca volveremos a encontrar el paraíso perdido. Es decir: Maqroll no es sólo él, como con tanta facilidad se dice. Maqroll somos todos.

 Quedémonos con esta azarosa conclusión, quienes hemos venido esta noche a cumplir con Alvaro estos setenta años de todos. Por primera vez sin falsos pudores, sin mentadas de madre por miedo de llorar, y sólo para decirle con todo el corazón, cuánto lo admiramos, ¡carajo!, y cuánto lo queremos.

 

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      INTRODUCCION DE GABRIEL GARCIA MARQUEZ AL INFORME DE LOS "SABIOS COLOMBIANOS"

 

 En la ceremonia de entrega del informe de la Misión de Ciencia, Educación y Desarrollo, en el palacio de Nariño, el Premio Nobel de Literatura, Gabriel García Márquez, pronuncio las siguientes palabras:

 

 Los primeros españoles que vinieron al Nuevo Mundo vivían aturdidos por el canto de los pájaros, se mareaban con la pureza de los olores y agotaron en pocos años una especie exquisita de perros mudos que los indígenas criaban para comer. Muchos de ellos, y otros que llegarían después eran criminales rasos en libertad condicional, que no tenían más razones para quedarse. Menos razones tendrían muy pronto los nativos para querer que se quedaran.

 Cristóbal Colón, respaldado por una carta de los reyes de España para el emperador de China, había descubierto aquel paraíso por un error geográfico que cambió el rumbo de la historia. La víspera de su llegada, antes de oír el vuelo de las primeras aves en la oscuridad del océano, había percibido en el viento una fragancia de flores de la tierra que le pareció la cosa más dulce del mundo. En su diario de a bordo escribió que los nativos los recibieron en la playa como sus madres los parieron, que eran hermosos y de buena índole, y tan cándidos de natura, que cambiaban cuanto tenían por collares de colores y sonajas de latón. Pero su corazón perdió los estribos cuando descubrió que sus narigueras eran de oro, al igual que las pulseras, los collares, los aretes y las tobilleras; que tenían campanas de oro para jugar, y que algunos ocultaban sus vergüenzas con una cápsula de oro. Fue aquel esplendor ornamental, y no sus valores humanos, lo que condenó a los nativos a ser protagonistas del nuevo Génesis que empezaba aquel día. Muchos de ellos murieron sin saber de dónde habían venido los invasores. Muchos de éstos murieron sin saber dónde estaban. Cinco siglos después, los descendientes de ambos no acabamos de saber quienes somos.

 Era un mundo más descubierto de lo que se creyó entonces. Los incas, con diez millones de habitantes, tenían un estado legendario bien constituido, con ciudades monumentales en las cumbres andinas para tocar al dios solar. Tenían sistemas magistrales de cuenta y razón, y archivos y memorias de uso popular, que sorprendieron a los matemáticos de Europa, y un culto laborioso de las artes públicas, cuya obra magna fue el jardín del palacio imperial, con árboles y animales de oro y plata en tamaño natural. Los aztecas y lo mayas habían plasmado su conciencia historica en pirámides sagradas entre volcanes acezantes, y tenían emperadores clarividentes, astrónomos insignes y artésanos sabios que desconocían el uso industrial de la rueda, pero la utilizaban en las juguetes de los niños.

 En la esquina de los dos grandes océanos se extendían cuarenta mil leguas cuadradas que Colón entrevió apenas en su cuarto viaje, y que hoy lleva su nombre: Colombia. Lo habitaban desde hacía unos doce mil años varias comunidades dispersas de lenguas diferentes y culturas distintas con sus identidades propias bien definidas. No tenían una noción de Estado, ni unidad política entre ellas, pero habían descubierto el prodigio político de vivir como iguales en las diferencias. Tenían sistemas antiguos de ciencia y educación, y una rica cosmología vinculada a sus obras de orfebres geniales y alfareros inspirados. Su madurez creativa se había propuesto incorporar el arte a la vida cotidiana ‑que tal vez sea el destino superior de las artes‑ y lo consiguieron con aciertos memorables, tanto en los utensiiios domésticos como en el modo de ser. El oro y las piedras preciosas no tenían para ellos un valor de cambio sino un poder cosmológico y artístico, pero los españoles los vieron con los ojos de Occidente: oro y piedras preciosas de sobra para dejar sin oficio a los alquimistas y empedrar los caminos del cielo con doblones de a cuatro. Esa fue la razón y la fuerza de la Conquista y la Colonia, y el origen real de lo que somos.

 Tuvo que transcurrir un siglo para que los españoles conformaran el estado colonial, con un solo nombre, una sola lengua y un solo dios. Sus límites y su división política de doce provincias eran semejantes a los de hoy. Esto dio por primera vez la noción de un país centralista y burocratizado, y creó la ilusion de una unidad nacional en el sopor de la Colonia. Ilusión pura, en una sociedad que era un modelo oscurantista de discriminación racial y violencia larvada, bajo el manto del Santo Oficio. Los tres o cuatro millones de indios que encontraron los españoles estaban reducidos a no más de un millón por la crueldad de los conquistadores y las enfermedades desconocidas que trajeron consigo. Pero el mestizaje era ya una fuerza demográfica incontenible. Los miles de esclavos africanos, traídos por la fuerza para los trabajos bárbaros de minas y haciendas, habían aportado una tercera dignidad al caldo criollo, con nuevos rituales de imaginación y nostalgia, y otros dioses remotos. Pero las leyes de Indias habían impuesto patrones milimétricos de segregación según el grado de sangre blanca dentro de cada raza: mestizos de distinciones varias, negros esclavos, negros libertos, mulatos de distintas escalas. Llegaron a distinguirse hasta dieciocho grados de mestizos y los mismos blancos españoles segregaron a sus propios hijos como blancos criollos.

 Los mestizos estaban descalificados para ciertos cargos de mando y gobierno y otros oficios públicos, o para ingresar en colegios y seminarios. Los negros carecían de todo, inclusive de un alma; no tenían derecho a entrar en el cielo ni en el infierno, y su sangre se consideraba impura hasta que fuera decantada por cuatro generaciones de blancos. Semejantes leyes no pudieron aplicarse con demasiado rigor por la dificultad de distinguir las intrincadas fronteras de las razas, y por la misma dinámica social del mestizaje, pero de todos modos aumentaron las tensiones y la violencia raciales. Hasta hace pocos años no se aceptaban todavía en los colegios de Colombia a los hijos de uniones libres. Los negros, iguales en la ley, padecen todavía de muchas discriminaciones, además de las propias de la pobreza.

 La generación de la Independencia perdió la primera oportunidad de liquidar esa herencia abominable. Aquella pléyade de jóvenes románticos inspirados en las luces de la revolución francesa, instauró una república moderna de buenas intenciones, pero no logró eliminar los residuos de la Colonia. Ellos mismos no estuvieron a salvo de sus hados maléficos. Simón Bolívar, a los 35 años, había dado la orden de ejecutar ochocientos prisioneros españoles, incluso a los enfermos de un hospital. Francisco de Paula Santander, a los 28, hizo fusilar a 38 prisioneros de la batalla de Boyacá, inclusive a su comandante. Algunos de los buenos propósitos de la república propiciaron de soslayo nuevas tensiones sociales de pobres y ricos, obreros y artesanos y otros grupos marginales. La ferocidad de las guerras civiles del siglo XIX no fue ajena a esas desigualdades, como no lo fueron las numerosas conmociones políticas que han dejado un rastro de sangre a lo largo de nuestra historia.

 Dos dones naturales nos han ayudado a sortear ese sino funesto, a suplir los vacios de nuestra condición cultural y social, y a buscar a tientas nuestra ìdentidad. Uno es el don de la creatividad, expresión superior de la inteligencia humana. El otro es una arrasadora determinación de ascenso personal. Ambos, ayudados por una astucia casi sobrenatural, y tan útil para el bien como para el mal, fueron un recurso providencial de los indígenas contra los españoles desde el día mismo del desembarco. Para quitárselos de encima, mandaron a Colón de isla en isla, siempre a la isla siguiente, en busca de un rey vestido de oro que no había existido nunca. A los conquistadores alucinados por las novelas de caballería los engatusaron con descripciones de ciudades fantásticas construidas en oro puro, allí mismo, al otro lado de la loma. A todos los descaminaron con la fábula de El Dorado mítico que una vez al año se sumergía en su laguna sagrada con el cuerpo empolvado de oro. Tres obras maestras de una epopeya nacional, utilizadas por los indígenas como un instrumento para sobrevivir. Tal vez de esos talentos precolombinos nos viene también una plasticidad extraordinaria para asimilarnos con rapidez a cualquier medio y aprender sin dolor los oficios más disímiles: fakires en la India, camelleros en el Sahara o maestros de inglés en Nueva York.

 Del lado hispánico, en cambio, tal vez nos venga el ser emigrantes congénitos con un espíritu de aventura que no elude los riesgos. Todo lo contrario: los buscamos. De unos cinco millones de colombianos que viven en el exterior, la inmensa mayoría se fue a buscar fortuna sin más recursos que la temeridad, y hoy están en todas partes, por las buenas o por las malas razones, haciendo lo mejor o lo peor, pero nunca inadvertidos. La cualidad con que se les distingue en el folclor del mundo entero es que ningún colombiano se deja morir de hambre. Sin embargo, la virtud que más se les nota es que nunca fueron tan colombianos como al sentirse lejos de Colombia.

 Así es. Han asimilado las costumbres y las lenguas de otros como las propias, pero nunca han podido sacudirse del corazón las cenizas de la nostalgia, y no pierden ocasión de expresarlo con toda clase de actos patrióticos para exaltar lo que añoran de la tierra distante, inclusive sus defectos.

 En el país menos pensado puede encontrarse a la vuelta de una esquina la reproducción en vivo de un rincon cualquiera de Colombia: la plaza de árboles polvorientos todavía con las guirnaldas de papel del último viernes fragoroso, la fonda con el nombre del pueblo inolvidado y los aromas desgarradores de la cocina de mamá, la escuela 20 de Julio junto a la cantina 7 de Agosto con la música para llorar por la novia que nunca fue.

 La paradoja es que estos conquistadores nostálgicos, como sus antepasados nacieron en un país de puertas cerradas. Los libertadores trataron de abrirlas a los nuevos vientos de Inglaterra y Francia, a las doctrinas jurídicas y éticas de Bentham, a la educación de Lancaster, al aprendizaje de las lenguas, a la popularización de las ciencias y las artes, para borrar los vicios de una España más papista que el Papa y todavía escaldada por el acoso financiero de los judíos y por ochocientos años de ocupación islámica. Los radicales del siglo XIX, y más tarde la Generación del Centenario, volvieron a proponérselo con políticas de inmigraciones masivas para enriquecer la cultura del mestizaje, pero unas y otras se frustraron por un temor casi teológico de los demonios exteriores. Aun hoy estamos lejos de imaginar cuánto dependemos del vasto mundo que ignoramos.

 Somos conscientes de nuestros males, pero nos hemos desgastado luchando contra los síntomas mientras las causas se eternizan. Nos han escrito y oficializado una versión complaciente de la historia, hecha más para esconder que para clarificar, en la cual se perpetúan vicios originales, se ganan batallas que nunca se dieron y se sacralizan glorias que nunca merecimos. Pues nos complacemos en el ensueño de que la historía no se parezca a la Colombia en que vivimos, sino que Colombia termine por parecerse a su historia escrita.

 Por lo mismo, nuestra educación conformista y represiva parece concebida para que los niños se adapten por la fuerza a un país que no fue pensado para ellos en lugar de poner el país al alcance de ellos para que lo transformen y engrandezcan. Semejante despropósito restringe la creatividad y la intuición congénitas, y contraría la imaginación, la clarividencia precoz y la sabiduría del corazón hasta que los niños olviden lo que sin duda saben de nacimiento: que la realidad no termina donde dicen los textos, que su concepción del mundo es más acorde con la naturaleza que la de los adultos, y que la vida sería más larga y feliz si cada quien pudiera trabajar en lo que le gusta, y sólo en eso.

 Esta encrucijada de destinos ha forjado una patria densa e indescifrable donde lo inverosímil es la única medida de la realidad. Nuestra insignia es la desmesura. En todo: en lo bueno y en lo malo, en el amor y en el odio, en el júbilo de un triunfo y en la amargura de una derrota. Destruimos a los ídolos con la misma pasión con que los creamos. Somos intuitivos, autodidactas espontáneos y rápidos, y trabajadores encarnizados, pero nos enloquece la sola idea del dínero fácil. Tenemos en el mismo corazón la misma cantidad de rencor político y de olvido histórico. Un éxito resonante o una derrota deportiva pueden costarnos tantos muertos como un desastre aéreo. Por la misma causa somos una sociedad sentimental en la que prima el gesto sobre la reflexión, el ímpetu sobre la razón, el calor humano sobre la desconfianza. Tenemos un amor casi irracional por la vida, pero nos matamos unos a otros por las ansias de vivir. Al autor de los crímenes más terribles lo pierde una debilidad sentimental. De otro modo: al colombiano sin corazón lo pierde el corazón.

 Pues somos dos países a la vez: uno en el papel y otro en la realidad. Aunque somos precursores de las ciencias en América, seguimos viendo a los científicos en su estado medieval de brujos herméticos, cuando ya quedan muy pocas cosas en la vida diaria que no sean un milagro de la ciencia. En cada uno de nosotros cohabitan, de la manera más arbitraria, la justicia y la impunidad; somos fanáticos del legalismo, pero llevamos bien despierto en el alma un leguleyo de mano maestra para burlar las leyes sin violarlas, o para violarlas sin castigo. Amamos a los perros, tapizamos de rosas el mundo, morimos de amor por la patria, peró ignoramos la desaparición de sus especies animales cada hora del día y de la noche por la devastación criminal de los bosques tropicales, y nosotros mismos hemos destruido sin remedio uno de los grandes ríos del planeta. Nos indigna la mala imagen del país en el exterior, pero no nos atrevemos a admitir que muchas veces la realidad es peor. Somos capaces de los actos más nobles y de los más abyectos, de poemas sublimes y asesinatos dementes, de funerales jubilosos y parrandas mortales. No porque unos seamos buenos y otros malos, sino porque todos participamos de ambos extremos. Llegado el caso ‑y Dios nos libre‑ todos somos capaces de todo.

 Tal vez una reflexìón más profunda nos permitiría establecer hasta qué punto este modo de ser nos viene de que seguimos siendo en esencia la misma sociedad excluyente, formalista y ensimismada de la Colonia. Tal vez una más serena nos permitiría descubrir que nuestra violencia histórica es la dinámica sobrante de nuestra guerra eterna contra la adversidad. Tal vez estemos pervertidos por un sistema que nos incita a vivir como ricos mientras el cuarenta por ciento de la población malvive en la miseria, y nos ha fomentado una noción instantánea y resbaladiza de la felicidad: queremos siempre un poco más de lo que ya tenemos, más y más de lo que parecía imposible, mucho más de lo que cabe dentro de la ley, y lo conseguimos como sea: aun contra la ley. Conscientes de que ningún gobierno será capaz de complacer esta ansiedad, hemos terminado por ser incrédulos, abstencionistas e ingobernables, y de un individualismo solitario por el que cada uno de nosotros piensa que sólo depende de sí mismo. Razones de sobra para seguir preguntándonos quiénes somos, y cuál es la cara con que queremos ser reconocidos en el tercer milenio.

 La Misión de Ciencia, Educación y Desarrollo no ha pretendido una respuesta, pero ha querido diseñar una carta de navegación que tal vez ayude a encontrarla. Creemos que las condiciones están dadas como nunca para el cambio social, y que la educación será su órgano maestro. Una educación desde la cuna hasta la tumba, inconforme y reflexiva, que nos inspire un nuevo modo de pensar y nos incite a descubrir quiénes somos en una sociedad que se quiera más a sí misma. Que aproveche al máximo nuestra creatividad inagotable y conciba una ética ‑y tal vez una estética‑ para nuestro afán desaforado y legítimo de superación personal. Que integre las ciencias y las artes a la canasta familiar, de acuerdo con los designios de un gran poeta de nuestro tiempo que pidió no seguir amándolas por separado como a dos hermanas enemigas. Que canalice hacia la vida la inmensa energía creadora que durante siglos hemos despilfarrado en la depredación y la violencia, y nos abra al fin la segunda oportunidad sobre la tierra que no tuvo la estirpe desgraciada del coronel Aureliano Buendía. Por el país próspero y justo que soñamos: al alcance de los niños.

 

 Gabriel García Márquez

 

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DETERMINACION CICLONICA

 

Presentación de la exposición de fotografía de Ellen Riegner en la Casa de la Cultura de México

 

 Ellen Riegner mira la vida con unos hermosos ojos verdes que sin duda tienen algo que ver con el misterio de su arte. Pues el refrán es válido también al revés: ojos que sí ven, corazón que sí siente. Lo sé muy bien, porque durante varios años fui fotógrafo dominical, con toda clase de aparatos sofisticados y accesorios mágicos, y nunca pude hacer nada aceptable. Ahora sé por qué: yo fotografiaba las mismas cosas que los buenos fotógrafos, a veces en el mismo instante, desde el mismo ángulo, con el mismo equipo y en condiciones iguales, y sin embargo a ellos les salían las fotos bien y a mí me salían muy mal. No necesité mucho tiempo para darme cuenta de que los buenos fotógrafos tienen el poder congénito de corregir el mundo según el modo en que lo miren.

 En todo caso, Ellen habría sido fotógrafa aunque no lo hubiera querido. No tenía escapatoria: es hija de fotógrafo, creció en el mundo de la fotografía cuando ésta no era una ventolera de turistas sino el último refugio de la alquimia, y desde muy niña tuvo una cámara de cajón con la cual retrataba a sus condiscípulos disfrazados de conejos en las fiestas de cumpleaños. Como si esto no fuera bastante, su maestro Harold Feinstein, que además de ser un gran fotógrafo es astrólogo militante bajo el cielo quimérico de Nueva York, decidió hacerle la carta astral antes de recibirla como alumna y se quedó atónito. El destino zodiacal de Ellen era tan nítido y terminante, que iba a ser fotógrafa de todos modos, aun sin cámara. Sólo así se entienden sus encarnizados ojos de leona brava, y la determinación ciclónica de Leo pura de 6 de agosto con que encuentra la foto y la atrapa en el aire donde nadie más la hubiera visto.

 ¿Quién puede con los astros?

 

 Tomado de EL TIEMPO, Lecturas Dominicales,

 septiembre 18 de 1994

 

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PRESENTACION DE CESAR GAVIRIA HECHA POR GARCIA MARQUEZ EN LA INSTALACION DE LA CATEDRA JULIO CORTAZAR EN GUADALAJARA

 

 César Gaviria no tenía dos años de ser Presidente cuando a Colombia se le fue la luz. Nadie puede imaginarse lo que es vivir sin electricidad hasta diez horas diarias durante 14 meses. Fue una época tan infausta, que tal vez los únicos colombianos con instantes felices eran los enfermos de los hospitales, que se aliviaban del temor de la muerte con el consuelo de morir con las luces encendidas.

 Las causas del drama no eran sólo del gobierno anterior, sino un poco de todos, desde que se domesticó la electricidad en el país. Pero esas cosas no las entienden los pueblos y hacen muy bien; el primer deber de un Presidente es tratar de ser el mejor de todos. Además, Colombia es un país exigente, indómito y destructor de gobiernos, y quizás el más complejo laboratorio de toda clase de problemas enormes.

 Gaviria, por su parte, es un hombre raro: navega con bandera de despistado imperturbable, no pierde tiempo en rodeos ni le sobran palabras, y guarda unos silencios pavorosos e insondables que parecen presagios de grandes desgracias. Pero no es cierto: Gavìria aprendió quién sabe de quién y quién sabe cuándo, la ciencia de gobernar al borde del abismo.

 A veces aprovechaba los escasos minutos de electricidad para regañarnos en vivo y en directo, a través de la radio y la televisión, por el mal uso que hacíamos de las migajas de luz que él nos daba. Su popularidad, que había empezado con el setenta por ciento, cayó en picada al 18 por ciento. Tanto que cuando volvió la luz no se lo agradecimos á él sino a la Divina Providencia. Sin embargo, con la nueva luz nos dimos cuenta de que la oscuridad nos había servido para no ver otros dramas peores y otras guerras abominables, de los muchos que Colombia arrastra con su sino sangriento. Gaviria, por fortuna, siguió manejándolos de mano maestra hasta el final de su tempestuoso mandato. Pues bien: a pesar de ese terrible contrapeso en la balanza de su gobierno, salió de la presidencia casi con la misma opinión favorable con que llegó. La más alta de un Presidente saliente en la historia del país.

 Este es ‑y mucho más‑ el querido amigo que enseguida inaugurará la cátedra latinoamericana de Julio, el inolvidable. En buenas manos lo dejamos: con ustedes.

 Gabriel García Márquez

 

      ***

 

      UN MANUAL PARA SER NIÑO (1995)

 

Aspiro a que estas reflexiones sean un manual para que los niños se atrevan a defenderse de los adultos en el aprendizaje de las artes y las letras. No tienen una base científica sino emocional ‑o sentimental, si se quiere‑, y se fundan en una premisa improbable: si a un niño se le pone frente a una serie de juguetes‑diversos, terminará por quedarse con uno que, le guste más. Creo que esa preferencia no es casual, sino que revela en el niño una vocación y una aptitud que tal vez pasarían inadvertidas para sus padres despistados y sus fatigados maestros. Creo que ambas le vienen de nacimiento, y sería importante identificarlas a tiempo y tomarlas en cuenta para ayudarlo a elegir su profesión. Más aún: creo que algunos niños a una cierta edad, y en ciertas condiciones, tienen facultades congénitas que les permiten ver más allá de la realidad admitida por los adultos. Podrían ser residuos de algún poder adivinatorio que el género humano agotó en etapas anteriores, o manifestaciones extraordinarias de la intuición casi clarividente de los artistas durante la soledad del crecimiento, y que desaparecen, como la glándula del timo, cuando ya no son necesarias.

 Creo que se nace escritor, pintor o músico. Se nace con la vocación y en muchos casos con las condiciones físicas para la danza y el teatro, y con un talento propicio para el periodismo escrito, entendido como un género literario, y para el cine, entendido como una síntesis de la ficción y la plástica. En ese sentido soy un platónico: aprender es recordar. Esto quiere decir que cuando un niño llega a la escuela primaria puede ir ya predispuesto por la naturaleza para alguno de esos oficios, aunque todavía no lo sepa. Y tal vez no lo sepa nunca, pero su destino puede ser mejor sí alguien lo ayuda a descubrirlo. No para forzarlo en ningún sentido, sino para crearle condiciones favorables y alentarlo a gozar sin temores de su juguete preferido. Creo, con una seriedad absoluta, que hacer siempre lo que a uno le gusta, y sólo eso,es la fórmula magistral para una vida larga y feliz. Para sustentar esa alegre suposición no tengo más fundamento que la experiencia difícil y empecinada de haber aprendido el oficio de escritor contra un medio adverso, y no sólo al margen de la educación formal sino contra ella, pero a partir de dos condiciones sin alternativas: una aptitud bien definida y una vocación arrasadora. Nada me complacería más si esa aventura solitaria pudiera tener alguna utilidad no sólo para el aprendizaje de este oficio de las letras, sino para el de todos los oficios de las artes.

 

 La vocación sin don y el don sin vocación

 

 Georges Bernanos, escritor católico francés, dijo: "Toda vocación es un llamado". El Diccionario de Autoridades, que fue el primero de la Real Academia en 1726, la definió como "la inspiración con que Dios llama a algún estado de perfección". Era, desde luego, una generalización a partir de las vocaciones religiosas. La aptitud, según el mismo diccionario, es "la habilidad y facilidad y modo para hacer alguna cosa". Dos siglos y medio después, el Diccionario de la Real Academia conserva estas definiciones con retoques mínimos. Lo que no dice es que una vocación inequívoca y asumida a fondo llega a ser insaciable y eterna, y resistente a toda fuerza contraria: la única disposición del espíritu capaz de derrotar al amor.

 Las aptitudes vienen a menudo acompañadas de sus atributos físicos. Si se les canta la misma nota musical a varios niños, unos la repetirán exacta, otros no. Los maestros de música dicen que los primeros tienen lo que se llama el oído primario, importante para ser músicos. Antonio Sarasate, a los cuatro años, dio con su violín de juguete una nota que su padre, gran virtuoso, no lograba dar con el suyo. Siempre existirá el riesgo, sin embargo, de que los adultos destruyan tales virtudes porque o les parecen primordiales, y terminen por encasillar a sus hijos en la realidad amurallada en que los padres los encasillaron a ellos. El rigor de muchos padres con los hijos artistas suele ser el mismo con que tratan a los hijos homosexuales.

 Las aptitudes y las vocaciones no siempre vienen juntas. De ahí el desastre de cantantes de voces sublimes que no llegan a ninguna parte por falta de juicio, o de pintores que sacrifican toda una vida a una profesión errada, o de escritores prolíficos que no tienen nada que decir. Sólo cuando las dos se juntan hay posibilidades de que algo suceda, pero no por arte de magia: todavía falta la disciplina, el estudio, la técnica, y un poder de superación para toda la vida.

 Para los narradores hay una prueba que no falla. Si se le pide a un grupo de personas de cualquier edad que cuenten una película, los resultados serán reveladores. Unos darán sus impresiones emocionales, políticas, o filosóficas, pero no sabrán contar la historia completa y en orden. Otros contarán el argumento, tan detallado como recuerden, con la seguridad de que será suficiente para transmitir la emoción del original. Los primeros podrán tener un porvenir brillante en cualquier materia, divina o humana, pero no serán narradores. A los segundos les falta todavía mucho para serlo ‑base cultural, técnica, estilo propio, rigor mental‑ pero pueden llegar a serlo. Es decir: hay quienes saben contar un cuento desde que empiezan a hablar, y hay quienes no sabrán nunca. En los niños es una prueba que merece tomarse en serio.

 

 Las ventajas de no obedecer a los padres

 

 La encuesta adelantada para estas reflexiones ha demostrado que en Colombia no existen sistemas establecidos de captación precoz de aptitudes y vocaciones tempranas, como punto de partida para una carrera artística desde la cuna hasta la tumba. Los padres no están preparados para la grave responsabilidad de identificarlas a tiempo, y en cambio sí lo están para contrariarlas. Los menos drásticos les proponen a los hijos estudiar una carrera segura, y conservar el arte para entretenerse en las horas libres. Por fortuna para la humanidad, los niños les hacen poco caso a los padres en materia grave, y menos en lo que tiene que ver con el futuro. Por eso los que tienen vocaciones escondidas asumen actitudes engañosas para salirse con la suya. Hay los que no rinden en la escuela porque no les gusta lo que estudian, y sin embargo podrían descollar en lo que les gusta si alguien, los ayudara. Pero también puede darse que obtengan buenas calificaciones, no porque les guste la escuela, sino para que sus padres y sus maestros no los obliguen a abandonar el juguete favorito que llevan escondido en el corazón. También es cierto el drama de los que tienen que sentarse en el piano durante los recreos, sin aptitudes ni vocación, sólo por imposición de sus padres. Un buen maestro de música, escandalizado con la impiedad del método, dijo que el piano hay que tenerlo en la casa, pero no para que los niños lo estudien a la fuerza, sino para que jueguen con él.

