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Gabriel García Márquez

El coronel no tiene quien le escriba

Gabriel García Márquez (Aracataca, Colombia, 1928) es la figura

más representativa de lo que se ha venido a llamar el «realismo

mágico» hispanoamericano. Aún antes de escribir Cien años de

soledad (novela ya publicada por El Mundo en la colección Millenium

I), donde recrea la geografía imaginaria de Macondo, un lugar aislado

del mundo en el que realidad y mito se confunden, era ya autor de un conjunto de

obras que tienen directa relación con esta narración. Otras obras memorables son:

El coronel no tiene quien le escriba, El otoño del patriarca, Crónica de una muerte

anunciada (volumen número 5 de esta colección), El amor en los tiempos del cólera

y varias colecciones de cuentos magistrales. En 1982 recibió el Premio Nobel de

Literatura.

Consideradas a veces las obras anteriores a Cien años de soledad como

acercamiento o tentativa de la gran novela que habría de llegar, cada vez más la

crítica subraya el valor que, en sí mismos, poseen esos títulos tempranos, que no

primerizos, de García Márquez, por encima de los elementos que los conectan con

su gran novela. Tal es el caso de El coronel no tiene quien le escriba, segundo de

sus libros. «Sería un error descartarlos como intentos frustrados; particularmente

El coronel no tiene quien le escriba es una pequeña obra maestra del estilo

condensado de García Márquez» (José Miguel Oviedo). Con todo, y

dada la fuerza del mundo macondino del autor, es difícil sustraerse a señalar

semejanzas y diferencias entre ambos títulos.

En El coronel no tiene quien le escriba ya hay un germen de desmesura, concretamente en lo que al tiempo se

refiere (esa larga espera del protagonista por su pensión siempre demorada); está, desde luego, el tema de la

soledad; las reiteraciones de ciertos elementos, las guerras como telón de fondo, el simbolismo de algunos objetos

(o animales: el gallo, que es la herencia del hijo muerto). El lenguaje, sin embargo, es sobrio, contenido, y el relato

casi en línea recta, aunque el peculiar sentido del ritmo, las interminables idas y venidas del protagonista, que

provocan una cierta obsesión en el lector, resulta fundamental y confiere carácter a esta novela que ha sido

llevada al cine recientemente, y con acierto, por el director mexicano Arturo Ripstein, con la actriz española

Marisa Paredes en el papel de la paciente mujer del coronel.

Prólogo

José Manuel Caballero Bonald

Cuando leí El coronel no tiene quien le escriba tuve la sensación de reconocer el

pueblo innominado en que se desarrolla la acción de la novela, cuya primera edición

en la colombiana revista «Mito» data de 1958. El caso es que, no mucho después de

esa lectura, cuando yo vivía en Bogotá, realicé una travesía por el rió Magdalena en

un vapor propulsado por ruedas de paletas, desde Barrancabermeja, en la zona

selvática de Casabe, hasta la mar caribe de Barranquilla. Las sucintas

descripciones del espacio físico en que enmarca García Márquez su novela,

coincidían por algún razonable motivo con uno de esos pequeños puertos en que

recalaba, fugazmente mi barco. Aunque el narrador no proporcione ninguna pista,

llegué a convencerme entonces de que el pueblo en que el coronel esperaba la carta

que nunca llegó era Magangué, una especie de balcón fluvial de las sabanas de

Bolívar, no lejos ya del Atlántico. Tampoco es que esa localización suponga ningún

dato relevante, pero me agrada ese presunto hallazgo del lugar desapacible en que

malvivía aquel viejo ex combatiente revolucionario. Las imágenes portuarias, la

presencia sensible del río, las callejas una y otra vez recorridas por la triste figura

del coronel, ese «laberinto de almacenes y barracas con mercancías de colores en

exhibición», remitían sin duda al puerto fluvial de Magangué, por donde yo anduve

justo cuando El coronel no tiene quien le escriba se publicaba en libro (Medellín,

Aguirre, 1961). Incluso es muy posible que me cruzara con el coronel durante alguno

de sus obstinados paseos hasta el muelle para vigilar cada viernes, a lo largo de

más de un cuarto de siglo, la llegada de la lancha del correo.

Después de algunos cuentos y reportajes publicados a partir de 1947 y de la

novela La hojarasca (Bogotá, Ediciones S. L. B., 1955), viene por su orden

cronológico El coronel no tiene quien le escriba. Si bien García Márquez aún no había

alcanzado el general reconocimiento que le deparó Cien años de soledad (Buenos

Aires, Sudamericana, 1967), ya estaban ahí estabilizados sus más reconocibles

modales estilísticos. La dinámica expresiva, la agudeza de la adjetivación, la

atractiva estructura del texto, avisan -o son una consecuencia- de las mejores trazas

narrativas de García Márquez. Pero en El coronel no tiene quien le escriba hay como

una limpieza retórica muy especial, como si la poética de su autor no se hubiese

perfeccionado todavía con el uso. La novela supone, en efecto, un acabado modelo

de sencillez, de naturalidad discursiva y hasta de inocencia verbal. Montada sobre

unos aparejos literarios extremadamente simples, todo queda sujeto a la pericia del

narrador para dotar al texto de unas persuasivas recetas léxicas y sintácticas y

mantener constantemente en vilo la atención del lector. Incluso se podría hablar de

esa rara astucia de que se vale García Márquez en el suministro de sorpresas

expresivas y en la escueta manifestación de lo aparentemente complejo.

La trama de la novela responde asimismo a una sobria conducción temática.

No hay intermitencias ni desvíos, todo se ajusta al explícito relato de la vida

cotidiana del protagonista. Víctima de la insolidaridad y el abandono, ese anónimo

coronel, veterano de la «última guerra civil», lleva veinticinco años confiando

vanamente en la ratificación oficial de la pensión que le correspondía. «Nunca es

demasiado tarde para nada», proclama sentenciosamente. Abocado a la miseria,

torturado por el desdén y el olvido, el coronel se enfrenta cada día a una indigencia

laboriosamente compartida con su mujer, enferma de asma. No hay respiro en esa

menesterosa y dramática tesitura vital. El coronel invalida como puede su dignidad

sobreviviendo con préstamos y equilibrios difíciles. Ha ido vendiendo todo lo

vendible que había en su ruinosa casa, menos un gallo de pelea que mantiene a

costa de la propia y definitiva vecindad con el hambre. ¿Por qué esa resistencia

última a desprenderse de un gallo cuya sola alimentación incluso le exige al coronel

sacrificios imposibles?

Tal vez habría que adjudicarle a ese gallo, como hace Mario Vargas Llosa en su

estudio García Márquez: Historia de un deicidio (Barral, 1971), un cierto rango de

metáfora política. Aunque la hipótesis puede resultar demasiado rebuscada, esa

desconcertante actitud del coronel negándose a vender un gallo que había sido de

su hijo, asesinado por repartir hojas clandestinas, puede corresponderse con un

fondo de entereza frente a una determinada situación política. Aunque en ningún

momento se haga referencia expresa a esa situación, su aliento subyace en toda la

novela, se filtra de continuo en los diálogos de los personajes: el toque de queda, la

resistencia armada, la censura del padre Angel, la batida de la policía, los

privilegios de don Sabas y toda una serie de sobreentendidos y medias tintas que

definen sin mayores matices el tenso clima político del pueblo.

La ambientación local de El coronel no tiene quien le escriba incide en una desolación

a veces atenuada por algún negro rasgo humorístico, pero tampoco se aportan

informaciones concretas sobre el paisaje urbano. Sólo se entrevé lo que sugiere el

itinerario angustioso del coronel. la administración de correos, la sastrería, el

consultorio del médico, la gallera, el despacho del abogado... Y luego queda la

imagen general del pueblo aplastado por la asfixia hedionda del calor y la

incansable cobertura de la lluvia: «todo será distinto cuando acabe de llover». Unos

escasos detalles decorativos, unas pocas pinceladas bastan para completar una

composición suficiente del escenario. Yen medio de las desdichas cotidianas, como

en un sistema poético de vasos comunicantes, reaparece el mundo entre ficticio y

real que ocupa todo el espacio imaginativo de García Márquez: Macondo, de donde

salió el coronel para entregarle a Aureliano Buendía los fondos de la Revolución. Ya

sí vuelve también a reactivarse la cruel esperanza de que un día llegará la carta en

que se le anuncia al coronel el otorgamiento de su pensión. Todo el alcance social y

literario de la novela se apoya en esa injusticia y ese infortunio.

El coronel no tiene quien le escriba

Gabriel García Márquez

4

El coronel destapó el tarro del café y comprobó que no había más de una

cucharadita. Retiró la olla del fogón, vertió la mitad del agua en el piso de tierra, y con

un cuchillo raspó el interior del tarro sobre la olla hasta cuando se desprendieron las

últimas raspaduras del polvo de café revueltas con óxido de lata.

Mientras esperaba a que hirviera la infusión, sentado junto a la hornilla de barro

cocido en una actitud de confiada e inocente expectativa, el coronel experimentó la

sensación de que nacían hongos y lirios venenosos en sus tripas. Era octubre. Una

mañana difícil de sortear, aun para un hombre como él que había sobrevivido a tantas

mañanas como ésa. Durante cincuenta v seis años -desde cuando terminó la última

guerra civil- el coronel no había hecho nada distinto de esperar. Octubre era una de las

pocas cosas que llegaban.

Su esposa levantó el mosquitero cuando lo vio entrar al dormitorio con el café. Esa

noche había sufrido una crisis de asma y ahora atravesaba por un estado de sopor.

Pero se incorporó para recibir la taza.

-Y tú -dijo.

-Ya tomé -mintió el coronel-. Todavía quedaba una cucharada grande.

En ese momento empezaron los dobles. El coronel se había olvidado del entierro.

Mientras su esposa tomaba el café, descolgó la hamaca en un extremo y la enrolló en

el otro, detrás de la puerta. La mujer pensó en el muerto.

-Nació en 1922 -dijo-. Exactamente un mes después de nuestro hijo. El siete de

abril.

Siguió sorbiendo el café en las pausas de su respiración pedregosa. Era una mujer

construida apenas en cartílagos blancos sobre una espina dorsal arqueada e inflexible.

Los trastornos respiratorios la obligaban a preguntar afirmando. Cuando terminó el

café todavía estaba pensando en el muerto.

Debe ser horrible estar enterrado en octubre», dijo. Pero su marido no le puso

atención. Abrió la ventana. Octubre se había instalado en el patio. Contemplando la

vegetación que reventaba en verdes intensos, las minúsculas tiendas de las lombrices

en el barro, el coronel volvió a sentir el mes aciago en los intestinos.

-Tengo los huesos húmedos -dijo.

-Es el invierno -replicó la mujer-. Desde que empezó a llover te estoy diciendo que

duermas con las medias puestas.

-Hace una semana que estoy durmiendo con ellas.

Llovía despacio pero sin pausas. El coronel habría preferido envolverse en una

manta de lana y meterse otra vez en la hamaca. Pero la insistencia de los bronces

rotos le recordó el entierro. «Es octubre», murmuró, y caminó hacia el centro del

cuarto. Sólo entonces se acordó del gallo amarrado a la pata de la cama. Era un gallo

de pelea.

Después de llevar la taza a la cocina dio cuerda en la sala a un reloj de péndulo

montado en un marco de madera labrada. A diferencia del dormitorio, demasiado

estrecho para la respiración de una asmática, la sala era amplia, con cuatro mecedoras

de fibra en torno a una mesita con un tapete y un gato de yeso. En la pared opuesta a

la del reloj, el cuadro de una mujer entre tules rodeada de amorines en una barca

cargada de rosas.

El coronel no tiene quien le escriba

Gabriel García Márquez

5

Eran las siete y veinte cuando acabó de dar cuerda al reloj. Luego llevó el gallo a la

cocina, lo amarró a un soporte de la hornilla, cambió el agua al tarro y puso al lado un

puñado de maíz. Un grupo de niños penetró por la cerca desportillada. Se sentaron en

torno al gallo, a contemplarlo en silencio.

-No miren más a ese animal -dijo el coronel-. Los gallos se gastan de tanto mirarlos.

Los niños no se alteraron. Uno de ellos inició en la armónica los acordes de una

canción de moda. «No toques hoy», le dijo el coronel. «Hay muerto en el pueblo.» El

niño guardó el instrumento en el bolsillo del pantalón y el coronel fue al cuarto a

vestirse para el entierro.

La ropa blanca estaba sin planchar a causa del asma de la mujer. De manera que el

coronel tuvo que decidirse por el viejo traje de paño negro que después de su

matrimonio sólo usaba en ocasiones especiales. Le costó trabajo encontrarlo en el

fondo del baúl, envuelto en periódicos y preservado contra las polillas con bolitas de

naftalina. Estirada en la cama la mujer seguía pensando en el muerto.

-Ya debe haberse encontrado con Agustín -dijo-. Puede ser que no le cuente la

situación en que quedamos después de su muerte.

-A esta hora estarán discutiendo de gallos -dijo el coronel.

Encontró en el baúl un paraguas enorme y antiguo. Lo había ganado la mujer en

uná tómbola política destinada a recolectar fondos para el partido del coronel. Esa

misma noche asistieron a un espectáculo al aire libre que no fue interrumpido a pesar

de la lluvia. El coronel, su esposa y su hijo Agustín -que entonces tenía ocho añospresenciaron

el espectáculo hasta el final, sentados bajo el paraguas. Ahora Agustín

estaba muerto y el forro de raso brillante había sido destruido por las polillas.

-Mira en lo que ha quedado nuestro paraguas de payaso de circo -dijo el coronel con

una antigua frase suya. Abrió sobre su cabeza un misterioso sistema de varillas

metálicas-. Ahora sólo sirve para contar las estrellas.

Sonrió. Pero la mujer no se tomó el trabajo de mirar el paraguas. «Todo está así»,

murmuró. «Nos estamos pudriendo vivos.» Y cerró los ojos para pensar más

intensamente en el muerto.

Después de afeitarse al tacto -pues carecía de espejo desde hacía mucho tiempo- el

coronel se vistió en silencio. Los pantalones, casi tan ajustados a las piernas como los

calzoncillos largos, cerrados en los tobillos con lazos corredizos, se sostenían en la

cintura con dos lengüetas del mismo paño que pasaban a través de dos hebillas

doradas cosidas a la altura de los riñones. No usaba correa. La camisa color de cartón

antiguo, dura como un cartón, se cerraba con un botón de cobre que servía al mismo

tiempo para. sostener el cuello postizo. Pero el cuello postizo estaba roto, de manera

que el coronel renunció a la corbata.

Hacía cada cosa como si fuera un acto trascendental. Los huesos de sus manos

estaban forrados por un pellejo lúcido y tenso, manchado de carate como la piel del

cuello. Antes de ponerse los botines de charol raspó el barro incrustado en la costura.

