venmarktec - Doce cuentos peregrinos

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GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ

DOCE CUENTOS PEREGRINOS

 

 

 

PRÓLOGO

 

 

PORQUÉ DOCE,

PORQUÉ CUENTOS

Y PORQUÉ PEREGRINOS

 

 

 

 

 

 

Los doce cuentos de este libro fueron escritos en el curso de los últimos dieciocho años. Antes de su forma actual, cinco de ellos fueron notas periodísti­cas y guiones de cine, y uno fue un serial de tele­visión. Otro lo conté hace quince años en una en­trevista grabada, y el amigo a quien se lo conté lo transcribió y lo publicó, y ahora lo he vuelto a es­cribir a partir de esa versión. Ha sido una rara ex­periencia creativa que merece ser explicada, aunque sea para que los niños que quieren ser escritores cuando sean grandes sepan desde ahora qué insacia­ble y abrasivo es el vicio de escribir.

La primera idea se me ocurrió a principios de la década de los setenta, a propósito de un sueño esclarecedor que tuve después de cinco años de vivir en Barcelona. Soñé que asistía a mi propio entierro, a pie, caminando entre un grupo de amigos vestidos de luto solemne, pero con un ánimo de fiesta. Todos parecíamos dichosos de estar juntos. Y yo más que nadie, por aquella grata oportunidad que me daba la muerte para estar con mis amigos de América Latina, los más antiguos, los más queridos, los que no veía desde hacía más tiempo. Al final de la cere­monia, cuando empezaron a irse, yo intenté acompañarlos, pero uno de ellos me hizo ver con una severidad terminante que para mí se había acabado la fiesta. «Eres el único que no puede irse», me dijo. Sólo entonces comprendí que morir es no estar nun­ca más con los amigos.

No sé por qué, aquel sueño ejemplar lo inter­preté como una toma de conciencia de mi identidad, y pensé que era un buen punto de partida para es­cribir sobre las cosas extrañas que les suceden a los latinoamericanos en Europa. Fue un hallazgo alen­tador, pues había terminado poco antes El Otoño del Patriarca, que fue mi trabajo más arduo y aza­roso, y no encontraba por dónde seguir.

Durante unos dos años tomé notas de los temas que se me iban ocurriendo sin decidir todavía qué hacer con ellos. Como no tenía en casa una libreta de apuntes la noche en que resolví empezar, mis hijos me prestaron un cuaderno de escuela. Ellos mismos lo llevaban en sus morrales de libros en nues­tros viajes frecuentes por temor de que se perdiera. Llegué a tener sesenta y cuatro temas anotados con tantos pormenores, que sólo me faltaba escribirlos.

Fue en México, a mi regreso de Barcelona, en 1974, donde se me hizo claro que este libro no debía ser una novela, como me pareció al principio, sino una colección de cuentos cortos, basados en hechos periodísticos pero redimidos de su condición mortal por las astucias de la poesía. Hasta entonces había escrito tres libros de cuentos. Sin embargo, ninguno de los tres estaba concebido y resuelto como un todo, sino que cada cuento era una pieza autónoma y ocasional. De modo que la escritura de los sesenta y cuatro podía ser una aventura fascinante si lograba escribirlos todos con un mismo trazo, y con una unidad interna de tono y de estilo que los hiciera inseparables en la memoria del lector.

Los dos primeros —El rastro de tu sangre en la nieve y El verano feliz de la señora Forbes— los escribí en 1976, y los publiqué enseguida en suple­mentos literarios de varios países. No me tomé ni un día de reposo, pero a mitad del tercer cuento, que era por cierto el de mis funerales, sentí que es­taba cansándome más que si fuera una novela. Lo mismo me ocurrió con el cuarto. Tanto, que no tuve aliento para terminarlos. Ahora sé por qué: el es­fuerzo de escribir un cuento corto es tan intenso como empezar una novela. Pues en el primer párra­fo de una novela hay que definir todo: estructura, tono, estilo, ritmo, longitud, y a veces hasta el ca­rácter de algún personaje. Lo demás es el placer de escribir, el más íntimo y solitario que pueda imagi­narse, y si uno no se queda corrigiendo el libro por el resto de la vida es porque el mismo rigor de fierro que hace falta para empezarlo se impone para ter­minarlo. El cuento, en cambio, no tiene principio ni fin: fragua o no fragua. Y si no fragua, la experiencia propia y la ajena enseñan que en la mayoría de las veces es más saludable empezarlo de nuevo por otro camino, o tirarlo a la basura. Alguien que no recuer­do lo dijo bien con una frase de consolación: «Un buen escritor se aprecia mejor por lo que rompe que por lo que publica». Es cierto que no rompí los borradores y las notas, pero hice algo peor: los eché al olvido.

Recuerdo haber tenido el cuaderno sobre mi es­critorio de México, náufrago en una borrasca de pa­peles, hasta 1978. Un día, buscando otra cosa, caí en la cuenta de que lo había perdido de vista desde hacía tiempo. No me importó. Pero cuando me con­vencí de que en realidad no estaba en la mesa sufrí un ataque de pánico. No quedó en la casa un rincón sin registrar a fondo. Removimos los muebles, des­montamos la biblioteca para estar seguros de que no se había caído detrás de los libros, y sometimos al servicio y a los amigos a inquisiciones imperdona­bles. Ni rastro. La única explicación posible — ¿o plausible?— es que en algunos de los tantos exter­minios de papeles que hago con frecuencia se fue el cuaderno para el cajón de la basura.

Mi propia reacción me sorprendió: los temas que había olvidado durante casi cuatro años se me con­virtieron en un asunto de honor. Tratando de recu­perarlos a cualquier precio, en un trabajo tan arduo como escribirlos, logré reconstruir las notas de trein­ta. Como el mismo esfuerzo de recordarlos me sir­vió de purga, fui eliminando sin corazón los que me parecieron insalvables, y quedaron dieciocho. Esta vez me animaba la determinación de seguir escri­biéndolos sin pausa, pero pronto me di cuenta de que les había perdido el entusiasmo. Sin embargo, al contrario de lo que siempre les había aconsejado a los escritores nuevos, no los eché a la basura sino que volví a archivarlos. Por si acaso.

Cuando empecé Crónica de una muerte anun­ciada, en 1979, comprobé que en las pausas entre dos libros perdía el hábito de escribir y cada vez me resultaba más difícil empezar de nuevo. Por eso, en­tre octubre de 1980 y marzo de 1984, me impuse la tarea de escribir una nota semanal en periódicos de diversos países, como disciplina para mantener el brazo caliente. Entonces se me ocurrió que mi con­flicto con los apuntes del cuaderno seguía siendo un problema de géneros literarios, y que en realidad no debían ser cuentos sino notas de prensa. Sólo que después de publicar cinco notas tomadas del cuader­no, volví a cambiar de opinión: eran mejores para el cine. Fue así como se hicieron cinco películas y un serial de televisión.

Lo que nunca preví fue que el trabajo de prensa y de cine me cambiaría ciertas ideas sobre los cuen­tos, hasta el punto de que al escribirlos ahora en su forma final he tenido que cuidarme de separar con pinzas mis propias ideas de las que me aportaron los directores durante la escritura de los guiones. Además, la colaboración simultánea con cinco crea­dores diversos me sugirió otro método para escribir los cuentos: empezaba uno cuando tenía el tiempo libre, lo abandonaba cuando me sentía cansado, o cuando surgía algún proyecto imprevisto, y luego empezaba otro. En poco más de un año, seis de los dieciocho temas se fueron al cesto de los papeles, y entre ellos el de mis funerales, pues nunca logré que fuera una parranda como la del sueño. Los cuentos restantes, en cambio, parecieron tomar aliento para una larga vida.

Ellos son los doce de este libro. En septiembre pasado estaban listos para imprimir después otros dos años de trabajo intermitente. Y así hubiera ter­minado su incesante peregrinaje de ida y vuelta al cajón de la basura, de no haber sido porque a última hora me mordió una duda final. Puesto que las dis­tintas ciudades de Europa donde ocurren los cuen­tos las había descrito de memoria y a distancia, qui­se comprobar la fidelidad de mis recuerdos casi vein­te años después, y emprendí un rápido viaje de re­conocimiento a Barcelona, Ginebra, Roma y París.

Ninguna de ellas tenía ya nada que ver con mis recuerdos. Todas, como toda la Europa actual, es­taban enrarecidas por una inversión asombrosa: los recuerdos reales me parecían fantasmas de la memo­ria, mientras los recuerdos falsos eran tan convin­centes que habían suplantado a la realidad. De modo que me era imposible distinguir la línea divisoria entre la desilusión y la nostalgia. Fue la solución final. Pues por fin había encontrado lo que más me hacía falta para terminar el libro, y que sólo podía dármelo el transcurso de los años: una perspectiva en el tiempo.

A mi regreso de aquel viaje venturoso reescribí todos los cuentos otra vez desde el principio en ocho meses febriles en los que no necesité preguntarme dónde terminaba la vida y dónde empezaba la ima­ginación, porque me ayudaba la sospecha de que quizás no fuera cierto nada de lo vivido veinte años antes en Europa. La escritura se me hizo entonces tan fluida que a ratos me sentía escribiendo por el puro placer de narrar, que es quizás el estado humano que más se parece a la levitación. Además, tra­bajando todos los cuentos a la vez y saltando de uno a otro con plena libertad, conseguí una visión pa­norámica que me salvó del cansancio de los comien­zos sucesivos, y me ayudó a cazar redundancias ocio­sas y contradicciones mortales. Creo haber logrado así el libro de cuentos más próximo al que siempre quise escribir.

Aquí está, listo para ser llevado a la mesa des­pués de tanto andar del timbo al tambo peleando para sobrevivir a las perversidades de la incertidumbre. Todos los cuentos, salvo los dos primeros, fue­ron terminados al mismo tiempo, y cada uno lleva la fecha en que lo empecé. El orden en que están en esta edición es el que tenían en el cuaderno de notas.

Siempre he creído que toda versión de un cuento es mejor que la anterior. ¿Corno saber entonces cuál debe ser la última? Es un secreto del oficio que no obedece a las leyes de la inteligencia sino a la magia de los instintos, como sabe la cocinera cuándo está la sopa. De todos modos, por las dudas, no volveré a leerlos, como nunca he vuelto a leer ninguno de mis libros por temor de arrepentirme. El que los lea sabrá qué hacer con ellos. Por fortuna, para estos doce cuentos peregrinos terminar en el cesto de los papeles debe ser como el alivio de volver a casa.

 

Gabriel García Márquez

Cartagena de Indias, abril, 1992

 

 


 

 

 

 

BUEN VIAJE, SEÑOR PRESIDENTE

 

 

ESTABA SENTADO en el escaño de madera bajo las hojas amarillas del parque solitario, con­templando los cisnes polvorientos con las dos manos apoyadas en el pomo de plata del bastón, y pensando en la muerte. Cuando vino a Ginebra por primera vez el lago era sereno y diáfano, y había gaviotas mansas que se acercaban a comer en las manos, y mujeres de alquiler que parecían fantasmas de las seis de la tarde, con volantes de organdí y sombrillas de seda. Ahora la única mujer posible, hasta donde alcanzaba la vista, era una vendedora de flores en el muelle desierto. Le costaba creer que el tiempo hubiera podido hacer semejantes estragos no sólo en su vida sino también en el mundo.

Era un desconocido más en la ciudad de los des­conocidos ilustres. Llevaba el vestido azul oscuro con rayas blancas, el chaleco de brocado y el som­brero duro de los magistrados en retiro. Tenía un bigote altivo de mosquetero, el cabello azulado y abundante con ondulaciones románticas, las manos de arpista con la sortija de viudo en el anular izquierdo, y los ojos alegres. Lo único que delataba el estado de su salud era el cansancio de la piel. Y aun así, a los setenta y tres años, seguía siendo de una elegancia principal. Aquella mañana, sin embar­go, se sentía a salvo de toda vanidad. Los años de la gloria y el poder habían quedado atrás sin reme­dio, y ahora sólo permanecían los de la muerte.

Había vuelto a Ginebra después de dos guerras mundiales, en busca de una respuesta terminante para un dolor que los médicos de la Martinica no logra­ron identificar. Había previsto no más de quince días, pero iban ya seis semanas de exámenes agota­dores y resultados inciertos, y todavía no se vislum­braba el final. Buscaban el dolor en el hígado, en el riñón, en el páncreas, en la próstata, donde menos estaba. Hasta aquel jueves indeseable, en que el mé­dico menos notorio de los muchos que lo habían visto lo citó a las nueve de la mañana en el pabellón de neurología.

La oficina parecía una celda de monjes, y el mé­dico era pequeño y lúgubre, y tenía la mano derecha escayolada por una fractura del pulgar. Cuando apa­gó la luz, apareció en la pantalla la radiografía ilu­minada de una espina dorsal que él no reconoció como suya hasta que el médico señaló con un pun­tero, debajo de la cintura, la unión de dos vértebras.

—Su dolor está aquí —le dijo.

Para él no era tan fácil. Su dolor era improbable y escurridizo, y a veces parecía estar en el costillar derecho y a veces en el bajo vientre, y a menudo lo sorprendía con una punzada instantánea en la ingle. El médico lo escuchó en suspenso y con el puntero inmóvil en la pantalla. «Por eso nos despistó duran­te tamo tiempo», dijo. «Pero ahora sabemos que está aquí». Luego se puso el índice en la sien, y precisó:

—Aunque en estricto rigor, señor presidente, todo dolor está aquí.

Su estilo clínico era tan dramático, que la sen­tencia final pareció benévola: el presidente tenía que someterse a una operación arriesgada e inevitable. Éste le preguntó cuál era el margen de riesgo, y el viejo doctor lo envolvió en una luz de in certidumbre.

—No podríamos decirlo con certeza —le dijo.

Hasta hacía poco, precisó, los riesgos de acci­dentes fatales eran grandes, y más aún los de distin­tas parálisis de diversos grados. Pero con los avances médicos de las dos guerras esos temores eran cosas del pasado.

—Vayase tranquilo — concluyó—. Prepare bien sus cosas, y avísenos. Pero eso sí, no olvide que cuanto antes será mejor.

No era una buena mañana para digerir esa mala noticia, y menos a la intemperie. Había salido muy temprano del hotel, sin abrigo, porque vio un sol radiante por la ventana, y se había ido con sus pasos contados desde el Chemin du Beau Soleil, donde estaba el hospital, hasta el refugio de enamorados furtivos del Parque Inglés. Llevaba allí más de una hora, siempre pensando en la muerte, cuando em­pezó el otoño. El lago se encrespó como un océano embravecido, y un viento de desorden espantó a las gaviotas y arrasó con las últimas hojas. El pre­sidente se levantó y, en vez de comprársela a la florista, arrancó una margarita de los canteros públicos y se la puso en el ojal de la solapa. La florista lo sorprendió.

— Esas flores no son de Dios, señor — le dijo, disgustada—. Son del ayuntamiento.

Él no le puso atención. Se alejó con trancos li­geros, empuñando el bastón por el centro de la caña, y a veces haciéndolo girar con un donaire un tanto libertino. En el puente del Mont Blanc estaban qui­tando a toda prisa las banderas de la Confederación enloquecidas por la ventolera, y el surtidor esbelto coronado de espuma se apagó antes de tiempo. El presidente no reconoció su cafetería de siempre so­bre el muelle, porque habían quitado el toldo verde de la marquesina y las terrazas floridas del verano acababan de cerrarse. En el salón, las lámparas esta­ban encendidas a pleno día, y el cuarteto de cuerdas tocaba un Mozart premonitorio. El presidente cogió en el mostrador un periódico de la pila reservada para los clientes, colgó el sombrero y el bastón en la percha, se puso los lentes con armadura de oro para leer en la mesa más apartada, y sólo entonces tomó conciencia de que había llegado el otoño. Em­pezó a leer por la página internacional, donde en­contraba muy de vez en cuando alguna noticia de las Américas, y siguió leyendo de atrás hacia ade­lante hasta que la mesera le llevó su botella diaria de agua de Evian. Hacía más de treinta años que había renunciado al hábito del café por imposición de sus médicos. Pero había dicho: «Si alguna vez tuviera la certidumbre de que voy a morir, volvería a tomarlo». Quizás la hora había llegado.

— Tráigame también un café — ordenó en un francés perfecto. Y precisó sin reparar en el doble sentido—: A la italiana, como para levantar a un muerto.

Se lo tomó sin azúcar, a sorbos lentos, y después puso la taza bocabajo en el plato para que el sedi­mento del café, después de tantos años, tuviera tiem­po de escribir su destino. El sabor recuperado lo redimió por un instante de su mal pensamiento. Un instante después, como parte del mismo sortilegio, sintió que alguien lo miraba. Entonces pasó la pági­na con un gesto casual, miró por encima de los len­tes, y vio al hombre pálido y sin afeitar, con una gorra deportiva y una chaqueta de cordero volteado, que apartó la mirada al instante para no tropezar con la suya.

Su cara le era familiar. Se habían cruzado varias veces en el vestíbulo del hospital, lo había vuelto a ver cualquier día en una motoneta por la Promenade du Lac mientras él contemplaba los cisnes, pero nun­ca se sintió reconocido. No descartó, sin embargo, que fuera otra de las tantas fantasías persecutorias del exilio.

Terminó el periódico sin prisa, flotando en los chelos suntuosos de Brahms, hasta que el dolor fue más fuerte que la analgesia de la música. Entonces miró el relojito de oro que llevaba colgado de una leontina en el bolsillo del chaleco, y se tomó las dos tabletas calmantes del medio día con el último trago del agua de Evian. Antes de quitarse los lentes des­cifró su destino en el asiento del café, y sintió un estremecimiento glacial: allí estaba la incertidumbre.

Por último pagó la cuenta con una propina estítica, cogió el bastón y el sombrero en la percha, y salió a la calle sin mirar al hombre que lo miraba. Se alejó con su andar festivo, bordeando los canteros de flo­res despedazadas por el viento, y se creyó liberado del hechizo. Pero de pronto sintió los pasos detrás de los suyos, se detuvo al doblar la esquina, y dio media vuelta. El hombre que lo seguía tuvo que pa­rarse en seco para no tropezar con él, y lo miró sobrecogido, a menos de dos palmos de sus ojos.

— Señor presidente — murmuró.

— Dígale a los que le pagan que no se hagan ilusiones — dijo el presidente, sin perder la sonrisa ni el encanto de la voz—. Mi salud es perfecta.

— Nadie lo sabe mejor que yo — dijo el hombre, abrumado por la carga de dignidad que le cayó en­cima—. Trabajo en el hospital.

La dicción y la cadencia, y aun su timidez, eran las de un caribe crudo.

— No me dirá que es médico — le dijo el presiden­te.

— Qué más quisiera yo, señor — dijo el hom­bre—. Soy chofer de ambulancia.

— Lo siento — dijo el presidente, convencido de su error—. Es un trabajo duro.

— No tanto como el suyo, señor. Él lo miró sin reservas, se apoyó en el bastón con las dos manos, y le preguntó con un interés real:

— ¿De dónde es usted?

— Del Caribe.

— De eso ya me di cuenta — dijo el presidente—.

¿Pero de qué país?

— Del mismo que usted, señor, — dijo el hom­bre, y le tendió la mano—: Mi nombre es Homero Rey.

El presidente lo interrumpió sorprendido, sin sol­tarle la mano.

— Caray — le dijo—: ¡Qué buen nombre! Homero se relajó.

— Y es más todavía — dijo—: Homero Rey de la Casa.

Una cuchillada invernal los sorprendió indefen­sos en mitad de la calle. El presidente se estremeció hasta los huesos y comprendió que no podría cami­nar sin abrigo las dos cuadras que le faltaban hasta la fonda de pobres donde solía comer.

— ¿Ya almorzó? — le preguntó a Homero.

— Nunca almuerzo — dijo Homero—. Como una sola vez por la noche en mi casa.

— Haga una excepción por hoy — le dijo él con todos sus encantos a flor de piel—. Lo invito a al­morzar.

Lo tomó del brazo y lo condujo hasta el restau­rante de enfrente, con el nombre dorado en la mar­quesina de lona: Le Boeuf Couronné. El interior era estrecho y cálido, y no parecía haber un sitio libre. Homero Rey, sorprendido de que nadie reconociera al presidente, siguió hasta el fondo del salón para pedir ayuda.

— ¿Es presidente en ejercicio? — le preguntó el patrón.

— No — dijo Homero—. Derrocado.

El patrón soltó una sonrisa de aprobación.

— Para esos — dijo—  tengo siempre una mesa es­pecial.

Los condujo a un lugar apartado en el fondo del salón donde podían charlar a gusto. El presidente se lo agradeció.

— No todos reconocen como usted la dignidad del exilio — dijo.

La especialidad de la casa eran las costillas de buey al carbón. El presidente y su invitado miraron en torno, y vieron en las otras mesas los grandes trozos asados con un borde de grasa tierna. «Es una carne magnífica», murmuró el presidente. «Pero la tengo prohibida». Fijó en Homero una mirada tra­viesa, y cambió de tono.

— En realidad, tengo prohibido todo.

— También tiene prohibido el café, — dijo Homero—, y sin embargo lo toma.

— ¿Se dio cuenta? —dijo el presidente—. Pero hoy fue sólo una excepción en un día excepcional.

La excepción de aquel día no fue sólo con el café. También ordenó una costilla de buey al carbón y una ensalada de legumbres frescas sin más adere­zos que un chorro de aceite de olivas. Su invitado pidió lo mismo, más media garrafa de vino tinto.

Mientras esperaban la carne, Homero sacó del bolsillo de la chaqueta una billetera sin dinero y con muchos papeles, y le mostró al presidente una foto descolorida. Él se reconoció en mangas de camisa, con varias libras menos y el cabello y el bigote de un color negro intenso, en medio de un tumulto de jóvenes que se habían empinado para sobresalir. De una sola mirada reconoció el lugar, reconoció los emblemas de una campaña electoral aborrecible, re­conoció la fecha ingrata. «¡Qué barbaridad!», mur­muró. «Siempre he dicho que uno envejece más rá­pido en los retratos que en la vida real». Y devolvió la foto con el gesto de un acto final.

— Lo recuerdo muy bien —dijo—. Fue hace mi­les de años en la gallera de San Cristóbal de las Casas.

— Es mi pueblo — dijo Homero, y se señaló a sí mismo en el grupo—: Éste soy yo.

El presidente lo reconoció.  

— ¡Era una criatura!

— Casi — dijo Homero—. Estuve con usted en toda la campaña del sur como dirigente de las bri­gadas universitarias.

El presidente se anticipó al reproche.

— Yo, por supuesto, ni siquiera me fijaba en us­ted — dijo.

— Al contrario, era muy gentil con nosotros — dijo Homero—. Pero éramos tantos que no es posible que se acuerde.

— ¿Y luego?

— ¿Quién lo puede saber más que usted? — dijo Homero—. Después del golpe militar, lo que es un milagro es que los dos estemos aquí, listos para co­mernos medio buey. No muchos tuvieron la misma suerte.

En ese momento les llevaron los platos. El pre­sidente se puso la servilleta en el cuello, como un babero de niño, y no fue insensible a la callada sor­presa del invitado. «Si no hiciera esto perdería una corbata en cada comida», dijo. Antes de empezar probó la sazón de la carne, la aprobó con un gesto complacido, y volvió al tema.

— Lo que no me explico — dijo—  es por qué no se me había acercado antes en vez de seguirme como un sabueso.

Entonces Homero le contó que lo había recono­cido desde que lo vio entrar en el hospital por una puerta reservada para casos muy especiales. Era ple­no verano, y él llevaba el traje completo de lino blanco de las Antillas, con zapatos combinados en blanco y negro, la margarita en el ojal, y la hermosa cabellera alborotada por el viento. Homero averiguó que estaba solo en Ginebra; sin ayuda de nadie, pues conocía de memoria la ciudad donde había termina­do sus estudios de leyes. La dirección del hospital, a solicitud suya, tomó las determinaciones internas para asegurar el incógnito absoluto. Esa misma no­che, Homero se concertó con su mujer para hacer contacto con él. Sin embargo, lo había seguido du­rante cinco semanas buscando una ocasión propicia, y quizás no habría sido capaz de saludarlo si él no lo hubiera enfrentado.

— Me alegro que lo haya hecho — dijo el presi­dente—, aunque la verdad es que no me molesta para nada estar solo.

— No es justo.

— ¿Por qué? — preguntó el presidente con since­ridad—. La mayor victoria de mi vida ha sido lograr que me olviden.

— Nos acordamos de usted más de lo que usted se imagina—  dijo Homero sin disimular su emo­ción—. Es una alegría verlo así, sano y joven.

— — Sin embargo — dijo él sin dramatismo—, todo indica que moriré muy pronto.

— Sus probabilidades de salir bien son muy altas—  dijo Homero.

El presidente dio un salto de sorpresa, pero no perdió la gracia.

— ¡Ah caray! — exclamó—. ¿Es que en la bella Suiza se abolió el sigilo médico?

— En ningún hospital del mundo hay secretos para un chofer de ambulancias — dijo Homero.

— Pues lo que yo sé lo he sabido hace apenas dos horas y por boca del único que debía saberlo.

— En todo caso, usted no moriría en vano — dijo Homero—. Alguien lo pondrá en el lugar que le corresponde como un gran ejemplo de dignidad.

El presidente fingió un asombro cómico.

— Gracias por prevenirme — dijo.

Comía como hacía todo: despacio y con una gran pulcritud. Mientras tanto miraba a Homero directo a los ojos, de modo que éste tenía la impresión de ver lo que él pensaba. Al cabo de una larga conver­sación de evocaciones nostálgicas, hizo una sonrisa maligna.

— Había decidido no preocuparme por mi cadá­ver, — dijo—, pero ahora veo que debo tomar cier­tas precauciones de novela policíaca para que nadie lo encuentre.

— Será inútil — bromeó Homero a su vez—. En el hospital no hay misterios que duren más de una hora.

Cuando terminaron con el café, el presidente leyó el fondo de su taza, y volvió a estremecerse: el mensaje era el mismo. Sin embargo, su expresión no se alteró. Pagó la cuenta en efectivo, pero antes verificó la suma varias veces, contó varias veces el dinero con un cuidado excesivo, y dejó una propina que sólo mereció un gruñido del mesero.

— Ha sido un placer — concluyó, al despedirse de Homero—. No tengo fecha para la operación, y ni siquiera he decidido si voy a someterme o no. Pero si todo sale bien volveremos a vernos.

— ¿Y por qué no antes? — dijo Homero—. La­zara, mi mujer, es cocinera de ricos. Nadie prepara el arroz con camarones mejor que ella, y nos gus­taría tenerlo en casa una noche de estas.

— Tengo prohibidos los mariscos, pero los co­meré con mucho gusto — dijo él—. Dígame cuándo.

— El jueves es mi día libre — dijo Homero.

— Perfecto — dijo el presidente—. El jueves a las siete de la noche estoy en su casa. Será un placer.

— Yo pasaré a recogerlo — dijo Homero—. Hotelerie Dames, 14 rué de l'Industrie. Detrás de la estación. ¿Es correcto?

— Correcto, — dijo el presidente, y se levantó más encantador que nunca—. Por lo visto, sabe hasta el número que calzo.

— Claro, señor — dijo Homero, divertido—: cua­renta y uno.

Lo que Homero Rey no le contó al presidente, pero se lo siguió contando durante años a todo el que quiso oírlo, fue que su propósito inicial no era tan inocente. Como otros choferes de ambulancia, tenía arreglos con empresas funerarias y compañías de seguros para vender servicios dentro del mismo hospital, sobre todo a pacientes extranjeros de esca­sos recursos. Eran ganancias mínimas, y además ha­bía que repartirlas con otros empleados que se pa­saban de mano en mano los informes secretos sobre los enfermos graves. Pero era un buen consuelo para un desterrado sin porvenir que subsistía a duras pe­nas con su mujer y sus dos hijos con un sueldo ridículo.

Lazara Davis, su mujer, fue más realista. Era una mulata fina de San Juan de Puerto Rico, menuda y maciza, del color del caramelo en reposo y con unos ojos de perra brava que le iban muy bien a su modo de ser. Se habían conocido en los servicios de cari­dad del hospital, donde ella trabajaba como ayudan­te de todo después que un rentista de su país, que la había llevado como niñera, la dejó al garete en Ginebra. Se habían casado por el rito católico, aun­que ella era princesa yoruba, y vivían en una sala y dos dormitorios en el octavo piso sin ascensor de un edificio de emigrantes africanos. Tenían una niña de nueve años, Bárbara, y un niño de siete, Lázaro, con algunos índices menores de retraso mental.

Lazara Davis era inteligente y de mal carácter, pero de entrañas tiernas. Se consideraba a sí misma como una Tauro pura, y tenía una fe ciega en sus augurios astrales. Sin embargo, nunca pudo cumplir el sueño de ganarse la vida como astróloga de mi­llonarios. En cambio, aportaba a la casa recursos ocasionales, y a veces importantes, preparando cenas para señoras ricas que se lucían con sus invitados haciéndoles creer que eran ellas las que cocinaban los excitantes platos antillanos. Homero, por su par­te, era tímido de solemnidad, y no daba para más de lo poco que hacía, pero Lazara no concebía la vida sin él por la inocencia de su corazón y el calibre de su arma. Les había ido bien, pero los años venían cada vez más duros y los niños crecían. Por los tiem­pos en que llegó el presidente habían empezado a picotear sus ahorros de cinco años. De modo que cuando Homero Rey lo descubrió entre los enfer­mos incógnitos del hospital, se les fue la mano en las ilusiones.

No sabían a ciencia cierta qué le iban a pedir, ni con qué derecho. En el primer momento habían pen­sado venderle el funeral completo, incluidos el em­balsamamiento y la repatriación. Pero poco a poco se fueron dando cuenta de que la muerte no parecía tan inminente como al principio. El día del almuer­zo estaban ya aturdidos por las dudas.

La verdad es que Homero no había sido dirigen­te de brigadas universitarias, ni nada parecido, y la única vez que participó en la campaña electoral fue cuando tomaron la foto que habían logrado encon­trar por milagro traspapelada en el ropero. Pero su fervor era cierto. Era cierto también que había teni­do que huir del país por su participación en la re­sistencia callejera contra el golpe militar, aunque la única razón para seguir viviendo en Ginebra des­pués de tantos años era su pobreza de espíritu. Así que una mentira de más o de menos no debía ser un obstáculo para ganarse el favor del presidente.

La primera sorpresa de ambos fue que el deste­rrado ilustre viviera en un hotel de cuarta categoría en el barrio triste de la Grotte, entre emigrantes asiá­ticos y mariposas de la noche, y que comiera solo en fondas de pobres, cuando Ginebra estaba llena de residencias dignas para políticos en desgracia. Homero lo había visto repetir día tras día los actos de aquel día. Lo había acompañado de vista, y a veces a una distancia menos que prudente, en sus paseos nocturnos por entre los muros lúgubres y los col­gajos de campánulas amarillas de la ciudad vieja. Lo había visto absorto durante horas frente a la estatuía de Calvino. Había subido tras él paso a paso la es­calinata de piedra, sofocado por el perfume ardiente de los jazmines, para contemplar los lentos atarde­ceres del verano desde la cima del Bourgle-Four. Una noche lo vio bajo la primera llovizna, sin abri­go ni paraguas, haciendo la cola con los estudiantes para un concierto de Rubmstem. «No sé cómo no le ha dado una pulmonía», le dijo después a su mu­jer. El sábado anterior, cuando el tiempo empezó a cambiar, lo había visto comprando un abrigo de oto­ño con un cuello de visones falsos, pero no en las tiendas luminosas de la rué du Rhóne, donde com­praban los emires fugitivos, sino en el Mercado de las Pulgas.

— ¡Entonces no hay nada que hacer! — exclamó Lazara cuando Homero se lo contó—. Es un avaro de mierda, capaz de hacerse enterrar por la benefi­cencia en la fosa común. Nunca le sacaremos nada.

— A lo mejor es pobre de verdad — dijo Homero—, después de tantos años sin empleo.

 — Ay, negro, una cosa es ser Piséis con ascen­dente Piséis y otra cosa es ser pendejo — dijo Laza­ra—. Todo el mundo sabe que se alzó con el oro del gobierno y que es el exiliado más rico de la Martinica.

Homero, que era diez años mayor, había crecido impresionado con la noticia de que el presidente es­tudió en Ginebra, trabajando como obrero de la construcción. En cambio Lazara se había criado en­tre los escándalos de la prensa enemiga, magnifica­dos en una casa de enemigos, donde fue niñera des­de niña. Así que la noche en que Homero llegó aho­gándose de júbilo porque había almorzado con el presidente, a ella no le valió el argumento de que lo había invitado a un restaurante caro. Le molestó que Homero no le hubiera pedido nada de lo mucho que habían soñado, desde becas para los niños hasta un empleo mejor en el hospital. Le pareció una confir­mación de sus sospechas la decisión de que le echa­ran el cadáver a los buitres en vez de gastarse sus francos en un entierro digno y una repatriación glo­riosa. Pero lo que rebosó el vaso fue la noticia que Homero se reservó para el final, de que había invi­tado al presidente a comer arroz de camarones el jueves en la noche.

— No más eso nos faltaba, — gritó Lazara—  que se nos muera aquí, envenenado con camarones de lata, y tengamos que enterrarlo con los ahorros de los niños. Lo que al final determinó su conducta fue el peso de su lealtad conyugal. Tuvo que pedir prestado a una vecina tres juegos de cubiertos de alpaca y una ensaladera de cristal, a otra una cafetera eléctrica, a otra un mantel bordado y una vajilla china para el café. Cambió las cortinas viejas por las nuevas, que sólo usaban en los días de fiesta, y les quitó el forro a los muebles. Pasó un día entero fregando los pisos, sacudiendo el polvo, cambiando las cosas de lugar, hasta que logró lo contrario de lo que más les hu­biera convenido, que era conmover al invitado con el decoro de la pobreza.

El jueves en la noche, después que se repuso del ahogo de los ocho pisos, el presidente apareció en la puerta con el nuevo abrigo viejo y el sombrero melón de otro tiempo, y con una sola rosa para Lazara. Ella se impresionó con su hermosura viril y sus maneras de príncipe, pero más allá de todo eso lo vio como esperaba verlo: falso y rapaz. Le pare­ció impertinente, porque ella había cocinado con las ventanas abiertas para evitar que el vapor de los ca­marones impregnara la casa, y lo primero que hizo él al entrar fue aspirar a fondo, como en un éxtasis súbito, y exclamó con los ojos cerrados y los brazos abiertos: «¡Ah, el olor de nuestro mar!» Le pareció más tacaño que nunca por llevarle una sola rosa, robada sin duda en los jardines públicos. Le pareció insolente, por el desdén con que miró los recortes de periódicos sobre sus glorias presidenciales, y los gallardetes y banderines de la campaña, que Homero había clavado con tanto candor en la pared de la sala. Le pareció duro de corazón, porque no saludó siquiera a Bárbara y a Lázaro, que le tenían un re­galo hecho por ellos, y en el curso de la cena se refirió a dos cosas que no podía soportar: los perros y los niños. Lo odió. Sin embargo, su sentido caribe de la hospitalidad se impuso sobre sus prejuicios. Se había puesto la bata africana de sus noches de fiesta y sus collares y pulseras de santería, y no hizo du­rante la cena un solo gesto ni dijo una palabra de sobra. Fue más que irreprochable: perfecta.

La verdad era que el arroz de camarones no es­taba entre las virtudes de su cocina, pero lo hizo con los mejores deseos, y le quedó muy bien. El presi­dente se sirvió dos veces sin medirse en los elogios, y le encantaron las tajadas fritas de plátano maduro y la ensalada de aguacate, aunque no compartió las nostalgias. Lazara se conformó con escuchar hasta los postres, cuando Homero se atascó sin que vinie­ra a cuento en el callejón sin salida de la existencia de Dios.

— Yo sí creo que existe — dijo el presidente—, pero que no tiene nada que ver con los seres huma­nos. Anda en cosas mucho más grandes.

— Yo sólo creo en los astros — dijo Lazara, y escrutó la reacción del presidente— 

— ¿Qué día nació usted?

— Once de marzo.

 — Tenía que ser — dijo Lazara, con un sobresalto triunfal, y preguntó de buen tono—: ¿No serán de­masiado dos Piséis en una misma mesa?