 Los padres quisiéramos siempre que nuestros hijos fueran mejores que nosotros, aunque no siempre sabemos cómo. Ni los hijos de familias de artistas está a salvo de esa incetidubre. En unos casos, porque los padres quieren que sean artistas como ellos, y los niños tienen una vocación distinta. En otros, porque a los padres les fue mal en las artes, y quieren preservar de una suerte igual aun a los hijos cuya vocación indudable son las artes. No es menor el riesgo de los niños de familias ajenas a las artes, cuyos padres quisieran empezar una estirpe que sea lo que ellos no pudieron. En el extremo opuesto no faltan los niños contrariados que aprenden el instrumento a escondidas, y cuando los padres los descubren ya son estrellas de una orquesta de autodidactas.

 Maestros y alumnos concuerdan contra los métodos académicos, pero no tienen un criterio común sobre cuál puede ser mejor. La mayoría rechazaron los métodos vigentes, por su carácter rígido y su escasa atención a la creatividad, y prefieren ser empíricos e independientes. Otros consideran que su destino no dependió tanto de lo que aprendieron en la escuela como de la astucia y la tozudez con que burlaron los obstáculos de padres y maestros. En general,la lucha por la supervivencia y la falta de estímulos han forzado a la mayoría a hacerse solos y a la brava.

 Los criterios sobre la disciplina son divergentes. Unos no admiten sino la completa libertad, y otros tratan incluso de sacralizar el empirismo absoluto. Quienes hablan de la no disciplina reconocen su utilidad, pero piensan que nace espontánea como fruto de una necesidad interna, y por tanto no hay que forzarla. Otros echan de menos la formación humanística y los fundamentos teóricos de su arte. Otros dicen que sobra la teoría. La mayoría, al cabo de años de esfuerzos, se sublevan contra el desprestigio y las penurias de los artistas en una sociedad que niega el carácter profesional de las artes.

 No obstante, las voces más duras de la encuesta fueron contra la escuela, como un espacio donde la pobreza de espíritu corta las alas, y es un escollo para aprender cualquier cosa. Y en especial para las artes. Piensan que ha habido un despilfarro de talentos por la repetición infinita y sin alteraciones de los dogmas académicos, mientras que los mejor dotados sólo pudieron ser grandes y creadores cuando no tuvieron que volver a las aulas. "Se educa de espaldas al arte", han dicho al unísono maestros y alumnos. A estos les complace sentir que se hicieron solos. Los maestros lo resienten, pero admiten que también ellos lo dirían. Tal vez lo más justo sea decir que todos tienen razón. Pues tanto los maestros como los alumnos, y en última instancia la sociedad entera, son víctimas de un sistema de enseñanza que está muy lejos de la realidad del país.

 De modo que antes de pensar en la enseñanza artística, hay que definir lo más pronto posible una política cultural que no hemos tenido nunca. Que obedezca a una concepción moderna de lo que es la cultura, para qué sirve, cuánto cuesta, para quién es, y que se tome en cuenta que la educación artística no es un fin en sí misma, sino un medio para la preservación y fomento de las culturas regionales, cuya circulación natural es de la periferia hacia el centro y de abajo hacia arriba.

 No es lo mismo la enseñanza artística que la educación artística. Esta es una función social,y así como se enseñan las matemáticas o las ciencias, debe enseñarse desde la escuela primaria el aprecio y el goce de las artes y las letras. La enseñanza artística, en cambio, es una carrera especializada para estudiantes con aptitudes y vocaciones específicas, cuyo objetivo es formar artistas y maestros como profesionales del arte.

 No hay que esperar a que las vocaciones lleguen: hay que salir a buscarlas. Están en todas partes, más puras cuanto más olvidadas. Son ellas las que sustentan la vida eterna de la música callejera, la pintura primitiva de brocha y sapolín en los palacios municipales, la poesía en carne viva de las cantinas, el torrente incontenible de la cultura popular que es el padre y la madre de todas las artes.

 

 ¿Con qué se comen las letras?

 

 Los colombianos, desde siempre, nos hemos visto como un país de letrados. Tal vez a eso se deba que los programas del bachillerato hagan más énfasis en la literatura que en las otras artes. Pero aparte de la memorización cronológica de autores y de obras, a los alumnos no les cultivan el hábito de la lectura, sino que los obligan a leer y a hacer sinopsis escritas de los libros programados. Por todas partes me encuentro con profesionales escaldados por los libros que les obligaron a leer en el colegio con el mismo placer con que se tomaban el aceite de ricino. Para las sinopsis, por desgracia, no tuvieron problemas, porque en los periódicos encontraron anuncios como este: "Cambio sinopsis de El Quijote por sinopsis de La Odisea". Así es: en Colombia hay un mercado tan próspero y un tráfico tan intenso de resúmenes fotostáticos, que los escritores haríamos mejor negocio no escribiendo los libros originales sino escribiendo de una vez las sinopsis para bachilleres.

 Es este método de enseñanza, ‑y no tanto la televisión y los malos libros‑, lo que está acabando con el hábito de lectura. Estoy de acuerdo en que un buen curso de literatura sólo puede ser una guía para lectores. Pero es imposible que los niños lean una novela, escriban la sinopsis y preparen una exposición reflexiva para el martes siguiente. Sería ideal que un niño dedicara parte de su fin de semana a leer un libro hasta donde pueda y hasta donde le guste ‑que es la única condición para leer un libro‑ pero es criminal, para él mismo y para el libro, que lo lea a la fuerza en sus horas de juego y con la angustia de las otras tareas.

 Haría falta ‑como falta todavía para todas las artes‑ una franja especial en el bachillerato con clases de literatura que sólo pretendan ser guías inteligentes de lectura y reflexión para formar buenos lectores. Porque formar escritores es otro cantar. Nadie enseña a escribir, salvo los buenos libros, leídos con la aptitud y la vocación alertas. La experiencia de trabajo es lo poco que un escritor consagrado puede transmitir a los aprendices si éstos tienen todavía un mínimo de humildad para creer que alguien puede saber más que ellos. Para eso no haría falta una universidad, sino talleres prácticos y participativos, donde escritores artesanos discutan con los alumnos la carpintería del oficio: como sé les ocurrieron sus argumentos, cómo imaginaron sus personajes, cómo resolvieron sus problemas técnicos de estructura, de estilo, de tono, que es lo único concreto que a veces puede sacarse en limpio del gran misterio de la creación. El mismo sistema de talleres está ya probado para algunos géneros del periodismo, el cine y la televisión, y en particular para reportajes y guiones. Y sin exámenes ni diplomas ni nada. Que la vida decida quién sirve y quién no sirve, como de todos modos ocurre.

 Lo que debe plantearse para Colombia, sin embargo, no es sólo un cambio de forma y de fondo en las escuelas de arte, sino que la educación artística se imparta dentro de un sistema autónomo, que dependa de un organismo propio de la cultura y no del ministerio de la educación. Que no esté centralizado, sino al contrario, que sea el coordinador del desarrollo cultural desde las distintas regiones del país, pues cada una de ellas tiene su personalidad cultural, su historia, sus tradiciones, su lenguaje, sus expresiones artísticas propias. Que empiece por educarnos a padres y maestros en la apreciación precoz de las inclinaciones de los niños, y los prepare para una escuela que preserve su curiosidad y su creatividad naturales. Todo esto, desde luego, sin muchas ilusiones. De todos modos, por arte de las artes, los que han de ser ya lo son. Aun si no lo sabrán nunca.

 

      ***

 

      "EL MEJOR OFICIO DEL MUNDO"

 

      GABRIEL GARCIA MARQUEZ

 

 Texto del discruso pronunciado en la Asamblea 52 de la SIP Celebrada en Los Angeles del 6 al 9 de octubre.

 

 A una universidad colombiana se le preguntó cuáles son las pruebas de aptitud y vocación que se hacen a quienes desea estudiar periodismo, y la respuesta fue terminante: "Los periodistas no son artistas". Estas reflexiones, por el contrario, se fundan precisamente en la certidumbre de que el periodismo escrito es un género literario.

 Hace unos cincuenta años no estaban de moda escuelas de periodismo. Se aprendía en las salas de redacción, en los talleres de imprenta, en el cafetín de enfrente, en las parrandas de los viernes. Todo el periódico era una fábrica que formaba e informaba sin equívocos, y generaba opinión dentro de un ambiente de participación que mantenía la moral en su puesto. Pues los periodistas andábamos siempre juntos, hacíamos vida común, y éramos tan fanáticos del oficio que no hablábamos de nada distinto que del oficio mismo. El trabajo llevaba consigo una amistad de grupo que inclusive dejaba poco margen para la vida privada. No existían las juntas de redacción institucionales, pero a las cinco de la tarde, sin convocatoria oficial, todo el personal de planta hacía una pausa de respiro en las tensiones del día y confluía a tomar el café en cualquier lugar de la redacción.

 Era una tertulia abierta donde se discutían en caliente los temas de cada sección y se le daban los toques finales a la edición de mañana. Los que no aprendían en aquellas cátedras ambulatorias y apasionadas de veinticuatro horas diarias, o los que se aburrían de tanto hablar de lo mismo, era porque querían o creían ser periodistas, pero en realidad no lo eran.

 El periódico cabía entonces en tres grandes secciones: noticias, crónicas y reportajes, y notas editoriales. La sección más delicada y de gran prestigio era la editorial. El cargo más desvalido era el de reportero, que tenía al mismo tiempo la connotación de aprendiz y cargaladrillos. El tiempo y el mismo oficio han demostrado que el sistema nervioso del periodismo circula en realidad en sentido contrario. Doy fe: a los diecinueve años ‑siendo el peor estudiante de derecho‑ empecé mi carrera como redactor de notas editoriales, y fui subiendo poco a poco y con mucho trabajo por las escaleras de las diferentes secciones, hasta el máximo nivel de reportero raso.

 La misma práctica del oficio imponía la necesidad de formarse una base cultural, y el mismo ambiente de trabajo se encargaba de fomentarla. La lectura era una adicción laboral. Los autodidactas suelen ser ávidos y rápidos, y los de aquellos tiempos lo fuimos de sobra para seguir abriéndole paso en la vida al mejor oficio del mundo ‑como nosotros mismos lo llamábamos. Alberto Lleras Camargo, que fue periodista siempre y dos veces presidente de Colombia, no era siquiera bachiller.

 La creación posterior de las escuelas de periodismo fue una reacción escolástica contra el hecho cumplido de que el oficio carecía de respaldo académico. Ahora ya no son sólo para la prensa escrita sino para todos los medios inventados y por inventar.

 Pero en su expansión se llevaron de calle hasta el nombre humilde que tuvo el oficio desde sus orígenes en el siglo XV, y ahora no se llama periodismo sino Ciencias de la Comunicación o Comunicación Social. El resultado, en general, no es alentador. Los muchachos que salen ilusionados de las academias, con la vida por delante, parecen desvinculados de la realidad y de sus problemas vitales, y prima un afán de protagonismo sobre la vocación y las aptitudes congénitas. Y en especial sobre las dos condiciones más importantes: la creatividad y la práctica.

 La mayoría de los graduados llegan con deficiencias flagrantes, tienen graves problemas de gramática y ortografía, y dificultades para una comprensión reflexiva de textos. Algunos se precian de que pueden leer al revés un documento secreto sobre el escritorio de un ministro, de grabar diálogos casuales sin prevenir al interlocutor, o de usar como noticia una conversación convenida de antemano como confidencial. Lo más grave es que estos atentados éticos obedecen a una noción intrépida del oficio, asumida a conciencia y fundada con orgullo en la sacralización de la primicia a cualquier precio y por encima de todo. No los conmueve el fundamento de que la mejor noticia no es siempre la que se da primero sino muchas veces la que se da mejor. Algunos, conscientes de sus deficiencias, se sienten defraudados por la escuela y no les tiembla la voz para culpar a sus maestros de no haberles inculcado las virtudes que ahora les reclaman, y en especial la curiosidad por la vida.

 Es cierto que estas críticas valen para la educación general, pervertida por la masificación de escuelas que siguen la línea viciada de lo informativo en vez de lo formativo. Pero en el caso específico del periodismo parece ser, además, que el oficio no logró evolucionar a la misma velocidad que sus instrumentos, y los periodistas se extraviaron en el laberinto de una tecnología disparada sin control hacia el futuro. Es decir, las empresas se han empeñado a fondo en la competencia feroz de la modernización material y han dejado para después la formación de su infantería y los mecanismos de participación que fortalecían el espíritu profesional en el pasado. Las salas de redacción son laboratorios asépticos para navegantes solitarios, donde parece más fácil comunicarse con los fenómenos siderales que con el corazón de los lectores. La deshumanización es galopante.

 No es fácil entender que el esplendor tecnológico y el vértigo de las comunicaciones, que tanto deseábamos en nuestros tiempos, hayan servido para anticipar y agravar la agonía cotidiana de la hora del cierre. Los principiantes se quejan de que los editores les conceden tres horas para una tarea que en el momento de la verdad es imposible en menos de seis, que les ordenan material para dos columnas y a la hora de la verdad sólo le asignan media, y en el pánico del cierre nadie tiene tiempo ni humor para explicarles por qué, y menos para darles una palabra de consuelo. "Ni siquiera nos regañan", dice un reportero novato ansioso de comunicación directa con sus jefes. Nada: el editor que antes era un papá sabio y compasivo, apenas si tiene fuerzas y tiempo para sobrevivir él mismo a las galeras de la tecnología.

 Creo que es la prisa y la restricción del espacio lo que ha minimizado el reportaje, que siempre tuvimos como el género estrella, pero que es también el que requiere más tiempo, más investigación, más reflexión, y un dominio certero del arte de escribir. Es en realidad la reconstitución minuciosa y verídica del hecho. Es decir: la noticia completa, tal como sucedió en la realidad, para que el lector la conozca como si hubiera estado en el lugar de los hechos.

 Antes que se inventaran el teletipo y el télex, un operador de radio con vocación de mártir capturaba al vuelo las noticias del mundo entre silbidos siderales, y un redactor erudito las elaboraba completas con pormenores y antecedentes, como se reconstruye el esqueleto entero de un dinosaurio a partir de una vértebra. Sólo la interpretación estaba vedada, porque era un dominio sagrado del director, cuyos editoriales se presumían escritos por él, aunque no lo fueran, y casi siempre con caligrafías célebres por lo enmarañadas.

 Directores históricos tenían linotipistas personales para descifrarlas.

 Un avance importante en este medio siglo es que ahora se comenta y se opina en la noticia y en el reportaje, y se enriquece el editorial con datos informativos. Sin embargo, los resultados no parecen ser los mejores, pues nunca como ahora ha sido tan peligroso este oficio. El empleo desaforado de comillas en declaraciones falsas o ciertas permite equívocos inocentes o deliberados, manipulaciones malignas y tergiversaciones venenosas que le dan a la noticia la magnitud de un arma mortal. Las citas de fuentes que merecen entero crédito, de personas generalmente bien informadas o de altos funcionarios que pidieron no revelar su nombre, o de observadores que todo lo saben y que nadie ve, amparan toda clase de agravios impunes. Pero el culpable se atrinchera en su derecho de no revelar la fuente, sin preguntarse si él mismo no es un instrumento fácil de esa fuente que le transmitió la información como quiso y arreglada como más le convino. Yo creo que sí: el mal periodista piensa que su fuente es su vida misma ‑sobre todo si es oficial‑ y por eso la sacraliza, la consiente, la protege, y termina por establecer con ella una peligrosa relación de complicidad, que lo lleva inclusive a menospreciar la decencia de la segunda fuente.

 Aun a riesgo de ser demasiado anecdótico, creo que hay otro gran culpable en este drama: la grabadora. Antes de que ésta se inventara, el oficio se hacía bien con tres recursos de trabajo que en realidad eran uno sólo: la libreta de notas, una ética a toda prueba, y un par de oídos que los reporteros usábamos todavía para oír lo que nos decían. El manejo profesional y ético de la grabadora está por inventar. Alguien tendría que enseñarles a los colegas jóvenes que la casete no es un sustituto de la memoria, sino una evolución de la humilde libreta de apuntes que tan buenos servicios prestó en los orígenes del oficio. La grabadora oye pero no escucha, repite ‑como un loro digital‑ pero no piensa, es fiel pero no tiene corazón, y a fin de cuentas su versión literal no será tan confiable como la de quien pone atención a las palabras vivas del interlocutor, las valora con su inteligencia y las califica con su moral. Para la radio tiene la enorme ventaja de la literalidad y la inmediatez, pero muchos entrevistadores no escuchan las respuestas por pensar en la pregunta siguiente.

 La grabadora es la culpable de la magnificación viciosa de la entrevista. La radio y la televisión, por su naturaleza misma, la convirtieron en el género supremo, pero también la prensa escrita parece compartir la idea equivocada de que la voz de la verdad no es tanto la del periodista que vio como la del entrevistado que declaró. Para muchos redactores de periódicos la transcripción es la prueba de fuego: confunden el sonido de las palabras, tropiezan con la semántica, naufragan en la ortografía y mueren por el infarto de la sintaxis. Tal vez la solución sea que se vuelva a la pobre libretita de notas para que el periodista vaya editando con su inteligencia a medida que escucha, y le deje a la grabadora su verdadera categoría de testigo invaluable. De todos modos, es un consuelo suponer que muchas de las transgresiones éticas, y otras tantas que envilecen y averg³enzan al periodismo de hoy, no son siempre por inmoralidad, sino también por falta de dominio profesional.

 Tal vez el infortunio de las facultades de Comunicación Social es que enseñan muchas cosas útiles para el oficio, pero muy poco del oficio mismo. Claro que deben persistir en sus programas humanísticos, aunque menos ambiciosos y perentorios, para contribuir a la base cultural que los alumnos no llevan del bachillerato. Pero toda la formación debe estar sustentada en tres pilares maestros: la prioridad de las aptitudes y las vocaciones, la certidumbre de que la investigación no es una especialidad del oficio sino que todo el periodismo debe ser investigativo por definición, y la conciencia de que la ética no es una condición ocasional, sino que debe acompañar siempre al periodismo como el zumbido al moscardón.

 El objetivo final debería ser el retorno al sistema primario de enseñanza mediante talleres prácticos en pequeños grupos, con un aprovechamiento crítico de las experiencias históricas, y en su marco original de servicio público. Es decir: rescatar para el aprendizaje el espíritu de la tertulia de las cinco de la tarde.

 Un grupo de periodistas independientes estamos tratando de hacerlo para toda la América Latina desde Cartagena de Indias, con un sistema de talleres experimentales e itinerantes que lleva el nombre nada modesto de Fundación del Nuevo Periodismo Iberoamericano. Es una experiencia piloto con periodistas nuevos para trabajar sobre una especialidad específica ‑reportaje, edición, entrevistas de radio y televisión, y tantas otras‑ bajo la dirección de un veterano del oficio. En respuesta a una convocatoria pública de la Fundación, los candidatos son propuestos por el medio en que trabajan, el cual corre con los gastos del viaje, la estancia y la matrícula. Deben ser menores de treinta años, tener una experiencia mínima de tres, y acreditar su aptitud y el grado de dominio de su especialidad con muestras de las que ellos mismos consideren sus mejores y sus peores obras.

 La duración de cada taller depende de la disponibilidad del maestro invitado ‑que escasas veces puede ser de más de una semana‑, y éste no pretende ilustrar a sus talleristas con dogmas teóricos y prejuicios académicos, sino foguearlos en mesa redonda con ejercicios prácticos, para tratar de transmitirles sus experiencias en la carpintería del oficio.

 Pues el propósito no es enseñar a ser periodistas, sino mejorar con la práctica a los que ya lo son. No se hacen exámenes ni evaluaciones finales, ni se expiden diplomas ni certificados de ninguna clase: la vida se encargará de decidir quién sirve y quién no sirve.

 Trescientos veinte periodistas jóvenes de once países han participado en veintisiete talleres en sólo año y medio de vida de la Fundación, conducidos por veteranos de diez nacionalidades. Los inauguró Alma Guillermoprieto con dos talleres de crónicas y reportajes. Terry Anderson dirigió otro sobre información en situaciones de peligro, con la colaboración de un general de las Fuerzas Armadas que señaló muy bien los límites entre el heroísmo y el suicidio.

 Tomás Eloy Martínez, nuestro cómplice más fiel y encarnizado, hizo un taller de edición y más tarde otro de periodismo en tiempos de crisis. Phil Bennet hizo el suyo sobre las tendencias de la prensa en los Estados Unidos y Stephen Ferry lo hizo sobre fotografía. El magnífico Horacio Bervitsky y el acucioso Tim Golden exploraron distintas áreas del periodismo investigativo, y el español Miguel _ngel Bastenier dirigió un seminario de periodismo internacional y fascinó a sus talleristas con un análisis crítico y brillante de la prensa europea. Uno de gerentes frente a redactores tuvo resultados muy positivos, y soñamos con convocar el año entrante un intercambio masivo de experiencias en ediciones dominicales entre editores de medio mundo. Yo mismo he incurrido varias veces en la tentación de convencer a los talleristas de que un reportaje magistral puede ennoblecer a la prensa con los gérmenes diáfanos de la poesía.

 Los beneficios cosechados hasta ahora no son fáciles de evaluar desde un punto de vista pedagógico, pero consideramos como síntomas alentadores el entusiasmo creciente de los talleristas, que son ya un fermento multiplicador del inconformismo y la subversión creativa dentro de sus medios, compartido en muchos casos por sus directivas. El solo hecho de lograr que veinte periodistas de distintos países se reúnan a conversar cinco días sobre el oficio ya es un logro para ellos y para el periodismo. Pues al fin y al cabo no estamos proponiendo un nuevo modo de enseñarlo, sino tratando de inventar otra vez el viejo modo de aprenderlo.

 Los medios harían bien en apoyar esta operación de rescate.

 Ya sea en sus salas de redacción, o con escenarios construidos a propósito, como los simuladores aéreos que reproducen todos los incidentes del vuelo para que los estudiantes aprendan a sortear los desastres antes de que se los encuentren de verdad atravesados en la vida. Pues el periodismo es una pasión insaciable que sólo puede digerirse y humanizarse por su confrontación descarnada con la realidad. Nadie que no la haya padecido puede imaginarse esa servidumbre que se alimenta de las imprevisiones de la vida. Nadie que no lo haya vivido puede concebir siquiera lo que es el pálpito sobrenatural de la noticia, el orgasmo de la primicia, la demolición moral del fracaso. Nadie que no haya nacido para eso y esté dispuesto a vivir sólo para eso podría persistir en un oficio tan incomprensible y voraz, cuya obra se acaba después de cada noticia, como si fuera para siempre, pero que no concede un instante de paz mientras no vuelve a empezar con más ardor que nunca en el minuto siguiente.

 

      ***

 

      EN BUSCA DEL SILVA PERDIDO

 

      Gabriel García Márquez

 

 Leí por primera vez De sobremesa ‑el libro tan controvertido de José Asunción Silva‑ con motivo de los cincuenta años de su muerte. Me lo dio como lectura inevitable don Carlos Julio Calderón, el profesor de literatura en el Liceo Nacional de Zipaquirá, donde terminaba mi bachillerato en aquel año sin gracias de 1946. No me ordenaba una tarea, sino que me aconsejaba una lectura que no podía faltar en alguien que quisiera ser escritor.

 Me explicó que estaba considerado como un libro raro por sí mismo, y también por otros aspectos circunstanciales: era una pieza suelta de un gran poeta, había sido reconstruido a la carrera cuando el manuscrito original se perdió con otros dos en un naufragio, se había publicado veintinueve años después de muerto el autor, y los sabios de la época lo menospreciaban como algo marginal que no le daba hasta los tobillos a la muy larga sombra larga de la gloria del poeta. Sin embargo, la discusión académica no se fundaba en si era o no un buen libro, digno de tan gran poeta, sino en si era o no una novela.

 A cien años de la muerte de Silva ya nadie lo discute porque sólo algunos especialistas descarriados se acuerdan del libro. Pero la duda continúa.

 El estudio de Silva era obligatorio sólo como poeta, con una ficha biográfica y la lectura del Nocturno ‑el de la larga sombra larga‑ dentro del programa oficial a saltos de mata de la literatura colombiana. Era el único rastro que nos quedaba de él, aparte de la sospecha inducida de que se había suicidado por el amor pecaminoso de su hermana Elvira.

 De la novela, por supuesto, los bachilleres de aquel tiempo ‑como la inmensa mayoría de los colombianos‑ no sabíamos siquiera que existía.

 Sin embargo, los del Liceo Nacional sabíamos algo más de novelas, porque antes de dormir nos leían a Emilio Salgari y Alejandro Dumas ‑que enseñan como nadie las argucias del arte de contar‑ pero también La montaña mágica, el mamotreto insigne de Thomas Mann, que por una aberración inexplicable de la inocencia nos cautivó tanto como los otros.

 De sobremesa la leí de una sentada, no porque me pareciera buena, sino para indagar si agregaba algo a mi sueño de ser escritor, que era la única razón por la que devoraba carretadas de libros en aquellos años.

 Ahora pienso muerto de la pena que me deslumbró lo que menos me gusta ‑su prosa suntuosa y abigarrada‑, pero no caí en la cuenta de su estructura de tiempos superpuestos ni me conmovió el desgarramiento de sus personajes. Tampoco se me pasó por la cabeza que José Fernández tuviera algo que ver con la vida del autor, pero pensando en el final de José Asunción Silva tuve el atrevimiento académico de decir en clase que a un hombre tan enredado no le quedaba más remedio que pegarse un tiro.

 

 Medio siglo después

 

 Después de ciento dieciocho mil doscientos cincuenta días he vuelto a leer De sobremesa, con motivo de los cien años de la muerte de Silva, y no creo que deba esperar otros cincuenta para tratar de responderme lo que pienso. No me he demorado mucho en preguntarme si es o no una novela. El propio Silva contribuye a las dudas con una frase de su libro: "En manos de los maestros, la novela y la crítica son medios de presentar al público los aterradores problemas de la responsabilidad humana y de discriminar psicológicamente sus complicaciones: ya el lector no pide al libro que lo divierta sino que lo haga pensar y ver el misterio oculto en cada partícula del Gran Todo". Es absurdo pensar que Silva hubiera podido escribir un libro tan espeso como De sobremesa sin su formación literaria, artística y científica, que era vasta y variada, y siempre al día, en una capital remota y triste de la provincia del mundo.

 La empezó en la buena biblioteca de su padre, y la continuó por el resto de su vida con una voracidad insaciable. Tenía una facilidad casi sobrenatural para los idiomas, y hablaba y escribía el francés, el inglés, el portugués y el italiano, y había empezado a estudiar el alemán desde antes de su viaje a Europa, porque siempre quiso leer en el idioma original. En español era sabio y fluido, pero un gramático subversivo, a juzgar por sus gerundios fuera de la ley, que deben haber causado la muerte a más de un académico.