Su esposa lo vio en ese instante, vestido como el día de su matrimonio. Sólo entonces

advirtió cuánto había envejecido su esposo.

-Estás como para un acontecimiento -dijo.

-Este entierro es un acontecimiento -dijo el coronel-. Es el primer muerto de muerte

natural que tenemos en muchos años.

El coronel no tiene quien le escriba

Gabriel García Márquez

6

Escampó después de las nueve. El coronel se disponía a salir cuando su esposa lo

agarró por la manga del saco.

-Péinate -dijo.

Él trató de doblegar con un peine de cuerno las cerdas color de acero. Pero fue un

esfuerzo inútil.

-Debo parecer un papagayo -dijo.

La mujer lo examinó. Pensó que no. El coronel no parecía un papagayo. Era un

hombre árido, de huesos sólidos articulados a tuerca y tornillo. Por la vitalidad de sus

ojos no parecía conservado en formol.

«Así estás bien», admitió ella, y agregó cuando su marido abandonaba el cuarto:

-Pregúntale al doctor si en esta casa le echamos agua caliente.

Vivían en el extremo del pueblo, en una casa de techo de palma con paredes de cal

desconchadas. La humedad continuaba pero no llovía. El coronel descendió hacia la

plaza por un callejón de casas apelotonadas. Al desembocar a la calle central sufrió un

estremecimiento. Hasta donde alcanzaba su vista el pueblo estaba tapizado de flores.

Sentadas a la puerta de las casas las mujeres de negro esperaban el entierro.

En la plaza comenzó otra vez la llovizna. El propietario del salón de billares vio al

coronel desde la puerta de su establecimiento y le gritó con los brazos abiertos:

-Coronel, espérese y le presto un paraguas.

El coronel respondió sin volver la cabeza.

-Gracias, así voy bien.

Aún no había salido el entierro. Los hombres -vestidos de blanco con corbatas

negras- conversaban en la puerta bajo los paraguas. Uno de ellos vio al coronel

saltando sobre los charcos de la plaza.

-Métase aquí, compadre -gritó.

Hizo espacio bajo el paraguas.

-Gracias, compadre -dijo el coronel.

Pero no aceptó la invitación. Entró directamente a la casa para dar el pésame a la

madre del muerto. Lo primero que percibió fue el olor de muchas flores diferentes.

Después empezó el calor. El coronel trató de abrirse camino a través de la multitud

bloqueada en la alcoba. Pero alguien le puso una mano en la espalda, lo empujó hacia

el fondo del cuarto por una galería de rostros perplejos hasta el lugar donde se

encontraban -profundas y dilatadas- las fosas nasales del muerto.

Allí estaba la madre espantando las moscas del ataúd con un abanico de palmas

trenzadas. Otras mujeres vestidas de negro contemplaban el cadáver con la misma

expresión con que se mira la corriente de un río. De pronto empezó una voz en el

fondo del cuarto. El coronel hizo de lado a una mujer, encontró de perfil a la madre del

muerto y le puso una mano en el hombro. Apretó los dientes.

-Mi sentido pésame -dijo.

Ella no volvió la cabeza. Abrió la boca y lanzó un aullido. El coronel se sobresaltó. Se

sintió empujado contra el cadáver por una masa deforme que estalló en un vibrante

alarido. Buscó apoyo con las manos pero no encontró la pared. Había otros cuerpos en

su lugar. Alguien dijo junto a su oído, despacio, con una voz muy tierna: «Cuidado,

coronel». Volteó la cabeza y se encontró con el muerto. Pero no lo reconoció porque

era duro y dinámico y parecía tan desconcertado como él, envuelto en trapos blancos y

El coronel no tiene quien le escriba

Gabriel García Márquez

7

con el cornetín en las manos. Cuando levantó la cabeza para buscar el aire por encima

de los gritos vio la caja tapada dando tumbos hacia la puerta por una pendiente de

flores que se despedazaban contra las paredes. Sudó. Le dolían las articulaciones. Un

momento después supo que estaba en la calle porque la llovizna le maltrató los

párpados y alguien lo agarró por el brazo y le dijo:

Apúrese, compadre, lo estaba esperando.

Era don Sabas, el padrino de su hijo muerto, el único dirigente de su partido que

escapó a la persecución política y continuaba viviendo en el pueblo. «Gracias,

compadre», dijo el coronel, y caminó en silencio bajo el paraguas. La banda inició la

marcha fúnebre. El coronel advirtió la falta de un cobre y por primera vez tuvo la

certidumbre de que el muerto estaba muerto.

-El pobre -murmuró.

Don Sabas carraspeó. Sostenía el paraguas con la mano izquierda, el mango casi a

la altura de la cabeza pues era más bajo que el coronel. Los hombres empezaron a

conversar cuando el cortejo abandonó la plaza. Don Sabas volvió entonces hacia el

coronel su rostro desconsolado, y dijo:

-Compadre, qué hay del gallo.

Ahí está el gallo -respondió el coronel.

En ese instante se oyó un grito:

-¿Adónde van con ese muerto?

El coronel levantó la vista. Vio al alcalde en el balcón del cuartel en una actitud

discursiva. Estaba en calzoncillos y franela, hinchada la mejilla sin afeitar. Los músicos

suspendieron la marcha fúnebre. Un momento después el coronel reconoció la voz del

padre Ángel conversando a gritos con el alcalde. Descifró el diálogo a través de la

crepitación de la lluvia sobre los paraguas.

-¿Entonces? -preguntó don Sabas.

-Entonces nada -respondió el coronel-. Que el entierro no puede pasar frente al

cuartel de la policía.

-Se me había olvidado -exclamó don Sabas-. Siempre se me olvida que estamos en

estado de sitio.

-Pero esto no es una insurrección -dijo el coronel-. Es un pobre músico muerto.

El cortejo cambió de sentido. En los barrios bajos las mujeres lo vieron pasar

mordiéndose las uñas en silencio. Pero después salieron al medio de la calle y lanzaron

gritos de alabanzas, de gratitud y despedida, como si creyeran que el muerto las

escuchaba dentro del ataúd. El coronel se sintió mal en el cementerio. Cuando don

Sabas lo empujó hacia la pared para dar paso a los hombres que transportaban al

muerto, volvió su cara sonriente hacia él, pero se encontró con un rostro duro.

-Qué le pasa, compadre -preguntó.

El coronel suspiró.

-Es octubre, compadre.

Regresaron por la misma calle. Había escampado. El cielo se hizo profundo, de un

azul intenso. «Ya no llueve más», pensó el coronel, y se sintió mejor, pero continuó

absorto. Don Sabas lo interrumpió.

-Compadre, hágase ver del médico.

El coronel no tiene quien le escriba

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-No estoy enfermo -dijo el coronel-. Lo que pasa es que en octubre siento como si

tuviera animales en las tripas.

«Ah», hizo don Sabas. Y se despidió en la puerta de su casa, un edificio nuevo, de dos

pisos, con ventanas de hierro forjado. El coronel se dirigió a la suya desesperado por

abandonar el traje de ceremonias. Volvió a salir un momento después a comprar en la

tienda de la esquina un tarro de café y media libra de maíz para el gallo.

El coronel no tiene quien le escriba

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9

El coronel se ocupó del gallo a pesar de que el jueves habría preferido permanecer

en la hamaca. No escampó en varios días. En el curso de la semana reventó la flora de

sus vísceras. Pasó varias noches en vela, atormentado por los silbidos pulmonares de

la asmática. Pero octubre concedió una tregua el viernes en la tarde. Los compañeros

de Agustín -oficiales de sastrería, como lo fue él, y fanáticos de la galleraaprovecharon

la ocasión para examinar el gallo. Estaba en forma.

El coronel volvió al cuarto cuando quedó solo en la casa con su mujer. Ella había

reaccionado.

-Qué dicen -preguntó.

-Entusiasmados -informó el coronel-. Todos están ahorrando para apostarle al gallo.

-No sé qué le han visto a ese gallo tan feo -dijo la mujer-. A mí me parece un

fenómeno: tiene la cabeza muy chiquita para las patas.

-Ellos dicen que es el mejor del Departamento -replicó el coronel-. Vale como

cincuenta pesos.

Tuvo la certeza de que ese argumento justificaba su determinación de conservar el

gallo, herencia del hijo acribillado nueve meses antes en la gallera, por distribuir

información clandestina. «Es una ilusión que cuesta caro», dijo la mujer. «Cuando se

acabe el maíz tendremos que alimentarlo con nuestros hígados.» El coronel se tomó

todo el tiempo para pensar mientras buscaba los pantalones de dril en el ropero.

-Es por pocos meses -dijo-. Ya se sabe con seguridad que hay peleas en enero.

Después podemos venderlo a mejor precio.

Los pantalones estaban sin planchar. La mujer los estiró sobre la hornilla con dos

planchas de hierro calentadas al carbón.

-Cuál es el apuro de salir a la calle -preguntó.

-El correo.

«Se me había olvidado que hoy es viernes», comentó ella de regreso al cuarto. El

coronel estaba vestido pero sin los pantalones. Ella observó sus zapatos.

Ya esos zapatos están de botar -dijo-. Sigue poniéndote los botines de charol.

El coronel se sintió desolado.

-Parecen zapatos de huérfano -protestó-. Cada vez que me los pongo me siento

fugado de un asilo.

-Nosotros somos huérfanos de nuestro hijo -dijo la mujer.

También esta vez lo persuadió. El coronel se dirigió al puerto antes de que pitaran

las lanchas. Botines de charol, pantalón blanco sin correa y la camisa sin el cuello

postizo, cerrada arriba con el botón de cobre. Observó la maniobra de las lanchas

desde el almacén del sirio Moisés. Los viajeros descendieron estragados después de

ocho horas sin cambiar de posición. Los mismos de siempre: vendedores ambulantes y

la gente del pueblo que había viajado la semana anterior y regresaba a la rutina.

La última fue la lancha del correo. El coronel la vio atracar con una angustiosa

desazón. En el techo, amarrado a los tubos del vapor y protegido con tela encerada,

descubrió el saco del correo. Quince años de espera habían agudizado su intuición. El

gallo había agudizado su ansiedad. Desde el instante en que el administrador de

El coronel no tiene quien le escriba

Gabriel García Márquez

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correos subió a la lancha, desató el saco y se lo echó a la espalda, el coronel lo tuvo a

la vista.

Lo persiguió por la calle paralela al puerto, un laberinto de almacenes y barracas con

mercancías de colores en exhibición. Cada vez que lo hacía, el coronel experimentaba

una ansiedad muy distinta pero tan apremiante como el terror. El médico esperaba los

periódicos en la oficina de correos.

-Mi esposa le manda preguntar si en la casa le echaron agua caliente, doctor -le dijo

el coronel.

Era un médico joven con el cráneo cubierto de rizos charolados. Había algo increíble

en la perfección de su sistema dental. Se interesó por la salud de la asmática. El

coronel suministró una información detallada sin descuidar los movimientos del

administrador que distribuía las cartas en las casillas clasificadas. Su indolente manera

de actuar exasperaba al coronel.

El médico recibió la correspondencia con el paquete de los periódicos. Puso a un

lado los boletines de propaganda científica. Luego leyó superficialmente las cartas

personales. Mientras tanto, el administrador distribuyó el correo entre los destinatarios

presentes. El coronel observó la casilla que le correspondía en el alfabeto. Una carta

aérea de bordes azules aumentó la tensión de sus nervios.

El médico rompió el sello de los periódicos. Se informó de las noticias destacadas

mientras el coronel -fija la vista en su casilla- esperaba que el administrador se

detuviera frente a ella. Pero no lo hizo. El médico interrumpió la lectura de los

periódicos. Miró al coronel. Después miró al administrador sentado frente a los

instrumentos del telégrafo y después otra vez al coronel.

-Nos vamos -dijo.

El administrador no levantó la cabeza.

-Nada para el coronel -dijo.

El coronel se sintió avergonzado.

-No esperaba nada -mintió. Volvió hacia el médico una mirada enteramente infantil-.

Yo no tengo quien me escriba.

Regresaron en silencio. El médico concentrado en los periódicos. El coronel con su

manera de andar habitual que parecía la de un hombre que desanda el camino para

buscar una moneda perdida. Era una tarde lúcida. Los almendros de la plaza soltaban

sus últimas hojas podridas. Empezaba a anochecer cuando llegaron a la puerta del

consultorio.

-Qué hay de noticias -preguntó el coronel.

El médico le dio varios periódicos.

-No se sabe -dijo-. Es difícil leer entre líneas lo que permite publicar la censura.

El coronel leyó los titulares destacados. Noticias internacionales. Arriba, a cuatro

columnas, una crónica sobre la nacionalización del canal de Suez. La primera página

estaba casi completamente ocupada por las invitaciones a un entierro.

-No hay esperanzas de elecciones -dijo el coronel.

-No sea ingenuo, coronel -dijo el médico-. Ya nosotros estamos muy grandes para

esperar al Mesías.

El coronel trató de devolverle los periódicos pero el médico se opuso.

-Lléveselos para su casa -dijo-. Los lee esta noche y me los devuelve mañana.

El coronel no tiene quien le escriba

Gabriel García Márquez

11

Un poco después de las siete sonaron en la torre las campanadas de la censura

cinematográfica. El padre Ángel utilizaba ese medio para divulgar la calificación moral

de la película de acuerdo con la lista clasificada que recibía todos los meses por correo.

La esposa del coronel contó doce campanadas.

-Mala para todos -dijo-. Hace como un año que las películas son malas para todos.

Bajó la tolda del mosquitero y murmuró: «El mundo está corrompido». Pero el

coronel no hizo ningún comentario. Antes de acostarse amarró el gallo a la pata de la

cama. Cerró la casa y fumigó insecticida en el dormitorio. Luego puso la lámpara en el

suelo, colgó la hamaca y se acostó a leer los periódicos.

Los leyó por orden cronológico y desde la primera página hasta la última, incluso los

avisos. A las once sonó el clarín del toque de queda. El coronel concluyó la lectura

media hora más tarde, abrió la puerta del patio hacia la noche impenetrable, y orinó

contra el horcón, acosado por los zancudos. Su esposa estaba despierta cuando él

regresó al cuarto.

-No dicen nada de los veteranos -preguntó.

-Nada -dijo el coronel. Apagó la lámpara antes de meterse en la hamaca-. Al

principio por lo menos publicaban la lista de los nuevos pensionados. Pero hace como

cinco años que no dicen nada.

Llovió después de la medianoche. El coronel concilió el sueño pero despertó un

momento después alarmado por sus intestinos. Descubrió una gotera en algún lugar

de la casa. Envuelto en una manta de lana hasta la cabeza trató de localizar la gotera

en la oscuridad. Un hilo de sudor helado resbaló por su columna vertebral. Tenía

fiebre. Se sintió flotando en círculos concéntricos dentro de un estanque de gelatina.

Alguien habló. El coronel respondió desde su catre de revolucionario.