Los hombres seguían hablando de Dios cuando ella se fue a la cocina a preparar el café. Había re­cogido los trastos de la comida y ansiaba con toda su alma que la noche terminara bien. De regreso a la sala con el café le salió al encuentro una frase suelta del presidente que la dejó atónita:

— No lo dude, mi querido amigo: lo peor que pudo pasarle a nuestro pobre país es que yo fuera presidente.

Homero vio a Lazara en la puerta con las tazas chinas y la cafetera prestada, y creyó que se iba a desmayar. También el presidente se fijó en ella. «No me mire así, señora», le dijo de buen tono. «Estoy hablando con el corazón». Y luego, volviéndose a Homero, terminó:

— Menos mal que estoy pagando cara mi insensa­tez.

Lazara sirvió el café, apagó la lámpara cenital de la mesa cuya luz inclemente estorbaba para conver­sar, y la sala quedó en una penumbra íntima. Por primera vez se interesó en el invitado, cuya gracia no alcanzaba a disimular su tristeza. La curiosidad de Lazara aumentó cuando él terminó el café y puso la taza bocabajo en el plato para que reposara el asiento.

El presidente les contó en la sobremesa que ha­bía escogido la isla de Martinica para su destierro, por la amistad con el poeta Aimé Césaire, que por aquel entonces acababa de publicar su Cahier d'un retour au pays natal, y le prestó ayuda para iniciar una nueva vida. Con lo que les quedaba de la he­rencia de la esposa compraron una casa de maderas nobles en las colinas de Fort de France, con alam­breras en las ventanas y una terraza de mar llena de flores primitivas, donde era un gozo dormir con el alboroto de los grillos y la brisa de melaza y ron de caña de los trapiches. Se quedó allí con la esposa, catorce años mayor que él y enferma desde su parto único, atrincherado contra el destino en la relectura viciosa de sus clásicos latinos, en latín, y con la con­vicción de que aquél era el acto final de su vida. Durante años tuvo que resistir las tentaciones de toda clase de aventuras que le proponían sus parti­darios derrotados.

— Pero nunca volví a abrir una carta — dijo—. Nunca, desde que descubrí que hasta las más urgen­tes eran menos urgentes una semana después, y que a los dos meses no se acordaba de ellas ni el que las había escrito.

Miró a Lazara a media luz cuando encendió un cigarrillo, y se lo quitó con un movimiento ávido de los dedos. Le dio una chupada profunda, y retuvo el humo en la garganta. Lazara, sorprendida, cogió la cajetilla y los fósforos para encender otro, pero él le devolvió el cigarrillo encendido. «Fuma usted con tanto gusto que no pude resistir la tentación», le dijo él. Pero tuvo que soltar el humo porque sufrió un principio de tos.

— Abandoné el vicio hace muchos años, pero él no me abandonó a mí por completo — dijo—. Al­gunas veces ha logrado vencerme. Como ahora.

La tos le dio dos sacudidas más. Volvió el dolor. El presidente miró la hora en el relojito de bolsillo, y tomó las dos tabletas de la noche. Luego escrutó el fondo de la taza: no había cambiado nada, pero esta vez no se estremeció.

— Algunos de mis antiguos partidarios han sido presidentes después que yo — dijo.

— Sáyago,— dijo Homero.

— Sáyago y otros — dijo él—. Todos como yo: usurpando un honor que no merecíamos con un ofi­cio que no sabíamos hacer. Algunos persiguen sólo el poder, pero la mayoría busca todavía menos: el empleo.

Lazara se encrespó.

— ¿Usted sabe lo que dicen de usted? — le pre­guntó.

Homero, alarmado, intervino:

— Son mentiras.

— Son mentiras y no lo son — dijo el presidente con una calma celestial—. Tratándose de un presi­dente, las peores ignominias pueden ser las dos co­sas al mismo tiempo: verdad y mentira.

Había vivido en la Martinica todos los días del exilio, sin más contactos con el exterior que las po­cas noticias del periódico oficial, sosteniéndose con clases de español y latín en un liceo oficial y con las traducciones que a veces le encargaba Aimé Césaire. El calor era insoportable en agosto, y él se quedaba en la hamaca hasta el medio día, leyendo al arrullo del ventilador de aspas del dormitorio. Su mujer se ocupaba de los pájaros que criaba en libertad, aun en las horas de más calor, protegiéndose del sol con un sombrero de paja de alas grandes, adornado de frutillas artificiales y flores de organdí. Pero cuando bajaba el calor era bueno tomar el fresco en la te­rraza, él con la vista fija en el mar hasta que se hundía en las tinieblas, y ella en su mecedor de mim­bre, con el sombrero roto y las sortijas de fantasía en todos los dedos, viendo pasar los buques del mundo. «Ese va para Puerto Santo», decía ella. «Ese casi no puede andar con la carga de guineos de Puerto Santo», decía. Pues no le parecía posible que pasara un buque que no fuera de su tierra. Él se hacía el sordo, aunque al final ella logró olvidar mejor que él, porque se quedó sin memoria. Permanecían así hasta que terminaban los crepúsculos fragorosos, y tenían que refugiarse en la casa derrotados por los zancudos. Uno de esos tantos agostos, mientras leía el periódico en la terraza, el presidente dio un salto de asombro.

— ¡Ah, caray! — dijo—. ¡He muerto en Estoril!

Su esposa, levitando en el sopor, se espantó con la noticia. Eran seis líneas en la página quinta del periódico que se imprimía a la vuelta de la esquina, en el cual se publicaban sus traducciones ocasio­nales, y cuyo director pasaba a visitarlo de vez en cuando. Y ahora decía que había muerto en Estoril de Lisboa, balneario y guarida de la decaden­cia europea, donde nunca había estado, y tal vez el único lugar del mundo donde no hubiera que­rido morir. La esposa murió de veras un año des­pués,   atormentada  por  el  último  recuerdo  que le quedaba para aquel instante: el del único hijo, que  había  participado   en  el  derrocamiento  de su padre, y fue fusilado más tarde por sus propios cómplices.

El presidente suspiró. «Así somos, y nada podrá redimirnos», dijo. «Un continente concebido por las heces del mundo entero sin un instante de amor: hijos de raptos, de violaciones, de tratos infames, de engaños, de enemigos con enemigos». Se enfrentó a los ojos africanos de Lazara, que lo escudriñaban sin piedad, y trató de amansarla con su labia de viejo maestro.

— La palabra mestizaje significa mezclar las lá­grimas con la sangre que corre. ¿Qué puede espe­rarse de semejante brebaje?

Lazara lo clavó en su sitio con un silencio de muerte. Pero logró sobreponerse, poco antes de la media noche, y lo despidió con un beso formal. El presidente se opuso a que Homero lo acompañara al hotel, pero no pudo impedir que lo ayudara a conseguir un taxi. De regreso a casa, Homero en­contró a su mujer descompuesta, de furia.

— Ese es el presidente mejor tumbado del mun­do — dijo ella—. Un tremendo hijo de puta.

A pesar de los esfuerzos que hizo Homero por tranquilizarla, pasaron en vela una noche terrible. Lazara reconocía que era uno de los hombres más bellos que había visto, con un poder de seducción devastadora y una virilidad de semental. «Así como está, viejo y jodido, debe ser todavía un tigre en la cama», dijo. Pero creía que esos dones de Dios los había malbaratado al servicio de la simulación. No podía soportar sus alardes de haber sido el peor pre­sidente de su país. Ni sus ínfulas de asceta, si estaba convencida de que era dueño de la mitad de los in­genios de la Martinica. Ni la hipocresía de su desdén por el poder, si era evidente que lo daría todo por volver un minuto a la presidencia para hacerles mor­der el polvo a sus enemigos.

— Y todo eso — concluyó—, sólo por tenernos rendidos a sus pies.

— ¿Qué puede ganar con eso? — dijo Homero.

— Nada — dijo ella—. Lo que pasa es que la co­quetería es un vicio que no se sacia con nada.

Era tanta su furia, que Homero no pudo sopor­tarla en la cama, y se fue a terminar la noche en­vuelto con una manta en el diván de la sala. Lazara se levantó también en la madrugada, desnuda de cuerpo entero, como solía dormir y estar en casa, y hablando consigo misma en un monólogo de una sola cuerda. En un momento borró de la memoria de la humanidad todo rastro de la cena indeseable. Devolvió al amanecer las cosas prestadas, cambió las cortinas nuevas por las viejas y puso los muebles en su lugar, hasta que la casa volvió a ser tan pobre y decente como había sido hasta la noche anterior. Por último arrancó los recortes de prensa, los retra­tos, los banderines y gallardetes de la campaña abo­minable, y tiró todo en el cajón de la basura con un grito final.

— ¡Al carajo!

Una semana después de la cena, Homero encon­tró al presidente esperándolo a la salida del hospital, con la súplica de que lo acompañara a su hotel. Su­bieron los tres pisos empinados hasta una mansarda con una sola claraboya que daba a un cielo de ce­niza, y atravesada por una cuerda con ropa puesta a secar. Había además una cama matrimonial que ocupaba la mitad del espacio, una silla simple, un aguamanil y un bidé portátil, y un ropero de pobres con el espejo nublado. El presidente notó la impre­sión de Homero.

— Es el mismo cubil donde viví mis años de es­tudiante — le dijo, como excusándose—. Lo reservé desde Fort de France.

Sacó de una bolsa de terciopelo y desplegó so­bre la cama el saldo final de sus recursos: varias pulseras de oro con distintos adornos de piedras preciosas, un collar de perlas de tres vueltas y otros dos de oro y piedras preciosas; tres cadenas de oro con medallas de santos y un par de are­tes de oro con esmeraldas, otro con diamantes y otro con rubíes; dos relicarios y un guardapelos, once sortijas con toda clase de monturas precio­sas y una diadema de brillantes que pudo haber sido de una reina. Luego sacó de un estuche distin­to tres pares de mancornas de plata y dos de oro con sus correspondientes pisacorbatas, y un reloj de bolsillo enchapado en oro blanco. Por último sacó de una caja de zapatos sus seis condecoracio­nes: dos de oro, una de plata, y el resto, chatarra pura.

— Es todo lo que me queda en la vida — dijo.

No tenía más alternativas que venderlo todo para completar los gastos médicos, y deseaba que Homero le hiciera el favor con el mayor sigilo. Sin em­bargo Homero no se sintió capaz de complacerlo mientras no tuviera las facturas en regla.

El presidente le explicó que eran las prendas de su esposa heredadas de una abuela colonial que a su vez había heredado un paquete de acciones en minas de oro en Colombia. El reloj, las mancuernas y los pisacorbatas eran suyos. Las condecoraciones, por supuesto, no fueron antes de nadie.

— No creo que alguien tenga facturas de cosas así — dijo.

Homero fue inflexible.

— En ese caso — reflexionó el presidente—, no me quedará más remedio que dar la cara.

Empezó a recoger las joyas con una calma cal­culada. «Le ruego que me perdone, mi querido Homero, pero es que no hay peor pobreza que la de un presidente pobre», le dijo. «Hasta sobrevivir pa­rece indigno». En ese instante, Homero lo vio con el corazón, y le rindió sus armas.

Aquella noche, Lazara regresó tarde a casa. Des­de la puerta vio las joyas radiantes bajo la luz mer­curial del comedor, y fue como si hubiera visto un alacrán en su cama.

— No seas bruto, negro — dijo, asustada—. ¿Por qué están aquí esas cosas?

La explicación de Homero la inquietó todavía más. Se sentó a examinar las joyas, una por una, con una meticulosidad de orfebre. A un cierto momento suspiró: «Debe ser una fortuna». Por último se que­dó mirando a Homero sin encontrar una salida para su ofuscación.

— Carajo — dijo—. ¿Cómo hace uno para saber si todo lo que ese hombre dice es verdad?

— ¿Y por qué no? — dijo Homero—. Acabo de ver que él mismo lava su ropa, y la seca en el cuarto igual que nosotros, colgada en un alambre.

— Por tacaño — dijo Lazara.

— O por pobre — dijo Homero. Lazara volvió a examinar las joyas, pero ahora con menos atención, porque también ella estaba vencida. Así que la mañana siguiente se vistió con lo mejor que tenía, se aderezó con las joyas que le parecieron más caras, se puso cuantas sortijas pudo en cada dedo, hasta en el pulgar, y cuantas pulseras pudo ponerse en cada brazo, y se fue a venderlas. «A ver quién le pide facturas a Lazara Davis», dijo al salir, pavoneándose de risa. Escogió la joyería exacta, con más ínfulas que prestigio, donde sabía que se vendía y se compraba sin demasiadas pregun­tas, y entró aterrorizada pero pisando firme.

Un vendedor vestido de etiqueta, enjuto y páli­do, le hizo una venia teatral al besarle la mano, y se puso a sus órdenes. El interior era más claro que el día, por los espejos y las luces intensas, y la tienda entera parecía de diamante. Lazara, sin mirar apenas al empleado por temor de que se le notara la farsa, siguió hasta el fondo.

El empleado la invitó a sentarse ante uno de los tres escritorios Luis XV que servían de mostradores individuales, y extendió .encima un pañuelo inmacu­lado. Luego se sentó frente a Lazara, y esperó.

— ¿En qué puedo servirle?

Ella se quitó las sortijas, las pulseras, los collares, los aretes, todo lo que llevaba a la vista, y fue po­niéndolos sobre el escritorio en un orden de ajedrez. Lo único que quería, dijo, era conocer su verdadero valor.

El joyero se puso el monóculo en el ojo izquier­do, y empezó a examinar las alhajas con un silencio clínico. Al cabo de un largo rato, sin interrumpir el examen, preguntó:

— ¿De dónde es usted? ..u.,, Lazara no había previsto esa pregunta.

— Ay, mi señor — suspiró—. De muy lejos.

— Me lo imagino — dijo él.

Volvió al silencio, mientras Lazara lo escudriña­ba sin misericordia con sus terribles ojos de oro. El joyero le consagró una atención especial a la diade­ma de diamantes, y la puso aparte de las otras joyas.

Lazara suspiró.

— Es usted un Virgo perfecto — dijo. El joyero no interrumpió el examen.

— ¿Cómo lo sabe? ,

— Por el modo de ser — dijo Lazara. ,    Él no hizo ningún comentario hasta que termi­nó, y se dirigió a ella con la misma parsimonia del principio.

— ¿De dónde viene todo esto?

— Herencia de una abuela — dijo Lazara con voz tensa—. Murió el año pasado en Paramáribo a los noventa y siete años.

El joyero la miró entonces a los ojos. «Lo siento mucho», le dijo. «Pero el único valor de estas cosas es lo que pese el oro». Cogió la diadema con la punta de los dedos y la hizo brillar bajo la luz des­lumbrante.

— Salvo esta — dijo—. Es muy antigua, egipcia tal vez, y sería invaluable si no fuera por el mal estado de los brillantes. Pero de todos modos tiene un cierto valor histórico.

En cambio, las piedras de las otras alhajas, las amatistas, las esmeraldas, los rubíes, los ópalos, to­das, sin excepción, eran falsas. «Sin duda las originales fueron buenas», dijo el joyero, mientras reco­gía las prendas para devolverlas. «Pero de tanto pa­sar de una generación a otra se han ido quedando en el camino las piedras legítimas, reemplazadas por culos de botella». Lazara sintió una náusea verde, respiró hondo y dominó el pánico. El vendedor la consoló:

— Ocurre a menudo, señora.

— Ya lo sé — dijo Lazara, aliviada—. Por eso quiero salir de ellas.

Entonces sintió que estaba más allá de la farsa, y volvió a ser ella misma. Sin más vueltas sacó del bolso las mancuernas, el reloj de bolsillo, los pisacorbatas, las condecoraciones de oro y plata, y el resto de baratijas personales del presidente, y puso todo sobre la mesa.

— ¿También esto? — preguntó el joyero.

— Todo — dijo Lazara.

Los francos suizos con que le pagaron eran tan nuevos que temió mancharse los dedos con la tinta fresca. Los recibió sin contarlos, y el joyero la des­pidió en la puerta con la misma ceremonia del salu­do. Ya de salida, sosteniendo la puerta de cristal para cederle el paso, la demoró un instante.

— Y una última cosa, señora — le dijo—: soy Acuario.

A la prima noche Homero y Lazara llevaron el dinero al hotel. Hechas otra vez las cuentas, faltaba un poco más. De modo que el presidente se quitó y fue poniendo sobre la cama el anillo matrimonial, el reloj con la leontina y las mancuernas y el pisacorbatas que estaba usando.

Lazara le devolvió el anillo.

— Esto no — le dijo—. Un recuerdo así no se puede vender.

El presidente lo admitió y volvió a ponerse el anillo. Lazara le devolvió así mismo el reloj del cha­leco. «Esto tampoco», dijo. El presidente no estuvo de acuerdo pero ella lo puso en su lugar.

— ¿A quién se le ocurre vender relojes en Suiza?

— Ya vendimos uno — dijo el presidente.

— Si, pero no por el reloj sino por el oro.

— También este es de oro — dijo el presidente.

— Sí — dijo Lazara—. Pero usted puede hasta quedarse sin operar, pero no sin saber qué hora es.

Tampoco le aceptó la montura de oro de los len­tes, aunque él tenía otro par de carey. Sopesó las prendas que tenía en la mano, y puso término a las dudas.

— Además — dijo—. Con esto alcanza.

Antes de salir, descolgó la ropa mojada, sin con­sultárselo, y se la llevó para secarla y plancharla en la casa. Se fueron en la motoneta, Homero condu­ciendo y Lazara en la parrilla, abrazada a su cintura. Las luces públicas acababan de encenderse en la tar­de malva. El viento había arrancado las últimas ho­jas, y los árboles parecían fósiles desplumados. Un remolcador descendía por el Ródano con un radio a todo volumen que iba dejando por las calles un reguero de música. Georges Brassens cantaba: Mon amour tiens bien la, barre, le temps va passer par la, et le temps est un barbare dans le genre d'Attila, par la ou son cheval passe Vamour ne repousse pas. Homero y Lazara corrían en silencio embriagados por la canción y el olor memorable de los jacintos. Al cabo de un rato, ella pareció despertar de un largo sueño.

— Carajo — dijo.

— ¿Qué?

_El pobre viejo — dijo Lazara. ¡Qué vida de mierda!

El viernes siguiente, 7 de octubre, el presidente fue operado en una sesión de cinco horas que por el momento dejó las cosas tan oscuras como esta­ban. En rigor, el único consuelo era saber que estaba vivo. Al cabo de diez días lo pasaron a un cuarto compartido con otros enfermos, y pudieron visitar­lo. Era otro: desorientado y macilento, y con un cabello ralo que se le desprendía con el solo roce de la almohada. De su antigua prestancia sólo le que­daba la fluidez de las manos. Su primer intento de caminar con dos bastones ortopédicos fue descorazonador. Lazara se quedaba a dormir a su lado para ahorrarle el gasto de una enfermera nocturna. Uno de los enfermos del cuarto pasó la primera noche gritando por el pánico de la muerte. Aquellas vela­das interminables acabaron con las últimas reticen­cias de Lazara.

A los cuatro meses de haber llegado a Ginebra, le dieron de alta. Homero, administrador meticulo­so de sus fondos exiguos, pagó las cuentas del hos­pital y se lo llevó en su ambulancia con otros em­pleados que ayudaron a subirlo al octavo piso. Se instaló en la alcoba de los niños, a quienes nunca acabó de reconocer, y poco a poco volvió a la rea­lidad. Se empeñó en los ejercicios de rehabilitación con un rigor militar, y volvió a caminar con su solo bastón. Pero aun vestido con la buena ropa de an­taño estaba muy lejos de ser el mismo, tanto por su aspecto como por el modo de ser. Temeroso del invierno que se anunciaba muy severo, y que en realidad fue el más crudo de lo que iba del siglo, decidió regresar en un barco que zarpaba de Mar­sella el 13 de diciembre, contra el criterio de los médicos que querían vigilarlo un poco más. A últi­ma hora el dinero no alcanzó para tanto, y Lazara quiso completarlo a escondidas de su marido con un rasguño más en los ahorros de los hijos, pero tam­bién allí encontró menos de lo que suponía. Enton­ces Homero le confesó que lo había cogido a escon­didas de ella para completar la cuenta del hospital.

— Bueno — se resignó Lazara—. Digamos que era el hijo mayor.

El 11 de diciembre lo embarcaron en el tren de Marsella bajo una fuerte tormenta de nieve, y sólo cuando volvieron a casa encontraron una carta de despedida en la mesa de noche de los niños. Allí mismo dejó su anillo de bodas para Bárbara, junto con el de la esposa muerta, que nunca trató de ven­der, y el reloj de leontina para Lázaro. Como era domingo, algunos vecinos caribes que descubrieron el secreto habían acudido a la estación de Cornavin con un conjunto de arpas de Veracruz. El presidente estaba sin aliento, con el abrigo de perdulario y una larga bufanda de colores que había sido de Lazara, pero aún así permaneció en el pescante del último vagón despidiéndose con el sombrero bajo el azote del vendaval. El tren empezaba a acelerar cuando Homero cayó en la cuenta de que se había quedado con el bastón. Corrió hasta el extremo del andén y lo lanzó con bastante fuerza para que el presidente lo atrapara en el aire, pero cayó entre las ruedas y quedó destrozado. Fue un instante de terror. Lo úl­timo que vio Lazara fue la mano trémula estirada para atrapar el bastón que nunca alcanzó, y el guar­dián del tren que logró agarrar por la bufanda al anciano cubierto de nieve, y lo salvó en el vacío. Lazara corrió despavorida al encuentro del marido tratando de reír detrás de las lágrimas.

— Dios mío — le gritó—, ese hombre no se mue­re con nada.

Llegó sano y salvo, según anunció en su extenso telegrama de gratitud. No se volvió a saber nada de él en más de un año. Por fin llegó una carta de seis hojas manuscritas en la que ya era imposible reco­nocerlo. El dolor había vuelto, tan intenso y puntual como antes, pero él decidió no hacerle caso y dedi­carse a vivir la vida como viniera. El poeta Aimé Césaire le había regalado otro bastón con incrusta­ciones de nácar, pero había resuelto no usarlo. Ha­cía seis meses que comía carne con regularidad, y toda clase de mariscos, y era capaz de beberse hasta veinte tazas diarias de café cerrero. Pero ya no leía el fondo de la taza porque sus pronósticos le resul­taban al revés. El día que cumplió los setenta y cin­co años se había tomado unas copitas del exquisito ron de la Martinica, que le sentaron muy bien, y volvió a fumar. No se sentía mejor, por supuesto, pero tampoco peor. Sin embargo, el motivo real de la carta era comunicarles que se sentía tentado de volver a su país para ponerse al frente de un movi­miento renovador, por una causa justa y una patria digna, aunque sólo fuera por la gloria mezquina de no morirse de viejo en su cama. En ese sentido, concluía la carta, el viaje a Ginebra había sido provi­dencial.

 

Junio 1979

 

 

 


 

 

 

 

LA SANTA

 

 

Veintidós años después volví a ver a Margarito Duarte. Apareció de pronto en una de las callecitas secretas del Trastévere, y me costó trabajo recono­cerlo a primera vista por su castellano difícil y su buen talante de romano antiguo. Tenía el cabello blanco y escaso, y no le quedaban rastros de la con­ducta lúgubre y las ropas funerarias de letrado an­dino con que había venido a Roma por primera vez, pero en el curso de la conversación fui rescatándolo poco a poco de las perfidias de sus años y volví a verlo como era: sigiloso, imprevisible, y de una tena­cidad de picapedrero. Antes de la segunda taza de café en uno de nuestros bares de otros tiempos, me atreví a hacerle la pregunta que me carcomía por dentro.

— ¿Qué pasó con la santa?

— Ahí está la santa — me contestó—. Esperando.

Sólo el tenor Rafael Ribero Silva y yo podíamos entender la tremenda carga humana de su respuesta. Conocíamos tanto su drama, que durante años pen­sé que Margarito Duarte era el personaje en busca de autor que los novelistas esperamos durante toda una vida, y si nunca dejé que me encontrara fue porque el final de su historia me parecía inimagina­ble.

Había venido a Roma en aquella primavera ra­diante en que Pío XII padecía una crisis de hipo que ni las buenas ni las malas artes de médicos y hechi­ceros habían logrado remediar. Salía por primera vez de su escarpada aldea del Tolima, en los Andes co­lombianos, y se le notaba hasta en el modo de dor­mir. Se presentó una mañana en nuestro consulado con la maleta de pino lustrado que por la forma y el tamaño parecía el estuche de un violonchelo, y le planteó al cónsul el motivo sorprendente de su viaje. El cónsul llamó entonces por teléfono al tenor Ra­fael Ribero Silva, su compatriota, para que le con­siguiera un cuarto en la pensión donde ambos vivía­mos. Así lo conocí.

Margarito Duarte no había pasado de la escuela primaria, pero su vocación por las bellas letras le había permitido una formación más amplia con la lectura apasionada de cuanto material impreso en­contraba a su alcance. A los dieciocho años, siendo el escribano del municipio, se casó con una bella muchacha que murió poco después en el parto de la primera hija. Ésta, más bella aún que la madre, mu­rió de una fiebre esencial a los siete años. Pero la verdadera historia de Margarito Duarte había empe­zado seis meses antes de su llegada a Roma, cuando hubo que mudar el cementerio de su pueblo para construir una represa. Como todos los habitantes de la región, Margarito desenterró los huesos de sus muertos para llevarlos al cementerio nuevo. La esposa era polvo. En la tumba contigua, por el con­trario, la niña seguía intacta después de once años. Tanto, que cuando destaparon la caja se sintió el vaho de las rosas frescas con que la habían enterra­do. Lo más asombroso, sin embargo, era que el cuer­po carecía de peso.

Centenares de curiosos atraídos por el clamor del milagro desbordaron la aldea. No había duda. La incorruptibilidad del cuerpo era un síntoma ine­quívoco de la santidad, y hasta el obispo de la dió­cesis estuvo de acuerdo en que semejante prodigio debía someterse al veredicto del Vaticano. De modo que se hizo una colecta pública para que Margarito Duarte viajara a Roma, a batallar por una causa que ya no era sólo suya ni del ámbito estrecho de su aldea, sino un asunto de la nación.

Mientras nos contaba su historia en la pensión del apacible barrio de Panoli, Margarito Duarte qui­tó el candado y abrió la tapa del baúl primoroso. Fue así como el tenor Ribero Silva y yo participa­mos del milagro. No parecía una momia marchita como las que se ven en tantos museos del mundo, sino una niña vestida de novia que siguiera dormida al cabo de una larga estancia bajo la tierra. La piel era tersa y tibia, y los ojos abiertos eran diáfanos, y causaban la impresión insoportable de que nos veían desde la muerte. El raso y los azahares falsos de la corona no habían resistido al rigor del tiempo con tan buena salud como la piel, pero las rosas que le habían puesto en las manos permanecían vivas. El peso del estuche de pino, en efecto, siguió siendo igual cuando sacamos el cuerpo.

Margarito Duarte empezó sus gestiones al día siguiente de la llegada. Al principio con una ayuda diplomática más compasiva que eficaz, y luego con cuantas artimañas se le ocurrieron para sortear los incontables obstáculos del Vaticano. Fue siempre muy reservado sobre sus diligencias, pero se sabía que eran numerosas e inútiles. Hacía contacto con cuantas congregaciones religiosas y fundaciones hu­manitarias encontraba a su paso, donde lo escucha­ban con atención pero sin asombro, y le prometían gestiones inmediatas que nunca culminaron. La ver­dad es que la época no era la más propicia. Todo lo que tuviera que ver con la Santa Sede había sido postergado hasta que el Papa superara la crisis de hipo, resistente no sólo a los más refinados recur­sos de la medicina académica, sino a toda clase de remedios mágicos que le mandaban del mundo en­tero.

Por fin, en el mes de julio, Pío XII se repuso y fue a sus vacaciones de verano en Castelgandolfo. Margarito llevó la santa a la primera audiencia se­manal con la esperanza de mostrársela. El Papa apa­reció en el patio interior, en un balcón tan bajo que Margarito pudo ver sus uñas bien pulidas y alcanzó a percibir su hálito de lavanda. Pero no circuló por entre los turistas que llegaban de todo el mundo para verlo, como Margarito esperaba, sino que pro­nunció el mismo discurso en seis idiomas y terminó con la bendición general.

Al cabo de tantos aplazamientos, Margarito de­cidió afrontar las cosas en persona, y llevó a la Se­cretaría de Estado una carta manuscrita de casi sesenta folios, de la cual no obtuvo respuesta. Él lo había previsto, pues el funcionario que la recibió con los formalismos de rigor apenas si se dignó dar­le una mirada oficial a la niña muerta, y los emplea­dos que pasaban cerca la miraban sin ningún interés. Uno de ellos le contó que el año anterior habían recibido más de ochocientas cartas que solicitaban la santificación de cadáveres intactos en distintos lu­gares del mundo. Margarito pidió por último que se comprobara la ingravidez del cuerpo. El funcionario la comprobó, pero se negó a admitirla.

— Debe ser un caso de sugestión colectiva — dijo. En sus escasas horas libres y en los áridos do­mingos del verano, Margarito permanecía en su cuar­to, encarnizado en la lectura de cualquier libro que le pareciera de interés para su causa. A fines de cada mes, por iniciativa propia, escribía en un cuaderno escolar una relación minuciosa de sus gastos con su caligrafía preciosista de amanuense mayor, para ren­dir cuentas estrictas y oportunas a los contribuyen­tes de su pueblo. Antes de terminar el año conocía los dédalos de Roma como si hubiera nacido en ellos, hablaba un italiano fácil y de tan pocas palabras como su castellano andino, y sabía tanto como el que más sobre procesos de canonización. Pero pasó mucho más tiempo antes de que cambiara su vestido fúne­bre, y el chaleco y el sombrero de magistrado que en la Roma de la época eran propios de algunas sociedades secretas con fines inconfesables. Salía des­de muy temprano con el estuche de la santa, y a veces regresaba tarde en la noche, exhausto y triste,

pero siempre con un rescoldo de luz que le infundía alientos nuevos para el día siguiente.

— Los santos viven en su tiempo propio — decía.

Yo estaba en Roma por primera vez, estudiando en el Centro Experimental de Cine, y viví su calva­rio con una intensidad inolvidable. La pensión don­de vivíamos era en realidad un apartamento moder­no a pocos pasos de la Villa Borghese, cuya dueña ocupaba dos alcobas y alquilaba cuatro a estudiantes extranjeros. La llamábamos María Bella, y era guapa y temperamental en la plenitud de su otoño, y siem­pre fiel a la norma sagrada de que cada quien es rey absoluto dentro de su cuarto. En realidad, la que llevaba el peso de la vida cotidiana era su hermana mayor, la tía Antonieta, un ángel sin alas que le trabajaba por horas durante el día, y andaba por todos lados con su balde y su escoba de jerga lus­trando más allá de lo posible los mármoles del piso. Fue ella quien nos enseñó a comer los pajaritos can­tores que cazaba Bartolino, su esposo, por un mal hábito que le quedó de la guerra, y quien terminaría por llevarse a Margarito a vivir en su casa cuando los recursos no le alcanzaron para los precios de María Bella.

Nada menos adecuado para el modo de ser de Margarito que aquella casa sin ley. Cada hora nos reservaba una novedad, hasta en la madrugada, cuan­do nos despertaba el rugido pavoroso del león en el zoológico de la Villa Borghese. El tenor Ribero Sil­va se había ganado el privilegio de que los romanos no se resintieran con sus ensayos tempraneros. Se levantaba a las seis, se daba su baño medicinal de agua helada y se arreglaba la barba y las cejas de Mefistófeles, y sólo cuando ya estaba listo con la bata de cuadros escoceses, la bufanda de seda china y su agua de colonia personal, se entregaba en cuerpo y alma a sus ejercicios de canto. Abría de par en par la ventana del cuarto, aun con las estrellas del in­vierno, y empezaba por calentar la voz con fraseos progresivos de grandes arias de amor, hasta que se soltaba a cantarla a plena voz. La expectativa diaria era que cuando daba el do de pecho le contestaba el león de la Villa Borghese con un rugido de tem­blor de tierra.

— Eres San Marcos reencarnado, figlio mío — ex­clamaba la tía Antonieta asombrada de veras—. Sólo él podía hablar con los leones.

Una mañana no fue el león el que le dio la ré­plica. El tenor inició el dueto de amor del Otello: Giánella notte densa s'estingue ogni clamor. De pronto, desde el fondo del patio, nos llegó la res­puesta en una hermosa voz de soprano. El tenor prosiguió, y las dos voces cantaron el trozo com­pleto, para solaz del vecindario que abrió las venta­nas para santificar sus casas con el torrente de aquel amor irresistible. El tenor estuvo a punto de desma­yarse cuando supo que su Desdémona invisible era nadie menos que la gran María Caniglia.

Tengo la impresión de que fue aquel episodio el que le dio un motivo válido a Margarito Duarte para integrarse a la vida de la casa. A partir de entonces se sentó con todos en la mesa común y no en la cocina, como al principio, donde la tía Antonieta lo complacía casi a diario con su guiso maestro de pajaritos cantores. María Bella nos leía de sobremesa los periódicos del día para acostumbrarnos a la fo­nética italiana, y completaba las noticias con una arbitrariedad y una gracia que nos alegraban la vida. Uno de esos días contó, a propósito de la santa, que en la ciudad de Palermo había un enorme museo con los cadáveres incorruptos de hombres, mujeres y niños, e inclusive de varios obispos, desenterrados de un mismo cementerio de los padres capuchinos. La noticia inquietó tanto a Margarito, que no tuvo un instante de paz hasta que fuimos a Palermo. Pero le bastó una mirada de paso por las abrumadoras galerías de momias sin gloria para formarse un juicio de consolación.

— No son el mismo caso — dijo—. A estos se les nota enseguida que están muertos.

Después del almuerzo Roma sucumbía en el so­por de agosto. El sol de medio día se quedaba in­móvil en el centro del cielo, y en el silencio de las dos de la tarde sólo se oía el rumor del agua, que es la voz natural de Roma. Pero hacia las siete de la noche las ventanas se abrían de golpe para convocar el aire fresco que empezaba a moverse, y una mu­chedumbre jubilosa se echaba a las calles sin ningún propósito distinto que el de vivir, en medio de los petardos de las motocicletas, los gritos de los ven­dedores de sandía y las canciones de amor entre las flores de las terrazas.

El tenor y yo no hacíamos la siesta, íbamos en su vespa, él conduciendo y yo en la parrilla, y les llevábamos helados y chocolates a las putitas de ve­rano que mariposeaban bajo los laureles centenarios de la Villa Borghese, en busca de turistas desvelados a pleno sol. Eran bellas, pobres y cariñosas, como la mayoría de las italianas de aquel tiempo, vestidas de organza azul, de popelina rosada, de lino verde, y se protegían del sol con las sombrillas apolilladas por las lluvias de la guerra reciente. Era un placer humano estar con ellas, porque saltaban por encima de las leyes del oficio y se daban el lujo de perder un buen cliente para irse con nosotros a tomar un café bien conversado en el bar de la esquina, o a pasear en las carrozas de alquiler por los senderos del parque, o a dolemos de los reyes destronados y sus amantes trágicas que cabalgaban al atardecer en el galoppatoio. Más de una vez les servíamos de in­térpretes con algún gringo descarnado.

No fue por ellas que llevamos a Margarito Duarte a la Villa Borghese, sino para que conociera el león. Vivía en libertad en un islote desértico circun­dado por un foso profundo, y tan pronto como nos divisó en la otra orilla empezó a rugir con un desa­sosiego que sorprendió a su guardián. Los visitantes del parque acudieron sorprendidos. El tenor trató de identificarse con su do de pecho matinal, pero el león no le prestó atención. Parecía rugir hacia todos nosotros sin distinción, pero el vigilante se dio cuen­ta al instante de que sólo rugía por Margarito. Así fue: para donde él se moviera se movía el león, y tan pronto como se escondía dejaba de rugir. El vigilante, que era doctor en letras clásicas de la uni­versidad de Siena, pensó que Margarito debió estar ese día con otros leones que lo habían contaminado de su olor. Aparte de esa explicación, que era invá­lida, no se le ocurrió otra.

— En todo caso — dijo—  no son rugidos de gue­rra sino de compasión.