 También sería absurdo pensar que no tuviera una idea clara de lo que era una novela. Conocía bien a los más grandes, y había desmenuzado Guerra y paz, que tiene el aliento colosal de El Quijote, y a Madame Bovary, que llevaba ya más de treinta años soportando su fama de novela perfecta.

 Pero Silva andaba ya por otro lado.

 Cuando leyó A Rebours ‑el libro de Joris‑Karl Huysmans que fue el paradigma de una estética decadente‑ también él se hizo la pregunta sobre su género literario, y su respuesta fue rotunda: "Esta no es una novela". El juicio es interesante, porque A Rebours ‑que Mallarmé le regaló a Silva en París cuando acababa de publicarse‑ es sin duda el libro que más lo influyó en todo sentido para escribir De sobremesa, aunque sólo lo mencionó de pasada.

 Rafael Maya señaló esta reserva como la prueba de una influencia que Silva quiso minimizar por demasiado cercana y evidente. Lo curioso es que las dudas de Silva sobre A Rebours obedecían a las mismas razones por las que se duda de De sobremesa. Ni la una ni la otra tienen una estructura clásica ni una concepción convencional, y se demoran demasiado en disquisiciones científicas, filosóficas o políticas, farragosas e inútiles, y que en el caso de Silva no tienen nada que ver con la belleza diáfana de su poesía.

 Desde las primeras páginas el autor establece su método. Es una novela en dos tiempos paralelos. Un tiempo que tal vez no se prolongue más allá de esa noche en que el protagonista principal lee los originales de su diario inédito a tres amigos que lo escuchan abstraídos, y que lo comentan en interrupciones pertinentes.

 Y otro tiempo ‑el tiempo invisible del manuscrito leído‑ que es el relato de la vida del mismo que lo ha escrito y lo está leyendo. Este es el protagonista principal de la novela y de su propio diario. Tiene la misma edad que Silva cuando estuvo en París, y una de sus amantes ocasionales lo describió como si fuera él: "un hombrón con músculos de jayán y nervios de artista del Renacimiento". De modo que el personaje lo tiene casi todo del autor de la novela, pero su nombre es otro: José Fernández.

 Esto podría indicar que Silva en ‑la novela‑ quiso ocultar su nombre y su identidad, y este segundo Silva oculta a su vez su nombre y su identidad en el Silva del diario. Pero a la larga ninguno conseguirá ocultar lo que tienen en común, y es que los tres son hombres desgarrados. ¿Pero quién la escribió?

 De natura y de familia era corpulento y apuesto, pero de una palidez fantasmal, unos modales exquisitos, una gran sensibilidad humana y artística, una inteligencia diáfana, una labia seductora y una dignidad acorazada. Tuvo una formación literaria precoz, gracias a un ambiente familiar de gran vocación creativa. Don Ricardo Silva, su padre, era un comerciante respetado y un buen escritor costumbrista, y su biblioteca fue el refugio del único hijo varón. Se cree que antes de los doce años José Asunción escribió versos meritorios que no están sus libros. Viajó a Europa a los diecinueve años para un viaje de estudios de once meses, y cuando regresó parecía que hubiera sido de una década. Era un poeta hecho y derecho, y el hombre mejor educado, el más culto, el mejor vestido, el más serio y puntual, trabajador tenaz y excelente amigo.

 Es cierto que nunca le regatearon su gloria. Fue el poeta por excelencia y el centro de la vida artística y social en la capital de un país desgarrado a su vez por los espasmos de las guerras civiles, pero se lo cobraron con sangre en su vida privada. Desde que descendió del coche de regreso lo sometieron a la terapia parroquial de adulaciones públicas y burlas furtivas, y le pusieron el mal nombre de José Presunción. Nunca entendieron que no se le conociera novia a un hombre famoso por sus memorables poemas de amor. No entendieron que hubiera rechazado a una de las solteras más codiciadas de la ciudad, hija y sobrina de presidentes, y que acompañara a sus amigos de bohemia a lugares prohibidos sin arriesgar la virginidad. Entonces lo llamaron ‑¡cómo no!‑ El casto José...

 En cierto modo era así, no por su moral cristiana, sino por su concepción idealizada del amor, que se le quedaba sin remedio en sueños inalcanzables. Y ‑a Dios gracias‑ en poemas sublimes. Esto podría explicar la conducta sexual de Silva que tanto intrigaba a sus vecinos, y podría ser una razón menos aventurada de su pretendido amor ilegítimo por su hermana Elvira, que aun se tiene por cierto, que además era verosímil por la naturaleza del poeta y por algunos datos de su poesía después que ella murió, pero del cual no se tuvo nunca ningún indicio serio, ni visto, ni hablado ni escrito.

 Salvo uno, que ha escapado a los cazadores de escándalos en una página inadvertida de De sobremesa, donde Silva se refirió a "una ternura compasiva, más suave que ninguna caricia de hermana".

 En otro ámbito, al poeta lo acusaron por la prensa de haberse jugado los cuatro mil pesos que el gobierno le adelantó de su sueldo de secretario del consulado de Guatemala.

 El anticipo fue cierto, pero no se lo jugó ‑ni jugó nunca‑ y lo devolvió al gobierno cuando no pudo asumir el empleo. Lo atormentaron con cargos de torpeza y deshonestidad en su manejo del negocio heredado del padre, y de haber burlado a sus acreedores en la liquidación de las deudas.

 La quiebra fue cierta y con gran estrépito, pero las deficiencias de Silva no fueron morales ni técnicas, ni fue el único ni el más quebrado del país por el desorden de las finanzas públicas, pero sólo él navegaba con bandera de dandy y de poeta. Su capacidad y su interés en los negocios que no parecían cosa suya se notan no sólo en De sobremesa, sino en muchas de sus cartas y en testimonios de la época.

 Empezaron en el almacén de su padre desde la adolescencia, y siempre encontró tiempo en Europa y en Caracas para mejorarlos. Pagó hasta el último céntimo de las obligaciones de la quiebra, y siguió viviendo y manteniendo a su madre, Vicenta Gómez, y a su hermana Julia, con lo que podían dejarle sus colaboraciones en periódicos y revistas, o dibujando y redactando anuncios de publicidad. Hasta la víspera de su muerte estuvo trabajando en su proyecto personal de una fábrica de baldosines y mármoles artificiales. Con la misma seriedad fue consecuente con su credo liberal y mantuvo siempre su buena amistad política y literaria con el general Rafael Uribe Uribe, a pesar de algunas discrepancias tardías.

 

 "La delicia de escribir bajo un gobierno de fuerza"

 

 José Fernández es su desquite. Un dandy que rompía todos los diques culturales y sociales, y se dio el lujo de ser al mismo tiempo el poeta bien recibido en los salones literarios de París, el magnate que entraba sin tocar en los templos mundiales de las finanzas, el caballista de concurso, el seductor fulminante y sin amor de la aristocracia mundana, que para colmo estuvo a punto de asesinar con un puñal a una prostituta de a dos por cinco en una borrachera de alucinógenos.

 Sin embargo, el José Fernández de la novela se detesta como poeta en su diario, se aburre con sus éxitos financieros, y desprecia a las víctimas fáciles de sus amores de una noche.

 La historia es tan sencilla como enternecedora. Un 11 de agosto ‑de paso en Ginebra por asuntos de negocios‑ José Fernández cenaba solo en el comedor reservado de un hotel exclusivo, cuando entró un hombre distinguido, de unos cincuenta años pero con la cabeza y la barba blancas de canas, acompañado por una hija de no más de quince años.

 Fernández se impresionó desde el instante en que la vio quitarse el sombrero de viaje "que le daba un cierto parecido, por su forma extraña, con el retrato de una princesa hecho por Van Dyck, que está en el museo de La Haya".

 La vio quitarse luego los guantes de Suecia, y admiró a distancia las manos largas y pálidas dedos afilados "como las de Ana de Austria en el retrato de Rubens". La vio echarse hacia atrás los bucles de la cabellera castaña, rizosa y sedeña, con visos de oro en la luz de la frente. Oyó su voz argentina y fresca cuando duscutía con el camarero y consultaba con su padre los platos del menú.

 Al final escogió ella y bien: para el padre vino del Rhin y queso, y para ella, de postre, leche y fresas. Fernández la desmenuzó asombrado: el busto largo y esbelto con el vestido de seda roja, las pestañas crespas, las mejillas de una palidez sana y fresca, pero exangüe y profunda, casi sobrenatural. De repente, la bella sacudió la cabeza hacia atrás, y lo miró fijamente, con una "despreciativa y helada insistencia, hasta el fondo de mi ser, para leer en lo más íntimo de mi alma". José Asunción Silva, el tímido, y José Fernández, el seductor irredento, confesaron la misma debilidad: "Por primera vez en mi vida bajé los ojos ante la mirada de una mujer".

 Eso fue todo, pero la mirada se quedó para siempre en el alma de José Fernández.

 Este amor idealizado ‑tan evidente en la vida y la obra de Silva‑ lo sublimó Fernández con cinco meses de castidad voluntaria hasta que tuvo que acudir al médico. Creo que ésta es la franja del libro con la más alta validez poética. El estilo, el tono, el aliento lírico, todo se hace distinto en el temblor de las evocaciones febriles, y en la deflagración de las apariciones. La escritura se adelgaza, se vuelve inspirada y diáfana, más al modo romántico que al decadente general del libro. Uno tiene entonces la impresión de que sólo allí se encuentra con la verdad de la vida.

 

 Epílogo del lector aguafiestas

 

 La debilidad de De sobremesa, después de la lectura con el destornillador encarnizado, no es que sea o no sea una novela, sino las pocas veces en que alcanza un buen grado de credibilidad. La primera falla ‑creo‑ es el nombre de José Fernández. Un sudamericano dueño de una riqueza inmensa, de una cultura inmensa, de un éxito inmenso en los amores ocasionales, de una desgracia inmensa, con todos los vicios de las elites decadentes y de la prosa modernista ‑un dandy, en fin‑ no parece tener una credibilidad suficiente con un nombre genérico.

 Tal vez todo esto fuera más humano y conmovedor en una novela lineal en primera persona, y con un protagonista que llevara el nombre inexorable que le pusieron sus padres: José Asunción Salustiano Facundo.

 Esto no quiere decir que la credibilidad de una novela depende de su apego absoluto a la realidad. Todo lo contrario: su realidad propia se sustenta de mentiras puras pero verosímiles, como el caballero andante que se enfrenta con los leones en las llanuras de la Mancha, como las alfombras que vuelan y los genios que salen de las botellas en Las mil y una noches, como el Gargantúa que se orina sobre las catedrales, o la dama de Francia de Tirant lo Blanc, cuya piel es tan blanca y tersa, que cuando bebe se ve bajar el vino por su garganta. Así es: la maravilla de la ficción literaria ‑como su nombre lo indica‑ es que siempre ha de parecer más real cuanto más mentira sea.

 José Fernández no alcanzó a escribir el final de su diario, ni su propio final. Pero Silva lo vivió por él en carne viva. Los diez años siguientes de su viaje a París fueron en realidad los de su vida, en los que escribió sus grandes poemas ‑incluido el terrible Nocturno de la larga sombra larga‑.

 Intentó varias novelas, entre ellas una que terminó con el título de Amor, y que luego perdió con otros manuscritos en el naufragio del Amérique cuando regresaba de Caracas. Esta fue la única que alcanzó a reescribir de nuevo con el título De sobremesa, que permaneció traspapelada hasta que fue publicada en 1925. El 24 de mayo de 1896, después de una cena íntima en su casa de Santafé, Silva acompañó a sus invitados hasta el portón, poco antes de la media noche, y luego fue a su alcoba y se disparó un tiro de revólver en el corazón.

 Este debió ser también el final de la novela, que tampoco le dejó a José Fernández otra escapatoria para sobrevivir a los estragos de su ser dividido.

 Aparte de esa comprobación melancólica, sólo me queda la nostalgia de no encontrar nada en común entre aquella lectura casi angelical de hace cincuenta años y la arbitraria y prepotente de ahora. Pero no podía ser de otro modo: la vida, al contrario de la novela, cambia a su antojo las leyes de sus alfiles, aunque sólo sea para que nunca acabemos de lamentar la pérdida de nuestra inocencia.

 

      ***

 

GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ

 

Cuentos de caminos

 

 Hace muchos años estaba esperando un taxi en una avenida central de México, a pleno día, cuando vi acercarse uno que no pensé detener, porque había una persona sentada junto al conductor. Sin embargo, cuando estuvo más cerca, comprendí que era una ilusión óptica: el taxi estaba libre.

 Minutos después le conté al conductor lo que había visto, y él me dijo con una naturalidad absoluta que no era ni mucho menos una alucinación mía. "Siempre ocurre lo mismo, sobre todo de noche", me dijo. "A veces paso horas enteras dando vueltas por la ciudad sin que nadie me detenga, porque siempre ven una persona en el asiento de al lado". En ese asiento confortable y peligroso que en algunos países se llama "el puesto del muerto" porque es el más afectado en los accidentes, y que nunca merecía tanto su nombre como en aquel caso del taxi.

 Cuando le conté el episodio a don Luis Buñuel, pocos días después de ocurrido, me dijo con un grande entusiasmo: "Eso puede ser el principio de algo muy bueno". Siempre he pensado que tenía razón. Pues el episodio no es en sí mismo un cuento completo, pero es sin duda un magnífico punto de partida para un relato escrito o cinematográfico. Con un inconveniente grave, por supuesto, y es que todo lo que ocurra después tendría que ser mejor. Tal vez por eso no lo he usado nunca.

 Lo que me interesa ahora, sin embargo, y al cabo de tantos años, es que alguien me lo ha vuelto a contar como si acabara de sucederle a él mismo en Londres. Es curioso, además, que hubiera sido allí, porque los taxis londinenses son distintos a los del resto del mundo. Parecen unas carrozas mortuorias con cortinillas de encajes y alfombras moradas, con mullidos asientos de cuero y taburetes suplementarios hasta para siete personas, y un silencio interior que tiene algo del olvido funerario. Pero en el lugar del muerto, que no está a la derecha sino a la izquierda del chofer, no hay una silla para otro pasajero, sino un espacio destinado al equipaje.

 El amigo que me lo contó en Londres me aseguró, sin embargo, que fue en ese lugar donde vio a la persona inexistente, pero que el chofer le había dicho - al contrario de lo que dijo el de México- que tal vez había sido una alucinación. Ahora bien: ayer le conté todo esto a un amigo de París, y éste se quedó convencido de que yo le estaba tomando el pelo, pues dice que fue a él a quien le ocurrió el episodio. Además, según me dijo, le sucedió de un modo mas grave, pues le refirió al chofer del taxi cómo era la persona que había visto a su lado, le describió la forma de su sombrero y el color de su corbatín de lazo, y el chofer lo reconoció como el espectro de un hermano suyo que había sido muerto por los nazis durante los años de la ocupación de Francia.

 No creo que ninguno de estos amigos mienta, como no le mentí yo a don Luis Buñuel, sino que me interesa señalar el hecho de que hay cuentos que se repiten en el mundo entero, siempre del mismo modo, y sin que nadie pueda nunca establecer a ciencia cierta si son verdades o fantasías, ni descifrar jamás su misterio.

 De todos ellos, tal vez el más antiguo y recurrente lo oí por primera vez en México. Es el eterno cuento de a familia a la cual se le muere la abuelita durante las vacaciones en la playa. Pocas diligencias son tan difíciles y costosas y requieren tantos trámites y papeleos legales como trasladar un cadáver de un estado a otro. Alguien me contaba en Colombia que tuvo que sentar a su muerto entre los vivos, en el asiento posterior de su automóvil, e inclusive le puso en la mano un tabaco encendido en el momento de pasar los controles de carretera, para burlar las incontables carreras del traslado legal. De modo que la familia de México enrolló a la abuela muerta en una alfombra, la amarraron con cuerdas y la pusieron bien atada en la baca del techo del automóvil.

 En una parada del camino, mientras la familia almorzaba, el automóvil fue robado con el cadáver de la abuelita encima, y nunca más se encontró ningún rastro. La explicación que se daba a la desaparición, era que los ladrones tal vez habían enterrado el cadáver en despoblado y habían desmantelado el coche para quitarse, literalmente, el muerto de encima.

 Durante una época, este cuento se repetía en México por todas partes, y siempre con nombres diferentes. Pero las distintas versiones tenían algo en común: el que la contaba decía siempre ser amigo de los protagonistas. Algunos, además, daban sus nombres y direcciones. Pasados tantos años, he vuelto a escuchar este cuento en los lugares más distantes del mundo, inclusive en Vietnam, donde me lo repitió un intérprete como si le hubiera ocurrido a un amigo suyo en los años de la guerra. En todos los casos las circunstancias son las mismas, y si uno insiste, le dan los nombres y la dirección de los protagonistas.

 Un tercer cuento recurrente lo conocí hace menos tiempo que los otros, y quienes tienen la paciencia de leer esta columna todas las semanas tal vez lo recuerden. Es la historia escalofriante de cuatro muchachos franceses que en el verano pasado recogieron a una mujer vestida de blanco en la carretera de Montpellier. De pronto, la mujer señaló hacia el frente con un índice aterrorizado, y gritó: "Cuidado, esa curva es peligrosa". Y desapareció en el instante. El caso lo conocí publicado en diversos periódicos de Francia, y me impresionó tanto que escribí una nota sobre él. Me parecía asombroso que las autoridades de Francia no le hubieran prestado atención a un acontecimiento de tanta belleza literaria.

 Y que además lo hubieran archivado por no encontrarle una explicación racional. Sin embargo, un amigo periodista me contó hace unos días en París que la razón de la indiferencia oficial era otra: en Francia, esa historia se repite y se cuenta desde hace muchos años, incluso desde mucho antes de la invención del automóvil, cuando los fantasmas errantes de los caminos nocturnos pedían el favor de ser llevados en las diligencias. Esto me hizo recordar que, en efecto, también entre los cuentos de la conquista del oeste de los Estados Unidos se repetía la leyenda del viajero solitario que viajaba toda la noche en la carreta de pasajeros, junto con el viejo banquero, el juez novato y la bella muchacha de] norte acompañada por su gobernanta, y al día siguiente amanecía sólo su lugar vacío. Pero lo que más me ha sorprendido es descubrir que el cuento de la dama de blanco, tal como lo tomé de la prensa francesa, y tal como yo lo conté en esta columna, estaba ya contada por el más prolífico de todos nosotros, que es Manolo Vázquez Montalbán, en uno de los pocos libros suyos que no he leído: La soledad del manager. Conocí la coincidencia por la fotocopia que me mandó un amigo que además ya conocía el cuento de tiempo atrás y por fuentes distintas. El problema de derechos con Vázquez Montalbán no me preocupa: ambos tenemos el mismo agente literario de todos els altres catalans, y ya se encargara éste de repartir los derechos del cuento como a bien corresponda.

 Lo que me preocupa es la otra casualidad de que este cuento recurrente - el tercero que descubro- sea también un episodio de carretera. Siempre había conocido una expresión que ahora no he podido encontrar en tantos y tantos diccionarios inútiles como tengo en mi biblioteca, y es una expresión que de seguro tiene algo que ver con estas historias:

 "Son cuentos de caminos". Lo malo es que esta expresión quiere decir que son cuentos de mentiras, y estos tres que me persiguen son sin duda verdades completas que se repiten sin cesar en distintos lugares y con distintos protagonistas, para que nadie olvide que también la literatura sin dueño tiene sus ánimas en pena.

 

***

 

      EL VICIO INSACIABLE Y CORRUPTOR DE ULISES

 

      Gabriel García Márquez

 

 Con la mano en el corazón, contéstese usted mismo: ¿Quién fue Eduardo Zalamea Borda? No se preocupe: tampoco lo sabe la inmensa mayoría de los colombianos. Sin embargo, una novela insólita escrita a los veinte años, y más de treinta de periodismo ejercido con una maestría práctica y un rigor ético ejemplar, deberían ser sufcientes para recordarlo como uno de los escritores colombianos más inteligentes y serviciales de este siglo.

 Fue un miembro distinguido de la aristocracia local de las artes y las letras, que a los dieciséis años tiró por la borda el lastre de sus pergaminos y se fue a vivir de sus manos en las minas de sal de La Guajira. Fruto de esa experiencia de vida fue Cuatro años a bordo de mí mismo, una novela que rompió la escafandra académica del género en Colombia. Pero el rastro de su talento fue mucho más visible en el periodismo. Primero, en plena juventud, como cronista y jefe de redacción de La Tarde, un vespertino efímero intentado por EL TIEMPO para respaldar la candidatura de Enrique Ollaya Herrera; luego como jefe de redacción de El Liberal, y por último como editorialista, columnista y subdirector de El Espectador, hasta su último aliento.

 Desde el punto de vista cronológico ‑nació en 1907‑ pertenecía al grupo de Los Nuevos. Pero no es fácil encasillarlo en ese ni en ninguno de los cenáculos literarios que se descuartizaban unos a otros por aquellos años, ni figura en el Pequeño Larousse ‑donde está todo el mundo‑, y apenas si lo mencionan en los manuales escolares. Esto podría entenderse por la mala memoria que tenemos los colombianos para acordarnos de los maestros, pero también porque Zalamea fue un visiunario de rueda libre que siempre se mantuvo un paso adelante de sus contemporáneos. Escribió su novela bajo el hechizo ardiente del Ulises de Joyce, que se había publicado en París apenas unos seis años antes. Del mismo autor tomó los seudónimos ocasionales de Bloom y Dedalus, como si uno solo fuera bastante para pregonar su fervor.

 No era un hombre fácil. Como no lo fue a nunca ni consigo mismo: una mala noche de su juventud turbulenta, bajo los almendros legendarios del Café Roma de Barranquilla ‑que no tenía techo ni puertas‑ se disparó un balazo en el pecho que le salió por la espalda y no logró atravesarle la vida. Su sombrero blando, sus bigotes agrestes, su voz ronca y pedregosa de fumador irredimible y el sobretodo de paño negro que debió ser el último de la ciudad, completaron su imagen de hombre difícil. Llegaba a su oficina del periódico con una puntualidad de relojero, siempre con los libros que debían de leerse sin falta ‑en español, inglés o francés‑ y que él reseñaba en su columna diaria con una autoridad de mano dura. Se sentaba durante horas ante la máquina de escribir con una fluidez de mecanógrafo notarial, perfecto, y seguía escribiendo sin pausas pero siempre pendiente de lo que ocurría en torno suyo, preguntando y respondiendo sin dejar de escribir, como si pudiera usar por separado y al mismo tiempo ‑al igual que los sabios delfines‑ los dos lóbulos de su cerebro.

 Es posible que muchos lectores de su libro no supieran que él era el mismo galeote escondido tras el seudónimo de Ulises ‑que no había tomado de Homero, como sería fácil suponer, sino de la novela homónima de James Joyce‑ y con el cual firmaba en El Espectador una columna diaria: La ciudad y el Mundo. Es difícil imaginar un tema que no hubiera tratado en las muchos años que la mantuvo viva, siempre bien informada y con una fidelidad liberal de hueso colorado. Fue uno de los primeros periodistas que calificó las películas de estreno con un criterio artístico y comentó los partidos de fútbol con un método de crítico literario. En los años cuarenta creó y fue director absoluto del suplemento literario Fin de Semana, que se publicaba los viernes en El Espectador como una ventana abierta al horizonte del mundo.

 Sin embargo, su obra de mayor mérito ‑que sin embargo parece condenada a permanecer para siempre en la sombra‑ fue la influencia personal que ejerció sobre un buen número de escritores y artistas jóvenes que hoy deberían conocerse como la Generación del 9 de abril. En realidad eran grupos de creadores novatos con los que se reunía sin programa en los cafés donde estudiaban todo el día por los cinco centavos de un solo tinto, o a la salida de los cines de a peso o en las cantinas mustias donde se retiraban a morir los poetas. Su tema fue siempre el mismo: la urgencia de modernizar las artes y las letras de Colombia en sintonía con el mundo. Es difícil concebir un hombre con tantas ideas propias sobre el oficio de escribir, ni más claridad y poder para contagiarlas. Ese modo de ser, más que una pasión, fue en él un vicio insaciable y corruptor que lo atormentó sin pausa ni repososo hasta su muerte inadmisible a los cincuenta y seis años.

 Los más afortunados fuimos los que compartíamos con él la tertulia del periódico a las cinco de la tarde, que es una instancia desaparecida en el periodismo de hoy. Tenía un olfato casi sobrenatural para desentrañar las vocaciones ocultas y sustentar las definidas, pero sin un ápice de complacencia. Era el lector más lúcido de manuscritos crudos, y por lo mismo el más temible. Sin términos medios, pues lo mejor de su corazón fue la voluntad radical con que nos convencía de romper los borradores que no le parecían dignos de publicarse. Lo que se opone a lo bueno ‑solía citar‑ no es lo malo sino lo mediocre. O de otro modo: un escritor es más valiente por lo que se atreve a romper que por lo que se atreve a publicar. Y por lo menos uno de nosotros sigue preguntándose todavía si seríamos lo que somos hoy de no haber sido por él. Gracias a la sabiduría brutal con que nos obligaba a respondernos a nosotros mismos qué clase de animales útiles debíamos de ser ‑o merecíamos ser‑ en aquella Colombia retórica y confesional del medio siglo.

 Octubre 1998

 

      ***

 

      BOTELLA AL MAR PARA EL DIOS DE LAS PALABRAS (Abril, 1997)

 

      Gabriel García Márquez

 

 A mis 12 años de edad estuve a punto de ser atropellado por una bicicleta. Un señor cura que pasaba me salvó con un grito:

 «¡Cuidado!»

 El ciclista cayó a tierra. El señor cura, sin detenerse, me dijo: «¿Ya vio lo que es el poder de la palabra?» Ese día lo supe. Ahora sabemos, además, que los mayas lo sabían desde los tiempos de Cristo, y con tanto rigor que tenían un dios especial para las palabras.

 Nunca como hoy ha sido tan grande ese poder. La humanidad entrará en el tercer milenio bajo el imperio de las palabras. No es cierto que la imagen esté desplazándolas ni que pueda extinguirlas. Al contrario, está potenciándolas: nunca hubo en el mundo tantas palabras con tanto alcance, autoridad y albedrío como en la inmensa Babel de la vida actual. Palabras inventadas, maltratadas o sacralizadas por la prensa, por los libros desechables, por los carteles de publicidad; habladas y cantadas por la radio, la televisión, el cine, el teléfono, los altavoces públicos; gritadas a brocha gorda en las paredes de la calle o susurradas al oído en las penumbras del amor. No: el gran derrotado es el silencio. Las cosas tienen ahora tantos nombres en tantas lenguas que ya no es fácil saber cómo se llaman en ninguna. Los idiomas se dispersan sueltos de madrina, se mezclan y confunden, disparados hacia el destino ineluctable de un lenguaje global.