-Con quién hablas -preguntó la mujer.

-Con el inglés disfrazado de tigre que apareció en el campamento del coronel

Aureliano Buendía -respondió el coronel. Se revolvió en la hamaca, hirviendo en la

fiebre-. Era el duque de Marlborough.

Amaneció estragado. Al segundo toque para misa saltó de la hamaca y se instaló en

una realidad turbia alborotada por el canto del gallo. Su cabeza giraba todavía en

círculos concéntricos. Sintió náuseas. Salió al patio y se dirigió al excusado a través del

minucioso cuchicheo y los sombríos olores del invierno. El interior del cuartito de

madera con techo de zinc estaba enrarecido por el vapor amoniacal del bacinete.

Cuando el coronel levantó la tapa surgió del pozo un vaho de moscas triangulares.

Era una falsa alarma. Acuclillado en la plataforma de tablas sin cepillar experimentó

la desazón del anhelo frustrado. El apremio fue sustituido por un dolor sordo en el tubo

digestivo. «No hay duda», murmuró. «Siempre me sucede lo mismo en octubre.» Y

asumió su actitud de confiada e inocente expectativa hasta cuando se apaciguaron los

hongos de sus vísceras. Entonces volvió al cuarto por el gallo.

-Anoche estabas delirando de fiebre- dijo la mujer.

Había comenzado a poner orden en el cuarto, repuesta de una semana de crisis. El

coronel hizo un esfuerzo para recordar.

-No era fiebre -mintió-. Era otra vez el sueño de las telarañas.

Como ocurría siempre, la mujer surgió excitada de la crisis. En el curso de la

mañana volteó la casa al revés. Cambió el lugar de cada cosa, salvo el reloj y el cuadro

de la ninfa. Era tan menuda y elástica que cuando transitaba con sus babuchas de

El coronel no tiene quien le escriba

Gabriel García Márquez

12

pana y su traje negro enteramente cerrado parecía tener la virtud de pasar a través de

las paredes. Pero antes de las doce había recobrado su densidad, su peso humano. En

la cama era un vacío. Ahora, moviéndose entre los tiestos de helechos y begonias, su

presencia desbordaba la casa. «Si Agustín tuviera su año me pondría a cantar», dijo,

mientras revolvía la olla donde hervían cortadas en trozos todas las cosas de comer

que la tierra del trópico es capaz de producir.

-Si tienes ganas de cantar, canta -dijo el coronel-. Esto es bueno para la bilis.

El médico vino después del almuerzo. El coronel y su esposa tomaban café en la

cocina cuando él empujó la puerta de la calle y gritó:

-Se murieron los enfermos.

El coronel se levantó a recibirlo.

Así es, doctor -dijo dirigiéndose a la sala-. Yo siempre he dicho que su reloj anda

con el de los gallinazos.

La mujer fue al cuarto a prepararse para el examen. El médico permaneció en la

sala con el coronel. A pesar del calor, su traje de lino intachable exhalaba un hálito de

frescura. Cuando la mujer anunció que estaba preparada, el médico entregó al coronel

tres pliegos dentro de un sobre. Entró al cuarto, diciendo: «Es lo que no decían los

periódicos de ayer».

El coronel lo suponía. Era una síntesis de los últimos acontecimientos nacionales

impresa en mimeógrafo para la circulación clandestina. Revelaciones sobre el estado

de la resistencia armada en el interior del país. Se sintió demolido. Diez años de

informaciones clandestinas no le habían enseñado que ninguna noticia era más

sorprendente que la del mes entrante. Había terminado de leer cuando el médico

volvió a la sala.

-Esta paciente está mejor que yo -dijo-. Con un asma como ésa yo estaría

preparado para vivir cien años.

El coronel lo miró sombríamente. Le devolvió el sobre sin pronunciar una palabra,

pero el médico lo rechazó.

-Hágala circular -dijo en voz baja.

El coronel guardó el sobre en el bolsillo del pantalón. La mujer salió del cuarto

diciendo: «Un día de éstos me muero y me lo llevo a los infiernos, doctor». El médico

respondió en silencio con el estereotipado esmalte de sus dientes. Rodó una silla hacia

la mesita y extrajo del maletín varios frascos de muestras gratuitas. La mujer pasó de

largo hacia la cocina.

-Espérese y le caliento el café.

-No, muchas gracias -lijó el médico. Escribió la dosis en una hoja del formulario-. Le

niego rotundamente la oportunidad de envenenarme.

Ella rió en la cocina. Cuando acabó de escribir, el médico leyó la fórmula en voz alta

pues tenía conciencia de que nadie podía descifrar su escritura. El coronel trató de

concentrar la atención. De regreso de la cocina la mujer descubrió en su rostro los

estragos de la noche anterior.

-Esta madrugada tuvo fiebre -dijo, refiriéndose a su marido-. Estuvo como dos

horas diciendo disparates de la guerra civil.

El coronel se sobresaltó.

El coronel no tiene quien le escriba

Gabriel García Márquez

13

«No era fiebre», insistió, recobrando su compostura. «Además -dijo-, el día que me

sienta mal no me pongo en manos de nadie. Me boto yo mismo en el cajón de la

basura.»

Fue al cuarto a buscar los periódicos.

-Gracias por la flor -dijo el médico.

Caminaron juntos hacia la plaza. El aire estaba seco. El betún de las calles

empezaba a fundirse con el calor. Cuando el médico se despidió, el coronel le preguntó

en voz baja, con los dientes apretados:

-Cuánto le debemos, doctor.

-Por ahora nada -dijo el médico, y le dio una palmadita en la espalda-. Ya le pasaré

una cuenta gorda cuando gane el gallo.

El coronel se dirigió a la sastrería a llevar la carta clandestina a los compañeros de

Agustín. Era su único refugio desde cuando sus copartidarios fueron muertos o

expulsados del pueblo, y él quedó convertido en un hombre solo sin otra ocupación

que esperar el correo todos los viernes.

El calor de la tarde estimuló el dinamismo de la mujer. Sentada entre las begonias

del corredor junto a una caja de ropa inservible, hizo otra vez el eterno milagro de

sacar prendas nuevas de la nada. Hizo cuellos de mangas y puños de tela de la

espalda y remiendos cuadrados, perfectos, aun con retazos de diferente color. Una

cigarra instaló su pito en el patio. El sol maduró. Pero ella no lo vio agonizar sobre las

begonias. Sólo levantó la cabeza al anochecer cuando el coronel volvió a la casa.

Entonces se apretó el cuello con las dos manos, se desajustó las coyunturas; dijo:

«Tengo el cerebro tieso como un palo».

-Siempre lo has tenido así -dijo el coronel, pero luego observó el cuerpo de la mujer

enteramente cubierto de retazos de colores-. Pareces un pájaro carpintero.

-Hay que ser medio carpintero para vestirte -dijo ella. Extendió una camisa

fabricada con género de tres colores diferentes, salvo el cuello y los puños que eran

del mismo color-. En los carnavales te bastará con quitarte el saco.

La interrumpieron las campanadas de las seis. «El ángel del Señor anunció a María»,

rezó en voz alta, dirigiéndose con la ropa al dormitorio. El coronel conversó con los

niños que al salir de la escuela habían ido a contemplar el gallo. Luego recordó que no

había maíz para el día siguiente y entró al dormitorio a pedir dinero a su mujer.

-Creo que ya no quedan sino cincuenta centavos -dijo ella.

Guardaba el dinero bajo la estera de la cama, anudado en la punta de un pañuelo.

Era el producto de la máquina de coser de Agustín. Durante nueve meses habían

gastado ese dinero centavo a centavo, repartiéndolo entre sus propias necesidades y

las necesidades del gallo. Ahora sólo había dos monedas de a veinte y una de a diez

centavos.

-Compras una libra de maíz -dijo la mujer-. Compras con los vueltos el café de

mañana y cuatro onzas de queso.

-Y un elefante dorado para colgarlo en la puerta -prosiguió el coronel-. Sólo el maíz

cuesta cuarenta y dos.

Pensaron un momento. «El gallo es un animal y por lo mismo puede esperar», dijo

la mujer inicialmente. Pero la expresión de su marido la obligó a reflexionar. El coronel

se sentó en la cama, los codos apoyados en las rodillas, haciendo sonar las monedas

entre las manos. «No es por mí», dijo al cabo de un momento. «Si de mí dependiera

El coronel no tiene quien le escriba

Gabriel García Márquez

14

haría esta misma noche un sancocho de gallo. Debe ser muy buena una indigestión de

cincuenta pesos.» Hizo una pausa para destripar un zancudo en el cuello. Luego siguió

a su mujer con la mirada alrededor del cuarto.

-Lo que me preocupa es que esos pobres muchachos están ahorrando.

Entonces ella empezó a pensar. Dio una vuelta completa con la bomba de

insecticida. El coronel descubrió algo de irreal en su actitud, como si estuviera

convocando para consultarlos a los espíritus de la casa. Por último puso la bomba

sobre el altarcillo de litografías y fijó sus ojos color de almíbar en los ojos color de

almíbar del coronel.

-Compra el maíz -dijo-. Ya sabrá Dios cómo hacemos nosotros para arreglarnos.

El coronel no tiene quien le escriba

Gabriel García Márquez

15

«Éste es el milagro de la multiplicación de los panes», repitió el coronel cada vez

que se sentaron a la mesa en el curso de la semana siguiente. Con su asombrosa

habilidad para componer, zurcir y remendar, ella parecía' haber descubierto la clave

para sostener la economía doméstica en el vacío. Octubre prolongó la tregua. La

humedad fue sustituida por el sopor. Reconfortada por el sol de cobre la mujer destinó

tres tardes a su laborioso peinado. «Ahora empieza la misa cantada», dijo el coronel la

tarde en que ella desenredó las largas hebras azules con un peine de dientes

separados. La segunda tarde, sentada en el patio con una sábana blanca en el regazo,

utilizó un peine más fino para sacar los piojos que habían proliferado durante la crisis.

Por último se lavó la cabeza con agua de alhucema, esperó a que secara, y se enrolló

el cabello en la nuca en dos vueltas sostenidas con una peineta. El coronel esperó. De

noche, desvelado en la hamaca, sufrió muchas horas por la suerte del gallo. Pero el

miércoles lo pesaron y estaba en forma.

Esa misma tarde, cuando los compañeros de Agustín abandonaron la casa haciendo

cuentas alegres sobre la victoria del gallo, también el coronel se sintió en forma. La

mujer le cortó el cabello. «Me has quitado veinte años de encima», dijo él,

examinándose la cabeza con las manos. La mujer pensó que su marido tenía razón.

-Cuando estoy bien soy capaz de resucitar un muerto -dijo.

Pero su convicción duró muy pocas horas. Ya no quedaba en la casa nada que

vender, salvo el reloj y el cuadro. El jueves en la noche, en el último extremo de los

recursos, la mujer manifestó su inquietud ante la situación.

-No te preocupes -la consoló el coronel-. Mañana viene el correo.

Al día siguiente esperó las lanchas frente al consultorio del médico.

-El avión es una cosa maravillosa -dijo el coronel, los ojos apoyados en el saco del

correo-. Dicen que puede llegar a Europa en una noche.

«Así es», dijo el médico, abanicándose con una revista ilustrada. El coronel

descubrió al administrador postal en un grupo que esperaba el final de la maniobra

para saltar a la lancha. Saltó el primero. Recibió del capitán un sobre lacrado. Después

subió al techo. El saco del correo estaba amarrado entre dos tambores de petróleo.

-Pero no deja de tener sus peligros -dijo el coronel. Perdió de vista al administrador,

pero lo recobró entre los frascos de colores del carrito de refrescos-. La humanidad no

progresa de balde.

-En la actualidad es más seguro que una lancha -dijo el médico-. A veinte mil pies

de altura se vuela por encima de las tempestades.

-Veinte mil pies -repitió el coronel, perplejo, sin concebir la noción de la cifra.

El médico se interesó. Estiró la revista con las dos manos hasta lograr una

inmovilidad absoluta.

-Hay una estabilidad perfecta -dijo.

Pero el coronel estaba pendiente del administrador. Lo vio consumir un refresco de

espuma rosada sosteniendo el vaso con la mano izquierda. Sostenía con la derecha el

saco del correo.

El coronel no tiene quien le escriba

Gabriel García Márquez

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Además, en el mar hay barcos anclados en permanente contacto con los aviones

nocturnos -siguió diciendo el médico-. Con tantas precauciones es más seguro que una

lancha.

El coronel lo miró.

-Por supuesto -dijo-. Debe ser como las alfombras.

El administrador se dirigió directamente hacia ellos. El coronel retrocedió impulsado

por una ansiedad irresistible tratando de descifrar el nombre escrito en el sobre

lacrado. El administrador abrió el saco. Entregó al médico el paquete de los periódicos.

Luego desgarró el sobre de la correspondencia privada, verificó la exactitud de la

remesa y leyó en las cartas los nombres de los destinatarios. El médico abrió los

periódicos.

-Todavía el problema de Suez -dijo, leyendo los titulares destacados-. El occidente

pierde terreno.

El coronel no leyó los titulares. Hizo un esfuerzo para reaccionar contra su

estómago. «Desde que hay censura los periódicos no hablan sino de Europa», dijo. «Lo

mejor será que los europeos se vengan para acá y que nosotros nos vayamos para

Europa. Así sabrá todo el mundo lo que pasa en su respectivo país.»

-Para los europeos América del Sur es un hombre de bigotes, con una guitarra y un

revólver -dijo el médico, riendo sobre el periódico-. No entienden el problema.

El administrador le entregó la correspondencia. Metió el resto en el saco y lo volvió a

cerrar. El médico se dispuso a leer dos cartas personales. Pero antes de romper los

sobres miró al coronel. Luego miró al administrador.

-¿Nada para el coronel?

El coronel sintió el terror. El administrador se echó el saco al hombro, bajó el andén

y respondió sin volver la cabeza:

-El coronel no tiene quien le escriba.

Contrariando su costumbre no se dirigió directamente a la casa. Tomó café en la

sastrería mientras los compañeros de Agustín hojeaban los periódicos.

Se sentía defraudado. Habría preferido permanecer allí hasta el viernes siguiente

para no presentarse esa noche ante su mujer con las manos vacías. Pero cuando

cerraron la sastrería tuvo que hacerle frente a la realidad. La mujer lo esperaba.

-Nada -preguntó.

-Nada -respondió el coronel.

El viernes siguiente volvió a las lanchas. Y como todos los viernes regresó a su casa

sin la carta esperada.

«Ya hemos cumplido con esperar», le dijo esa noche su mujer. «Se necesita tener

esa paciencia de buey que tú tienes para esperar una carta durante quince años.» El

coronel se metió en la hamaca a leer los periódicos.

-Hay que esperar el turno -dijo-. Nuestro número es el mil ochocientos veintitrés.