Sin embargo, lo que impresionó al tenor Ribera Silva no fue aquel episodio sobrenatural, sino la con­moción de Margarito cuando se detuvieron a con­versar con las muchachas del parque. Lo comentó en la mesa, y unos por picardía, y otros por com­prensión, estuvimos de acuerdo en que sería una bue­na obra ayudar a Margarito a resolver su soledad. Conmovida por la debilidad de nuestros corazones, María Bella se apretó la pechuga de madraza bíblica con sus manos empedradas de anillos de fantasía.

— Yo lo haría por caridad — dijo—, si no fuera porque nunca he podido con los hombres que usan chaleco.

Fue así como el tenor pasó por la Villa Borghese a las dos de la tarde, y se llevó en ancas de su vespa a la mariposita que le pareció más propicia para dar­le una hora de buena compañía a Margarito Duarte. La hizo desnudarse en su alcoba, la bañó con jabón de olor, la secó, la perfumó con su agua de colonia personal, y la empolvó de cuerpo entero con su tal­co alcanforado para después de afeitarse. Por último le pagó el tiempo que ya llevaban y una hora más, y le indicó letra por letra lo que debía hacer.

La bella desnuda atravesó en puntillas la casa en penumbras, como un sueño de la siesta, y dio dos golpecitos tiernos en la alcoba del fondo. Margarito Duarte, descalzo y sin camisa, abrió la puerta.

—Buona sera giovanotto — le dijo ella, con voz y modos de colegiala—. Mi manda il tenore.

Margarito asimiló el golpe con una gran digni­dad. Acabó de abrir la puerta para darle paso, y ella se tendió en la cama mientras él se ponía a toda prisa la camisa y los zapatos para atenderla con el debido respeto. Luego se sentó a su lado en una silla, e inició la conversación. Sorprendida, la muchacha le dijo que se diera prisa, pues sólo disponían de una hora. Él no se dio por enterado.

La muchacha dijo después que de todos modos habría estado el tiempo que él hubiera querido sin cobrarle ni un céntimo, porque no podía haber en el mundo un hombre mejor comportado. Sin saber qué hacer mientras tanto, escudriñó el cuarto con la mirada, y descubrió el estuche de madera sobre la chimenea. Preguntó si era un saxofón. Margarito no le contestó, sino que entreabrió la persiana para que entrara un poco de luz, llevó el estuche a la cama y levantó la tapa. La muchacha trató de decir algo, pero se le desencajó la mandíbula. O como nos dijo después: Mi si geló il culo. Escapó despavorida, pero se equivocó de sentido en el corredor, y se encontró con la tía Antonieta que iba a poner una bombilla nueva en la lámpara de mi cuarto. Fue tal el susto de ambas, que la muchacha no se atrevió a salir del cuarto del tenor hasta muy entrada la noche.

La tía Antonieta no supo nunca qué pasó. Entró en mi cuarto tan asustada, que no conseguía atorni­llar la bombilla en la lámpara por el temblor de las manos. Le pregunté qué le sucedía. «Es que en esta casa espantan», me dijo. «Y ahora a pleno día». Me contó con una gran convicción que, durante la gue­rra, un oficial alemán degolló a su amante en el cuar­to que ocupaba el tenor. Muchas veces, mientras andaba en sus oficios, la tía Antonieta había visto la aparición de la bella asesinada recogiendo sus pasos por los corredores.

— Acabo de verla caminando en pelota por el corredor — dijo—. Era idéntica.

La ciudad recobró su rutina en otoño. Las terra­zas floridas del verano se cerraron con los primeros vientos, y el tenor y yo volvimos a la vieja tractoría del Trastévere donde solíamos cenar con los alum­nos de canto del conde Cario Calcagni, y algunos compañeros míos de la escuela de cine. Entre estos últimos, el más asiduo era Lakis, un griego inteli­gente y simpático, cuyo único tropiezo eran sus dis­cursos adormecedores sobre la injusticia social. Por fortuna, los tenores y las sopranos lograban casi siempre derrotarlo con trozos de ópera cantados a toda voz, que sin embargo no molestaban a nadie aun después de la media noche. Al contrario, algu­nos trasnochadores de paso se sumaban al coro, y en el vecindario se abrían ventanas para aplaudir.

Una noche, mientras cantábamos, Margarito en­tró en puntillas para no interrumpirnos. Llevaba el estuche de pino que no había tenido tiempo de dejar en la pensión después de mostrarle la santa al pá­rroco de San Juan de Letrán, cuya influencia ante la Sagrada Congregación del Rito era de dominio pú­blico. Alcancé a ver de soslayo que lo puso debajo de una mesa apartada, y se sentó mientras termi­nábamos de cantar. Como siempre ocurría al filo de la media noche, reunimos varias mesas cuando la tractoría empezó a desocuparse, y quedamos juntos los que cantaban, los que hablábamos de cine, y los amigos de todos. Y entre ellos, Margarito Duarte, que ya era conocido allí como el colombiano silen­cioso y triste del cual nadie sabía nada. Lakis, intri­gado, le preguntó si tocaba el violonchelo. Yo me sobrecogí con lo que me pareció una indiscreción difícil de sortear. El tenor, tan incómodo como yo, no logró remendar la situación. Margarito fue el úni­co que tomó la pregunta con toda naturalidad.

— No es un violonchelo — dijo—. Es la santa.

Puso la caja sobre la mesa, abrió el candado y levantó la tapa. Una ráfaga de estupor estremeció el restaurante. Los otros clientes, los meseros, y por último la gente de la cocina con sus delantales en­sangrentados, se congregaron atónitos a contemplar el prodigio. Algunos se persignaron. Una de las co­cineras se arrodilló con las manos juntas, presa de un temblor de fiebre, y rezó en silencio.

Sin embargo, pasada la conmoción inicial, nos enredamos en una discusión a gritos sobre la insu­ficiencia de la santidad en nuestros tiempos. Lakis, por supuesto, fue el más radical. Lo único que que­dó en claro al final fue su idea de hacer una película crítica con el tema de la santa.

— Estoy seguro — dijo—  que el viejo Cesare no dejaría escapar este tema.

Se refería a Cesare Zavattini, nuestro maestro de argumento y guión, uno de los grandes de la historia del cine y el único que mantenía con nosotros una relación personal al margen de la escuela. Trataba de enseñarnos no sólo el oficio, sino una manera distinta de ver la vida. Era una máquina de pensar argumentos. Le salían a borbotones, casi contra su voluntad. Y con tanta prisa, que siempre le hacía falta la ayuda de alguien para pensarlos en voz alta y atraparlos al vuelo. Sólo que al terminarlos se le caían los ánimos. «Lástima que haya que filmarlo», decía. Pues pensaba que en la pantalla perdería mu­cho de su magia original. Conservaba las ideas en tarjetas ordenadas por temas y prendidas con alfile­res en los muros, y tenía tantas que ocupaban una alcoba de su casa.

El sábado siguiente fuimos a verlo con Margarito Duarte. Era tan goloso de la vida, que lo encontra­mos en la puerta de su casa de la calle Angela Merici, ardiendo de ansiedad por la idea que le había­mos anunciado por teléfono. Ni siquiera nos saludó con la amabilidad de costumbre, sino que llevó a Margarito a una mesa preparada, y él mismo abrió el estuche. Entonces ocurrió lo que menos imaginá­bamos. En vez de enloquecerse, como era previsible, sufrió una especie de parálisis mental.

— Ammazza! — murmuró espantado.

Miró a la santa en silencio por dos o tres minu­tos, cerró la caja él mismo, y sin decir nada condujo a Margarito hacia la puerta, como a un niño que diera sus primeros pasos. Lo despidió con unas palmaditas en la espalda. «Gracias, hijo, muchas gra­cias», le dijo. «Y que Dios te acompañe en tu lu­cha». Cuando cerró la puerta se volvió hacia noso­tros, y nos dio su veredicto.

— No sirve para el cine — dijo—. Nadie lo creería.

Esa lección sorprendente nos acompañó en el tranvía de regreso. Si él lo decía, no había ni que pensarlo: la historia no servía. Sin embargo, María Bella nos recibió con el recado urgente de que Zavattini nos esperaba esa misma noche, pero sin Mar­garito.

Lo encontramos en uno de sus momentos este­lares. Lakis había llevado a dos o tres condiscípulos, pero él ni siquiera pareció verlos cuando abrió la puerta.

— Ya lo tengo — gritó—. La película será un ca­ñonazo si Margarito hace el milagro de resucitar a la niña.

— ¿En la película o en la vida? — le pregunté.

Él reprimió la contrariedad. «No seas tonto», me dijo. Pero enseguida le vimos en los ojos el destello de una idea irresistible. «A no ser que sea capaz de resucitarla en la vida real», dijo, y reflexionó en serio:

— Debería probar.

Fue sólo una tentación instantánea, antes de re­tomar el hilo. Empezó a pasearse por la casa, como un loco feliz, gesticulando a manotadas y recitando la película a grandes voces. Lo escuchábamos deslumbrados, con la impresión de estar viendo las imá­genes como pájaros fosforescentes que se le escapa­ban en tropel y volaban enloquecidos por toda la casa.

— Una noche — dijo—  cuando ya han muerto como veinte Papas que no lo recibieron, Margarito entra en su casa, cansado y viejo, abre la caja, le acaricia la cara a la muertita, y le dice con toda la ternura del mundo: «Por el amor de tu padre, hijita:

levántate y anda».

Nos miró a todos, y remató con un gesto triunfal:

— ¡Y la niña se levanta!

Algo esperaba de nosotros. Pero estábamos tan perplejos, que no encontrábamos qué decir. Salvo Lakis, el griego, que levantó el dedo, como en la escuela, para pedir la palabra.

— Mi problema es que no lo creo — dijo, y ante nuestra sorpresa, se dirigió directo a Zavattini—: Perdóneme, maestro, pero no lo creo.

Entonces fue Zavattini el que se quedó atónito.

— ¿Y por qué no?

— Qué sé yo — dijo Lakis, angustiado—. Es que no puede ser.

— Ammazza! — gritó entonces el maestro, con un estruendo que debió oírse en el barrio entero—. Eso es lo que más me jode de los estalmistas: que no creen en la realidad.

En los quince años siguientes, según él mismo me contó, Margarito llevó la santa a Castelgandolfo por si se daba la ocasión de mostrarla. En una au­diencia de unos doscientos peregrinos de América Latina alcanzó a contar su historia, entre empujones y codazos, al benévolo Juan XXIII. Pero no pudo mostrarle a la niña porque debió dejarla a la entrada, junto con los morrales de otros peregrinos, en pre­visión de un atentado. El Papa lo escuchó con tanta atención como le fue posible entre la muchedumbre, y le dio en la mejilla una palmadita de aliento.

— Bravo, figlio mío — le dijo—. Dios premiará tu perseverancia.

Sin embargo, cuando de veras se sintió en víspe­ras de realizar su sueño fue durante el reinado fugaz del sonriente Albino Luciani. Un pariente de este, impresionado por la historia de Margarito, le pro­metió su mediación. Nadie le hizo caso. Pero dos días después, mientras almorzaban, alguien llamó a la pensión con un mensaje rápido y simple para Marearito: no debía moverse de Roma, pues antes del jueves sería llamado del Vaticano para una audiencia privada.

Nunca se supo si fue una broma. Margarito creía que no, y se mantuvo alerta. No salió de la casa. Si tenía que ir al baño lo anunciaba en voz alta: «Voy al baño». María Bella, siempre graciosa en los pri­meros albores de la vejez, soltaba su carcajada de mujer libre.

— Ya lo sabemos, Margarito, — gritaba—, por si te llama el Papa.

La semana siguiente, dos días antes del telefone­ma anunciado, Margarito se derrumbó ante el titular del periódico que deslizaron por debajo de la puer­ta: Morto il Papa. Por un instante lo sostuvo en vilo la ilusión de que era un periódico atrasado que ha­bían llevado por equivocación, pues no era fácil creer que se muriera un Papa cada mes. Pero así fue: el sonriente Albino Luciani, elegido treinta y tres días antes, había amanecido muerto en su cama.

Volví a Roma veintidós años después de conocer a Margarito Duarte, y tal vez no hubiera pensado en él si no lo hubiera encontrado por casualidad. Yo estaba demasiado oprimido por los estragos del tiem­po para pensar en nadie. Caía sin cesar una llovizna boba como de caldo tibio, la luz de diamante de otros tiempos se había vuelto turbia, y los lugares que habían sido míos y sustentaban mis nostalgias eran otros y ajenos. La casa donde estuvo la pensión seguía siendo la misma, pero nadie dio razón de María Bella. Nadie contestaba en seis números de teléfonos que el tenor Ribero Silva me había man­dado a través de los años. En un almuerzo con la nueva gente de cine evoqué la memoria de mi maes­tro, y un silencio súbito aleteó sobre la mesa por un instante, hasta que alguien se atrevió a decir:

— Zavattini? Mai sentito.

Así era: nadie había oído hablar de él. Los ár­boles de la Villa Borghese estaban desgreñados bajo la lluvia, el galoppatoio de las princesas tristes había sido devorado por una maleza sin flores, y las bellas de antaño habían sido sustituidas por atletas andró­ginos travestidos de manólas. El único sobreviviente de una fauna extinguida era el viejo león, sarnoso y acatarrado, en su isla de aguas marchitas. Nadie can­taba ni se moría de amor en las tractorías plastificadas de la Plaza de España. Pues la Roma de nuestras nostalgias era ya otra Roma antigua dentro de la antigua Roma de los Césares. De pronto, una voz que podía venir del más allá me paró en seco en una callecita del Trastévere:

— Hola, poeta.

Era él, viejo y cansado. Habían muerto cinco papas, la Roma eterna mostraba los primeros sínto­mas de la decrepitud, y él seguía esperando. «He esperado tanto que ya no puede faltar mucho más», me dijo al despedirse, después de casi cuatro horas de añoranzas. «Puede ser cosa de meses». Se fue arrastrando los pies por el medio de la calle, con sus botas de guerra y su gorra descolorida de romano viejo, sin preocuparse de los charcos de lluvia donde la luz empezaba a pudrirse. Entonces no tuve ya ninguna duda, si es que alguna vez la tuve, de que el santo era él. Sin darse cuenta, a través del cuerpo incorrupto de su hija, llevaba ya veintidós años lu­chando en vida por la causa legítima de su propia canonización.

 

Agosto 1981.

 

 


 

 

 

 

EL AVIÓN DE LA BELLA DURMIENTE

 

 

Era bella, elástica, con una piel tierna del color del pan y los ojos de almendras verdes, y tenía el cabello liso y negro y largo hasta la espalda, y una aura de antigüedad que lo mismo podía ser de In­donesia que de los Andes. Estaba vestida con un gusto sutil: chaqueta de lince, blusa de seda natural con flores muy tenues, pantalones de lino crudo, y unos zapatos lineales del color de las bugambilias. «Esta es la mujer más bella que he visto en mi vida», pensé, cuando la vi pasar con sus sigilosos trancos de leona, mientras yo hacía la cola para abordar el avión de Nueva York en el aeropuerto Charles de Gaulle de París. Fue una aparición sobrenatural que existió sólo un instante y desapareció en la muche­dumbre del vestíbulo.

Eran las nueve de la mañana. Estaba nevando desde la noche anterior, y el tránsito era más denso que de costumbre en las calles de la ciudad, y más lento aún en la autopista, y había camiones de carga alineados a la orilla, y automóviles humeantes en la nieve. En el vestíbulo del aeropuerto, en cambio, la vida seguía en primavera.

Yo estaba en la fila de registro detrás de una anciana holandesa que demoró casi una hora discu­tiendo el peso de sus once maletas. Empezaba a abu­rrirme cuando vi la aparición instantánea que me dejó sin aliento, así que no supe cómo terminó el altercado, hasta que la empleada me bajó de las nu­bes con un reproche por mi distracción. A modo de disculpa le pregunté si creía en los amores a primera vista. «Claro que sí», me dijo. «Los imposibles son los otros». Siguió con la vista fija en la pantalla de la computadora, y me preguntó qué asiento prefería: fumar o no fumar.

— Me da lo mismo — le dije con toda intención—, siempre que no sea al lado de las once maletas.

Ella lo agradeció con una sonrisa comercial sin apartar la vista de la pantalla fosforescente.

— Escoja un número — me dijo,—: tres, cuatro o siete.

— Cuatro.

Su sonrisa tuvo un destello triunfal.

— En quince años que llevo aquí — dije primero que no escoge el siete.

Marcó en la tarjeta de embarque el número del asiento y me la entregó con el resto de mis papeles, mirándome por primera vez con unos ojos color de uva que me sirvieron de consuelo mientras volvía a ver la bella. Sólo entonces me advirtió que el aero­puerto acababa de cerrarse y todos los vuelos esta­ban diferidos.

— ¿Hasta cuándo?

—Hasta que Dios quiera — dijo con su sonrisa—. La radio anunció esta mañana que será la ne­vada más grande del año.

Se equivocó: fue la más grande del siglo. Pero en la sala de espera de la primera clase la primavera era tan real que había rosas vivas en los floreros y hasta la música enlatada parecía tan sublime y se­dante como lo pretendían sus creadores. De pronto se me ocurrió que aquel era un refugio adecuado para la bella, y la busqué en los otros salones, es­tremecido por mi propia audacia. Pero la mayoría eran hombres de la vida real que leían periódicos en inglés mientras sus mujeres pensaban en otros, con­templando los aviones muertos en la nieve a través de las vidrieras panorámicas, contemplando las fá­bricas glaciales, los vastos sementeros de Roissy de­vastados por los leones. Después del mediodía no había un espacio disponible, y el calor se había vuel­to tan insoportable que escapé para respirar.

Afuera encontré un espectáculo sobrecogedor. Gentes de toda ley habían desbordado las salas de espera, y estaban acampadas en los corredores sofo­cantes, y aun en las escaleras, tendidas por los suelos con sus animales y sus niños, y sus enseres de viaje. Pues también la comunicación con la ciudad estaba interrumpida, y el palacio de plástico transparente parecía una inmensa cápsula espacial varada en la tormenta. No pude evitar la idea de que también la bella debía estar en algún lugar en medio de aquellas hordas mansas, y esa fantasía me infundió nuevos ánimos para esperar.

A la hora del almuerzo habíamos asumido nuestra conciencia de náufragos. Las colas se hicieron interminables frente a los siete restaurantes, las ca­feterías, los bares atestados, y en menos de tres ho­ras tuvieron que cerrarlos porque no había nada qué comer ni beber. Los niños, que por un momento parecían ser todos los del mundo, se pusieron a llo­rar al mismo tiempo, y empezó a levantarse de la muchedumbre un olor de rebaño. Era el tiempo de los instintos. Lo único que alcancé a comer en me­dio de la rebatiña fueron los dos últimos vasos de helado de crema en una tienda infantil. Me los tomé poco a poco en el mostrador, mientras los camare­ros ponían las sillas sobre las mesas a medida que se desocupaban, y viéndome a mí mismo en el espejo del fondo, con el último vasito de cartón y la última cucharita de cartón, y pensando en la bella.

El vuelo de Nueva York, previsto para las once de la mañana, salió a las ocho de la noche. Cuando por fin logré embarcar, los pasajeros de la primera clase estaban ya en su sitio, y una azafata me con­dujo al mío. Me quedé sin aliento. En la poltrona vecina, junto a la ventanilla, la bella estaba tomando posesión de su espacio con el dominio de los viaje­ros expertos. «Si alguna vez escribiera esto, nadie me lo creería», pensé. Y apenas si intenté en mi me­dia lengua un saludo indeciso que ella no percibió. Se instaló como para vivir muchos años, ponien­do cada cosa en su sitio y en su orden, hasta que el lugar quedó tan bien dispuesto como la casa ideal donde todo estaba al alcance de la mano. Mientras lo hacía, el sobrecargo nos llevó la champaña de bienvenida. Cogí una copa para ofrecérsela a ella, pero me arrepentí a tiempo. Pues sólo quiso un vaso de agua, y le pidió al sobrecargo, primero en un francés inaccesible y luego en un inglés apenas más fácil, que no la despertara por ningún motivo du­rante el vuelo. Su voz grave y tibia arrastraba una tristeza oriental.

Cuando le llevaron el agua, abrió sobre las ro­dillas un cofre de tocador con esquinas de cobre, como los baúles de las abuelas, y sacó dos pastillas doradas de un estuche donde llevaba otras de colo­res diversos. Hacía todo de un modo metódico y parsimonioso, como si no hubiera nada que no es­tuviera previsto para ella desde su nacimiento. Por último bajó la cortina de la ventana, extendió la pol­trona al máximo, se cubrió con la manta hasta la cintura sin quitarse los zapatos, se puso el antifaz de dormir, se acostó de medio lado en la poltrona, de espaldas a mí, y durmió sin una sola pausa, sin un suspiro, sin un cambio mínimo de posición, du­rante las ocho horas eternas y los doce minutos de sobra que duró el vuelo a Nueva York.

Fue un viaje intenso. Siempre he creído que no hay nada más hermoso en la naturaleza que una mu­jer hermosa, de modo que me fue imposible escapar ni un instante al hechizo de aquella criatura de fá­bula que dormía a mi lado. El sobrecargo había de­saparecido tan pronto como despegamos, y fue reem­plazado por una azafata cartesiana que trató de des­pertar a la bella para darle el estuche de tocador y los auriculares para la música. Le repetí la adverten­cia que ella le había hecho al sobrecargo, pero la azafata insistió para oír de ella misma que tampoco quería cenar. Tuvo que confirmárselo el sobrecargo, y aun así me reprendió porque la bella no se hubiera colgado en el cuello el cartoncito con la orden de no despertarla.

Hice una cena solitaria, diciéndome en silencio todo lo que le hubiera dicho a ella si hubiera estado despierta. Su sueño era tan estable, que en cierto momento tuve la inquietud de que las pastillas que se había tomado no fueran para dormir sino para morir. Antes de cada trago, levantaba la copa y brin­daba.

— A tu salud, bella.

Terminada la cena apagaron las luces, dieron la película para nadie, y los dos quedamos solos en la penumbra del mundo. La tormenta más grande del siglo había pasado, y la noche del Atlántico era in­mensa y límpida, y el avión parecía inmóvil entre las estrellas. Entonces la contemplé palmo a palmo durante varias horas, y la única señal de vida que pude percibir fueron las sombras de los sueños que pasaban por su frente como las nubes en el agua. Tenía en el cuello una cadena tan fina que era casi invisible sobre su piel de oro, las orejas perfectas sin puntadas para los aretes, las uñas rosadas de la buena salud, y un anillo liso en la mano izquierda. Como no parecía tener más de veinte años, me con­solé con la idea de que no fuera un anillo de bodas sino el de un noviazgo efímero. «Saber que duermes tú, cierta, segura, cauce fiel de abandono, línea pura, tan cerca de mis brazos maniatados», pensé, repi­tiendo en la cresta de espumas de champaña el so­neto magistral de Gerardo Diego. Luego extendí la poltrona a la altura de la suya, y quedamos acosta­dos más cerca que en una cama matrimonial. El cli­ma de su respiración era el mismo de la voz, y su niel exhalaba un hálito tenue que sólo podía ser el olor propio de su belleza. Me parecía increíble: en la primavera anterior había leído una hermosa no­vela de Yasunari Kawabata sobre los ancianos bur­gueses de Kyoto que pagaban sumas enormes para pasar la noche contemplando a las muchachas más bellas de la ciudad, desnudas y narcotizadas, mien­tras ellos agonizaban de amor en la misma cama. No podían despertarlas, ni tocarlas, y ni siquiera lo in­tentaban, porque la esencia del placer era verlas dor­mir. Aquella noche, velando el sueño de la bella, no sólo entendí aquel refinamiento senil, sino que lo viví a plenitud.

— Quién iba a creerlo — me dije, con el amor propio exacerbado por la champaña—  Yo, anciano japonés a estas alturas.

Creo que dormí varias horas, vencido por la champaña y los fogonazos mudos de la película, y desperté con la cabeza agrietada. Fui al baño. Dos lugares detrás del mío yacía la anciana de las once maletas despatarrada de mala manera en la poltrona. Parecía un muerto olvidado en el campo de batalla. En el suelo, a mitad del pasillo, estaban sus lentes de leer con el collar de cuentas de colores, y por un instante disfruté de la dicha mezquina de no recoger­los.

Después de desahogarme de los excesos de cham­paña me sorprendí a mí mismo en el espejo, indigno y feo, y me asombré de que fueran tan terribles los

estragos del amor. De pronto el avión se fue a pi­que, se enderezó como pudo, y prosiguió volando al galope. La orden de volver al asiento se encendió. Salí en estampida, con la ilusión de que sólo las tur­bulencias de Dios despertaran a la bella, y que tu­viera que refugiarse en mis brazos huyendo del te­rror. En la prisa estuve a punto de pisar los lentes de la holandesa, y me hubiera alegrado. Pero volví sobre mis pasos, los recogí, y se los puse en el re­gazo, agradecido de pronto de que no hubiera esco­gido antes que yo el asiento número cuatro.

El sueño de la bella era invencible. Cuando el avión se estabilizó, tuve que resistir la tentación de sacudirla con cualquier pretexto, porque lo único que deseaba en aquella última hora de vuelo era ver­la despierta, aunque fuera enfurecida, para que yo pudiera recobrar mi libertad, y tal vez mi juventud. Pero no fui capaz. «Carajo», me dije, con un gran desprecio. «¡Por qué no nací Tauro!». Despertó sin ayuda en el instante en que se encendieron los anun­cios del aterrizaje, y estaba tan bella y lozana como si hubiera dormido en un rosal. Sólo entonces caí en la cuenta de que los vecinos de asiento en los aviones, igual que los matrimonios viejos, no se dan los buenos días al despertar. Tampoco ella. Se quitó el antifaz, abrió los ojos radiantes, enderezó la pol­trona, tiró a un lado la manta, se sacudió las crines que se peinaban solas con su propio peso, volvió a ponerse el cofre en las rodillas, y se hizo un maqui­llaje rápido y superfluo, que le alcanzó justo para no mirarme hasta que la puerta se abrió. Entonces se puso la chaqueta de lince, pasó casi por encima de mí con una disculpa convencional en castellano puro de las Américas, y se fue sin despedirse siquie­ra, sin agradecerme al menos lo mucho que hice por nuestra noche feliz, y desapareció hasta el sol de hoy en la amazonia de Nueva York.

 

Junio  1982.

 


 

 

 

 

ME ALQUILO PARA SOÑAR

 

 

A las nueve de la mañana, mientras desayunába­mos en la terraza del Habana Riviera, un tremendo golpe de mar a pleno sol levantó en vilo varios au­tomóviles que pasaban por la avenida del malecón, o que estaban estacionados en la acera, y uno quedó incrustado en un flanco del hotel. Fue como una explosión de dinamita que sembró el pánico en los veinte pisos del edificio y convirtió en polvo el vitral del vestíbulo. Los numerosos turistas que se encon­traban en la sala de espera fueron lanzados por los aires junto con los muebles, y algunos quedaron he­ridos por la granizada de vidrio. Tuvo que ser un marejazo colosal, pues entre la muralla del malecón y el hotel hay una amplia avenida de ida y vuelta, así que la ola saltó por encima de ella y todavía le quedó bastante fuerza para desmigajar el vitral.

Los alegres voluntarios cubanos, con la ayuda de los bomberos, recogieron los destrozos en menos de seis horas, clausuraron la puerta del mar y habilita­ron otra, y todo volvió a estar en orden. Por la no se había ocupado nadie del automóvil incrustado en el muro, pues se pensaba que era uno de los estacionados en la acera. Pero cuando la grúa lo sacó de la tronera descubrieron el cadáver de una! mujer amarrada en el asiento del conductor con el cinturón de seguridad. El golpe fue tan brutal que no le quedó un hueso entero. Tenía el rostro des­baratado, los botines descosidos y la ropa en piltra­fas, y un anillo de oro en forma de serpiente con ojos de esmeraldas. La policía estableció que era el ama de llaves de los nuevos embajadores de Portu­gal. En efecto, había llegado con ellos a La Habana quince días antes, y había salido esa mañana para el mercado manejando un automóvil nuevo. Su nom­bre no me dijo nada cuando leí la noticia en los pe­riódicos, pero en cambio quedé intrigado por el anillo en forma de serpiente y ojos de esmeraldas. No pude averiguar, sin embargo, en qué dedo lo usaba.

Era un dato decisivo, porque temí que fuera una mujer inolvidable cuyo nombre verdadero no supe jamás, que usaba un anillo igual en el índice dere­cho, lo cual era más insólito aún en aquel tiempo. La había conocido treinta y cuatro años antes en Viena, comiendo salchichas con papas hervidas y be­biendo cerveza de barril en una taberna de estudian­tes latinos. Yo había llegado de Roma esa mañana, y aún recuerdo mi impresión inmediata por su es­pléndida pechuga de soprano, sus lánguidas colas de zorros en el cuello del abrigo y aquel anillo egipcio en forma de serpiente. Me pareció que era la única austríaca en el largo mesón de madera, por el caste­llano primario que hablaba sin respirar con un acen­to de quincallería. Pero no, había nacido en Colombia   y se había ido a Austria entre las dos guerras, si niña, a estudiar música y canto. En aquel momento andaba por los treinta años mal llevados, pues nunca debió ser bella y había empezado a envejecer antes de tiempo. Pero en cambio era un ser humano encantador. Y también uno de los más temibles.

Viena era todavía una antigua ciudad imperial, cuya posición geográfica entre los dos mundos irre­conciliables que dejó la Segunda Guerra había aca­bado de convertirla en un paraíso del mercado negro y el espionaje mundial. No hubiera podido imagi­narme un ámbito más adecuado para aquella com­patriota fugitiva que seguía comiendo en la taberna estudiantil de la esquina sólo por fidelidad a su ori­gen, pues tenía recursos de sobra para comprarla de contado con todos sus comensales dentro. Nunca dijo su verdadero nombre, pues siempre la conoci­mos con el trabalenguas germánico que le inventa­ron los estudiantes latinos de Viena: Frau Frida. Apenas me la habían presentado cuando incurrí en la impertinencia feliz de preguntarle cómo había he­cho para implantarse de tal modo en aquel mundo tan distante y distinto de sus riscos de vientos del Quindío, y ella me contestó con un golpe: — Me alquilo para soñar.

En realidad, era su único oficio. Había sido la tercera de los once hijos de un próspero tendero del antiguo Caldas, y desde que aprendió a hablar ins­tauró en la casa la buena costumbre de contar los sueños en ayunas, que es la hora en que se conser­van más puras sus virtudes premonitorias. A los siete años soñó que uno de sus hermanos era arrastrado por un torrente. La madre, por pura superstición religiosa, le prohibió al niño lo que más le gustaba que era bañarse en la quebrada. Pero Frau Frida tenía ya un sistema propio de vaticinos.

— Lo que ese sueño significa — dijo—  no es que se vaya a ahogar, sino que no debe comer dulces.

La sola interpretación parecía una infamia, cuan­do era para un niño de cinco años que no podía   vivir sin sus golosinas dominicales. La madre, ya convencida de las virtudes adivinatorias de la hija, hizo respetar la advertencia con mano dura. Pero al primer descuido suyo el niño se atragantó con una canica de caramelo que se estaba comiendo a escon­didas, y no fue posible salvarlo.

Frau Frida no había pensado que aquella facul­tad pudiera ser un oficio, hasta que la vida la agarró por el cuello en los crueles inviernos de Viena. En­tonces tocó para pedir empleo en la primera casa que le gustó para vivir, y cuando le preguntaron qué sabía hacer, ella sólo dijo la verdad: «Sueño». Le bastó con una breve explicación a la dueña de casa para ser aceptada, con un sueldo apenas suficiente para los gastos menudos, pero con un buen cuarto y las tres comidas. Sobre todo el desayuno, que era el momento en que la familia se sentaba a conocer el destino inmediato de cada uno de sus miembros: el padre, que era un rentista refinado; la madre, una mujer alegre y apasionada de la música de cámara romántica, y dos niños de once y nueve años. Todos eran religiosos, y por lo mismo propensos a las su­persticiones arcaicas, y recibieron encantados a Frau Frida con el único compromiso de descifrar el des­tino diario de la familia a través de los sueños.

Lo hizo bien y por mucho tiempo, sobre todo en los años de la guerra, cuando la realidad fue más siniestra que las pesadillas. Sólo ella podía decidir a la hora del desayuno lo que cada quien debía hacer aquel día, y cómo debía hacerlo, hasta que sus pro­nósticos terminaron por ser la única autoridad en la casa. Su dominio sobre la familia fue absoluto: aun el suspiro más tenue era por orden suya. Por los días en que estuve en Viena acababa de morir el dueño de casa, y había tenido la elegancia de legarle a ella una parte de sus rentas, con la única condición de que siguiera soñando para la familia hasta el fin de sus sueños.

Estuve en Viena más de un mes, compartiendo las estrecheces de los estudiantes, mientras esperaba un dinero que nunca llegó. Las visitas imprevistas y generosas de Frau Frida en la taberna eran entonces como fiestas en nuestro régimen de penurias. Una de esas noches, en la euforia de la cerveza, me habló al oído con una convicción que no permitía ninguna pérdida de tiempo.

— He venido sólo para decirte que anoche tuve un sueño contigo — me dijo—. Debes irte enseguida y no volver a Viena en los próximos cinco años.

Su convicción era tan real, que esa misma noche me embarcó en el último tren para Roma. Yo, por mi parte, quedé tan sugestionado, que desde enton­ces me he considerado sobreviviente de un desastre nunca conocí. Todavía no he vuelto a Viena.

Antes del desastre de La Habana había visto a Frau Frida en Barcelona, de una manera tan inesperada y casual que me pareció misteriosa. Fue el día en que Pablo Neruda pisó tierra española por pri­mera vez desde la Guerra Civil, en la escala de un lento viaje por mar hacia Valparaíso. Pasó con no­sotros una mañana de caza mayor en las librerías de¡ viejo, y en Porter compró un libro antiguo, descuadernado y marchito, por el cual pagó lo que hubiera] sido su sueldo de dos meses en el consulado de Ranigún. Se movía por entre la gente como un elefante  inválido, con un interés infantil en el mecanismo interno de cada cosa, pues el mundo le parecía un inmenso juguete de cuerda con el cual se inventaba la vida.

No he conocido a nadie más parecido a la idea que uno tiene de un Papa renacentista: glotón y re­finado. Aun contra su voluntad, siempre era él quien presidía la mesa. Matilde, su esposa, le ponía un babero que parecía más de peluquería que de come­dor, pero era la única manera de impedir que se bañara en salsas. Aquel día en Carvalleiras fue ejem­plar. Se comió tres langostas enteras descuartizán­dolas con una maestría de cirujano, y al mismo tiem­po devoraba con la vista los platos de todos, e iba picando un poco de cada uno, con un deleite que contagiaba las ganas de comer: las almejas de Gali­cia, los percebes del Cantábrico, las cigalas de Ali­cante, las espardenyas de la Costa Brava. Mientras tanto,, como los franceses, sólo hablaba de otras ex­quisiteces de cocina, y en especial de los mariscos prehistóricos de Chile que llevaba en el corazón. De pronto dejó de comer, afinó sus antenas de ¡boga­vante, y me dijo en voz muy baja:

alguien detrás de mí que no deja de mirarme.

Miré por encima de su hombro, y así era. A sus espaldas, tres mesas más allá, una mujer impávida con un anticuado sombrero de fieltro y una bufanda morada, masticaba despacio con los ojos fijos en él. La reconocí en el acto. Estaba envejecida y gorda, pero era ella, con el anillo de serpiente en el índice.

Viajaba desde Nápoles en el mismo barco que los Neruda, pero no se habían visto a bordo. La invitamos a tomar el café en nuestra mesa, y la in­duje a hablar de sus sueños para sorprender al poeta. Él no le hizo caso, pues planteó desde el principio que no creía en adivinaciones de sueños.

— Sólo la poesía es clarividente — dijo.

Después del almuerzo, en el inevitable paseo por las Ramblas, me retrasé a propósito con Frau Frida para refrescar nuestros recuerdos sin oídos ajenos. Me contó que había vendido sus propiedades de Aus­tria, y vivía retirada en Porto, Portugal, en una casa que describió como un castillo falso sobre una co­lina desde donde se veía todo el océano hasta las Américas. Aunque no lo dijera, en su conversación quedaba claro que de sueño en sueño había termi­nado por apoderarse de la fortuna de sus inefables patrones de Viena. No me impresionó, sin embargo, porque siempre había pensado que sus sueños no eran más que una artimaña para vivir. Y se lo dije.