 La lengua española tiene que prepararse para un oficio grande en ese porvenir sin fronteras. Es un derecho histórico. No por su prepotencia económica, como otras lenguas hasta hoy, sino por su vitalidad, su dinámica creativa, su vasta experiencia cultural, su rapidez y su fuerza de expansión, en un ámbito propio de 19 millones de kilómetros cuadrados y 400 millones de hablantes al terminar este siglo. Con razón un maestro de letras hispánicas en Estados Unidos ha dicho que sus horas de clase se le van en servir de intérprete entre latinoamericanos de distintos países. Llama la atención que el verbo pasar tenga 54 significados, mientras en la República de Ecuador tienen 105 nombres para el órgano sexual masculino, y en cambio la palabra condoliente, que se explica por sí sola, y que tanta falta nos hace, aún no se ha inventado. A un joven periodista francés lo deslumbran los hallazgos poéticos que encuentra a cada paso en nuestra vida doméstica. Que un niño desvelado por el balido intermitente y triste de un cordero dijo: «Parece un faro». Que una vivandera de la Guajira colombiana rechazó un cocimiento de toronjil porque le supo a Viernes Santo. Que don Sebastián de Covarrubias, en su diccionario memorable, nos dejó escrito de su puño y letra que el amarillo es «la color» de los enamorados. ¿Cuántas veces no hemos probado nosotros mismos un café que sabe a ventana, un pan que sabe a rincón, una cerveza que sabe a beso?

 Son pruebas al canto de la inteligencia de una lengua que desde hace tiempo no cabe en su pellejo. Pero nuestra contribución no debería ser la de meterla en cintura, sino al contrario, liberarla de sus fierros normativos para que entre en el siglo venturo como Pedro por su casa. En ese sentido me atrevería a sugerir ante esta sabia audiencia que simplifiquemos la gramática antes de que la gramática termine por simplificarnos a nosotros. Humanicemos sus leyes, aprendamos de las lenguas indígenas a las que tanto debemos lo mucho que tienen todavía para enseñarnos y enriquecernos, asimilemos pronto y bien los neologismos técnicos y científicos antes de que se nos infiltren sin digerir, negociemos de buen corazón con los gerundios bárbaros, los qués endémicos, el dequeísmo parasitario, y devuélvamos al subjuntivo presente el esplendor de sus esdrújulas: váyamos en vez de vayamos, cántemos en vez de cantemos, o el armonioso muéramos en vez del siniestro muramos. Jubilemos la ortografía, terror del ser humano desde la cuna: enterremos las haches rupestres, firmemos un tratado de límites entre la ge y jota, y pongamos más uso de razón en los acentos escritos, que al fin y al cabo nadie ha de leer lagrima donde diga lágrima ni confundirá revólver con revolver. ¿Y qué de nuestra be de burro y nuestra ve de vaca, que los abuelos españoles nos trajeron como si fueran dos y siempre sobra una?

 Son preguntas al azar, por supuesto, como botellas arrojadas a la mar con la esperanza de que le lleguen al dios de las palabras. A no ser que por estas osadías y desatinos, tanto él como todos nosotros terminemos por lamentar, con razón y derecho, que no me hubiera atropellado a tiempo aquella bicicleta providencial de mis 12 años.

 

      ***

 

      DISCURSO DEL NUEVO MILENIO

 

      (fragmento)

 

 Pronunciado el 8 de marzo de 1999, en la sesión inaugural del foro América Latina y el Caribe frente al Nuevo Milenio, llevado a cabo en París.

 

 El escritor italiano Giovanni Papini enfureció a nuestros abuelos en los años cuarenta con una frase envenenada: «América está hecha con los desperdicios de Europa». Hoy no sólo tenemos razones para sospechar que es cierto, sino algo más triste: que la culpa es nuestra.

 Simón Bolívar lo había previsto, y quiso crearnos la conciencia de una identidad propia en una línea genial de su Carta de Jamaica: «Somos un pequeño género humano».

 Soñaba, y así lo dijo, con que fuéramos la patria más grande, más poderosa y unida de la tierra. Al final de sus días, mortificado por una deuda de los ingleses que todavía no acabamos de pagar, y atormentado por los franceses que trataban de venderle los últimos trastos de su revolución, le suplicó exasperado: «Déjennos hacer tranquilos nuestra Edad Media».

 Terminamos por ser un laboratorio de ilusiones fallidas.

 Nuestra virtud mayor es la creatividad, y sin embargo no hemos hecho mucho más que vivir de doctrinas recalentadas y guerras ajenas, herederos de un Cristóbal Colón desventurado que nos encontró por casualidad cuando andaba buscando las Indias.

 Hasta hace pocos años era más fácil conocernos entre nosotros desde el Barrio Latino de París que desde cualquiera de nuestros países. En los cafetines de Saint Germain de Prés intercambiábamos serenatas de Chapultepec por ventarrones de Comodoro Rivadavia, caldillos de congrio de Pablo Neruda por atardeceres del Caribe, añoranzas de un mundo idílico y remoto donde habíamos nacido sin preguntarnos siquiera quiénes éramos. Hoy, ya lo vemos, nadie se ha sorprendido de que hayamos tenido que atravesar el vasto Atlántico para encontrarnos en París con nosotros mismos.

 A ustedes, soñadores con menos de cuarenta años, les corresponde la tarea histórica de componer estos entuertos descomunales. Recuerden que las cosas de este mundo, desde los transplantes de corazón hasta los cuartetos de Beethoven estuvieron en la mente de sus creadores antes de estar en la realidad. No esperen nada de siglo XXI, que es el siglo XXI el que los espera todo de ustedes.

 Un siglo que no viene hecho de fábrica sino listo para ser forjado por ustedes a nuestra imagen y semejanza, y que sólo será tan glorioso y nuestro como ustedes sean capaces de imaginarlo.

 

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      ESCRITOS EN «CAMBIO»

 

 Gabo Contesta

 

 La Nostalgia De Las Almendras Amargas

 

 Por Gabriel García Márquez

 

 Jeremiah de Saint‑Amour no tenía por qué estar en El Amor en los Tiempos del Cólera. Sin embargo cumplió muy bien la tarea que le fue encomendada, hasta el punto de que hoy no sería fácil concebir el libro sin él. Veamos: un problema capital en una novela es que la primera línea atrape al lector de un zarpazo.

 Para mi gusto hay dos grandes comienzos de Kafka. Uno: "Gregorio Samsa despertó una mañana convertido en un gigantesco insecto". Y el otro: "Erase un buitre que me picoteaba los pies". Hay un tercero cuyo autor no recuerdo, y que además cito de memoria: "Tenía cara de llamarse Roberto pero se llamaba José". La primera línea de El Amor en los Tiempos del Cólera me costó sudor y lágrimas, hasta que se me ocurrió leyendo por casualidad una novela de Aghata Christie: "Era inevitable: el olor de las almendras amargas le recordaba siempre el destino de los amores contrariados".

 La dificultad siguiente era que la frase inicial sostuviera en vilo al lector hasta que fuera atrapado por la fascinación del relato. No muchas novelas lo consiguen. Los amores de Florentino Ariza y Fermina Daza son un cuento parsimonioso y sutil, y requerían de un antecedente inolvidable para engolosinar al lector. La solución fue el suicidio de Jeremiah de Saint‑ Amour, un recuerdo brutal de mi infancia con suficiente fuerza dramática para sostener la tensión hasta que el relato entrara en materia.

 Así fue: cuando eso ocurrió, ya el doctor Juvenal Urbino estaba instalado en la novela con los pies firmes sobre la tierra.

 En la vida real, De Saint‑Amour era un veterano belga de la primera guerra mundial que había perdido el uso de ambas piernas en un campo minado de Normandía. Había llegado a Aracataca en el torrente migratorio de la fiebre del banano, con un par de muletas primorosas talladas por él con incrustraciones de cuerno. Se llamaba Don Emilio y se le conocía también como El Belga, pero preferí para la novela un nombre más lírico entre profeta plañidero y teólogo francés. No era fotógrafo de niños, sino maestro de orfebres, como mi abuelo, y protegido suyo. Nunca se le conoció mujer, pero la que aparece en la novela era un secreto sagrado que le reveló al abuelo. Parece, además, que odiaba a los perros y el que le puse en el libro fue por una debilidad del corazón.

 Su amistad con el abuelo había sido inmediata, debido tal vez a la pasión común por la orfebrería. Mi abuelo lo ayudó a instalarse en el pueblo, y él ayudó al abuelo a mejorar su ajedrez, lo inició en el vicio del cine y le enseñó a hacer los célebres pescaditos de oro. Para mi fue un personaje abominable, porque las noches en que el abuelo me llevaba a sus partidas de ajedrez, me carcomía el horror de que necesitaran tantas horas para mover las fichas, y no veía que al final pasara nada.

 No tenía más de seis años, pero recuerdo como si hubiera sido ayer que al abuelo le dieron la noticia del suicidio un domingo de agosto cuando salíamos para la misa de ocho. Me llevó casi a rastras a la casa de El Belga, donde lo esperaban el alcalde y dos agentes de la policía.

 Lo primero que me estremeció en el dormitorio desordenado, fue el fuerte olor de almendras amargas del cianuro que El Belga había inhalado para morir. El bulto del cadáver cubierto por una manta estaba en un catre de campamento. A su lado, sobre un banquillo de madera, estaba la cubeta donde se había vaporizado el veneno, y un papel con un mensaje en letras perfectas dibujadas a pincel: "No culpen a ninguno, me mato por majadero".

 Nada perdura en mi memoria con tanto ahínco como la visión del cadáver cuando el abuelo le quitó la manta de encima. Estaba desnudo, tieso y torcido, con el pellejo sin color cubierto de una pelambre amarilla, y sus ojos de aguas mansas me miraban como si siguieran vivos. Mi abuela Tranquilina Iguarán lo predijo cuando vio la cara con que regresé a casa: "Esa pobre criatura no volverá a dormir en paz por el resto de su vida". Así fue: la mirada del muerto me persiguió en sueños durante muchos años.

 El recuerdo de aquel día fue también el eje central de La hojarasca, mi primera novela, escrita a los veinte años. Pero nadie parece haberlo advertido.

 En ambos casos queda claro que lo que me interesaba del personaje no era su vida sino su muerte. En El Amor en los Tiempos del Cólera tuve que escoger entre inventarlo como un personaje largo y sin nada que hacer, sólo por artes de fantasía, o dejarlo como fue para mi: abrupto pero inolvidable.

 No lo dudé. Un personaje que se queda sin oficio en una novela no tiene sino uno de dos destinos: o destruye la novela o la novela lo destruye a él. Jeremiah de Saint‑Amour, en cambio, ha pasado la prueba de fuego de que los lectores pregunten por él a pesar de su protagonismo efímero.

 

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 Gabo Contesta

 

 Hoja Por Hoja Y Diente Por Diente

 

 Por Gabriel García Márquez

 

 La primera versión de El Otoño del Patriarca la empecé en Caracas en 1958.

 Era una narración conformista y lineal, en tercera persona, sobre un dictador imaginario del Caribe construido con pedazos de muchos, pero con el modelo central del venezolano Juan Vicente Gómez. No había avanzado mucho en la escritura cuando viajé a La Habana como reportero para asistir al juicio público de un general de Fulgencio Batista acusado por la justicia revolucionaria de toda clase de crímenes de guerra. El juicio duró una noche completa en un estadio abarrotado y en presencia de periodistas de todo el mundo. Al amanecer, el general fue condenado a muerte y fusilado días después.

 

 Fue una terrible lección de la realidad contra las veleidades de la ficción, que me obligó a cambiar la forma convencional de la novela por una tan desgarradora y compleja como la que vivimos aquella noche. Por ejemplo: que el propio dictador decrépito contara su vida completa en las diez horas del juicio. Las primeras líneas para el libro me las había dado el mismo reo cuando subió a la tarima cegado por las luces brutales de los fotógrafos, y ordenó con su autoridad intacta: "¡Coño, quítenme esas luces de la cara!". Muy pronto me di cuenta de mi error. El monólogo interior del personaje condenaba la novela a no tener más razones que las del dictador, ni más voz que la suya. ¿Qué hacer? En esas dudas estaba cuando me derribó por asalto el cataclismo de Cien años de soledad, y no tuve vida para más.

 Por esos mismos años, Carlos Fuentes hizo pública su idea de que cada uno de los novelistas latinoamericanos escribiera una novela sobre un dictador de su país respectivo para una serie editorial cuyo antetítulo común sería Los padres de las patrias. Alejo Carpentier publicó entonces El recurso del método, y Augusto Roa Bastos publicó Yo el supremo. Miguel Otero Silva anunció una biografía de su compatriota Juan Vicente Gómez, que nunca terminó, y Julio Cortázar estaba documentándose sobre la errancia secreta del cadáver de Eva Perón. A Carlos Fuentes le oí decir en privado que estaba preparando la novela del general Antonio López de Santana, que perdió más de la mitad de México y todo el oro de California en sus guerras contra los Estados Unidos, y enterró con honores imperiales su propia pierna amputada por causa de una herida.

 Mi único problema en aquellos días era retomar el hilo de mi vida, pues lo más difícil de Cien años de soledad no fue escribirla sino quitármela de encima. No por culpa mía sino de los lectores nuevos, que esperaban de mí más de lo mismo, cuando mi propósito era el contrario: no repetirme.

 Buscando la puerta de escape, escribí en Barcelona una serie de cuentos que en realidad eran experimentos técnicos, de estructura y estilo, en busca de una fórmula propia para la novela del dictador. Dos de esos cuentos ‑Blacamán el bueno vendedor de milagros y El último viaje del buque fantasma‑ eran ya modelos bastante elaborados de la retórica que me hacía falta.

 Reconozco que eran imitaciones descaradas del monólogo de Marion Bloom en el Ulyses de Joyce. Pero lo que yo pretendía no eran monólogos de una sola persona, sino monólogos colectivos de las muchedumbres, enfrentados al monólogo solitario del dictador. Y aquí va la respuesta a la pregunta del lector: la puntuación en El otoño es un abuso mínimo en medio de la transgresión total de la gramática. O mejor dicho: un simple alivio respiratorio en una frase dicha desde los distintos puntos de vista de una multitud, con verbos que cambian de género, de número, de tiempo y de persona dentro de la misma frase, según los cambios de los que hablan, y no según lo que ordena don Andrés Bello.

 ¿Y semejante embrollo para qué? Para un servicio de condensación y síntesis, sin el cual el libro habría tenido dos mil o tres mil páginas, y sería mucho más fragoroso y aburrido de lo que es. Para colmo de peras en el olmo, la primera edición española de Plaza y Janés ‑por un defecto de fábrica‑ se desencuadernaba a medida que se leía, lo que dio origen a un chiste merecido: "Leí el otoño hoja por hoja y diente por diente".

 Fue un enorme fracaso de crítica y de librería, hasta que una nueva generación más compasiva lo puso en su lugar.

 

 Respetado maestro

 

 Para muchas personas, la lectura de El Otoño del Patriarca es difícil por la extensión insólita de las frases. Al punto de que se ha dicho que es una novela escrita en una sola frase. ¿No habría sido más fácil para el lector, y más cómodo para usted, haberlo escrito con puntos aparte y puntos seguidos, y no sólo comas?

 Alberto Bernal Bogotá

 

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En primera persona

 

 Dos Destinos Cruzados

 

 Por Gabriel García Márquez

 

 Humanistas y medio poetas, el secretario de la Otan Javier Solana y el general Wesley K. Clark han sido los encargados del bombardeo a Yugoslavia. Amigo del uno y conocido del otro, el Nobel explora esta triste paradoja.

 

 Es difícil saber si los dos hombres que el 24 de marzo asumieron la tarea bárbara de bombardear a Kósovo sabían que eran víctimas de sus destinos cruzados. Uno es el madrileño Javier Solana Madariaga, secretario general de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (Otan), un humanista de cincuenta y siete años, catedrático de Física y sobreviviente ileso de tres ministerios homicidas: Cultura, Educación y Relaciones Exteriores. En el ámbito de sus numerosos amigos se muestra siempre co‑mo es: un intelectual que no parece barbado sino mal afeitado por las prisas del insomnio, que conoce a fondo la magia de la conversación y ha leído bien y en serio todos los libros que se deben leer, y muchos que no se debe. Lo raro es que no haya escrito ninguno ni confesado nunca sus versos de amor. Goza de la fama mundial muy merecida de ser el hombre más pródigo en sonrisas y abrazos, al extremo de que un amigo suyo ha dicho que es capaz de abrazar hasta un poste de la energía eléctrica. Sin embargo, las pocas veces en que baja la guardia, sus ojos lo delatan como un poeta triste y propenso a la soledad.

 En el ámbito de la vida política sabe guardar las distancias con cada quién según su propio criterio, y siempre con la cortesía seductora de su tío abuelo don Salvador de Madariaga. Pero también tiene fama de ser colérico cuando el motivo lo vale, y de decir lo que piensa sin mirar a quién. Su contradicción más grave ha sido manifestarse a gritos contra el ingreso de España en la Otan, y ser hoy su flamante secretario general en pie de guerra. En fin: un civil nada común, que parecía incapaz de matar una mosca, y sin embargo ha cumplido sin vacilación la orden militar más azarosa de este siglo. El único consuelo que nos queda a sus amigos es creer que aquel acto brutal no fue un designio de su corazón sino una putada de su mala suerte.

 El otro hombre, responsable por la ejecución técnica de la aventura, es el general norteamericano Wesley K. Clark, el militar con más hombres bajo su mando en el mundo, primero en el Comando Sur de los Estados Unidos, hasta 1997, con sede en Panamá, y desde entonces en el Supremo Comando Aliado en Europa, con sede en Bruselas. Nació hace cincuenta y cinco años en Little Rock, Arkansas, donde nació también su amigo el presidente Clinton.

 Obtuvo el primer lugar de su promoción en la Academia Militar de West Point, en 1966, y una maestría con honores en filosofía, política y economía en la Universidad de Oxford, Inglaterra. Es apuesto y algo ceremonioso, y sus compañeros de armas lo consideran un militar íntegro a la manera antigua, que comparte el pan y la sal con sus tropas y no puede vivir sin saber lo que piensan de él. Lo que muy pocos sospechan siquiera es que detrás de sus cuatro estrellas y su torta de condecoraciones esconde el sueño irresistible de ser reconocido como un intelectual de la política y un ideólogo de la felicidad social.

 Mi amistad con Javier Solana, buena y fructífera por más de veinte años, nació por obra y gracia de la fuerza de gravedad. La forma en que conocí al general Clark, en cambio, fue uno de los episodios más insólitos y sorpresivos de mi vida. Ocurrió hace tres años en Panamá, cuando varios amigos panameños encabezados por el canciller Jorge Ritter me invitaron a conocer el gigantesco juguete de cuerda de las esclusas del canal, y lo que quedaba de la Base Howard en la zona todavía ocupada por los Estados Unidos. Habíamos franqueado apenas los puestos de control cuando nos cerró el paso un grupo de oficiales del Comando Sur. Sólo cuando bajamos del autobús, casi manos arriba, explicaron que el general Clark nos esperaba en su despacho. Nunca supimos por cuáles artes de barajas o inteligencia militar se había enterado de que pasaríamos frente a su casa. Pero allí estaba, al extremo de una mesa de Estado Mayor con toda clase de exquisiteces para comer y beber, y con el uniforme tropical de los comandantes coloniales de las películas. Podía creerse que no era él mismo en persona, sino Robert Redford en el papel perfecto del general Clark.

 Su propósito ‑expresado con la retórica oxoniense y los modales fáciles de los sobrinos tataranietos de Scarlet O'Hara‑ era intercambiar con nosotros sus ideas sobre el mundo. Casi sin preám‑bulos empezó a hablarnos de sus experiencias en los numerosos cargos militares y políticos que había desempeñado desde Vietnam hasta Bosnia, y en los cuales creía haber madurado su conciencia social. Pero en ningún momento pareció darse cuenta de que ‑al menos en mi caso‑ se había equivocado de interlocutor. Carezco en absoluto del talento, la cultura y la vocación de las ideas abstractas, y apenas si me atreví a explicarle que las intuiciones y presagios de los novelistas son a veces tan útiles como las ciencias académicas para desembrujar la realidad. El general, por su parte, nos demostró que las conocía bien, aunque tal vez enrarecidas por su formación marcial. De regreso al autobús, el canciller Ritter hizo la única síntesis posible de aquella hora y media indescifrable: "Fue la suma de dos monólogos divergentes".

 Menos mal que el general entendió tan bien como nosotros nuestros tropiezos culturales y nuestras distancias políticas, y seguimos intercambiando recuerdos y recados ‑y uno que otro libro‑ a través de amigos comunes.

 Lo que nunca se nos habría ocurrido es que uno de ellos sería Javier Solana.

 Debo confesar, sin embargo, que cuando supe que trabajaban hombro a hombro en la Otan me pareció otra de esas casualidades misteriosas que nos perturban el sueño a los novelistas. Hoy está claro: Kósovo no es cualquier parte del mundo, sino uno de sus centros neurálgicos, y la agresión de que es víctima tiene unas posibilidades de expansión impredecibles y pavorosas.

 Mala noticia para un hombre de letras que nunca pensó ser militar y para un militar que sueña con ser hombre de letras, mancornados en el riesgo tremendo de ser los precursores de la tercera guerra mundial.

 

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 Gabo Contesta

 

 Sonata Inocente

 

 Por Gabriel García Márquez

 

 Muchos lectores me preguntan sobre la relación de mis libros con la música.

 Yo mismo, más en serio que en broma, he dicho que Cien años de soledad es un vallenato de 400 páginas y que El amor en los tiempos del cólera en un bolero de 380. En algunas entrevistas de prensa he confesado que no puedo escribir con música porque le pongo más atención a lo que oigo que a lo que escribo. La verdad es que creo haber oído más música que libros he leído, y pienso que no me queda mucho por escuchar desde Juan Sebastián hasta Leandro Díaz.

 La mayor sorpresa me la llevé en Barcelona cuando dos jóvenes músicos me visitaron después de leer El otoño del patriarca, cuya estructura les parecía inspirada en la muy compleja del Concierto para piano número 3 de Béla Bartók. Llevaron gráficos demostrativos que a ellos les parecían terminantes. No los entendí, por supuesto, pero me sorprendió la coincidencia, de que en los casi cuatro años en que escribí el libro estaba muy interesado en aquellos conciertos, y sobre todo en el tercero, que sigue siendo mi favorito.

 Quiero decir con todo esto que no me sorprende ahora si un músico de méritos grandes cree encontrar elementos de composición musical en El coronel no tiene quien le escriba, que es el más simple de mis libros. Es cierto que lo escribí en un hotel de pobres de París, en condiciones espartanas, mientras esperaba una carta con un cheque que nunca llegó. Mi único consuelo era la música de un radio prestado. Pero ignoro por completo las leyes de la composición música, y mal podría escribir un cuento con una estructura diatónica deliberada.

 Creo, eso sí, que un relato literario es un instrumento hipnótico, como lo es la música, y que cualquier tropiezo del ritmo puede malograr el hechizo. De esto me cuido hasta el punto de que no mando un texto a la imprenta mientras no lo lea en voz alta para estar seguro de su fluidez.

 Las comas son esenciales, porque imponen un ritmo a la respiración del lector, y manejan sus estados de ánimo. Es lo que llamamo las comas respiratorias que pueden permitirse inclusive trastornar la gramática a cambio de preservar el acto hipnótico de la lectura.

 Si esto es lo que quiere saber mi admirado Germán Borda le contesto que sí: no sólo El coronel sino hasta el menos significante de mis párrafos está sometido a ese rigor armónico. Sólo que a los escritores intuitivos no nos conviene explorar demasiado estos misterios técnicos, pues en este oficio de ciegos no hay nada más peligroso que perder la inocencia.

 

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 Gabo Contesta

 

 Crónica de otra crónica

 

 Por Gabriel García Márquez

 

 Los lectores de novelas policíacas ‑que somos muchos en el mundo‑ sabemos que el placer del enigma no es saber quién es el asesino, sino navegar por el archipiélago de las pistas y los despistes hasta descubrirlo en el momento justo en que lo previó el autor. La explicación no es tan tonta como parece y tiene mucho qué ver con la ética de la lectura. Saltar páginas para descifrar el final antes de tiempo es una debilidad moral que la propia conciencia se apresura a castigar. El cine policíaco parece estar un paso adelante: el espectador prefiere que lo hagan cómplice desde el principio y no que lo sorprendan en el minuto final con la revelación del misterio. Es decir: más que encontrar al muerto y a quien lo mató, lo que el espectador agradece es que lo lleven de la mano por los laberintos de la trama para participar en el descubrimiento del secreto.

 

 Pues bien: la primera versión inédita de Crónica de una muerte anunciada pertenecía a esta última estirpe, de modo que la muerte del protagonista se mantenía en la duda hasta el final. Pues era el reportaje crudo y simple del asesinato de un amigo muy querido de mi infancia, cometido en 1951, cuando yo hacía mis primeros pininos de periodista en El Heraldo de Barranquilla. Mi madre me suplicó entonces que no lo publicara por consideración con la familia de la víctima. Pero veintisiete años después ‑cuando por fin decidí publicarlo como libro‑ muchos de los protagonistas mayores habían muerto y las nuevas generaciones no tenían noticias del drama. Fue entonces cuando decidí ‑no sé por qué‑ que la muerte se revelara desde el primer capítulo para que el lector quedara atrapado en la intriga y siguiera leyendo tranquilo página por página, y ojalá línea por línea, no para saber si lo mataron sino cómo lo mataron.

 El añadido fue de sólo tres palabras al final del primer capítulo: Ya lo mataron. Sin embargo, ellas solas me cambiaron la perspectiva total del libro que ya creía terminado, y tuve que reescribirlo en su forma definitiva, no como reportaje sino como una novela compacta en primera persona. Pero que ya no era vivida sino recordada por un cronista sin nombre que había sido testigo presencial y además había hecho la investigación del crimen al cabo de veintisiete años de olvido.

 Fue una de esas inspiraciones inexplicables que suelen ser providenciales en la vida de un escritor. El cambio de género, por supuesto, me obligó a cambiar también la estructura lineal y el realismo inmediato y apremiante del reportaje. Me reveló el problema de la responsabilidad colectiva y la moral interna de un drama tremendo que había ocurrido entre adolescentes cuya perplejidad ‑tal vez‑ no fue entendida nunca por sus mayores. Comprendí, en fin, que yo mismo ya no era el mismo después de tantos años corridos por debajo de los puentes. ¿Hice bien? Estoy convencido de que sí: la primera versión, como ya estaba escrita, habría sido un desastre sin la química de la nostalgia y los desafueros de la poesía.

 

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 Gabo Contesta

 

 El Conde de Montecristo

 

 Por Gabriel García Márquez

 

 Una lectora curiosa escribió a CAMBIO la semana pasada ‑a propósito de mi nota sobre el presidente Clinton‑ para preguntar cuáles son "las razones técnicas" en que me fundé para decir que El Conde de Montecristo es uno de mis libros favoritos. Le contesto encantado con la única condición de que no se lo cuente a nadie.

 El Conde de Montecristo, del francés Alejandro Dumas, es una bella adivinanza para lectores acuciosos.

 ¿Cómo pudo lograr el autor que Edmundo Dantés, un marinero ignorante y pobre, escapara de una fortaleza infranqueable convertido en el hombre más rico y culto de su tiempo? La solución genial de Dumas fue que cuando Dantés entró en el castillo de If ‑condenado por las intrigas de tres enemigos mortales‑ ya estaba dentro el abate Faría, que era en realidad el personaje que el novelista necesitaba: uno de los hombres más ilustrados, ricos y mundanos de su tiempo. Habría sido inverosímil que Edmundo Dantés se convirtiera en el protagonista ideal aun estando en libertad y por sus propios e ínfimos recursos. Pero mucho menos creíble hubiera sido que lo lograra dentro de la cárcel. Sin embargo, así fue.