-Desde que estamos esperando, ese número ha salido dos veces en la lotería

-replicó la mujer.

El coronel leyó, como siempre, desde la primera página hasta la última, incluso los

avisos. Pero esta vez no se concentró. Durante la lectura pensó en su pensión de

veterano. Diecinueve años antes, cuando el congreso promulgó la ley, se inició un

El coronel no tiene quien le escriba

Gabriel García Márquez

17

proceso de justificación que duró ocho años. Luego necesitó seis años más para

hacerse incluir en el escalafón. Esa fue la última carta que recibió el coronel.

Terminó después del toque de queda. Cuando iba a apagar la lámpara cayó en la

cuenta de que su mujer estaba despierta.

-¿Tienes todavía aquel recorte?

La mujer pensó.

-Sí. Debe estar con los otros papeles.

Salió del mosquitero y extrajo del armario un cofre de madera con un paquete de

cartas ordenadas por las fechas y aseguradas con una cinta elástica. Localizó un

anuncio de una agencia de abogados que se comprometía a una gestión activa de las

pensiones de guerra.

-Desde que estoy con el tema de que cambies de abogado ya hubiéramos tenido

tiempo hasta de gastarnos la plata -dijo la mujer, entregando a su marido el recorte de

periódico-. Nada sacamos con que nos la metan en el cajón como a los indios.

El coronel leyó el recorte fechado dos años antes. Lo guardó en el bolsillo de la

camisa colgada detrás de la puerta.

-Lo malo es que para el cambio de abogado se necesita dinero.

-Nada de eso -decidió la mujer-. Se les escribe diciendo que descuenten lo que sea

de la misma pensión cuando la cobren. Es la única manera de que se interesen en el

asunto.

Así que el sábado en la tarde el coronel fue a visitar a su abogado. Lo encontró

tendido a la bartola en una hamaca. Era un negro monumental sin nada más que los

dos colmillos en la mandíbula superior. Metió los pies en unas pantuflas con suelas de

madera y abrió la ventana del despacho sobre una polvorienta pianola con papeles

embutidos en los espacios de los rollos: recortes del «Diario Oficial» pegados con goma

en viejos cuadernos de contabilidad y una colección salteada de los boletines de la

contraloría. La pianola sin teclas servía al mismo tiempo de escritorio. El abogado se

sentó en una silla de resortes. El coronel expuso su inquietud antes de revelar el

propósito de su visita.

«Yo le advertí que la cosa no era de un día para el otro», dijo el abogado en una

pausa del coronel. Estaba aplastado por el calor. Forzó hacia atrás los resortes de la

silla y se abanicó con un cartón de propaganda.

-Mis agentes me escriben con frecuencia diciendo que no hay que desesperarse.

-Es lo mismo desde hace quince años -replicó el coronel-. Esto empieza a parecerse

al cuento del gallo capón.

El abogado hizo una descripción muy gráfica de los vericuetos administrativos. La

silla era demasiado estrecha para sus nalgas otoñales. «Hace quince años era más

fácil», dijo. «Entonces existía la asociación municipal de veteranos compuesta por

elementos de los dos partidos.» Se llenó los pulmones de un aire abrasante y

pronunció la sentencia como si acabara de inventarla:

-La unión hace la fuerza.

-En este caso no la hizo -dijo el coronel, por primera vez dándose cuenta de su

soledad-. Todos mis compañeros se murieron esperando el correo.

El abogado no se alteró.

El coronel no tiene quien le escriba

Gabriel García Márquez

18

-La ley fue promulgada demasiado tarde -dijo-. No todos tuvieron la suerte de usted

que fue coronel a los veinte años. Además, no se incluyó una partida especial, de

manera que el gobierno ha tenido que hacer remiendos en el presupuesto.

Siempre la misma historia. Cada vez que el coronel la escuchaba padecía un sordo

resentimiento. «Esto no es una limosna», dijo. «No se trata de hacernos un favor.

Nosotros nos rompimos el cuero para salvar la república.» El abogado se abrió de

brazos.

-Así es, coronel -dijo-. La ingratitud humana no tiene límites.

También esa historia la conocía el coronel. Había empezado a escucharla al día

siguiente del tratado de Neerlandia cuando el gobierno prometió auxilios de viaje e

indemnizaciones a doscientos oficiales de la revolución. Acampado en torno a la

gigantesca ceiba de Neerlandia un batallón revolucionario compuesto en gran parte por

adolescentes fugados de la escuela, esperó durante tres meses. Luego regresaron a

sus casas por sus propios medios y allí siguieron esperando. Casi sesenta años

después todavía el coronel esperaba.

Excitado por los recuerdos asumió una actitud trascendental. Apoyó en el hueso del

muslo la mano derecha -puros huesos cosidos con fibras nerviosas- y murmuró:

-Pues yo he decidido tomar una determinación.

El abogado quedó en suspenso.

-¿Es decir?

-Cambio de abogado.

Una pata seguida por varios patitos amarillos entró al despacho. El abogado se

incorporó para hacerla salir. «Como usted diga, coronel», dijo, espantando los

animales. «Será como usted diga. Si yo pudiera hacer milagros no estaría viviendo en

este corral.» Puso una verja de madera en la puerta del patio y regresó a la silla.

-Mi hijo trabajó toda su vida -dijo el coronel-. Mi casa está hipotecada. La ley de

jubilaciones ha sido una pensión vitalicia para los abogados.

-Para mí no -protestó el abogado-. Hasta el último centavo se ha gastado en

diligencias.

El coronel sufrió con la idea de haber sido injusto.

-Eso es lo que quise decir -corrigió. Se secó la frente con la manga de la camisa-.

Con este calor se oxidan las tuercas de la cabeza.

Un momento después el abogado revolvió el despacho en busca del poder. El sol

avanzó hacia el centro de la escueta habitación construida con tablas sin cepillar.

Después de buscar inútilmente por todas partes, el abogado se puso a gatas, bufando,

y cogió un rollo de papeles bajo la pianola.

Aquí está.

Entregó al coronel una hoja de papel sellado. «Tengo que escribirles a mis agentes

para que anulen las copias», concluyó. El coronel sacudió el polvo y se guardó la hoja

en el bolsillo de la camisa.

-Rómpala usted mismo -dijo el abogado.

«No», respondió el coronel. «Son veinte años de recuerdos.» Y esperó a que el

abogado siguiera buscando. Pero no lo hizo. Fue hasta la hamaca a secarse el sudor.

Desde allí miró al coronel a través de una atmósfera reverberante.

-También necesito los documentos -dijo el coronel.

El coronel no tiene quien le escriba

Gabriel García Márquez

19

-Cuáles.

-La justificación.

El abogado se abrió de brazos.

-Eso sí que será imposible, coronel.

El coronel se alarmó. Como tesorero de la revolución en la circunscripción de

Macondo había realizado un penoso viaje de seis días con los fondos de la guerra civil

en dos baúles amarrados al lomo de una mula. Llegó al campamento de Neerlandia

arrastrando la mula muerta de hambre media hora antes de que se firmara el tratado.

El coronel Aureliano Buendía -intendente general de las fuerzas revolucionarias en el

litoral Atlántico- extendió el recibo de los fondos e incluyó los dos baúles en el

inventario de la rendición.

-Son documentos de un valor incalculable -dijo el coronel-. Hay un recibo escrito de

su puño y letra del coronel Aureliano Buendía.

-De acuerdo -dijo el abogado-. Pero esos documentos han pasado por miles y miles

de manos en miles y miles de oficinas hasta llegar a quién sabe qué departamentos del

ministerio de guerra.

-Unos documentos de esa índole no pueden pasar inadvertidos para ningún

funcionario -dijo el coronel.

-Pero en los últimos quince años han cambiado muchas veces los funcionarios

-precisó el abogado-. Piense usted que ha habido siete presidentes y que cada

presidente cambió por lo menos diez veces su gabinete y que cada ministro cambió sus

empleados por lo menos cien veces.

-Pero nadie pudo llevarse los documentos para su casa -dijo el coronel-. Cada nuevo

funcionario debió encontrarlos en su sitio.

El abogado se desesperó.

-Además, si esos papeles salen ahora del ministerio tendrán que someterse a un

nuevo turno para el escalafón.

-No importa -dijo el coronel. -Será cuestión de siglos. -No importa. El que espera lo

mucho espera lo poco.

El coronel no tiene quien le escriba

Gabriel García Márquez

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Llevó a la mesita de la sala un bloc .de papel rayado, la pluma, el tintero y una hoja

de papel secante, y dejó abierta la puerta del cuarto por si tenia que consultar algo con

su mujer. Ella rezó el rosario.

-¿A cómo estamos hoy?

-27 de octubre.

Escribió con una compostura aplicada, puesta la mano con la pluma en la hoja de

papel secante, recta la columna vertebral para favorecer la respiración, como le

enseñaron en la escuela. El calor se hizo insoportable en la sala cerrada. Una gota de

sudor cayó en la carta. El coronel la recogió en el papel secante. Después trató de

raspar las palabras disueltas, pero hizo un borrón. No se desesperó. Escribió una

llamada y anotó al margen: «derechos adquiridos». Luego leyó todo el párrafo.

-¿Qué día me incluyeron en el escalafón?

La mujer no interrumpió la oración para pensar. -12 de agosto de 1949.

Un momento después empezó a llover. El coronel llenó una hoja de garabatos

grandes, un poco infantiles, los mismos que le enseñaron en la escuela pública de

Manaure. Luego una segunda hoja hasta la mitad, y firmó.

Leyó la carta a su mujer. Ella aprobó cada frase con la cabeza. Cuando terminó la

lectura el coronel cerró el sobre y apagó la lámpara.

-Puedes decirle a alguien que te la saque a máquina.

-No -respondió el coronel-. Ya estoy cansado de andar pidiendo favores.

Durante media hora sintió la lluvia contra las palmas del techo. El pueblo se hundió

en el diluvio. Después del toque de queda empezó la gota en algún lugar de la casa.

-Esto se ha debido hacer desde hace mucho tiempo -dijo la mujer-. Siempre es

mejor entenderse directamente.

-Nunca es demasiado tarde -dijo el coronel, pendiente de la gotera-. Puede ser que

todo esté resuelto cuando se cumpla la hipoteca de la casa.

-Faltan dos años -dijo la mujer.

Él encendió la lámpara para localizar la gotera en la sala. Puso debajo el tarro del

gallo y regresó al dormitorio perseguido por el ruido metálico del agua en la lata vacía.

-Es posible que por el interés de ganarse la plata lo resuelvan antes de enero -dijo,

y se convenció a sí mismo-. Para entonces Agustín habrá cumplido su año y podremos

ir al cine.

Ella rió en voz baja. «Ya ni siquiera me acuerdo de los monicongos», dijo. El coronel

trató de verla a través del mosquitero.

-¿Cuándo fuiste al cine por última vez?

-En 1931 -dijo ella-. Daban «La voluntad del muerto».

-¿Hubo puños?

-No se supo nunca. El aguacero se desgajó cuando el fantasma trataba de robarle el

collar a la muchacha.

Los durmió el rumor de la lluvia. El coronel sintió un ligero malestar en los

intestinos. Pero no se alarmó. Estaba a punto de sobrevivir a un nuevo octubre. Se

El coronel no tiene quien le escriba

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21

envolvió en una manta de lana y por un momento percibió la pedregosa respiración de

la mujer -remota- navegando en otro sueño. Entonces habló, perfectamente

consciente.

La mujer despertó.

-¿Con quién hablas?

-Con nadie -dijo el coronel-. Estaba pensando que en la reunión de Macondo

tuvimos razón cuando le dijimos al coronel Aureliano Buendía que no se rindiera. Eso

fue lo que echó a perder el mundo.

Llovió toda la semana. El dos de noviembre -contra la voluntad del coronel-, la

mujer llevó flores a la tumba de Agustín. Volvió del cementerio con una nueva crisis.

Fue una semana dura. Más dura que las cuatro semanas de octubre a las cuales el

coronel no creyó sobrevivir. El médico estuvo a ver a la enferma y salió de la pieza

gritando: «Con un asma como ésa yo estaría preparado para enterrar a todo el

pueblo». Pero habló a solas con el coronel y prescribió un régimen especial.

También el coronel sufrió una recaída. Agonizó muchas horas en el excusado,

sudando hielo, sintiendo que se pudría y se caía a pedazos la flora de sus vísceras. «Es

el invierno», se repitió sin desesperarse. «Todo será distinto cuando acabe de llover.»

Y lo creyó realmente, seguro de estar vivo en el momento en que llegara la carta.

A él le correspondió esta vez remendar la economía doméstica. Tuvo que apretar los

dientes muchas veces para solicitar crédito en las tiendas vecinas. «Es hasta la

semana entrante», decía, sin estar seguro él mismo de que era cierto. «Es una platita

que ha debido llegarme desde el viernes.» Cuando surgió de la crisis la mujer lo

reconoció con estupor.

-Estás en el hueso pelado -dijo.

-Me estoy cuidando para venderme -dijo el coronel-. Ya estoy encargado por una

fábrica de clarinetes.

Pero en realidad estaba apenas sostenido por la esperanza de la carta. Agotado, los

huesos molidos por la vigilia, no pudo ocuparse al mismo tiempo de sus necesidades y

del gallo. En la segunda quincena de noviembre creyó que el animal se moriría

después de dos días sin maíz. Entonces se acordó de un puñado de habichuelas que

había colgado en julio sobre la hornilla. Abrió las vainas y puso al gallo un tarro de

semillas secas.

-Ven acá -dijo.

-Un momento -respondió el coronel, observando la reacción del gallo-. A buena

hambre no hay mal pan.

Encontró a su esposa tratando de incorporarse en la cama. El cuerpo estragado

exhalaba un vaho de hierbas medicinales. Ella pronunció las palabras, una a una, con

una precisión calculada:

-Sales inmediatamente de ese gallo.

El coronel había previsto aquel momento. Lo esperaba desde la tarde en que

acribillaron a su hijo y él decidió conservar el gallo. Había tenido tiempo de pensar.

-Ya no vale la pena -dijo-. Dentro de tres meses será la pelea y entonces podremos

venderlo a mejor precio.

-No es cuestión de plata -dijo la mujer-. Cuando vengan los muchachos les dices

que se lo lleven y hagan con él lo que les dé la gana.

El coronel no tiene quien le escriba

Gabriel García Márquez

22

-Es por Agustín -dijo el coronel con un argumento previsto-. Imagínate la cara con

que hubiera venido a comunicarnos la victoria del gallo.

La mujer pensó efectivamente en su hijo.

«Esos malditos gallos fueron su perdición», gritó. «Si el tres de enero se hubiera

quedado en la casa no lo hubiera sorprendido la mala hora.» Dirigió hacia la puerta un

índice escuálido y exclamó:

-Me parece que lo estuviera viendo cuando salió con el gallo debajo del brazo. Le

advertí que no fuera a buscar una mala hora en la gallera y él me mostró los dientes y

me dijo: «Cállate, que esta tarde nos vamos a podrir de plata».