Ella soltó su carcajada irresistible. «Sigues tan atrevido como siempre», me dijo. Y no dijo más, porque el resto del grupo se había detenido a espe­rar que Neruda acabara de hablar en jerga chilena con los loros de la Rambla de los Pájaros. Cuando reanudamos la charla, Frau Frida había cambiado de tema.

— A propósito — me dijo—: Ya puedes volver a Viena.

Sólo entonces caí en la cuenta de que habían transcurrido trece años desde que nos conocimos.

— Aun si tus sueños son falsos, jamás volveré — le dije—. Por si acaso.

A las tres nos separamos de ella para acompañar a Neruda a su siesta sagrada. La hizo en nuestra casa, después de unos preparativos solemnes que de algún modo recordaban la ceremonia del té en el Japón. Había que abrir unas ventanas y cerrar otras para que hubiera el grado de calor exacto y una cierta clase de luz en cierta dirección, y un silencio absoluto. Neruda se durmió al instante, y despertó diez minutos después, como los niños, cuando me­nos pensábamos. Apareció en la sala restaurado y con el monograma de la almohada impreso en la mejilla.

— Soñé con esa mujer que sueña — dijo. Matilde quiso que le contara el sueño.

— Soñé que ella estaba soñando conmigo—dijo él.

— Eso es de Borges — le dije. Él me miró desencantado.

— ¿Ya está escrito?

— Si no está escrito lo va a escribir alguna vez — le dije—. Será uno de sus laberintos.

Tan pronto como subió a bordo, a las seis de la tarde, Neruda se despidió de nosotros, se sentó en una mesa apartada, y empezó a escribir versos flui­dos con la pluma de tinta verde con que dibujaba flores y peces y pájaros en las dedicatorias de sus libros. A la primera advertencia del buque buscamos a Frau Frida, y al fin la encontramos en la cubierta de turistas cuando ya nos íbamos sin despedirnos. También ella acababa de despertar de la siesta.

— Soñé con el poeta — nos dijo. Asombrado, le pedí que me contara el sueño.

— Soñé que él estaba soñando conmigo — dijo, y mi cara de asombro la confundió—  ¿Qué quieres? A veces, entre tantos sueños, se nos cuela uno que no tiene nada que ver con la vida real.

No volví a verla ni a preguntarme por ella hasta que supe del anillo en forma de culebra de la mujer que murió en el naufragio del Hotel Riviera. Así que no resistí la tentación de hacerle preguntas al embajador portugués cuando coincidimos, meses después, en una recepción diplomática. El embaja­dor me habló de ella con un gran entusiasmo y una enorme admiración. «No se imagina lo extraordina­ria que era», me dijo. «Usted no habría resistido la tentación de escribir un cuento sobre ella.» Y pro­siguió en el mismo tono, con detalles sorprendentes, pero sin una pista que me permitiera una conclusión final.

— En concreto, — le precisé por fin—: ¿qué hacía?

— Nada — me dijo él, con un cierto desencan­to—. Soñaba.

 

Marzo 1980.

 


 

 

 

 

«SÓLO VINE A HABLAR POR TELÉFONO»

 

 

Una tarde de lluvias primaverales, cuando viaja­ba sola hacia Barcelona conduciendo un automóvil alquilado, María de la Luz Cervantes sufrió una ave­ría en el desierto de los Monegros. Era una mexica­na de veintisiete años, bonita y seria, que años antes había tenido un cierto nombre como actriz de va­riedades. Estaba casada con un prestidigitador de sa­lón, con quien iba a reunirse aquel día después de visitar a unos parientes en Zaragoza. Al cabo de una hora de señas desesperadas a los automóviles y ca­miones de carga que pasaban raudos en la tormenta, el conductor de un autobús destartalado se compa­deció de ella. Le advirtió, eso sí, que no iba muy lejos.

— No importa — dijo María—. Lo único que ne­cesito es un teléfono.

Era cierto, y sólo lo necesitaba para prevenir a su marido de que no llegaría antes de las siete de la noche. Parecía un pajarito ensopado, con un abrigo de estudiante y los zapatos de playa en abril, y es­taba tan aturdida por el percance que olvidó llevarse las llaves del automóvil. Una mujer que viajaba jun­to al conductor, de aspecto militar pero de maneras dulces, le dio una toalla y una manta, y le hizo un sitio a su lado. Después de secarse a medias, María se sentó, se envolvió en la manta, y trató de encen­der un cigarrillo, pero los fósforos estaban mojados. La vecina de asiento le dio fuego y le pidió un ci­garrillo de los pocos que quedaban secos. Mientras fumaban, María cedió a las ansias de desahogarse, y su voz resonó más que la lluvia y el traqueteo del autobús. La mujer la interrumpió con el índice en los labios.

— Están dormidas — murmuró.

María miró por encima del hombro, y vio que el autobús estaba ocupado por mujeres de edades inciertas y condiciones distintas, que dormían arro­padas con mantas iguales a la suya. Contagiada de su placidez, María se enroscó en el asiento y se aban­donó al rumor de la lluvia. Cuando despertó era de noche y el aguacero se había disuelto en un sereno helado. No tenía la menor idea de cuánto tiempo había dormido ni en qué lugar del mundo se en­contraban. Su vecina de asiento tenía una actitud alerta.

— ¿Dónde estamos? — le preguntó María.

— Hemos llegado — contestó la mujer.

El autobús estaba entrando en el patio empedra­do de un edificio enorme y sombrío que parecía un viejo convento en un bosque de árboles colosales. Las pasajeras, alumbradas apenas por un farol del patio, permanecieron inmóviles hasta que la mujer de aspecto militar las hizo descender con un sistema de órdenes primarias, como en un parvulario. Todas eran mayores, y se movían con tal parsimonia en la penumbra del patio que parecían imágenes de un sueño. María, la última en descender, pensó que eran monjas. Lo pensó menos cuando vio a varias muje­res de uniforme que las recibieron en la puerta del autobús, y les cubrían la cabeza con las mantas para que no se mojaran, y las ponían en fila india, diri­giéndolas sin hablarles, con palmadas rítmicas y pe­rentorias. Después de despedirse de su vecina de asiento María quiso devolverle la manta, pero ella le dijo que se cubriera la cabeza para atravesar el patio, y la devolviera en la portería.

— ¿Habrá un teléfono? — le preguntó María.

— Por supuesto — dijo la mujer—. Ahí mismo le indican.

Le pidió a María otro cigarrillo, y ella le dio el resto del paquete mojado. «En el camino se secan», le dijo. La mujer le hizo un adiós con la mano desde el estribo, y casi le gritó: «Buena suerte». El autobús arrancó sin darle tiempo de más.

María empezó a correr hacia la entrada del edi­ficio. Una guardiana trató de detenerla con una pal­mada enérgica, pero tuvo que apelar a un grito im­perioso: «¡Alto he dicho!» María miró por debajo de la manta, y vio unos ojos de hielo y un índice inapelable que le indicó la fila. Obedeció. Ya en el zaguán del edificio se separó del grupo y preguntó al portero dónde había un teléfono. Una de las guardianas la hizo volver a la fila con palmaditas en la espalda, mientras le decía con modos muy dulces:

— — Por aquí, guapa, por aquí hay un teléfono.

María siguió con las otras mujeres por un corre­dor tenebroso, y al final entró en un dormitorio colectivo donde las guardianas recogieron las cobijas y empezaron a repartir las camas. Una mujer dis­tinta, que a María le pareció más humana y de je­rarquía más alta, recorrió la fila comparando una lista con los nombres que las recién llegadas tenían escritos en un cartón cosido en el corpiño. Cuando llegó frente a María se sorprendió de que no llevara su identificación.

— Es que yo sólo vine a hablar por teléfono — le dijo María.

Le explicó a toda prisa que su automóvil se había descompuesto en la carretera. El marido, que era mago de fiestas, estaba esperándola en Barcelona para cumplir tres compromisos hasta la media noche, y quería avisarle que no estaría a tiempo para acom­pañarlo. Iban a ser las siete. El debía salir de la casa dentro de diez minutos, y ella temía que cancelara todo por su demora. La guardiana pareció escuchar­la con atención.

— ¿Cómo te llamas? — le preguntó.

María le dijo su nombre con un suspiro de ali­vio, pero la mujer no lo encontró después de repasar la lista varias veces. Se lo preguntó alarmada a una guardiana, y ésta, sin nada que decir, se encogió de hombros.

— Es que yo sólo vine a hablar por teléfono—

dijo María.

— De acuerdo, maja — le dijo la superiora, lle­vándola hacia su cama con una dulzura demasiado ostensible para ser real—, si te portas bien podrás hablar por teléfono con quien quieras. Pero ahora no, mañana. 

Algo sucedió entonces en la mente de María que le hizo entender por qué las mujeres del autobús se movían como en el fondo de un acuario. En reali­dad, estaban apaciguadas con sedantes, y aquel pa­lacio en sombras, con gruesos muros de cantería y escaleras heladas, era en realidad un hospital de en­fermas mentales. Asustada, escapó corriendo del dor­mitorio, y antes de llegar al portón una guardiana gigantesca con un mameluco de mecánico la atrapó de un zarpazo y la inmovilizó en el suelo con una llave maestra. María la miró de través paralizada por el terror.

— Por el amor de Dios — dijo—. Le juro por mi madre muerta que sólo vine a hablar por teléfono.

Le bastó con verle la cara para saber que no ha­bía súplica posible ante aquella energúmena de ma­meluco a quien llamaban Herculina por su fuerza descomunal. Era la encargada de los casos difíciles, y dos reclusas habían muerto estranguladas con su brazo de oso polar adiestrado en el arte de matar por descuido. El primer caso se resolvió como un accidente comprobado. El segundo fue menos claro, y Herculina fue amonestada y advertida de que la próxima vez sería investigada a fondo. La versión corriente era que aquella oveja descarriada de una familia de apellidos grandes tenía una turbia carrera de accidentes dudosos en varios manicomios de Es­paña.

Para que María durmiera la primera noche, tu­vieron que inyectarle un somnífero. Antes del amanecer, cuando la despertaron las ansias de fumar, estaba amarrada por las muñecas y los tobillos en las barras de la cama. Nadie acudió a sus gritos. Por la mañana, mientras el marido no encontraba en Bar­celona ninguna pista de su paradero, tuvieron que llevarla a la enfermería, pues la encontraron sin sen­tido en un pantano de sus propias miserias.

No supo cuánto tiempo había pasado cuando vol­vió en sí. Pero entonces el mundo era un remanso de amor, y estaba frente a su cama un anciano mo­numental, con una andadura de plantígrado y una sonrisa sedante, que con dos pases maestros le de­volvió la dicha de vivir. Era el director del sanatorio.

Antes de decirle nada, sin saludarlo siquiera, Ma­ría le pidió un cigarrillo. Él se lo dio encendido, y le regaló el paquete casi lleno. María no pudo repri­mir el llanto.

— Aprovecha ahora para llorar cuanto quieras — le dijo el médico, con una voz adormecedora—. No hay mejor remedio que las lágrimas.

María se desahogó sin pudor, como nunca logró hacerlo con sus amantes casuales en los tedios de después del amor. Mientras la oía, el médico la pei­naba con los dedos, le arreglaba la almohada para que respirara mejor, la guiaba por el laberinto de su incertidumbre con una sabiduría y una dulzura que ella no había soñado jamás. Era, por la primera vez en su vida, el prodigio de ser comprendida por un hombre que la escuchaba con toda el alma sin espe­rar la recompensa de acostarse con ella. Al cabo de una hora larga, desahogada a fondo, le pidió auto­rización para hablarle por teléfono a su marido.

El médico se incorporó con toda la majestad de su rango. «Todavía no, reina», le dijo, dándole en la mejilla la palmadita más tierna que había sentido nunca. «Todo se hará a su tiempo». Le hizo desde la puerta una bendición episcopal, y desapareció para siempre.

— Confía en mí — le dijo.

Esa misma tarde María fue inscrita en el asilo con un número de serie, y con un comentario su­perficial sobre el enigma de su procedencia y las dudas sobre su identidad. Al margen quedó una ca­lificación escrita de puño y letra del director: agitada.

Tal como María lo había previsto, el marido sa­lió de su modesto apartamento del barrio de Horta con media hora de retraso para cumplir los tres com­promisos. Era la primera vez que ella no llegaba a tiempo en casi dos años de una unión libre bien concertada, y él entendió el retraso por la ferocidad de las lluvias que asolaron la provincia aquel fin de semana. Antes de salir dejó un mensaje clavado en la puerta con el itinerario de la noche.

En la primera fiesta, con todos los niños disfra­zados de canguro, prescindió del truco estelar de los peces invisibles porque no podía hacerlo sin la ayu­da de ella. El segundo compromiso era en casa de una anciana de noventa y tres años, en silla de rue­das, que se preciaba de haber celebrado cada uno de sus últimos treinta cumpleaños con un mago distin­to. El estaba tan contrariado con la demora de Ma­ría, que no pudo concentrarse en la suertes más simples. El tercer compromiso era el de todas las no­ches en un café concierto de las Ramblas, donde actuó sin inspiración para un grupo de turistas fran­ceses que no pudieron creer lo que veían porque se negaban a creer en la magia. Después de cada repre­sentación llamó por teléfono a su casa, y esperó sin ilusiones a que María contestara. En la última ya no pudo reprimir la inquietud de que algo malo había ocurrido.

De regreso a casa en la camioneta adaptada para las funciones públicas vio el esplendor de la prima­vera en las palmeras del Paseo de Gracia, y lo es­tremeció el pensamiento aciago de cómo podría ser la ciudad sin María. La última esperanza se desva­neció cuando encontró su recado todavía prendido en la puerta. Estaba tan contrariado, que se olvidó de darle la comida al gato.

Sólo ahora que lo escribo caigo en la cuenta de que nunca supe cómo se llamaba en realidad, porque en Barcelona sólo lo conocíamos con su nombre pro­fesional: Saturno el Mago. Era un hombre de carác­ter raro y con una torpeza social irredimible, pero el tacto y la gracia que le hacían falta le sobraban a María. Era ella quien lo llevaba de la mano en esta comunidad de grandes misterios, donde a nadie se le hubiera ocurrido llamar a nadie por teléfono des­pués de la media noche para preguntar por su mujer. Saturno lo había hecho de recién venido y no quería recordarlo. Así que esa noche se conformó con lla­mar a Zaragoza, donde una abuela medio dormida le contestó sin alarma que María había partido des­pués del almuerzo. No durmió más de una hora al amanecer. Tuvo un sueño cenagoso en el cual vio a María con un vestido de novia en piltrafas y salpicado de sangre, y despertó con la certidumbre pa­vorosa de que había vuelto a dejarlo solo, y ahora para siempre, en el vasto mundo sin ella.

Lo había hecho tres veces con tres hombres dis­tintos, incluso él, en los últimos cinco años. Lo ha­bía abandonado en Ciudad de México a los seis me­ses de conocerse, cuando agonizaban de felicidad con un amor demente en un cuarto de servicio de la colonia Anzures. Una mañana María no amaneció en la casa después de una noche de abusos inconfe­sables. Dejó todo lo que era suyo, hasta el anillo de su matrimonio anterior, y una carta en la cual decía que no era capaz de sobrevivir al tormento de aquel amor desatinado. Saturno pensó que había vuelto con su primer esposo, un condiscípulo de la escuela secundaria con quien se casó a escondidas siendo menor de edad, y al cual abandonó por otro al cabo de dos años sin amor. Pero no: había vuelto a casa de sus padres, y allí fue Saturno a buscarla a cual­quier precio. Le rogó sin condiciones, le prometió mucho más de lo que estaba resuelto a cumplir, pero tropezó con una determinación invencible.  «Hay amores cortos y hay amores largos», le dijo ella. Y concluyó sin misericordia: «Este fue corto». El se rindió ante su rigor. Sin embargo, una madrugada de Todos los Santos, al volver a su cuarto de huér­fano después de casi un año de olvido, la encontró dormida en el sofá de la sala con la corona de aza­hares y la larga cola de espuma de las novias vírgenes. María le contó la verdad. El nuevo novio, viudo, sin hijos, con la vida resuelta y la disposición de casarse para siempre por la iglesia católica, la había dejado vestida y esperándolo en el altar. Sus padres decidieron hacer la fiesta de todos modos. Ella si­guió el juego. Bailó, cantó con los mariachis, se pasó de tragos, y en un terrible estado de remordimientos tardíos se fue a la media noche a buscar a Saturno.

No estaba en casa, pero encontró las llaves en la maceta de flores del corredor, donde las escondieron siempre. Esta vez fue ella quien se le rindió sin con­diciones. «¿Y ahora hasta cuándo?», le preguntó él. Ella le contestó con un verso de Vinicius de Moraes: «El amor es eterno mientras dura». Dos años des­pués, seguía siendo eterno.

María pareció madurar. Renunció a sus sueños de actriz y se consagró a él, tanto en el oficio como en la cama. A fines del año anterior habían asistido a un congreso de magos en Perpignan, y de regreso conocieron a Barcelona. Les gustó tanto que lleva­ban ocho meses aquí, y les iba tan bien, que habían comprado un apartamento en el muy catalán barrio de Horta, ruidoso y sin portero, pero con espacio de sobra para cinco hijos. Había sido la felicidad posible, hasta el fin de semana en que ella alquiló un automóvil y se fue a visitar a sus parientes de Zaragoza con la promesa de volver a las siete de la noche del lunes. Al amanecer del jueves todavía no había dado señales de vida.

El lunes de la semana siguiente la compañía de seguros del automóvil alquilado llamó por teléfono a la casa para preguntar por María. «No sé nada», dijo Saturno. «Búsquenla en Zaragoza». Colgó. Una semana después un policía civil fue a la casa con la noticia de que habían hallado el automóvil en los puros huesos, en un atajo cerca de Cádiz, a nove­cientos kilómetros del lugar en que María lo aban­donó. El agente quería saber si ella tenía más deta­lles del robo. Saturno estaba dándole de comer al gato, y apenas si lo miró para decirle sin más vueltas que no perdieran el tiempo, pues su mujer se había fugado de la casa y él no sabía con quién ni para dónde. Era tal su convicción, que el agente se sintió incómodo y le pidió perdón por sus preguntas. El caso se declaró cerrado.

El recelo de que María pudiera irse otra vez ha­bía asaltado a Saturno por Pascua Florida en Cadaqués, adonde Rosa Regás los había invitado a nave­gar a vela. Estábamos en el Marítim, el populoso y sórdido bar de la gauche divine en el crepúsculo del franquismo, alrededor de una de aquellas mesas de hierro con sillas de hierro donde sólo cabíamos seis a duras penas y nos sentábamos veinte. Después de agotar la segunda cajetilla de cigarrillos de la jorna­da, María se encontró sin fósforos. Un brazo escuá­lido de vellos viriles con una esclava de bronce ro­mano se abrió paso entre el tumulto de la mesa, y le dio fuego. Ella lo agradeció sin mirar a quién, pero Saturno el Mago lo vio. Era un adolescente óseo y lampiño, de una palidez de muerto y una cola de caballo muy negra que le daba a la cintura. Los cristales del bar soportaban apenas la furia de la tramontana de primavera, pero él iba vestido con una especie de piyama callejero de algodón crudo, y unas abarcas de labrador.

No volvieron a verlo hasta fines del otoño, en un hostal de mariscos de La Barceloneta, con el mismo conjunto de zaraza ordinaria y una larga trenza en vez de la cola de caballo. Los saludó a ambos como a viejos amigos, y por el modo como besó a María, y por el modo como ella le correspondió, a Saturno lo fulminó la sospecha de que habían estado viéndose a escondidas. Días después encontró por casualidad un nombre nuevo y un número de telé­fono escritos por María en el directorio doméstico, y la inclemente lucidez de los celos le reveló de quién eran. El prontuario social del intruso acabó de re­matarlo: veintidós años, hijo único de ricos, deco­rador de vitrinas de moda, con una fama fácil de bisexual y un prestigio bien fundado como conso­lador de alquiler de señoras casadas. Pero logró so­breponerse hasta la noche en que María no volvió a casa. Entonces empezó a llamarlo por teléfono to­dos los días, primero cada dos o tres horas, desde las seis de la mañana hasta la madrugada siguiente, y después cada vez que encontraba un teléfono a la mano. El hecho de que nadie contestara aumentaba su martirio.

Al cuarto día le contestó una andaluza que sólo iba a hacer la limpieza. «El señorito se ha ido», le dijo, con suficiente vaguedad para enloquecerlo. Sa­turno no resistió la tentación de preguntarle si por casualidad no estaba ahí la señorita María.

— Aquí no vive ninguna María — le dijo la mu­jer—. El señorito es soltero.

— Ya lo sé — le dijo él—. No vive, pero a veces va. ¿O no?

La mujer se encabritó.

— ¿Pero quién cono habla ahí? i.

Saturno colgó. La negativa de la mujer le pareció una confirmación más de lo que ya no era para él una sospecha sino una certidumbre ardiente. Perdió el control. En los días siguientes llamó por orden alfabético a todos los conocidos de Barcelona. Na­die le dio razón, pero cada llamada le agravó la des­dicha, porque sus delirios de celos eran ya célebres entre los trasnochadores impenitentes de La gauche divine, y le contestaban con cualquier broma que lo hiciera sufrir. Sólo entonces comprendió hasta qué punto estaba solo en aquella ciudad hermosa, luná­tica e impenetrable, en la que nunca sería feliz. Por la madrugada, después de darle de comer al gato, se apretó el corazón para no morir, y tomó la deter­minación de olvidar a María.

A los dos meses, María no se había adaptado aún a la vida del sanatorio. Sobrevivía picoteando apenas la pitanza de cárcel con los cubiertos encadenados al mesón de madera bruta, y la vista fija en la lito­grafía del general Francisco Franco que presidía el lúgubre comedor medieval. Al principio se resistía a las horas canónicas con su rutina bobalicona de mai­tines, laudes, vísperas, y a otros oficios de iglesia que ocupaban la mayor parte del tiempo. Se negaba a jugar a la pelota en el patio de recreo, y a trabajar en el taller de flores artificiales que un grupo de reclusas atendía con una diligencia frenética. Pero a partir de la tercera semana fue incorporándose poco a poco a la vida del claustro. A fin de cuentas, de­cían los médicos, así empezaban todas, y tarde o temprano terminaban por integrarse a la comunidad. La falta de cigarrillos, resuelta en los primeros días por una guardiana que los vendía a precio de oro, volvió a atormentarla cuando se le agotó el poco dinero que llevaba. Se consoló después con los ci­garros de papel periódico que algunas reclusas fa­bricaban con las colillas recogidas en la basura, pues la obsesión de fumar había llegado a ser tan intensa como la del teléfono. Las pesetas exiguas que se ganó más tarde fabricando flores artificiales le permitie­ron un alivio efímero.

Lo más duro era la soledad de las noches. Mu­chas reclusas permanecían despiertas en la penum­bra, como ella, pero sin atreverse a nada, pues la guardiana nocturna velaba también en el portón ce­rrado con cadena y candado. Una noche, sin embar­go, abrumada por la pesadumbre, María preguntó con voz suficiente para que la oyera su vecina de cama:

— ¿Dónde estamos?

La voz grave y lúcida de la vecina le contestó:

— En los profundos infiernos.

— Dicen que esta es tierra de moros — dijo otra voz distante que resonó en el ámbito del dormito­rio—. Y debe ser cierto, porque en verano, cuando hay luna, se oyen los perros ladrándole a la mar.

Se oyó la cadena en las argollas como un ancla de galeón, y la puerta se abrió. La cancerbera, el único ser que parecía vivo en el silencio instantáneo, empezó a pasearse de un extremo al otro del dor­mitorio. María se sobrecogió, y sólo ella sabía por qué.

Desde su primera semana en el sanatorio, la vi­gilante nocturna le había propuesto sin rodeos que durmiera con ella en el cuarto de guardia. Empezó con un tono de negocio concreto: trueque de amor por cigarrillos, por chocolates, por lo que fuera. «Tendrás todo», le decía, trémula. «Serás la reina». Ante el rechazo de María, la guardiana cambió de método. Le dejaba papelitos de amor debajo de la almohada, en los bolsillos de la bata, en los sitios menos pensados. Eran mensajes de un apremio des­garrador capaz de estremecer a las piedras. Hacía más de un mes que parecía resignada a la derrota, la noche en que se promovió el incidente en el dor­mitorio.

Cuando estuvo convencida de que todas las re­clusas dormían, la guardiana se acercó a la cama de María, y murmuró en su oído toda clase de obsce­nidades tiernas, mientras le besaba la cara, el cuello tenso de terror, los brazos yertos, las piernas ex­haustas. Por último, creyendo tal vez que la parálisis de María no era de miedo sino de complacencia, se atrevió a ir más lejos. María le soltó entonces un golpe con el revés de la mano que la mandó contra la cama vecina. La guardiana se incorporó furibunda en medio del escándalo de las reclusas alborotadas.

— Hija de puta — gritó—. Nos pudriremos jun­tas en este chiquero hasta que te vuelvas loca por mí.

El verano llegó sin anunciarse el primer domingo de junio, y hubo que tomar medidas de emergencia, porque las reclusas sofocadas empezaban a quitarse durante la misa los balandranes de estameña. María asistió divertida al espectáculo de las enfermas en Pelota que las guardianas correteaban por las naves corno gallinas ciegas. En medio de la confusión, trato de protegerse de los golpes perdidos, y sin saber cómo se encontró sola en una oficina abandonada y con un teléfono que repicaba sin cesar con un timbre de súplica. María contestó sin pensarlo, y oyó una voz lejana y sonriente que se entretenía imitando el servicio telefónico de la hora:

— Son las cuarenta y cinco horas, noventa y dos minutos y ciento siete segundos.

— Maricón — dijo María.

Colgó divertida. Ya se iba, cuando cayó en la cuenta de que estaba dejando escapar una ocasión irrepetible. Entonces marcó seis cifras, con tanta ten­sión y tanta prisa, que no estuvo segura de que fuera el número de su casa. Esperó con el corazón desbo­cado, oyó el timbre familiar con su tono ávido y triste, una vez, dos veces, tres veces, y oyó por fin la voz del hombre de su vida en la casa sin ella.

— ¿Bueno?

Tuvo que esperar a que pasara la pelota de lágri­mas que se le formó en la garganta.

— Conejo, vida mía — suspiró.

Las lágrimas la vencieron. Al otro lado de la lí­nea hubo un breve silencio de espanto, y la voz enardecida por los celos escupió la palabra:

— ¡Puta!

Y colgó en seco.

Esa noche, en un ataque frenético, María descol­gó en el refectorio la litografía del generalísimo, la arrojó con todas sus fuerzas contra el vitral del jar­dín, y se derrumbó bañada en sangre. Aún le sobró rabia para enfrentarse a golpes con los guardianes que trataron de someterla, sin lograrlo, hasta que vio a Herculina plantada en el vano de la puerta, con los brazos cruzados, mirándola. Se rindió. No obs­tante, la arrastraron hasta el pabellón de las locas furiosas, la aniquilaron con una manguera de agua helada, y le inyectaron trementina en las piernas. Impedida para caminar por la inflamación provoca­da, María se dio cuenta de que no había nada en el mundo que no fuera capaz de hacer por escapar de aquel infierno. La semana siguiente, ya de regreso al dormitorio común, se levantó en puntillas y tocó en la celda de la guardiana nocturna.

El precio de María, exigido por ella de antema­no, fue llevarle un mensaje a su marido. La guardia­na aceptó, siempre que el trato se mantuviera en secreto absoluto. Y la apuntó con un índice inexora­ble.

— Si alguna vez se sabe, te mueres.

Así que Saturno el Mago fue al sanatorio de lo­cas el sábado siguiente, con la camioneta de circo preparada para celebrar el regreso de María. El di­rector en persona lo recibió en su oficina, tan limpia y ordenada como un barco de guerra, y le hizo un informe afectuoso sobre el estado de la esposa. Na­die sabía de dónde llegó, ni cómo ni cuándo, pues el primer dato de su ingreso era el registro oficial dictado por él cuando la entrevistó. Una investiga­ción iniciada el mismo día no había concluido en nada. En todo caso, lo que más intrigaba al director era cómo supo Saturno el paradero de su esposa. Saturno protegió a la guardiana.

— Me lo informó la compañía de seguros del co­che — dijo.

El director asintió complacido. «No sé cómo ha­cen los seguros para saberlo todo», dijo. Le dio una ojeada al expediente que tenía sobre su escritorio de asceta, y concluyó:

— Lo único cierto es la gravedad de su estado.

Estaba dispuesto a autorizarle una visita con las precauciones debidas si Saturno el Mago le prome­tía, por el bien de su esposa, ceñirse a la conducta que él le indicara. Sobre todo en la manera de tra­tarla, para evitar que recayera en sus arrebatos de furia cada vez más frecuentes y peligrosos.

— Es raro — dijo Saturno—. Siempre fue de ge­nio fuerte, pero de mucho dominio.

El médico hizo un ademán de sabio. «Hay con­ductas que permanecen latentes durante muchos años, y un día estallan», dijo. «Con todo, es una suerte que haya caído aquí, porque somos especia­listas en casos que requieren mano dura». Al final hizo una advertencia sobre la rara obsesión de María por el teléfono.

— Sígale la corriente — dijo.

— Tranquilo, doctor — dijo Saturno con un aire alegre—. Es mi especialidad.

La sala de visitas, mezcla de cárcel y confesiona­rio, era el antiguo locutorio del convento. La entra­da de Saturno no fue la explosión de júbilo que am­bos hubieran podido esperar. María estaba de pie en el centro del salón, junto a una mesita con dos sillas y un florero sin flores. Era evidente que estaba lista para irse, con su lamentable abrigo color de fresa y unos zapatos sórdidos que le habían dado de cari­dad. En un rincón, casi invisible, estaba Herculina con los brazos cruzados. María no se movió al ver entrar al esposo ni asomó emoción alguna en la cara todavía salpicada por los estragos del vitral. Se die­ron un beso de rutina.

— ¿Cómo te sientes? — le preguntó él.

— Feliz de que al fin hayas venido, conejo — dijo ella—. Esto ha sido la muerte.

No tuvieron tiempo de sentarse. Ahogándose en lágrimas, María le contó las miserias del claustro, la barbarie de las guardianas, la comida de perros, las noches interminables sin cerrar los ojos por el terror.

— Ya no sé cuántos días llevo aquí, o meses o años, pero sé que cada uno ha sido peor que el otro — dijo, y suspiró con el alma—: Creo que nunca volveré a ser la misma.

— Ahora todo eso pasó — dijo él, acariciándole con la yema de los dedos las cicatrices recientes de la cara—. Yo seguiré viniendo todos los sábados. Y más, si el director me lo permite. Ya verás que todo va a salir muy bien.

Ella fijó en los ojos de él sus ojos aterrados. Sa­turno intentó sus artes de salón. Le contó, en el tono pueril de las grandes mentiras, una versión dul­cificada de los pronósticos del médico. «En sínte­sis», concluyó, «aún te faltan algunos días para estar recuperada por completo». María entendió la verdad.

— — ¡Por Dios, conejo! — dijo, atónita—. ¡No me digas que tú también crees que estoy loca!

— — ¡Cómo se te ocurre! — dijo él, tratando de reír—. Lo que pasa es que será mucho más conve­niente para todos que sigas por un tiempo aquí. En mejores condiciones, por supuesto.

— ¡Pero si ya te dije que sólo vine a hablar por teléfono! — dijo María.

Él no supo cómo reaccionar ante la obsesión te­mible. Miró a Herculina. Ésta aprovechó la mirada para indicarle en su reloj de pulso que era tiempo de terminar la visita. María interceptó la señal, miró hacia atrás, y vio a Herculina en la tensión del asalto inminente. Entonces se aferró al cuello del marido gritando como una verdadera loca. Él se la quitó de encima con tanto amor como pudo, y la dejó a mer­ced de Herculina, que le saltó por la espalda. Sin darle tiempo para reaccionar le aplicó una llave con la mano izquierda, le pasó el otro brazo de hierro alrededor del cuello, y le gritó a Saturno el Mago:

— ¡Vayase!

Saturno huyó despavorido.

Sin embargo, el sábado siguiente, ya repuesto del espanto de la visita, volvió al sanatorio con el gato vestido igual que él: la malla roja y amarilla del gran Leotardo, el sombrero de copa y una capa de vuelta y media que parecía para volar. Entró con la camio­neta de feria hasta el patio del claustro, y allí hizo una función prodigiosa de casi tres horas que las reclusas gozaron desde los balcones, con gritos dis­cordantes y ovaciones inoportunas. Estaban todas, menos María, que no sólo se negó a recibir al ma­rido, sino inclusive a verlo desde los balcones. Sa­turno se sintió herido de muerte.

— Es una reacción típica — lo consoló el direc­tor—. Ya pasará.

Pero no pasó nunca. Después de intentar muchas veces ver de nuevo a María, Saturno hizo lo imposible por que le recibiera una carta, pero fue inútil. Cuatro veces la devolvió cerrada y sin comentarios. Saturno desistió, pero siguió dejando en la portería del hospital las raciones de cigarrillos, sin saber si­quiera si le llegaban a María, hasta que lo venció la realidad.

Nunca más se supo de él, salvo que volvió a casarse y regresó a su país. Antes de irse de Barce­lona le dejó el gato medio muerto de hambre a una noviecita casual, que además se comprometió a se­guir llevándole los cigarrillos a María. Pero también ella desapareció. Rosa Regás recordaba haberla visto en el Corte Inglés, hace unos doce años, con la ca­beza rapada y el balandrán anaranjado de alguna sec­ta oriental, y encinta a más no poder. Ella le contó que había seguido llevándole los cigarrillos a María, siempre que pudo, y resolviéndole algunas urgencias imprevistas, hasta un día en que sólo encontró los escombros del hospital, demolido como un mal re­cuerdo de aquellos tiempos ingratos. María le pare­ció muy lúcida la última vez que la vio, un poco pasada de peso y contenta con la paz del claustro. Ese día le llevó también el gato, porque ya se le había acabado el dinero que Saturno le dejó para darle de comer.

 

Abril 1978.

 


 

 

 

 
ESPANTOS DE AGOSTO

 

 

Llegamos a Arezzo un poco antes del medio día, y perdimos más de dos horas buscando el castillo renacentista que el escritor venezolano Miguel Ote­ro Silva había comprado en aquel recodo idílico de la campiña toscana. Era un domingo de principios de agosto, ardiente y bullicioso, y no era fácil en­contrar a alguien que supiera algo en las calles aba­rrotadas de turistas. Al cabo de muchas tentativas inútiles volvimos al automóvil, abandonamos la ciu­dad por un sendero de cipreses sin indicaciones via­les, y una vieja pastora de gansos nos indicó con precisión dónde estaba el castillo. Antes de despe­dirse nos preguntó si pensábamos dormir allí, y le contestamos, como lo teníamos previsto, que sólo íbamos a almorzar.

— Menos mal — dijo ella—  porque en esa casa espantan.

Mi esposa y yo, que no creemos en aparecidos del medio día, nos burlamos de su credulidad. Pero nuestros dos hijos, de nueve y siete años, se pusieron dichosos de conocer un fantasma de cuerpo presente.

Miguel Otero Silva, que además de buen escritor era un anfitrión espléndido y un comedor refinado, nos esperaba con un almuerzo de nunca olvidar. Como se nos había hecho tarde no tuvimos tiempo de conocer el interior del castillo antes de sentarnos a la mesa, pero su aspecto desde fuera no tenía nada de pavoroso, y cualquier inquietud se disipaba con la visión completa de la ciudad desde la terraza florida donde estábamos almorzando. Era difícil creer que en aquella colina de casa encaramadas, donde apenas cabían noventa mil personas, hubieran nacido tantos hombres de genio perdurable. Sin embargo, Miguel Otero Silva nos dijo con su humor caribe que ninguno de tantos era el mas insigne de Arezzo.

      El mas grande — sentenció —fue Ludovico.