 Para empezar: ¿cómo hizo Dumas que los dos presos convivieran en prisión si estaban en celdas separadas y en régimen de aislamiento absoluto? El Castillo de If era la cárcel más severa de Francia. Esto permite suponer que el autor escogió a próposito la ciudad de Marsella para cimentar su gran novela con la proeza técnica de una fuga imposible. El abate Faría, preso por causas políticas y uno de los sabios más distinguidos y actualizados de su tiempo no estaba ya en edad de fugarse, y sin embargo lo intentó por un túnel excavado casi con las uñas. Lo que le falló no fueron las fuerzas sino las matemáticas, y al cabo de largos años de trabajo no salió al aire libre sino a la celda de Edmundo Dantés. Entonces se dio cuenta de que no tendría vida para empezar de nuevo, y resolvió que el joven, vigoroso y apuesto marinero lo sustituyera no sólo en la fuga sino también en la historia. En el tiempo desmesurado de la prisión le enseñó la esencia misma de su sabiduría y el modo de ser de la decadente aristocracia europea.

 Una vez seguro de su obra, le enseñó la forma de escapar: cuando el abate muriera, Dantés sacaría el cadáver del talego de lienzo en que lo pondrían para tirarlo en el fondo del mar, y se metería él en su lugar. Por último, con el aliento final, el abate le reveló al discípulo las claves de un tesoro fantástico escondido en la isla de Montecristo, que lo convertiría en uno de los hombres más ricos y poderosos del mundo.

 Es decir: Dumas cambió un personaje por el otro. Es claro que hizo marinero a Edmundo Dantés para que pudiera salir del talego mortuorio con un lastre de rocas en los tobillos, y para que nadara hasta la costa. Cuando llegó la hora, tal como lo habían planeado, lo único que quedaba de su identidad original era el cuerpo de buen nadador, y el resto era el sabio Faría dentro de él. Al día siguiente de la fuga los guardianes encontraron el cadáver del abate en la celda vacía, y descubrieron el túnel hasta la celda contigua, también vacía. Demasiado tarde. A esa hora ya existía en el mundo ‑creado para el asombro y la memoria de la humanidad‑ un tercer personaje indestructible: el Conde de Montecristo, dueño de una sabiduría universal, una fortuna incontable y una sed de venganza que no lograría saciar aún después de haber castigado sin tregua ni piedad a sus enemigos.

 

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 En Primera Persona

 

 El enigma de los dos Chávez

 

 Por Gabriel García Márquez

 

 Carlos Andrés Pérez descendió al atardecer del avión que lo llevó de Davos, Suiza, y se sorprendió de ver en la plataforma al general Fernando Ochoa Antich, su ministro de Defensa. "¿Qué pasa?", le preguntó intrigado. El ministro lo tranquilizó, con razones tan confiables, que el Presidente no fue al Palacio de Miraflores sino a la residencia presidencial de La Casona.

 Empezaba a dormirse cuando el mismo ministro de Defensa lo despertó por teléfono para informarle de un levantamientio militar en Maracay. Había entrado apenas en Miraflores cuando estallaron las primeras cargas de artillería.

 

 Era el 4 de febrero de 1992. El coronel Hugo Chávez Frías, con su culto sacramental de las fechas históricas, comandaba el asalto desde su puesto de mando improvisado en el Museo Histórico de La Planicie. El Presidente comprendió entonces que su único recurso estaba en el apoyo popular, y se fue a los estudios de Venevisión para hablarle al país. Doce horas después el golpe militar estaba fracasado. Chávez se rindió, con la condición de que también a él le permitieran dirigirse al pueblo por la televisión. El joven coronel criollo, con la boina de paracaidista y su admirable facilidad de palabra, asumió la responsabilidad del movimiento. Pero su alocución fue un triunfo político. Cumplió dos años de cárcel hasta que fue amnistiado por el presidente Rafael Caldera. Sin embargo, muchos partidarios como no pocos enemigos han creído que el discurso de la derrota fue el primero de la campaña electoral que lo llevó a la presidencia de la República menos de nueve años después.

 El presidente Hugo Chávez Frías me contaba esta historia en el avión de la Fuerza Aérea Venezolana que nos llevaba de La Habana a Caracas, hace dos semanas, a menos de quince días de su posesión como presidente constitucional de Venezuela por elección popular. Nos habíamos conocido tres días antes en La Habana, durante su reunión con los presidentes Castro y Pastrana, y lo primero que me impresionó fue el poder de su cuerpo de cemento armado.

 Tenía la cordialidad inmediata, y la gracia criolla de un venezolano puro.

 Ambos tratamos de vernos otra vez, pero no nos fue posible por culpa de ambos, así que nos fuimos juntos a Caracas para conversar de su vida y milagros en el avión.

 Fue una buena experiencia de reportero en reposo. A medida que me contaba su vida iba yo descubriendo una personalidad que no correspondía para nada con la imagen de déspota que teníamos formada a través de los medios.

 Era otro Chávez. ¿Cuál de los dos era el real?

 El argumento duro en su contra durante la campaña había sido su pasado reciente de conspirador y golpista. Pero la historia de Venezuela ha digerido a más de cuatro. Empezando por Rómulo Betancourt, recordado con razón o sin ella como el padre de la democracia venezolana, que derribó a Isaías Medina Angarita, un antiguo militar demócrata que trataba de purgar a su país de los treintiséis años de Juan Vicente Gómez. A su sucesor, el novelista Rómulo Gallegos, lo derribó el general Marcos Pérez Jiménez, que se quedaría casi once años con todo el poder. Este, a su vez, fue derribado por toda una generación de jóvenes demócratas que inauguró el período más largo de presidentes elegidos.

 El golpe de febrero parece ser lo único que le ha salido mal al coronel Hugo Chávez Frías. Sin embargo, él lo ha visto por el lado positivo como un revés providencial. Es su manera de entender la buena suerte, o la inteligencia, o la intuición, o la astucia, o cualquiera cosa que sea el soplo mágico que ha regido sus actos desde que vino al mundo en Sabaneta, estado Barinas, el 28 de julio de 1954, bajo el signo del poder: Leo.

 Chávez, católico convencido, atribuye sus hados benéficos al escapulario de más de cien años que lleva desde niño, heredado de un bisabuelo materno, el coronel Pedro Pérez Delgado, que es uno de sus héroes tutelares.

 Sus padres sobrevivían a duras penas con sueldos de maestros primarios, y él tuvo que ayudarlos desde los nueve años vendiendo dulces y frutas en una carretilla. A veces iba en burro a visitar a su abuela materna en Los Rastrojos, un pueblo vecino que les parecía una ciudad porque tenía una plantita eléctrica con dos horas de luz a prima noche, y una partera que lo recibió a él y a sus cuatro hermanos. Su madre quería que fuera cura, pero sólo llegó a monaguillo y tocaba las campanas con tanta gracia que todo el mundo lo reconocía por su repique. "Ese que toca es Hugo", decían. Entre los libros de su madre encontró una enciclopedia providencial, cuyo primer capítulo lo sedujo de inmediato: Cómo triunfar en la vida.

 Era en realidad un recetario de opciones, y él las intentó casi todas.

 Como pintor asombrado ante las láminas de Miguel Angel y David, se ganó el primer premio a los doce años en una exposición regional. Como músico se hizo indispensable en cumpleaños y serenatas con su maestría del cuatro y su buena voz. Como beisbolista llegó a ser un catcher de primera. La opción militar no estaba en la lista, ni a él se le habría ocurrido por su cuenta, hasta que le contaron que el mejor modo de llegar a las grandes ligas era ingresar en la academia militar de Barinas. Debió ser otro milagro del escapulario, porque aquel día empezaba el plan Andrés Bello, que permitía a los bachilleres de las escuelas militares ascender hasta el más alto nivel académico.

 Estudiaba ciencias políticas, historia y marxismo al leninismo. Se apasionó por el estudio de la vida y la obra de Bolívar, su Leo mayor, cuyas proclamas aprendió de memoria. Pero su primer conflicto consciente con la política real fue la muerte de Allende en septiembre de 1973. Chávez no entendía.

 ¿Y por qué si los chilenos eligieron a Allende, ahora los militares chilenos van a darle un golpe? Poco después, el capitán de su compañía le asignó la tarea de vigilar a un hijo de José Vicente Rangel, a quien se creía comunista. "Fíjate las vueltas que da la vida", me dice Chávez con una explosión de risa. "Ahora su papá es mi canciller". Más irónico aún es que cuando se graduó recibió el sable de manos del presidente que veinte años después trataría de tumbar: Carlos Andrés Pérez.

 "Además", le dije, "usted estuvo a punto de matarlo".

 "De ninguna manera", protestó Chávez. "La idea era instalar una asamblea constituyente y volver a los cuarteles".

 Desde el primer momento me había dado cuenta de que era un narrador natural.

 Un producto íntegro de la cultura popular venezolana, que es creativa y alborazada. Tiene un gran sentido del manejo del tiempo y una memoria con algo de sobrenatural, que le permite recitar de memoria poemas de Neruda o Whitman, y páginas enteras de Rómulo Gallegos.

 Desde muy joven, por casualidad, descubrió que su bisabuelo no era un asesino de siete leguas, como decía su madre, sino un guerrero legendario de los tiempos de Juan Vicente Gómez. Fue tal el estusiasmo de Chávez, que decidió escribir un libro para purificar su memoria. Escudriñó archivos históricos y bibliotecas militares, y recorrió la región de pueblo en pueblo con un morral de historiador para reconstruir los itinerarios del bisabuelo por los testimonios de sus sobrevivientes. Desde entonces lo incorporó al altar de sus héroes y empezó a llevar el escapulario protector que había sido suyo.

 Uno de aquellos días atravesó la frontera sin darse cuenta por el puente de Arauca, y el capitán colombiano que le registró el morral encontró motivos materiales para acusarlo de espía: llevaba una cámara fotográfica, una grabadora, papeles secretos, fotos de la región, un mapa militar con gráficos y dos pistolas de reglamento. Los documentos de identidad, como corresponde a un espía, podían ser falsos. La discusión se prolongó por varias horas en una oficina donde el único cuadro era un retrato de Bolívar a caballo. "Yo estaba ya casi rendido, ‑me dijo Chávez‑, pues mientras más le explicaba menos me entendía". Hasta que se le ocurrió la frase salvadora: "Mire mi capitán lo que es la vida: hace apenas un siglo éramos un mismo ejército, y ése que nos está mirando desde el cuadro era el jefe de nosotros dos. ¿Cómo puedo ser un espía?". El capitán, conmovido, empezó a hablar maravillas de la Gran Colombia, y los dos terminaron esa noche bebiendo cerveza de ambos países en una cantina de Arauca. A la mañana siguiente, con un dolor de cabeza compartido, el capitán le devolvió a Chávez sus enseres de historiador y lo despidió con un abrazo en la mitad del puente internacional.

 "De esa época me vino la idea concreta de que algo andaba mal en Venezuela", dice Chávez. Lo habían designado en Oriente como comandante de un pelotón de trece soldados y un equipo de comunicaciones para liquidar los últimos reductos guerrilleros. Una noche de grandes lluvias le pidió refugio en el campamento un coronel de inteligencia con una patrulla de soldados y unos supuestos guerrilleros acabados de capturar, verdosos y en los puros huesos. Como a las diez de la noche, cuando Chávez empezaba a dormirse, oyó en el cuarto contiguo unos gritos desgarradores. "Era que los soldados estaban golpeando a los presos con bates de béisbol envueltos en trapos para que no les quedaran marcas", contó Chávez. Indignado, le exigió al coronel que le entregara los presos o se fuera de allí, pues no podía aceptar que torturara a nadie en su comando. "Al día siguiente me amenazaron con un juicio militar por desobediencia, ‑contó Chávez‑ pero sólo me mantuvieron por un tiempo en observación".

 Pocos días después tuvo otra experiencia que rebasó las anteriores. Estaba comprando carne para su tropa cuando un helicóptero militar aterrizó en el patio del cuartel con un cargamento de soldados mal heridos en una emboscada guerrillera. Chávez cargó en brazos a un soldado que tenía varios balazos en el cuerpo. "No me deje morir, mi teniente"... le dijo aterrorizado.

 Apenas alcanzó a meterlo dentro de un carro. Otros siete murieron. Esa noche, desvelado en la hamaca, Chávez se preguntaba: "¿Para qué estoy yo aquí? Por un lado campesinos vestidos de militares torturaban a campesinos guerrilleros, y por el otro lado campesinos guerrilleros mataban a campesinos vestidos de verde. A estas alturas, cuando la guerra había terminado, ya no tenía sentido disparar un tiro contra nadie". Y concluyó en el avión que nos llevaba a Caracas: "Ahí caí en mi primer conflicto existencial".

 Al día siguiente despertó convencido de que su destino era fundar un movimiento.

 Y lo hizo a los veintitrés años, con un nombre evidente: Ejército bolivariano del pueblo de Venezuela. Sus miembros fundadores: cinco soldados y él, con su grado de subteniente. "¿Con qué finalidad?" le pregunté. Muy sencillo, dijo él: "con la finalidad de prepararnos por si pasa algo". Un año después, ya como oficial paracaidista en un batallón blindado de Maracay, empezó a conspirar en grande. Pero me aclaró que usaba la palabra conspiración sólo en su sentido figurado de convocar voluntades para una tarea común.

 Esa era la situación el 17 de diciembre de 1982 cuando ocurrió un episodio inesperado que Chávez considera decisivo en su vida. Era ya capitán en el segundo regimiento de paracaidistas, y ayudante de oficial de inteligencia.

 Cuando menos lo esperaba, el comandante del regimiento, ┴ngel Manrique, lo comisionó para pronunciar un discurso ante mil doscientos hombres entre oficiales y tropa.

 A la una de la tarde, reunido ya el batallón en el patio de fútbol, el maestro de ceremonias lo anunció. "¿Y el discurso?", le preguntó el comandante del regimiento al verlo subir a la tribuna sin papel. "Yo no tengo discurso escrito", le dijo Chávez. Y empezó a improvisar.

 Fue un discurso breve, inspirado en Bolívar y Martí, pero con una cosecha personal sobre la situación de presión e injusticia de América Latina transcurridos doscientos años de su independencia. Los oficiales, los suyos y los que no lo eran, lo oyeron impasibles. Entre ellos los capitanes Felipe Acosta Carle y Jesús Urdaneta Hernández, simpatizantes de su movimiento.

 El comandante de la guarnición, muy disgustado, lo recibió con un reproche para ser oído por todos:

 "Chávez, usted parece un político".

 "Entendido", le replicó Chávez.

 Felipe Acosta, que medía dos metros y no habían logrado someterlo diez contendores, se paró de frente al comandante, y le dijo: "Usted está equivocado, mi comandante. Chávez no es ningún político. Es un capitán de los de ahora, y cuando ustedes oyen lo que él dijo en su discurso se mean en los pantalones".

 Entonces el coronel Manrique puso firmes a la tropa, y dijo: "Quiero que sepan que lo dicho por el capitán Chávez estaba autorizado por mí. Yo le di la orden de que dijera ese discurso, y todo lo que dijo, aunque no lo trajo escrito, me lo había contado ayer". Hizo una pausa efectista, y concluyó con una orden terminante: "¡Que eso no salga de aqui!".

 Al final del acto, Chávez se fue a trotar con los capitanes Felipe Acosta y Jesús Urdaneta hacia el Samán del Guere, a diez kilómetros de distancia, y allí repitieron el juramento solemne de Simón Bolívar en el monte Aventino.

 "Al final, claro, le hice un cambio", me dijo Chávez. En lugar de "cuando hayamos roto las cadenas que nos oprimen por voluntad del poder español", dijeron: "Hasta que no rompamos las cadenas que nos oprimen y oprimen al pueblo por voluntad de los poderosos".

 Desde entonces, todos los oficiales que se incorporaban al movimiento secreto tenían que hacer ese juramento. La última vez fue durante la campaña electoral ante cien mil personas. Durante años hicieron congresos clandestinos cada vez más numerosos, con representantes militares de todo el país.

 "Durante dos días hacíamos reuniones en lugares escondidos, estudiando la situación del país, haciendo análisis, contactos con grupos civiles, amigos. "En diez años ‑me dijo Chávez‑ llegamos a hacer cinco congresos sin ser descubiertos".

 A estas alturas del diálogo, el Presidente rió con malicia, y reveló con una sonrisa de malicia: "Bueno, siempre hemos dicho que los primeros éramos tres. Pero ya podemos decir que en realidad había un cuarto hombre, cuya identidad ocultamos siempre para protegerlo, pues no fue descubierto el 4 de febrero y quedó activo en el Ejército y alcanzó el grado de coronel.

 Pero estamos en 1999 y ya podemos revelar que ese cuarto hombre está aquí con nosotros en este avión". Señaló con el índice al cuarto hombre en un sillón apartado, y dijo: "¡El coronel Badull!".

 De acuerdo con la idea que el comandante Chávez tiene de su vida, el acontecimiento culminante fue El Caracazo, la sublevación popular que devastó a Caracas.

 Solía repetir: "Napoleón dijo que una batalla se decide en un segundo de inspiración del estratega". A partir de ese pensamiento, Chávez desarrolló tres conceptos: uno, la hora histórica. El otro, el minuto estratégico.

 Y por fin, el segundo táctico. "Estábamos inquietos porque no queríamos irnos del Ejército", decía Chávez. "Habíamos formado un movimiento, pero no teníamos claro para qué". Sin embargo, el drama tremendo fue que lo que iba a ocurrir ocurrió y no estaban preparados. "Es decir ‑concluyó Chávez‑ que nos sorprendió el minuto estratégico".

 Se refería, desde luego, a la asonada popular del 27 de febrero de 1989: El Caracazo. Uno de los más sorprendidos fue él mismo. Carlos Andrés Pérez acababa de asumir la presidencia con una votación caudalosa y era inconcebible que en veinte días sucediera algo tan grave. "Yo iba a la universidad a un posgrado, la noche del 27, y entro en el fuerte Tiuna en busca de un amigo que me echara un poco de gasolina para llegar a la casa", me contó Chávez minutos antes de aterrizar en Caracas. "Entonces veo que están sacando las tropas, y le pregunto a un coronel: ¿Para dónde van todos esos soldados? Porque que sacaban los de Logística que no están entrenados para el combate, ni menos para el combate en localidades. Eran reclutas asustados por el mismo fusil que llevaban. Así que le pregunto al coronel: ¿Para dónde va ese pocotón de gente? Y el coronel me dice: A la calle, a la calle. La orden que dieron fue esa: hay que parar la vaina como sea, y aquí vamos. Dios mío, ¿pero qué orden les dieron? Bueno Chávez, me contesta el coronel: la orden es que hay que parar esta vaina como sea. Y yo le digo: Pero mi coronel, usted se imagina lo que puede pasar. Y él me dice: Bueno, Chávez, es una orden y ya no hay nada qué hacer. Que sea lo que Dios quiera".

 Chávez dice que también él iba con mucha fiebre por un ataque de rubéola, y cuando encendió su carro vio un soldadito que venía corriendo con el casco caído, el fusil guindando y la munición desparramada. "Y entonces me paro y lo llamo", dijo Chávez. "Y él se monta, todo nervioso, sudado, un muchachito de 18 años. Y yo le pregunto: Ajá, ¿y para dónde vas tú corriendo así? No, dijo él, es que me dejó el pelotón, y allí va mi teniente en el camión. Lléveme, mi mayor, lléveme. Y yo alcanzo el camión y le pregunto al que los lleva: ¿Para dónde van? Y él me dice: Yo no sé nada.

 Quién va a saber, imagínese". Chávez toma aire y casi grita ahogándose en la angustia de aquella noche terrible: "Tú sabes, a los soldados tú los mandas para la calle, asustados, con un fusil, y quinientos cartuchos, y se los gastan todos. Barrían las calles a bala, barrían los cerros, los barrios populares. ¡Fue un desastre! Así fue: miles, y entre ellos Felipe Acosta". "Y el instinto me dice que lo mandaron a matar", dice Chávez. "Fue el minuto que esperabamos para actuar". Dicho y hecho: desde aquel momento empezó a fraguarse el golpe que fracasó tres años después.

 El avión aterrizó en Caracas a las tres de la mañana. Vi por la ventanilla la ciénaga de luces de aquella ciudad inolvidable donde viví tres años cruciales de Venezuela que lo fueron también para mi vida. El presidente se despidió con su abrazo caribe y una invitación implícita: "Nos vemos aquí el 2 de febrero". Mientras se alejaba entre sus escoltas de militares condecorados y amigos de la primera hora, me estremeció la inspiración de que había viajado y conversado a gusto con dos hombres opuestos. Uno a quien la suerte empedernida le ofrecía la oportunidad de salvar a su país. Y el otro, un ilusionista, que podía pasar a la historia como un déspota más.

 

      ***

 

 En Primera Persona

 

 El amante inconcluso

 

 Por Gabriel García Márquez

 

 Lo primero que llama la atención de William Jefferson Clinton es su estatura.

 Lo segundo es un poder de seducción que infunde desde el primer saludo una confianza de viejo conocido. Lo tercero es el fulgor de su inteligencia, que permite hablarle de cualquier asunto, por espinoso que sea, siempre que se le sepa plantear. Sin embargo, alguien que no lo quiere me previno: "Lo peligroso de esas virtudes es que Clinton las usa para que crean que nada le interesa tanto como lo que uno le dice".

 Lo conocí en una cena que el escritor William Styron ofreció en su casa veraniega de Martha's Vineyard en agosto de 1994. Clinton había dicho en la primera campaña presidencial que su libro favorito era Cien años de Soledad.

 Yo dije y se publicó en su momento que aquella frase me parecía una simple carnada para el electorado latino. El no lo pasó por alto: lo primero que me dijo después de saludarme en Martha's Vineyard fue que su declaración había sido sincera. Carlos Fuentes y yo tenemos razones para pensar que aquella noche vivimos un buen capítulo de nuestras memorias. Clinton nos desarmó desde el principio con el interés, el respeto y el sentido del humor con que trató cada una de nuestras palabras como si fueran oro en polvo. Su talante correspondía a su aspecto. Tenía el cabello cortado como un cepillo, la piel curtida y la salud casi insolente de un marinero en tierra, y llevaba una sudadera pueril con un crucigrama estampado en el pecho. Era, a sus cuarenta y nueve años, un sobreviviente glorioso de la generación del 68, que había fumado marihuana, cantaba de memoria a los Beatles y protestaba en las calles contra la guerra de Vietnam.

 La cena empezó a las ocho y terminó a la media‑noche, con unos catorce invitados a la mesa, pero la conversación se redujo poco a poco a una suerte de torneo literario entre el Presidente y los tres escritores.

 El primer tema fue la inminente reunión de la Cumbre de las Américas.

 Clinton quería que fuera en Miami, como lo fue en realidad. Carlos Fuentes pensaba que Nueva Orleans o Los Angeles tenían más créditos históricos, y él y yo los defendimos a fondo, hasta que se vio claro que el Presidente no cambiaría de idea porque contaba con Miami para la reelección. "Olvídese de los votos, señor Presidente", le dijo Carlos Fuentes. "Pierda la Florida y gánese la historia". La frase marcó el tono. Cuando hablamos del narcotráfico el Presidente oyó mi opinión con oídos benévolos: "Los treinta millones de drogadictos de los Estados Unidos demuestran que las mafias norteamericanas son mucho más poderosas que las de Colombia y mucho más corruptas sus autoridades".

 Cuando le hablé de las relaciones con Cuba pareció aun más receptivo: "Si Fidel y usted pudieran sentarse a discutir cara a cara no quedaría ningún problema pendiente". Cuando hicimos un repaso espectral de América Latina supimos que su interés era mucho mayor de lo que suponíamos pero le faltaban datos esenciales. Cuando la charla amenazó con volverse demasiado formal le preguntamos por su película favorita y contestó que era High Noon, de Fred Zinnemann, a quien había condecorado días antes en Londres.

 Cuando le preguntamos qué estaba leyendo lanzó un suspiro de alivio y mencionó un libro sobre las guerras económicas del futuro, cuyo título y autor no reconocí. "Mejor lea el Quijote", le dije. "Ahí está todo".

 La verdad es que ese libro único no se lee tanto como se dice, pero muy pocos admiten que no lo han leído. Clinton demostró con dos o tres frases que lo conocía muy bien. Entusiasmado, nos preguntó por nuestros libros preferidos. Styron le contestó que el suyo era Huckleberry Finn de Mark Twain. Yo hubiera escogido Edipo Rey de Sófocles, que es mi libro de cabecera desde los veinte años, pero preferí El Conde de Montecristo, sólo por razones técnicas que me costó mucho explicar. Clinton dijo que el suyo eran las Meditaciones de Marco Aurelio, y Carlos Fuentes no vaciló por Absalón Absalón, sin duda alguna la novela estelar de William Faulkner, aunque otros preferimos Luz de agosto por gustos personales. Clinton, como homenaje a Faulkner, se puso entonces de pie y con largas zancadas alrededor de la mesa recitó de memoria el monólogo de Benji, que son las páginas más asombrosas pero también las más herméticas de El Sonido y la Furia. Faulkner nos llevó a preguntarnos una vez más sobre las afinidades entre los escritores del Caribe y la pléyade de grandes novelistas del Sur de los Estados Unidos. Nos parecieron más que lógicas, si tomábamos en cuenta que el Caribe no es en realidad un área geográfica, circunscrita al mar, sino un espacio histórico y cultural mucho más vasto, que abarca desde el norte del Brasil hasta la cuenca del Misisipí. Mark Twain, William Faulkner, John Steinbeck, y tantos otros, serían entonces tan caribes por derecho propio como Jorge Amado y Derek Walcott. Clinton ‑nacido y formado en la sureña Arkansas‑ celebró la ocurrencia y proclamó con alegría su propia filiación caribe.

 Entonces iban a ser las doce de la noche, y tuvo que interrumpir la charla para contestar una llamada urgente de Gerry Adams, a quien autorizó desde aquel momento para recaudar fondos y hacer campaña en los Estados Unidos a favor de la paz en Irlanda del Norte. Este debió de ser el final histórico para una noche inolvidable, pero Carlos Fuentes lo llevó más lejos cuando le preguntó al Presidente a quiénes consideraba sus enemigos. La respuesta fue inmediata y brutal:

 "Mi único enemigo es el fundamentalismo religioso de derecha".

 Dicho esto concluyó la cena. Las otras veces que lo vi, en privado o en público, me dejó la misma impresión que la primera: Bill Clinton era todo lo contrario de la idea que los latinoamericanos tenemos sobre los presidentes de los Estados Unidos.

 Ahora bien: ¿sería justo que este raro ejemplar de la especie humana tuviera que malversar su destino histórico sólo porque no encontró un rincón seguro donde hacer el amor?