Cayó extenuada. El coronel la empujó suavemente hacia la almohada. Sus ojos

tropezaron con otros ojos exactamente iguales a los suyos. «Trata de no moverte»,

dijo, sintiendo los silbidos dentro de sus propios pulmones. La mujer cayó en un sopor

momentáneo. Cerró los ojos. Cuando volvió a abrirlos su respiración parecía más

reposada.

-Es por la situación en que estamos -dijo-. Es pecado quitarnos el pan de la boca

para echárselo a un gallo.

El coronel le secó la frente con la sábana.

-Nadie se muere en tres meses.

-Y mientras tanto qué comemos -preguntó la mujer.

-No sé -dijo el coronel-. Pero si nos fuéramos a morir de hambre ya nos hubiéramos

muerto.

El gallo estaba perfectamente vivo frente al tarro vacío. Cuando vio al coronel emitió

un monólogo gutural, casi humano, y echó la cabeza hacia atrás. Él le hizo una sonrisa

de complicidad:

-La vida es dura, camarada.

Salió a la calle. Vagó por el pueblo en siesta, sin pensar en nada, ni siquiera

tratando de convencerse de que su problema no tenía solución. Anduvo por calles

olvidadas hasta cuando se encontró agotado. Entonces volvió a casa. La mujer lo sintió

entrar y lo llamó al cuarto.

-¿Qué?

Ella respondió sin mirarlo.

-Que podemos vender el reloj.

El coronel había pensado en eso. «Estoy segura de que Álvaro te da cuarenta pesos

enseguida», dijo la mujer. «Fíjate la facilidad con que compró la máquina de coser.»

Se refería al sastre para quien trabajó Agustín.

-Se le puede hablar por la mañana -admitió el coronel.

-Nada de hablar por la mañana -precisó ella-. Le llevas ahora mismo el reloj, se lo

pones en la mesa y le dices: «Álvaro, aquí le traigo este reloj para que me lo compre».

Él entenderá enseguida.

El coronel se sintió desgraciado.

-Es como andar cargando el santo sepulcro -protestó-. Si me ven por la calle con

semejante escaparate me sacan en una canción de Rafael Escalona.

Pero también esta vez su mujer lo convenció. Ella misma descolgó el reloj, lo

envolvió en periódicos y se lo puso entre las manos. «Aquí no vuelves sin los cuarenta

El coronel no tiene quien le escriba

Gabriel García Márquez

23

pesos», dijo. El coronel se dirigió a la sastrería con el envoltorio bajo el brazo.

Encontró a los compañeros de Agustín sentados a la puerta.

Uno de ellos le ofreció un asiento. Al coronel se le embrollaban las ideas. «Gracias»,

dijo. «Voy de paso.» Álvaro salió de la sastrería. En un alambre tendido entre dos

horcones del corredor colgó una pieza de dril mojada. Era un muchacho de formas

duras, angulosas, y ojos alucinados. También él lo invitó a sentarse. El coronel se

sintió reconfortado. Recostó el taburete contra el marco de la puerta y se sentó a

esperar que Álvaro quedara solo para proponerle el negocio. De pronto se dio cuenta

de que estaba rodeado de rostros herméticos.

-No interrumpo -dijo.

Ellos protestaron. Uno se inclinó hacia él. Dijo, con una voz apenas perceptible:

-Escribió Agustín.

El coronel observó la calle desierta.

-¿Qué dice?

-Lo mismo de siempre.

Le dieron la hoja clandestina. El coronel la guardó en el bolsillo del pantalón. Luego

permaneció en silencio tamborileando sobre el envoltorio hasta cuando se dio cuenta

de que alguien lo había advertido. Quedó en suspenso.

-¿Qué lleva ahí, coronel?

El coronel eludió los penetrantes ojos verdes de Germán.

-Nada -mintió-. Que le llevo el reloj al alemán para que me lo componga.

«No sea bobo, coronel», dijo Germán, tratando de apoderarse del envoltorio.

«Espérese y lo examino.»

Él resistió. No dijo nada pero sus párpados se volvieron cárdenos. Los otros

insistieron.

-Déjelo, coronel. Él sabe de mecánica.

-Es que no quiero molestarlo.

-Qué molestarlo ni qué molestarlo -discutió Germán. Cogió el reloj-. El alemán le

arranca diez pesos y se lo deja lo mismo.

Entró a la sastrería con el reloj. Álvaro cosía a máquina. En el fondo, bajo una

guitarra colgada de un clavo, una muchacha pegaba botones. Había un letrero clavado

sobre la guitarra: «Prohibido hablar de política». El coronel sintió que le sobraba el

cuerpo. Apoyó los pies en el travesaño del taburete.

-Mierda, coronel.

Se sobresaltó. «Sin malas palabras», dijo.

Alfonso se ajustó los anteojos a la nariz para examinar mejor los botines del

coronel.

-Es por los zapatos -dijo-. Está usted estrenando unos zapatos del carajo.

-Pero se puede decir sin malas palabras -dijo el coronel, y mostró las suelas de sus

botines de charol-. Estos monstruos tienen cuarenta años y es la primera vez que oyen

una mala palabra.

«Ya está», gritó Germán adentro, al tiempo con la campana del reloj. En la casa

vecina una mujer golpeó la pared divisoria; gritó:

El coronel no tiene quien le escriba

Gabriel García Márquez

24

-Dejen esa guitarra que todavía Agustín no tiene un año.

Estalló una carcajada.

-Es un reloj.

Germán salió con el envoltorio.

-No era nada -dijo-. Si quiere lo acompaño a la casa para ponerlo a nivel.

El coronel rehusó el ofrecimiento.

-¿Cuánto te debo?

-No se preocupe, coronel -respondió Germán ocupando su sitio en el grupo-. En

enero paga el gallo.

El coronel encontró entonces una ocasión perseguida.

-Te propongo una cosa -dijo.

-¿Qué?

-Te regalo el gallo -examinó los rostros en contorno-. Les regalo el gallo a todos

ustedes.

Germán lo miró perplejo.

«Ya yo estoy muy viejo para eso», siguió diciendo el coronel. Imprimió a su voz una

severidad convincente. «Es demasiada responsabilidad para mí. Desde hace días tengo

la impresión de que ese animal se está muriendo.»

-No se preocupe, coronel -dijo Alfonso-. Lo que pasa es que en esta época el gallo

está emplumando. Tiene fiebre en los cañones.

-El mes entrante estará bien -confirmó Germán.

-De todos modos no lo quiero -dijo el coronel.

Germán lo penetró con sus pupilas.

-Dese cuenta de las cosas, coronel -insistió-. Lo importante es que sea usted quien

ponga en la gallera el gallo de Agustín.

El coronel lo pensó. «Me doy cuenta», dijo. «Por eso lo he tenido hasta ahora.»

Apretó los dientes y se sintió con fuerzas para avanzar:

-Lo malo es que todavía faltan tres meses.

Germán fue quien comprendió.

-Si no es nada más que por eso no hay problema -dijo.

Y propuso su fórmula. Los otros aceptaron. Al anochecer, cuando entró a la casa con

el envoltorio bajo el brazo, su mujer sufrió una desilusión.

-Nada -preguntó.

-Nada -respondió el coronel-. Pero ahora no importa. Los muchachos se encargarán de

alimentar al gallo.

El coronel no tiene quien le escriba

Gabriel García Márquez

25

-Espérese y le presto un paraguas, compadre.

Don Sabas abrió un armario empotrado en el muro de la oficina. Descubrió un

interior confuso, con botas

de montar apelotonadas, estribos y correas y un cubo de aluminio lleno de

espuelas de caballero. Colgados en la parte superior, media docena de paraguas y una

sombrilla de mujer. El coronel pensó en los destrozos de una catástrofe.

«Gracias, compadre», dijo acodado en la ventana. «Prefiero esperar a que

escampe.» Don Sabas no cerró el armario. Se instaló en el escritorio dentro de la

órbita del ventilador eléctrico. Luego extrajo de la gaveta una jeringuilla hipodérmica

envuelta en algodones. El coronel contempló los almendros plomizos a través de la

lluvia. Era una tarde desierta.

-La lluvia es distinta desde esta ventana -dijo-. Es como si estuviera lloviendo en

otro pueblo.

-La lluvia es la lluvia desde cualquier parte -replicó don Sabas. Puso a hervir la

jeringuilla sobre la cubierta de vidrio del escritorio-. Este es un pueblo de mierda.

El coronel se encogió de hombros. Caminó hacia el interior de la oficina: un salón de

baldosas verdes con muebles forrados en telas de colores vivos. Al fondo,

amontonados en desorden, sacos de sal, pellejos de miel y sillas de montar. Don Sabas

lo siguió con una mirada completamente vacía.

-Yo en su lugar no pensaría lo mismo -dijo el coronel.

Se sentó con las piernas cruzadas, fija la mirada tranquila en el hombre inclinado

sobre el escritorio. Un hombre pequeño, voluminoso pero de carnes fláccidas, con una

tristeza de sapo en los ojos.

-Hágase ver del médico, compadre -dijo don Sabas-. Usted está un poco fúnebre

desde el día del entierro.

El coronel levantó la cabeza.

-Estoy perfectamente bien -dijo.

Don Sabas esperó a que hirviera la jeringuilla. «Si yo pudiera decir lo mismo» se

lamentó. «Dichoso usted que puede comerse un estribo de cobre.» Contempló el

peludo envés de sus manos salpicadas de lunares pardos. Usaba una sortija de piedra

negra sobre el anillo de matrimonio.

-Así es -admitió el coronel.

Don Sabas llamó a su esposa a través de la puerta que comunicaba la oficina con el

resto de la casa. Luego inició una adolorida explicación de su régimen alimenticio.

Extrajo un frasquito del bolsillo de la camisa y puso sobre el escritorio una pastilla

blanca del tamaño de un grano de habichuela.

-Es un martirio andar con esto por todas partes -dijo-. Es como cargar la muerte en

el bolsillo.

El coronel se acercó al escritorio. Examinó la pastilla en la palma de la mano hasta

cuando don Sabas lo invitó a saborearla.

-Es para endulzar el café -le explicó-. Es azúcar, pero sin azúcar.

El coronel no tiene quien le escriba

Gabriel García Márquez

26

-Por supuesto -dijo el coronel, la saliva impregnada de una dulzura triste-. Es algo

así como repicar pero sin campanas.

Don Sabas se acodó al escritorio con el rostro entre las manos después de que su

mujer le aplicó la inyección. El coronel no supo qué hacer con su cuerpo. La mujer

desconectó el ventilador eléctrico, lo puso sobre la caja blindada y luego se dirigió al

armario.

-El paraguas tiene algo que ver con la muerte -dijo.

El coronel no le puso atención. Había salido de su casa a las cuatro con el propósito

de esperar el correo, pero la lluvia lo obligó a refugiarse en la oficina de don Sabas.

Aún llovía cuando pitaron las lanchas.

«Todo el mundo dice que la muerte es una mujer», siguió diciendo la mujer. Era

corpulenta, más alta que su marido, y con una verruga pilosa en el labio superior. Su

manera de hablar recordaba el zumbido del ventilador eléctrico. «Pero a mí no me

parece que sea una mujer», dijo. Cerró el armario y se volvió a consultar la mirada del

coronel:

-Yo creo que es un animal con pezuñas.

-Es posible -admitió el coronel-. A veces suceden cosas muy extrañas.

Pensó en el administrador de correos saltando a la lancha con un impermeable de

hule. Había transcurrido un mes desde cuando cambió de abogado. Tenía derecho a

esperar una respuesta. La mujer de don Sabas siguió hablando de la muerte hasta

cuando advirtió la expresión absorta del coronel.

-Compadre -dijo-. Usted debe tener una preocupación.

El coronel recuperó su cuerpo.

-Así es, comadre -mintió-. Estoy pensando que ya son las cinco y no se le ha puesto

la inyección al gallo.

Ella quedó perpleja.

-Una inyección para un gallo como si fuera un ser humano -gritó-. Eso es un

sacrilegio.

Don Sabas no soportó más. Levantó el rostro congestionado.

-Cierra la boca un minuto-ordenó a su mujer. Ella se llevó efectivamente las manos

a la boca-. Tienes media hora de estar molestando a mi compadre con tus tonterías.

-De ninguna manera -protestó el coronel.

La mujer dio un portazo. Don Sabas se secó el cuello con un pañuelo impregnado de

lavanda. El coronel se acercó a la ventana. Llovía implacablemente. Una gallina de

largas patas amarillas atravesaba la plaza desierta.

-¿Es cierto que están inyectando al gallo?

-Es cierto -dijo el coronel-. Los entrenamientos empiezan la semana entrante. ,

-Es una temeridad -dijo don Sabas-. Usted no está para esas cosas.

-De acuerdo -dijo el coronel-. Pero ésa no es una razón para torcerle el pescuezo.

«Es una terquedad idiota», dijo don Sabas dirigiéndose a la ventana. El coronel

percibió una respiración de fuelle. Los ojos de su compadre le producían piedad.

-Siga mi consejo, compadre -dijo don Sabas-. Venda ese gallo antes que sea

demasiado tarde.

El coronel no tiene quien le escriba

Gabriel García Márquez

27

-Nunca es demasiado tarde para nada -dijo el coronel.

-No sea irrazonable -insistió don Sabas-. Es un negocio de dos filos. Por un lado se

quita de encima ese dolor de cabeza y por el otro se mete novecientos pesos en el

bolsillo.

-Novecientos pesos -exclamó el coronel.

-Novecientos pesos.

El coronel concibió la cifra.

-¿Usted cree que darán ese dineral por el gallo?

-No es que lo crea -respondió don Sabas-. Es que estoy absolutamente seguro.

Era la cifra más alta que el coronel había tenido en su cabeza después de que

restituyó los fondos de la revolución. Cuando salió de la oficina de don Sabas sentía

una fuerte torcedura en las tripas, pero tenía conciencia de que esta vez no era a

causa del tiempo. En la oficina de correos se dirigió directamente, al administrador:

-Estoy esperando una carta urgente -dijo-. Es por avión.

El administrador buscó en las casillas clasificadas. Cuando acabó de leer repuso las

cartas en la letra correspondiente pero no dijo nada. Se sacudió la palma de las manos

y dirigió al coronel una mirada significativa.

-Tenía que llegarme hoy con seguridad -dijo el coronel.

El administrador se encogió de hombros.

-Lo único que llega con seguridad es la muerte, coronel.

Su esposa lo recibió con un plato de mazamorra de maíz. Él la comió en silencio con

largas pausas para pensar entre cada cucharada. Sentada frente a él la mujer advirtió

que algo había cambiado en la casa.

-Qué te pasa -preguntó.

-Estoy pensando en el empleado de quien depende la pensión -mintió el coronel-.