Así, sin apellidos: Ludovico, el gran señor de las artes y de la guerra, que había construido aquel castillo de su desgracia, y de quién Miguel nos habló durante todo el almuerzo. Nos hablo de su poder inmenso, de su amor contrariado y de su muerte espantosa. Nos contó como fue que en un instante de locura del corazón había apuñalado a su dama en el lecho donde acababan de amarse, y luego azuzó contra sí mismo a sus feroces perros de guerra que lo despedazaron a dentelladas. Nos aseguró, muy en serio, que a partir de la media noche el espectro de Ludovico deambulaba por la casa en tinieblas tratando de conseguir el sosiego en su purgatorio de amor.

El castillo, en realidad, era inmenso y sombrío. Pero a pleno día, con el estomago lleno y el corazón contento, el relato de Miguel no podía parecer sino una broma como tantas otras suyas para entretener a sus invitados. Los ochenta y dos cuartos que recorrimos sin asombro después de la siesta, habían padecido toda clase de mudanza de sus dueños sucesivos. Miguel había restaurado por completo la planta baja y se había hecho construir un dormitorio moderno con suelos de mármol e instalaciones para sauna y cultura física, y la terraza de flores intensas donde habíamos almorzado. La segunda planta, que había sido la mas usada en el curso de los siglos, era una sucesión de cuartos sin ningun carácter, con muebles de diferente épocas abandonados a su suerte. Pero en la ultima se conservaba una habitación intacta por donde el tiempo se había olvidado de pasar. Era el dormitorio de Ludovico.

Fue un instante mágico. Allí estaba la cama de cortinas bordadas con hilos de oro, y el sobrecama de prodigios de pasamanería  todavía acartonado por la sangre seca de la amante sacrificada. Estaba la chimenea con las cenizas heladas y el ultimo leño convertido en piedra, el armario con sus armas bien cebadas, y el retrato de óleo del caballero pensativo en un marco de oro, pintado por alguno de los maestros florentinos que no tuvieron la fortuna de sobrevivir a su tiempo. Sin embargo, lo que mas me impresionó fue el olor de fresas recientes que permanecía estancado sin explicación posible en el ámbito del dormitorio.

Los días del verano eran largos y parsimoniosos  en la Toscana, y el horizonte se mantiene en su sitio hasta las nueve de la noche. Cuando terminamos de conocer el castillo eran más de las cinco, pero Mi­guel insistió en llevarnos a ver los frescos de Piero della Francesca en la Iglesia de San Francisco, luego nos tomamos un café bien conversado bajo las pérgolas de la plaza, y cuando regresamos para recoger ! las maletas encontramos la cena servida. De modo que nos quedamos a cenar.

Mientras lo hacíamos, bajo un cielo malva con una sola estrella, los niños prendieron unas antor­chas en la cocina, y se fueron a explorar las tinieblas en los pisos altos. Desde la mesa oíamos sus galopes de caballos cerreros por las escaleras, los lamentos de las puertas, los gritos felices llamando a Ludovico en los cuartos tenebrosos. Fue a ellos a quienes se les ocurrió la mala idea de quedarnos a dormir. Mi­guel Otero Silva los apoyó encantado, y nosotros no tuvimos el valor civil de decirles que no.

Al contrario de lo que yo temía, dormimos muy bien, mi esposa y yo en un dormitorio de la planta baja y mis hijos en el cuarto contiguo. Ambos ha­bían sido modernizados y no tenían nada de tene­brosos. Mientras trataba de conseguir el sueño conté los doce toques insomnes del reloj de péndulo de la sala, y me acordé de la advertencia pavorosa de la pastora de gansos. Pero estábamos tan cansados que nos dormimos muy pronto, en un sueño denso y continuo, y desperté después de las siete con un sol espléndido entre las enredaderas de la ventana. A mi lado, mi esposa navegaba en el mar apacible de los inocentes. «Qué tontería — me dije—, que alguien siga creyendo en fantasmas por estos tiempos». Sólo entonces me estremeció el olor de fresas recién cor­tadas, y vi la chimenea con las cenizas frías y el último leño convertido en piedra, y el retrato del caballero triste que nos miraba desde tres siglos an­tes en el marco de oro. Pues no estábamos en la alcoba de la planta baja donde nos habíamos acos­tado la noche anterior, sino en el dormitorio de Lu­dovico, bajo la cornisa y las cortinas polvorientas y las sábanas empapadas de sangre todavía caliente de su cama maldita.

 

Octubre 1980.

 


 

 

 

 

MARÍA DOS PRAZERES

 

 

El hombre de la agencia funeraria llegó tan pun­tual, que María dos Prazeres estaba todavía en bata de baño y con la cabeza llena de tubos lanzadores, y apenas si tuvo tiempo de ponerse una rosa roja en la oreja para no parecer tan indeseable como se sen­tía. Se lamentó aún más de su estado cuando abrió la puerta y vio que no era un notario lúgubre, como ella suponía que debían ser los comerciantes de la muerte, sino un joven tímido con una chaqueta a cuadros y una corbata con pájaros de colores. No llevaba abrigo, a pesar de la primavera incierta de Barcelona, cuya llovizna de vientos sesgados la hacía casi siempre menos tolerable que el invierno. María dos Prazeres, que había recibido a tantos hombres a cualquier hora, se sintió avergonzada como muy pocas veces. Acababa de cumplir setenta y seis años y estaba convencida de que se iba a morir antes de Cavidad, y aun así estuvo a punto de cerrar la puerta y pedirle al vendedor de entierros que esperara un instante mientras se vestía para recibirlo de acuerdo con sus méritos. Pero luego pensó que se iba a helar en el rellano oscuro, y lo hizo pasar adelante.

— Perdóneme esta facha de murciélago — dijo— pero llevo más de cincuenta años en Catalunya, y es la primera vez que alguien llega a la hora anuncia­da.

Hablaba un catalán perfecto con una pureza un poco arcaica, aunque todavía se le notaba la música de su portugués olvidado. A pesar de sus años y con sus bucles de alambre seguía siendo una mulata es­belta y vivaz, de cabello duro y ojos amarillos y encarnizados, y hacía ya mucho tiempo que había perdido la compasión por los hombres. El vende­dor, deslumbrado aún por la claridad de la calle, no hizo ningún comentario sino que se limpió la suela de los zapatos en la esterilla de yute y le besó la mano con una reverencia.

— Eres un hombre como los de mis tiempos — dijo María dos Prazeres con una carcajada de gra­nizo—. Siéntate.

Aunque era nuevo en el oficio, él lo conocía bas­tante bien para no esperar aquella recepción festiva a las ocho de la mañana, y menos de una anciana sin misericordia que a primera vista le pareció una loca fugitiva de las Américas. Así que permaneció a un paso de la puerta sin saber qué decir, mientras María dos Prazeres descorría las gruesas cortinas de peluche de las ventanas. El tenue resplandor de abril iluminó apenas el ámbito meticuloso de la sala que más bien parecía la vitrina de un anticuario. Eran cosas de uso cotidiano, ni una más ni una menos, y cada una parecía puesta en su espacio natural, y con un gusto tan certero que habría sido difícil encontrar otra casa mejor servida aun en una ciudad tan antigua y secreta como Barcelona.

— Perdóneme — dijo—.  Me he equivocado de puerta.

— Ojalá — dijo ella—, pero la muerte no se equi­voca.

El vendedor abrió sobre la mesa del comedor un gráfico con muchos pliegues como una carta de ma­rear con parcelas de colores diversos y numerosas cruces y cifras en cada color. María dos Prazeres comprendió que era el plano completo del inmenso panteón de Montjuich, y se acordó con un horror muy antiguo del cementerio de Manaos bajo los aguaceros de octubre, donde chapaleaban los tapires entre túmulos sin nombres y mausoleos de aventu­reros con vitrales florentinos. Una mañana, siendo muy niña, el Amazonas desbordado amaneció con­vertido en una ciénaga nauseabunda, y ella había visto los ataúdes rotos flotando en el patio de su casa con pedazos de trapos y cabellos de muertos en las grietas. Aquel recuerdo era la causa de que hubiera elegido el cerro de Montjuich para descan­sar en paz, y no el pequeño cementerio de San Ger­vasio, tan cercano y familiar.

— Quiero un lugar donde nunca lleguen las aguas — dijo.

— Pues aquí es — dijo el vendedor, indicando el sitio en el mapa con un puntero extensible que lle­vaba en el bolsillo como una estilográfica de ace­ro—   No hay mar que suba tanto.

Ella se orientó en el tablero de colores hasta encontrar la entrada principal, donde estaban las tres tumbas contiguas, idénticas y sin nombres donde yacían Buenaventura Durruti y otros dos dirigentes anarquistas muertos en la Guerra Civil. Todas las noches alguien escribía los nombres sobre las lápidas en blanco. Los escribían con lápiz, con pintura, con carbón, con creyón de cejas o esmalte de uñas, con todas sus letras y en el orden correcto, y todas las mañanas los celadores los borraban para que nadie supiera quién era quién bajo los mármoles mudos. María dos Prazeres había asistido al entierro de Du­rruti, el más triste y tumultuoso de cuantos hubo jamás en Barcelona, y quería reposar cerca de su tumba. Pero no había ninguna disponible en el vasto panteón sobrepoblado. De modo que se resignó a lo posible. «Con la condición — dijo—  de que no me vayan a meter en una de esas gavetas de cinco años donde una queda como en el correo». Luego, recordando de pronto el requisito esencial, concluyó:

— Y sobre todo, que me entierren acostada.

En efecto, como réplica a la ruidosa promoción de tumbas vendidas con cuotas anticipadas, circula­ba el rumor de que se estaban haciendo enterramien­tos verticales para economizar espacio. El vendedor explicó, con la precisión de un discurso aprendido de memoria, y muchas veces repetido, que esa ver­sión era un infundio perverso de las empresas fune­rarias tradicionales para desacreditar la novedosa promoción de las tumbas a plazos. Mientras lo ex­plicaba llamaron a la puerta con tres golpecitos dis­cretos, y él hizo una pausa incierta, pero María dos Prazeres le indicó que siguiera.

— No se preocupe — dijo en voz muy baja—. Es el Noi.

El vendedor retomó el hilo, y María dos Prazeres quedó satisfecha con la explicación. Sin embar­go, antes de abrir la puerta quiso hacer una síntesis final de un pensamiento que había madurado en su corazón durante muchos años, y hasta en sus por­menores más íntimos, desde la legendaria creciente de Manaos.

— Lo que quiero decir — dijo—  es que busco un lugar donde esté acostada bajo la tierra, sin riesgos de inundaciones y si es posible a la sombra de los árboles en verano, y donde no me vayan a sacar después de cierto tiempo para tirarme en la basura.

Abrió la puerta de la calle y entró un perrito de aguas empapado por la llovizna, y con un talante de perdulario que no tenía nada que ver con el resto de la casa. Regresaba del paseo matinal por el ve­cindario, y al entrar padeció un arrebato de alboro­zo. Saltó sobre la mesa ladrando sin sentido y estu­vo a punto de estropear el plano del cementerio con las patas sucias de barro. Una sola mirada de la due­ña bastó para moderar sus ímpetus.

— ¡Noi! — le dijo sin gritar—. ¡Baixa d'ací!

El animal se encogió, la miró asustado, y un par de lágrimas nítidas resbalaron por su hocico. Enton­ces María dos Prazeres volvió a ocuparse del vende­dor, y lo encontró perplejo.

— ¡Collons!, — exclamó él—. ¡Ha llorado!

— Es que está alborotado por encontrar alguien aquí a esta hora — lo disculpó María dos Prazeres en voz baja—. En general, entra en la casa con más cuidado que los hombres. Salvo tú, como ya he visto.

— ¡Pero ha llorado, cono! — repitió el vendedor y enseguida cayó en la cuenta de su incorrección y se excusó ruborizado—: Usted perdone, pero es que esto no se ha visto ni en el cine.

— Todos los perros pueden hacerlo si los ense­ñan — dijo ella—. Lo que pasa es que los dueños se pasan la vida educándolos con hábitos que los hacen sufrir, como comer en platos o hacer sus porquerías a sus horas y en el mismo sitio. Y en cambio no les enseñan las cosas naturales que les gustan, como reír y llorar. ¿Por dónde íbamos?

Faltaba muy poco. María dos Prazeres tuvo que resignarse también a los veranos sin árboles, porque los únicos que había en el cementerio tenían las som­bras reservadas para los jerarcas del régimen. En cambio, las condiciones y las fórmulas del contrato eran superfluas, porque ella quería beneficiarse del descuento por el pago anticipado y en efectivo.

Sólo cuando habían terminado, y mientras guar­daba otra vez los papeles en la cartera, el vendedor examinó la casa con una mirada consciente y lo es­tremeció el aliento mágico de su belleza. Volvió a mirar a María dos Prazeres como si fuera por pri­mera vez.

— ¿Puedo hacerle una pregunta indiscreta? — preguntó él.

Ella lo dirigió hacia la puerta.

— Por supuesto — le dijo—, siempre que no sea la edad.

— Tengo la manía de adivinar el oficio de la gente  por las cosas que hay en su casa, y la verdad es que aquí no acierto — dijo él—. ¿Qué hace usted? María dos Prazeres le contestó muerta de risa:

— Soy puta, hijo. ¿O es que ya no se me nota? El vendedor enrojeció.

— Lo siento.

— Más debía sentirlo yo — dijo ella, tomándolo del brazo para impedir que se descalabrara contra la puerta—. ¡Y ten cuidado! No te rompas la crisma antes de dejarme bien enterrada.

Tan pronto como cerró la puerta cargó el perrito y empezó a mimarlo, y se sumó con su hermosa voz africana a los coros infantiles que en aquel momento empezaron a oírse en el parvulario vecino. Tres me­ses antes había tenido en sueños la revelación de que iba a morir, y desde entonces se sintió más ligada que nunca a aquella criatura de su soledad. Había previsto con tanto cuidado la repartición póstuma de sus cosas y el destino de su cuerpo, que en ese instante hubiera podido morirse sin estorbar a na­die. Se había retirado por voluntad propia con una fortuna atesorada piedra sobre piedra pero sin sacri­ficios demasiado amargos, y había escogido como refugio final el muy antiguo y noble pueblo de Gra­cia, ya digerido por la expansión de la ciudad. Había comprado el entresuelo en ruinas, siempre oloroso a arenques ahumados, cuyas paredes carcomidas por el salitre conservaban todavía los impactos de algún combate sin gloria. No había portero, y en las es­caleras húmedas y tenebrosas faltaban algunos pel­daños, aunque todos los pisos estaban ocupados. María dos Prazeres hizo renovar el baño y la cocina, forró las paredes con colgaduras de colores alegres y puso vidrios biselados y cortinas de terciopelo en las ventanas. Por último llevó los muebles primoro­sos, las cosas de servicio y decoración y los arcenes de sedas y brocados que los fascistas robaban de las residencias abandonadas por los republicanos en la estampida de la derrota, y que ella había ido com­prando poco a poco, durante muchos años, a pre­cios de ocasión y en remates secretos. El único vín­culo que le quedó con el pasado fue su amistad con el conde de Cardona, que siguió visitándola el últi­mo viernes de cada mes para cenar con ella y hacer un lánguido amor de sobremesa. Pero aun aquella amistad de la juventud se mantuvo en reserva, pues el conde dejaba el automóvil con sus insignias he­ráldicas a una distancia más que prudente, y se llegaba hasta su entresuelo caminando por la sombra, tanto por proteger la honra de ella como la suya propia. María dos Prazeres no conocía a nadie en el edificio, salvo en la puerta de enfrente, donde vivía desde hacía poco una pareja muy joven con una niña de nueve años. Le parecía increíble, pero era cierto, que nunca se hubiera cruzado con nadie más en las escaleras.

Sin embargo, la repartición de su herencia le de­mostró que estaba más implantada de lo que ella misma suponía en aquella comunidad de catalanes crudos cuya honra nacional se fundaba en el pudor. Hasta las baratijas más insignificantes las había re­partido entre la gente que estaba más cerca de su corazón, que era la que estaba más cerca de su casa. Al final no se sentía muy convencida de haber sido justa, pero en cambio estaba segura de no haberse olvidado de nadie que no lo mereciera. Fue un acto preparado con tanto rigor que el notario de la calle del Árbol, que se preciaba de haberlo visto todo, no podía darle crédito a sus ojos cuando la vio dictando de memoria a sus amanuenses la lista minuciosa de sus bienes, con el nombre preciso de cada cosa en catalán medieval, y la lista completa de los herederos con sus oficios y direcciones, y el lugar que ocupa­ban en su corazón.

Después de la visita del vendedor de entierros terminó por convertirse en uno más de los numero­sos visitantes dominicales del cementerio. Al igual que sus vecinos de tumba sembró flores de cuatro estaciones en los canteros, regaba el césped recién nacido y lo igualaba con tijera de podar hasta dejar­lo como las alfombras de la alcaldía, y se familiarizó tanto con el lugar que terminó por no entender cómo fue que al principio le pareció tan desolado.

En su primera visita, el corazón le había dado un salto cuando vio junto al portal las tres tumbas sin nombres, pero no se detuvo siquiera a mirarlas, porque a pocos pasos de ella estaba el vigilante in­somne. Pero el tercer domingo aprovechó un des­cuido para cumplir uno más de sus grandes sueños, y con el carmín de labios escribió en la primera lá­pida lavada por la lluvia: Durruú. Desde entonces, siempre que pudo volvió a hacerlo, a veces en una tumba, en dos o en las tres, y siempre con el pulso firme y el corazón alborotado por la nostalgia.

Un domingo de fines de septiembre presenció el primer entierro en la colina. Tres semanas después, una tarde de vientos helados, enterraron a una joven recién casada en la tumba vecina de la suya. A fin de año, siete parcelas estaban ocupadas, pero el in­vierno efímero pasó sin alterarla. No sentía malestar alguno, y a medida que aumentaba el calor y entraba el ruido torrencial de la vida por las ventanas abier­tas se encontraba con más ánimos para sobrevivir a los enigmas de sus sueños. El conde de Cardona que pasaba en la montaña los meses de más calor la encontró a su regreso más atractiva aún que en su sorprendente juventud de los cincuenta años.

Al cabo de muchas tentativas frustradas, María dos Prazeres consiguió que Noi distinguiera su tum­ba en la extensa colina de tumbas iguales. Luego se empeñó en enseñarlo a llorar sobre la sepultura va­cía para que siguiera haciéndolo por costumbre des­pués de su muerte. Lo llevó varias veces a pie desde su casa hasta el cementerio, indicándole puntos de referencia para que memorizara la ruta del autobús de las Ramblas, hasta que lo sintió bastante diestro para mandarlo solo.

El domingo del ensayo final, a las tres de la tar­de, le quitó el chaleco de primavera, en parte porque el verano era inminente y en parte para que llamara menos la atención, y lo dejó a su albedrío. Lo vio alejarse por la acera de sombra con un trote ligero y el culito apretado y triste bajo la cola alborotada, y logró a duras penas reprimir los deseos de llorar, por ella y por él, y por tantos y tan amargos años de ilusiones comunes, hasta que lo vio doblar hacia el mar por la esquina de la Calle Mayor. Quince minutos más tarde subió en el  autobús de las Ram­blas en la vecina Plaza de Lesseps, tratando de verlo sin ser vista desde la ventana, y en efecto lo vio entre las parvadas de niños dominicales, lejano y serio, esperando el cambio del semáforo de peatones del Paseo de Gracia.

«Dios mío», suspiró.

«Qué solo se ve».

Tuvo que esperarlo casi dos horas bajo el sol brutal de Montjuich. Saludó a varios dolientes de otros domingos menos memorables, aunque apenas sí los reconoció, pues había pasado tanto tiempo desde que los vio por primera vez, que ya no lleva­ban ropas de luto, ni lloraban, y ponían las flores sobre las tumbas sin pensar en sus muertos. Poco después, cuando se fueron todos, oyó un bramido lúgubre que espantó a las gaviotas, y vio en el mar inmenso un trasatlántico blanco con la bandera del Brasil, y deseó con toda su alma que le trajera una carta de alguien que hubiera muerto por ella en la cárcel de Pernambuco. Poco después de las cinco, con doce minutos de adelanto, apareció el Noi en la colina, babeando de fatiga y de calor, pero con unas ínfulas de niño triunfal. En aquel instante, María dos Prazeres superó el terror de no tener a nadie que llorara sobre su tumba.

Fue en el otoño siguiente cuando empezó a per­cibir signos aciagos que no lograba descifrar, pero que le aumentaron el peso del corazón. Volvió a tomar el café bajo las acacias doradas de la Plaza del Reloj con el abrigo de cuello de colas de zorros y el sombrero con adorno de flores artificiales que de tanto ser antiguo había vuelto a ponerse de moda. Agudizó el instinto. Tratando de explicarse su propia ansiedad escudriñó la cháchara de las vendedoras de pájaros de las Ramblas, los susurros de los hombres en los puestos de libros que por primera vez muchos años no hablaban de fútbol, los hondos vicios de los lisiados de guerra que les echaban ajas de pan a las palomas, y en todas partes en­tró señales inequívocas de la muerte. En Navidad se encendieron las luces de colores entre las acacias, y salían músicas y voces de júbilo por los balcon­es, y una muchedumbre de turistas ajenos a nuestro destino invadieron los cafés al aire libre, pero dentro de la fiesta se sentía la misma tensión reprimida que precedió a los tiempos en que los anarquistas se hicieron dueños de la calle. María dos Prazeres, que había vivido aquella época de grandes pasiones, no conseguía dominar la inquietud, y por primera vez fue despertada en mitad del sueño por zarpazos de pavor. Una noche, agentes de la Seguridad del Estado asesinaron a tiros frente a su ventana un estudiante que había escrito a brocha gorda en el muro: Visca Catalunya lliure.

¡Dios mío — se dijo asombrada—  es como si todo se estuviera muriendo conmigo!»

Sólo había conocido una ansiedad semejante siendo muy niña en Manaos, un minuto antes del amanecer, cuando los ruidos numerosos de la noche cesaban de pronto, las aguas se detenían, el tiempo titubeaba, y la selva amazónica se sumergía en un silenció abismal que sólo podía ser igual al de la muerte. En medio de aquella tensión irresistible, el 10 viernes de abril, como siempre, el conde de Cardona fue a cenar en su casa.

La visita se había convertido en un rito. El conde llegaba puntual entre las siete y las nueve de la no­che con una botella de champaña del país envuelta en el periódico de la tarde para que se notara menos, y una caja de trufas rellenas. María dos Prazeres le preparaba canelones gratinados y un pollo tierno en su jugo, que eran los platos favoritos de los catala­nes de alcurnia de sus buenos tiempos, y una fuente surtida de frutas de la estación. Mientras ella hacía la cocina, el conde escuchaba en el gramófono frag­mentos de óperas italianas en versiones históricas, tomando a sorbos lentos una copita de oporto que le duraba hasta el final de los discos.

Después de la cena, larga y bien conversada, ha­cían de memoria un amor sedentario que les dejaba a ambos un sedimento de desastre. Antes de irse, siempre azorado por la inminencia de la media no­che, el conde dejaba veinticinco pesetas debajo del cenicero del dormitorio. Ese era el precio de María dos Prazeres cuando él la conoció en un hotel de paso del Paralelo, y era lo único que el óxido del tiempo había dejado intacto.

Ninguno de los dos se había preguntado nunca en qué se fundaba esa amistad. María dos Prazeres le debía a él algunos favores fáciles. Él le daba con­sejos oportunos para el buen manejo de sus ahorros, le había enseñado a distinguir el valor real de sus reliquias, y el modo de tenerlas para que no se des­cubriera que eran cosas robadas. Pero sobre todo, fue él quien le indicó el camino de una vejez decente en el barrio de Gracia, cuando en su burdel de toda la vida la declararon demasiado usada para los gus­tos modernos, y quisieron mandarla a una casa de jubiladas clandestinas que por cinco pesetas les enseñaban a hacer el amor a los niños. Ella le había contado al conde que su madre la vendió a los ca­torce años en el puerto de Manaos, y que el primer oficial de un barco turco la disfrutó sin piedad durante la travesía del Atlántico, y luego la dejó abandonada sin dinero, sin idioma y sin nombre, en la ciénaga de luces del Paralelo. Ambos eran conscientes de tener tan pocas cosas en común que nunca se sentían más solos que cuando estaban juntos, pero ninguno de los dos se había atrevido a lastimar los cantos de la costumbre. Necesitaron de una conmoción nacional para darse cuenta, ambos al mismo tiempo, de cuánto se habían odiado, y con cuánta ternura, durante tantos años.

Fue una deflagración. El conde de Cardona estaba escuchando el dueto de amor de La Bohéme, cantado por Licia Albanese y Bemamino Gigli, cuando le llegó una ráfaga casual de las noticias de radio que María dos Prazeres escuchaba en la cocina. Se acercó en puntillas y también él escuchó. El general Francisco Franco, dictador eterno de España, había asumido la responsabilidad de decidir el destino final de tres separatistas vascos que acababan de ser condenados a muerte. El conde exhaló un suspiro alivio.

— Entonces los fusilarán sin remedio — dijo—, porque el Caudillo es un hombre justo.

María dos Prazeres fijó en él sus ardientes ojos de cobra real, y vio sus pupilas sin pasión detrás de las antiparras de oro, los dientes de rapiña, las manos híbridas de animal acostumbrado a la humedad y las tinieblas. Tal como era.

— Pues ruégale a Dios que no — dijo—, porque con uno solo que fusilen yo te echaré veneno en la sopa.

El Conde se asustó.

— ¿Y eso por qué?

— Porque yo también soy una puta justa.

El conde de Cardona no volvió jamás, y María dos Prazeres tuvo la certidumbre de que el último ciclo de su vida acababa de cerrarse. Hasta hacía poco, en efecto, le indignaba que le cedieran el asien­to en los autobuses, que trataran de ayudarla a cru­zar la calle, que la tomaran del brazo para subir las escaleras, pero había terminado no sólo por admi­tirlo sino inclusive por desearlo como una necesidad detestable. Entonces mandó a hacer una lápida de anarquista, sin nombre ni fechas, y empezó a dormir sin pasar los cerrojos de la puerta para que el Noi pudiera salir con la noticia si ella muriera durante el sueño.

Un domingo, al entrar en su casa de regreso del cementerio, se encontró en el rellano de la escalera con la niña que vivía en la puerta de enfrente. La acompañó varias cuadras, hablándole de todo con un candor de abuela, mientras la veía retozar con el Noi como viejos amigos. En la Plaza del Diamante, tal como lo tenía previsto, la invitó a un helado.

— ¿Te gustan los perros? — le preguntó.

— Me encantan — dijo la niña. Entonces María dos Prazeres le hizo la propues­ta que tenía preparada desde hacía mucho tiempo.

— Si alguna vez me sucediera algo, hazte cargo del Noi — le dijo—  con la única condición de que lo dejes libre los domingos sin preocuparte de nada Él sabrá lo que hace.

La niña quedó feliz. María dos Prazeres, a su vez, regresó a casa con el júbilo de haber vivido un sueño madurado durante años en su corazón. Sin embargo, no fue por el cansancio de la vejez ni por la demora de la muerte que aquel sueño no se cum­plió. Ni siquiera fue una decisión propia. La vida la había tomado por ella una tarde glacial de noviem­bre en que se precipitó una tormenta súbita cuando salía del cementerio. Había escrito los nombres en las tres lápidas y bajaba a pie hacia la estación de autobuses cuando quedó empapada por completo por las primeras ráfagas de lluvia. Apenas sí tuvo tiempo de guarecerse en los portales de un barrio desierto que parecía de otra ciudad, con bodegas en ruinas y fábricas polvorientas, y enormes furgones de carga que hacían más pavoroso el estrépito de la tormenta. Mientras trataba de calentar con su cuer­po el perrito ensopado, María dos Prazeres veía pa­sar los autobuses repletos, veía pasar los taxis vacíos con la bandera apagada, pero nadie prestaba aten­ción a sus señas de náufrago. De pronto, cuando ya parecía imposible hasta un milagro, un automóvil suntuoso de color del acero crepuscular pasó casi sin ruido por la calle inundada, se paró de golpe en la esquina y regresó en reversa hasta donde ella estaba. Los cristales descendieron por un soplo mágico, y el conductor se ofreció para llevarla.

— Voy muy lejos — dijo María dos Prazeres con sinceridad—. Pero me haría un gran favor si me acer­ca un poco.

— Dígame adonde va — insistió él.

— A Gracia — dijo ella. s La puerta se abrió sin tocarla.

— Es mi rumbo — dijo él—. Suba. ' En el interior oloroso a medicina refrigerada, la lluvia se convirtió en un percance irreal, la ciudad cambió de color, y ella se sintió en un mundo ajeno y feliz donde todo estaba resuelto de antemano. El conductor se abría paso a través del desorden del tránsito con una fluidez que tenía algo de magia. María dos Prazeres estaba intimidada, no sólo por su propia miseria sino también por la del perrito de lástima que dormía en su regazo.

— Esto es un trasatlántico — dijo, porque sintió que tenía que decir algo digno—  Nunca había visto nada igual, ni siquiera en sueños.

— En realidad, lo único malo que tiene es que no es mío — dijo él, en un catalán difícil, y después de una pausa agregó en castellano—: El sueldo de toda la vida no me alcanzaría para comprarlo.

— Me lo imagino — suspiró ella.

Lo examinó de soslayo, iluminado de verde por el resplandor del tablero de mandos, y vio que era casi un adolescente, con el cabello rizado y corto, y un perfil de bronce romano. Pensó que no era bello, pero que tenía un encanto distinto, que le sentaba muy bien la chaqueta de cuero barato gastada por el uso, y que su madre debía ser muy feliz cuando lo sentía volver a casa. Sólo por sus manos de labriego se podía creer que de veras no era el dueño del automóvil.

No volvieron a hablar en todo el trayecto, pero también María dos Prazeres se sintió examinada de soslayo varias veces, y una vez más se dolió de se­guir viva a su edad. Se sintió fea y compadecida, con la pañoleta de cocina que se había puesto en la ca­beza de cualquier modo cuando empezó a llover, y el deplorable abrigo de otoño que no se le había ocurrido cambiar por estar pensando en la muerte.

Cuando llegaron al barrio de Gracia había em­pezado a escampar, era de noche y estaban encen­didas las luces de la calle. María dos Prazeres le in­dicó a su conductor que la dejara en una esquina cercana, pero él insistió en llevarla hasta la puerta de la casa, y no sólo lo hizo sino que estacionó sobre el andén para que pudiera descender sin mo­jarse. Ella soltó el perrito, trató de salir del automó­vil con tanta dignidad como el cuerpo se lo permi­tiera, y cuando se volvió para dar las gracias se en­contró con una mirada de hombre que la dejó sin aliento. La sostuvo por un instante, sin entender muy bien quién esperaba qué, ni de quién, y entonces él le pregunto con una voz resuelta:

— ¿Subo?

María dos Prazeres se sintió humillada.

— Le agradezco mucho el favor de traerme — dijo—, pero no le permito que se burle de mí.

— No tengo ningún motivo para burlarme de na­die — dijo él en castellano con una seriedad termi­nante—. Y mucho menos de una mujer como usted.

María dos Prazeres había conocido muchos hombres como ése, había salvado del suicidio a muchos otros más atrevidos que ése, pero nunca en su larga vida había tenido tanto miedo de decidir. Lo oyó insistir sin el menor indicio de cambio en la voz:

— ¿Subo?

Ella se alejó sin cerrar la puerta del automóvil, y le contestó en castellano para estar segura de ser entendida.

— Haga lo que quiera.

Entró en el zaguán apenas iluminado por el res­plandor oblicuo de la calle, y empezó a subir el pri­mer tramo de la escalera con las rodillas trémulas, sofocada por un pavor que sólo hubiera creído po­sible en el momento de morir. Cuando se detuvo frente a la puerta del entresuelo, temblando de an­siedad por encontrar las llaves en el bolsillo, oyó los dos portazos sucesivos del automóvil en la calle. Noi, que se le había adelantado, trató de ladrar. «Cálla­te», le ordenó con un susurro agónico. Casi ense­guida sintió los primeros pasos en los peldaños suel­tos de la escalera y temió que se le fuera a reventar el corazón. En una fracción de segundo volvió a examinar por completo el sueño premonitorio que le había cambiado la vida durante tres años, y com­prendió el error de su interpretación.

«Dios mío», se dijo asombrada. «¡De modo que no era la muerte!»

Encontró por fin la cerradura, oyendo los pasos contados en la oscuridad, oyendo la respiración cre­ciente de alguien que se acercaba tan asustado como ella en la oscuridad, y entonces comprendió que ha­bía valido la pena esperar tantos y tantos años, y haber sufrido tanto en la oscuridad, aunque sólo hu­biera sido para vivir aquel instante.

 

Mayo 1979.

 


 

 

 

 

DIECISIETE INGLESES ENVENENADOS

 

 

Lo primero que notó la señora Prudencia Linero cuando llegó al puerto de Nápoles, fue que tenía el mismo olor del puerto de Riohacha. No se lo contó a nadie, por supuesto, pues nadie lo hubiera enten­dido en aquel trasatlántico senil atiborrado de ita­lianos de Buenos Aires que volvían a la patria por primera vez después de la guerra, pero de todos mo­dos se sintió menos sola, menos asustada y distante, a los setenta y dos años de su edad y a dieciocho días de mala mar de su gente y de su casa.

Desde el amanecer se habían visto las luces de tierra. Los pasajeros se levantaron más temprano que siempre, vestidos con ropas nuevas y con el corazón oprimido por la incertidumbre del desembarco, de modo que aquél último domingo de a bordo pareció ser el único de verdad en todo el viaje. La señora Prudencia Linero fue una de las muy pocas que asis­tieron a la misa. A diferencia de los días anteriores en que andaba por el barco vestida de medio luto, se había puesto para desembarcar una túnica parda de lienzo basto con el  cordón de San Francisco en la cintura, y unas sandalias de cuero crudo que sol por ser demasiado nuevas no parecían de peregrino Era un pago adelantado: había prometido a Dios llevar ese hábito talar hasta la muerte si le concedía la gracia de viajar a Roma para ver al Sumo Pontí­fice, y ya daba la gracia por concedida. Al final de la misa encendió una vela al Espíritu Santo por el valor que le infundió para soportar los temporales del Caribe, y rezó una oración por cada uno de los nueve hijos y los catorce nietos que en aquel mo­mento soñaban con ella en la noche de vientos de Riohacha.

Cuando subió a cubierta después del desayuno, la vida del barco había cambiado. Los equipajes es­taban amontonados en la sala de baile, entre toda clase de objetos para turistas comprados por los ita­lianos en los mercados de magia de las Antillas, y en el mostrador de la cantina había un macaco de Pernambuco dentro de una jaula de encajes de hie­rro. Era una mañana radiante de principios de agos­to. Un domingo ejemplar de aquellos veranos de después de la guerra en que la luz se comportaba como una revelación de cada día, y el barco enorme se movía muy despacio, con resuellos de enfermo, por un estanque diáfano. La fortaleza tenebrosa de los duques de Anjou apenas si empezaba a vislum­brarse en el horizonte, pero los pasajeros asomados a la borda creían reconocer los sitios familiares, y los señalaban sin verlos a ciencia cierta, gritando de júbilo en dialectos meridionales. La señora Pruden­cia Linero, que había hecho tantos amigos viejos a bordo, que había cuidado niños mientras sus padres bailaban y hasta le había cosido un botón de la gue­rrera al primer oficial, los encontró de pronto ajenos distintos. El espíritu social y el calor humano que le permitieron sobrevivir a las primeras nostalgias en el sopor del trópico, habían desaparecido. Los amo­res eternos de altamar terminaban a la vista del puer­to. La señora Prudencia Linero, que no conocía la naturaleza voluble de los italianos, pensó que el mal no estaba en el corazón de los otros sino en el suyo, por ser ella la única que iba entre la muchedumbre que regresaba. Así deben ser todos los viajes, pensó, padeciendo por primera vez en su vida la punzada de ser forastera, mientras contemplaba desde la bor­da los vestigios de tantos mundos extinguidos en el fondo del agua. De pronto, una muchacha muy be­lla que estaba a su lado la asustó con un grito de horror.

— Mamma mía — dijo, señalando el fondo—. Mi­ren ahí.

Era un ahogado. La señora Prudencia Linero lo vio flotando bocarriba entre dos aguas, y era un hombre maduro y calvo con una rara prestancia na­tural, y sus ojos abiertos y alegres tenían el mismo color del cielo al amanecer. Llevaba un traje de eti­queta con chaleco de brocado, botines de charol y una gardenia viva en la solapa. En la mano derecha tenía un paquetito cúbico envuelto en papel de re­galo, y los dedos de hierro lívido estaban agarrota­dos en la cinta del lazo, que era lo único que en­contró para agarrarse en el instante de morir.