 Pues ese es el caso: el hombre con más poder sobre la tierra no ha logrado consumar sus ardores secretos por el estorbo invisible de un servicio de seguridad que sirve mejor para impedir que para proteger. No hay cortinas en las ventanas de la Oficina Oval ni un cerrojo de caridad en el baño reservado a las obras mayores del presidente. El florero que se ve a sus espaldas en las fotografías de su escritorio ha sido denunciado por la prensa como un escondite de micrófonos para consagrar en documentos de Estado los misterios de las audiencias. Más triste, sin embargo, es que el Presidente sólo quiso hacer algo que el común de los hombres ha hecho a escondidas de sus mujeres desde el principio del mundo, y la estolidez puritana no sólo impidió que lo hiciera sino que le negó hasta el derecho de negarlo.

 La literatura de ficción la inventó Jonás cuando convenció a su mujer de que había vuelto a casa con tres días de retraso porque se lo había tragado una ballena. Amparado en esa argucia atávica, Clinton negó ante la justicia que hubiera tenido alguna relación sexual con Mónica Lewinsky, y lo negó con la cabeza en alto, como todo infiel que se respete. A fin de cuentas, su drama personal es un asunto doméstico entre él y Hillary, y ésta lo ha respaldado ante el mundo con una dignidad homérica. Perfecto: una cosa es mentir para engañar y otra bien distinta es ocultar verdades para preservar esa instancia mítica del ser humano que es su vida privada.

 Con todo derecho: nadie está obligado a declarar contra sí mismo. De haber persistido en la negativa inicial, a Clinton lo habrían procesado de todos modos ‑pues de eso se trataba‑ pero es mucho más digno ser perjuro en defensa del fuero interno que ser absuelto contra el amor.

 Por desgracia, con la misma determinación con que negó la culpa la admitió más tarde, y siguió admitiéndola por todos los medios impresos, visuales y hablados hasta la humillación. Error mortal de un amante inconcluso cuya vida secreta no pasará a la historia por haber hecho mal el amor sino por haberlo vuelto todavía menos eterno de lo que suele ser. Llegó hasta el escarnio de someterse al sexo oral mientras hablaba por teléfono con un senador. Se suplantó a sí mismo con un cigarro frígido. Apeló a toda clase de artificios elusivos para burlar a natura, pero cuanto más lo intentaba más motivos contra él encontraban sus inquisidores, pues el puritanismo es un vicio insaciable que se alimenta de su propia mierda.

 Ha sido una vasta y siniestra confabulación de fanáticos para la destrucción personal de un adversario político cuya grandeza no podían soportar. Y el método fue la utilización criminal de la justicia por un fiscal fundamentalista llamado Kenneth Starr, cuyos interrogatorios encarnizados y salaces parecían excitarlos hasta el orgasmo.

 El Bill Clinton que encontramos hace cuatro meses en la cena de gala que ofreció al presidente Andrés Pastrana en la Casa Blanca, era un hombre distinto. Ya no era el universitario desprejuiciado de Martha's Vineyard, sino un convicto enflaquecido e incierto, que no lograba disimular con una sonrisa profesional el mismo cansancio orgánico que destruye a los aviones: la fatiga del metal. Días antes, en una cena de periodistas con la señora Katharine Graham, la dama de oro del Washington Post, alguien había dicho que a juzgar por el juicio de Clinton los Estados Unidos seguían siendo el país de Nathaniel Hawthorne. Aquella noche en la Casa Blanca lo entendí en carne viva. Se referían al gran novelista norteamericano del siglo anterior, que denunció en su obra los horrores del fundamentalismo en la Nueva Inglaterra, donde quemaron vivas a las brujas de Salem. Su novela capital, La Letra Escarlata, es el drama de Hester Pryme, una joven casada que tuvo un hijo secreto de un hombre que no era el suyo.

 Un Kenneth Starr de la época le impuso el castigo de llevar de por vida una camisa de penitente con la letra A del código puritano con el color y el olor de la sangre. Un agente del orden la seguía a todas partes con un tambor batiente para que los transeúntes se apartaran a su paso. El desenlace, por cierto, podría quitarle el sueño al fiscal Starr, pues el padre clandestino de la hija de Hester resultó ser el ministro del culto que la martirizó hasta la muerte.

 La técnica y la moral del procedimiento fueron en esencia las mismas.

 Cuando los enemigos de Clinton no encontraron méritos para juzgarlo por lo que querían, lo acosaron con interrogatorios minados hasta que lo pillaron por aquí y por allá en trampas secundarias. Entonces lo forzaron a acusarse en público a sí mismo, y a arrepentirse incluso de lo que no había hecho, en vivo y en directo, a través de una tecnología de la información universal que no es más que la versión trimilenaria de los tambores persecutorios de Hester Prynne. Por las preguntas del fiscal, capciosas y concupiscentes, hasta los niños de pecho se enteraron de las mentiras que sus padres les contaban para que no supieran cómo los habían hecho. Vencido por la fatiga del metal, Clinton llegó hasta la locura imperdonable de castigar a sangre y fuego a un enemigo inventado a cinco mil trescientas noventa y siete millas náuticas de la Casa Blanca, sólo para desviar la atención de su desgracia personal. Tony Morrison, premio Nobel de Literatura y gran escritora de este siglo agonizante, lo resumió con una plumada genial: "Lo trataron como a un presidente negro".

 

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 En Primera Persona

 

 Shakira

 

 Por Gabriel García Márquez

 

 Shakira voló de Miami a Buenos Aires el lunes primero de febrero, perseguida por un periodista que quería hacerle por teléfono una sola pregunta para un programa de radio. Por motivos diversos, aunque naturales en los oficios de ambos, no pudo alcanzarla en los veintisiete días siguientes, hasta que le perdió la pista en España en la primera semana de marzo. Lo único que le quedó al periodista fue el argumento y el título del reportaje: "¿Qué está haciendo Shakira cuando nadie la encuentra?" Shakira, muerta de risa, lo explica agenda en mano: "Estoy viviendo".

 

 Había llegado a Buenos Aires en la tarde del primero de febrero, y trabajó el martes hasta pasada la media noche, sin tiempo para celebrar aquel día sus veintidos años.

 El miércoles regresó a Miami, donde hizo una larga sesión de fotos para publicidad, y grabó varias horas para la versión en inglés de su último disco. Al día siguiente, viernes, continuó la grabación desde la dos de la tarde hasta el amanecer del sábado, durmió tres horas, y siguió grabando hasta las tres de la tarde. Esa noche durmió unas pocas horas y el domingo temprano voló a Lima. Allí grabó un programa el lunes al medio día, hizo una presentación en vivo, participó a las cuatro de la tarde en un programa comercial y estuvo hasta la madrugada en una fiesta de promoción. Al día siguiente, nueve de febrero, concedió once entrevistas de media hora cada una para radio, televisión y prensa, desde las diez de la mañana hasta las cinco de la tarde, con una pausa de una hora para almorzar. Debía llegar de urgencia a Miami, pero a última hora tuvo que improvisar una escala en Bogotá para una visita de consuelo a los damnificados del terremoto de Armenia. Esa noche alcanzó su último avión para Miami, donde ensayó cuatro días para compromisos en España y París. También sacó tiempo para trabajar con la cantante Gloria Estefan en la traducción inglesa de sus discos, desde el almuerzo del sábado hasta las cuatro y media de la madrugada del domingo. Volvió a su casa con las primeras luces, se tomó un café con un pan y se acostó a dormir vestida. Una hora y media después la despertaron para una serie de entrevistas por radio que ya tenía comprometidas. El martes 16, ya en Costa Rica, hizo una presentación en vivo. El jueves 18 viajó a Miami a Caracas, y allí participó en el programa "Sábado Sensacional".

 Apenas durmió, pues el 21 tuvo que volar de Venezuela a Los Angeles para asistir a la entrega de los premios Grammy, con la esperanza de ser una de las escogidas, pero la pesada de los Estados Unidos barrió con los premios grandes. No se amilanó: el 25 dio el salto a España, donde la esperaban para trabajar el 27 y el 28 de febrero. El primero de marzo, cuando por fin pudo dormir una noche completa en un hotel de Madrid, había volado tanto como una azafata profesional: más de cuarenta mil kilómetros en un mes.

 Los compromisos que Shakira hace en tierra firme no son menos traumáticos.

 Entre músicos, iluminadores, tramoyistas e ingenieros de sonido, el equipo que viaja con ella es una escuadra de combate. Ella se ocupa de todo en persona. No sabe leer música, pero en los ensayos está pendiente de cada instrumento, con un sentido crítico severo y un oído privilegiado que le permiten interrumpir un ensayo para coordinar la nota exacta con sus músicos. No sólo colabora con ellos en el escenario sino que se preocupa por la suerte personal de cada uno. Muy pocas veces se deja ver el cansancio, pero no hay que engañarse. En una serie de cuarenta conciertos que hizo en Argentina no dio una mínima muestra de fatiga, pero en los últimos alguien la esperaba entre bambalinas para llevarla cargada hasta la camioneta.

 En diversas ocasiones ha tenido taquicardias, inflamación del colon, o alergias de la piel.

 Esta situación se ha agravado con los arduos preparativos de la versión inglesa de ¿Dónde están los ladrones? para los Estados Unidos, con la afortunada colaboración de Emilio Estefan y su esposa, Gloria, que son productores actuales de sus discos. Es una de las presiones fuertes que Shakira ha sufrido en su vida. Habla un inglés de uso diario, pero ha tenido que someterlo a prácticas agotadoras para depurar su acento, y está tan obsesionada que a veces sigue hablándolo mientras duerme. En vísperas de su estreno hizo una crisis de fiebres durante toda la noche y no durmió más de una hora. "Fue uno de los momentos más extenuantes de mi vida", dice. "Lloré casi toda la noche pensando que no iba a ser capaz".

 ¿De qué se extraña? Shakira parece haber olvidado demasiado pronto que ese vértigo indomable nació con ella, y quiera Dios que la acompañe hasta su más tierna vejez. Es la hija única de un conocido joyero de Barranquilla, don William Mebarak y su esposa, doña Nydia Ripoll, una familia de ascendencia árabe tutelada por los ángeles de las artes y las letras. La precocidad descomunal de Shakira, su genio creativo, su voluntad de granito y una ciudad natal propensa a la invención artística, sólo podían ser los gérmenes de un tan raro destino. Sus primeros años parecen saltos de décadas. Sus cronistas aseguran que a la edad de diecisiete meses recitaba el abecedario, a los tres cantaba los números, a los cuatro bailó la danza del vientre sin maestro en una escuela de monjas de Barranquilla, donde un funcionario sibarítico de los años treinta quiso erigir un monumento consagrado al culto de Shirley Temple. A los siete años, Shakira había compuesto su primera canción. Entre los ocho y los diez escribió sus primeros versos, y sus primeras canciones con letra y música originales. Por la misma época firmó su primer contrato para entretener a los obreros en las minas de carbón de El Cerrejón, en la alta Guajira. Aún no había comenzado bachillerato cuando una empresa disquera le grabó su primer disco. "Siempre estuve muy familiarizada con mi capacidad de crear ‑dice‑, recitaba poemas de amor, empecé escribiendo cuentos y sacaba muy buenas notas, excepto en matemáticas". Sin embargo, le aburría a morir que los amigos de sus padres la obligaran a cantar en las visitas. "Prefiero una multitud de treinta mil personas que cinco gatos escuchándome cantar con una guitarra", dice.

 Con su rostro de niña perfecta y su engañosa fragilidad, tuvo siempre la certeza absoluta de que iba a ser un personaje público de resonancia mundial. No sabía en qué arte o en qué parte, pero no tenía una sombra de duda, como si estuviera condenada al fatalismo de una profecía.

 Hoy el sueño está más que cumplido. La música de Shakira tiene una impronta personal que no se parece a la de nadie, y nadie la canta ni la baila como ella a ninguna edad con una sensualidad inocente que parece inventada por ella. Se dice fácil: "Si no canto me muero". Pero en Shakira es cierto: si no canta no vive. Lo único que le devuelve la paz del espíritu es la soledad en medio de las muchedumbres. Una vez en el escenario no tiene el temor escénico, sino todo lo contrario: el terror de no estar allí.

 "Me siento ‑dice‑ como un león en la selva". Es uno de esos pocos espacios donde tiene la oportunidad real de mostrar lo que es, lo que ha sido, y lo único que será sin duda hasta la muerte.

 Es el caso ejemplar de una fuerza telúrica al servicio de una magia sutil.

 La mayoría de los cantantes se hace poner las luces de frente para no enfrentarse al fantasma de las muchedumbres. Shakira escogió lo contrario.

 Ha instruido a sus técnicos para que no instalen las luces fuertes contra su cara, sino que las vuelvan hacia el público, para que ella pueda verlo y vivirlo mientras canta. "La comunicación es total", dice. La muchedumbre anónima e impredecible no sólo le revela entonces una complicidad del corazón que la actriz va moldeando a medida que actúa según los pálpitos de su inspiración. "Me gusta ver los ojos de la gente cuando canto para ellas", dice. Algunas caras que no ha visto nunca las descubre entre el público y las recuerda para siempre como si fueran de viejos amigos. Una vez, de improviso, reconoció a alguien que había muerto desde hacía años.

 Y más aún: se sintió reconocida desde otra vida. "Canté toda la noche para él", dice. Son milagros secretos que hacen la gloria ‑y muchas veces el desastre‑ de grandes artistas.

 El fenómeno más entrañable en la vida de Shakira es la contaminación masiva de las muchedumbres infantiles. Cuando apareció Pies Descalzos, los publicistas decidieron promoverlo en los intermedios de los conciertos populares del Caribe. Tuvieron que cambiar de idea, porque el público juvenil se lanzaba al ruedo para bailar y cantar a Shakira y sólo querían más de lo mismo para el resto de la noche. Hoy es un fenómeno digno de una cátedra magistral.

 Las escuelas primarias de cualquier nivel social se han convertido en clonaciones masiva de Shakiras ‑vestidas, habladas y cantadas como ella.

 Más curioso aún: la fiebre más alta está en el promedio de las niñas de seis años. Las grabaciones piratas de Shakira son moneda corriente en los cambalaches de los recreos y se venden a dos por cinco en las puertas de las escuelas. Los adornos de sus cabellos, sus collares y aretes se agotan al salir, y en los mercados se venden al por mayor las anilinas para cambiarse los colores de las trenzas según la moda del día. La heroína de la escuela es la primera que aparece en clase con el disco. Los grupos de estudio más concurridos se convocan en casas particulares, y al cabo de un repaso rápido de la tarea, empieza el pandemonio. Los cumpleaños son fiestas de shakiras, en las que solo se canta y se baila a Shakira.

 En las más puristas ‑que no son pocas‑ no hay hombres invitados.

 Es difícil ser lo que Shakira es hoy en su carrera, no solo por su genio y su juicio, sino por el milagro de una madurez inconcebible a su edad.

 Cuesta trabajo entender semejante poder de creación compatible con sus trenzas negras de ayer, las rojas de hoy, las verdes de mañana. El año próximo será suyo: está previsto que entrará en discos y en vivo en los vastos mercados de Europa, Estados Unidos, Asia y Africa, donde millones de fanáticos la esperan cantando sus canciones en numerosos idiomas. Tiene más premios, trofeos y diplomas que muchas veteranas grandes. Se ve que es como ella quiso ser: inteligente, insegura, recatada, golosa, evasiva, intensa. Barranquillera de hueso colorado, desde el mundo entero y desde las nubes de su Olimpo añora las huevas de lisa y el bollo de yuca, y una casa de techos muy altos que no ha podido comprar frente al mar, con dos caballos y mucha tranquilidad. Adora los libros, los compra, los acaricia, pero no tiene el tiempo que quisiera para leerlos. Anhela a los amigos que se le quedan en los adioses apresurados de los aeropuertos, pero sabe que no será fácil volver a verlos.

 Sobre el dinero que ha ganado, dice: "Tengo menos de lo que dicen y más de lo que yo digo". Su sitio predilecto para oir música es el automóvil cerrado, a todo volumen, sin molestar a nadie. "Es el lugar ideal para hablar con Dios, hablar conmigo misma, tratar de entender", dice. Confiesa que odia la televisión. Dice que su contradicción más grande es creer que existe la vida eterna pero siente el terror insoportable de la muerte, por la pérdida de los sentidos.

 Hubo épocas en que concedió hasta cuarenta entrevistas diarias sin repetirse.

 Tiene ideas propias sobre el arte, la vida terrenal y la eterna, la existencia de Dios, el amor o la muerte. Sin embargo, sus entrevistadores y publicistas ocasionales se han empeñado tanto en que las explique, que la han vuelto experta en respuestas fugitivas, más útiles para escamotear que para revelar.

 Rechaza toda idea relacionada con la fragilidad de su fama, y la exasperan las versiones de que puede perder la voz por sus supuestos abusos. "En plena luz del medio día ‑dice Shakira‑ no quiero pensar en el ocaso".

 De todos modos, los especialistas lo ven como un riesgo improbable, pues su voz tiene una colocación natural capaz de sobrevivir a sus excesos.

 Ha tenido que cantar agotada por las fiebres, ha perdido el conocimiento por cansancio, pero nunca ha sufrido la mínima alteración de la voz. "La peor frustración de un cantante ‑dice con su impaciencia final de entrevistada‑ es haber escogido la carrera de hacer música y no hacer más música todos los días por estar haciendo entrevistas". Su tema más resbaladizo es el amor. Lo exalta, lo idealiza, y es el alma y razón de sus canciones, pero lo elude con humor en la charla personal. "La verdad ‑dice a carcajadas‑ es que le tengo más miedo al matrimonio que a la muerte". Acepta de buen talante haber tenido cuatro novios visibles, y por lo menos tres en la penumbra. Llama la atención que parece haber tenido los que correspondían a su edad, pero ninguno a la altura de su madurez. En cambio, el cantante puertorriqueño Oswaldo Ríos, el mayor de todos, parece haber sido el menos maduro. Shakira habla de ellos con afecto pero sin dolor, y parece recordarlos como a seis fantasmas efímeros que uno tras otro se le habían ido quedando colgados en el ropero. Por fortuna, no hay motivos para desesperar: el próximo 2 de febrero, bajo el signo de Acuario, Shakira cumplirá ‑apenas‑ sus primeros veintitrés años.

 

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 Náufrago en tierra firme

 

 García Márquez escribe desde Cuba sobre el caso del balserito Elián González.

 

 El viernes cuando Juan Miguel González fue a la escuela por su hijo Elián para pasar juntos el fin de semana, le dijeron que Elizabeth Brotons, su antigua esposa y madre del niño, se lo había llevado al medio día y no lo había devuelto en la tarde. A Juan Miguel le pareció normal en su rutina de divorciado. Desde que Elizabeth y él se habían separado en los mejores términos, dos años antes, el niño vivía con su padre, y alternaba sus días entre la casa de éste y la de su madre. Pero en vista de que la puerta de Elizabeth estuvo con candado no sólo el fin de semana sino también el lunes, Juan Miguel empezó a hacer averiguaciones. Fue así como descubrió la mala noticia que ya empezaba a ser dominio público en la ciudad de Cárdenas: la madre de Elián se lo había llevado para Miami junto con doce personas más, en un bote de aluminio de cinco metros y medio de largo, sin salvavidas y con un motor decrépito muchas veces remendado.

 Era el 22 de noviembre de 1999. "Aquel día se me acabó la vida", dice Juan Miguel cuatro meses después. Desde que se divorciaron, había mantenido con Elizabeth una relación cordial y estable, pero más bien insólita pues siguieron viviendo bajo el mismo techo y compartiendo sus sueños en la misma cama, con la esperanza de lograr como amantes el hijo que no habían podido tener de casados. Parecía imposible. Elizabeth quedaba encinta pero sufría abortos espontáneos en los cuatro primeros meses de embarazo.

 Al cabo de siete pérdidas, y con una asistencia médica especial, nació el hijo tan esperado, para el cual tenían previsto un nombre único desde que se casaron: Elián.

 El nombre ha llamado la atención fuera de Cuba. Se ha escrito sin rubor que Elián era su patriarca bíblico, y un periódico lo ha celebrado como un hallazgo de Rubén Darío. Para los cubanos, en cambio, Elián es un nombre como cualquiera de los muchos que ellos inventan a espaldas del santoral: Usnavi, Yusnier, Cheislisver, Anysleidis, Alquimia, Deylier, Anel. Sin embargo, lo que hicieron Elizabeth y Juan Miguel fue crear para el recién nacido un nombre equitativo con las tres primera letras del nombre de ella, Elizabeth, y las dos finales del nombre de Juan.

 Elizabeth tenía veintiocho años cuando se llevó al niño para Miami. Había sido una buena estudiante de hotelería, y seguía siendo simpática y servicial como camarera de primer grado en el hotel Paradiso ‑Punta Arenas de Varadero‑.

 Su padre dice que a los catorce años estaba ya enamorada de Juan Miguel González, y se casó con él a los dieciocho. "Eramos como hermanos", dice Juan Miguel, un hombre pausado, de buen carácter, que también trabaja en Varadero como dependiente cajero en el parque Josone. Ya divorciados y con el niño, Juan Miguel y Elizabeth siguieron viviendo juntos en la ciudad de Cárdenas ‑donde nacieron y vivieron todos los protagonistas de este drama‑ hasta que ella se enamoró del hombre que le costó la vida: Lázaro Rafael Munero, un guapo de barrio, mujeriego y sin empleo fijo, que no aprendió el judo como cultura física sino para pelear, y lo habían condenado a dos años de cárcel por robo con fuerza en el hotel Siboney de Varadero. Juan Miguel, por su parte, se casó más tarde con Nelsy Carmeta, con quien hoy tiene un hijo de seis meses que fue el amor de la vida de Elián hasta que Elizabeth se lo llevó para Miami.

 Juan Miguel no tuvo que perder tiempo para saber dónde estaba su hijo, porque en el Caribe se sabe todo. "Inclusive antes de que suceda", como me dijo uno de mis informantes. Todo el mundo sabía que el promotor y gerente de la aventura había sido Lázaro Munero, que había hecho por lo menos dos viajes clandestinos a los Estados Unidos para preparar el terreno.

 Así que tenía los contactos necesarios y bastantes agallas para llevarse no sólo a Elizabeth con el hijo, sino también a un hermano menor, a su propio padre con más de setenta años, y a su madre todavía convalesciente de un infarto. Su socio en la empresa se llevó a la familia completa: su mujer, sus padres y su hermano, y a una vecina de enfrente cuyo esposo la esperaba en los Estados Unidos. A última hora, mediante el pago de mil dólares cada uno, se embarcó una muchacha de veintidós años, Arianne Horta, con su hija de cinco años, Esthefany, y con Nivaldo Vladimir Fernández, marido de una amiga.

 Una fórmula infalible para una buena recepción migratoria en los Estados Unidos es llegar como náufrago a sus aguas territoriales. Cárdenas es un buen punto de partida por su cercanía con la Florida, y por sus recodos marinos resguardados por manglares difíciles para los guardacostas que patrullan sus aguas. Además, el arte regional de barcas para la pesca en la vecina ciénaga de Zapata y la laguna del Tesoro facilita la materia prima para la construcción de embarcaciones ilegales. En especial los tubos de aluminio para regadíos de cítricos, que se venden como pan barato cuando ya no sirven para nada. Se dice que Munero debió gastarse unos doscientos dólares en billetes y ochocientos pesos cubanos más entre el motor y la construcción de la lancha. El producto final fue una chalupa no más larga que un automóvil, sin techo ni asientos, de modo que los pasajeros debieron viajar sentados en el fondo y a pleno sol. Se supone que el bote estaba listo desde septiembre pasado a la espera de que pasara la estación de los huracanes. El motor fuera de borda no fue el que más les convino sino el que pudieron encontrar con muchos años de zozobras en el estrecho de la Florida. Tres neumáticos de automóvil se embarcaron como salvavidas para catorce personas. No había sitio para uno más. Los tres eran negros, tal vez por la superstición caribe de que ese color ahuyenta los tiburones, que son cegatos por naturaleza. Antes de partir, la mayoría de los pasajeros se inyectaron Gravinol intravenoso para evitar el mareo. Parece que habían zarpado el 20 de noviembre desde un manglar en las inmediaciones de Jaguey Grande, muy cerca de Cárdenas, pero tuvieron que regresar por una falla del motor. Allí permanecieron escondidos dos días a la espera de que lo repararan, mientras Juan Miguel creía que el hijo estaba ya en Miami. Esta primera emergencia sirvió para que Arianne Hortas comprendiera que el riesgo de la aventura era excesivo para la hija, y resolvió dejarla en tierra con su familia para llevársela más tarde por una vía segura. Se ha dicho también que Elián tomó conciencia allí mismo de los peligros de la travesía, y lloraba a grito herido para que lo dejaran. Munero, temeroso de que los descubrieran por el llanto, amenazó a la esposa: "O lo callas tú, o lo callo yo".

 En definitiva, zarparon al amanecer del 22, con buena mar pero con mal motor. Con un tiempo como aquel, el viaje puede hacerse entre cuarenta y ocho y setenta y dos horas, con un barco de poco impulso.

 Los relatos que los sobrevivientes hicieron a la prensa en la Florida después del naufragio, y los que aumentaron por teléfono a sus familias de Cárdenas, volvieron de dominio público los pormenores pavorosos de la tragedia. Sus versiones son las únicas posibles mientras no se conozca la de Elián. Según ellos, a la media noche del 22, los responsables del viaje desmontaron el motor desahuciado, y lo tiraron en el mar para aligerar la carga. Pero la barca descompensada dio una voltereta de costado y todos los pasajeros cayeron al agua. Sin embargo, una suposición de expertos es que la voltereta pudo haber roto las frágiles soldaduras de los tubos de aluminio, y la barca se hundió.

 Fue el final, en una noche negra y en un infierno de pánico. Las personas mayores que no sabían nadar debieron ahogarse al instante. Un factor contra la mayoría debió ser el Gravinol, que en efecto evita el mareo, pero provoca somnolencia y entorpece los reflejos. Arianne y Nivaldo se agarraron a uno de los neumáticos, Elián, y tal vez su madre, se agarraron de otro.

 Nada se supo del tercer neumático. Elián sabe nadar, pero Elizabeth no sabía, y bien pudo soltarse en medio de la confusión y el terror. "Yo vi cuando mamá se perdió en el mar", diría el niño a su padre después por teléfono. Lo que es difícil de entender, aunque merece ser cierto, es que ella tuvo la serenidad y el tiempo para darle al hijo una botella de agua dulce.

 Con sus datos erróneos. Juan Miguel tuvo el presagio de la tragedia antes de que ocurriera. Había llamado varias veces a su tío Lázaro González que vive en Miami desde hace años, e hizo averiguaciones de llegadas clandestinas o naufragios recientes, pero no le dieron razones de nada. Por fin, al amanecer del jueves 25 estallaron las noticias sucesivas. El cadáver de una mujer mayor fue encontrado en la playa por un pescador. Más tarde aparecieron vivos Arianne y Nivaldo aferrados a uno de los neumáticos.

 Poco después se supo que un niño había aparecido frente a Fort Lauderdale, inconsciente y escaldado por el sol, y no amarrado sino acostado bocarriba sobre otro neumático. Era Elián, el último sobreviviente.