Dentro de cincuenta años nosotros estaremos tranquilos bajo tierra mientras ese pobre

hombre agonizará todos los viernes esperando su jubilación.

«Mal síntoma», dijo la mujer. «Eso quiere decir que ya empiezas a resignarte.»

Siguió con su mazamorra. Pero un momento después se dio cuenta de que su marido

continuaba ausente.

Ahora lo que debes hacer es aprovechar la mazamorra.

-Está muy buena -dijo el coronel-. ¿De dónde salió?

-Del gallo -respondió la mujer-. Los muchachos le han traído tanto maíz, que decidió

compartirlo con nosotros. Así es la vida.

-Así es -suspiró el coronel-. La vida es la cosa mejor que se ha inventado.

Miró al gallo. amarrado en el soporte de la hornilla y esta vez le pareció un animal

diferente. También la mujer lo miró.

-Esta tarde tuve que sacar a los niños con un palo -dijo-. Trajeron una gallina vieja

para enrazarla con el gallo.

-No es la primera vez -dijo el coronel-. Es lo mismo que hacían en los pueblos con el

coronel Aureliano Buendía. Le llevaban muchachitas para enrazar.

El coronel no tiene quien le escriba

Gabriel García Márquez

28

Ella celebró la ocurrencia. El gallo produjo un sonido gutural que llegó hasta el

corredor como una sorda conversación humana. «A veces pienso que ese animal va a

hablar», dijo la mujer. El coronel volvió a mirarlo.

-Es un gallo contante y sonante -dijo. Hizo cálculos mientras sorbía una cucharada

de mazamorra-. Nos dará para comer tres años.

-La ilusión no se come -dijo ella.

-No se come, pero alimenta -replicó el coronel-. Es algo así como las pastillas

milagrosas de mi compadre Sabas.

Durmió mal esa noche tratando de borrar cifras en su cabeza. Al día siguiente al

almuerzo la mujer sirvió dos platos de mazamorra y consumió el suyo con la cabeza

baja, sin pronunciar una palabra. El coronel se sintió contagiado de un humor sombrío.

-Qué te pasa.

-Nada -dijo la mujer.

Él tuvo la impresión de que esta vez le había correspondido a ella el turno de

mentir. Trató de consolarla. Pero la mujer insistió.

-No es nada raro -dijo-. Estoy pensando que el muerto va a tener dos meses y

todavía no he dado el pésame.

Así que fue a darlo esa noche. El coronel la acompañó a la casa del muerto y luego

se dirigió al salón de cine atraído por la música de los altavoces. Sentado a la puerta

de su despacho el padre Ángel vigilaba el ingreso para saber quiénes asistían al

espectáculo a pesar de sus doce advertencias. Los chorros de luz, la música estridente

y los gritos de los niños oponían una resistencia física en el sector. Uno de los niños

amenazó al coronel con una escopeta de palo.

-Qué hay del gallo, coronel -dijo con voz autoritaria.

El coronel levantó las manos.

Ahí está el gallo.

Un cartel a cuatro tintas ocupaba enteramente la fachada del salón: «Virgen de

medianoche». Era una mujer en traje de baile con una pierna descubierta hasta el

muslo. El coronel siguió vagando por los alrededores hasta cuando estallaron truenos y

relámpagos remotos. Entonces volvió por su mujer.

No estaba en la casa del muerto. Tampoco en la suya. El coronel calculó que faltaba

muy poco para el toque de queda, pero el reloj estaba parado. Esperó, sintiendo

avanzar la tempestad hacia el pueblo. Se disponía a salir de nuevo cuando su mujer

entró a la casa.

Llevó el gallo al dormitorio. Ella se cambió la ropa y fue a tomar agua en la sala en el

momento en que el coronel terminaba de dar cuerda al reloj y esperaba el toque de queda para

poner la hora.

-¿Dónde estabas? -preguntó el coronel.

«Por ahí», respondió la mujer. Puso el vaso en el tinajero sin mirar a su marido y

volvió al dormitorio. «Nadie creía que fuera a llover tan temprano.» El coronel no hizo

ningún comentario. Cuando sonó el toque de queda puso el reloj en las once, cerró el

vidrio y colocó la silla en su puesto.

Encontró a su mujer rezando el rosario.

-No me has contestado una pregunta -dijo el coronel.

El coronel no tiene quien le escriba

Gabriel García Márquez

29

-Cuál.

-¿Dónde estabas?

-Me quedé hablando por ahí -dijo ella-. Hacía tanto tiempo que no salía a la calle.

El coronel colgó la hamaca. Cerró la casa y fumigó la habitación. Luego puso la

lámpara en el suelo y se acostó.

-Te comprendo -dijo tristemente-. Lo peor de la mala situación es que lo obliga a

uno a decir mentiras.

Ella exhaló un largo suspiro.

-Estaba donde el padre Ángel -dijo-. Fui a solicitarle un préstamo sobre los anillos

de matrimonio.

-¿Y qué te dijo?

-Que es pecado negociar con las cosas sagradas.

Siguió hablando desde el mosquitero. «Hace dos días traté de vender el reloj», dijo.

«A nadie le interesa porque están vendiendo a plazos unos relojes modernos con

números luminosos. Se puede ver la hora en la oscuridad.» El coronel comprobó que

cuarenta años de vida común, de hambre común, de sufrimientos comunes, no le

habían bastado para conocer a su esposa. Sintió que algo había envejecido también en

el amor.

-Tampoco quieren el cuadro -dijo ella-. Casi todo el mundo tiene el mismo. Estuve

hasta donde los turcos.

El coronel se encontró amargo.

-De manera que ahora todo el mundo sabe que nos estamos muriendo de hambre.

-Estoy cansada -dijo la mujer-. Los hombres no se dan cuenta de los problemas de

la casa. Varias veces he puesto a hervir piedras para que los vecinos no sepan que

tenemos muchos días de no poner la olla.

El coronel se sintió ofendido.

-Eso es una verdadera humillación -dijo.

La mujer abandonó el mosquitero y se dirigió a la hamaca. «Estoy dispuesta a

acabar con los remilgos y las contemplaciones en esta casa», dijo. Su voz empezó a

oscurecerse de cólera. «Estoy hasta la coronilla de resignación y dignidad.»

El coronel no movió un músculo.

-Veinte años esperando los pajaritos de colores que te prometieron después de cada

elección y de todo eso nos queda un hijo -prosiguió ella-. Nada más que un hijo

muerto.

El coronel estaba acostumbrado a esa clase de recriminaciones.

-Cumplimos con nuestro deber -dijo.

Y ellos cumplieron con ganarse mil pesos mensuales en el senado durante veinte

años -replicó la mujer-. Ahí tienes a mi compadre Sabas con una casa de dos pisos que

no le alcanza para meter la plata, un hombre que llegó al pueblo vendiendo medicinas

con una culebra enrollada en el pescuezo.

-Pero se está muriendo de diabetes -dijo el coronel.

-Y tú te estás muriendo de hambre -dijo la mujer-. Para que te convenzas que la

dignidad no se come.

El coronel no tiene quien le escriba

Gabriel García Márquez

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La interrumpió el relámpago. El trueno se despedazó en la calle, entró al dormitorio

y pasó rodando por debajo de la cama como un tropel de piedras. La mujer saltó hacia

el mosquitero en busca del rosario.

El coronel sonrió.

-Esto te pasa por no frenar la lengua --dijo-. Siempre te he dicho que Dios es mi

copartidario.

Pero en realidad se sentía amargado. Un momento después apagó la lámpara y se

hundió a pensar en una oscuridad cuarteada por los relámpagos. Se acordó de

Macondo. El coronel esperó diez años a que se cumplieran las promesas de Neerlandia.

En el sopor de la siesta vio llegar un tren amarillo y polvoriento con hombres y

mujeres y animales asfixiándose de calor, amontonados hasta en el techo de los

vagones. Era la fiebre del banano. En veinticuatro horas transformaron el pueblo. «Me

voy», dijo entonces el coronel. «El olor del banano me descompone los intestinos.» Y

abandonó a Macondo en el tren de regreso, el miércoles veintisiete de junio de mil

novecientos seis a las dos y dieciocho minutos de la tarde. Necesitó medio siglo para

darse cuenta de que no había tenido un minuto de sosiego después de la rendición de

Neerlandia.

Abrió los ojos.

-Entonces no hay que pensarlo más -dijo.

-Qué.

-La cuestión del gallo -dijo el coronel-. Mañana mismo se lo vendo a mi compadre

Sabas por novecientos pesos.

El coronel no tiene quien le escriba

Gabriel García Márquez

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A través de la ventana penetraron a la oficina los gemidos de los animales castrados

revueltos con los gritos de don Sabas. «Si no viene dentro de diez minutos, me voy»,

se prometió el coronel, después de dos horas de espera. Pero esperó veinte minutos

más. Se disponía a salir cuando don Sabas entró a la oficina seguido por un grupo de

peones. Pasó varias veces frente al coronel sin mirarlo.

Sólo lo descubrió cuando salieron los peones.

-¿Usted me está esperando, compadre?

-Sí, compadre -dijo el coronel-. Pero si está muy ocupado puedo venir más tarde.

Don Sabas no lo escuchó desde el otro lado de la puerta.

-Vuelvo enseguida -dijo.

Era un mediodía ardiente. La oficina resplandecía con la reverberación de la calle.

Embotado por el calor, el coronel cerró los ojos involuntariamente y en seguida

empezó a soñar con su mujer. La esposa de don Sabas entró de puntillas.

-No despierte, compadre -dijo-. Voy a cerrar las persianas porque esta oficina es un

infierno.

El coronel la persiguió con una mirada completamente inconsciente. Ella le habló en

la penumbra cuando cerró la ventana.

-¿Usted sueña con frecuencia?

A veces -respondió el coronel, avergonzado de haber dormido-. Casi siempre sueño

que me enredo en telarañas.

-Yo tengo pesadillas todas las noches -dijo la mujer-. Ahora se me ha dado por

saber quién es esa gente desconocida que uno se encuentra en los sueños.

Conectó el ventilador eléctrico. «La semana pasada se me apareció una mujer en la

cabecera de la cama», dijo. «Tuve el valor de preguntarle quién era y ella me

contestó: Soy la mujer que murió hace doce años en este cuarto.»

-La casa fue construida hace apenas dos años -dijo el coronel.

-Así es -dijo la mujer-. Eso quiere decir que hasta los muertos se equivocan.

El zumbido del ventilador eléctrico consolidó la penumbra. El coronel se sintió

impaciente, atormentado por el sopor y por la bordoneante mujer que pasó

directamente de los sueños al misterio de la reencarnación. Esperaba una pausa para

despedirse cuando don Sabas entró a la oficina con su capataz.

-Te he calentado la sopa cuatro veces -dijo la mujer.

-Si quieres caliéntala diez veces -dijo don Sabas-. Pero ahora no me friegues la

paciencia.

Abrió la caja de caudales y entregó a su capataz un rollo de billetes junto con una

serie de instrucciones. El capataz descorrió las persianas para contar el dinero. Don

Sabas vio al coronel en el fondo de la oficina pero no reveló ninguna reacción. Siguió

conversando con el capataz. El coronel se incorporó en el momento en que los dos

hombres se disponían a abandonar de nuevo la oficina. Don Sabas se detuvo antes de

abrir la puerta.

-¿Qué es lo que se le ofrece, compadre?

El coronel no tiene quien le escriba

Gabriel García Márquez

32

El coronel comprobó que el capataz lo miraba.

-Nada, compadre --dijo-. Que quisiera hablar con usted.

-Lo que sea dígamelo en seguida -dijo don Sabas-. No puedo perder un minuto.

Permaneció en suspenso con la mano apoyada en el pomo de la puerta. El coronel

sintió pasar los cinco segundos más largos de su vida. Apretó los dientes.

-Es para la cuestión del gallo -murmuró.

Entonces don Sabas acabó de abrir la puerta. «La cuestión del gallo», repitió

sonriendo, y empujó al capataz hacia el corredor. «El mundo cayéndose y mi compadre

pendiente de ese gallo.»

Y luego, dirigiéndose al coronel:

-Muy bien, compadre. Vuelvo enseguida.

El coronel permaneció inmóvil en el centro de la oficina hasta cuando acabó de oir

las pisadas de los dos hombres en el extremo del corredor. Después salió a caminar

por el pueblo paralizado en la siesta dominical. No había nadie en la sastrería. El

consultorio del médico estaba cerrado. Nadie vigilaba la mercancía expuesta en los

almacenes de los sirios. El río era una lámina de acero. Un hombre dormía en el puerto

sobre cuatro tambores de petróleo, el rostro protegido del sol por un sombrero. El

coronel se dirigió a su casa con la certidumbre de ser la única cosa móvil en el pueblo.

La mujer lo esperaba con un almuerzo completo.

-Hice un fiado con la promesa de pagar mañana temprano -explicó.

Durante el almuerzo el coronel le contó los incidentes de las tres últimas horas. Ella

lo escuchó impaciente.

-Lo que pasa es que a ti te falta carácter --dijo luego-. Te presentas como si fueras

a pedir una limosna cuando debías llegar con la cabeza levantada y llamar aparte a mi

compadre y decirle: «Compadre, he decidido venderle el gallo».

-Así la vida es un soplo -dijo el coronel.

Ella asumió una actitud enérgica. Esa mañana había puesto la casa en orden y

estaba vestida de una manera insólita, con los viejos zapatos de su marido, un

delantal de hule y un trapo amarrado en la cabeza con dos nudos en las orejas. «No

tienes el menor sentido de los negocios», dijo. «Cuando se va a vender una cosa hay

que poner la misma cara con que se va a comprar.»

El coronel descubrió algo divertido en su figura.

-Quédate así corno estás -la interrumpió sonriendo-. Eres idéntica al hombrecito de

la avena Quaker.

Ella se quitó el trapo de la cabeza.

-Te estoy hablando en serio -dijo-. Ahora mismo llevo el gallo a mi compadre y te

apuesto lo que quieras que regreso dentro de media hora con los novecientos pesos.

-Se te subieron los ceros a la cabeza --dijo el coronel-. Ya empiezas a jugar la plata

del gallo.

Le costó trabajo disuadirla. Ella había dedicado la mañana a organizar mentalmente

el programa de tres años sin la agonía de los viernes. Preparó la casa para recibir los

novecientos pesos. Hizo una lista de las cosas esenciales de que carecían, sin olvidar

un par de zapatos nuevos para el coronel. Destinó en el dormitorio un sitio para el

El coronel no tiene quien le escriba

Gabriel García Márquez

33

espejo. La momentánea frustración dé sus proyectos le produjo una confusa sensación

de vergüenza y resentimiento.

Hizo una corta siesta. Cuando se incorporó, el coronel estaba sentado en el patio.

-Y ahora qué haces -preguntó ella.

-Estoy pensando --dijo el coronel.