— Debió caerse de una boda — dijo un oficial del barco—. Sucede mucho en verano por estas aguas.

Fue una visión instantánea, porque entonces estaban entrando en la bahía y otros motivos menos lúgubres distrajeron la atención de los pasajeros.

Pero la señora Prudencia Linero siguió pensando en el ahogado, el pobrecito ahogado, cuya levita de faldones ondulaba en la estela del barco.

Tan pronto como entró en la bahía, un remolcador decrépito salió al encuentro del barco y se lo llevó de cabestro por entre los escombros de numerosas naves militares destruidas durante la guerra. El agua se iba convirtiendo en aceite a medida que el barco se abría paso entre los escombros oxidados, y el calor se hizo aun mas bravo que el de Riohacha a las dos de la tarde. Al otro lado del desfiladero, radiante en el sol de las once, apareció de pronto la ciudad completa de palacios quiméricos y viejas barracas de colores apelotonados en las colinas. Del fondo removido se levantó entonces una tufarada insoportable que la señora Prudencia Linares reconoció como el aliento de cangrejos podridos del patio de su casa.

Mientras duró la maniobra los pasajeros reconocían a sus parientes con aspavientos de gozo en el tumulto del mueble. La mayoría eran patronas otoñales de pechugas flamantes, sofocadas dentro de los trajes de luto, con los niños mas bellos y numerosos de la tierra, maridos pequeños y diligentes, del genero inmortal de los que leen el periódico después que sus esposas y se visten de escribanos estrictos a pesar del calor.

En medio de aquella algarabía de feria, un hombre muy viejo de aspecto inconsolable, sobretodo de mendigo, se sacaba a dos manos de los bolsillos puñados y puñados de pollitos tiernos. En un instante llenaron el muelle, piando enloquecidos por todas las partes, y solo por ser animales de magia había muchos que seguían corriendo vivos después de ser pisoteados por la muchedumbre ajena al prodigio. El mago había puesto su sombrero bocarriba en el piso, pero nadie le tiró desde la borda ni una moneda de calidad.

Fascinada por el espectáculo de maravilla que parecía ejecutado en su honor, pues sólo ella lo agradecía, la señora Prudencia Lineros no se dio cuenta de en que momento tendieron la  pasarela, y una avalancha humana invadió el barco con los aullidos y el ímpetu de un abordaje de bucaneros. Aturdida por el jubilo del tufo de cebollas rancias de tantas familias en verano, vapuleada por las cuadrillas de cargadores que se disputaban a golpes los equipajes, se sintió amenazada por la misma muerte sin gloria de los políticos en el muelle. Entonces se sentó sobre su baúl de madera con esquinas de latón pintado, y permaneció impávida rezando en un circulo vicioso de oraciones contra las tentaciones y peligros en tierras de infieles. Allí la encontró el primer oficial cuando paso el cataclismo y no quedo nadie mas que ella en el salón desmantelado.

­ Nadie debe estar aquí a esta hora - le dijo el oficial con cierta amabilidad-.

¿  Puedo ayudarla en algo ?

Tengo que esperar al cónsul - dijo ella.

Así era. Dos días antes de zarpar, su hijo mayor le había mandado un telegrama al cónsul en Nápoles,  que era amigo suyo, para rogarle que la esperara en el puerto y la ayudara en los trámites para seguir a Roma. Le había mandado el nombre del barco y la hora de llegada, y le indicó además que podía reconocerla por el hábito de San Francisco que se pondría para desembarcar. Ella se mostró tan estric­ta en sus leyes, que el primer oficial le permitió es­perar un rato más, a pesar de que iba a ser la hora en que almorzaba la tripulación y habían subido las sillas sobre las mesas y estaban lavando las cubiertas a baldazos. Varias veces tuvieron que mover el baúl para no mojarlo, pero ella cambiaba de lugar sin inmutarse, sin interrumpir las oraciones, hasta que la sacaron de las salas de recreo y terminó sentada a pleno sol entre los botes de salvamento. Allí vol­vió a encontrarla el primer oficial un poco antes de las dos de la tarde, ahogándose en sudor dentro de la escafandra de penitente, y rezando un rosario sin esperanzas, porque estaba aterrorizada y triste y so­portaba a duras penas las ganas de llorar.

— Es inútil que siga rezando — dijo el oficial, sin la amabilidad de la primera vez—. Hasta Dios se va de vacaciones en agosto.

Le explicó que media Italia estaba en la playa por esa época, sobre todo los domingos. Era proba­ble que el cónsul no estuviera de vacaciones, por la índole de su cargo, pero con seguridad no abriría la oficina hasta el lunes. Lo único razonable era ir a un hotel, descansar tranquila esa noche, y al día si­guiente llamar por teléfono al consulado, cuyo nu­mero estaba sin duda en el directorio. De modo que la señora Prudencia Linero tuvo que conformarse con ese criterio, y el oficial la ayudó en los trámites ¿e inmigración y aduana y del cambio de dinero, y la puso dentro de un taxi con la indicación azarosa je que la llevaran a un hotel decente.

El taxi decrépito con rezagos de carroza fúnebre avanzaba dando tumbos por las calles desiertas. La señora Prudencia Linero pensó por un instante que el conductor y ella eran los únicos seres vivos en una ciudad de fantasmas colgados en alambres en medio de la calle, pero también pensó que un hom­bre que hablaba tanto, y con tanta pasión, no podía tener tiempo para hacerle daño a una pobre mujer sola que había desafiado los riesgos del océano para ver al Papa.

Al final del laberinto de calles volvía a verse el mar. El taxi siguió dando tumbos a lo largo de una playa ardiente y solitaria donde había numerosos ho­teles pequeños de colores intensos. Pero no se de­tuvo en ninguno de ellos sino que fue directo al menos vistoso, situado en un jardín público con grandes palmeras y bancos verdes. El chofer puso el baúl en la acera sombreada y, ante la incertidumbre de la señora Prudencia Linero, le aseguró que aquel era el hotel más decente de Nápoles.

Un maletero hermoso y amable se echó el baúl al hombro y se hizo cargo de ella. La condujo hasta el ascensor de redes metálicas improvisado en el hue­co de la escalera, y empezó a cantar un aria de Puccini a plena voz y con una determinación alar­mante. Era un vetusto edificio de nueve pisos res­taurados, en cada uno de los cuales había un hotel diferente. La señora Prudencia Linero se sintió de pronto en un instante alucinado, metida en una jaula de gallinas que subía muy despacio por el centro de una escalera de mármoles estentóreos, y sorprendía a la gente dentro de las casas con sus dudas más íntimas, con sus calzoncillos rotos y sus eructos áci­dos. En el tercer piso el ascensor se detuvo con un sobresalto, y entonces el maletero dejó de cantar abrió la puerta de rombos plegadizos y le indicó a la señora Prudencia Linero, con una reverencia ga­lante, que estaba en su casa.

Ella vio un adolescente lánguido detrás de un mostrador de madera con incrustaciones de vidrios de colores en el vestíbulo y plantas de sombra en macetas de cobre. Le gustó de inmediato, porque tenía los mismos bucles de serafín de su nieto me­nor. Le gustó el nombre del hotel con las letras gra­badas en una placa de bronce, le gustó el olor de ácido fénico, le gustaron los helechos colgados, el silencio, las lises de oro del papel de las paredes. Después dio un paso fuera del ascensor, y el cora­zón se le encogió. Un grupo de turistas ingleses de pantalones cortos y sandalias de playa dormitaban en una larga fila de poltronas de espera. Eran dieci­siete, y estaban sentados en un orden simétrico, como si fueran uno solo muchas veces repetido en una galería de espejos. La señora Prudencia Linero los vio sin distinguirlos, con un solo golpe de vista, y lo único que le impresionó fue la larga hilera de rodillas rosadas, que parecían presas de cerdo col­gadas en los ganchos de una carnicería. No dio un paso más hacia el mostrador, sino que retrocedió sobrecogida y entró de nuevo en el ascensor.

—Vamos a otro piso — dijo.

—Este es el único que tiene comedor, signara—dijo el cargador.

—No importa — dijo ella.

El cargador hizo un gesto de conformidad, cerró el ascensor, y cantó el pedazo que le faltaba de la canción hasta el hotel del quinto piso. Allí todo pa­recía menos estricto, y la dueña era una matrona primaveral que hablaba un castellano fácil, y nadie hacía la siesta en las poltronas del vestíbulo. No había comedor, en efecto, pero el hotel tenía un acuerdo con una fonda cercana para que sirviera a los clientes por un precio especial. De modo que la señora Prudencia Linero decidió que sí, que se que­daba por una noche, tan convencida por la elocuen­cia y la simpatía de la dueña como por el alivio de que no hubiera ningún inglés de rodillas rosadas dur­miendo en el vestíbulo.

El dormitorio tenía las persianas cerradas a las dos de la tarde, y la penumbra conservaba la fres­cura y el silencio de una floresta recóndita, y era bueno para llorar. No bien se quedó sola, la señora Prudencia Linero pasó los dos cerrojos, y orinó por primera vez desde la mañana con un desagüe tenue y difícil que le permitió recobrar su identidad per­dida durante el viaje. Después se quitó las sandalias y el cordón del hábito y se tendió del lado del co­razón sobre la cama matrimonial demasiado ancha y demasiado sola para ella sola, y soltó el otro ma­nantial de sus lágrimas atrasadas.

No sólo era la primera vez que salía de Riohacha, sino una de las pocas en que salió de su casa después de que sus hijos se casaron y se fueron, y ella se quedó sola con dos indias descalzas cuidando del cuerpo sin alma de su esposo. Se le acabó la mitad de la vida en el dormitorio frente a los es­combros del único hombre que había amado, y que permaneció en el letargo durante casi treinta años, tendido en la cama de sus amores juveniles sobre un colchón de cueros de chivo.

En el octubre pasado, el enfermo abrió los ojos en una ráfaga súbita de lucidez, reconoció a su gente y pidió que llamaran un fotógrafo. Llevaron al viejo del parque con el enorme aparato de fuelle y manga negra, y el platón de magnesio para las fotos do­mésticas. El mismo enfermo dirigió las fotos. «Una para Prudencia, por el amor y la felicidad que me dio en la vida», dijo. La tomaron con el primer fo­gonazo de magnesio. «Ahora otras dos para mis hi­jas adoradas, Prudencita y Natalia», dijo. Las toma­ron. «Otras dos para mis hijos varones, ejemplos de la familia por su cariño y su buen juicio», dijo. Y así hasta que se acabó el papel y el fotógrafo tuvo que ir a su casa a reabastecerse. A las cuatro de la tarde, cuando ya no se podía respirar en el dormi­torio por la humareda de magnesio y el tumulto de parientes, amigos y conocidos que acudieron a reci­bir sus copias del retrato, el inválido empezó a des­vanecerse en la cama, y se fue despidiendo de todos con adioses de la mano, como borrándose del mun­do en la baranda de un barco.

Su muerte no fue para la viuda el alivio que to­dos esperaban. Al contrario, quedó tan afligida, que sus hijos se reunieron para preguntarle cómo podrían consolarla, y ella les contestó que no quería nada más que ir a Roma a conocer al Papa.

— Me voy sola y con el hábito de San Francisco — les advirtió—. Es una manda.

Lo único grato que le quedó de aquellos años de vigilia fue el placer de llorar. En el barco, mientras tuvo que compartir el camarote con dos hermanas clarisas que se quedaron en Marsella, se demoraba en el baño para llorar sin ser vista. De modo que el cuarto del hotel de Nápoles fue el único lugar pro­picio que había encontrado para llorar a gusto desde que salió de Riohacha. Y habría llorado hasta el día siguiente cuando saliera el tren de Roma, de no ha­ber sido porque la dueña le tocó la puerta a las siete para avisarle que si no llegaba a tiempo a la fonda se quedaría sin comer.

El empleado del hotel la acompañó. Una brisa fresca había empezado a soplar desde el mar, y to­davía quedaban algunos bañistas en la playa bajo el sol pálido de las siete. La señora Prudencia Linero siguió al empleado por el vericueto de calles empi­nadas y estrechas que apenas empezaban a despertar de la siesta del domingo, y se encontró de pronto bajo una pérgola umbría, donde había mesas para comer con manteles de cuadritos rojos y frascos de encurtidos improvisados como floreros con flores de papel. Los únicos comensales a esa hora tempra­na eran los propios sirvientes, y un cura muy pobre que comía cebollas con pan en un rincón apartado. Al entrar, ella sintió la mirada de todos por el hábito Pardo, pero no se alteró, pues era consciente de que el ridículo formaba parte de la penitencia. La mesera, en cambio, le suscitó un ápice de piedad, porque era rubia y bella y hablaba corno si cantara, y ella pensó que debían estar muy mal en Italia después de la guerra si una muchacha como esa tenía que servir en una fonda. Pero se sintió bien en el ámbito floral del emparrado, y el aroma de guiso de laurel de la cocina le despertó el hambre aplazada por la zozobra del día. Por primera vez en mucho tiempo no tenía deseos de llorar.

Sin embargo, no pudo comer a gusto. En parte porque le costó trabajo entenderse con la mesera rubia, a pesar de que era simpática y paciente, y en parte porque la única carne que había para comer eran unos pajaritos cantores de los que criaban en jaulas en las casas de Riohacha. El cura, que comía en el rincón, y que terminó por servirles de intér­prete, trató de hacerle entender que las emergencias de la guerra no habían terminado en Europa, y que debía apreciarse como un milagro que hubiera al menos pajaritos de monte para comer. Pero ella los rechazó.

— Para mí — dijo—  sería como comerme un hijo.

Así que debió conformarse con una sopa de fi­deos, un plato de calabacines hervidos con unas tiras de tocino rancio, y un pedazo de pan que parecía de mármol. Mientras comía, el cura se acercó para suplicarle por caridad que lo invitara a tomarse una taza de café, y se sentó con ella. Era yugoslavo, pero había sido misionero en Bolivia, y hablaba un cas­tellano difícil y expresivo. A la señora Prudencia Linero le pareció un hombre ordinario y sin el me­nor vestigio de indulgencia, y observó que tenía unas manos indignas con las uñas astilladas y sucias, y un aliento de cebollas tan persistente que más bien pa­recía un atributo del carácter. Pero después de todo estaba al servicio de Dios, y era un placer nuevo encontrar a alguien con quien entenderse estando tan lejos de casa.

Conversaron despacio, ajenos al denso rumor de establo que los iba cercando a medida que los co­mensales ocupaban las otras mesas. La señora Pru­dencia Linero tenía ya un juicio terminante sobre Italia: no le gustaba. Y no porque los hombres fue­ran un poco abusivos, que ya era mucho, ni porque se comieran a los pájaros, que ya era demasiado, sino por la mala índole de dejar a los ahogados a la deriva.

El cura, que además del café se había hecho lle­var por cuenta de ella una copa de grappa, trató de hacerle ver su ligereza de juicio. Pues durante la guerra se había establecido un servicio muy eficaz para rescatar, identificar y sepultar en tierra sagrada a los numerosos ahogados que amanecían flotando en la bahía de Nápoles.

— Desde hace siglos — concluyó el cura—  los ita­lianos tomaron conciencia de que no hay más que una vida, y tratan de vivirla lo mejor que pueden. Eso los ha hecho calculadores y volubles, pero tam­bién los ha curado de la crueldad.

— Ni siquiera pararon el barco — dijo ella.

— Lo que hacen es avisar por radio a las autori­dades del puerto — dijo el cura—  Ya a esta hora deben haberlo recogido y enterrado en el nombre de Dios.

La discusión cambió el humor de ambos. La se­ñora Prudencia Linero había acabado de comer, y sólo entonces cayó en la cuenta de que todas las mesas estaban ocupadas. En las más próximas, co­miendo en silencio, había turistas casi desnudos, y entre ellos algunas parejas de enamorados que se besaban en vez de comer. En las mesas del fondo, cerca del mostrador, estaba la gente del barrio ju­gando a los dados y bebiendo un vino sin color. La señora Prudencia Linero comprendió que sólo tenía una razón para estar en aquel país indeseable.

— ¿Usted cree que sea muy difícil ver al Papa? — preguntó.

El cura le contestó que nada era más fácil en verano. El Papa estaba de vacaciones en Castelgandolfo, y los miércoles en la tarde recibía en audien­cia pública a peregrinos del mundo entero. La en­trada era muy barata: veinte liras.

— ¿Y cuánto cobra por confesarlo a uno? — pre­guntó ella.

— El Santo Padre no confiesa a nadie — dijo el cura, un poco escandalizado—, salvo a los reyes, por supuesto.

— No veo por qué va a negarle ese favor a una pobre mujer que viene de tan lejos — dijo ella.

— Hasta algunos reyes, con ser reyes, se han muerto esperando — dijo el cura—. Pero dígame: debe ser un pecado tremendo para que usted haya hecho sola semejante viaje sólo por confesárselo al Santo Padre.

La señora Prudencia Linero lo pensó un instan­te, y el cura la vio sonreír por primera vez.

— ¡Ave María Purísima! — dijo—. Me bastaría con verlo. — Y agregó con un suspiro que pareció salirle del alma—: ¡Ha sido el sueño de mi vida!

En realidad, seguía asustada y triste, y lo único que quería era irse de inmediato, no sólo de ese lugar sino de Italia. El cura debió pensar que aquella alucinada ya no daba para más, así que le deseó bue­na suerte y se fue a otra mesa a pedir por caridad que le pagaran un café.

Cuando salió de la fonda, la señora Prudencia Linero se encontró con la ciudad cambiada. La sor­prendió la luz del sol a las nueve de la noche, y la asustó la muchedumbre estridente que había invadi­do las calles por el alivio de la brisa nueva. No se podía vivir con los petardos de tantas vespas enlo­quecidas. Las conducían hombres sin camisas que llevaban en ancas a sus bellas mujeres abrazadas a la cintura, y se abrían paso a saltos culebreando por entre los cerdos colgados y las mesas de sandías.

El ambiente era de fiesta, pero a la señora Pru­dencia Linero le pareció de catástrofe. Perdió el rum­bo. Se encontró de pronto en una calle intempestiva con mujeres taciturnas sentadas a la puerta de sus casas iguales, y cuyas luces rojas e intermitentes le causaron un estremecimiento de pavor. Un hombre bien vestido, con un anillo de oro macizo y un dia­mante en la corbata la persiguió varias cuadras diciéndole algo en italiano, y luego en inglés y francés. Como no obtuvo respuesta, le mostró una tarjeta Postal de un paquete que sacó del bolsillo, y ella sólo necesitó un golpe de vista para sentir que estaba atravesando el infierno.

Huyó despavorida, y al final de la calle volvió a encontrar el mar crepuscular con el mismo tufo de mariscos podridos del puerto de Riohacha, y el co­razón le volvió a quedar en su puesto. Reconoció los hoteles de colores frente a la playa desierta, los taxis funerarios, el diamante de la primera estrella en el cielo inmenso. Al fondo de la bahía, solitario en el muelle, reconoció el barco en que había llega­do, enorme y con las cubiertas iluminadas, y se dio cuenta de que ya no tenía nada que ver con su vida. Allí dobló a la izquierda, pero no pudo seguir, por­que había una muchedumbre de curiosos manteni­dos a raya por una patrulla de carabineros. Una fila de ambulancias esperaba con las puertas abiertas frente al edificio de su hotel.

Empinada por encima del hombro de los curio­sos, la señora Prudencia Linero volvió a ver enton­ces a los turistas ingleses. Los estaban sacando en camillas, uno por uno, y todos estaban inmóviles y dignos, y seguían pareciendo uno solo varias veces repetido con el traje formal que se habían puesto para la cena: pantalón de franela, corbata de rayas diagonales, y la chaqueta oscura con el escudo del Trinity College bordado en el bolsillo del pecho. Los vecinos asomados a los balcones, y los curiosos bloqueados en la calle, los iban contando a coro, como en un estadio, a medida que los sacaban. Eran diecisiete. Los metieron en las ambulancias de dos en dos, y se los llevaron con un estruendo de sirenas de guerra.

Aturdida por tantos estupores, la señora Pruden­cia Linero subió en el ascensor abarrotado por los clientes de los otros hoteles que hablaban en idio­mas herméticos. Se fueron quedando en todos los pisos, salvo en el tercero, que estaba abierto e ilu­minado, pero nadie estaba en el mostrador ni en las poltronas del vestíbulo, donde había visto las rodi­llas rosadas de los diecisiete ingleses dormidos. La dueña del quinto piso comentaba el desastre en una excitación sin control.

— Todos están muertos — le dijo a la señora Pru­dencia Linero en castellano—. Se envenenaron con la sopa de ostras de la cena. ¡Ostras en agosto, ima­gínese!

Le entregó la llave del cuarto, sin prestarle más atención, mientras decía a los otros clientes en su dialecto: «¡Como aquí no hay comedor, todo el que se acuesta a dormir amanece vivo!» Otra vez con el nudo de lágrimas en la garganta, la señora Prudencia Linero pasó los cerrojos de la habitación. Luego rodó contra la puerta la mesita de escribir y la poltrona, y puso por último el baúl como una barricada in­franqueable contra el horror de aquel país donde ocurrían tantas cosas al mismo tiempo. Después se puso el camisón de viuda, se tendió bocarriba en la cama, y rezó diecisiete rosarios por el eterno des­canso de las almas de los diecisiete ingleses envenena­dos.

 

Abril 1980.

 


 

 

 

 

TRAMONTANA

 

 

Lo vi una sola vez en Boceado, el cabaret de moda en Barcelona, pocas horas antes de su mala muerte. Estaba acosado por una pandilla de jóvenes suecos que trataban de llevárselo a las dos de la ma­drugada para terminar la fiesta en Cadaqués. Eran once, y costaba trabajo distinguirlos, porque los hombres y las mujeres parecían iguales: bellos, de caderas estrechas y largas cabelleras doradas. Él no debía ser mayor de veinte años. Tenía la cabeza cu­bierta de rizos empavonados, el cutis cetrino y terso de los caribes acostumbrados por sus mamas a ca­minar por la sombra, y una mirada árabe como para trastornar a las suecas, y tal vez a varios de los sue­cos. Lo habían sentado en el mostrador como a un muñeco de ventrílocuo, y le cantaban canciones de moda acompañándose con las palmas, para conven­cerlo de que se fuera con ellos. Él, aterrorizado, les explicaba sus motivos. Alguien intervino a gritos para exigir que lo dejaran en paz, y uno de los sue­cos se le enfrentó muerto de risa.

— Es nuestro — gritó—. Nos lo encontramos en el cajón de la basura.

Yo había entrado poco antes con un grupo de amigos después del último concierto que dio David Oistrakh en el Palau de la Música, y se me erizó la piel con la incredulidad de los suecos. Pues los mo­tivos del chico eran sagrados. Había vivido en Cadaqués hasta el verano anterior, donde lo contrataron para cantar canciones de las Antillas en una cantina de moda, hasta que lo derrotó la tramontana. Logró escapar al segundo día con la decisión de no volver nunca, con tramontana o sin ella, seguro de que si volvía alguna vez lo esperaba la muerte. Era una certidumbre caribe que no podía ser entendida por una banda de nórdicos racionalistas, enardecidos por el verano y por los duros vinos catalanes de aquel tiempo, que sembraban ideas desaforadas en el corazón.

Yo lo entendía como nadie. Cadaqués era uno de los pueblos más bellos de la Costa Brava, y tam­bién el mejor conservado. Esto se debía en parte a que la carretera de acceso era una cornisa estrecha y retorcida al borde de un abismo sin fondo, donde había que tener el alma muy bien puesta para con­ducir a más de cincuenta kilómetros por hora. Las casas de siempre eran blancas y bajas, con el estilo tradicional de las aldeas de pescadores del Medite­rráneo. Las nuevas eran construidas por arquitectos de renombre que habían respetado la armonía ori­ginal. En verano, cuando el calor parecía venir de los desiertos africanos de la acera de enfrente, Ca­daqués se convertía en una Babel infernal, con turistas de toda Europa que durante tres meses les dis­putaban su paraíso a los nativos y a los forasteros que habían tenido la suerte de comprar una casa a buen precio cuando todavía era posible. Sin embar­go, en primavera y otoño, que eran las épocas en que Cadaqués resultaba más deseable, nadie dejaba de pensar con temor en la tramontana, un viento de tierra inclemente y tenaz, que según piensan los na­tivos y algunos escritores escarmentados, lleva con­sigo los gérmenes de la locura.

Hace unos quince años yo era uno de sus visi­tantes asiduos, hasta que se atravesó la tramontana en nuestras vidas. La sentí antes de que llegara, un domingo a la hora de la siesta, con el presagio inex­plicable de que algo iba a pasar. Se me bajó el áni­mo, me sentí triste sin causa, y tuve la impresión de que mis hijos, entonces menores de diez años, me seguían por la casa con miradas hostiles. El portero entró poco después con una caja de herramientas y unas sogas marinas para asegurar puertas y ventanas, y no se sorprendió de mi postración.

— Es la tramontana — me dijo—. Antes de una hora estará aquí.

Era un antiguo hombre de mar, muy viejo, que conservaba del oficio el chaquetón impermeable, la gorra y la cachimba, y la piel achicharrada por las sales del mundo. En sus horas libres jugaba a la petanca en la plaza con veteranos de varias guerras perdidas, y tomaba aperitivos con los turistas en las tabernas de la playa, pues tenía la virtud de hacerse entender en cualquier lengua con su catalán de artillero. Se preciaba de conocer todos los puertos del

planeta, pero ninguna ciudad de tierra adentro. «Ni París de Francia con ser lo que es», decía. Pues no le daba crédito a ningún vehículo que no fuera de mar.

En los últimos años había envejecido de golpe, y no había vuelto a la calle. Pasaba la mayor parte del tiempo en su cubil de portero, solo en alma, como vivió siempre. Cocinaba su propia comida en una lata y un fogoncillo de alcohol, pero con eso le bastaba para deleitarnos a todos con las exquisiteces de la cocina gótica. Desde el amanecer se ocupaba de los inquilinos, piso por piso, y era uno de los hombres más serviciales que conocí nunca, con la generosidad involuntaria y la ternura áspera de los catalanes. Hablaba poco, pero su estilo era directo y certero. Cuando no tenía nada más que hacer pa­saba horas llenando formularios de pronósticos para el fútbol que muy pocas veces hacía sellar.

Aquel día, mientras aseguraba puertas y ventanas en previsión del desastre, nos habló de la tramonta­na como si fuera una mujer abominable pero sin la cual su vida carecería de sentido. Me sorprendió que un hombre de mar rindiera semejante tributo a un viento de tierra.

— Es que éste es más antiguo — dijo.

Daba la impresión de que no tenía su año divi­dido en días y meses, sino en el número de veces que venía la tramontana. «El año pasado, como tres días después de la segunda tramontana, tuve una cri­sis de cólicos», me dijo alguna vez. Quizás eso ex­plicaba su creencia de que después de cada tramon­tana uno quedaba varios años más viejo. Era tal su obsesión, que nos infundió la ansiedad de conocerla  como una visita mortal y apetecible.

No hubo que esperar mucho. Apenas salió el portero se escuchó un silbido que poco a poco se fue haciendo más agudo e intenso, y se disolvió en un estruendo de temblor de tierra. Entonces empezó el viento. Primero en ráfagas espaciadas cada vez más frecuentes, hasta que una se quedó inmóvil, sin una pausa, sin un alivio, con una intensidad y una sevicia que tenía algo de sobrenatural. Nuestro apar­tamento, al contrario de lo usual en el Caribe, estaba de frente a la montaña, debido quizás a ese raro gusto de los catalanes rancios que aman el mar pero sin verlo. De modo que el viento nos daba de frente y amenazaba con reventar las amarras de las ventanas.

Lo que más me llamó la atención era que el tiem­po seguía siendo de una belleza irrepetible, con un sol de oro y el cielo impávido. Tanto, que decidí salir a la calle con los niños para ver el estado del mar. Ellos, al fin y al cabo, se habían criado entre los terremotos de México y los huracanes del Cari­be, y un viento de más o de menos no nos pareció nada para inquietar a nadie. Pasamos en puntillas por el cubil del portero, y lo vimos estático frente a un plato de frijoles con chorizo, contemplando el viento por la ventana. No nos vio salir.

Logramos caminar mientras nos mantuvimos al socaire de la casa, pero al salir a la esquina desam­parada tuvimos que abrazarnos a un poste para no Ser arrastrados por la potencia del viento. Estuvimos así, admirando el mar inmóvil y diáfano en medio del cataclismo, hasta que el portero, ayudado por algunos vecinos, llegó a rescatarnos. Sólo entonces nos convencimos de que lo único racional era per­manecer encerrados en casa hasta que Dios quisiera Y nadie tenía entonces la menor idea de cuándo lo iba a querer.

Al cabo de dos días teníamos la impresión de que aquel viento pavoroso no era un fenómeno te­lúrico, sino un agravio personal que alguien estaba haciendo contra uno, y sólo contra uno. El portero nos visitaba varias veces al día, preocupado por nues­tro estado de ánimo, y nos llevaba frutas de la es­tación y alfajores para los niños. Al almuerzo del martes nos regaló con la pieza maestra de la huerta catalana, preparada en su lata de cocina: conejo con caracoles. Fue una fiesta en medio del horror.

El miércoles, cuando no sucedió nada más que el viento, fue el día más largo de mi vida. Pero debió ser algo como la oscuridad del amanecer, porque después de la media noche despertamos todos al mis­mo tiempo, abrumados por un silencio absoluto que sólo podía ser el de la muerte. No se movía una hoja de los árboles por el lado de la montaña. De modo que salimos a la calle cuando aún no había luz en el cuarto del portero, y gozamos del cielo de la ma­drugada con todas sus estrellas encendidas, y del mar fosforescente. A pesar de que eran menos de las cinco, muchos turistas gozaban del alivio en las pie­dras de la playa, y empezaban a aparejar los veleros después de tres días de penitencia.

Al salir no nos había llamado la atención que estuviera a oscuras el cuarto del portero. Pero cuando regresamos a casa el aire tenía ya la misma fos­forescencia del mar, y aún seguía apagado su cubil. Extrañado, toqué dos veces, y en vista de que no respondía, empujé la puerta. Creo que los niños lo vieron primero que yo, y soltaron un grito de es­panto. El viejo portero, con sus insignias de nave­gante distinguido prendidas en la solapa de su cha­queta de mar, estaba colgado del cuello en la viga central, balanceándose todavía por el último soplo de la tramontana.

En plena convalecencia, y con un sentimiento de nostalgia anticipada, nos fuimos del pueblo antes de lo previsto, con la determinación irrevocable de no volver jamás. Los turistas estaban otra vez en la ca­lle, y había música en la plaza de los veteranos, que apenas sí tenían ánimos para golpear los boliches de la petanca. A través de los cristales polvorientos del bar Marítimo alcanzamos a ver algunos amigos so­brevivientes, que empezaban la vida otra vez en la primavera radiante de la tramontana. Pero ya todo aquello pertenecía al pasado.

Por eso, en la madrugada triste del Boceado, na­die entendía como yo el terror de alguien que se negara a volver a Cadaqués porque estaba seguro de morir. Sin embargo, no hubo modo de disuadir a los suecos, que terminaron llevándose al chico por la fuerza con la pretensión europea de aplicarle una cura de burro a sus supercherías africanas. Lo me­tieron pataleando en una camioneta de borrachos, en medio de los aplausos y las rechiflas de la clien­tela dividida, y emprendieron a esa hora el largo viaje hacia Cadaqués.

La mañana siguiente me despertó el teléfono. Ha­bía olvidado cerrar las cortinas al regreso de la fiesta y no tenía la menor idea de la hora, pero la alcoba estaba rebozada por el esplendor del verano. La voz ansiosa en el teléfono, que no alcancé a reconocer de inmediato, acabó por despertarme.

— ¿Te acuerdas del chico que se llevaron anoche para Cadaqués?

No tuve que oír más. Sólo que no fue como me lo había imaginado, sino aún más dramático. El chi­co, despavorido por la inminencia del regreso, apro­vechó un descuido de los suecos venáticos y se lan­zó al abismo desde la camioneta en marcha, tratando de escapar de una muerte ineluctable.

 

Enero 1982


 

 

 

 

EL VERANO FELIZ DE LA SEÑORA FORBES

 

 

Por la tarde, de regreso a casa, encontramos una enorme serpiente de mar clavada por el cuello en el marco de la puerta, y era negra y fosforescente y parecía un maleficio de gitanos, con los ojos todavía vivos y los dientes de serrucho en las mandíbulas despernancadas. Yo andaba entonces por los nueve años, y sentí un terror tan intenso ante aquella apa­rición de delirio, que se me cerró la voz. Pero mi hermano, que era dos años menor que yo, soltó los tanques de oxígeno, las máscaras y las aletas de na­dar y salió huyendo con un grito de espanto. La señora Forbes lo oyó desde la tortuosa escalera de piedras que trepaba por los arrecifes desde el em­barcadero hasta la casa, y nos alcanzó, acezante y lívida, pero le bastó con ver al animal crucificado en la puerta para comprender la causa de nuestro ho­rror. Ella solía decir que cuando dos niños están juntos ambos son culpables de lo que cada uno hace por separado, de modo que nos reprendió a ambos por los gritos de mi hermano, y nos siguió recrimi­nando nuestra falta de dominio. Habló en alemán, y no en inglés, como lo establecía su contrato de institutriz, tal vez porque también ella estaba asus­tada y se resistía a admitirlo. Pero tan pronto como recobró el aliento volvió a su inglés pedregoso y a su obsesión pedagógica.

— Es una murena helena — nos dijo—, así lla­mada porque fue un animal sagrado para los griegos antiguos.

Oreste, el muchacho nativo que nos enseñaba a nadar en aguas profundas, apareció de pronto detrás de los arbustos de alcaparras. Llevaba la máscara de buzo en la frente, un pantalón de baño minúsculo y un cinturón de cuero con seis cuchillos, de formas y tamaños distintos, pues no concebía otra manera de cazar debajo del agua que peleando cuerpo a cuer­po con los animales. Tenía unos veinte años, pasaba más tiempo en los fondos marinos que en la tierra firme y él mismo parecía un animal de mar con el cuerpo siempre embadurnado de grasa de motor. Cuando lo vio por primera vez, la señora Forbes había dicho a mis padres que era imposible concebir un ser humano más hermoso. Sin embargo, su be­lleza no lo ponía a salvo del rigor: también él tuvo que soportar una reprimenda en italiano por haber colgado la murena en la puerta, sin otra explicación posible que la de asustar a los niños. Luego, la se­ñora Forbes ordenó que la desclavara con el respeto debido a una criatura mítica y nos mandó a vestir­nos para la cena.

Lo hicimos de inmediato y tratando de no co­meter un solo error, porque al cabo de dos semanas bajo el régimen de la señora Forbes habíamos aprendido que nada era más difícil que vivir. Mientras nos duchábamos en el baño en penumbra, me di cuenta ¿c que mi hermano seguía pensando en la murena. «Tenía ojos de gente», me dijo. Yo estaba de acuer­do, pero le hice creer lo contrario, y conseguí cam­biar de tema hasta que terminé de bañarme. Pero cuando salí de la ducha me pidió que me quedara para acompañarlo.

— Todavía es de día — le dije.

Abrí las cortinas. Era pleno agosto, y a través de la ventana se veía la ardiente llanura lunar hasta el otro lado de la isla, y el sol parado en el cielo.

— No es por eso — dijo mi hermano—. Es que tengo miedo de tener miedo.

Sin embargo, cuando llegamos a la mesa parecía tranquilo, y había hecho las cosas con tanto esmero que mereció una felicitación especial de la señora Forbes, y dos puntos más en su buena cuenta de la semana. A mí, en cambio, me descontó dos puntos de los cinco que ya tenía ganados, porque a última hora me dejé arrastrar por la prisa y llegué al come­dor con la respiración alterada. Cada cincuenta pun­tos nos daban derecho a una doble ración de postre, pero ninguno de los dos había logrado pasar de los quince puntos. Era una lástima, de veras, porque nunca volvimos a encontrar unos budines más deli­ciosos que los de la señora Forbes.