 

 La determinación de Juan Miguel desde que lo supo fue hablar por teléfono con el niño pero no sabía adónde. El 25 lo llamó un médico de Miami para informarse de las enfermedades que Elián había tenido, las medicinas que toleraba mal, las operaciones que le hubieran hecho. Entonces supo con una gran alegría que era el mismo Elián quien había dado en el hospital el nombre de su padre, y el teléfono y la dirección de su casa en Cárdenas.

 Juan Miguel dio los datos solicitados por el médico, y este volvió a llamarlo el día siguiente para que hablara con Elián. Conmovido, pero con voz firme, Elián le contó a su pare cómo había visto ahogarse a su madre. También le dijo que había perdido la mochila y el uniforme de la escuela, Juan Miguel lo interpretó como un síntoma de desorientación, y trató de ayudarlo.

 "No, papo, le dijo, "el uniforme tuyo está aquí y la mochila la tengo para cuando vuelvas". Sin embargo, también es posible que Elián tuviera otro juego de útiles en casa de su madre o que se lo hubieran comprado a última hora para que no insistiera en volver a su casa. Su apego a la escuela, que es famoso entre sus maestros y condiscípulos, así como sus deseos de volver a clase, tuvieron una demostración palmaria unos días después, cuando habló por teléfono con su maestra: "Cuídenme bien mi pupitre".

 Desde las primeras llamadas Juan Miguel se dio cuenta de que alguien en Miami entorpecía las conversaciones telefónicas con su hijo. "Es bueno que usted sepa que desde el principio hacían todo lo posible para sabotearnos", me dijo. "A veces le hablan a gritos al niño mientras conversamos, suben al máximo el volumen de los dibujos animados en la televisión o le ponen un caramelo en la boca para que no se le entienda lo que dice". Estas artimañas fueron sufridas también en carne propia por Raquel Rodríguez y Marcela Quintana, las abuelas de Elián, durante su tormentosa visita a Miami, cuando un agente de la policía a órdenes de una monja frenética les arrebató el teléfono celular con que ellas daban noticias del niño a sus familias de Cuba. La visita que había sido prevista para dos días, se redujo al final a noventa minutos, con toda clase de interrupciones provocadas, y con no más de un cuarto de hora a solas con Elián. De modo que volvieron a Cuba escandalizadas de cuánto lo habían cambiado. "Este no es el mismo niño de antes", dijeron, atribuladas por la timidez y el retraimiento del que recordaban como un niño vivaz, inteligente y con una aptitud admirable para el dibujo. "¡Hay que salvarlo!".

 A nadie en Miami parece importarle el daño que le están causando a la salud mental de Elián con los métodos de desarraigo cultural a que lo tienen sometido. En la fiesta de sus seis años, que cumplió el pasado 6 de diciembre en el cautiverio de Miami, sus anfitriones interesados lo retrataron con casco de combate, rodeado de armas mortíferas y envuelto en la bandera de los Estados Unidos, poco antes de que un niño de su edad asesinó a tiros de revólver una compañera de escuela en el estado de Michigan.

 No eran juguetes de amor, por supuesto, sino síntomas inequívocos de una conspiración política que millones de cubanos atribuyen sin reservas a la Fundación Cubano Norteamericana, creada por Jorge Mas Canosa y sostenida por sus herederos, que al parecer está gastando millones de dólares para que Elián no sea devuelto a su padre. Es decir: el verdadero naufragio de Elián no fue en alta mar, sino cuando pisó la tierra firme en los Estados Unidos.

 La rabia de los cubanos ante esta expropiación insólita tiene pocos precedentes aun en su propia revolución. La movilización popular y el torrente de ideas que se ha generado en el país para exigir el regreso del niño usurpado es espontánea y espectacular. Con una novedad: la participación masiva de la juventud y la infancia. El poeta católico Cintio Vitier, asombrado por la torpeza de los Estados Unidos, escribió en un poema para Elián: "¡Qué tontos! Nos han unido para siempre". Desde la otra orilla, un desafecto a la revolución dijo lo mismo de otro modo: "Los yanquis son tan brutos que han arrojado a la juventud cubana en brazos de Fidel". Sin embargo, la empresa para quedarse con Elián tiene plata y poder, aun contra los órganos de justicia de los Estados Unidos, cuyo Servicio Nacional de Inmigración (INS) reconoció a Juan Miguel el pasado 5 de enero como la única persona habilitada para representar al niño y actuar en su nombre. El 24 de enero la Secretaria de Estado adjunta para asuntos consulares, embajadora Mary A. Ryan, pidió de manera expresa y pública que el niño fuera devuelto a su padre a la mayor brevedad, y advirtió que una decisión contraria "estará en total desacuerdo con los principios que nosotros defenderíamos en el caso de un niño norteamericano". El presidente Clinton declaró para la prensa: "En este caso no debe interferir ningún asunto político sino respetar la decisión del INS".

 No parece casual hasta qué punto el tema de la patria potestad ha incidido en las tensiones entre los Estados Unidos y la revolución cubana desde sus orígenes. En 1960, bajo la administración de Eisenhower, cuando la CIA inventó letra por letra y puso a circular en Cuba una falsa ley según el cual los niños cubanos serían arrebatados a sus padres por el gobierno revolucionario y enviados para adoctrinamiento precoz en la Unión Soviética.

 Infundios aún más truculentos decían que los niños más apetitosos serían enviados a los mataderos de Siberia para que los devolvieran como carne enlatada, y que cincuenta madres de Bayamo, en el oriente de Cuba, habían preferido matar a sus hijos menores antes que someterlos a la ley siniestra.

 Esto fue lo que los mismos Estados Unidos bautizaron como la operación Peter Pan. A pesar de los desmentidos formales de Cuba, el gobierno de Eisenhower llegó a un acuerdo secreto con la Iglesia Católica norteamericana para que los padres cubanos pudieran enviar a sus hijos a los Estados Unidos sin padres, ni pasaporte ni equipaje. El éxodo desgarrador, en el cual invirtieron los Estados Unidos veintiocho millones de dólares se convirtió en una comunidad de falsos huérfanos integrados a la fuerza en la cultura norteamericana.

 ¿Sería perverso asociar el caso de Elián con el fantasma de una nueva operación Peter Pan? No he podido evitarlo al escuchar el alegato público de un distinguido abogado de los servicios de inmigración de Miami, José Pertierra, que llegó de Cuba a los doce años en aquel torrente de hijos sin padres, y acaba de hacer por televisión un alegato público para que se reconozca la patria potestad al padre de Elián. "Ni la familia que está en los Estados Unidos dice que este padre es un mal padre", dijo el doctor Pertierra. "Lo que dicen es que no les gusta la política de Fidel Castro, pero Fidel Castro no es el padre de este hijo". Al final de la entrevista dejó flotando un grano de pimienta en la sopa. "Lo más preocupante ‑dijo‑ es que los jueces de la Florida son electos, y devolver este niño a Cuba podría costarle la elección a un juez de Miami". Por lo pronto ha llamado la atención que el juez King, el primero que debía decidir esta causa, tuvo que declararse impedido por sus vínculos con la Fundación Cubano‑Norteaméricana. Su sucesor, el juez Hoelever, sufrió un dudoso derrame cerebral. Michael Moore, el juez actual, no parece tener mucha prisa para fallar antes de las elecciones.

 De todos modos, a muchos cubanos les inquieta que el gobierno de Clinton no se atreva a devolver al niño, a pesar de sus leyes y sus propias convicciones, por temor de que el candidato demócrata, Al Gore, pierda los votos de la Florida. Sin embargo, la pérdida jurídica e histórica puede ser para los Estados Unidos mucho más costosa que la electoral, pues más de diez mil niños norteamericanos andan hoy por el mundo, sacados de su país por uno de sus padres sin autorización del otro. Lo grave para ellos es que si los cónyuges que se quedaron en los Estados Unidos quieren recuperarlos, el precedente de Elián podrá ser usado para impedirlo.

 La Habana, 15 de marzo de 2000

 

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 Valledupar, la parranda del siglo

 

 Por estos días en Valledupar se celebra la edición número 33 del Festival de la Leyenda Vallenata. El evento de este año se hace en homenaje a Gabriel García Márquez, quien fue uno de los fundadores de esta fiesta popular.

 

 CAMBIO reproduce una crónica escrita por García Márquez en 1983, en la que el Nobel recuerda el origen del festival vallenato.

 

 Un día de 1963, durante el festival de cine de Cartagena, le pedí a Rafael Escalona que me reuniera a los mejores conjuntos de música vallenata para oír todo lo que se había compuesto en los siete años en que yo había estado fuera de Colombia.

 Escalona, que ya era compadre mío desde unos 12 años antes, me pidió que fuera el domingo siguiente a Aracataca, adonde él llevaría la flor y nata de los compositores e intérpretes de las hornadas más recientes. El acuerdo se llevó a cabo en presencia de la muy querida amiga y periodista sagaz Gloria Pachón ‑que hoy es la esposa del senador Luis Carlos Galán‑ y ella publicó la noticia al día siguiente con un título que a todos nos tomó por sorpresa: 'Gran festival vallenato el domingo en Aracataca'. Todos los fanáticos del vallenato de aquellos tiempos, que no éramos muchos, pero sí suficientes para llenar la plaza del pueblo, nos encontramos el domingo siguiente en Aracataca.

 El escritor Alvaro Cepeda Samudio llevó tres camiones de cerveza helada, y los repartió gratis entre la muchedumbre. Escalona llegó tarde, como de costumbre, pero también como de costumbre llegó bien, con nadie menos que con Colacho Mendoza, de quien nadie dudaba entonces que iba a ser lo que es hoy: uno de los maestros del acordeón de todos los tiempos.

 Mientras los esperábamos, el centro de la fiesta fue Armando Zabaleta, quien nos dejó admirados con el modo de cantar su canción más reciente y magnífica: La garra del águila. Era un buen comienzo, porque aquella canción era la crónica muy bien contada de la visita que Escalona había hecho poco antes al presidente Guillermo León Valencia en su palacio, y estaba, por consiguiente, en la línea del vallenato clásico que fue creado para contar cantando y no para bailar. Tanto es así, que en el festival de la semana pasada, alguien se disponía a bailar cuando Alejo Durán 'el Grande' estaba en uno de sus grandes momentos, y se interrumpió para decir: "Si me bailas me voy".

 Aquella pachanga de Aracataca no fue el primer festival de la música vallenata ‑como ahora pretenden algunos‑ ni quienes la promovimos sin saber muy bien lo que hacíamos podemos considerarnos como sus fundadores. Pero tuvimos la buena suerte de que les inspirara a la gente de Valledupar la buena idea de crear los festivales de la leyenda vallenata. Así fue, y en 1967 se llevó a cabo el primero, con todas las de la ley, y en la ciudad de Valledupar, que es la sede natural por derecho propio. El primer rey elegido fue el rey de reyes, Alejo Durán, que de ese modo le dio al certamen su verdadero tamaño histórico. Aunque ya para esa época la música vallenata empezaba a treparse por la cortina de los Andes tratando de conquistar Bogotá, todavía no lograba conquistar el corazón de muchos fuera de su ámbito original. En Bogotá ‑por los años cuarenta‑ se transmitía los domingos un programa de radio con música para bailar que se llamaba La hora costeña, y que muy pronto se convirtió en una parranda matinal para los estudiantes caribeños. Allí se tocaban el porro y la cumbia, el fandango y el mapalé, pero ni un solo vallenato. Y no solo porque los costeños sabíamos que el vallenato no era para bailar sino para escuchar, sino porque nadie de allá arriba sabía de su existencia y de su pureza. En la Costa caribe, en cambio, el programa de más prestigio en esa época era una hora de canto de un hombre de Ciénaga ‑Guillermo Buitrago‑ a quien hay que reconocerle, entre otros muchos méritos, el de haber sido el primero que puso la música vallenata en el comercio. Ya Rafael Escalona, con poco más de 15 años, había hecho sus primeras canciones en el Liceo Calderón de Santa Marta, y ya se vislumbraba como uno de los herederos grandes de la tradición gloriosa de Francisco 'el Hombre', pero apenas sí lo conocían sus compañeros de colegio. Además, los creadores e intérpretes vallenatos eran gente del campo, poetas primitivos que apenas sí sabían leer y escribir, y que ignoraban por completo las leyes de la música. Tocaban de oídas el acordeón, que nadie sabía cuándo ni por dónde les había llegado, y las familias encopetadas de la región consideraban que los cantos vallenatos eran cosas de peones descalzos, y si acaso, muy buenas para entretener borrachos, pero no para entrar con la pata en el suelo en las casas decentes. De modo que el joven Rafael Escalona, cuya familia era nada menos que parienta cercana del obispo Celedón, se escandalizó con la noticia de que el muchacho compusiera canciones de jornaleros. Fue tal el escándalo doméstico, que Escalona no se atrevió nunca a aprender a tocar el acordeón, y hasta el día de hoy compone sus canciones silbadas, y tiene que enseñárselas a algún acordeonista amigo para poder oírlas. Sin embargo, la irrupción de un bachiller en el vallenato tradicional le introdujo un ingrediente culto que ha sido decisivo en su evolución. Pero lo más grande de Escalona es haber medido con mano maestra la dosis exacta de ese ingrediente literario.

 Una gota de más, sin duda, habría terminado por adulterar y pervertir la música más espontánea y auténtica que se conserva en el país.

 De modo que hay una prehistoria del vallenato que sus fanáticos de hoy ‑que son muchos, aun más allá de nuestras fronteras‑ apenas sí han oído nombrar. Es un mundo cerrado, con un olimpo propio, cuyos dioses viven ya respirando los aires enrarecidos de la leyenda. Francisco Moscote, a quien se recuerda con el buen nombre de Francisco 'el Hombre' porque le ganó al diablo en un duelo de acordeón, está tan implantado en la mitología popular que ahora no se sabe a ciencia cierta si en realidad existió.

 Pacho Rada, otro de los primitivos grandes, tenía raíces tan bien sembradas en el corazón de su pueblo, que una noche le tomaron preso en la población de Plato, pero el inspector de policía cometió el error de dejarle el acordeón en la cárcel. Pacho Rada, tal vez de puro aburrido, se puso a tocar y a cantar, y el pueblo se despertó escandalizado de que estuviera preso un hombre investido de tanta gloria, y entonces invadieron la cárcel y lo sacaron a la calle. De estos dos precursores se habla como si hubieran muerto sin edad después de haber vivido durante siglos. Uno piensa que tal vez fuera cierto cuando ve a los que todavía quedan vivos, y cuya serenidad y cuya sabiduría hacen pensar que viven en un tiempo distinto del nuestro. Leandro Díaz es una especie de patriarca mítico. A pesar de que es ciego de nacimiento, ha vivido desde muy joven de su buen oficio de carpintero, y nunca podré olvidar el día en que Rafael Escalona me llevó a conocerlo en su taller, porque estaba haciendo una mesa con las luces apagadas, y no se oía nada más que el rumor del serrucho y los golpes del martillo en las tinieblas. Más aún: durante la guerra mundial, cuando no fue posible importar más acordeones de Alemania, la tradición no sufrió ni una grieta, porque el ciego Leandro Díaz reparaba los acordeones más antiguos hasta dejarlos como nuevos. La semana pasada, cuando lo oí cantar otra vez después de casi 20 años, y me envolvió con la belleza de La diosa coroná ‑que no solo es su canción más hermosa, sino una nota muy alta de nuestra poesía‑, tuve la sensación de haber entrado por primera vez en el ámbito prohibido de la leyenda. Sin embargo, a su lado no era menos mítico Emiliano Zuleta cantando, con su voz estragada por los años y el alcohol de caña, los versos magistrales de La gota fría, que para mi gusto es una canción perfecta, y por tanto, un punto de referencia que no pueden perder de vista los creadores de hoy. La lista no se acaba fácil: Chico Bolaño, Toño Salas, Lorenzo Morales y tantos otros. Sin embargo, lo más alentador es que el manantial no se seca: Julito Roas, el rey elegido este año, no llega todavía a los 30 años.

 Fue dentro de ese ámbito místico donde transcurrió el XVI Festival de la Leyenda Vallenata, y fue por eso y por nada más por lo que tuvo la autenticidad y la resonancia que había empezado a perder en años anteriores.

 Un equipo de la televisión holandesa que registró cada minuto de aquella parranda sin una sola tregua se llevó una impresión de la cual no alcanzarán a reponerse en mucho tiempo. No podían entender que existiera en este mundo de horrores un lugar como aquel, donde las casas no se cerraban nunca, y todo el que quería entraba a comer donde quisiera a cualquier hora del día y de la noche en que tuviera hambre y siempre encontraba una mesa servida, y todo el que tuviera sueño entraba a dormir a cualquier hora donde quisiera y siempre encontraba una hamaca colgada. Y todo eso sin un instante ni un resquicio de silencio: el espacio total estaba saturado de música.

 Convencido de que aquel no era un fenómeno local sino una condición propia del país, uno de los técnicos holandeses que se dejaron arrastrar por aquel torbellino anotó en su diario: "Todos los colombianos están locos".

 Lo cual será, por fortuna, una nota de alivio para la mala imagen que tan bien ganada tenemos por estos días en la prensa extranjera. En síntesis: el XVI Festival de la Leyenda Vallenata ha sido una prueba más ‑y de las mejores‑ de que la cultura popular no es tan aburrida, no huele tan mal como lo creen y lo sienten los intelectuales puros. Mal de muchos, consuelo de corronchos.

 Junio 22 de 1983

 

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 El personaje equívoco

 

 La sección de CAMBIO 'Gabo contesta', que fue recibida el año pasado con verdadero entusiasmo, venía siendo reclamada de manera insistente por nuestros lectores. Y está de regreso. En esta ocasión, García Márquez se ocupa de uno de los personajes más enigmáticos de sus novelas, en respuesta a la siguiente carta.

 

 "Quisiera preguntarle al maestro García Márquez cuál es la razón para que hubiera hecho desaparacer (prematuramente, para tristeza mía) a Jeremiah de Saint‑Amour, uno de los personajes más hermosos de 'El amor en los tiempos del cólera', cuando todo apuntaba hacia que fuera uno de los ejes fundamentales de la novela. ¿Perdió fuerza?, ¿amenazaba con volverse demasiado fuerte y opacar así a los protagonistas?...

 Esta es la pregunta que más me han hecho los lectores sobre El amor en los tiempos del cólera: "¿Por qué se acaba tan pronto el personaje de Jeremiah de Saint‑Amour?" Nunca me he demorado pensando las respuestas, y cada vez me divierte inventar una nueva.

 Hoy quiero hacer un esfuerzo sobrenatural para contestar con la verdad.

 De todos los protagonistas de mis novelas ninguno se parece tanto al de la vida real como Jeremiah de Saint‑Amour. Al menos hice un ejercicio de evocación y retórica para que fuera lo más parecido posible al que conocí, y ya se sabe qué peligrosa es la memoria de los niños cuando quieren acordarse. Nunca supe su nombre, ni sé quién lo supo, pues todos lo llamaban Don Emilio, o el Belga, a secas. Había aparecido en Aracataca después de la primera guerra mundial, y no dudo de que fuera belga por el recuerdo que tengo de su acento aturdido y sus nostalgias de navegante. El otro ser vivo en su casa era un enorme danés, sordo y pederasta, que se llamaba como el presidente de los Estados Unidos: Woodrow Wilson.

 Lo conocí a mis cuatro años, cuando mi abuelo me llevaba a su taller para jugar con él unas partidas de ajedrez mudas e interminables. Podía tener unos sesenta años, y no debió vivir más de uno después de conocernos, pues murió antes que mi abuelo, y éste murió poco después de que yo cumpliera los cinco. Desde la primera noche me asombró que no había en su casa nada que yo supiera para qué servía. Pues era un artista de todo que vivía en el desmadre de sus propias obras: paisajes marinos al pastel, fotografías de niños en cumpleaños y primeras comuniones, copias de joyas asiáticas, figuras hechas con cuernos de vaca, muebles de épocas y estilos dispersos encaramados los unos encima de otros.

 Mi abuelo me lo presentó con su modo natural de tratar a los niños como adultos. El me saludó con una mano que apretaba como una llave de tuerca, y no volvió a mirarme por el resto de su vida. Me llamó la atención su pellejo pegado al hueso, del mismo color amarillo solar del cabello y con un mechón que le caía en la cara y le estorbaba para hablar. Siempre chupaba una cachimba de lobo de mar que sólo encendía para el ajedrez, y mi abuelo decía que era una trampa para ahumar al adversario. Tenía un ojo de vidrio desorbitado que parecía más pendiente del interlocutor que el ojo sano.

 Estaba inválido desde la cintura, encorvado hacia adelante y torcido hacia su izquierda, pero navegaba como un pescado por entre los escollos de sus talleres, más colgado que sostenido en las muletas de palo. Nunca le oí hablar de sus navegaciones, que al parecer eran muchas e intrépidas. La única pasión que se le conocía fuera de su casa era la del cine, y no faltaba a ninguna película de cualquier clase los fines de semana.

 No supe cuándo había llegado a Aracataca. La primera guerra mundial era una referencia frecuente de su pasado, y en ella se suponía el origen de su desgracia.

 Pero no logro imaginar qué clase de batalla pudo haber perdido para quedar en aquel estado de escombros, a no ser que le hubiera pasado un tren por encima. Nunca lo quise, y menos durante las partidas de ajedrez en que se demoraba horas para mover una pieza mientras yo me derrumbaba de sueño. Una noche lo vi tan desvalido que me asaltó el presagio de que iba a morirse muy pronto, y sentí lástima por él. Pero con el tiempo llegó a pensar tanto las jugadas que terminé queriendo de todo corazón que se muriera.

 El mismo le salió adelante a mi mal deseo con una pócima de cianuro de oro ‑que compartió con su perro‑ después de ver Sin novedad en el frente, la película de Louis Milestone sobre la novela de Erich María Remarque. La intuición popular, que siempre encuentra la verdad hasta donde no está, entendió y proclamó que el Belga no había resistido la conmoción de verse a sí mismo revolcándose con su patrulla descuartizada en un pantano de Normandía. Lo que menos olvido de aquel raro día fue el regaño de mi abuelo por la frase con que lo desperté para darle la mala noticia: "El pobre don Emilio, nunca más volverá a jugar ajedrez". Y la verdad es que lo dije así porque no supe decirlo de otro modo que me doliera menos.

 Ahora bien: ¿por qué está un personaje tan equívoco en el sitio inaugural de una novela de amores que no tiene nada que ver con él, que en realidad empieza a existir en el libro cuando ya está muerto, y sin embargo parece ser inolvidable para algunos lectores que hubieran querido seguir amándolo ‑u odiándolo de amor‑ en el primer plano de todo el relato?

 Sencillo: siempre he creído que una novela debe agarrar al lector por el cuello desde la primera línea, como lo consiguió Frank Kafka con la suya más escalofiante: "Aquella mañana, al término de un sueño intranquilo, Gregorio Samsa despertó convertido en un monstruoso insecto". Mi problema era que el amor de Florentino Ariza y Fermina Daza ‑protagonistas centrales de la novela‑ tenía que ser eterno y parsimonioso, y corría el riesgo de que los lectores acelerados no soportaran la espera durante unas cuarenta páginas macizas en las que nadie se enamoró de nadie. Allí empezaba en realidad la novela que yo quería escribir con toda el alma sobre la base argumental de los amores contrariados de mis padres, pero necesitaba el hilo invisible de un personaje que llevara al lector hasta mis fines como si fuera de cabestro.

 La solución, pensé entonces, era crear un carácter fulminante e impositivo que atrapara al lector desde la primera línea y lo llevara sano y salvo hasta donde los amores de los dos protagonistas principales tuvieran ya un dominio propio. Pero no más allá, pues los que saben dicen que aumentar a la fuerza un personaje puede ser la mejor manera de matarlo. Fue así como se me ocurrió el recurso providencial de Jeremiah de Saint‑Amour, amarrado a su ámbito de Aracataca y sin corregirle ni agregarle nada a mis recuerdos. Hasta el nombre me cayó del cielo cuando probé mi primera botella del vino sagrado de Saint‑Amour, en un bar de Saint Germain dès Près, en París, con un amigo que se llamaba Jeremiah y me enseñó la grafía del nombre. De modo que mi único mérito en la creación del personaje fue ponerlo a salvo de las veleidades de mi memoria y de mi imaginación aventurera, con la ilusión de que se quedara encallado en el corazón de los lectores como lo estuvo en el mío durante sesenta años. Y sin más datos de los que cabían en esta respuesta.

 En cambio, una de las debilidades irreparables del libro es la amante escondida de Sain‑Amour, una negra suculenta y recóndita que ni siquiera tiene nombre, y cuyo espacio en el primer capítulo no llega a cinco páginas. En un mal momento me pareció indispensable no sólo en la vida de Saint‑Amour sino en el crédito del libro, para anticipar un amor de verdad en una novela en la que habría después tantos amores de mentira. Al final sólo sirvió para que ella contara lo que debía saberse de la última noche de su amante.

 Hay además una media docena de mujeres postizas de vidas cortas que también fueron inventadas a propósito como simples comodines de cama para entretener al pingaloca de Florentino Ariza, y para nada más. Es el caso de América Vicuña, la muy bella adolescente que se escapó al final de la novela con un chorro de láudano cuando ya no se sabía que hacer con ella. En cambio, Leona Cassiani, la mulata perfecta que Florentino Ariza se encontró en el tranvía de mulas, subió hasta la cumbre de su empresa por la escalera del buen servicio sin permitir siquiera que le diera un beso, se acostó con quien quiso menos con él y tuvo el orgasmo feliz de rechazarlo al borde de la cama después de veinte años de escarceos. Nadie me ha preguntado, sin embargo, si Leona Cassiani no sería un personaje de relevo preparado por el autor en previsión de que algún percance de última hora hubiera destronado a Fermina Daza.

 En todo caso, creo que estas divagaciones de salón son divertidas pero viciosas, porque hay demasiados elementos subjetivos en un debate que tiene más de carpintería narrativa que de creación poética. Lo sé, porque yo también soy un lector insaciable y preguntón, y no he logrado curarme de la rabia que siento al descubrir ‑a media noche y sin tener a quien pegarle‑ que el autor del libro que estoy leyendo me ha sacado la cartera del bolsillo. Pero también soy impresionable como escritor, hasta el punto de que yo mismo he empezado a preguntarme ‑mientras escribía esta nota‑ si no será verdad que Jeremiah de Saint‑Amour se acabó antes de tiempo.

 

      ***

 

 Las frutas del cercado ajeno

 

 Estimado escritor:

 

 Desde que empecé a leer sus libros como tarea en el colegio me sorprendíó encontrar varias veces al duque de Marlborough, que no tiene nada que ver con Colombia. Ahora, leyendo El amor en los tiempos del cólera (con mucho retraso, perdón) encuentro ya casi al final que el novelista francés (sic) Joseph Conrad vino a Santa Marta a venderle armas al gobierno para una guerra civil. ¿Todo esto es verdad o es «realismo mágico»?