-Entonces está resuelto el problema. Ya se podrá contar con esa plata dentro de

cincuenta años.

Pero en realidad el coronel había decidido vender el gallo esa misma tarde. Pensó en

don Sabas, solo en su oficina, preparándose frente al ventilador eléctrico para la

inyección diaria. Tenia previstas sus respuestas.

-Lleva el gallo -le recomendó su mujer al salir-. La cara del santo hace el milagro.

El coronel se opuso. Ella lo persiguió hasta la puerta de la calle con una

desesperante ansiedad.

-No importa que esté la tropa en su oficina -dijo-. Lo agarras por el brazo y no lo

dejas moverse hasta que no te dé los novecientos pesos.

Van a creer que estamos preparando un asalto.

Ella no le hizo caso.

-Acuérdate que tú eres el dueño del gallo -insistió-. Acuérdate que eres tú quien va

a hacerle el favor.

-Bueno.

Don Sabas estaba con el médico en el dormitorio. «Aprovéchelo ahora, compadre»,

le dijo su esposa al coronel. «El doctor lo está preparando para viajar a la finca y no

vuelve hasta el jueves.» El coronel se debatió entre dos fuerzas contrarias: a pesar de

su determinación de vender el gallo quiso haber llegado una hora más tarde para no

encontrar a don Sabas.

-Puedo esperar -dijo.

Pero la mujer insistió. Lo condujo al dormitorio donde estaba su marido sentado en

la cama tronal, en calzoncillos, fijos en el médico los ojos sin color. El coronel esperó

hasta cuando el médico calentó el tubo de vidrio con la orina del paciente, olfateó el

vapor e hizo a don Sabas un signo aprobatorio.

-Habrá que fusilarlo -dijo el médico dirigiéndose al coronel-. La diabetes es

demasiado lenta para acabar con los ricos.

«Ya usted ha hecho lo posible con sus malditas inyecciones de insulina», dijo don

Sabas, y dio un salto sobre sus nalgas fláccidas. «Pero yo soy un clavo duro de

morder.» Y luego, hacia el coronel:

-Adelante, compadre. Cuando salí a buscarlo esta tarde no encontré ni el sombrero.

-No lo uso para no tener que quitármelo delante de nadie.

Don Sabas empezó a vestirse. El médico se metió en el bolsillo del saco un tubo de

cristal con una muestra de sangre. Luego puso orden en el maletín. El coronel pensó

que se disponía a despedirse.

Yo en su lugar le pasaría a mi compadre una cuenta de cien mil pesos, doctor -dijo-.

Así no estará tan ocupado.

Ya le he propuesto el negocio, pero con un millón -dijo el médico-. La pobreza es el

mejor remedio contra la diabetes.

El coronel no tiene quien le escriba

Gabriel García Márquez

34

«Gracias por la receta», dijo don Sabas tratando de meter su vientre voluminoso en

los pantalones de montar. «Pero no la acepto para evitarle a usted la calamidad de ser

rico.» El médico vio sus propios dientes reflejados en la cerradura niquelada del

maletín. Miró su reloj sin manifestar impaciencia. En el momento de ponerse las botas

don Sabas se dirigió al coronel intempestivamente.

-Bueno, compadre, qué es lo que pasa con el gallo.

El coronel se dio cuenta de que también el médico estaba pendiente de su

respuesta. Apretó los dientes.

-Nada, compadre -murmuró-. Que vengo a vendérselo.

Don Sabas acabó de ponerse las botas.

-Muy bien, compadre -dijo sin emoción-. Es la cosa más sensata que se le podía

ocurrir.

-Yo ya estoy muy viejo para estos enredos -se justificó el coronel frente a la

expresión impenetrable del médico-. Si tuviera veinte años menos sería diferente.

-Usted siempre tendrá veinte años menos -replicó el médico.

El coronel recuperó el aliento. Esperó a que don Sabas dijera algo más, pero no lo

hizo. Se puso una chaqueta de cuero con cerradura de cremallera y se preparó para

salir del dormitorio.

-Si quiere hablamos la semana entrante, compadre -dijo el coronel.

-Eso le iba a decir -dijo don Sabas-. Tengo un cliente que quizá le dé cuatrocientos

pesos. Pero tenemos que esperar hasta el jueves.

-¿Cuánto? -preguntó el médico.

-Cuatrocientos pesos.

-Había oído decir que valía mucho más -dijo el médico.

-Usted me había hablado de novecientos pesos -dijo el coronel, amparado en la

perplejidad del doctor-. Es el mejor gallo de todo el Departamento.

Don Sabas respondió al médico.

«En otro tiempo cualquiera hubiera dado mil», explicó. «Pero ahora nadie se atreve

a soltar un buen gallo. Siempre hay el riesgo de salir muerto a tiros de la gallera.» Se

volvió hacia el coronel con una desolación aplicada:

-Eso fue lo que quise decirle, compadre.

El coronel aprobó con la cabeza.

-Bueno -dijo.

Los siguió por el corredor. El médico quedó en la sala requerido por la mujer de don

Sabas que le pidió un remedio «para esas cosas que de pronto le da a uno y que no se

sabe qué es». El coronel lo esperó en la oficina. Don Sabas abrió la caja fuerte, se

metió dinero en todos los bolsillos y extendió cuatro billetes al coronel.

-Ahí tiene sesenta pesos, compadre -dijo-. Cuando se venda el gallo arreglaremos

cuentas.

El coronel acompañó al médico a través de los bazares del puerto que empezaban a

revivir con el fresco de la tarde. Una barcaza cargada de caña de azúcar descendía por

el hilo de la corriente. El coronel encontró en el médico un hermetismo insólito.

-¿Y usted cómo está, doctor?

El coronel no tiene quien le escriba

Gabriel García Márquez

35

El médico se encogió, de hombros.

-Regular -dijo-. Creo que estoy necesitando un médico.

-Es el invierno -dijo el coronel-. A mí me descompone los intestinos.

El médico lo examinó con una mirada absolutamente desprovista de interés

profesional. Saludó sucesivamente a los sirios sentados a la puerta de sus almacenes.

En la puerta del consultorio el coronel expuso su opinión sobre la venta del gallo.

-No podía hacer otra cosa -le explicó-. Ese animal se alimenta de carne humana.

-El único animal que se alimenta de carne humana es don Sabas -dijo el médico-.

Estoy seguro de que revenderá el gallo por novecientos pesos.

-¿Usted cree?

-Estoy seguro -dijo el médico-. Es un negocio tan redondo como su famoso pacto

patriótico con el alcalde.

El coronel se resistió a creerlo. «Mi compadre hizo ese pacto para salvar el pellejo»,

dijo. «Por eso pudo quedarse en el pueblo.»

«Y por eso pudo comprar a mitad de precio los bienes de sus propios copartidarios

que el alcalde expulsaba del pueblo», replicó el médico. Llamó a la puerta pues no

encontró las llaves en los bolsillos. Luego se enfrentó a la incredulidad del coronel.

-No sea ingenuo -dijo-. A don Sabas le interesa la plata mucho más que su propio

pellejo.

La esposa del coronel salió de compras esa noche. Él la acompañó hasta los

almacenes de los sirios rumiando las revelaciones del médico.

-Busca enseguida a los muchachos y diles que el gallo está vendido -le dijo ella-. No

hay que dejarlos con la ilusión.

-El gallo no estará vendido mientras no venga mi compadre Sabas -respondió el

coronel.

Encontró a Álvaro jugando ruleta en el salón de billares. El establecimiento hervía en

la noche del domingo. El calor parecía más intenso a causa de las vibraciones del radio

a todo volumen. El coronel se entretuvo con los números de vivos colores pintados en

un largo tapiz de hule negro e iluminados por una linterna de petróleo puesta sobre un

cajón en el centro de la mesa. Álvaro se obstinó en perder en el veintitrés. Siguiendo

el juego por encima de su hombro el coronel observó que el once salió cuatro veces en

nueve vueltas.

Apuesta al once -murmuró al oído de Álvaro-. Es el que más sale.

Álvaro examinó el tapiz. No apostó en la vuelta siguiente. Sacó dinero del bolsillo del

pantalón, y con el dinero una hoja de papel. Se la dio al coronel por debajo de la

mesa.

-Es de Agustín -dijo.

El coronel guardó en el bolsillo la hoja clandestina. Álvaro apostó fuerte al once.

-Empieza por poco -dijo el coronel.

«Puede ser una buena corazonada», replicó Álvaro. Un grupo de jugadores vecinos

retiró las apuestas de otros números y apostaron al once cuando ya había empezado a

girar la enorme rueda de colores. El coronel se sintió oprimido. Por primera vez

experimentó la fascinación, el sobresalto y la amargura del azar.

El coronel no tiene quien le escriba

Gabriel García Márquez

36

Salió el cinco.

-Lo siento -dijo el coronel avergonzado, y siguió con un irresistible sentimiento de

culpa el rastrillo de madera que arrastró el dinero de Álvaro-. Esto me pasa por

meterme en lo que no me importa.

Álvaro sonrió sin mirarlo.

-No se preocupe, coronel. Pruebe en el amor.

De pronto se interrumpieron las trompetas del mambo. Los jugadores se

dispersaron con las manos en alto. El coronel sintió a sus espaldas el crujido seco,

articulado y frío de un fusil al ser montado. Comprendió que había caído fatalmente en

una batida de la policía con la hoja clandestina en el bolsillo. Dio media vuelta sin

levantar las manos. Y entonces vio de cerca, por la primera vez en su vida, al hombre

que disparó contra su hijo. Estaba exactamente frente a él con el cañón del fusil

apuntando contra su vientre. Era pequeño, aindiado, de piel curtida, y exhalaba un

tufo infantil. El coro nel apretó los dientes y apartó suavemente con la punta de los

dedos el cañón del fusil.

-Permiso -dijo.

Se enfrentó a unos pequeños y redondos ojos de murciélago. En un instante se

sintió tragado por esos ojos, triturado, digerido e inmediatamente expulsado.

-Pase usted, coronel.

El coronel no tiene quien le escriba

Gabriel García Márquez

37

No necesitó abrirla ventana para identificar a diciembre. Lo descubrió en sus propios

huesos cuando picaba en la cocina las frutas para el desayuno del gallo. Luego abrió la

puerta y la visión del patio confirmó su intuición. Era un patio maravilloso, con la

hierba y los árboles y el cuartito del excusado flotando en la claridad, a un milímetro

sobre el nivel del suelo.

Su esposa permaneció en la cama hasta las nueve. Cuando apareció en la cocina ya

el coronel había puesto orden en la casa y conversaba con los niños en torno al gallo.

Ella tuvo que hacer un rodeo para llegar hasta la hornilla.

-Quítense del medio -gritó. Dirigió al animal una mirada sombría-. No veo la hora de

salir de este pájaro de mal agüero.

El coronel examinó a través del gallo el humor de su esposa. Nada en él merecía

rencor. Estaba listo para los entrenamientos. El cuello y los muslos pelados y cárdenos,

la cresta rebanada, el animal había adquirido una figura escueta, un aire indefenso.

-Asómate a la ventana y olvídate del gallo -dijo el coronel cuando se fueron los

niños-: En una mañana así dan ganas de sacarse un retrato.

Ella se asomó a la ventana pero su rostro no reveló ninguna emoción. «Me gustaría

sembrar las rosas», dijo de regreso a la hornilla. El coronel colgó el espejo en el

horcón para afeitarse.

-Si quieres sembrar las rosas, siémbralas --dijo.

Trató de acordar sus movimientos a los de los de la imagen.

-Se las comen los puercos -dijo ella.

-Mejor -dijo el coronel-. Deben ser muy buenos los puercos engordados con rosas.

Buscó a la mujer en el espejo y se dio cuenta de que continuaba con la misma

expresión. Al resplandor del fuego su rostro parecía modelado en la materia de la

hornilla. Sin advertirlo, fijos los ojos en ella, el coronel siguió afeitándose al tacto como

lo había hecho durante muchos años. La mujer pensó, en un largo silencio.

-Es que no quiero sembrarlas -dijo.

-Bueno -dijo el coronel-. Entonces no las siembres.

Se sentía bien. Diciembre había marchitado la flora de sus vísceras. Sufrió una

contrariedad esa mañana tratando de ponerse los zapatos nuevos. Pero después de

intentarlo varias veces comprendió que era un esfuerzo inútil y se puso los,botines de

charol. Su esposa advirtió el cambio.

-Si no te pones los nuevos no acabarás de amasarlos nunca -dijo.

-Son zapatos de paralítico -protestó el coronel-. El calzado debían venderlo con un

mes de uso.

Salió a la calle estimulado por el presentimiento de que esa tarde llegaría la carta.

Como aún no era la hora de las lanchas esperó a don Sabas en su oficina.

Pero le confirmaron que no llegaría sino el lunes. No se desesperó a pesar de que no

había previsto ese contratiempo. «Tarde o temprano tiene que venir», se dijo, y se

dirigió al puerto, en un instante prodigioso, hecho de una claridad todavía sin usar.

-Todo el año debía ser diciembre -murmuró, sentado en el almacén del sirio

Moisés-. Se siente uno como si fuera de vidrio.

El coronel no tiene quien le escriba

Gabriel García Márquez

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El sirio Moisés debió hacer un esfuerzo para traducir la idea a su árabe casi olvidado.

Era un oriental plácido forrado hasta el cráneo en una piel lisa y estirada, con densos

movimientos de ahogado. Parecía efectivamente salvado de las aguas.

-Así era antes -dijo-. Si ahora fuera lo mismo yo tendría ochocientos noventa y siete

años. ¿Y tú?

«Setenta y cinco», dijo el coronel, persiguiendo con la mirada al administrador de

correos. Sólo entonces descubrió el circo. Reconoció la carpa remendada en el techo de

la lancha del correo entre un montón de objetos de colores. Por un instante perdió al

administrador para buscar las fieras entre las cajas apelotonadas sobre las otras

lanchas. No las encontró.

-Es un circo -dijo-. Es el primero que viene en diez años.

El sirio Moisés verificó la información. Habló a su mujer en una mescolanza de árabe

y español. Ella respondió desde la trastienda. Él hizo un comentario para sí mismo y

luego tradujo su preocupación al coronel.

-Esconde el gato, coronel. Los muchachos se lo roban para vendérselo al circo.

El coronel se dispuso a seguir al administrador.

-No es un circo de fieras -dijo.

-No importa -replicó el sirio-. Los maromeros comen gatos para no romperse los

huesos.

Siguió al administrador a través de los bazares del puerto hasta la plaza. Allí lo

sorprendió el turbulento clamor de la gallera. Alguien, al pasar, le dijo algo de su gallo.

Sólo entonces recordó que era el día fijado para iniciar los entrenamientos.

Pasó de largo por la oficina de correos. Un momento después estaba sumergido en

la turbulenta atmósfera de la gallera. Vio su gallo en el centro de la pista, solo,

indefenso, las espuelas envueltas en trapos, con algo de miedo evidente en el temblor

de las patas. El adversario era un gallo triste y ceniciento.