Antes de empezar la cena rezábamos de pie fren­te a los platos vacíos. La señora Forbes no era ca­tólica, pero su contrato estipulaba que nos hiciera rezar seis veces al día, y había aprendido nuestras oraciones para cumplirlo. Luego nos sentábamos los tres, reprimiendo la respiración mientras ella com­probaba hasta el detalle más ínfimo de nuestra con­ducta, y sólo cuando todo parecía perfecto hacía so­nar la campanita. Entonces entraba Fulvia Flamínea, la cocinera, con la eterna sopa de fideos de aquel verano aborrecible.

Al principio, cuando estábamos solos con nues­tros padres, la comida era una fiesta. Fulvia Flamí­nea nos servía cacareando en torno a la mesa, con una vocación de desorden que alegraba la vida, y al final se sentaba con nosotros y terminaba comiendo un poco de los platos de todos. Pero desde que la señora Forbes se hizo cargo de nuestro destino nos servía en un silencio tan oscuro, que podíamos oír el borboriteo de la sopa hirviendo en la marmita. Cenábamos con la espina dorsal apoyada en el es­paldar de la silla, masticando diez veces con un ca­rrillo y diez veces con el otro, sin apartar la vista de la férrea y lánguida mujer otoñal, que recitaba de memoria una lección de urbanidad. Era igual que la misa del domingo, pero sin el consuelo de la gente cantando.

El día en que encontramos la murena colgada en la puerta, la señora Forbes nos habló de los deberes para con la patria. Fulvia Flamínea, casi flotando en el aire enrarecido por la voz, nos sirvió después de la sopa un filete al carbón de una carne nevada con un olor exquisito. A mí, que desde entonces prefería el pescado a cualquier otra cosa de comer de la tierra o del cielo, aquel recuerdo de nuestra casa de Guacamayal me alivió el corazón. Pero mi hermano re­chazó el plato sin probarlo.

— No me gusta — dijo.—. La señora Forbes interrumpió la lección.

— No puedes saberlo — le dijo—, ni siquiera lo has probado.

Dirigió a la cocinera una mirada de alerta, pero ya era demasiado tarde.

— La murena es el pescado más fino del mundo, figlio mío — le dijo Fulvia Flamínea—. Pruébalo y verás.

La señora Forbes no se alteró. Nos contó, con su método inclemente, que la murena era un manjar de reyes en la antigüedad, y que los guerreros se disputaban su hiel porque infundía un coraje sobre­natural. Luego nos repitió, como tantas veces en tan poco tiempo, que el buen gusto no es una facultad congénita, pero que tampoco se enseña a ninguna edad, sino que se impone desde la infancia. De ma­nera que no había ninguna razón válida para no co­mer. Yo, que había probado la murena antes de sa­ber lo que era, me quedé para siempre con la con­tradicción: tenía un sabor terso, aunque un poco melancólico, pero la imagen de la serpiente clavada en el dintel era más apremiante que mi apetito. Mi hermano hizo un esfuerzo supremo con el primer bocado, pero no pudo soportarlo: vomitó.

— Vas al baño — le dijo la señora Forbes sin al­terarse—, te lavas bien y vuelves a comer.

Sentí una gran angustia por él, pues sabía cuánto 'e costaba atravesar la casa entera con las primeras sombras y permanecer solo en el baño el tiempo necesario para lavarse. Pero volvió muy pronto, con otra camisa limpia, pálido y apenas sacudido por un temblor recóndito, y resistió muy bien el examen severo de su limpieza. Entonces la señora Forbes trinchó un pedazo de la murena, y dio la orden de seguir. Yo pasé un segundo bocado a duras penas. Mi hermano, en cambio, ni siquiera cogió los cubier­tos.

— No lo voy a comer — dijo. Su determinación era tan evidente, que la señora Forbes la esquivó.

— Está bien — dijo—, pero no comerás postre.

El alivio de mi hermano me infundió su valor. Crucé los cubiertos sobre el plato, tal cómo la se­ñora Forbes nos enseñó que debía hacerse al termi­nar, y dije:

— Yo tampoco comeré postre.

— Ni verán la televisión — replicó ella.

 — Ni veremos la televisión — dije.

La señora Forbes puso la servilleta sobre la mesa, y los tres nos levantamos para rezar. Luego nos man­dó al dormitorio, con la advertencia de que debía­mos dormirnos en el mismo tiempo que ella nece­sitaba para acabar de comer. Todos nuestros puntos buenos quedaron anulados, y sólo a partir de veinte volveríamos a disfrutar de sus pasteles de crema, sus tartas de vainilla, sus exquisitos bizcochos de cirue­las, como no habíamos de conocer otros en el resto de nuestras vidas.

Tarde o temprano teníamos que llegar a esa rup­tura. Durante un año entero habíamos esperado con ansiedad aquel verano libre en la isla de Pantelana, en el extremo meridional de Sicilia, y lo había sido en realidad durante el primer mes, en que nuestros padres estuvieron con nosotros. Todavía recuerdo como un sueño la llanura solar de rocas volcánicas, el mar eterno, la casa pintada de cal viva hasta los sardineles, desde cuyas ventanas se veían en las no­ches sin viento las aspas luminosas de los faros de África. Explorando con mi padre los fondos dormi­dos alrededor de la isla habíamos descubierto una ristra de torpedos amarillos, encallados desde la úl­tima guerra; habíamos rescatado un ánfora griega de casi un metro de altura, con guirnaldas petrificadas, en cuyo fondo yacían los rescoldos de un vino in­memorial y venenoso, y nos habíamos bañado en un remanso humeante, cuyas aguas eran tan densas que casi se podía caminar sobre ellas. Pero la revelación más deslumbrante para nosotros había sido Fulvia Flamínea. Parecía un obispo feliz, y siempre andaba con una ronda de gatos soñolientos que le estorba­ban para caminar, pero ella decía que no los sopor­taba por amor, sino para impedir que se la comieran las ratas. De noche, mientras nuestros padres veían en la televisión los programas para adultos, Fulvia Flamínea nos llevaba con ella a su casa, a menos de cien metros de la nuestra, y nos enseñaba a distin­guir las algarabías remotas, las canciones, las ráfagas de llanto de los vientos de Túnez. Su marido era un nombre demasiado joven para ella, que trabajaba du­rante el verano en los hoteles de turismo, al otro extremo de la isla, y sólo volvía a casa para dormir. Oreste vivía con sus padres un poco más lejos, y aparecía siempre por la noche con ristras de pesca­dos y canastas de langostas acabadas de pescar, y las colgaba en la cocina para que el marido de Fulvia Flamínea las vendiera al día siguiente en los hoteles. Después se ponía otra vez la linterna de buzo en la frente y nos llevaba a cazar las ratas de monte, gran­des como conejos, que acechaban los residuos de las cocinas. A veces volvíamos a casa cuando nuestros padres se habían acostado, y apenas si podíamos dor­mir con el estruendo de las ratas disputándose las sobras en los patios. Pero aun aquel estorbo era un ingrediente mágico de nuestro verano feliz.

La decisión de contratar una institutriz alemana sólo podía ocurrírsele a mi padre, que era un escri­tor del Caribe con más ínfulas que talento. Deslumbrado por las cenizas de las glorias de Europa, siem­pre pareció demasiado ansioso por hacerse perdonar su origen, tanto en los libros como en la vida real, y se había impuesto la fantasía de que no quedara en sus hijos ningún vestigio de su propio pasado. Mi madre siguió siendo siempre tan humilde como lo había sido de maestra errante en la alta Guajira, y nunca se imaginó que su marido pudiera concebir una idea que no fuera providencial. De modo que ninguno de los dos debió preguntarse con el cora­zón cómo iba a ser nuestra vida con una sargenta de Dortmund, empeñada en inculcarnos a la fuerza los hábitos más rancios de la sociedad europea, mien­tras ellos participaban con cuarenta escritores de moda en un crucero cultural de cinco semanas por las islas del mar Egeo.

La señora Forbes llegó el último sábado de julio en el barquito regular de Palermo, y desde que la vimos por primera vez nos dimos cuenta de que la fiesta había terminado. Llegó con unas botas de miliciano y un vestido de solapas cruzadas en aquel calor meridional, y con el pelo cortado como el de un hombre bajo el sombrero de fieltro. Olía a orines de mico. «Así huelen todos los europeos, sobre todo en verano», nos dijo mi padre. «Es el olor de la civilización». Pero, a despecho de su atuendo mar­cial, la señora Forbes era una criatura escuálida, que tal vez nos habría suscitado una cierta compasión si hubiéramos sido mayores o si ella hubiera tenido algún vestigio de ternura. El mundo se volvió dis­tinto. Las seis horas de mar, que desde el principio del verano habían sido un continuo ejercicio de ima­ginación, se convirtieron en una sola hora igual, mu­chas veces repetida. Cuando estábamos con nuestros padres disponíamos de todo el tiempo para nadar con Oreste, asombrados del arte y la audacia con que se enfrentaba a los pulpos en su propio ámbito turbio de tinta y de sangre, sin más armas que sus cuchillos de pelea. Después siguió llegando a las once en el botecito de motor fuera borda, como lo hacía siempre, pero la señora Forbes no le permitía que­darse con nosotros ni un minuto más del indispen­sable para la clase de natación submarina. Nos pro­hibió volver de noche a la casa de Fulvia Flamínea, porque lo consideraba como una familiaridad exce­siva con la servidumbre, y tuvimos que dedicar a la lectura analítica de Shakespeare el tiempo de que antes disfrutábamos cazando ratas. Acostumbrados a robar mangos en los patios y a matar perros a ladrillazos en las calles ardientes de Guacamayal, Para nosotros era imposible concebir un tormento cruel que aquella vida de príncipes.

Sin embargo, muy pronto nos dimos cuenta de que la señora Forbes no era tan estricta consigo mis­ma como lo era con nosotros, y esa fue la primera grieta de su autoridad. Al principio se quedaba en la playa bajo el parasol de colores, vestida de guerra, leyendo baladas de Schiller mientras Oreste nos en­señaba a bucear, y luego nos daba clases teóricas de buen comportamiento en sociedad, horas tras horas, hasta la pausa del almuerzo.

Un día pidió a Oreste que la llevara en el botecito de motor a las tiendas de turistas de los hoteles, y regresó con un vestido de baño enterizo, negro y tornasolado, como un pellejo de foca, pero nunca se metió en el agua. Se asoleaba en la playa mientras nosotros nadábamos, y se secaba el sudor con la toalla, sin pasar por la regadera, de modo que a los tres días parecía una langosta en carne viva y el olor de su civilización se había vuelto irrespirable.

Sus noches eran de desahogo. Desde el principio de su mandato sentíamos que alguien caminaba por la oscuridad de la casa, braceando en la oscuridad, y mi hermano llegó a inquietarse con la idea de que fueran los ahogados errantes de que tanto nos había hablado Fulvia Flamínea. Muy pronto descubrimos que era la señora Forbes, que se pasaba la noche viviendo la vida real de mujer solitaria que ella mis­ma se hubiera reprobado durante el día. Una ma­drugada la sorprendimos en la cocina, con el cami­són de dormir de colegiala, preparando sus postres espléndidos, con todo el cuerpo embadurnado de harina hasta la cara y tomándose un vaso de oporto con un desorden mental que habría causado el escándalo de la otra señora Forbes. Ya para entonces sabíamos que después de acostarnos no se iba a su dormitorio, sino que bajaba a nadar a escondidas, o se quedaba hasta muy tarde en la sala, viendo sin sonido en la televisión las películas prohibidas para menores, mientras comía tartas enteras y se bebía hasta una botella del vino especial que mi padre guar­daba con tanto celo para las ocasiones memorables. Contra sus propias prédicas de austeridad y com­postura, se atragantaba sin sosiego, con una especie de pasión desmandada. Después la oíamos hablando sola en su cuarto, la oíamos recitando en su alemán melodioso fragmentos completos de Die Jungfrau von Orleans, la oíamos cantar, la oíamos sollozando en la cama hasta el amanecer, y luego aparecía en el desayuno con los ojos hinchados de lágrimas, cada vez más lúgubre y autoritaria. Ni mi hermano ni yo volvimos a ser tan desdichados como entonces, pero yo estaba dispuesto a soportarla hasta el final, pues sabía que de todos modos su razón había de preva­lecer contra la nuestra. Mi hermano, en cambio, se le enfrentó con todo el ímpetu de su carácter, y el verano feliz se nos volvió infernal. El episodio de la murena fue el último límite. Aquella misma noche, mientras oíamos desde la cama el trajín incesante de la señora Forbes en la casa dormida, mi hermano soltó de golpe toda la carga del rencor que se le estaba pudriendo en el alma. — La voy a matar — dijo.

Me sorprendió, no tanto por su decisión, como por la casualidad de que yo  estuviera pensando lo mismo desde la cena. No obstante, traté de disuadir­lo.

— Te cortarán la cabeza — le dije.

— En Sicilia no hay guillotina — dijo él—. Ade­más, nadie va a saber quién fue.

Pensaba en el ánfora rescatada de las aguas, don­de estaba todavía el sedimento del vino mortal. Mi padre lo guardaba porque quería hacerlo someter a un análisis más profundo para averiguar la natura­leza de su veneno, pues no podía ser el resultado del simple transcurso del tiempo. Usarlo contra la señora Forbes era algo tan fácil, que nadie iba a pensar que no fuera accidente o suicidio. De modo que al amanecer, cuando la sentimos caer extenuada por la fragorosa vigilia, echamos vino del ánfora en la botella del vino especial de mi padre. Según ha­bíamos oído decir, aquella dosis era bastante para matar un caballo.

El desayuno lo tomábamos en la cocina a las nueve en punto, servido por la propia señora Forbes con los panecillos de dulce que Fulvia Flamínea de­jaba muy temprano sobre la hornilla. Dos días des­pués de la sustitución del vino, mientras desayuná­bamos, mi hermano me hizo caer en la cuenta con una mirada de desencanto que la botella envenenada estaba intacta en el aparador. Eso fue un viernes, y la botella siguió intacta durante el fin de semana. Pero la noche del martes, la señora Forbes se bebió la mitad mientras veía las películas libertinas de la televisión.

Sin embargo, llegó tan puntual como siempre al desayuno del miércoles. Tenía su cara habitual de mala noche, y los ojos estaban tan ansiosos como siempre detrás de los vidrios macizos, y se le vol­vieron aún más ansiosos cuando encontró en la ca­nasta de los panecillos una carta con sellos de Ale­mania. La leyó mientras tomaba el café, como tantas veces nos había dicho que no se debía hacer, y en el curso de la lectura le pasaban por la cara las rá­fagas de claridad que irradiaban las palabras escritas. Luego arrancó las estampillas del sobre y las puso en la canasta con los panecillos sobrantes para la colección del marido de Fulvia Flamínea. A pesar de su mala experiencia inicial, aquel día nos acompa­ñó en la exploración de los fondos marinos, y estu­vimos divagando por un mar de aguas delgadas hasta que se nos empezó a agotar el aire de los tanques y volvimos a casa sin tomar la lección de buenas costumbres. La señora Forbes no sólo estuvo de un ánimo floral durante todo el día, sino que a la hora de la cena parecía más viva que nunca. Mi hermano, por su parte, no podía soportar el desaliento. Tan pronto como recibimos la orden de empezar apartó el plato de sopa de fideos con un gesto provocador.

— Estoy hasta los cojones de esta agua de lom­brices — dijo.

Fue como si hubiera tirado en la mesa una gra­nada de guerra. La señora Forbes se puso pálida, sus labios se endurecieron hasta que empezó a disiparse el humo de la explosión, y los vidrios de sus lentes se empañaron de lágrimas. Luego se los quitó, los secó con la servilleta, y antes de levantarse la puso sobre la mesa con la amargura de una capitulación sin gloria.

— Hagan lo que les dé la gana — dijo—. Yo no existo.

Se encerró en su cuarto desde las siete. Pero an­tes de la media noche, cuando ya nos suponía dor­midos, la vimos pasar con el camisón de colegiala y llevando para el dormitorio medio pastel de choco­late y la botella con más de cuatro dedos del vino envenenado. Sentí un temblor de lástima.

— Pobre señora Forbes — dije. Mi hermano no respiraba en paz.

— Pobres nosotros si no se muere esta noche — dijo.

Aquella madrugada volvió a hablar sola por un largo rato, declamó a Schiller a grandes voces, ins­pirada por una locura frenética, y culminó con un grito final que ocupó todo el ámbito de la casa. Lue­go suspiró muchas veces hasta el fondo del alma y sucumbió con un silbido triste y continuo como el de una barca a la deriva. Cuando despertamos, to­davía agotados por la tensión de la vigilia, el sol se metía a cuchilladas por las persianas, pero la casa parecía sumergida en un estanque. Entonces caímos en la cuenta de que iban a ser las diez y no habíamos sido despertados por la rutina matinal de la señora Forbes. No oímos el desagüe del retrete a las ocho, ni el grifo del lavabo, ni el ruido de las persianas, ni las herraduras de las botas y los tres golpes mor­tales en la puerta con la palma de su mano de ne­grero. Mi hermano puso la oreja contra el muro, retuvo el aliento para percibir la mínima señal de vida en el cuarto contiguo, y al final exhaló un sus­piro de liberación.

— ¡Ya está! — dijo—. Lo único que se oye es el mar.

Preparamos nuestro desayuno poco antes de las once, y luego bajamos a la playa con dos cilindros para cada uno y otros dos de repuesto, antes de que Fulvia Flamínea llegara con su ronda de gatos a ha­cer la limpieza de la casa. Oreste estaba ya en el embarcadero destripando una dorada de seis libras que acababa de cazar. Le dijimos que habíamos es­perado a la señora Forbes hasta las once, y en vista de que continuaba dormida decidimos bajar solos al mar. Le contamos además que la noche anterior ha­bía sufrido una crisis de llanto en la mesa, y tal vez había dormido mal y prefirió quedarse en la cama. A Oreste no le interesó demasiado la explicación, tal como nosotros lo esperábamos, y nos acompañó a merodear poco más de una hora por los fondos marinos. Después nos indicó que subiéramos a al­morzar, y se fue en el botecito de motor a vender la dorada en los hoteles de los turistas. Desde la escalera de piedra le dijimos adiós con la mano, ha­ciéndole creer que nos disponíamos a subir a la casa, hasta que desapareció en la vuelta de los acantilados. Entonces nos pusimos los tanques de oxígeno y se­guimos nadando sin permiso de nadie.

El día estaba nublado y había un clamor de true­nos oscuros en el horizonte, pero el mar era liso y diáfano y se bastaba de su propia luz. Nadamos en la superficie hasta la línea del faro de Pantelaria, doblamos luego unos cien metros a la derecha y nos sumergimos donde calculábamos que habíamos vis­to los torpedos de guerra en el principio del verano.

Allí estaban: eran seis, pintados de amarillo solar y con sus números de serie intactos, y acostados en el fondo volcánico en un orden perfecto que no podía ser casual. Luego seguimos girando alrededor del faro, en busca de la ciudad sumergida de que tanto y con tanto asombro nos había hablado Fulvia Fla­mínea, pero no pudimos encontrarla. Al cabo de dos horas, convencidos de que no había nuevos miste­rios por descubrir, salimos a la superficie con el úl­timo sorbo de oxígeno.

Se había precipitado una tormenta de verano mientras nadábamos, el mar estaba revuelto, y una muchedumbre de pájaros carniceros revoloteaba con chillidos feroces sobre el reguero de pescados mori­bundos en la playa. Pero la luz de la tarde parecía acabada de hacer, y la vida era buena sin la señora Forbes. Sin embargo, cuando acabamos de subir a duras penas por la escalera de los acantilados, vimos mucha gente en la casa y dos automóviles de la po­licía frente a la puerta, y entonces tuvimos concien­cia por primera vez de lo que habíamos hecho. Mi hermano se puso trémulo y trató de regresar.

— Yo no entro—  dijo.

Yo, en cambio, tuve la inspiración confusa de que con sólo ver el cadáver estaríamos a salvo de toda sospecha.

— Tate tranquilo—  le dije—. Respira hondo, y piensa sólo una cosa: nosotros no sabemos nada.

Nadie nos puso atención. Dejamos los tanques, las máscaras y las aletas en el portal, y entramos por la galería lateral, donde estaban dos hombres fuman­do sentados en el suelo junto a una camilla de campaña. Entonces nos dimos cuenta de que había una ambulancia en la puerta posterior y varios militares armados de rifles. En la sala, las mujeres del vecin­dario rezaban en dialecto sentadas en las sillas que habían sido puestas contra la pared, y sus hombres estaban amontonados en el patio hablando de cual­quier cosa que no tenía nada que ver con la muerte. Apreté con más fuerza la mano de mi hermano, que estaba dura y helada, y entramos en la casa por la puerta posterior. Nuestro dormitorio estaba abierto y en el mismo estado en que lo dejamos por la ma­ñana. En el de la señora Forbes, que era el siguiente, había un carabinero armado controlando la entrada, pero la puerta estaba abierta. Nos asomamos al in­terior con el corazón oprimido, y apenas tuvimos tiempo de hacerlo cuando Fulvia Flamínea salió de la cocina como una ráfaga y cerró la puerta con un grito de espanto:

— ¡Por el amor de Dios, figlioli, no la vean! Ya era tarde. Nunca, en el resto de nuestras vi­das, habíamos de olvidar lo que vimos en aquel ins­tante fugaz. Dos hombres de civil estaban midiendo la distancia de la cama a la pared con una cinta mé­trica, mientras otro tomaba fotografías con una cá­mara de manta negra como las de los fotógrafos de los parques. La señora Forbes no estaba sobre la cama revuelta. Estaba tirada de medio lado en el suelo, desnuda en un charco de sangre seca que ha­bía teñido por completo el piso de la habitación, y tenía el cuerpo cribado a puñaladas. Eran veintisiete heridas de muerte, y por la cantidad y la sevicia se notaba que habían sido asestadas con la furia de un amor sin sosiego, y que la señora Forbes las había recibido con la misma pasión, sin gritar siquiera, sin llorar, recitando a Schiller con su hermosa voz de soldado, consciente de que era el precio inexorable de su verano feliz.

 


 

 

 

 

LA LUZ ES COMO EL AGUA

 

 

En Navidad los niños volvieron a pedir un botó de remos.

— De acuerdo — dijo el papá—, lo compraremos cuando volvamos a Cartagena.

Totó, de nueve años, y Joel, de siete, estaban más decididos de lo que sus padres creían.

— No — dijeron a coro—. Nos hace falta ahora y aquí.

— Para empezar — dijo la madre—, aquí no hay más aguas navegables que la que sale de la ducha.

Tanto ella como el esposo tenían razón. En la casa de Cartagena de Indias había un patio con un muelle sobre la bahía, y un refugio para dos yates grandes. En cambio aquí en Madrid vivían apretu­jados en el piso quinto del número 47 del Paseo de la Castellana. Pero al final ni él ni ella pudieron negarse, porque les habían prometido un bote de remos con su sextante y su brújula si se ganaban el laurel del tercer año de primaria, y se lo habían ga­nado. Así que el papá compró todo sin decirle nada a su esposa, que era la más reacia a pagar deudas de juego. Era un precioso bote de aluminio con un hilo dorado en la línea de flotación.

— El bote está en el garaje — reveló el papá en el almuerzo—. El problema es que no hay cómo su­birlo ni por el ascensor ni por la escalera, y en el garaje no hay más espacio disponible.

Sin embargo, la tarde del sábado siguiente los niños invitaron a sus condiscípulos para subir el bote por las escaleras, y lograron llevarlo hasta el cuarto de servicio.

— Felicitaciones — les dijo el papá—  ¿Y ahora qué?

— Ahora nada — dijeron los niños—. Lo único que queríamos era tener el bote en el cuarto, y ya está.

La noche del miércoles, como todos los miérco­les, los padres se fueron al eme. Los niños, dueños y señores de la casa, cerraron puertas y ventanas, y rompieron la bombilla encendida de una lámpara de la sala. Un chorro de luz dorada y fresca como el agua empezó a salir de la bombilla rota, y lo dejaron correr hasta que el nivel llegó a cuatro palmos. En­tonces cortaron la corriente, sacaron el bote, y na­vegaron a placer por entre las islas de la casa.

Esta aventura fabulosa fue el resultado de una ligereza mía cuando participaba en un seminario so­bre la poesía de los utensilios domésticos. Totó me preguntó cómo era que la luz se encendía con sólo apretar un botón, y yo no tuve el valor de pensarlo dos veces.

— La luz es como el agua — le contesté—: uno abre el grifo, y sale.

De modo que siguieron navegando los miércoles en la noche, aprendiendo el manejo del sextante y la brújula, hasta que los padres regresaban del cine y los encontraban dormidos como ángeles de tierra firme. Meses después, ansiosos de ir más lejos, pi­dieron un equipo de pesca submarina. Con todo: máscaras, aletas, tanques y escopetas de aire compri­mido.

— Está mal que tengan en el cuarto de servicio un bote de remos que no les sirve para nada — dijo el padre—. Pero está peor que quieran tener además equipos de buceo.

— ¿Y si nos ganamos la gardenia de oro del pri­mer semestre? — dijo Joel.

— No — dijo la madre, asustada—. Ya no más. El padre le reprochó su intransigencia.

— Es que estos niños no se ganan ni un clavo por cumplir con su deber — dijo ella—  pero por un ca­pricho son capaces de ganarse hasta la silla del maes­tro.

Los padres no dijeron al fin ni que sí ni que no. Pero Totó y Joel, que habían sido los últimos en los dos años anteriores, se ganaron en julio las dos gar­denias de oro y el reconocimiento público del rec­tor. Esa misma tarde, sin que hubieran vuelto a pe­dirlos, encontraron en el dormitorio los equipos de buzos en su empaque original. De modo que el miér­coles siguiente, mientras los padres veían El último tango en París, llenaron el apartamento hasta la al­tura de dos brazas, bucearon como tiburones mansos por debajo de los muebles y las camas, y rescataron del fondo de la luz las cosas que durante años se habían perdido en la oscuridad.

En la premiación final los hermanos fueron acla­mados como ejemplo para la escuela, y les dieron diplomas de excelencia. Esta vez no tuvieron que pedir nada, porque los padres les preguntaron qué querían. Ellos fueron tan razonables, que sólo qui­sieron una fiesta en casa para agasajar a los compa­ñeros de curso.

El papá, a solas con su mujer, estaba radiante.

— Es una prueba de madurez — dijo.

— Dios te oiga — dijo la madre.

El miércoles siguiente, mientras los padres veían La Batalla de Argel, la gente que pasó por la Cas­tellana vio una cascada de luz que caía de un viejo edificio escondido entre los árboles. Salía por los balcones, se derramaba a raudales por la fachada, y se encauzó por la gran avenida en un torrente do­rado que iluminó la ciudad hasta el Guadarrama.

Llamados de urgencia, los bomberos forzaron la puerta del quinto piso, y encontraron la casa rebo­sada de luz hasta el techo. El sofá y los sillones forrados en piel de leopardo flotaban en la sala a distintos niveles, entre las botellas del bar y el piano de cola y su mantón de Manila que aleteaba a media agua como una mantarraya de oro. Los utensilios domésticos, en la plenitud de su poesía, volaban con sus propias alas por el cielo de la cocina. Los ins­trumentos de la banda de guerra, que los niños usa­ban para bailar, flotaban al garete entre los peces de colores liberados de la pecera de mamá, que eran los únicos que flotaban vivos y felices en la vasta ciénaga iluminada. En el cuarto de baño flotaban los cepillos de dientes de todos, los preservativos de papá, los pomos de cremas y la dentadura de re­puesto de mamá, y el televisor de la alcoba principal flotaba de costado, todavía encendido en el último episodio de la película de media noche prohibida para niños.

Al final del corredor, flotando entre dos aguas, Totó estaba sentado en la popa del bote, aferrado a los remos y con la máscara puesta, buscando el faro del puerto hasta donde le alcanzó el aire de los tan­ques, y Joel flotaba en la proa buscando todavía la altura de la estrella polar con el sextante, y flotaban por toda la casa sus treinta y siete compañeros de clase, eternizados en el instante de hacer pipí en la maceta de geranios, de cantar el himno de la escuela con la letra cambiada por versos de burla contra el rector, de beberse a escondidas un vaso de brandy de la botella de papá. Pues habían abierto tantas luces al mismo tiempo que la casa se había rebosado, y todo el cuarto año elemental de la escuela de San Julián el Hospitalario se había ahogado en el piso quinto del número 47 del Paseo de la Castellana. En Madrid de España, una ciudad remota de veranos ardientes y vientos helados, sin mar ni río, y cuyos aborígenes de tierra firme nunca fueron maestros en la ciencia de navegar en la luz.

 

Diciembre 1978.


 

 

 

 

EL RASTRO DE TU SANGRE EN LA NIEVE

 

 

Al anochecer, cuando llegaron a la frontera, Nena Daconte se dio cuenta de que el dedo con el anillo de bodas le seguía sangrando. El guardia civil con una manta de lana cruda sobre el tricornio de charol examinó los pasaportes a la luz de una linterna de carburo, haciendo un gran esfuerzo para que no lo derribara la presión del viento que soplaba de los Pirineos. Aunque eran dos pasaportes diplomáticos en regla, el guardia levantó la linterna para compro­bar que los retratos se parecían a las caras. Nena Daconte era casi una niña, con unos ojos de pájaro feliz y una piel de melaza que todavía irradiaba la resolana del Caribe en el lúgubre anochecer de ene­ro, y estaba arropada hasta el cuello con un abrigo de nucas de visón que no podía comprarse con el sueldo de un año de toda la guarnición fronteriza. Billy Sánchez de Ávila, su marido, que conducía el coche, era un año menor que ella, y casi tan bello, y llevaba una chaqueta de cuadros escoceses y una gorra de pelotero. Al contrario de su esposa, era alto y atlético y tenía las mandíbulas de hierro de los matones tímidos. Pero lo que revelaba mejor la con­dición de ambos era el automóvil platinado cuyo interior exhalaba un aliento de bestia viva, como no se había visto otro por aquella frontera de pobres. Los asientos posteriores iban atiborrados de maletas demasiado nuevas y muchas cajas de regalos todavía sin abrir. Ahí estaba, además, el saxofón tenor que había sido la pasión dominante en la vida de Nena Daconte antes de que sucumbiera al amor contra­riado de su tierno pandillero de balneario.

Cuando el guardia le devolvió los pasaportes se­llados, Billy Sánchez le preguntó dónde podían en­contrar una farmacia para hacerle una cura en el dedo a su mujer, y el guardia le gritó contra el vien­to que preguntaran en Hendaya, del lado francés. Pero los guardias de Hendaya estaban sentados a la mesa en mangas de camisa, jugando barajas mientras comían pan mojado en tazones de vino dentro de una garita de cristal cálida y bien alumbrada, y les bastó con ver el tamaño y la clase del coche para indicarles por señas que se internaran en Francia. Billy Sánchez hizo sonar varias veces la bocina, pero los guardias no entendieron que los llamaban, sino que uno de ellos abrió el cristal y les gritó con más rabia que el viento:

— Merde! Allez vous en!

Entonces Nena Daconte salió del automóvil en­vuelta con el abrigo hasta las orejas, y le preguntó al guardia en un francés perfecto dónde había una farmacia. El guardia contestó por costumbre con la boca llena de pan que eso no era asunto suyo, y menos con semejante borrasca, y cerró la ventanilla.

Pero luego se fijó con atención en la muchacha que se chupaba el dedo herido envuelta en el destello de los visones naturales, y debió confundirla con una aparición mágica en aquella noche de espantos, por­que al instante cambió de humor. Explicó que la ciudad más cercana era Biarritz, pero que en pleno invierno y con aquel viento de lobos tal vez no hu­biera una farmacia abierta hasta Bayona, un poco más adelante.

— ¿Es algo grave? — preguntó.

— Nada — sonrió Nena Daconte, mostrándole el dedo con la sortija de diamantes en cuya yema era apenas perceptible la herida de la rosa—. Es sólo un pinchazo.

Antes de Bayona volvió a nevar. No eran más de las siete, pero encontraron las calles desiertas y las casas cerradas por la furia de la borrasca, y al cabo de muchas vueltas sin encontrar una farmacia decidieron seguir adelante. Billy Sánchez se alegró con la decisión. Tenía una pasión insaciable por los automóviles raros y un papá con demasiados senti­mientos de culpa y recursos de sobra para compla­cerlo, y nunca había conducido nada igual a aquel Bentley convertible de regalo de bodas. Era tanta su embriaguez en el volante que cuanto más andaba menos cansado se sentía. Estaba dispuesto a llegar esa noche a Burdeos, donde tenían reservada la suite nupcial del hotel Splendid, y no habría vientos con­trarios ni bastante nieve en el cielo para impedirlo. Nena Daconte, en cambio, estaba agotada, sobre todo por el último tramo de la carretera desde Ma­drid, que era una cornisa de cabras azotada por el granizo. Así que después de Bayona se enrolló un pañuelo en el anular apretándolo bien para detener la sangre que seguía fluyendo, y se durmió a fondo. Billy Sánchez no lo advirtió sino al borde de la me­dianoche, después de que acabó de nevar y el viento se paró de pronto entre los pinos y el cielo de las landas se llenó de estrellas glaciales. Había pasado frente a las luces dormidas de Burdeos, pero sólo se detuvo para llenar el tanque en una estación de la carretera, pues aún le quedaban ánimos para llegar hasta París sin tomar aliento. Era tan feliz con su juguete grande de 25.000 libras esterlinas que ni si­quiera se preguntó si lo sería también la criatura radiante que dormía a su lado con la venda del anu­lar empapada de sangre, y cuyo sueño de adolescen­te, por primera vez, estaba atravesado por ráfagas de incertidumbre.

Se habían casado tres días antes, a diez mil kiló­metros de allí, en Cartagena de Indias, con el asom­bro de los padres de él y la desilusión de los de ella, y la bendición personal del arzobispo primado. Na­die, salvo ellos mismos, entendía el fundamento real ni conoció el origen de ese amor imprevisible. Había empezado tres meses antes de la boda, un domingo de mar en que la pandilla de Billy Sánchez se tomó por asalto los vestidores de mujeres de los balnea­rios de Marbella. Nena Daconte había cumplido ape­nas dieciocho años, acababa de regresar del interna­do de la Chátellenie, en Saint-Blaise, Suiza, hablan­do cuatro idiomas sin acento y con un dominio maes­tro del saxofón tenor, y aquel era su primer domin­go de mar desde el regreso. Se había desnudado por completo para ponerse el traje de baño cuando em­pezó la estampida de pánico y los gritos de abordaje en las casetas vecinas, pero no entendió lo que ocu­rría hasta que la aldaba de su puerta saltó en astillas y vio parada frente a ella al bandolero más hermoso que se podía concebir. Lo único que llevaba puesto era un calzoncillo lineal de falsa piel de leopardo, y tenía el cuerpo apacible y elástico y el color dorado de la gente de mar. En el puño derecho, donde tenía una esclava metálica de gladiador romano, llevaba enrollada una cadena de hierro que le servía de arma mortal, y tenía colgada del cuello una medalla sin santo que palpitaba en silencio con el susto del co­razón. Habían estado juntos en la escuela primaria y habían roto muchas piñatas en las fiestas de cum­pleaños, pues ambos pertenecían a la estirpe provin­ciana que manejaba a su arbitrio el destino de la ciudad desde los tiempos de la colonia, pero habían dejado de verse tantos años que no se reconocieron a primera vista. Nena Daconte permaneció de pie, inmóvil, sin hacer nada por ocultar su desnudez in­tensa. Billy Sánchez cumplió entonces con su rito pueril: se bajó el calzoncillo de leopardo y le mostró su respetable animal erguido. Ella lo miró de frente y sin asombro.

— Los he visto más grandes y más firmes — dijo, dominando el terror—. De modo que piensa bien lo que vas a hacer, porque conmigo te tienes que com­portar mejor que un negro.