 

 Atentamente,

 María del Carmen Miranda Cuello

 Barranquilla

 

 Tal vez la primera canción que aprendí de memoria en la escuela montesoriana de Aracataca, a los cuatro años, fue la que todo el mundo conoce: Mambrú se fue a la guerra qué dolor qué dolor qué pena. Le pregunté a mi abuela materna Tranquilina Iguarán quién era ese Mambrú tan cantado, y me sacó de la cocina con una verónica de gran estilo:

 ‑Era un militar muy valiente que estuvo con tu abuelo en la guerra de Uribe Uribe.

 Es decir: en la guerra de los Mil Días. Más tarde, durante el bachillerato, aprendí que Mambrú era el apodo de John Churchill, un general inglés del siglo XVIII, duque de Marlborough y descendiente directo de Winston Churchill, que fue el invicto comandante en jefe de las tropas británicas y generalísimo de los ejércitos aliados de Europa durante la guerra de Sucesión de España. Sin embargo, lo que lo implantó en la historia no fueron sus memorables hazañas de guerra sino la canción de burla de su derrota final, compuesta por los franceses ‑tal vez soldados rasos‑ que niños y adultos del mundo siguen repitiendo en diversos idiomas.

 Crecí con esa idea, y en algún momento que ahora no logro precisar, resolví dar por buena la versión de mi abuela, y me apropié para mis libros del personaje de Mambrú con su título grande. Desde mi primera novela ‑La Hojarasca‑ cuando un oficial del coronel Aureliano Buendía lo reconoció a la luz de una antorcha de campaña, entre pesadilla y realidad, y exclamó asustado: «¡Mierda. Es el duque de Marlborough!». En Cien años de soledad, doce años después, el propio coronel Aureliano Buendía lo sentaba a su diestra en las grandes ocasiones de sus tiempos de gloria. Siempre con una chaqueta de piel de tigre, y las botas y el sombrero adornados con las uñas y los dientes. Hoy, mirando hacia atrás, no me explico cómo se me ocurrió semejante esperpento.

 Bien distinto es el paso del escritor inglés Joseph Conrad por el capítulo final de El amor en los tiempos del cólera, porque el episodio es verídico y con respaldo documental. El hecho ‑como se cuenta en la novela‑ es que un tal Joseph K. Korzeniowski, polaco de origen, estuvo demorado varios meses en el puerto de Santa Marta, Colombia, por 1875, a bordo del mercante francés æSaint AntoineÆ. Su propósito era venderle un cargamento de armas al gobierno liberal de don Aquileo Parra, en guerra con los conservadores sublevados. Pues bien: el nombre polaco era el verdadero del escritor inglés Joseph Conrad ‑uno de los más grandes novelistas de aquel siglo y de otros‑ que ya era conocido como contrabandista de armas en el Mediterráneo. Así que no era sorprendente que hubiera traficado también en Colombia, para una guerra que bien podría interesarle tanto por motivos comerciales como políticos.

 Antes de saber nada de esto había leído la novela Nostromo, la obra maestra que Conrad escribió unos veinticinco años después de su visita a Colombia, y me sorprendió que su descripción del puerto caribe de Zulaco, donde transcurre la acción, tenía un parecido casi fotográfico con la ciudad colombiana de Santa Marta. Sobre todo por la bahía abrigada y mansa frente a la montaña de nieves perpetuas en el trópico puro. No hacía falta ser un novelista delirante para sacar en conclusión que Conrad, el inmenso, había entrado en la historia de Colombia por la puerta prohibida de un cargamento de armas.

 Estos juegos de mano no son extraños en los escritores aunque no siempre son descifrables. Cuando leía La muerte de Artemio Cruz, de Carlos Fuentes, me sorprendió que su personaje del coronel Lorenzo Gavilán, un revolucionario mexicano que había entrado en el libro con una fuerza irresistible, desapareció sin explicación y para siempre jamás, a la salida de un burdel de México. Lo conversé varias veces con Carlos Fuentes, y a ratos nos divertíamos buscando soluciones truculentas para el personaje extraviado.

 Tiempo después, cuando escribía Cien años de soledad, me sentí empantanado con un personaje al que no le encontraba un desenlace digno, y se me ocurrió que aquel podía ser el hombre que se fugó de la novela de Carlos Fuentes. Me pareció verosímil que hubiera escapado a la zona bananera de Santa Marta cuando se le acabó el horizonte de la revolución mexicana, y que reapareciera con su propio nombre en la protesta social que culminó con la matanza en la estación de Macondo. Lo último que se vio de él fue el cadáver estibado de mala manera como el banano de rechazo entre los miles de acribillados por el ejército que llevaban en un tren de carga para botarlos en el mar.

 Hay más: entre las tantas citas, plagios, consultas y simples asaltos a mano desarmada con que me he aprovechado de los libros de Alvaro Mutis, el que más agradezco por su oportunidad y su belleza es el que transcribí sin crédito pero con permiso en El general en su laberinto, cuando me hizo falta que un militar europeo de alto rango le hiciera una visita a Simón Bolívar en su estancia crepuscular de Cartagena. ┴lvaro había renunciado a seguir escribiendo un libro sobre el Libertador para que yo escribiera el mío sin remordimientos, y un personaje suyo de El último rostro me parecía perfecto para lo que me hacía falta. Por temor de equivocarme le pedí por teléfono que me escribiera los datos a máquina y no con su intrincada letra de vampiro que un maestro de Neiva solía usar para asustar a los niños. El se puso digno, y en la misma llamada me dictó el párrafo palabra por palabra sin ninguna consulta previa. Tal como se publicó en mi libro sin cambiar ni una coma.

 Por último, cuando terminé de leer Rayuela, de Julio Cortázar, me llamó la atención que describía con detalles el hotel de París donde murió el niño Rocamadour, un extraño personaje suyo, pero no daba la dirección. Yo conocía el hotel por ser el mismo de la calle Dauphine donde vivió por años el escritor colombiano Arturo Laguado, y no resistí la tentación de incluir en Cien años de soledad una frase nostálgica sobre la habitación del niño: «El cuarto oloroso a coliflores hervidos donde había de morir Rocamadour».

 En otro de mis libros ‑no recuerdo cuál‑ se ve pasar por el Caribe le buque fantasma de Víctor Hugues, protagonista magistral de El siglo de las luces de Alejo Carpentier. En cambio, me quedé con el deseo de dejar también el recuerdo de mi muy admirado y querido Juan Rulfo, porque en las varias ocasiones en que le consulté las posibilidades me respondió con su manera encantadora de dejarlo a uno en el aire. Sin embargo, ya en vísperas de su muerte, hablando de otras cosas, me soltó de medio lado una frase casual que entendí como la respuesta que nunca me dio: «No hay un lugar más peligroso para seguir viviendo que las páginas de un libro ajeno».

 

      ***

 

      EL PAPABLE

 

 Gabriel García Márquez escribe desde Roma sobre el cardenal Darío Castrillón, primer colombiano con posibilidades de llegar a papa.

 

 La cama en que duerme es la misma en que murió Pío XII. El cuadro colgado sobre la cabecera de bronce es una imagen de la Inmaculada Concepción que perteneció a León XIII. El apartamento donde vive es propiedad del Vaticano, a treinta metros del límite físico entre Italia y la Santa Sede, y desde el estudio se ven las ventanas del dormitorio del Papa. La mayor parte de los muebles son salvados del naufragio de los siglos por los anticuarios del Vaticano. Las paredes del corredor, los dormitorios y el estudio están cubiertos con estantes de libros en sus idiomas originales, casi todos de enseñanza teológica, filosófica y pastoral; de los grandes clásicos latinos y griegos, y muy pocos de literatura contemporánea. Sin embargo, el cardenal Darío Castrillón Hoyos, a sus 69 años, vive y piensa en colombiano, y lo demuestra con orgullo mientras nos enseña su casa cuarto por cuarto. Hay cuadros colgados hasta donde los libros lo permiten. Algunos son antiguos, pero predominan los de arte popular colombiano, ligados de algún modo a la historia pastoral del cardenal. En la capilla donde celebra la misa, todas las mañanas a las seis, el altar está hecho con grabados de artesanía colombiana, y con un Cristo primitivo tallado sobre tablas de madera. El cuadro más notorio y notable, en la sala de recibo, es el episodio bíblico de la Casta Susana que se baña desnuda en la fuente mientras dos ancianos la acechan desde los matorrales. Su autor es el bumangués José Ramón Tarazona, que obtuvo el primer premio en una muestra de arte religioso convocada por el cardenal Castrillón cuando era arzobispo de Bucaramanga. El artista le pintó un velo de última hora para no escandalizar al jurado, y después otro velo encima del primero para regalarle el cuadro al arzobispo. La verdad es que este paisa con perfil de águila está muy lejos de la imagen académica de un cardenal. Su personal de servicio son dos religiosas colombianas menudas y vivaces, de la congregación de la Sagrada Familia, que mantienen la casa con el orden y la limpieza un tanto infantil de los conventos. Son maestras en las cocinas regionales de Colombia y empiezan a serlo en las italianas. El cardenal es de buen comer, pero sus gustos son más nostálgicos que gastronómicos. Prefiere almorzar en su comedor para ocho personas, y a menudo con invitados colombianos. Hace poco sorprendió al presidente Andrés Pastrana y su comitiva con un desayuno antioqueño de fríjoles, arepas y huevos revueltos con chorizo. Es admirable que pueda sostener la casa con su sueldo de Prefecto de la Sagrada Congregación del Clero: cuatro millones de liras, que son menos de dos mil quinientos dólares. El Vaticano tiene un supermercado interno con precios humanitarios, pero la mano de obra italiana no lo es. El electricista le pedía 225.000 liras ‑unos 120 dólares‑ por colgar en el comedor una lámpara de Murano que no lucía en la sala, y el cardenal no tenía sino la tercera parte. Su Volkswagen desgastado lo conduce él mismo porque no tiene presupuesto para chofer, y sólo le corresponde un tanque de gasolina al mes. Su pobreza resulta aún más irónica frente a las enormes sumas de dinero que tiene que manejar por su oficio: ninguna transacción de la Iglesia en el mundo, que sobrepase el medio millón de dólares, puede hacerse sin su autorización. Cuatro cosas llaman la atención en la casa de un pastor de almas: un piano de cola en la biblioteca, un caminador eléctrico y una bicicleta estática en el dormitorio, y un computador de alta calidad y precio elevado en el estudio. No hay problema: el piano es una reliquia familiar con la que el cardenal inició sus estudios de música religiosa, y siguió tocando por vocación canciones colombianas y algunas piezas de grandes maestros. «¿Chopin?», le pregunté con un sesgo de provocación. El movió la cabeza: «Chopin para niños».

 La bicicleta y el caminador, en cambio, son indispensables para un teólogo puro que no se ha dejado oxidar por los años, y cada vez que puede practica el esquí acuático y las carreras de caballos. La bicicleta la abandonó por el caminador eléctrico que usa al amanecer mientras ve los noticieros de televisión, pero le entusiasma la idea de volver a usarla cuando se invente un proyector de video que se controle con los pedales. El computador, por costoso que sea, es de vida o muerte para quien está obligado a una comunicación inmediata y constante con todos los párrocos del mundo. Esto se hizo siempre por correo a través de obispados y congregaciones, y el cardenal Castrillón lo hace ahora con su computador de cuatro gigas, multimedia, donde ha desarrollado una página completa: http://www.clerus.org.

 A sólo unas cuadras de allí están sus oficinas de la Congregación del Clero, con un ventanal privilegiado que domina la plaza de San Pedro y se ven las habitaciones donde trabaja el Papa. Allí se conservan los documentos de todas las instancias del Vaticano, y se concentra la información y se dirige la acción para que cada uno de los sacerdotes del mundo se mantenga al día en el papel de la Iglesia. El servicio se presta en los siete idiomas que el cardenal conoce, además del español: italiano, portugués, inglés, alemán, francés, latín y griego, y ahora estudia el árabe. No es fácil creer que este colombiano raro, cruce impredecible de cultura popular y cautelas renacentistas, es el mismo que manejó sus dos episcopados en Colombia con el rigor de un cura de guerra. La verdad parece ser que desde su ordenación en el seminario de Santa Rosa de Osos, a los veintitrés años, entendió su sacerdocio como una milicia de justicia social, y la ejerce desde entonces ‑como los poetas‑ con el don sobrenatural de la inspiración. Así fue como obispo coadjutor y obispo residente de Pereira durante veintidós años, luego como secretario general y presidente del Consejo Episcopal Latinoamericano (Celam) y al final como arzobispo metropolitano de Bucaramanga hasta que fue llamado a Roma para ser elegido como el sexto cardenal colombiano. «Así como llamaba a los pobres a la diligencia y al trabajo convocaba a los ricos a la distribución inteligente de los bienes y a compartirlos para convivir», ha dicho uno de sus amigos más antiguos. En Pereira, una ciudad próspera y pacífica, se enfrentó a la codicia y los vicios especulativos de los cafeteros. A los que le mandaban cheques de caridad para apaciguar sus conciencias se los devolvía con el encargo de que se preocuparan de las hordas de desamparados que dormían en la calle. A muchos, en especial a los niños, les repartía pan y café a media noche. Admiraba la lucidez y el buen corazón de los loquitos sueltos que se aliviaban el hambre hablando solos. «En lo que hace referencia a la vida y a los Derechos Humanos ‑decía Castrillón‑ los locos pueden tener más razón que los cuerdos». Cuando empezaron a amanecer asesinados, no sólo los locos sino los mendigos, las prostitutas y los huérfanos callejeros, comprendió que alguien estaba ejecutando una interpretación salvaje de su justicia social. El obispo habló de frente con el Comandante de la Policía, sospechoso de los desafueros. Como no le hizo caso lo denunció ante el presidente de la república en persona, pero tampoco tuvo respuesta. Entonces tronó en el púlpito: «Anoche a las once invité a unos muchachos a tomar café. Algunos amanecieron muertos y otros no aparecen. Señor Comandante de la Policía, contésteme: ¿Dónde están mis hijos?». La respuesta fue inmediata: los desaparecidos aparecieron pero nadie resucitó a los muertos, y el señor Comandante se fue de la ciudad. Cuando el narcotráfico amenazó con borrar del mapa a Pereira para presionar contra la extradición, el obispo se disfrazó de civil y fue a encontrarse en Medellín con un Pablo Escobar disfrazado de repartidor de leche a domicilio. Escobar le preguntó altanero a quién representaba. El obispo le contestó en seco: «Sólo represento al que te va a juzgar». Faltó poco para que se confesara. Le preguntó si rezaba el rosario, si había hecho la primera comunión, si se arrepentía de sus crímenes, y le dio la noticia de que los únicos pecados que la Iglesia no perdona son los que se cometen contra el Espíritu Santo. Escobar contestaba entonces con respeto, y aun con humildad. Permitió que le grabara el diálogo, y por último le dio un mensaje para el Presidente de la República: si el gobierno resolvía no extraditarlo, él se comprometía a liquidar el cartel de Medellín, entregar su fortuna y sus armas, y acabar con el terrorismo. El gobierno no aceptó. Pero lo que estremeció al obispo fue que Escobar le dijo al despedirse: «Si tengo que matar a toda Colombia para que no me separen de mi esposa, lo haré sin que me tiemble la mano». Como arzobispo de Bucaramanga su drama fueron las inconsecuencias y el dogmatismo de la guerrilla y los métodos expeditivos de los militares. Ambos se acusaban unos a otros de los mismos pecados, pero el arzobispo no los confundía: «Por la huella de la bota en el barro sabía cuáles eran los soldados y cuáles los guerrilleros». Con todo, en ambos lados le tenían confianza y acudían a él como mediador. Entre las condecoraciones de aquella época, su favorita son seis cartuchos de fusil disparados por ambos bandos, que recogió entre dos fuegos en una escaramuza de soldados y guerrilleros. El los ha hecho engastar juntos en una base de plata con un nombre genérico: Las balas de la paz. Hoy se hace menos ilusiones. Le parece que ni los guerrilleros ni el gobierno tienen un proyecto concreto del país que quieren hacer, y que al cabo de cuarenta años de guerra hay ya una generación con una mentalidad y una cultura que no tienen mucho qué ver con el resto de Colombia. «Cualquiera de esos campesinos se siente con el poder de un ministro y tiene un modo de vida que ha conquistado con las armas», dice. «De modo que el problema no es dialogar sino negociar. Nadie está dispuesto a entregar el poder que tiene sin que le den algo, ni a dar a cambio de nada lo que le ha costado hasta sangre». Su actuación en la presidencia del Celam fue decisiva sin duda para su prominencia actual. Ronald Reagan estaba empecinado en que la iglesia de América Latina había tomado el partido de la revolución armada en complicidad con la guerrilla. El cardenal lo convenció de que una cosa era la complicidad y otra muy distinta eran las coincidencias en la lucha contra la injusticia social. En todo caso ‑precisó el cardenal‑ actuaba dentro del Celam, con autorización del Nuncio y siempre ceñido al pensamiento de Juan Pablo II. No es muy sabido, por otra parte, que intercedió ante el presidente George Bush para que las tropas de Estados Unidos no invadieran a Nicaragua bajo el gobierno de los sandinistas. Su argumento principal era que después de la apertura de Gorbachov era necesario desligar el futuro del pasado. Sus diligencias diplomáticas de entonces fueron tan intensas, y a la vez tan sigilosas, que algunos periodistas grandes tienen la certidumbre de que fue mediador secreto entre Gorbachov y los Estados Unidos en el proceso de distensión. El cardenal lo niega con firmeza, pero también con la melancolía con que se niega un buen secreto del confesionario. El reciente Jueves Santo, cuando me contaba en su casa de Roma estas memorias de sus años intrépidos, no pude resistir la tentación de preguntarle qué interés lo inspiraba para implicarse en tantos enredos terrenales. Su respuesta inmediata me erizó la piel: «No les habría dedicado ni cinco minutos, si no fuera por mi convicción absoluta de que existe la vida eterna». Desde el último semestre de 1995 habían empezado los rumores de que el arzobispo Castrillón sería llamado a Roma. A un grupo de obispos colombianos reunidos en el Vaticano, a principios de 1996, el Papa los recibió con una frase críptica: «Voy a colombianizar la curia». Nadie lo entendió hasta el primero de julio de ese mismo año, cuando la Nunciatura de Bogotá llamó de urgencia al arzobispo para notificarle que había sido nombrado Pro‑prefecto del Clero, con sede en Roma, lo cual le abría el camino para que fuera hecho cardenal en el consistorio siguiente. Castrillón había estado en Roma varias veces, conocía al Papa, habían conversado sobre América Latina y en especial sobre Colombia. Sin embargo, cuando lo recibió por primera vez como Pro‑prefecto, el Papa no lo saludó como siempre con su nombre de pila ‑Darío‑ sino con su segundo apellido: «Buenos días, Hoyos». El lo interpretó como una señal secreta de que no sería cardenal. Se equivocó. El 23 de febrero de 1998, Darío del Niño Jesús, hijo único de Manuel Castrillón Castrillón y María Hoyos Salas, nacido en Medellín el 4 de julio de 1929 bajo el signo zodiacal de los soñadores ‑Cáncer‑ fue investido cardenal diácono de la Santa Iglesia Católica como titular del templo del Santísimo Nombre de María en el Foro de Trajano. Con él fueron consagrados veintiún cardenales más de distintos lugares del mundo, salvo el secretario de la Congregación para la Evangelización de los Pueblos, el croata Giuseppe Kuhac, que había muerto la noche anterior. Otro, el arzobispo de Lyon, Jean Baland, murió a los dos meses. Al Pro‑prefecto de los Santos, el italiano Alberto Bovone, le impusieron el capelo cardenalicio en una clínica de Roma y murió poco después. Cada vez más seducido por la naturalidad casera con que el cardenal me contaba los grandes saltos de su vida, le pregunté: «¿No se asusta cuando le suceden estas cosas?». El me reveló su secreto en paisa puro: desde sus tiempos de cura raso inventó unas oraciones muy cortas, casi instantáneas, y las reza sin falta antes de asumir un riesgo grave. «Por ejemplo ‑me dijo‑ siempre las rezo antes de una entrevista». Y concluyó divertido: «Sobre todo de ésta». Han transcurrido sólo catorce meses desde que fue consagrado, pero se mueve con una seguridad de Pedro por su casa tanto en la vida real de Italia como en la fantasmal del Vaticano; responde distraído a los guardias suizos que se cuadran a su paso, y describe los lugares y sus historias como un guía de turismo profesional. No parece inquietarlo el vértigo de ser mariscal de campo en un inmenso imperio intemporal, con sólo 0.44 kilómetros cuadrados y más de mil millones de súbditos en la Tierra y todos los santos del santoral. No perturba su buen humor el hilo invisible que lo mantiene en contacto con la tropa más grande de la Historia: cuatrocientos y un mil curas de base, que saben de él a diario y reconocen en el computador su voz en siete idiomas. Otros cuatrocientos mil que pertenecen a monasterios y comunidades no dependen de él, pero lo representan cuando ejercen una acción parroquial, como la prédica o el bautismo. Su relación personal con el Papa es buena y frecuente, y tiene audiencia preferencial para asuntos de su ministerio. Dos de las muchas restricciones de la dignidad pontificia es que no se puede hablar por teléfono, y los almuerzos oficiales son siempre de trece en la mesa ‑en memoria de la ┌ltima Cena‑ contra la superstición pagana de que uno de ellos ha de traicionarlo. «Los traidores son sustituibles» se dice. Pero el Papa suele hacer otros almuerzos domésticos de sólo tres personas: él mismo, más un invitado y un testigo. En varias ocasiones, por motivos diversos, el invitado ha sido el cardenal Castrillón. Otros invitados habituales son los cardenales Roger Etchegaray, de Francia, y Camillo Ruini, de Italia. No parece casual que ambos sean papables de dominio público. Una distinción reciente de Castrillón fue haber sido uno de los dos ayudantes del Sumo Pontífice en los actos de esta Semana Santa, y su acólito en la misa crismal. Son hechos cotidianos que los augures acumulan como indicios de sucesión a medida que se recrudecen los quebrantos del Papa. En realidad todos los cardenales son elegibles. Más aún: no se requiere ni siquiera ser sacerdote ni soltero. Cualquier varón bautizado puede serlo, y en la historia de la cristiandad hay casos notables. Los que favorecen a Castrillón se fundan en su identificación integral con la apertura de Juan Pablo II, y en la evidencia de que éste lo trata como un discípulo. En ese sentido es válido pensar en los votos del Tercer Mundo: Asia, ┴frica y América Latina. Además, antes de hacerlo cardenal el Papa le encargó la copresidencia del Sínodo de las Américas, reunión general de obispos que evaluó las tareas cumplidas por la Iglesia y fijó derroteros para el Tercer Milenio. De allí se derivan sus posibilidades actuales de concentrar los votos de los Estados Unidos y Canadá. Total: cuatrocientos millones, que es casi el cincuenta por ciento de los católicos del mundo. Este era el único tema que nos faltaba por tratar el Sábado de Gloria, después de tres días con almuerzos e infusiones de manzanilla a media tarde, además de un concierto espléndido del tenor argentino José Cura en la basílica de Santa María de los ┴ngeles, y largas horas de charlas y añoranzas. Pero cada vez que quise sondear el pensamiento del cardenal sobre los fuertes rumores de su candidatura pontifical, me eludió con elegancia. Y en el momento de la despedida sus razones fueron más elegantes que nunca: «Espero que Dios nos conserve este Papa muchos años para que sea él quien rece sobre mi tumba». Sin embargo, un amigo con más suerte le preguntó si le gustaría ser el escogido, y el cardenal le contestó como un Papa: «No se puede decirle que no al Espíritu Santo». ¿Que pasó con López Trujillo? En 1990, cuando el cardenal Alfonso López Trujillo fue llamado por el papa Juan Pablo II para presidir el Pontificio Consejo para la Familia, uno de los asuntos más sensibles de la presencia de la Iglesia en el mundo, muchos colombianos supieron que, por primera vez, un prelado colombiano llegaba al puro centro del poder en el Vaticano. Por eso algunos llegaron a aventurar entonces que monseñor López Trujillo llegaría a formar parte del grupo exclusivo de los papables. La edad jugaba también a su favor. Había sido hecho cardenal a los 47 años, el 2 de febrero de 1983, siendo arzobispo de Medellín, sin que hubiera una sede vacante.

 López Trujillo se había ganado con creces su nuevo rango, pues había sido uno de los organizadores de los viajes del Papa a América Latina en su calidad de secretario del Celam, y había hecho el papel, con el cardenal alemán Joseph Rõtzinger, de muro de contención de los movimientos liberacionistas e izquierdizantes defensores de la controvertida Teología de la liberación, que amenazaba con volverse hegemónica en Latinoamérica. Su suerte, sin embargo, empezó a cambiar cuando casi de improviso fue llamado a Roma Darío Castrillón Hoyos como Pro‑Prefecto de la Congregación para el Clero. Se le daba así una función que antes sólo era ejercida por un cardenal. Si es normal que países de Europa tengan dos cardenales residentes en el propio corazón de el Vaticano, para los obervadores resultaba por lo menos sorprendente que un país como Colombia gozara de ese privilegio. Pero había algo más. Los analistas encontraron en la decisión del Papa un cambio de rumbo. Superadas las confrontaciones ideológicas en el mundo, la guerra fría y ante la dificultad de abrir caminos de convivencia, la necesidad del momento era la de tender puentes, la de abrir puertas. Para esta urgencia, el perfil de un hombre como Castrillón se acomodaba mucho más que el de López Trujillo: el cruzado del ayer frente al líder del mañana. La aparición de monseñor Castrillón en Roma atrajo hacia él primero la atención y más tarde la admiración de quienes le reconocieron sus cualidades y su capacidad para darle a la Congregación para el Clero la importancia mundial que hoy tiene. Nadie puede discutir la importancia del cardenal López Trujillo en el tema de la vida y la familia por su relación con la política, la economía y la ciencia, pero es preciso aceptar que la tarea de Castrillón es convertir ese tema en acción apostólica. No se puede negar que los dos cardenales representan dos facetas del momento que vive la Iglesia católica.

 

      ***

 

El sabio no dice lo que sabe, y el necio no sabe lo que dice.

Si los hombres han nacido con dos ojos, dos orejas y una sola lengua es porque se debe escuchar y mirar dos veces antes de hablar

Lo que importa verdaderamente en la vida no son los objetivos que nos marcamos, sino los caminos que seguimos para lograrlo.

Hay dos cosas que son infinitas: el universo y la estupidez humana; de la primera no estoy muy seguro.

Hay dos cosas que son infinitas: el universo y la estupidez humana; de la primera no estoy muy seguro.

El nacimiento y la muerte no son dos estados distintos, sino dos aspectos del mismo estado

Las personas son como la Luna. Siempre tienen un lado oscuro que no enseñan a nadie.

Las conversaciones son siempre peligrosas si se tiene algo que ocultar

El saber y la razón hablan, la ignorancia y el error gritan.

Todo está perdido cuando los malos sirven de ejemplo y los buenos de mofa

Algunas personas son tan falsas que ya no distinguen que lo que piensan es justamente lo contrario de lo que dicen.

Produce una inmensa tristeza pensar que la naturaleza habla mientras el género humano no escucha.

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