El coronel no experimentó ninguna emoción. Fue una sucesión de asaltos iguales.

Una instantánea trabazón de plumas y patas y pescuezos en el centro de una

alborotada ovación. Despedido contra las tablas de la barrera el adversario daba una

vuelta sobre sí mismo y regresaba al asalto. Su gallo no atacó. Rechazó cada asalto y

volvió a caer exactamente en el mismo sitio. Pero ahora sus patas no temblaban.

Germán saltó la barrera, lo levantó con las dos manos y lo mostró al público de las

graderías. Hubo una frenética explosión de aplausos y gritos. El coronel notó la

desproporción entre el entusiasmo de la ovación y la intensidad del espectáculo. Le

pareció una farsa a la cual -voluntaria y conscientemente- se prestaban también los

gallos.

Examinó la galería circular impulsado por una curiosidad un poco despreciativa. Una

multitud exaltada se precipitó por las graderías hacia la pista. El coronel observó la

confusión de rostros cálidos, ansiosos, terriblemente vivos. Era gente nueva. Toda la

gente nueva del pueblo. Revivió -como en un presagio- un instante borrado en el

horizonte de su memoria. Entonces saltó la barrera, se abrió paso a través de la

multitud concentrada en el redondel y se enfrentó a los tranquilos ojos de Germán. Se

miraron sin parpadear.

-Buenas tardes, coronel.

El coronel no tiene quien le escriba

Gabriel García Márquez

39

El coronel le quitó el gallo. «Buenas tardes», murmuró. Y no dijo nada más porque

lo estremeció la caliente y profunda palpitación del animal. Pensó que nunca había

tenido una cosa tan viva entre las manos.

-Usted no estaba en la: casa -dijo Germán, perplejo.

Lo interrumpió una nueva ovación. El coronel se sintió intimidado. Volvió a abrirse

paso, sin mirar a nadie, aturdido por los aplausos y los gritos, y salió a la calle con el

gallo bajo el brazo.

Todo el pueblo -la gente de abajo- salió a verlo pasar seguido por los niños de la

escuela. Un negro gigantesco trepado en una mesa y con una culebra enrollada en el

cuello vendía medicinas sin licencia en una esquina de la plaza. De regreso del puerto

un grupo numeroso se había detenido a escuchar su pregón. Pero cuando pasó el

coronel con el gallo la atención se desplazó hacia él. Nunca había sido tan largo el

camino de su casa.

No se arrepintió. Desde hacía mucho tiempo el pueblo yacía en una especie de

sopor, estragado por diez años de historia. Esa tarde -otro viernes sin carta- la gente

había despertado. El coronel se acordó de otra época. Se vio a sí mismo con su mujer

y su hijo asistiendo bajo el paraguas a un espectáculo que no fue interrumpido a pesar

de la lluvia. Se acordó de los dirigentes de su partido, escrupulosamente peinados,

abanicándose en el patio de su casa al compás de la música. Revivió casi la dolorosa

resonancia del bombo en sus intestinos.

Cruzó por la calle paralela al río y también allí encontró la tumultuosa muchedumbre

de los remotos domingos electorales. Observaban el descargue del circo. Desde el

interior de urna tienda una mujer gritó algo relacionado con el gallo. Él siguió absorto

hasta su casa, todavía oyendo voces dispersas, como si lo persiguieran los

desperdicios de la ovación de la gallera.

En la puerta se dirigió a los niños.

-Todos para su casa -dijo-. Al que entre lo saco a correazos.

Puso la tranca y se dirigió directamente a la cocina. Su mujer salió asfixiándose del

dormitorio.

«Se lo llevaron a la fuerza», gritó. «Les dije que el gallo no saldría de esta casa

mientras yo estuviera viva.» El coronel amarró el gallo al soporte de la hornilla.

Cambió el agua al tarro perseguido por la voz frenética de la mujer.

-Dijeron que se lo llevarían por encima de nuestros cadáveres -dijo-. Dijeron que el

gallo no era nuestro sino de todo el pueblo.

Sólo cuando terminó con el gallo el coronel se enfrentó al rostro trastornado de su

mujer. Descubrió sin asombro que no le producía remordimiento ni compasión.

«Hicieron bien», dijo calmadamente. Y luego, registrándose los bolsillos, agregó con

una especie de insondable dulzura:

-El gallo no se vende.

Ella lo siguió hasta el dormitorio. Lo sintió completamente humano, pero inasible,

como si lo estuviera viendo en la pantalla de un cine. El coronel extrajo del ropero un

rollo de billetes, lo juntó al que tenía en los bolsillos, contó el total y lo guardó en el

ropero.

-Ahí hay veintinueve pesos para devolvérselos a mi compadre Sabas -dijo-. El resto

se le paga cuando venga la pensión.

-Y si no viene -preguntó la mujer.

El coronel no tiene quien le escriba

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-Vendrá.

-Pero si no viene.

-Pues entonces no se le paga.

Encontró los zapatos nuevos debajo de la cama. Volvió al armario por la caja de

cartón, limpió la suela con un trapo y metió los zapatos en la caja, como los llevó su

esposa el domingo en la noche. Ella no se movió.

-Los zapatos se devuelven -dijo el coronel-. Son trece pesos más para mi compadre.

-No los reciben -dijo ella.

-Tienen que recibirlos -replicó el coronel-. Sólo me los he puesto dos veces.

-Los turcos no entienden de esas cosas -dijo la mujer.

-Tienen que entender.

-Y si no entienden.

-Pues entonces que no entiendan.

Se acostaron sin comer. El coronel esperó a que su esposa terminara el rosario para

apagar la lámpara. Pero no pudo dormir. Oyó las campanas de la censura

cinematográfica, y casi en seguida -tres horas después- el toque de queda. La

pedregosa respiración de la mujer se hizo angustiosa con el aire helado de la

madrugada. El coronel tenía aún los ojos abiertos cuando ella habló con una voz

reposada, conciliatoria.

-Estás despierto.

-Sí.

-Trata de entrar en razón -dijo la mujer-. Habla mañana con mi compadre Sabas.

-No viene hasta el lunes.

-Mejor -dijo la mujer-. Así tendrás tres días para recapacitar.

-No hay nada que recapacitar --dijo el coronel.

El viscoso aire de octubre había sido sustituido por una frescura apacible. El coronel

volvió a reconocer a diciembre en el horario de los alcaravanes. Cuando dieron las dos

todavía no había podido dormir. Pero sabía que su mujer también estaba despierta.

Trató de cambiar de posición en la hamaca.

-Estás desvelado -dijo la mujer.

-Sí.

Ella pensó un momento.

-No estamos en condiciones de hacer esto -dijo-. Ponte a pensar cuántos son

cuatrocientos pesos juntos.

-Ya falta poco para que venga la pensión -dijo el coronel.

-Estás diciendo lo mismo desde hace quince años.

-Por eso -dijo el coronel-. Ya no puede demorar mucho más.

Ella hizo un silencio. Pero cuando volvió a hablar, al coronel le pareció que el tiempo

no había transcurrido.

-Tengo la impresión de que esa plata no llegará nunca -dijo la mujer.

-Llegará.

-Y si no llega.

El coronel no tiene quien le escriba

Gabriel García Márquez

41

Él no encontró la voz para responder. Al primer canto del gallo tropezó con la

realidad, pero volvió a hundirse en un sueño denso, seguro, sin remordimientos.

Cuando despertó ya el sol estaba alto. Su mujer dormía. El coronel repitió

metódicamente, con dos horas de retraso, sus movimientos matinales, y esperó a su

esposa para desayunar.

Ella se levantó impenetrable. Se dieron los buenos días y se sentaron a desayunar

en silencio. El coronel sorbió una taza de café negro acompañada con un pedazo de

queso y un pan de dulce. Pasó toda la mañana en la sastrería. A la una volvió a la casa

y encontró a su mujer remendando entre las begonias.

-Es hora de almuerzo -dijo.

-No hay almuerzo -dijo la mujer.

Él se encogió de hombros. Trató de tapar los portillos de la cerca del patio para

evitar que los niños entraran a la cocina. Cuando regresó al corredor la mesa estaba

servida.

En el curso del almuerzo el coronel comprendió que su esposa se estaba forzando

para no llorar. Esa certidumbre lo alarmó. Conocía el carácter de su mujer,

naturalmente duro, y endurecido todavía más por cuarenta años de amargura. La

muerte de su hijo no le arrancó una lágrima.

Fijó directamente en sus ojos una mirada de reprobación. Ella se mordió los labios,

se secó los párpados con la manga y siguió almorzando.

-Eres un desconsiderado -dijo.

El coronel no habló.

«Eres caprichoso, terco y desconsiderado», repitió ella. Cruzó los cubiertos sobre el

plato, pero en seguida rectificó supersticiosamente la posición. «Toda una vida

comiendo tierra para que ahora resulte que merezco menos consideración que un

gallo.»

-Es distinto -dijo el coronel.

-Es lo mismo -replicó la mujer-. Debías darte cuenta de que me estoy muriendo,

que esto que tengo no es una enfermedad sino una agonía.

El coronel no habló hasta cuando no terminó de almorzar.

-Si el doctor me garantiza que vendiendo el gallo se te quita el asma, lo vendo en

seguida -dijo-. Pero si no, no.

Esa tarde llevó el gallo a la gallera. De regreso encontró a su esposa al borde de la

crisis. Se paseaba a lo largo del corredor, el cabello suelto a la espalda, los brazos

abiertos, buscando el aire por encima del silbido de sus pulmones. Allí estuvo hasta la

prima noche. Luego se acostó sin dirigirse a su marido.

Masticó oraciones hasta un poco después del toque de queda. Entonces, el coronel

se dispuso a apagar la lámpara. Pero ella se opuso.

-No quiero morirme en las tinieblas -dijo.

El coronel dejó la lámpara en el suelo. Empezaba a sentirse agotado. Tenía deseos

de olvidarse de todo, de dormir de un tirón cuarenta y cuatro días y despertar el veinte

de enero a las tres de la tarde, en la gallera y en el momento exacto de soltar el gallo.

Pero se sabía amenazado por la vigilia de la mujer.

El coronel no tiene quien le escriba

Gabriel García Márquez

42

«Es la misma historia de siempre», comenzó ella un momento después. «Nosotros

ponemos el hambre para que coman los otros. Es la misma historia desde hace

cuarenta años.»

El coronel guardó silencio hasta cuando su esposa hizo una pausa para preguntarle

si estaba despierto. Él respondió que sí. La mujer continuó en un tono liso, fluyente,

implacable.

-Todo el mundo ganará con el gallo, menos nosotros. Somos los únicos que no

tenemos ni un centavo para apostar.

-El dueño del gallo tiene derecho a un veinte por ciento.

-También tenias derecho a que te dieran un puesto cuando te ponían a romperte el

cuero en las elecciones -replicó la mujer-. También tenías derecho a tu pensión de

veterano después de exponer el pellejo en la guerra civil. Ahora todo el mundo tiene su

vida asegurada y tú estás muerto de hambre, completamente solo.

-No estoy solo -dijo el coronel.

Trató de explicar algo pero lo venció el sueño. Ella siguió hablando sordamente

hasta cuando se dio cuenta de que su esposo dormía. Entonces salió del mosquitero y

se paseó por la sala en tinieblas. Allí siguió hablando. El coronel la llamó en la

madrugada. Ella apareció en la puerta, espectral, iluminada desde abajo por la

lámpara casi extinguida. La apagó antes de entrar al mosquitero. Pero siguió hablando.

-Vamos a hacer una cosa -.la interrumpió el coronel.

-Lo único que se puede hacer es vender el gallo -dijo la mujer.

-También se puede vender el reloj.

-No lo compran.

-Mañana trataré de que Álvaro me dé los cuarenta pesos.

-No te los da.

-Entonces se vende el cuadro.

Cuando la mujer volvió a hablar estaba otra vez fuera del mosquitero. El coronel

percibió su respiración impregnada de hierbas medicinales.

-No lo compran -dijo.

Ya veremos -dijo el coronel suavemente, sin un rastro de alteración en la voz-.

Ahora duérmete. Si mañana no se puede vender nada, se pensará en otra cosa.

Trató de tener los ojos abiertos, pero lo quebrantó el sueño. Cayó hasta el fondo de

una substancia sin tiempo y sin espacio, donde las palabras de su mujer tenían un

significado diferente. Pero un 'instante después se sintió sacudido por el hombro.

-Contéstame.

El coronel no supo si había oído esa palabra antes o después del sueño. Estaba

amaneciendo. La ventana se recortaba en la claridad verde del domingo. Pensó que

tenía fiebre. Le ardían los ojos y tuvo que hacer un gran esfuerzo para recobrar la

lucidez.

-Qué se puede hacer si no se puede vender nada -repitió la mujer.

-Entonces ya será veinte de enero -dijo el coronel, perfectamente consciente-. El

veinte por ciento lo pagan esa misma tarde.

-Si el gallo gana -dijo la mujer-. Pero si pierde. No se te ha ocurrido que el gallo

pueda perder.

El coronel no tiene quien le escriba

Gabriel García Márquez

43

-Es un gallo que no puede perder.

-Pero suponte que pierda.

-Todavía faltan cuarenta y cinco días para empezar a pensar en eso -dijo el coronel.

La mujer se desesperó.

«Y mientras tanto qué comemos», preguntó, y agarró al coronel por el cuello de

franela. Lo sacudió con energía.

-Dime, qué comemos.

El coronel necesitó setenta y cinco años -los setenta y cinco años de su vida, minuto

a minuto- para llegar a ese instante. Se sintió puro, explícito, invencible, en el

momento de responder:

-Mierda.

París, enero de 1957

El sabio no dice lo que sabe, y el necio no sabe lo que dice.

Si los hombres han nacido con dos ojos, dos orejas y una sola lengua es porque se debe escuchar y mirar dos veces antes de hablar

Lo que importa verdaderamente en la vida no son los objetivos que nos marcamos, sino los caminos que seguimos para lograrlo.

Hay dos cosas que son infinitas: el universo y la estupidez humana; de la primera no estoy muy seguro.

Hay dos cosas que son infinitas: el universo y la estupidez humana; de la primera no estoy muy seguro.

El nacimiento y la muerte no son dos estados distintos, sino dos aspectos del mismo estado

Las personas son como la Luna. Siempre tienen un lado oscuro que no enseñan a nadie.

Las conversaciones son siempre peligrosas si se tiene algo que ocultar

El saber y la razón hablan, la ignorancia y el error gritan.

Todo está perdido cuando los malos sirven de ejemplo y los buenos de mofa

Algunas personas son tan falsas que ya no distinguen que lo que piensan es justamente lo contrario de lo que dicen.

Produce una inmensa tristeza pensar que la naturaleza habla mientras el género humano no escucha.

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