En realidad, Nena Daconte no sólo era virgen, sino que nunca hasta entonces había visto un hom­bre desnudo, pero el desafío resultó eficaz. Lo único que se le ocurrió a Billy Sánchez fue tirar un puñe­tazo de rabia contra la pared con la cadena enrollada en la mano, y se astilló los huesos. Ella lo llevó en su coche al hospital, lo ayudó a sobrellevar la con­valecencia, y al final aprendieron juntos a hacer el amor de la buena manera. Pasaron las tardes difíciles de junio en la terraza interior de la casa donde habían muerto seis generaciones de procrees de la fa­milia de Nena Daconte, ella tocando canciones de moda en el saxofón, y él con la mano escayolada contemplándola desde el chinchorro con un estupor sin alivio. La casa tenía numerosas ventanas de cuer­po entero que daban al estanque de podredumbre de la bahía, y era una de las más grandes y antiguas del barrio de la Manga, y sin duda la más fea. Pero la terraza de baldosas ajedrezadas donde Nena Da­conte tocaba el saxofón era un remanso en el calor de las cuatro, y daba a un patio de sombras grandes con palos de mango y matas de guineo, bajo los cuales había una tumba con una losa sin nombre, anterior a la casa y a la memoria de la familia. Aun los menos entendidos en música pensaban que el sonido del saxofón era anacrónico en una casa de tanta alcurnia. «Suena como un buque», había dicho la abuela de Nena Daconte cuando lo oyó por pri­mera vez. Su madre había tratado en vano de que lo tocara de otro modo, y no como ella lo hacía por comodidad, con la falda recogida hasta los muslos y las rodillas separadas, y con una sensualidad que no le parecía esencial para la música. «No me importa qué instrumento toques», le decía, «con tal de que lo toques con las piernas cerradas». Pero fueron esos aires de adioses de buques y ese encarnizamiento de amor los que le permitieron a Nena Daconte rom­per la cascara amarga de Billy Sánchez. Debajo de la triste reputación de bruto que él tenía muy bien sustentada por la confluencia de dos apellidos ilus­tres, ella descubrió un huérfano asustado y tierno. Llegaron a conocerse tanto mientras se le soldaban los huesos de la mano, que él mismo se asombró de la fluidez con que ocurrió el amor cuando ella lo llevó a su cama de doncella una tarde de lluvias en que se quedaron solos en la casa. Todos los días a esa hora, durante casi dos semanas, retozaron des­nudos bajo la mirada atónita de los retratos de gue­rreros civiles y abuelas insaciables que los habían precedido en el paraíso de aquella cama histórica. Aun en las pausas del amor permanecían desnudos con las ventanas abiertas respirando la brisa de es­combros de barcos de la bahía, su olor a mierda, y oyendo en el silencio del saxofón los ruidos cotidia­nos del patio, la nota única del sapo bajo las matas de guineo, la gota de agua en la tumba de nadie, los pasos naturales de la vida que antes no habían teni­do tiempo de conocer.

Cuando los padres de Nena Daconte regresaron a la casa, ellos habían progresado tanto en el amor que ya no les alcanzaba el mundo para otra cosa, y lo hacían a cualquier hora y en cualquier parte, tra­tando de inventarlo otra vez cada vez que lo hacían. Al principio lo hicieron como mejor podían en los carros deportivos con que el papá de Billy Sánchez trataba de apaciguar sus propias culpas. Después, cuando los coches se les volvieron demasiado fáciles, se metían por la noche en las casetas desiertas de Marbella donde el destino los había enfrentado por primera vez, y hasta se metieron disfrazados durante el carnaval de noviembre en los cuartos de alquiler del antiguo barrio de esclavos de Getsemaní, al am­paro de las mamasantas que hasta hacía pocos meses tenían que padecer a Billy Sánchez con su pandilla de cadeneros. Nena Daconte se entregó a los amores furtivos con la misma devoción frenética que antes malgastaba en el saxofón, hasta el punto de que su bandolero domesticado terminó por entender lo que ella quiso decirle cuando le dijo que tenía que com­portarse como un negro. Billy Sánchez le correspon­dió siempre y bien y con el mismo alborozo. Ya casados, cumplieron con el deber de amarse mien­tras las azafatas dormían en mitad del Atlántico, en­cerrados a duras penas y más muertos de risa que de placer en el retrete del avión. Sólo ellos sabían entonces, veinticuatro horas después de la boda, que Nena Daconte estaba encinta desde hacía dos meses. De modo que cuando llegaron a Madrid se sen­tían muy lejos de ser dos amantes saciados, pero tenían bastantes reservas para comportarse como re­cién casados puros. Los padres de ambos lo habían previsto todo. Antes del desembarco, un funciona­rio de protocolo subió a la cabina de primera clase para llevarle a Nena Daconte el abrigo de visón blan­co con franjas de un negro luminoso, que era el regalo de bodas de sus padres. A Billy Sánchez le llevó una chaqueta de cordero que era la novedad de aquel invierno, y las llaves sin marca de un coche de sorpresa que le esperaba en el aeropuerto.

La misión diplomática de su país lo recibió en el salón oficial. El embajador y su esposa no sólo eran amigos desde siempre de la familia de ambos, sino que él era el médico que había asistido al nacimiento de Nena Daconte, y la esperó con un ramo de rosas tan radiantes y frescas que hasta las gotas de rocío parecían artificiales. Ella los saludó a ambos con be­sos de burla, incómoda con su condición un poco prematura de recién casada, y luego recibió las ro­sas. Al cogerlas se pinchó el dedo con una espina del tallo, pero sorteó el percance con un recurso encantador.

— Lo hice adrede — dijo—, para que se fijaran en mi anillo.

En efecto, la misión diplomática en pleno admi­ró el esplendor del anillo, que debía costar una for­tuna, no tanto por la clase de los diamantes como por su antigüedad bien conservada. Pero nadie ad­virtió que el dedo empezaba a sangrar. La atención de todos derivó después hacia el coche nuevo. El embajador había tenido el buen humor de llevarlo al aeropuerto y de hacerlo envolver en papel celofán con un enorme lazo dorado. Billy Sánchez no apre­ció su ingenio. Estaba tan ansioso por conocer el coche que desgarró la envoltura de un tirón y se quedó sin aliento. Era el Bentley convertible de ese año con tapicería de cuero legítimo. El cielo parecía un manto de ceniza, el Guadarrama mandaba un viento cortante y helado, y no se estaba bien a la intemperie, pero Billy Sánchez no tenía todavía la noción del frío. Mantuvo a la misión diplomática en el estacionamiento sin techo, inconsciente de que se estaban congelando por cortesía, hasta que terminó de reconocer el coche en sus detalles recónditos. Lue­go, el embajador se sentó a su lado para guiarlo hasta la residencia oficial donde estaba previsto un almuerzo. En el trayecto le fue indicando los lugares más conocidos de la ciudad, pero él sólo parecía atento a la magia del coche.

Era la primera vez que salía de su tierra. Había pasado por todos los colegios privados y públicos, repitiendo siempre el mismo curso, hasta que se que­dó flotando en un limbo de desamor. La primera visión de una ciudad distinta de la suya, los bloques de casas cenicientas con las luces encendidas a pleno día, los árboles pelados, el mar distante, todo lo iba aumentando un sentimiento de desamparo que se esforzaba por mantener al margen del corazón. Sin embargo, poco después cayó sin darse cuenta en la primera trampa del olvido. Se había precipitado una tormenta instantánea y silenciosa, la primera de la estación, y cuando salieron de la casa del embajador después del almuerzo, para emprender el viaje hacia Francia, encontraron la ciudad cubierta de una nieve radiante. Billy Sánchez se olvidó entonces del coche, y en presencia de todos, dando gritos de júbilo y echándose puñados de polvo de nieve en la cabeza, se revolcó en mitad de la calle con el abrigo puesto.

Nena Daconte se dio cuenta por primera vez de que el dedo estaba sangrando, cuando salieron de Madrid en una tarde que se había vuelto diáfana después de la tormenta. Se sorprendió, porque había acompañado con el saxofón a la esposa del embaja­dor, a quien le gustaba cantar arias de ópera en italiano después de los almuerzos oficiales, y apenas si notó la molestia en el anular. Después, mientras le iba indicando a su marido las rutas más cortas hacia la frontera, se chupaba el dedo de un modo incons­ciente cada vez que le sangraba, y sólo cuando lle­garon a los Pirineos se le ocurrió buscar una farma­cia. Luego sucumbió a los sueños atrasados de los últimos días, y cuando despertó de pronto con la impresión de pesadilla de que el coche andaba por el agua, no se acordó más durante un largo rato del pañuelo amarrado en el dedo. Vio en el reloj lumi­noso del tablero que eran más de las tres, hizo sus cálculos mentales, y sólo entonces comprendió que habían seguido de largo por Burdeos, y también por Angulema y Poitiers, y estaban pasando por el di­que del Loira inundado por la creciente. El fulgor de la luna se filtraba a través de la neblina, y las siluetas de los castillos entre los pinos parecían de cuentos de hadas. Nena Daconte, que conocía la re­gión de memoria, calculó que estaban ya a unas tres horas de París, y Billy Sánchez continuaba impávido en el volante.

— Eres un salvaje — le dijo—. Llevas más de once horas manejando sin comer nada.

Estaba todavía sostenido en vilo por la embria­guez del coche nuevo. A pesar de que en el avión había dormido poco y mal, se sentía despabilado y con fuerzas de sobra para llegar a París al amanecer.

— Todavía me dura el almuerzo de la embajada — dijo. Y agregó sin ninguna lógica—. Al fin y al cabo, en Cartagena están saliendo apenas del cine. Deben ser como las diez.

Con todo, Nena Daconte temía que él se dur­miera conduciendo. Abrió una caja de entre tantos regalos que les habían hecho en Madrid y trató de meterle en la boca un pedazo de naranja azucarada. Pero él la esquivó.

— Los machos no comen dulces — dijo.

Poco antes de Orléans se desvaneció la bruma, y una luna muy grande iluminó las sementeras ne­vadas, pero el tráfico se hizo más difícil por la con­fluencia de los enormes camiones de legumbres y cisternas de vinos que se dirigían a París. Nena Da­conte hubiera querido ayudar a su marido en el vo­lante, pero ni siquiera se atrevió a insinuarlo, porque él le había advertido desde la primera vez en que salieron juntos que no hay humillación más grande para un hombre que dejarse conducir por su mujer. Se sentía lúcida después de casi cinco horas de buen sueño, y estaba además contenta de no haber parado en un hotel de la provincia de Francia, que conocía desde muy niña en numerosos viajes con sus padres. «No hay paisajes más bellos en el mundo», decía, «pero uno puede morirse de sed sin encontrar a na­die que le dé gratis un vaso de agua». Tan conven­cida estaba que a última hora había metido un jabón y un rollo de papel higiénico en el maletín de mano, porque en los hoteles de Francia nunca había jabón, y el papel de los retretes eran los periódicos de la semana anterior cortados en cuadraditos y colgados de un gancho. Lo único que lamentaba en aquel momento era haber desperdiciado una noche entera sin amor. La réplica de su marido fue inmediata.

— Ahora mismo estaba pensando que debe ser del carajo tirar en la nieve — dijo—. Aquí mismo, si quieres.

Nena Daconte lo pensó en serio. Al borde de la carretera, la nieve bajo la luna tenía un aspecto mu­llido y cálido, pero a medida que se acercaban a los suburbios de París el tráfico era más intenso, y había núcleos de fábricas iluminadas y numerosos obreros en bicicleta. De no haber sido invierno, estarían ya en pleno día.

— Ya será mejor esperar hasta París — dijo Nena Daconte—. Bien calienticos y en una cama con sá­banas limpias, como la gente casada.

— Es la primera vez que me fallas — dijo él.

— Claro — replicó ella—. Es la primera vez que somos casados.

Poco antes del amanecer se lavaron la cara y ori­naron en una fonda del camino, y tomaron café con croissants calientes en el mostrador donde los camioneros desayunaban con vino tinto. Nena Daconte se había dado cuenta en el baño de que tenía manchas de sangre en la blusa y la falda, pero no intentó lavarlas. Tiró en la basura el pañuelo empapado, se cambió el anillo matrimonial para la mano izquierda y se lavó bien el dedo herido con agua y jabón. El pinchazo era casi invisible. Sin embargo, tan pronto como regresaron al coche volvió a sangrar, de modo que Nena Daconte dejó el brazo colgando fuera de la ventana, convencida de que el aire glacial de las sementeras tenía virtudes de cauterio. Fue otro re­curso vano, pero todavía no se alarmó. «Si alguien nos quiere encontrar será muy fácil», dijo con su encanto natural. «Sólo tendrá que seguir el rastro de mi sangre en la nieve.» Luego pensó mejor en lo que había dicho, y su rostro floreció en las primeras lu­ces del amanecer.

— Imagínate — dijo—: un rastro de sangre en la nieve desde Madrid hasta París. ¿No te parece bello para una canción?

No tuvo tiempo de volver a pensar. En los su­burbios de París, el dedo era un manantial inconte­nible, y ella sintió de veras que se le estaba yendo el alma por la herida. Había tratado de segar el flujo con el rollo de papel higiénico que llevaba en el maletín, pero más tardaba en vendarse el dedo que en arrojar por la ventana las tiras de papel ensan­grentado. La ropa que llevaba puesta, el abrigo, los asientos del coche, se iban empapando poco a poco, pero de un modo irreparable. Billy Sánchez se asus­tó en serio e insistió en buscar una farmacia, pero ella sabía entonces que aquello no era asunto de bo­ticarios.

— Estamos casi en la puerta de Orléans — dijo—. Sigue de frente, por la avenida del General Leclerc, que es la más ancha y con muchos árboles, y des­pués yo te voy diciendo lo que haces.

Fue el trayecto más arduo de todo el viaje. La avenida del General Leclerc era un nudo infernal de automóviles pequeños y motocicletas, embotellados en ambos sentidos, y de los camiones enormes que trataban de llegar a los mercados centrales. Billy Sán­chez se puso tan nervioso con el estruendo inútil de las bocinas que se insultó a gritos en lengua de ca­deneros con varios conductores y hasta trató de ba­jarse del coche para pelearse con uno, pero Nena Daconte logró convencerlo de que los franceses eran la gente más grosera del mundo, pero no se golpea­ban nunca. Fue una prueba más de su buen juicio, porque en aquel momento Nena Daconte estaba ha­ciendo esfuerzos para no perder la conciencia.

Sólo para salir de la glorieta de León de Belfort necesitaron más de una hora. Los cafés y almacenes estaban iluminados como si fuera la medianoche, pues era un martes típico de los eneros de París, encapotados y sucios, y con una llovizna tenaz que no alcanzaba a concretarse en nieve. Pero la avenida Denfert-Rochereau estaba más despejada, y al cabo de unas pocas cuadras Nena Daconte le indicó a su marido que doblara a la derecha, y estacionó frente a la entrada de emergencia de un hospital enorme y sombrío.

Necesitó ayuda para salir del coche, pero no per­dió la serenidad ni la lucidez. Mientras llegaba el médico de turno, acostada en la camilla rodante, con­testó a la enfermera el cuestionario de rutina sobre su identidad y sus antecedentes de salud. Billy Sán­chez le llevó el bolso y le apretó la mano izquierda donde entonces llevaba el anillo de bodas, y la sintió lánguida y fría, y sus labios habían perdido el color. Permaneció a su lado, con la mano en la suya, hasta que llegó el médico de turno y le hizo un examen rápido al anular herido. Era un hombre muy joven, con la piel del color del cobre antiguo y la cabeza pelada. Nena Daconte no le prestó atención, sino que dirigió a su marido una sonrisa lívida.

— No te asustes — le dijo, con su humor invencible—. Lo único que puede suceder es que este caníbal me corte la mano para comérsela.

El médico concluyó su examen, y entonces los sorprendió con un castellano muy correcto, aunque con un raro acento asiático.

— No, muchachos — dijo—. Este caníbal prefiere morirse de hambre antes que cortar una mano tan bella.

Ellos se ofuscaron, pero el médico los tranquili­zó con un gesto amable. Luego ordenó que se lle­varan la camilla, y Billy Sánchez quiso seguir con ella, cogido de la mano de su mujer. El médico lo detuvo por el brazo.

— Usted no — le dijo—. Va para cuidados inten­sivos.

Nena Daconte le volvió a sonreír al esposo, y le siguió diciendo adiós con la mano hasta que la ca­milla se perdió en el fondo del corredor. El médico se retrasó estudiando los datos que la enfermera ha­bía escrito en una tablilla. Billy Sánchez lo llamó.

— Doctor — le dijo—. Ella está encinta.

— ¿Cuánto tiempo?— Dos meses.

El médico no le dio la importancia que Billy Sánchez esperaba. «Hizo bien en decírmelo», dijo, y se fue detrás de la camilla. Billy Sánchez se quedó parado en la sala lúgubre olorosa a sudores de en­fermos, se quedó sin saber qué hacer mirando el corredor vacío por donde se habían llevado a Nena Daconte, y luego se sentó en el escaño de madera donde había otras personas esperando. No supo cuánto tiempo estuvo ahí, pero cuando decidió salir del hospital era otra vez de noche y continuaba la llovizna, y él seguía sin saber ni siquiera qué hacer consigo mismo, abrumado por el peso del mundo.

Nena Daconte ingresó a las 9.30 del martes 7 de enero, según lo pude comprobar años después en los archivos del hospital. Aquella primera noche, Billy Sánchez durmió en el coche estacionado frente a la puerta de urgencias, y muy temprano, al día siguien­te, se comió seis huevos cocidos y dos tazas de café con leche en la cafetería que encontró más cerca, pues no había hecho una comida completa desde Madrid. Después volvió a la sala de urgencias para ver a Nena Daconte, pero le hicieron entender que debía dirigirse a la entrada principal. Allí consiguie­ron, por fin, un asturiano del servicio que lo ayudó a entenderse con el portero, y éste comprobó que, en efecto, Nena Daconte estaba registrada en el hos­pital, pero que sólo se permitían visitas los martes, de nueve a cuatro. Es decir, seis días después. Trató de ver al médico que hablaba castellano, a quien describió como un negro con la cabeza pelada, pero nadie le dio razón con dos detalles tan simples.

Tranquilizado con las noticias de que Nena Da­conte estaba en el registro, volvió al lugar donde había dejado el coche, y un agente del tránsito lo obligó a estacionar dos cuadras más adelante, en una calle muy estrecha y del lado de los números impa­res. En la acera de enfrente había un edificio restau­rado con un letrero: «Hotel Nicole». Tenía una sola estrella, y una sala de recibo muy pequeña donde no había más que un sofá y un viejo piano vertical, pero el propietario de voz aflautada podía entenderse con los clientes en cualquier idioma a condición de que tuvieran con qué pagar. Billy Sánchez se ins­taló con once maletas y nueve cajas de regalos en el único cuarto libre, que era una mansarda triangular en el noveno piso, adonde se llegaba sin aliento por una escalera en espiral que olía a espuma de coliflo­res hervidas. Las paredes estaban forradas de colga­duras tristes y por la única ventana no cabía nada más que la claridad turbia del patio interior. Había una cama para dos, un ropero grande, una silla sim­ple, un bidé portátil y un aguamanil con su platón y su jarra, de modo que la única manera de estar dentro del cuarto era acostado en la cama. Todo era, peor que viejo, desventurado, pero también muy lim­pio, y con un rastro saludable de medicina reciente. A Billy Sánchez no le habría alcanzado la vida para descifrar los enigmas de ese mundo fundado en el talento de la cicatería. Nunca entendió el misterio de la luz de la escalera que se apagaba antes de que él llegara a su piso, ni descubrió la manera de volver a encenderla. Necesitó media mañana para aprender que en el rellano de cada piso había un cuartito con un excusado de cadena, y ya había decidido usarlo en las tinieblas cuando descubrió por casualidad que la luz se encendía al pasar el cerrojo por dentro, para que nadie la dejara encendida por olvido. La ducha, que estaba en el extremo del corredor y que él se empeñaba en usar dos veces al día como en su tierra, se pagaba aparte y de contado, y el agua ca­liente, controlada desde la administración, se acaba­ba a los tres minutos. Sin embargo, Billy Sánchez tuvo bastante claridad de juicio para comprender que aquel orden tan distinto del suyo era de todos mo­dos mejor que la intemperie de enero, y se sentía además tan ofuscado y solo que no podía entender cómo pudo vivir alguna vez sin el amparo de Nena Daconte.

Tan pronto como subió al cuarto, la mañana del miércoles, se tiró boca abajo en la cama con el abri­go puesto, pensando en la criatura de prodigio que continuaba desangrándose en la acera de enfrente, y muy pronto sucumbía en un sueño tan natural que cuando despertó eran las cinco en el reloj, pero no pudo deducir si eran las cinco de la tarde o del ama­necer, ni de qué día de la semana ni en qué ciudad de vidrios azotados por el viento y la lluvia. Esperó despierto en la cama, siempre pensando en Nena Daconte, hasta comprobar que en realidad amane­cía. Entonces fue a desayunar a la misma cafetería del día anterior, y allí supo que era jueves. Las luces del hospital estaban encendidas y había dejado de llover, de modo que permaneció recostado en el tronco de un castaño frente a la entrada principal, por donde entraban y salían médicos y enfermeras de batas blancas, con la esperanza de encontrar al médico asiático que había recibido a Nena Daconte. No lo vio, ni tampoco esa tarde después del almuer­zo, cuando tuvo que desistir de la espera porque se estaba congelando. A las siete se tomó otro café con leche y se comió dos huevos duros que él mismo cogió del aparador después de cuarenta y ocho ho­ras de estar comiendo la misma cosa en el mismo lugar. Cuando volvió al hotel para acostarse encon­tró su coche solo en una acera y todos los demás en la acera de enfrente, y tenía puesta la notificación de una multa en el parabrisas. Al portero del hotel Nicole le costó trabajo explicarle que en los días im­pares del mes se podía estacionar en la acera de nú­meros impares, y al día siguiente, en la acera con­traria. Tantas artimañas racionalistas resultaban in­comprensibles para un Sánchez de Ávila de los más acendrados, que apenas dos años antes se había me­tido en un cine de barrio con el automóvil oficial del alcalde mayor, y había causado estragos de muer­te ante los policías impávidos. Entendió menos to­davía cuando el portero del hotel le aconsejó que pagara la multa, pero que no cambiara el coche de lugar a esa hora, porque tendría que cambiarlo otra vez a las doce de la noche. Aquella madrugada, por primera vez, no pensó sólo en Nena Daconte, sino que daba vueltas en la cama sin poder dormir, pen­sando en sus propias noches de pesadumbre en las cantinas de maricas del mercado público de Carta­gena del Caribe. Se acordaba del sabor del pescado frito y el arroz de coco en las fondas del muelle donde atracaban las goletas de Aruba. Se acordó de su casa con las paredes cubiertas de trinitarias, don­de serían apenas las siete de la noche de ayer, y vio a su padre con un pijama de seda leyendo el perió­dico en el fresco de la terraza.

Se acordó de su madre, de quien nunca se sabía dónde estaba a ninguna hora, su madre apetitosa y lenguaraz, con un traje de domingo y una rosa en la oreja desde el atardecer, ahogándose de calor por el estorbo de sus telas espléndidas. Una tarde, cuan­do él tenía siete años, había entrado de pronto en el cuarto de ella y la había sorprendido desnuda en la cama con uno de sus amantes casuales. Aquel per­cance, del que nunca habían hablado, estableció en­tre ellos una relación de complicidad que era más útil que el amor. Sin embargo, él no fue consciente de eso, ni de tantas cosas terribles de su soledad de hijo único, hasta esa noche en que se encontró dan­do vueltas en la cama de una mansarda triste de París, sin nadie a quien contarle su infortunio, y con una rabia feroz contra sí mismo porque no podía soportar las ganas de llorar.

Fue un insomnio provechoso. El viernes se le­vantó estropeado por la mala noche, pero resuelto a definir su vida. Se decidió por fin a violar la ce­rradura de su maleta para cambiarse de ropa, pues las llaves de todas estaban en el bolso de Nena Da­conte, con la mayor parte del dinero y la libreta de teléfonos donde tal vez hubiera encontrado el nú­mero de algún conocido de París. En la cafetería de siempre se dio cuenta de que había aprendido a sa­ludar en francés, y a pedir sandwiches de jamón y café con leche. También sabía que nunca le sería posible ordenar mantequilla ni huevos en ninguna forma, porque nunca los aprendería a decir, pero la mantequilla la servían siempre con el pan, y los hue­vos duros estaban a la vista en el aparador y se co­gían sin pedirlos. Además, al cabo de tres días, el personal de servicio se había familiarizado con él, y le ayudaba a explicarse. De modo que el viernes al almuerzo, mientras trataba de poner la cabeza en su puesto, ordenó un filete de ternera con papas fritas y una botella de vino. Entonces se sintió tan bien que pidió otra botella, la bebió hasta la mitad, y atravesó la calle con la resolución firme de meterse en el hospital por la fuerza. No sabía dónde encon­trar a Nena Daconte, pero en su mente estaba fija la imagen providencial del médico asiático, y estaba seguro de encontrarlo. No entró por la puerta prin­cipal, sino por la de urgencias, que le había parecido menos vigilada, pero no alcanzó a llegar más allá del corredor donde Nena Daconte le había dicho adiós con la mano. Un guardián con la bata salpicada de sangre le preguntó algo al pasar, y él no le prestó atención. El guardián lo siguió, repitiendo siempre la misma pregunta en francés, y por último lo agarró del brazo con tanta fuerza que lo detuvo en seco. Billy Sánchez trató de sacudírselo con un recurso de cadenero, y entonces el guardián se cagó en su ma­dre en francés, le torció el brazo en la espalda con una llave maestra, y sin dejar de cagarse mil veces en su puta madre lo llevó casi en vilo hasta la puerta, rabiando de dolor, y lo tiró como un bulto de papas en mitad de la calle.

Aquella tarde, dolorido por el escarmiento, Billy Sánchez empezó a ser adulto. Decidió, como lo hu­biera hecho Nena Daconte, acudir a su embajador. El portero del hotel, que a pesar de su catadura hu­raña era muy servicial, y además muy paciente con los idiomas, encontró el número y la dirección de la embajada en el directorio telefónico, y se los anotó en una tarjeta. Contestó una mujer muy amable, en cuya voz pausada y sin brillo reconoció Billy Sán­chez de inmediato la dicción de los Andes. Empezó por anunciarse con su nombre completo, seguro de impresionar a la mujer con sus dos apellidos, pero la voz no se alteró en el teléfono. La oyó explicar de memoria la lección de que el señor embajador no estaba por el momento en su oficina y no le espe­raban hasta el día siguiente, pero de todos modos no podía recibirlo sino con cita previa y sólo para un caso especial. Billy Sánchez comprendió enton­ces que tampoco por ese camino llegaría hasta Nena Daconte, y agradeció la información con la misma amabilidad con que se la habían dado. Luego tomó un taxi y se fue a la embajada.

Estaba en el número 22 de la calle del Elíseo, dentro de uno de los sectores más apacibles de París, pero lo único que le impresionó a Billy Sánchez, según él mismo me lo contó en Cartagena de Indias muchos años después, fue que el sol estaba tan claro como en el Caribe por la primera vez desde su lle­gada, y que la torre Eiffel sobresalía por encima de la ciudad en un cielo radiante. El funcionario que lo recibió en lugar del embajador parecía apenas resta­blecido de una enfermedad mortal, no sólo por el vestido de paño negro, el cuello opresivo y la cor­bata de luto, sino también por el sigilo de sus ade­manes y la mansedumbre de la voz. Entendió la an­siedad de Billy Sánchez, pero le recordó, sin perder la dulzura, que estaban en un país civilizado cuyas normas estrictas se fundaban en los criterios más antiguos y sabios, al contrario de las Américas bár­baras, donde bastaba con sobornar al portero para entrar en los hospitales. «No, mi querido joven», le dijo. No había más remedio que someterse al impe­rio de la razón, y esperar hasta el martes.

— Al fin y al cabo, ya no faltan sino cuatro días — concluyó—. Mientras tanto, vaya al Louvre. Vale la pena.

Al salir, Billy Sánchez se encontró sin saber qué hacer en la plaza de la Concordia. Vio la torre Eiffel por encima de los tejados, y le pareció tan cercana que trató de llegar hasta ella caminando por los mue­lles. Pero muy pronto se dio cuenta de que estaba más lejos de lo que parecía, y que además cambiaba de lugar a medida que la buscaba. Así que se puso a pensar en Nena Daconte sentado en un banco de la orilla del Sena. Vio pasar los remolcadores por debajo de los puentes, y no le parecieron barcos, sino casas errantes de techos colorados y ventanas con tiestos de flores en el alféizar, y alambres con ropa puesta a secar en los planchones. Contempló durante un largo rato a un pescador inmóvil, con la caña inmóvil y el hilo inmóvil en la corriente, y se cansó de esperar a que algo se moviera, hasta que empezó a oscurecer, y decidió tomar un taxi para regresar al hotel. Sólo entonces cayó en la cuenta de que ignoraba el nombre y la dirección, y de que no tenía la menor idea del sector de París donde estaba el hospital.

Ofuscado por el pánico, entró en el primer café que encontró, pidió un coñac y trató de poner sus pensamientos en orden. Mientras pensaba, se vio re­petido muchas veces y desde ángulos distintos en los espejo;, numerosos de las paredes, y se encontró asus­tado y solitario, y por primera vez desde su naci­miento pensó en la realidad de la muerte. Pero con la segunda copa se sintió mejor, y tuvo la idea providencial de volver a la embajada. Buscó la tarjeta en el bolsillo para recordar el nombre de la calle, y descubrió que en el dorso estaban impresos el nom­bre y la dirección del hotel. Quedó tan mal impre­sionado con aquella experiencia, que durante el fin de semana no volvió a salir del cuarto sino para comer y para cambiar el coche a la acera correspon­diente. Durante tres días cayó sin pausa la misma llovizna sucia de la mañana en que llegaron. Billy Sánchez, que nunca había leído un libro completo, hubiera querido tener uno para no aburrirse tirado en la cama, pero los únicos que encontró en las ma­letas de su esposa eran en idiomas distintos del cas­tellano. Así que siguió esperando el martes, contem­plando los pavorreales repetidos en el papel de las paredes y sin dejar de pensar un solo instante en Nena Daconte. El lunes puso un poco de orden en el cuarto, pensando en lo que diría ella si lo encon­traba en ese estado, y sólo entonces descubrió que el abrigo de visón estaba manchado de sangre seca. Pasó la tarde lavándolo con el jabón de olor que encontró en el maletín de mano, hasta que logró dejarlo otra vez como lo habían subido al avión en Madrid.

El martes amaneció turbio y helado, pero sin la llovizna, y Billy Sánchez se levantó desde las seis, y esperó en la puerta del hospital junto con una mu­chedumbre de parientes de enfermos cargados de pa­quetes de regalos y ramos de flores. Entró con el tropel, llevando en el brazo el abrigo de visón, sin preguntar nada y sin ninguna idea de dónde podía estar Nena Daconte, pero sostenido por la certidumbre de que había de encontrar al médico asiático. Pasó por un patio interior muy grande, con flores y pájaros silvestres, a cuyos lados estaban los pabe­llones de los enfermos: las mujeres, a la derecha, y los hombres, a la izquierda. Siguiendo a los visitan­tes entró en el pabellón de mujeres. Vio una larga hilera de enfermas sentadas en las camas con el ca­misón de trapo del hospital, iluminadas por las luces grandes de las ventanas, y hasta pensó que todo aque­llo era más alegre de lo que se podía imaginar desde fuera. Llegó hasta el extremo del corredor, y lue­go lo recorrió de nuevo en sentido inverso, hasta convencerse de que ninguna de las enfermas era Nena Daconte. Luego recorrió otra vez la galería exterior mirando por la ventana los pabellones mas­culinos, hasta que creyó reconocer al médico que buscaba.

Era él, en efecto. Estaba con otros médicos y varias enfermeras, examinando a un enfermo. Billy Sánchez entró en el pabellón, apartó a una de las enfermeras del grupo y se paró frente al médico asiá­tico, que estaba inclinado sobre el enfermo. Lo lla­mó. El médico levantó sus ojos desolados, pensó un instante y entonces lo reconoció.

— Pero ¿dónde diablos se había metido usted? — dijo. , Billy Sánchez se quedó perplejo.

— En el hotel — dijo—. Aquí, a la vuelta.

Entonces lo supo. Nena Daconte había muerto desangrada a las 7.10 de la noche del jueves 9 de enero, después de setenta horas de esfuerzos inútiles de los especialistas mejor calificados de Francia. Hasta el último instante había estado lúcida y serena, y dio instrucciones para que buscaran a su marido en el hotel Plaza Athenée, donde tenían una habitación reservada, y dio los datos para que se pusieran en contacto con sus padres. La embajada había sido informada el viernes por un cable urgente de su can­cillería, cuando ya los padres de Nena Daconte vo­laban hacia París. El embajador en persona se en­cargó de los trámites del embalsamamiento y los fu­nerales, y permaneció en contacto con la Prefectura de Policía de París para localizar a Billy Sánchez. Un llamado urgente con sus datos personales fue transmitido desde la noche del viernes hasta la tar­de del domingo a través de la radio y la televisión, y durante esas cuarenta horas fue el hombre más buscado en Francia. Su retrato, encontrado en el bolso de Nena Daconte, estaba expuesto por to­das partes. Tres Bentley convertibles del mismo mo­delo habían sido localizados, pero ninguno era el suyo.

Los padres de Nena Daconte habían llegado el sábado a mediodía, y velaron el cadáver en la capilla del hospital esperando hasta última hora encontrar a Billy Sánchez. También los padres de éste habían sido informados, y estuvieron listos para volar a Pa­rís, pero al final desistieron por una confusión de telegramas. Los funerales tuvieron lugar el domingo a las dos de la tarde, a sólo doscientos metros del sórdido cuarto del hotel donde Billy Sánchez ago­nizaba de soledad por el amor de Nena Daconte. El funcionario que lo había atendido en la embajada me dijo años más tarde que él mismo recibió el telegrama de su cancillería una hora después de que Billy Sánchez salió de su oficina, y que estuvo bus­cándolo por los bares sigilosos del Faubourg St. Honoré. Me confesó que no le había puesto mucha atención cuando lo recibió, porque nunca se hubiera imaginado que aquel costeño aturdido por la nove­dad de París, y con un abrigo de cordero tan mal llevado, tuviera a su favor un origen tan ilustre. El mismo domingo por la noche, mientras él soportaba las ganas de llorar de rabia, los padres de Nena Daconte desistieron de la búsqueda y se llevaron el cuerpo embalsamado dentro del ataúd metálico, y quienes alcanzaron a verlo siguieron repitiendo du­rante muchos años que no habían visto nunca una mujer más hermosa, ni viva ni muerta. De modo que cuando Billy Sánchez entró por fin en el hos­pital, el martes en la mañana, ya se había consumado el entierro en el triste panteón de La Manga, a muy pocos metros de la casa donde ellos habían desci­frado las primeras claves de la felicidad. El médico asiático que puso a Billy Sánchez al corriente de la tragedia quiso darle unas pastillas calmantes en la sala del hospital, pero él las rechazó. Se fue sin des­pedirse, sin nada que agradecer, pensando que lo único que necesitaba con urgencia era encontrar a alguien a quien romperle la madre a cadenazos para desquitarse de su desgracia. Cuando salió del hos­pital, ni siquiera se dio cuenta de que estaba cayen­do del cielo una nieve sin rastros de sangre, cuyos copos tiernos y nítidos parecían plumitas de palo­mas, y que en las calles de París había un aire de fiesta, porque era la primera nevada grande en diez años.

 

1976

 

El sabio no dice lo que sabe, y el necio no sabe lo que dice.

Si los hombres han nacido con dos ojos, dos orejas y una sola lengua es porque se debe escuchar y mirar dos veces antes de hablar

Lo que importa verdaderamente en la vida no son los objetivos que nos marcamos, sino los caminos que seguimos para lograrlo.

Hay dos cosas que son infinitas: el universo y la estupidez humana; de la primera no estoy muy seguro.

Hay dos cosas que son infinitas: el universo y la estupidez humana; de la primera no estoy muy seguro.

El nacimiento y la muerte no son dos estados distintos, sino dos aspectos del mismo estado

Las personas son como la Luna. Siempre tienen un lado oscuro que no enseñan a nadie.

Las conversaciones son siempre peligrosas si se tiene algo que ocultar

El saber y la razón hablan, la ignorancia y el error gritan.

Todo está perdido cuando los malos sirven de ejemplo y los buenos de mofa

Algunas personas son tan falsas que ya no distinguen que lo que piensan es justamente lo contrario de lo que dicen.

Produce una inmensa tristeza pensar que la naturaleza habla mientras el género humano no escucha.

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